Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Fechados pasajes a la belleza

Gerard Marín Plana

Reseña de Las mil y una noches (1974), de Pier Paolo Pasolini

Como es conocido, Las mil y una noches (1974) es la última de las películas que conforman la Trilogía de la vida de Pier Paolo Pasolini. Con ella, mediante la exploración e interpretación personales de tres textos clásicos de la literatura erótica –antes, había estrenado El Decamerón (1971) y Los cuentos de Canterbury (1972)–, el cineasta quiso celebrar una sexualidad lúdica, pura y libre. A pesar de ser esto algo que él ya había buscado expresar desde sus primeras películas, se trata de un conjunto de completa madurez dentro de la evolución de su personalidad creativa. No en vano, Las mil y una noches sería el penúltimo de sus filmes antes de morir asesinado en 1975.

Es en este sentido que deben entenderse dos elementos primordiales que luego comentaré mejor. Primero, la importancia que tienen las localizaciones, situadas en África y Asia, que el cineasta había visitado durante años1. En efecto, en estos parajes lejanos, Pasolini encontró el ambiente ético que, una vez, había amado en su propio país, durante su infancia. Era lo que él llamaba universo «panmeridional», el «tercer mundo en el primer mundo»: una cultura campesina, popular, espontánea, abigarrada, contradictoria, violenta; pero todavía no «cubierta», no contaminada por el mundo burgués. En segundo lugar, y en relación a ello, debe entenderse también el trato de la fisicità, la particular corporalidad de sus protagonistas, que Pasolini consideraba «el último reducto» de ese mundo en vías de desaparición y sustitución por efecto del consumismo posterior a la Segunda Guerra Mundial.

Cuando fue llevado a cabo, el proyecto de la Trilogía –como, de hecho, la gran mayoría de los de Pasolini– era pionero en muchos aspectos, y resultó un escándalo: el primer plano de un pene, la exposición del adulterio femenino o la nimfomanía, o la representación explícita de una relación sexual llevaron a su autor, por enésima vez, a decenas de denuncias por obscenidad. Pero pareciera, además, que el paso del tiempo tampoco ha tratado con mayor favor estas obras, que se consideran en ocasiones como algo que envejeció mal.

Y es que hoy, cuando parece que por fin se puede aceptar eso que en 1955 André Breton dijo a Luis Buñuel en un café de París, a saber, que era «triste tener que reconocerlo, mi querido Luis; pero el escándalo ya no existe»2, en un momento en el que se ha triturado y hasta olvidado la cultura sexual represiva que rechazó un día (a) Pasolini, puede pensarse que su lucha por la libertad quedó fechada y que perdió también su sentido e importancia críticos.

Más allá, es posible considerar que, de hecho, la Trilogía ni tan sólo habría sabido perdurar hasta el presente en un nivel erótico. «Incluso una peli porno, me pone más», escribió una usuaria en Filmaffinity, aburrida y molesta debido, además, a la proliferación en las historias de Las mil y una noches de «machos idiotas, de una visión masculina, pero además una visión pobre». Otro comentario la reduce, «en términos actuales», a «un bodrio inaguantable», «la contrapartida pudibunda [sic] de la moral de una época», y, simplemente, al nivel de las «películas para pajeros de los 70».

Y no se puede negar que estas afirmaciones, dichas así, tienen su razón y su verdad en nuestro presente, y en la mirada que nuestro presente podría echar sobre la figura de Pasolini en general. Pero también parecen desconocer aspectos que deben tenerse en cuenta. Por ejemplo, que el objetivo de Pasolini no era tanto oponerse a las represiones de la sociedad tradicional, que entonces él ya creía también obsoletas, sino a la falsa libertad que se imponía como una obligación, como un imperativo en la nueva sociedad de consumo, eso que ha sido mucho más tarde llamado «nuevo orden erótico» y que, atención, para el cineasta dirigía a un «nuevo puritanismo» mucho peor3.

Por otro lado, afirmaciones como las mencionadas más arriba tampoco tienen en consideración que el mismo Pasolini fue el más precoz, fino y feroz de los críticos de su Trilogía, en ese artículo periodístico en el que decía: «yo abjuro de la Trilogía de la vida, aunque no me arrepiento de haberla hecha.»4 Pues, muy pronto, menos de un año después de su conclusión, el director ya consideraba que su reciente lucha audiovisual por la libertad sexual y de expresión no debía esconder la «instrumentalización» y la «manipulación» de sus obras por parte de la sociedad naciente, que las había integrado y convertido, contra su voluntad, en allanadoras del camino de las ciertamente lamentables «películas para pajeros de los 70».

Así, señala Miguel Dalmau en su reciente biografía de Pasolini, Pasolini. El último profeta (2022), que, sólo en los tres años siguientes al estreno de El Decamerón pasoliniano, se habían realizado doce películas inspiradas en la obra de Bocaccio aprovechando su reclamo erótico; y que otro tanto sucedió con la media docena de films basados en Los cuentos de Canterbury. La reacción de Pasolini ante ello, su «adaptación» a esa nueva sociedad, sería furibunda: Saló, o los 120 días de Sodoma (1975), una película creada para resultar indigerible, inintegrable para el sistema, y que todavía hoy puede provocar una profunda impresión en quien la ve.

