Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Nuevo globalismo, nuevo urbanismo

Neil Smith

Resumen

No es solamente el espacio el que está siendo reestructurado bajo los auspicios del nuevo globalismo, sino el conjunto de la estructura de las escalas espaciales, de lo global a lo local. En esta reestructuración, de naturaleza totalmente política, a la escala urbana se le vuelven a asignar funciones como lugar de producción, pero no como lugar de reproducción social. Cada día aumenta la presión sobre los gobiernos municipales para que se desentiendan de sus responsabilidades en la reproducción social a la escala local, al tiempo que se ven cada vez más envueltos en una aguda competencia sin precedentes por las inversiones de capital en el seno del mercado global. Esta situación es aprovechada por los especuladores para elitizar ciertos barrios degradados: el caso del Lower East Side de Nueva York es paradigmático.

Introducción

Entre finales del verano y comienzos del otoño de 1997, a lo largo de un periodo de seis semanas, mientras la primera ola de la crisis económica global resonaba desde Tailandia y Hong Kong, cuatro acontecimientos, aparentemente distintos y al mismo tiempo singulares, ocuparon las cabeceras de los periódicos y las emisiones de la CNN. En la primera historia, Giuliani, el alcalde de Nueva York, se mostraba muy disgustado por la forma en que, al parecer, los diplomáticos de Naciones Unidas ignoraban las ordenanzas locales sobre aparcamiento; haciéndolos responsables de buena parte del embotellamiento cotidiano de Manhattan, prometía actuar con severidad, amenazando con utilizar la grúa para retirar todos los coches mal aparcados que tuvieran matrícula diplomática. Giuliani dirigía también sus iras hacia el Departamento de Estado, al que calificaba de débil y blando por su aparente capitulación ante los malos modos de las Naciones Unidas. «Puede que hayamos llegado al punto», señalaba ofendido, «de que la Ciudad de Nueva York necesite disponer de su propia política exterior».

Las Naciones Unidas compartían también los titulares de la segunda historia: el magnate de los medios de comunicación de Atlanta, Ted Turner, anunciaba que, en vista de la grave situación financiera por la que atravesaba esa organización (causada en buena medida por el rechazo de los Estados Unidos a pagar sus deudas), iba a donar mil millones de dólares al organismo internacional. Casi tan generoso se mostraba el financiero George Soros, quien respondía a la espantosa situación económica de Rusia proporcionando quinientos millones de dólares en préstamos al gobierno de Yeltsin. En ese momento, tal cifra suponía más de cinco veces la cantidad aportada por el gobierno de los Estados Unidos. Por último y casi por las mismas fechas, los responsables de la compañía Disney proyectaban el estreno de dos películas que apoyaban a la monarquía religiosa del Tíbet frente a la brutalidad militar china, pero manifestaban su inquietud acerca de la reacción del Gobierno chino ante tal planteamiento. Para limar asperezas, la empresa Disney nombró a Henry Kissinger como su «embajador ante China». Mil millones de consumidores, después de todo, hubieran supuesto para la compañía una terrible pérdida.

Tratando de hacer balance de todo lo que estos acontecimientos representaban, se constata que algo extraño estaba teniendo lugar (Katz, 1997). Cualquiera de estos acontecimientos desafía nuestro sentido tradicional acerca de cuál es el papel que les corresponde a los gobiernos municipales, los Estados nación y las empresas transnacionales. Las ciudades no deberían desarrollar su propia política exterior; los individuos privados no tendrían por qué suplantar a los gobiernos en la labor de financiar a otros organismos gubernamentales o transnacionales; y, además, ¿desde cuándo las multinacionales disponen de sus propios emisarios internacionales, suplantando así un papel reservado a los Estados nación? Los tiempos, en efecto, están cambiando, y parece que a marchas forzadas.

Analizados en conjunto, tales sucesos no sugieren simplemente una economía que se ha vuelto global, ni tan sólo la adaptación de los gobiernos locales y nacionales a la denominada «globalización»; sino que muestran, al propio tiempo, la aparición de una nueva clase de capitalistas (con sus correspondientes aliados) que, al modo de los viejos «conquistadores del oeste», exploran las fronteras globales de la capitalización total. Mediante cambios de esta naturaleza se ha ido tejiendo una reestructuración mucho más profunda y multidimensional de las escalas geográficas conforme a las cuales se organiza la economía y la sociedad.

Existen, además, otros casos verdaderamente singulares. Centraré mi atención exclusivamente en el sector de la educación. A finales de octubre de 1998, un colectivo de trescientos mil estudiantes de enseñanza media mantuvo una serie de militantes manifestaciones en París. Soportaron duros choques con la policía, con el propósito de reivindicar mejor calidad de los centros y del profesorado. Este fenómeno señala una ruptura dramática en las condiciones de reproducción social, por lo menos en lo que se refiere a la educación financiada por el estado. Por esas mismas fechas, la ciudad de Nueva York, que cuenta con una población de más de dos millones de hispanohablantes, tomó la decisión de contratar profesores en España para que impartieran en los institutos clases de ese idioma. Resulta innegable que esta decisión viene marcada por un cierto elitismo y racismo eurocéntrico; pero eso es sólo una parte de la realidad: también el Consejo de Educación de la Ciudad ha reclutado profesores de matemáticas austríacos, lo que indica de nuevo el carácter extraordinario que ha cobrado la ruptura de los sistemas locales de reproducción social, tal como los habíamos conocido hasta entonces. Más espeluznante, al tiempo que categórica señal de esta ruptura, es la noticia de que la ciudad ha hecho responsable de la seguridad en las escuelas al Departamento de Policía.

