¿Con qué derecho sobrevivimos a los muertos?
Santiago Alba Rico
La Calle del Medio
A media mañana del día 19 de enero del presente año, el Liberty of the Seas, uno de los navíos más grandes y lujosos del planeta, desembarcó a sus pasajeros en el idílico puerto de Labedee, un “paraíso privado” propiedad de la empresa estadounidense Royal Caribbean. Recibidos con música folklórica y refrescantes Labaduzees -el cóctel exclusivo del recinto-, los viajeros descendieron alborozados para disfrutar de las playas más sensuales, la comida más sofisticada, los hoteles más confortables, el parque acuático más grande del Caribe y hasta de una montaña rusa, tautológica y vertiginosa, siempre a disposición de los clientes. Este sueño materializado, retorno civilizado al edén bíblico, colindaba sin embargo con un mundo de inocencia perdida y barbarie antediluviana. Era sólo un tabique, una transparencia dura e infranqueable. Porque, en efecto, al otro lado del muro de tres metros, erizado de espinas y protegido por guardias armados, no era 19 de enero sino 12; no era media mañana sino las cinco de la tarde; no era Labedee sino Haití y la tierra temblaba, las casas se derrumbaban, los niños lloraban y miles de supervivientes buscaban entre los escombros cadáveres y alimentos.
En el siglo XIX, los personajes de Jane Austen -nos dice Edward Said- podían disfrutar de vidas bucólicas en la campiña inglesa, preocupados sólo por los pretendientes de sus hijas, gracias a que el lejano ejército imperial saqueaba entre tanto la India. El turismo -y la televisión- complican moralmente las cosas. Estamos en la misma habitación. En diciembre de 2004, después del tsunami que revolcó el Sudeste asiático, muchos ingleses aprovecharon la reducción de los precios para viajar a las playas de Indonesia, donde se bañaban, bebían y reían mientras, al otro lado de una sucinta alambrada, centenares de niños huérfanos deambulaban sobre el fango de un mundo desecho. ¿Con qué derecho sobrevivimos a los muertos? Con el que nos da la certeza inevitable de nuestra propia muerte. Los muertos nos autorizan a seguir viviendo, a reírnos, a enamorarnos, a construir una casa y a celebrar una fiesta a condición de que tarde o temprano también nosotros nos muramos. El dolor de mi vecino no paraliza mi vida porque mi vida misma me llevará al mismo punto; la catástrofe de Indonesia no paraliza a Inglaterra porque los ingleses mismos son mortales. Pero, ¿con qué derecho los ingleses van a un funeral en Indonesia? ¿Con qué derecho los estadounidenses se ríen en un funeral en Haití? Aceptemos la idea más bien audaz de que entre el placer de unos y el dolor de otros no hay ninguna conexión culpable; dejemos a un lado la política, la economía, la historia misma; queda sin justificar nuestra presencia en un lugar al que nadie nos ha llamado, en el que no tenemos ningún pariente, en el que no queremos aprender nada. Queda por justificar, por tanto, nuestra mala educación. Todas las civilizaciones de la tierra, tras un periodo de duelo, permiten a los humanos vestirse de colores y hacer el amor; pero todas las civilizaciones de la tierra han considerado siempre una mortal ofensa reírse en un entierro, sobre todo en el entierro de un desconocido. Pues bien: la globalización capitalista consiste -desde el punto de vista antropológico- en que las clases medias de occidente, a través del turismo y la televisión, vayan a reírse a carcajadas, a beber y bailar y follar en los entierros de los demás. ¿Por qué nos reímos en el entierro de los indonesios? ¿Por qué nos reímos en el entierro de los haitianos? Estamos allí porque somos más ricos y poderosos, y eso vale también para los buenos sentimientos; pero si somos además descorteses y groseros -si nos reímos en sus funerales- es porque estamos convencidos de que, al contrario que los haitianos y los indonesios, nosotros no nos vamos a morir.
