Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Gravar la riqueza

Ricardo Rodríguez

En los más de 31 años que llevo ya trabajando en la Hacienda Pública española, jamás había vivido momento de mayor divorcio entre la realidad del sistema tributario y el debate político y periodístico acerca de impuestos que el actual. Jamás había presenciado mayor dosis de demagogia, de irresponsabilidad y de simpleza. Nunca se había hablado tanto y con tan poco conocimiento de causa sobre fiscalidad.

No se hacen propuestas razonadas. Se levantan banderas en torno a las cuales aglutinar a los partidarios y desde las cuales poder señalar a los enemigos. Todo es propaganda, fundada en las ocurrencias que cada semana se le pasan por la cabeza a cada quien y que se puedan ver como suficientes para una nota de prensa vistosa.

Así es imposible ningún debate serio acerca de un asunto que es muy serio.

Resulta realmente muy difícil saber, por ejemplo, a qué se refería recientemente el señor Lobato, del PSOE de la Comunidad de Madrid, cuando aludía al “patrimonio productivo” que propone eximir de pago del Impuesto sobre Patrimonio y del de Sucesiones y Donaciones. Imagino que no estará pensando en todo patrimonio que no sea delictivo o que entrañe evasión fiscal. Los impuestos recaen siempre, por su propia naturaleza, sobre riqueza legítima (entiéndase legítimamente adquirida); la riqueza ilegítima no paga impuestos, hay que recuperarla íntegra.

De otra parte, si lo que se sugiere es la posibilidad de librar de todo gravamen a quienes no trasladen sus activos a paraísos fiscales, en cierto modo lo que se les estará ofreciendo es traer el paraíso fiscal a casa. Opción cuya ventaja para la Hacienda Pública no queda muy clara, y a decir verdad tampoco para la economía en general, dado que, como es sabido, la radicación en nuestro país del titular del patrimonio –pues es la localización de la residencia del propietario la que determina la sujeción a este impuesto- no significa necesariamente que aquí vaya a invertir sus capitales si le es más rentable hacerlo en otro lugar, con mayor motivo aun cuando hablamos de su patrimonio intangible (acciones, bonos y derechos de toda índole).

Si a lo que nos referimos es a la diferencia entre capital ocioso y capital afecto a actividad económica, ya en la Ley estatal se había pensado en lo que ahora al señor Lobato se le ha ocurrido. La empresa familiar está exenta de pagar Impuesto sobre Patrimonio, y también lo están las participaciones en entidades jurídicas que dediquen la mayor parte de su capital a actividad económica (que no sean meras gestoras de patrimonio), siempre que la misma constituya la principal fuente de ingresos del contribuyente. Se deja muy a propósito y en exclusiva fuera de la exención lo que los clásicos llamaban capital rentista. La no tributación alcanza incluso a los inmuebles arrendados, con la condición de que su alquiler pueda ser considerado una actividad económica (para lo cual, desde el 1 de enero de 2015, basta tener a un solo empleado a jornada completa). En el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones hay una muy lucrativa bonificación del 95%.

Un ejemplo puede permitir que se vea a qué me refiero. Imaginémonos que heredo de mis padres la empresa familiar, a la que se atribuye un valor neto de 200.000 euros. En el Impuesto sobre Patrimonio no pagaré absolutamente nada. En el Impuesto sobre Sucesiones, si cumplo con el requisito de permanencia (no venderla por un periodo que en Madrid es de 5 años), se aplicará una reducción del 95%, de modo que irán a base liquidable solamente 10.000 euros.

Supongamos que, aparte de la empresa y excluida también, entre otros bienes, la vivienda habitual, mis padres son dueños de un patrimonio, si no multimillonario, sí lo suficientemente desahogado como para que cada uno de los herederos nos llevemos una porción valorada en aproximadamente 400.000 euros (netos, restadas deudas y pasivo). No está del todo mal, ¿verdad?

En tal caso, según la tarifa actualmente vigente para Sucesiones en Madrid, tributaríamos por un tipo medio aproximado del 20%. En consecuencia, nos resultaría una cuota íntegra por la empresa familiar de 2.000 euros. Pero, dado que entre padres e hijos existe una bonificación en cuota del 99%, en realidad sólo pagaríamos 20 euros. 20 euros al heredar una empresa valorada en 200.000 euros por Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones, nada por Impuesto sobre Patrimonio y nada por IRPF.