Las escalas geográficas funcionan como el depósito espacial de nuestros supuestos sociales más profundos acerca de lo que constituyen formas normales o anormales de diferencia social. Como he defendido en otro trabajo, la escala constituye una cuestión de naturaleza política en tanto que representa la tecnología —los medios de producción, como ha planteado Swyngedouw (1997)— según la cual los acontecimientos y las personas son de forma absolutamente literal «contenidos en el espacio». La escala destila y expresa las posibilidades del espacio, tanto en un sentido opresivo como emancipatorio, de muerte o de vida (Swyngedouw, 1997). Que nuestro sentido del orden correcto se vea afectado por la ambición de Giuliani por desarrollar su propia política exterior en los cinco distritos de su competencia, o por el nombramiento de Kissinger como embajador de la Compañía Disney en China es una muestra de la forma, en gran parte inconsciente, a través de la cual la escala geográfica ordena y mantiene nuestros supuestos acerca de lo que constituye la normalidad sociopolítica. Y no es que tales rupturas de escala no hayan tenido lugar en el pasado. Lo destacado es la intensidad que cobran en el día de hoy tales rupturas de escala, evidenciando la profundidad de la mutación social, política y geoeconómica que se está gestando actualmente.

Trataré de sintetizar mi argumento en pocas palabras: no es solamente el espacio el que está siendo reestructurado bajo los auspicios del nuevo globalismo, sino el conjunto de la estructura de las escalas espaciales, de lo global a lo local. Dentro de esta reestructuración de naturaleza totalmente política de la escala geográfica, a la escala urbana se le vuelven a asignar funciones como lugar de producción, pero no como escala de reproducción social. El corolario sería que en las ciudades del mundo capitalista desarrollado, donde se están desmantelando importantes sistemas públicos de reproducción social, esto vuelve a traer la cuestión de la reproducción social directamente a la agenda política. Pero antes de dirigir la atención hacia lo global, quisiera tratar un poco acerca de lo urbano, y especialmente sobre las nuevas concepciones de política urbana.

Nuevo urbanismo: el Lower East Side en los años noventa

Quizá puede parecer oportunista por mi parte el empleo de un término tan tendencioso como el de «nuevo urbanismo» en el título de este artículo. Debo aclarar que no me propongo referirme al denostado movimiento de diseño que ha reclamado para sí tal nombre —o, de forma algo menos pretenciosa, el de «neotradicionalismo»—. Por el contrario, empleo a propósito esta terminología porque me parece que el antiurbanismo del movimiento de diseño neotradicional no se explica sin tener en cuenta los desastres de la planificación urbana de la posguerra que motivaron el surgimiento de ese movimiento. Lo que me interesa destacar es que el escapismo elitista y nostálgico del supuesto nuevo urbanismo no se explica sin un sentido de mayor alcance, el mismo que en la actualidad rehace las ciudades previamente existentes, y que se manifiesta de forma tanto global como local.

Al mismo tiempo que George Soros y Ted Turner desembolsaban miles de millones de dólares y Giuliani ejecutaba ruido de sables contra las Naciones Unidas, yo trataba de descifrar las dimensiones de lo que he llegado a considerar como la «tercera ola» de elitización1 urbana que irrumpió en Nueva York y otros lugares a partir de 1994. Para profundizar en la cuestión del nuevo urbanismo, voy a proporcionar otra modesta viñeta local de Nueva York, expresiva a la vez del nuevo globalismo que recorre la ciudad; no la de barrios elegantes como el Seaside o Celebration, sino la del Lower East Side. En ciudades tan distantes como Londres, Sidney y Filadelfia (Society Hill), la que podemos denominar ahora como «primera ola de elitización urbana» empezó a aparecer como muy pronto en los años cincuenta. Se trató de una irrupción a pequeña escala, casi quijotesca, en el paisaje urbano. Nathanial Burt escribió acerca de Society Hill en 1963: «la moda de remodelar casas antiguas se le ha subido a la cabeza de las clases altas como el champaña». Esta primera ola supuso apenas un murmullo en el mercado inmobiliario local, aun cuando provocó cambios residenciales definitivos y atrajo mucho aliento cívico.

La segunda ola de elitización, que surgió al final de los años setenta y se prolongó durante la mayor parte de los ochenta, no fue ya un acontecimiento aislado en los mercados inmobiliarios locales, sino que se hizo cada vez más reconocible como parte de un proceso, mayor y más integrado, de reestructuración urbana. Esto significaba conexiones más amplias con la socioeconomía. La elitización urbana, la reinversión en un barrio ruinoso pobre o de clase trabajadora, dejó de constituir un asunto exclusivo de las clases altas (tal como refería Burt), y se convirtió en una seria opción residencial también para lo más granado de la clase media. En el Lower East Side apenas unos pocos edificios fueron renovados durante la primera ola, pero la segunda ofensiva de la elitización se configuró como un proceso mucho más coordinado. La reinversión de capital en barrios como éste se llevó a cabo mediante una estrategia deliberada de colocar artistas como tropas de choque de la elitización, aprovechando que el nuevo arte que surgía en la zona alcanzaba prestigio internacional, y que el Lower East Side se situaba en la cresta de la ola entre los lugares de moda en la ciudad. Pero la recapitalización de este medio construido extremadamente deteriorado se llevó a cabo con las miras más puestas en Wall Street, en plena expansión y distante apenas dos millas, que en el establecimiento de algún tipo de meca cultural o artística con carácter permanente.

Además de una nueva coyuntura de cambio económico y vanguardia cultural, la elitización urbana del Lower East Side durante los ochenta expresa, asimismo, una reestructuración de las relaciones de clase y género. Recuérdese que 1984 fue señalado como el «Año del Yuppie» por el semanario Newsweek, que simbolizó de forma explícita tal estilo de vida con un telón de fondo de elitización urbana. Otros dos acontecimientos marcaron la elitización como un concienzudo atrincheramiento en la economía política de la ciudad: primero, la proliferación de protestas contra la elitización, que culminaron en los enfrentamientos de Tompkins Square Park entre 1988 y 1991 (véase Smith, 1996); pero, en segundo lugar, el hecho de que a diferencia de la crisis más rigurosa de principios de los ochenta, cuando el proceso de elitización urbana apenas se vio afectado, la recesión posterior a 1989 limitó severamente el nivel de la elitización, llevando a predicciones marcadamente erróneas de que este fenómeno se había terminado para siempre, como consecuencia de los excesos de los ochenta. La elitización se comportó entonces mucho más como una parte del proceso económico y social, y sufrió sus correspondientes ciclos.

