Las quintas columnas y capital humano de una gestión gubernamental revolucionaria
Ramiro Lizondo
brigadavallesana.blogspot.com
Durante la guerra civil española se desarrolló la expresión “Quinta Columna”. Ésta se le atribuye al general Emilio Mola, uno de los líderes de la sublevación militar en contra de la República Española.
La Quinta Columna la componían miembros de la derecha española infiltrados al interior del gobierno revolucionario. Muchos de los burócratas del aparato estatal, eran simpatizantes y militantes de la contrarrevolución, razón por la cual, saboteaban a la República desde el interior. Además, el gobierno revolucionario debía resistir el avance de las tropas fascistas conformadas por cuatro columnas en ese momento, y asegurarse de que los mecanismos diseñados para identificar y castigar, en muchos casos con el fusilamiento, a los infiltrados quintacolumnistas, funcionasen. Así, el término adquirió relevancia para referirse a grupos o sectores sociales cuyas lealtades estaban asociadas con el enemigo o el opositor político.
Podríamos tomar este ejemplo histórico para señalar que dentro del proceso revolucionario boliviano existiría igualmente una Quinta Columna compuesta por aquellos individuos que de manera consciente o en muchos casos inconsciente (por los vicios de formación que arrastran), realizan trabajos de infiltración y sabotaje al interior, no sólo de los movimientos sociales que llevan adelante nuestro proceso de cambios, sino de la gestión misma del aparato estatal.
¿Qué pasa con el sistema burocrático del Nuevo Estado Plurinacional?
El análisis de la gestión pública está plagado de conceptos y razonamientos que provienen de la teoría económica neoclásica. La racionalidad económica del “orden neoliberal” es pragmática y radicaliza la relación costo-beneficio y la maximización de las utilidades, como razones básicas del crecimiento económico. Ésta lógica cuantitativa se sustenta en un aparente mecanismo funcional del trabajo cuya eficiencia aseguraría el desarrollo. Para este tipo de racionalidad, el trabajo como una categoría histórica, equivale al “Capital Humano”.
Dentro de esa lógica, la economía convencional ha definido el “Capital Humano” como un elemento básico para conseguir mayor productividad de bienes o servicios que satisfagan necesidades y permitan obtener utilidades. El aumento en la capacidad productiva de la fuerza de trabajo puede ser alcanzado con mejoras en las capacidades de los trabajadores o funcionarios que a su vez lo adquieren con el entrenamiento, la educación, la experiencia, el conocimiento práctico, las habilidades y las capacidades aprendidas por una persona. Dentro de ésta teoría, el individuo se convierte en propietario de un capital o tipo de capital susceptible de ser tranzado en el mercado. De hecho, se plantea que las cualificaciones logradas constituyen un derecho sobre rentas futuras. Si asumiéramos esa explicación, aquí estarían comprendidos los tecnócratas de formación neoliberal que deambulan por pasillos y oficinas del aparato estatal obstaculizando la ejecución de procesos y proyectos, al revés de lo que se creía al incorporarlos en la gestión de gobierno.
Pero, vamos más atrás, inclusive en el siglo XIX la inversión sistemática en lo que la economía convencional llama “Capital Humano”, no era importante para ningún país y los gastos sociales en educación, salud y formación no eran determinantes hasta el desarrollo y conformación del Estado de Bienestar. Es a partir del siglo XIX que la educación, el conocimiento y las habilidades se convierten en factores para la productividad y el crecimiento. En los años 50s del siglo XX, se entra en lo que podemos llamar la “era del Capital Humano”. Éste no era un factor productivo más, sino un factor condicionante del nivel de vida de un país y su desarrollo. Se argumentaba que una fuerza laboral bien formada, educada, trabajadora y políticamente ordenada era fundamental para transformar la economía. Así, el “Capital Humano”, se convierte en una ventaja competitiva sustentable de los países, y su incremento es asociado a un mismo criterio que el de la inversión -o formación bruta de capital- que supone un aumento del stock de capital real (1). Es decir, la inversión en una mayor educación, calificación o entrenamiento de los trabajadores o funcionarios sería parte de la formación de capital como cualquier otro tipo de capital.