Y tampoco es cosa solo de Madrid, que se diría que únicamente tuviéramos a la señora Ayuso en nuestros corazones. En ningún lugar de España se pagaría Patrimonio, dado que la exención procede de la Ley estatal. En Sucesiones no se pagarían ni 20 euros en Andalucía, Galicia, Asturias, Euskadi o Castilla y León, debido a los mínimos exentos existentes en esas regiones. En Castilla La Mancha el mínimo exento está en 175.000 euros si no fallan mis referencias y, por encima de esa cantidad, hay una cuantiosa reducción que empieza en el 95% y va menguando a medida que aumenta la base.

¿Saben cuánto pagarían por IRPF si ganaran esos 200.000 euros trabajando durante todo el año? Pues, dependiendo de la existencia de otros ingresos, reducciones, exenciones, situación familiar y otras circunstancias, no sería extraño que alcanzaran un tipo medio de entre el 30 y el 35%. Y aún esto con suerte. Es decir, entre 60.000 y 70.000 euros.

Y resulta, sin embargo, que no sólo para el señor Lobato, sino (a juzgar por la cantidad de mensajes que he visto en redes llamando robo al Impuesto sobre Patrimonio y al de Sucesiones) para la mayoría de la población de este país, lo que constituye un saqueo intolerable del Estado a los ciudadanos es pagar 20 euros por una empresa valorada en 200.000 euros que heredamos y no pagar 70.000 por haber ganado esa misma cantidad gracias a nuestro trabajo.

La desinformación alcanza al punto de que varias personas que conozco anduviesen furiosas con el Impuesto sobre Sucesiones tras gestionar los trámites de una herencia, a pesar de que en realidad nada habían pagado por Sucesiones, tributo que confundían, lo que no es infrecuente, con el Impuesto sobre el Incremento del Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana (el IIVTNU, más conocido como plusvalía), impuesto éste que sí resulta en muchas ocasiones a mi juicio excesivo e injusto y que a menudo ahoga a familias humildes, por lo que habría que plantearse en numerosos supuestos una rebaja considerable o al menos un diferimiento al momento en que de verdad se obtenga aprovechamiento económico. De tal modo que tenemos a ciudadanos modestos manifestándose contra un impuesto que jamás pagarán y sin rechistar por otro que sí les va a golpear con dureza cuando reciban las exiguas herencias que les correspondan de sus progenitores. Así es la vida.

Los liberales clásicos (los verdaderos liberales, aquellos que, a diferencia de los indocumentados que en la actualidad se tienen a sí mismos por tales, reclamaban una sociedad fundada en el mérito y el esfuerzo) albergaban exactamente la opinión contraria a la hoy dominante. John Stuart Mill consideraba que el Estado no tenía derecho a quedarse con una parte del fruto del trabajo de los ciudadanos pero que sí debía gravarse muy severamente la riqueza que fuese consecuencia de la “benevolencia de los demás”, es decir, toda aquella riqueza que fuese heredada o procediera de una donación. A él debemos la distinción clásica entre rentas fundadas (basadas en el fundo o propiedad) y rentas ganadas (gracias a nuestro trabajo), las primeras de las cuales habían de ser objeto de una imposición mayor y no menor. Locke, más atento al interés primordial de su clase, entendía que, puesto que la función esencial del Estado era la de proteger la propiedad, eran los propietarios los que debían sostenerlo fiscalmente. Adam Smith creía que no resultaba razonable que nadie pudiera disponer de su riqueza más allá de su propia vida, argumento que venía a impugnar el mismo derecho de herencia.

Una alegación usual contra la imposición al patrimonio es que por la riqueza por la que tributamos en este impuesto ya habíamos pagado al adquirirla. Pero esto es algo que sucede en multitud de ocasiones más sin que por lo visto nos llame la atención. Cuando compramos una bicicleta, pagamos su precio con un dinero por el que habíamos tributado al ganarlo, y aún así volvemos a tributar por un impuesto indirecto, el IVA. Si echamos gasolina al coche, igualmente usaremos un dinero por el que ya habíamos tributado, volveremos a tributar (por el Impuesto sobre Hidrocarburos) y este segundo impuesto será incluso base imponible de un tercero, el IVA. Aún más: al cobrar mi sueldo, pago un impuesto por un dinero por el que el empresario que me contrata ya había pagado cuando lo ganó; al comprar la bicicleta pago un impuesto indirecto y el vendedor deberá pagar un impuesto directo por el beneficio que obtiene; si la tienda de bicicletas está a nombre de una sociedad, el vendedor volverá a pagar renta al repartir beneficio, y aún volverá a pagar otra vez más si el sábado se regala el gusto de cenar con su familia fuera de casa. Y vuelta a empezar.