En Nueva York la tercera ola de elitización no dio comienzo en serio al menos hasta 1994, después de que un reanimado Wall Street apartara la economía de la Ciudad de una larga y profunda depresión. Los contornos de esta ola de elitización los empezamos a percibir con claridad ahora: exactamente como una nueva, lejana y más sombría crisis económica global que amenaza con restringir la actividad de elitización a partir de 1998. En lo que respecta al Lower East Side, varios cambios resultan ya característicos de esta nueva fase:

  1. Inversiones a gran escala de capital de corporaciones, sobre todo en la nueva construcción: Times Square, Trump City, o casos como el de Queens West, donde se lleva a cabo la reconstrucción sobre suelo industrial abandonado o semi-abandonado.

  2. Reducido nivel de resistencia contra la elitización urbana.

  3. Paisajes de elitización más funcionalmente integrados con la reproducción social y la producción (es decir, no limitados exclusivamente a la producción de viviendas).

  4. Creciente internacionalización del capital implicado en los procesos de elitización urbana.

  5. Una modificada geografía de la elitización, produciéndose una pérdida de la «línea de frontera».

Uno de los edificios del Lower East Side constituye el paradigma de los cambios que definen la tercera ola de elitización, incluyendo la mayoría de los ingredientes definitivos. En la esquina entre la Avenida B y la Calle Segunda Este, una gasolinera abandonada fue transformada en galería de arte de vanguardia, conservando su nombre original. Como muchas otras galerías de arte que brotaron en el vecindario entre 1982 y 1987, ésta con el tiempo quebró. En el mismo solar, hoy se ha construido un edificio de siete plantas, con sesenta y un locales comerciales. Los locales, de unos ochenta y cinco metros cuadrados de media, se cotizan a partir de dos mil dólares al mes, y los dos pisos superiores presentan apartamentos dúplex y cuatro áticos, a precios de alquiler aún desconocidos en el momento de escribir este artículo. El promotor era israelí, el arquitecto, de Long Island y la financiación procedía del European-American Bank. De forma significativa, todos los apartamentos han sido dotados de líneas para Internet T-1 de alta velocidad, que funcionan a 1,5 megabytes por segundo, instalados por la International Building Technology Company (Oser, 1997). Además de los habituales Wall Streeters y arquitectos, abogados e intelectuales, la clientela esperada para el nuevo edificio incluía diseñadores de páginas web y otros profesionales, conformando así el denominado «callejón de Silicon» de Nueva York.2

En una ciudad donde la industria de la construcción está militantemente organizada en sindicatos, resulta aún más extraordinario que el edificio se construyera con mano de obra no sindicada. Aunque hubo algunas protestas al respecto, fueron secundadas sin entusiasmo y sólo consiguieron crear retrasos sin importancia. Esta combinación de apartamentos de lujo y trabajadores no sindicados hubiera sido demasiado inestable para tener éxito en los años ochenta. Pero en los noventa, y en particular en la zona del vecindario denominada «East Village», se vivió un proceso de mercantilización de una intensidad y alcance impensables durante la década anterior. Las tiendas tradicionales de ropa que ocupaban Orchard Street, que suministraban a la gente de la zona vestimenta a bajo precio (a menudo a precios de saldo) y que se habían convertido en un destino turístico en los años ochenta, se adaptan ahora cada vez más a la última moda de París y Milán; varios establecimientos comerciales han sido ya adquiridos por exquisitas cadenas comerciales al por menor.

Los medios audiovisuales y electrónicos también han desempeñado su papel en la mercantilización del vecindario. A principios de los noventa, el Cable Comedy Channel introdujo una serie cómica titulada Tompkins Square. MTV promovió en la localidad la película El Apartamento de Joe, con un concurso que ofrecía un año de alquiler gratis en un apartamento real del barrio; y la obra de teatro Rent convirtió al Lower East Side en un barrio chic, provocando de paso que en Broadway se difundiera la problemática de los seropositivos y enfermos de sida. Por si fuera poco, en 1996 comenzó en la web una telenovela llamada East Village, cuyo creador, Charles Platkin, intentó crear una revolucionaria imagen de marca y línea de ropa. A través de un almidonado reconocimiento del envoltorio económico-cultural que ahora domina el Lower East Side elegante, Platkin admite de buena gana que «lo que hemos intentado hacer es tomar la energía del East Village y crear un nombre de marca para él».

A diferencia de los años ochenta, por tanto, esta combinación singular de vitalidad económica y cultural presente en el Lower East Side tuvo poco de accidental. Propietarios de galerías de arte, promotores inmobiliarios y políticos municipales, entre otros, influyeron encarnizadamente en la elitización que tuvo lugar durante la década de los ochenta. Pero la nueva situación del vecindario está más relacionada con una miríada de decisiones sin apenas conexión con los mercados culturales e inmobiliarios. Si fue un descarado marketing de arte y bienes inmuebles el que empujó con furia política numantina un vehemente liberalismo elitizador anterior, en los años noventa, sin embargo, funcionó simultáneamente una nueva ola de elitización más estrechamente vinculada con los circuitos del capital internacional, aprovechándose de un nombre de marca ya asegurado para el Lower East Side. Pero un barrio que cuenta con su propia telenovela en la web depende para su audiencia de los barrios residenciales distantes treinta o trece mil millas de Tompkins Square Park. Y a pesar de que en el vecindario continúa residiendo un inquilinato caracterizado por su extraordinaria diversidad humana, a buena parte del cual le resulta cada vez más duro encontrar o retener pisos accesibles, la elitización y la búsqueda consciente de nuevos márgenes de rentabilidad están debilitando su vanguardia. La línea de frontera del proceso de elitización ha sobrepasado ya el Lower East Side hacia localizaciones más periféricas en Brooklyn y Queens por el este, y New Jersey por el oeste. La energía, tanto cultural y política como económica de la temprana elitización, así como el descarado exceso anterior que combinaba arte con capital, están siendo progresivamente sustituidos por acciones combinadas a gran escala que involucran al conjunto del entorno económico y cultural. La frontera ha sido, efectivamente, domesticada, y en una irónica repetición de Frederick Jackson Turner, la materialización del proceso de elitización en los nuevos márgenes —el desarrollo de Queens West, por ejemplo— resuena en los vecindarios elitizados más tradicionales como el caso del edificio de la gasolinera para el Lower East Side.