Pero pienso, llegados a este punto, que hay que poner en valor la Trilogía de la vida contra las opiniones de todos sus críticos, incluida la de Pasolini. Pues, si bien, queramos reconocerlo o no, nuestro tiempo ha convertido Saló, o los 120 días de Sodoma –como también la entera obra de Sade, su principal referencia– en un objeto artístico-filosófico loable y valioso críticamente pero pálido y hasta inocente en su representación del Mal, si lo comparamos con el horror amoral y deshumanizado en el que hoy se desarrolla el mundo5, creo que la Trilogía de la vida, en cambio, ha ganado con los años una fuerza y una potencialidad que Pasolini tampoco podía imaginar.

Me explico: en tiempos en que la mayoría de adolescentes (y no adolescentes) dedican horas y horas en el gimnasio sólo para lucir un cuerpo idéntico al que se proyecta desde los centros mediáticos de influencia y así situarse como deseable y reconocible ante los demás y ante sí; en que costosas operaciones estéticas se acumulan en sus rostros para luego, por si fuera poco, cubrir estos de filtros estereotipados en sus hipersexualizadas cuentas de Instagram, –en las que ellas, sin embargo, no pueden (ni quieren, al menos si no les ofrece un rédito) mostrar un pezón–; y un largo etc.; en tiempos en que, por lo tanto, se vive inmerso hasta en lo íntimo del ser físico en una dinámica uniformadora que impide un desarrollo libre y que, en este impulso, impele de forma terrorista a auto-suprimir de raíz la espontaneidad, la particularidad, por las consecuencias que se podrían derivar de ello… en estos tiempos, decía, la «ingenuidad», la «inocencia» de los cuerpos y de los rostros de los personajes de Pasolini, pura libertad viviente, resultan tan diferentes, apuntan a la realidad de una belleza tan «otra», que no pueden por menos que asombrar, y hasta que llegar a producir una «molestia violenta» en quien mira -molestia que el director, con razón, consideraba ya entonces un ejemplo de «odio racial»6-.

Y algo de esto hay, sin duda, en los comentarios mencionados anteriormente, voces disgustadas en lo íntimo por una «fealdad» (¿tal vez nuevamente escandalosa?) que va más allá de lo físico, que se relaciona también con los mundos de vida de esa fisicità, que, «con todos sus defectos», con toda su brutalidad, Pasolini tanto amó en su pasado, en sus ragazzi da vita, y que pone en radical suspenso el canon de belleza y la normatividad ética actuales, pretendidas como únicas y absolutas.

Personalmente, no puedo evitar un hondo sentimiento de nostalgia, de tristeza ante esa pérdida hoy casi incomprensible; ante la imposibilidad de transitar por los oníricos callejones de Las mil y una noches, tal vez la más maravillosa de las películas de la Trilogía, como lo hiciera Pasolini a finales de los años 60; y ante la ceguera que provoca comparar una obra tan poética, una concepción del erotismo tan adorable, integrada tan naturalmente en el drama de la vida (la risa, el gozo, la fantasía, el amor, el dolor…), con una película S7. Queda todo ello no superado, sino separado del tiempo. Como una semilla que apunta a la posibilidad de otro tratamiento de los cuerpos, de otra perspectiva de la vida; desde la muerte, la figura de Pasolini se mantiene como un «custodio de la realidad», de su apertura y su riqueza; como un fechado pasaje a la belleza.

Notas

1 Véase, como producto de estas visitas, y como cuerpo de algunas de las reflexiones que suscitaban en Pasolini, por ejemplo, Apuntes para una película en la India (1968), documental para la televisión italiana.

2 Breton se refería a la pérdida de valores de antiguos miembros del grupo surrealista, que habían abandonado su posición crítica respecto de la sociedad y se habían acabado vendiendo como comerciantes. La anécdota la comentó Buñuel en Mi último suspiro, su libro de memorias, publicado en 1982.

3 El nuevo orden erótico es el título de una obra reciente, irregular y parcial pero atinada en diversos aspectos críticos y filosóficos, de Diego Fusaro. Para una mayor comprensión de la crítica de Pasolini al consumismo neocapitalista y a su «nuevo puritanismo» pueden leerse, en general, los brillantes artículos periodísticos que publicó desde finales de los 60 hasta su muerte, aparecidos en castellano en volúmenes como El caos. Contra el terror (1981), Escritos Corsarios (1983) o Cartas Luteranas (1997). Un ejemplo de época, por otro lado, que en nuestro país anuncia bajo una imagen aparentemente «progresista» este «nuevo puritanismo»: ¿Qué hace el poder en tu cama? (1987), de Josep-Vicent Marques.

4 El artículo en cuestión, «Abjuración de la Trilogía de la vida», se encuentra en Cartas Luteranas.

5 Para mí el descubrimiento, hace muchos años, de las fotografías de Abu Ghraib tuvo un gran efecto psicológico. Impidió que, en adelante, el horror o el terror ficcionales -con contadas excepciones- causaran en mí ninguna impresión, «sin pánico ya de fantasmas y visiones de un mundo que no podía ser peor que la realidad, sino que todo lo más [se] lograría hacer poesía de su inefable horror», como escribió Leopoldo María Panero -un autor que sí me impresiona- en su cuento «Aquello que callan los nombres».

6 Otra idea que puede encontrarse en los volúmenes de Pasolini mencionados en la nota al pie 3.

7 Y también para ellos, para los «críticos» incapaces (o que fingen serlo) de distinguir entre pornografía, el llamado Cine S y una película artística, tenía ya réplica Pasolini. En este caso, se puede leer específicamente el artículo «La pornografía es aburrida», en El Caos. Contra el terror.

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