No hay doble ni triple ni cuádruple imposición, porque el hecho imponible (esto es, la manifestación de capacidad económica o de pago que se grava) es diferente cada vez, aunque por el mismo capital u objeto de imposición se tribute muchas veces. Pero no es el capital o la riqueza la que paga impuestos; somos las personas las que pagamos por la capacidad económica que adquirimos. De otro modo sería imposible la subsistencia del sector público en una sociedad de producción y circulación de bienes y servicios.

Cabría proponer que existiera un único impuesto sobre la renta de las personas físicas. Y hay teóricos que lo han sugerido. Pero, en la práctica, como la realidad no es perfecta, ningún impuesto en ningún país del mundo capta todas las afluencias de renta, aparte de que el sostenimiento del Estado, incluso en su versión más raquítica, sería difícil con una sola fuente de ingresos tributarios; no digamos ya si encima queremos que se cubran servicios como la educación, la sanidad, el transporte o las infraestructuras de comunicación y otras. Por eso, la teoría clásica de la Hacienda Pública estructura la imposición sobre cuatro manifestaciones de capacidad económica: la renta, el patrimonio, el consumo y el tráfico. Se solía decir que lo ideal sería una distribución equivalente entre todas ellas. En cambio, recurriendo a argumentos cada vez más sofisticadamente tramposos, la tendencia invariable de los últimos lustros ha sido la de concentrar casi la totalidad de la carga tributaria sobre la renta del trabajo y sobre el consumo. ¡Y los trabajadores nos lo hemos tragado con la mayor de las inocencias!

Hay una fundamentación clásica de la imposición al patrimonio elaborada en los años 70 del pasado siglo por el economista Lester Thurow. La idea es que el impuesto sobre el patrimonio (o sobre la riqueza, si preferimos llamarlo así) permite recobrar por un lado parte de la tributación eludida por los rendimientos de capital y, por otro, compensa la desigualdad de trato que, en detrimento de las rentas más bajas, generan los impuestos al consumo. Con lo que cumple una función esencial en el logro de una mayor equidad y justicia económica, acerca de la cual Thurow aportó reflexiones de mucho interés en un artículo de 1973.[1]

Hay otras razones de no menor peso que aconsejan su establecimiento. Evidentemente, no dispone de la misma capacidad de pago quien gana 20.000 euros al año, pero dispone de 30 millones ahorrados en el banco, que quien gana la misma cantidad pero tiene su cuenta bancaria en números rojos. Ello ofrece al primero la oportunidad de un mayor ahorro sobre sus ingresos corrientes y de la obtención ulterior de rendimientos de capital sobre el ahorro nuevo. El impuesto sobre patrimonio grava esa capacidad de pago residual y adicional, ciertamente que a tipos muy bajos, porque se trata de no castigar el ahorro pero también estimular que el capital acumulado se destine, al menos en parte, a inversión o a consumo que genere nueva actividad económica. Y ésta es otra de sus funciones, el incentivo para la movilización del capital ocioso, y lo que explica que aquella parte del patrimonio que se invierte en actividad quede eximida de tributación.

Finalmente, hay una función del tributo no recaudatoria pero de mucha importancia, que es la de censar la riqueza, herramienta clave para controlar en la renta de los grandes patrimonios las fuentes de ingresos.

Todas estas funciones de la tributación sobre el patrimonio fueron elaboradas durante décadas en los sistemas tributarios europeos y llegaron a ser más o menos aceptadas por la mayor parte de la doctrina. Que hayamos oído hablar tantas veces de doble imposición referida al Impuesto sobre Patrimonio y al de Sucesiones y no al IVA y los Impuestos Especiales se debe a un único motivo real: a que los primeros son impuestos que pagan los dueños de grandes fortunas y los segundos los pagamos todos. Y los grandes propietarios, hoy como siempre, disponen de muchos más medios que la mayoría de la gente para difundir las ideas que convienen a sus intereses. Eso explica también las feroces campañas contra la imposición patrimonial desarrolladas en todas partes desde los años 90, la complicidad en tales campañas de la mayoría del mundo académico y de los grandes despachos de asesoría fiscal, y que en tantos países se lograra que fuesen eliminados los gravámenes a la riqueza.