El nuevo globalismo: ¿final de la geografía o reafirmación del lugar?

Algunas de las conexiones entre esta imagen de un nuevo y elitizado urbanismo sobre el Lower East Side y la globalización de los años noventa resultan bastante evidentes. De este modo, voy a centrarme ahora de forma explícita en el nuevo globalismo, y lo voy a hacer cuestionando dos líneas de pensamiento un tanto contrapuestas que enmarcan los argumentos actuales sobre la globalización.

La primera corriente es la que podríamos llamar la tesis del «final de la geografía». En todas las escuelas de negocios a lo largo y ancho de los Estados Unidos se les transmite a los expectantes estudiantes de Master of Business Administration el potente mensaje de que la globalización representa el fin de la geografía, y que ello plantea desafíos así como extraordinarias oportunidades. Con el auge de los nuevos mercados financieros y su accesibilidad tecnológica prácticamente inmediata, espacio, lugar y límites se han vuelto superfluos: el director económico del American Express Bank señala explícitamente que, «el fin de la geografía nos remite a una condición de desarrollo económico donde la situación geográfica ya no afecta a las finanzas». Habiendo completado su destino, el Estado nación y las demás trabas impuestas por el localismo político y cultural, han sucumbido ante el mercado. O, como alardeaba un anuncio de British Telecom empleando un tono sintomáticamente norteamericano, «la Geografía [ya] es Historia» (O’Brien, 1992, p. 1; véase también Ohmae, 1990). Ante esta retórica prepotente, tan repetida y en apariencia coherente, uno debería estar excusado de descubrir una cierta adulación en la optimista linealidad de esta visión que propugna algo así como: capital global über alles. Una visión incubada con un sesgo inevitable en la experiencia cotidiana de una pequeña camarilla de negociantes y ejecutivos de las finanzas, nutrida por una extendida revolución en las comunicaciones electrónicas, informáticas y audiovisuales, y extrapolada hasta el infinito de la capitalización planetaria total. Este supuesto de un mundo sin límites ha sido llevado bastante más allá de los límites de su propia veracidad. Si esta visión alimenta la noción de globalización como la de un irrefrenable «bulldozer» del capital, lo cierto es que encuentra también sus variantes más progresistas y críticas, como en el aserto de Manuel Castells de que el mundo comprende ahora un espacio de flujos —más que un espacio de lugares—, una sociedad conectada en red, la era de la información y de la sociedad interconectada, en la que las viejas formas de diferencia política resultan trasnochadas. Incluso el crítico cultural francés Paul Virilio, que debería conocer mejor esta materia, se sitúa en una insólita posición, haciéndose eco de las posiciones del capital financiero cuando se suma al anuncio de la «muerte de la geografía» (Virilio, 1997, p. 65; Castells, 1996-1998).

Una segunda corriente en las discusiones sobre la globalización rebate de inmediato esta claudicación completa al capital. Desde los años setenta, muchos geógrafos, urbanistas, antropólogos, arquitectos y otros investigadores, insisten en que estamos asistiendo mucho más a una marcada reestructuración de los conceptos de espacio, lugar y geografía, que a su desestructuración o eliminación unidimensional; y que el lugar ocupa otra vez una nueva importancia tras el desmantelamiento del orden de la posguerra y la irrupción de ideologías aespaciales, que nutren los relatos heroicos sobre el llamado «siglo americano». Como el historiador del arte John Berger hizo célebre hace algunos años, es el espacio y no el tiempo el que ahora nos oculta las consecuencias políticas del cambio social. De modo que este intento de socavar las geografías —de nuevo empleo aquí el término en su más amplio sentido transdisciplinario— supone, al mismo tiempo, el restablecimiento de una política que había sido sistemáticamente enterrada durante esa posguerra, la de los relatos aespaciales del «siglo americano». Tanto si se considera el siglo largo como el siglo corto; tanto si tomamos nuestras referencias teóricas, históricas y, en último término, políticas, de Eric Hobsbawm como de Giovanni Arrighi; sea que el Nuevo globalismo, nuevo urbanismo Doc. Anàl. Geogr. 38, 2001 23 «siglo americano» ya ha terminado, o bien que la globalización de los noventa alcanzó su cima y la crisis económica de 1998 marcó su desenlace —asumiendo una coincidencia histórica demasiado exquisita con respecto a la importancia simbólica de 1898—; en cualquiera de todos esos casos, está claro que el «siglo americano» ha sido el de un «imperio americano», y que como todos los imperios ha esculpido su propia arquitectura global (Smith, 1999).