Para la teoría económica convencional dominante, desaparece el trabajo como una categoría explicativa y es absorbido por el capital a través de su forma: “Capital Humano”, que no es una teoría de la reproducción e ignora las relaciones sociales de producción a las que considera simples fenómenos culturales, ajenos a las relaciones técnicas en las que se desempeña el “Capital Humano”. Éste “Capital Humano”, no puede ser poseído así por separado, a parte del cuerpo vivo, por si mismo no se puede comprar o vender directamente en el mercado pero se puede acumular y construir. Si un funcionario elige renunciar a su trabajo, por una oferta mejor, cualquier inversión realizada por el empleador para aumentar las habilidades de dicho empleado se pierde en cuanto el funcionario deja esas funciones. La única persona que puede invertir en “Capital Humano” con la confianza de que no lo privarán arbitrariamente de sus frutos en el futuro es el mismo individuo en quien se hace la inversión (2).
Según la teoría del “Capital Humano”, los individuos se enfrentan a una serie de puestos de trabajo con niveles salariales que requieren ciertas calificaciones, por lo tanto, invertirán en su formación. Esta racionalidad no considera otros factores o atributos que definen una escala de clasificación como podría ser el origen étnico, sexo, edad y otras credenciales formales y simbólicas que se usan para fragmentar a los trabajadores y obligarlos a competir para optar por un determinado puesto de trabajo (3). Las formas de auto representación como la manera de vestir, hablar, el aspecto personal, el estilo de vida, el estatus, la manifestación de los habitus, cumplen los mismos fines dentro de una estructura de diferenciación social y jerárquica. La escolarización, la formación ocupacional, la salud, las tradiciones, sólo corresponden al campo de la cultura por lo que su papel esencial en la economía no es determinante.
La teoría del “Capital Humano”, como parte de la teoría del equilibrio general, elimina la clase como concepto económico central y limita su análisis a la interacción entre las preferencias individuales excluyendo formalmente la relevancia de la clase y del conflicto de clases para la explicación de los fenómenos del mercado de trabajo. Los trabajadores o funcionarios, son sólo un elemento transable en el mercado, una masa de individuos alejada del control de los recursos productivos, los medios de producción y obligados a vender su fuerza de trabajo para sobrevivir. Aparentemente, depende del trabajador o funcionario su inserción en el libre mercado, espacio en el que puede competir y ganar si cumple con la condición de la acumulación meritocrática.
La economía convencional descarta las relaciones sociales de producción y propone que la asignación de los trabajadores en una determinada estructura de puestos de trabajo se deriva de un encuentro mediado por el mercado. No considera factores determinantes en dicha asignación como un sistema educativo que promueve la desigualdad social y económica al proporcionar un mecanismo meritocrático para asignar a las personas posiciones ocupacionales desiguales. La relación entre la escolarización y la distribución de la renta, legitima esta desigualdad económica, por lo que no tiene sentido suponer que la reducción de las desigualdades existentes en la distribución de la escolarización puede producir cambios en la desigualdad de los ingresos. De hecho, la igualación de la educación (la misma para todos) podría reducir radicalmente la desigualdad económica.
Cada vez es más exigente contar con una especialización, maestría o doctorado y hablar otro idioma, más aún en estructuras sociales cuya movilidad social ascendente depende de la capitalización simbólica reflejada en la méritocracia y los cartones que uno pueda acumular con el supuesto de que esas calificaciones lo pueden conseguir “todos” motivados por sus propias elecciones individuales. Lo que efectivamente no es cierto porque no todos tienen las mismas oportunidades de partida y existen condiciones y factores externos a la decisión individual de adquirir calificaciones con la intención de recuperarlas en rentas futuras. No hay elección individual porque la asignación no depende de la decisión personal del individuo sino del contexto social en el que actúa.
La especialización es propia de Occidente, fruto de la cual apareció el funcionario especializado (piedra angular del orden social), el burócrata en el sentido weberiano, cuya acepción podríamos entenderlo (y salvarlo), como el del funcionario imprescindible para mover la maquinaria de un Estado embarcado en un intenso proceso de cambios. Sin embargo, existe una noción contraria o negativa de lo que es la burocracia cuando se la asocia a la lentitud, el exceso de trámites, el distanciamiento entre el funcionario y el usuario de sus servicios. Al revés de lo que pensaba Weber para quien la burocracia era la organización eficiente por excelencia, la organización llamada a resolver racional y eficientemente los problemas de la sociedad y capaz de realizar cualquier tipo de tareas administrativas. Pero también la concibe como un tipo de poder más que como un sistema social. Un tipo de poder ejercido desde el Estado por medio de una clase dominante o “clase en el poder” (4), que es compatible con la forma de organización burocrática de la teoría del “Capital Humano”.
La teoría del “Capital Humano” perpetúa el sexismo, el racismo y elitismo en las escuelas y universidades, convirtiéndolas en factores esenciales para la reproducción del sistema y de los “buenos funcionarios”, cuya aspiración es la de convertirse de Epsilon en Alfha en este “mundo feliz”.
