Auschwitz o Hiroshima. Lo nunca visto
Santiago Alba Rico
Fueron muchísimos, sí, unos seis millones, pero hubo que matarlos uno por uno mediante un remedo atroz del trabajo humano: sacarlos uno por uno de sus casas, apriscarlos uno por uno en los vagones atestados de cuerpos, conducirlos uno por uno a los barracones, a los campos de trabajo, a las cámaras de gas. ¿No era esto, después de todo, lo siempre visto? ¿Lo que había sucedido desde el primer día? ¿Lo que venía repitiéndose monótonamente desde Troya? Auschwitz, lo he dicho otras veces, no representa sino el colofón industrial de un modelo antropológico muy familiar, el del exterminio horizontal del otro, que produce escalofríos precisamente porque es inteligible, comprensible, representable. Nos lo podemos imaginar, lo podemos memorizar: caemos fascinados, angustiados, contagiados, en el abismo. Pero no es nada nuevo ni particularmente inhumano; no entraña ninguna iniquidad “absoluta”. No es el Mal porque viene a ras de tierra, con botas y gorra de plato, y nos mira a los ojos y nos hace bajar la mirada antes de destruirnos; y porque incluso podemos concebir también -a poco honrados que seamos- el placer viscoso del destructor y su moral fangosa tratando de degradar, puesto que no puede elevarse por encima de ella, la existencia concreta de las víctimas.
Trabajar cansa, pero es humano. ¿Y matar sin trabajar? ¿Matar sin ningún esfuerzo? ¿Qué pasa con el otro modelo? ¿Qué pasa con el bombardeo aéreo? Tratar a un hombre como a un animal es ignominioso, sí, ¡pero tratarlo como a un residuo! Hacer listas minuciosas, como Eichmann, es atroz, de acuerdo, ¡pero no ver sino panoramas! Acercarse para destruir a muchos uno por uno es abyecto, sin duda, pero, ¡alejarse para poder matar a todos en una sola gavilla y de una sola vez! Y en cuanto a las víctimas, ¿qué hacer con ellas? ¿Cómo explicarlas? ¿Morir sin haber llegado a existir siquiera como obstáculo? ¿Sin un cuerpo propio? ¿Ser desnudado -sin manos- por una luz intensa? ¿Ser herido -sin cuchillo- por una nube de gloria? ¿Ser quemado -sin fuego- por un aire coloreado? ¿Ser asesinado -sin garras- por una mirada ausente? Lo nuevo, lo nunca visto, el cero inaugural es Hiroshima: la ruina naturalizada por la ausencia del agresor, el agresor sobrenaturalizado por su propia lejanía aniquiladora, la eliminación virtual -y la fundación real- de la humanidad como conjunto. La bomba atómica es tan inhumana, tan posthumana, que ni agresores ni víctimas pueden representarse el drama del que participaron y que iguala potencialmente a las dos partes. Tampoco -reconozcámoslo- se ha hecho ningún esfuerzo para explicar a los hombres la época nueva; todo lo contrario: los juicios de Nuremberg, que condenaron justamente Auschwitz, declararon legal, normal, aceptable, inevitable Hiroshima y sus consecuencias. Este mundo nuevo, en el que son los contempladores, y no los trabajadores, los que más destruyen, no puede ser asido en una novela y mucho menos en una telenovela. La propaganda contra Auschwitz, interesada o no, será siempre mucho más emocionante.
El 6 de agosto de 1945, una mañana limpia y soleada de verano, los habitantes de Hiroshima no oyeron nada. Vieron el fulminante pika (el gran resplandor) y al mismo tiempo las casas comenzaron a inclinarse y desmenuzarse sin ningún ruido, y los cuerpos a convertirse en polvo bajo un cielo mudo de tinta china. Los supervivientes se dieron cuenta enseguida de que estaban completamente desnudos y así, sin ropa, semicocidos, hinchados y ensangrentados, giraron y giraron por las calles desmigajadas, como almas dantescas, queriendo alejarse, no de la ciudad, no, sino de sus propios cuerpos, tiznados bajo un aguacero repentino de lluvia negra. En 12 km. a la redonda todos los edificios se desataron en llamas. Curiosamente -lo nunca visto- a 30 kilómetros de Hiroshima se escuchó en cambio el don (la gran explosión) y la destrucción adoptó la forma de una nube maravillosa, abanico de relámpagos y luces desplegadas en una expansión cromática cuya belleza ninguna descripción puede ameritar. Por fuera, el infierno era una joya; desde lejos, el Mal era la flor más bella del universo.
En ese infierno se encontraba Shigematsu Shizuma, el protagonista de Lluvia negra, la obra fundamental del japonés Masuji Ibuse, la novela inevitable sobre Hiroshima y sus consecuencias (Libros del Asteroide, Barcelona 2007, traducción de Pedro Tena). En ese infierno se encontraba asimismo Michihiko Hachiya, el médico que dirigía el Hospital de Comunicaciones de Hiroshima y que -víctima él mismo del pika – recogió en un diario estremecedor, desde el mismo 6 de agosto, lo-nunca-visto de la destrucción atómica (Diario de Hiroshima, Turner, Madrid 2005, traducción de J.C. Torres). Los dos libros -nada tiene de singular- se parecen; no sólo porque cuentan lo mismo sino porque lo cuentan de la misma manera, en un estilo minucioso impuesto al mismo tiempo por la tradición japonesa, amorosamente descriptiva, y por la bomba estadounidense, que destierra toda épica e introduce -tras el pika apocalíptico- una muerte sólo vistosa, discreta, casi paisajística. Lo-nunca-visto produce heridas nuevas, cuerpos desconocidos, olores y colores sin precedentes; y obliga a una supervivencia diminuta, elemental y ceremoniosa al mismo tiempo, que ilumina, por contraste, la inaudita novedad de la época nueva inaugurada por Little boy y su luz intensa. O -mejor- la inaudita novedad de la Muerte Nueva, instalada ya entre nosotros y de la que no podemos retroceder, contra la que no hay defensa heroica ni dignidad subjetiva y que deja a la humanidad sin destino y sin libertad, potencialmente Una, potencialmente ya extinguida junto a los dinosaurios, perteneciente al pasado de una Tierra que nadie estudiará.