En sus ensayos certeros y sintéticos, Saskia Sassen plantea un argumento de referencia acerca de la importancia del lugar en el nuevo globalismo. Insiste en que el lugar resulta central para la circulación de personas y de capital que constituye la globalización, y la centralidad de los ámbitos urbanos en un mundo globalizado trae consigo el reconocimiento de la rápida pérdida de importancia de la economía nacional. Pero también considera necesario destacar el hecho de que la globalización tiene lugar a través de complejos sociales y económicos específicos, enraizados en lugares igualmente específicos (Sassen, 1998). Esto aporta una imagen conocida de la globalización, definida en términos del cambiante nexo entre la producción y las finanzas. Las ciudades globales surgieron cuando, en los años setenta, el sistema financiero global se amplió marcadamente y la inversión extranjera directa ya no estuvo dominada por capital obtenido del sector primario, sino más bien por capital que se movía dentro de y entre los mercados de capitales. Esto requería, a su vez, de un amplio orden de productores auxiliares de servicios concentrados en los puestos de mando y control de la economía financiera. Las nuevas formas urbanas resultantes se caracterizan por su extrema polarización entre abundancia y miseria, su drástica reordenación de las relaciones de clase y su dependencia sobre nuevas oleadas de mano de obra inmigrante. Éste, por supuesto, resulta ser el paradigma de la ciudad global. El equilibrio del poder económico ha cambiado a partir de la década de los setenta, según Sassen, desde los lugares de producción, tales como Detroit y Manchester, hacia los centros de finanzas y servicios altamente especializados.

Entre los diagnósticos alternativos que dibujan una utopía globalizada —planteada literalmente como una globalización que se sitúa fuera del espacio— y la reafirmación del lugar en la nueva geografía global, los lectores habrán supuesto ya, especialmente tras mis comentarios introductorios sobre la escala, que soy un evidente partidario de la segunda opción. Y todavía esta reafirmación del lugar no ha completado con éxito la tarea de comprender el significado de la transformación forjada por el nuevo globalismo. En la visión de Sassen, es como si la economía global constara de una plétora de contenedores —los estados nacionales— en cuyo interior flotara un número de contenedores de menor tamaño, las ciudades. La globalización provoca un cambio radical en el tipo de relaciones sociales y económicas que se mantienen entre unos y otros, una suerte de intercambio de actividades entre diferentes contenedores, y una creciente porosidad de los contenedores nacionales que provoca que la turbulencia en el extenso mar global afecta cada vez más directamente a las ciudades implicadas. Pero con la excepción de ciertos contenedores nacionales que pueden en realidad encontrarse sumergidos, los contenedores mismos permanecen en gran parte intactos, incluso cuando las relaciones entre ellos se transforman. Lo que quiero argumentar aquí es que, con el nuevo globalismo, los mismos contenedores están en lo fundamental volviéndose a repartir, y que éste es un proceso que tiene lugar a una escala completamente nueva. Lo «urbano» está siendo redefinido de forma tan dramática como lo global; los viejos contenedores conceptuales —nuestros supuestos de los años setenta acerca de lo que es o era lo urbano— ya no sirven. En resumen, la globalización anuncia lo que puede considerarse como producción y reestructuración global, no simplemente del espacio o del contenido de espacios dados, sino de la escala geográfica per se (Swyngedouw, 1997).

Voy a intentar una segunda metáfora, quizás más elocuente, que pueda ayudar a concretar mejor esta idea. Si pensamos en el mundo de posguerra como un rompecabezas, no es tan sólo que desde los setenta este puzzle se haya hecho añicos y nos encontremos luchando, en los conceptos y en la práctica, para volver a colocar las piezas en algún orden coherente. Lo que ocurre, más bien, es que los fragmentos que están bajando no son todos los que subieron. Nuevas amalgamas de espacio urbano, internacional y global se han fraguado ya a partir de los fragmentos viejos, y lo que tenía sentido para la vieja geografía política resulta pintoresco, en el mejor de los casos, a la luz del nuevo globalismo. Las reafirmaciones de lugar que se suceden en medio de la globalización generalmente conservan todavía los supuestos de escala que estaban vinculados a los viejos contenedores, a los viejos fragmentos, como el mapa de partida sobre el que el nuevo mundo globalizado ha sido redibujado. ¡Pero es que el mapa de partida mismo ha sido redibujado!

El propio lenguaje de la globalización representa una tentativa muy potente, aunque indudablemente partidista, de redefinir la escala de nuestra visión del mundo. De forma quizás menos evidente, y en la escala opuesta, se puede aplicar un criterio similar a las políticas de identidad de los años ochenta, las cuales, cualquiera que sea el mortífero fundamento planteado para su aparición, constituían respuestas a crisis de identidad tan amplias y polivalentes como viscerales. Las políticas identitarias tienen que ver con el cómo estos fragmentos redefinidos de escala resultan nuevamente unidos (en este caso, la escala redefinida en declive, con un potente aunque no exclusivo énfasis en lo individual); pero están relacionadas asimismo con la pregunta de cuáles son las piezas que tienen poder, y a qué coste, en el nuevo mapa mundial.

El nuevo urbanismo: producción, reproducción y escala

¿Cómo genera el nuevo globalismo un nuevo urbanismo? Voy a intentar resumir la primera parte del argumento a través de una serie de afirmaciones silogísticas. En primer lugar, la teoría urbana de posguerra, durante su apogeo en los años setenta, llegó a caracterizar la ciudad del capitalismo avanzado desde el punto de vista de la geografía política de la reproducción social. Se trata de una interpretación coherente, si recapitulamos el trabajo de los principales teóricos urbanos del último tercio del siglo XX, los cuales explicaron la —eufemísticamente etiquetada— crisis urbana de los sesenta y los setenta como una crisis de reproducción social relacionada con revueltas de clase, con la disfuncionalidad del racismo y el patriarcado, y con las contradicciones entre una forma urbana obtenida según estrictos criterios de rentabilidad pero que todavía tenía encomendado llevar a buen término la reproducción social de las masas (véase Lefebvre, 1971; Harvey, 1985; Castells, 1977). Se trata también de una suposición que se hallaba implícita bajo la tradicional atención de la geografía urbana por los trayectos al trabajo, y el empleo de este indicador para medir la extensión espacial del campo urbano. De modo que resulta oportuno pensar en la ciudad en muchos aspectos keynesiana —la ciudad de la política urbana progresista de posguerra— como el reino del bienestar, la reserva de fuerza de trabajo para cada capital nacional. Es bien sabido que las ciudades combinan muchas otras funciones, pero su papel como enclaves de reproducción social para las economías nacionales resultó definitivo.