Si no fuese colonialismo, el turismo sería en todo caso mala educación. ¿Cómo justifican los viajeros su alegría in situ? ¿Con qué derecho nos reímos en el funeral de un desconocido? Tanto la Royal Caribbean en 2010 como las agencias inglesas en 2004, lo mismo los turistas estadounidenses en Haití que los ingleses en Indonesia, aseguraban estar “ayudando a reconstruir el país”. John Weiss, el vicepresidente de la empresa estadounidense, se enorgullecía de “algunas sillas y colchones que les sobraban” y que han entregado a los haitianos. Pero se referían, sobre todo, a las pocas decenas de trabajadores locales que emplean las agencias y al puñado de artesanos a los que dejan vender, a la debida distancia, algunos productos locales. Los personajes de Austen eran ignorantes; los del Marqués de Sade eran cínicos; los turistas son tan ingenuos y fanáticos como los terroristas de Al-Qaida. Es el liberalismo llevado a su expresión más pura y radical: frente al dolor del otro y la muerte ajena, “lamentarse no sirve de nada”… lo que hay que hacer es reír y beber y bailar y follar. Si dejamos a un lado la política, la economía, la historia, aún tenemos que juzgar las sociedades capitalistas por las paradojas antropológicas que obligan a asumir como comportamientos normativos. ¿Por qué me río en el entierro de tu madre? “Divertirme te ayuda”, “mi placer calma tu dolor”, “mi bienestar es una deuda contigo”. La grosería, la descortesía, la mala educación han pasado a ser casi imperativos morales ¿Puede extrañar que, cuando se trata de “salvar el mundo”, Occidente se apresure a mandar marines y turistas?
En 1558, Peter Brueghel, llamado el Viejo, llamado también el Campesino, pintó La muerte de Icaro, un cuadro conservado en Bruselas en el que el espectador tiene que buscar con lupa al personaje mitológico nombrado en el título. Por delante de la aldea lejana y hospitalaria, del barco sereno en la bahía y del pastor ocioso en medio del rebaño, la figura central es la de un campesino milenario que rotura un cuadrado de tierra, sin percatarse de esa manchita espumosa, abajo y a la derecha del lienzo, que revela el fracaso de Icaro y de sus desproporcionadas ambiciones. Brueghel, mientras el Renacimiento espumaba ya el despegue europeo, afirma pictóricamente una tesis y una toma de partido: las vidas paralelas del Hombre Viejo, triunfalmente aferrado a la tierra, y del Hombre Nuevo, cuyos caprichos insensatos sucumben en el mar sin llegar a rozar el orden ancestral de los humanos. El reaccionario Brueghel se equivocó y triunfó el Hombre Nuevo, pero no era ése, no, excogitado de la Razón y la Virtud, que habían soñado Robespierre. Marx y el Ché. Contra el espesor de la tierra y el abrigo de las supersticiones, contra la lentitud narrativa y los hipócritas buenos modales del Antiguo Régimen, en Occidente no triunfó el Derecho y la Ciudadanía sino Icaro, el cual, gracias a Iberia y American Airlines, llega siempre indemne a su destino. Hay que invertir las proporciones del cuadro de Brueghel. El Hombre Viejo y el Hombre Nuevo, como dos especies paralelas, escarabajos y cebras, inmigrantes y turistas, pobres y ricos, comparten el mismo lienzo, pero es el Hombre Nuevo el que vuela y vuela, en el centro de la escena, sin percatarse de la catástrofe del resto del mundo, en una esquina, que acabará arrastrándolo también a él.
El Hombre Viejo al menos respetaba a los muertos. El Hombre Nuevo capitalista es nuevo porque es el primero en la historia del mundo que se ríe en los funerales de los desconocidos. Se cree inmortal y, como todos los inmortales, demuestra -cuando no desprecio o crueldad- una olímpica indiferencia hacia los mortales.
Diablos, coño, joder, ¿será tan complicado entender, después de esto, por qué la anomalía cubana es tan importante para toda la Humanidad?