Sin embargo, la crisis económica, primero, y la catástrofe de la pandemia, después, ha hecho que instituciones tan poco sospechosas como la OCDE y un número aún escaso pero creciente de economistas se estén planteando su recuperación. Resulta, a propósito de economistas, muy reveladora la lectura de la argumentación a favor del Impuesto sobre Patrimonio del economista Thomas Piketty[2], célebre referencia actual de la izquierda, para percatarse de que se trata casi de una reproducción de la que expuso, en una sesión del Congreso de octubre de 1977, el ministro Francisco Fernández Ordóñez en nombre de un gobierno de centro derecha[3]. Lo que nos permite medir la dimensión asombrosa alcanzada por el deslizamiento político de las ideas económicas a lo largo del tiempo.

En todo caso, existen motivos de fondo, y muy sólidos, para al menos proponer a la sociedad el debate de la recuperación de la imposición al patrimonio (o a la riqueza), sin que nadie se rasgue las vestiduras y sin necesidad también de acudir a un lenguaje superficialmente radical sobre los ricos y los pobres que más que del marxismo parece sacado de una película de Robin Hood. No se trata ni de un acto de desagravio ni de pedir un donativo por dos años. La palabra clave es justicia, que es además la que tiene amparo en nuestra Constitución.

Y también hay que hacer las reformas con el suficiente sosiego como para que no se derrumben dentro de dos o tres o cinco años en los tribunales. La reforma del sistema tributario no se hace a golpe de titular de prensa, porque así sólo nacen creaciones frágiles y perfectamente ineficaces, de las que ya llevamos unas cuantas amontonadas, o se pierde por un cabo lo que se gana por otro, y más. Si figuras tributarias de esta naturaleza son jurídicamente endebles, cuando se anulen habrá que devolver un dineral a una minoría de multimillonarios con, como mínimo a día de hoy, un 4,06% de interés de demora. Se trata de crear una imposición sólida y estructural a la riqueza, no de tener la oportunidad de presumir de haberla creado en campaña electoral. Trabajamos con la aportación al fondo común de toda la sociedad. Algo que para mí, que llevo haciéndolo toda mi vida profesional, ha sido siempre sagrado. Y que exijo que también lo sea para cuantas personas gestionan recursos públicos

En mi opinión, en alguna otra ocasión lo he dicho, el ya célebre Impuesto Temporal de Solidaridad de las Grandes Fortunas es, en el mejor de los casos, jurídicamente cuestionable.

La razón no es difícil de entender ni larga de explicar.

El punto primero del artículo 157 de la Constitución establece los recursos con los que se habrán de financiar las Comunidades Autónomas. El primero de todos alude a los impuestos estatales cedidos, el recargo autonómico sobre tributos del Estado y cualquier otra forma de participación en ingresos estatales. La Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas, la LOFCA, que es no sólo una ley orgánica, con la trascendencia que esto tiene en la jerarquía normativa de nuestro ordenamiento jurídico, sino una ley orgánica del llamado bloque legislativo constitucional (esto es, una ley que desarrolla un aspecto de la Constitución por mandato de la propia Constitución) define lo que es un impuesto cedido. Y no es un impuesto que se entregue a las Comunidades y con el que éstas puedan hacer lo que les venga en gana, sino un impuesto de creación y regulación estatal cuyo producto (cuya recaudación) se cede en todo o en parte a las Comunidades. El Impuesto sobre Patrimonio, el de Sucesiones y Donaciones y el de Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados siguen siendo tributos del sistema estatal y corresponde al Estado su regulación básica. También la LOFCA dice que el Estado puede ceder, o no, facultades normativas. La propia LOFCA incorpora un listado de los impuestos del Estado que pueden ser objeto de cesión y deja a una ley ordinaria su determinación concreta. La Ley de Financiación actualmente en vigor es la 22/2009, que, respecto del Impuesto sobre Patrimonio, prevé la cesión a las Comunidades de régimen común de facultades normativas acerca del mínimo exento, tipos y deducciones y bonificaciones en cuota, sin más restricción que respetar las que ya vengan previstas en la Ley del Estado.