En segundo lugar, durante los años setenta la idea de «economías nacionales» separadas se volvió cada vez más obsoleta. El capital comercial y financiero se encontraba ya en gran medida mundializado y, aunque la proliferación de mercados financieros en Asia y la intensificación de intercambios financieros mundiales agravó sensiblemente la globalización financiera, fue la globalización de la producción de capital y del proceso de producción la que constituyó la base real para la globalización de los ochenta. Ésta es, por cierto, la razón por la cual prefiero la terminología de «nuevo globalismo». No se trata de un fenómeno totalmente nuevo como el término «globalización» parece sugerir, sino más bien la conclusión de un fenómeno largamente presente en la agenda global. En cualquier caso, este nuevo globalismo fue marcadamente estimulado —aunque no causado— por la generalización de la tecnología informática, la desregulación de los mercados financieros, el relativo abaratamiento del transporte aéreo y la paralela disminución de precio de la mayor parte de las materias primas. El capital variable también fue globalizado, en este caso a través de una migración internacional sin precedentes de fuerza de trabajo.

En tercer lugar, la creciente movilidad de capital y trabajo se complementan. La porosidad de las fronteras nacionales como límites económicos fue tanto la consecuencia como la causa del aumento de la movilidad de capital y trabajo, cuando una serie cada vez mayor de capitales se mueve libremente hacia los lugares en que los costes más bajos de reproducción social se traducen en costes más bajos de producción. El corolario también viene a ser que, al tiempo que las economías de los estados nacionales se hacen cada vez más independientes de las economías sociales para la reproducción de la clase trabajadora nacional, se ven a sí mismos introducidos a la fuerza o más capaces de sacar ventaja de una creciente competencia entre capital y trabajo en lo que se refiere a localizaciones más baratas del coste de la mano de obra. Al margen de opciones ideológicas o necesidades de competencia, los estados aumentan las zanahorias ofrecidas al capital inversor, mientras recurren al palo con los trabajadores. Las políticas de los estados nacionales se desarrollan a la par entre las preocupaciones por la competitividad económica y el desmantelamiento de las medidas de bienestar nacional y los servicios sociales.

En cuarto lugar, las economías locales urbanas y regionales se abren a una competencia económica global sin precedentes y padecen un desgaste en el suministro de capital social desde la escala nacional. En este contexto, la presión sobre los gobiernos municipales para que se desentiendan de sus responsabilidades en la reproducción social a la escala local crece cada día, al tiempo que se ven cada vez más envueltos en una aguda competencia por las inversiones de capital en el seno del mercado global. Por último, con la reestructuración de la producción desde los años setenta que ha transformado las relaciones de clase, y con los conflictos de base clasista o racial en retroceso, los gobiernos municipales han tenido tanto las condiciones como el incentivo crecientes para abandonar a ese sector de población que resulta excedentario por la reestructuración económica, desmantelar los servicios sociales y favorecer la elitización urbana. En este sentido, los niveles relativamente bajos de conflictividad resultaron decisivos en la verdadera ausencia de respuesta gubernamental a las sublevaciones de Los Angeles después de 1992; lo cual supone un dramático contraste respecto a la reacción de mejora que provocaban las sublevaciones de los años sesenta.

Esto nos lleva al meollo de las transformaciones que afectan a las ciudades. Dos cambios que se refuerzan mutuamente han reestructurado, por consiguiente, las funciones y los papeles activos que les corresponde tomar a las ciudades, y la propia escala a la que lo urbano está constituido.

El primer cambio concierne a la producción, el segundo, a la reproducción social. En primer lugar, así como la escala urbana era tradicionalmente definida por la teoría de posguerra en términos de una geografía de la reproducción social, la escala regional fue en gran parte definida en términos de sistemas más o menos especializados de producción al interior de economías nacionales. Pero la erosión de los límites económicos nacionales, y la consiguiente desindustrialización de regiones subnacionales anteriormente protegidas, que tuvieron lugar en los años setenta y ochenta, han llevado a la desintegración de esa geografía regional de posguerra y, con ella, al desvanecimiento de la base de una escala subnacional de regiones productoras especializadas. Los nuevos complejos espaciales de producción en los paisajes económicos del fin del milenio son mucho más pequeños y diversos que las viejas regiones industriales que desplazan; y están definidos desde el comienzo más en términos del mercado global que del nacional. Desde Silicon Valley hasta la llamada «Tercera Italia», desde São Paulo hasta Shangai, las locomotoras de la producción en la economía global ya no son complejos regionales como el Midwest o Nueva Inglaterra, Yorkshire-Lancashire o el Ruhr. Más bien se trata de regiones metropolitanas, complejos productivos organizados a través y dentro de geografías urbanas en activo crecimiento. El nuevo globalismo ha definido a la baja la escala geográfica de los sistemas de producción. Las regiones al viejo estilo y escala se han disuelto en gran medida. Y el corolario resulta ser que las ciudades están siendo febrilmente transformadas de escala, en la misma proporción que lo están también sus renovadas funciones de plataformas de producción global

Existen muchas señales y consecuencias de todo esto. La industrialización sin precedentes a través de toda Asia después de los años sesenta, que encabezó mucho del nuevo globalismo, y la explosión de los mercados financieros que provocó, estuvo más fuertemente centrada en lo urbano que en lo regional. En los Estados Unidos, el libro Edge Cities de Joel Garreau resulta sólo uno de los más evidentes registros de una llamativa expansión y reestructuración de la escala metropolitana, de tal forma que las tradicionales distinciones entre ciudad y periferia residencial han perdido su sentido. Y claro, retrospectivamente, la reivindicación de una sociedad posindustrial parece por desgracia sintomática no tanto de un mundo encerrado por economías nacionales impermeables, sino de uno ciego a los cambios masivos que han tenido lugar fuera de unos pocos centros europeos y norteamericanos.