Pero la burocracia que merece la calificación despectiva es la tecnocracia neoliberal, que sustenta su poder al interior de la gestión del gobierno en un sistema meritocrático cuya formación les ha llevado varios años. Ésta burocracia protege sus pequeños espacios de poder, a través de un exagerado apego a los reglamentos y normas. La Ley SAFCO (Sistema de Administración, Fiscalización y Control Gubernamental), es su mapa de acción. El papeleo es su afán y tratan de documentar y formalizar trámites “para cubrirse las espaldas”. Otra característica que los distingue y caracteriza es la exhibición de autoritarismo y símbolos del poder o señales de estatus para demostrar su posición superior. El factor meritocrático de esta tecnocracia neoliberal es la llave de su ingreso o permanencia en la gestión gubernamental. No entienden de horizontes históricos ni les interesa saber nada más que no sea la norma.
El problema de la burocracia entendida como infiltración y sabotaje quizá no sea tan sofisticada y concientemente conformada como para llamarla quinta columna y se proceda a la persecución y fusilamiento (figurativamente), de los que sean descubiertos pero algunas veces la idea no parece tan descabellada.
Temor a lo desconocido
Lo que hoy se necesita es desprenderse del temor a lo desconocido. Se requiere de valor para adentrarse en la aventura de cambiar interiormente, de descolonizar la estructura mental, de entender la realidad compleja y plural, de enfrentar el futuro en función del horizonte largo del país socialista que queremos construir, con la seguridad de que se está viviendo un período excepcional y creativo de cambios empujados por la vitalidad renovadora y revolucionaria de los movimientos populares e indígenas de base.
El Presidente siempre propuso que el funcionario público del nuevo Estado debe cumplir tres condiciones para alcanzar el rango de soldado del proceso de cambios: 1) Sensibilidad y compromiso social con el pueblo; 2) Compromiso político e ideológico con el proyecto popular y 3) Competencia y habilidad técnica para desarrollar su trabajo con eficiencia. ¿Pero porqué se le atribuye al aparato burocrático boliviano un concepto despectivo?, tal vez por las siguientes explicaciones:
1. Gestores públicos de anteriores gestiones de gobierno (la tecnocracia neoliberal), que no tienen la visión del país que se quiere construir con el proceso de cambios, y por lo tanto, tampoco el compromiso necesario para alcanzar ese horizonte.
2. El síndrome “Santos Ramírez” (segundo hombre del MAS descubierto en hechos de corrupción y actualmente en la cárcel), que hizo que los actuales gestores públicos, principalmente los de la tecnocracia neoliberal, congelaran su gestión y ejecución de sus presupuestos por miedo a levantar sospechas o generar algún tipo de responsabilidad por una gestión deficiente. Están intimidados ante la lógica ampliamente difundida de que todos los funcionarios son sospechosos de corrupción hasta que no prueben lo contrario. Por lo tanto, todo es preferible a ser inculpados por algún error.
3. Asimismo, el aparato burocrático estatal es insuficiente para atender y viabilizar el incremento de la inversión pública casi en un ¡400% en 4 años! Eso también explica porqué se trabaja con una gran cantidad de consultores de línea que en muchos casos representan la flexibilización del trabajo al interior mismo del aparato burocrático del nuevo Estado.
La gestión de las políticas públicas del nuevo Estado Plurinacional requiere de funcionarios convencidos de que su gestión es fundamental para garantizar no solo los cambios estructurales del país, sino el Vivir Bien. Si bien, eso ha dado pie a que el proceso revolucionario dejara en muchos de los cargos y funciones a una “tecnocracia” formada en y para gobiernos anteriores, se necesita de funcionarios que tengan las calificaciones necesarias para un desempeño eficiente, pero con la mística del servicio social revolucionario más allá de la falsa creencia de que su productividad depende del capital simbólico y meritocrático acumulado.
El Estado Plurinacional deberá formar gestores o burócratas estatales como verdaderos servidores públicos superando también la concepción del puesto de trabajo, como un trofeo o derecho adquirido por apoyar una determinada candidatura, más allá de las cualificaciones del candidato. La gestión pública debe adquirir el mismo carácter del proyecto histórico fundacional que resolverá en el futuro las asimetrías sociales de la que éstos gestores son su instrumento.
¿Dónde están los quintacolumnistas? En realidad en muchas partes del aparato burocrático estatal.
– Ramiro Lizondo Díaz es Economista boliviano.