Tan generosa concesión supone un auténtico disparate económico. Es discutible si ha de existir o no un Impuesto sobre Patrimonio, pero dejar que cada región haga lo que quiera con el que existe sólo se le puede ocurrir a un imbécil o a alguien que haya buscado de forma deliberada la destrucción del tributo. De todos los del sistema tributario, es el impuesto que con más facilidad posibilita la deslocalización de bases y el abuso de esa deslocalización por los grandes patrimonios en perjuicio de la mayoría de la población. Porque son los titulares de grandes patrimonios los que más posibilidades tienen de trasladar su domicilio manteniendo la dirección de sus intereses económicos desde el lugar que fiscalmente les sea más lucrativo, con lo que pueden incluso forzar, y lo han hecho, una vergonzosa subasta fiscal a la baja de las Administraciones Públicas.

Pero es lo que hay en la ley hoy vigente. Y, cuando la Comunidad de Madrid o la de Andalucía bonifican la cuota del Impuesto en un 100% están ejerciendo legítimamente una facultad normativa que les otorga una Ley del Estado.

Lo que puede ser corregido de dos formas sencillas y directas. La primera, modificando la Ley de financiación autonómica y retirando esa facultad normativa a las Comunidades o estableciendo unos mínimos de tributación, según propuso el comité de expertos (aprovechemos la oportunidad para suplicar a nuestros gobernantes que no sigan gastándose el dinero de los contribuyentes en concienzudos y extensos informes de expertos para luego guardarlos en un cajón). La segunda, crear un nuevo Impuesto sobre Patrimonio que recaude el Estado, siempre que se elimine el actualmente en vigor y se compense a las Comunidades con lo recaudado del nuevo tributo por la pérdida de ingresos del tributo que se suprime.

Lo que se ha hecho, empero, es mantener la facultad normativa autonómica al tiempo que se crea un nuevo Impuesto sobre Patrimonio (llámenlo ustedes Impuesto a las Grandes Fortunas o Impuesto Prodigioso Contra los Grandes Capitalistas y por la Justicia Universal si les da la gana, pero si grava el valor neto del patrimonio de las personas físicas es un impuesto sobre patrimonio), sin anular el ya existente y con el fin de que el Estado pueda recaudar lo que las Comunidades que lo han decidido no cobran. Se está incurriendo, ahora sí, en doble imposición de libro, porque el hecho imponible es idéntico. La triquiñuela de fragmentar el hecho imponible por la cuantía -3 millones de euros- no creo que la compre ningún juez. Lo cual no se resuelve con la opción de deducir de uno lo que se tributa por otro, dado que ambos impuestos, pertenecientes al mismo sistema tributario estatal, existen y se devengan. La bonificación es un hecho posterior al devengo que por cierto no elimina todas las obligaciones tributarias. Así, según ordena la ley estatal y aunque no deban pagar por virtud de la bonificación regional en Madrid y Andalucía, sí que han de declarar los titulares de patrimonios superiores a 2 millones de euros. Con lo que siquiera la función de censo de riqueza y control de fuente de ingresos se conserva. De otra parte, el Estado está desactivando con un impuesto duplicado el efecto económico del ejercicio de una facultad normativa que el propio Estado concede a las Comunidades en una Ley no derogada. Con lo que, de modo muy evidente, se están vulnerando competencias autonómicas.

Crean que me alegraría equivocarme y que lo reconoceré encantado si, llegado el momento, fuera así. Pero mi pronóstico es que este impuesto será anulado por el Tribunal Constitucional o por el Supremo (no soy un experto en esta materia y me caben algunas dudas sobre la competencia de revisión).

No entraré en las razones políticas, que puedo imaginarme, para haber hecho así las cosas. Seguro que han sido muy de peso y se han evaluado riesgos. Mi opinión sincera, y desengañada, es que de nuevo, por dar más importancia al envoltorio que al contenido, se ha perdido la oportunidad histórica de recuperar una herramienta esencial para la justicia social.

Una vez más, insisto: vístanse despacio, que tenemos prisa.

Notas

[1] Lester THUROW, «Hacia una definición de justicia económica». The Public Interest Nº 31, Primavera de 1973

[2] Por ejemplo, en Capital e ideología (Ediciones Deusto, Barcelona, 2019), páginas 1155-1159.

[3] «Sesión Plenaria número 13, celebrada el martes 25 de octubre de 1977». Diario de sesiones del Congreso de los Diputados.

Fuente: El Viejo Topo Express [ https://www.elviejotopo.com/topoexpress/gravar-la-riqueza/]

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