Si las ciudades están siendo transformadas de escala hacia plataformas geográficas de producción en la economía global, ¿qué ocurre entonces con la reproducción social? Éste es el segundo cambio del cual me quisiera ocupar brevemente. Si es correcto mi argumento de que la producción viene a definir la escala del nuevo urbanismo, esto parecería sugerir igualmente que Shangai y São Paulo —o posiblemente Tokio, a un trecho de Los Angeles— resultan ejemplos más definitorios de la vanguardia de este nuevo urbanismo, que Nueva York o Glasgow. La división geográfica del trabajo se vuelve verdaderamente global, de una forma que no anticipó la ya obsoleta división entre Tercer Mundo y Primer Mundo. La cuestión de la reproducción social resulta, claro está, crítica en estas aglomeraciones industriales de vanguardia, pero el nuevo globalismo no ha modificado todavía seriamente las relaciones sociales de reproducción. Esto puede estar ya sucediendo, por ejemplo, cuando un gran número de mujeres indias o indonesias —muchas de las cuales trabajan fuera de casa para compañías multinacionales o sus proveedores— tienen acceso a imágenes de televisión y a culturas que presentan un retrato radicalmente distinto de las relaciones de género (sea para mejor o para peor). Pero en la mayor parte de Asia, Sudamérica y África, no existe un sistema estatal significativo de reproducción social (China constituye una importante excepción al respecto) que pudiera ser corroído por el nuevo globalismo.

Evidentemente, la situación difiere mucho en los países capitalistas desarrollados. El desmantelamiento de los sistemas públicos de reproducción social frente a los aparentes imperativos del mercado global —desde la asistencia social, hasta el acceso a la sanidad o el subsidio a la vivienda— sitúa en la agenda de forma más apremiante para nosotros la cuestión de la reproducción social, incluso cuando el nuevo urbanismo se define desde la producción. Y todavía me parece que las luchas políticas relacionadas con la reproducción social se presentan más fragmentadas que nunca desde los años setenta, y que la atención intelectual hacia estos asuntos ha descendido de igual forma. Los debates feministas sobre la reproducción social que tuvieron lugar en los setenta parecen ahora un eco lejano; la teoría feminista posterior a los años setenta —en realidad, toda la teoría de izquierdas en general— la dejó atrás en su desplazamiento hacia temas como la cultura o, sencillamente, la olvidó. Resulta sorprendente, incluso, que las cuestiones de la reproducción social no hayan resurgido con fuerza en los noventa, a no ser que le echemos la culpa otra vez al bajo nivel general de oposición y a una evidente abdicación de nuestro propio papel como intelectuales de izquierda. Un remedio excelente podría ser retomar esos debates feministas de los setenta, no porque pensemos que encontraron todas las respuestas correctas —ciertamente no lo consiguieron—, sino porque plantearon adecuadamente muchas de las preguntas; preguntas que necesitamos que sean respondidas otra vez. Y mientras estemos en ello, sería igualmente deseable volver a los debates sobre la naturaleza del estado capitalista. ¿Dónde se sitúa hoy el debate sobre el Estado —nacional, local, o inclusive internacional— en un momento en el que éste, bajo una aparente impotencia frente a los imperativos globales, empieza a parecerse mucho más al comité ejecutivo de la burguesía planteado por Marx?

Conclusión: de vuelta a la Ciudad, transformada de escala

Desde lo alto de Nueva York y desde las más prestigiosas publicaciones se produjeron un torrente de solemnes comentarios en los últimos años noventa, planteando que había llegado el momento de redescubrir a Carlos Marx. Esto vino estimulado por el hecho de que en 1998 se conmemoraba el 150 aniversario de aquel pequeño y travieso panfleto titulado Manifiesto Comunista y, es de suponer también, por la miope presunción de que con el estalinismo y sus patéticos restos bien muertos desde 1989, las ideas políticas de Marx no suponen ahora ninguna amenaza (lo cual sí que resulta una verdadera manifestación de fetichismo acerca del Estado). El Wall Street Journal, el New Yorker y el New York Times afirmaban que, según parece, vuelve a ser seguro otra vez admitir que Marx puede haber sido el verdadero teórico del capitalismo. Olviden el «Samuelson», lean Das Kapital. Hay que decir que el alardeo en torno a Marx cesó bruscamente cuando la bolsa cayó con estrépito tres semanas después. Pero el problema actual con Wall Street no es que hayan demasiados marxistas: es que han ido más allá de Marx. Deben ser más bien demasiado leninistas pues ¿de qué otra manera podríamos entender la potente tesis sobre la globalización emanada de Wall Street —«las diferencias geográficas políticas han muerto»—, si no como una versión del viejo axioma de Vladimir Ilich sobre el «decaimiento del Estado»? No le resultó tan sencillo a Lenin deshacerse del Estado, y tampoco lo será para Wall Street, lo cual se aplica especialmente a la escala de la ciudad de Nueva York.

Se está produciendo una patente revitalización de las prerrogativas políticas urbanas si las comparamos con las de los estados nación. Rudy Giuliani bromeaba sólo en parte cuando reclamaba su propia política exterior. Bajo este prisma, podemos interpretar al revés la literatura sobre las ciudades globales. No es tanto que éstas estén convirtiéndose cada vez más en economías sustentadas en las finanzas y los servicios, más que en la producción; sino más bien que las ciudades se están volviendo a definir como unidades de la escala geográfica de la producción, al tiempo que el proceso de producción mismo se ha visto transformado. Los anteriores límites entre la producción tradicional y las finanzas, que antes resultaban ya confusos, son ahora prácticamente opacos. Sectores completos de los servicios financieros, especialmente los productores de servicios, ahora se desarrollan con éxito como productores de excedentes de valor, como en buena medida anticipara ya Henri Lefebvre. La construcción de bienes inmuebles se ha convertido en su propia locomotora de la producción económica, ahora ya no restringida a la periferia, sino actuando también en la propia remodelación del corazón urbano. Al propio tiempo, las ciudades globales han podido comprobar por sí mismas su capacidad para desviar los excedentes de valor producidos en cualquier parte hacia sus propios mercados financieros.

¿Dónde radica finalmente el poder entre disciplinas comunes y contradictorias impuestas por la producción y el control financiero? ¿Es São Paulo un accesorio de Nueva York, o al revés?

Hace casi cien años, el historiador de tendencia conservadora, Brooks Adams, argumentó respecto al imperio americano que el mundo se encontraba en la cúspide de un ciclón de cambio económico. «El torbellino del ciclón se sitúa cerca de Nueva York», anunció, con un recato apropiado para la principal ciudad del continente. Precisamente el año pasado, el novísimo plan para Nueva York elaborado por la Asociación del Plan Regional se titulaba, apropiadamente (dados los argumentos que aquí he aportado sobre una escala urbana en expansión), Una Región en Peligro. Plantearon que «las tendencias se manifiestan aquí primero». El Plan es un proyecto que aspira a convertir la ciudad de Nueva York en una metrópolis productiva par excellence, pero, como sugiere su título, se desprende algo más que congoja del análisis planteado. La competencia global constituye la sombra oscura que se cierne sobre un plan que se manifiesta inusualmente preocupado, y que fue encargado por una élite neoyorkina que se caracteriza tradicionalmente por su inveterado optimismo.

La elitización urbana aparece con mucho peso en el plan, sin atreverse, claro está, a denominarse claramente así. Pero el paisaje de Nueva York sí expresa su nombre con elocuencia suficiente. Directamente en el corazón, Times Square, se asienta el buque nodriza de Disney, enviado desde Florida, según parece, con el propósito de expandirse colonizando su perímetro. El esfuerzo de la elitización urbana consiste entonces en lanzar la idea de los «espacios totalmente obsoletos y superfluos»,3 como escenarios potenciales de los nuevos asaltos de la producción inmobiliaria en la ciudad global (y no tan global).

Como es propio del nuevo urbanismo, esta estrategia de producción inmobiliaria encaja con cuidado en la agenda de reproducción social de las nuevas clases profesionales, empleadas dentro y alrededor de la economía global, al tiempo que se deshace de todos aquéllos que sobran por la misma causa. La elitización representa la perfecta metáfora de las dos puntas de los nuevos globalismo y urbanismo —producción y reproducción social—, así como del desplazamiento —exclusión socioespacial— que constituye su intencionada consecuencia. A este respecto, la remodelación de la escala geográfica resulta completa, pues sería un error pensar que la globalización de algún modo se limita a allanar los paisajes locales urbanos para convertirlos en receptores unidimensionales del impulso global.

De este modo, si observamos la evolución del Lower East Side desde los días anteriores a la elitización que tomó cuerpo en los ochenta hasta el presente, podemos constatar una extraordinaria ruptura de escala provocada por la creciente capitalización global. El vecindario ha sido parcelado a su vez por la industria inmobiliaria en numerosos mercados menores de elitización, a modo de condición geográfica de conquista. Esto aporta en realidad un extraordinario ejemplo de producción de escasez geográfica, en tanto que la creación de mercados menores locales produce una escasez de localizaciones en cualquier otro escenario.

Ya planteé que el Estado no se debilitará tan fácilmente. Esto resulta especialmente cierto para Nueva York, y especialmente mientras siga siendo la ciudad del alcalde Giuliani. De forma apropiada, los términos de la producción y la reproducción definen bajo su dominio las políticas del nuevo urbanismo. Por un lado, el alcalde está tratando de seducir a corporaciones grandes y simbólicas mediante «geosobornos» —así denomino a tales subvenciones de los contribuyentes de proporciones insondables— para que permanezcan en la ciudad: a la Bolsa le propusieron setecientos millones de dólares en ayudas públicas; y al equipo de los Yankees de Nueva York, un paquete de promesas no especificadas acerca de un nuevo estadio, cuyo coste ha sido indistintamente estimado hasta en mil millones de dólares. Otro tanto ha ocurrido con Disney, con Trump, con Helmsley, con todas las pobrecitas corporaciones que vienen tocando a la puerta. Pero la otra cara de esta generosidad con las grandes empresas es un pétreo revanchismo asestado contra las víctimas de la globalización, que están siendo bruscamente despojadas de servicios federales y municipales.

Una de las cuestiones centrales de la redefinición de escala de la ciudad es, obviamente, la suerte que corran todas aquellas personas marginadas como consecuencia de la creciente abstención del Estado de cualquier responsabilidad relacionada con la reproducción social. Lejos de debilitarse, la administración municipal de Nueva York está orquestando una represión coordinada contra esta población «sobrante». Una política represiva de cuyas manifestaciones y consecuencias probables, en los próximos años, no nos deberíamos sorprender.

Bibliografía

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1N. del T.: Empleamos el término «elitización urbana» como traducción del inglés gentrification, siguiendo la propuesta de un reciente libro del autor, primero que se publica en español (Smith y Katz, 2000). Para designar a este proceso socioespacial propio de las ciudades capitalistas desarrolladas otras personas han preferido utilizar vocablos tales como «aburguesamiento», «recualificación social», «aristocratización» y «gentrificación».

2N. del T.: Silicon Alley en el texto original. El nombre representa un juego de palabras respecto al Silicon Valley californiano.

3N. del T.: En el texto original: «Totally Obsolete And Redundant Spaces». El autor añade entre guiones: «un colega mío ha acuñado el nombre de TOADS para tales lugares», haciendo un juego de palabras con las siglas y el término «sapos» (toads) en ingles.

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