Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Tres notas sobre marxismo y ecología

José Sarrión Andaluz

Hace medio siglo, el Informe al Club de Roma sobre los Límites del Crecimiento puso sobre la mesa una sencilla verdad que dispara contra uno de los rasgos elementales de nuestro modelo productivo, cultural y social: no es posible crecer indefinidamente en el seno de un planeta finito. Si asumimos que el capitalismo tiene entre sus características centrales e indisociables el crecimiento indefinido, se hace evidente que una sociedad capaz de mantener un equilibrio con nuestro planeta sólo puede existir desde una perspectiva poscapitalista.

Permítaseme recordar con mucha brevedad algunas ideas centrales para situar la gravedad de los asuntos que estamos tratando. Como nos recuerda Joaquim Sempere en Las cenizas de Prometeo, desde el neolítico hasta finales del siglo XVIII, las formas fundamentales de relación entre el ser humano y la tierra permanecieron relativamente inalteradas. La era industrial, por el contrario, inició una quiebra de dichas relaciones de equilibrio (no en vano Hobsbawm afirmó que el siglo XX trajo el fin del neolítico), dando lugar a una triple fractura metabólica: la energética, la agrícola y la mineral.

La fractura energética consiste en el abandono de las energías renovables que hasta el siglo XIX habían sido dominantes (molinos de viento, de agua, tracción animal, calor del sol) y la adopción del carbón desde la primera Revolución Industrial, y del petróleo a partir de la segunda. Durante el siglo XX la eficiencia de dichos recursos energéticos ha experimentado una caída libre, como manifiesta la Tasa de Retorno Energético (TRE), relación entre la energía usable y la energía requerida para obtenerla. Así, la TRE del petróleo ha descendido desde un 100 en 1920 hasta un 12 en 2007. Las posibles alternativas ofrecidas desde el marco dominante del capitalismo actual no son esperanzadoras en absoluto: el fracking tiene una TRE de 5, el biodiesel de 1.3 y las energías renovables en torno a un 20, la eólica, y un 10, la solar (si bien el cálculo de la TRE en renovables es muy fluctuante en función de la tecnología, los factores ambientales y la fuente consultada).

La segunda fractura metabólica consiste en la sustitución de los sistemas tradicionales de agricultura (rotación de cultivos combinado con barbecho y uso de fertilizantes de heces animales) por los métodos de fertilización mineral desarrollados por Justus Von Liebig y el método Haber-Bosch de nitratos para hacer frente a la explosión demográfica del siglo XIX. Estas técnicas, combinadas con el uso de plaguicidas químicos, dan lugar a una pérdida de la capacidad regenerativa de la tierra, consecuencia de una excesiva mineralización de los suelos, lo que provoca una pérdida del humus, clave de la fertilidad indefinida de la tierra. A esto hay que añadir que el 40 % de la cosecha mundial de cereales no está destinada a su consumo humano, sino a piensos para ganado, estrategia ineficiente de producción de alimentos.

La tercera fractura metabólica es la de los materiales. El capitalismo sustituyó los materiales tradicionales (barro, piedra, madera), de proximidad y poca transformación, por un extractivismo maderero (minería forestal) y mineral. Respecto a esto último, se pasó de emplear un elenco muy limitado de minerales y en escasas cantidades (hierro, cobre, plomo, mercurio) a una minería muy intensiva y extendida por el mundo. La revolución digital ha supuesto un inmenso aumento de la demanda: litio, columbio, tantalio, coltán… Como ha expuesto Lucía Ortiz de Zárate, el auge de la informática y la Inteligencia Artificial entraña una perversión conceptual: bajo la ideológica y falseante noción de “nube”, de apariencia etérea, se esconde una realidad material de minas de materiales, fábricas de componentes, transporte y centros de datos que consumen agua y electricidad. Además, los mencionados minerales son esenciales para la construcción de instrumentos de captación de energía renovable, con lo cual la tercera fractura metabólica impacta en la primera. García Olivares y Turiel han observado que no hay minerales para crear aerogeneradores suficientes para satisfacer la demanda actual. La propia Agencia Internacional de la Energía ha reconocido que la sustitución de las energías fósiles por las renovables en 2050 exigiría una multiplicación de los minerales. Empleando una expresión de Jorge Riechmann, la civilización parece un corredor en una carrera de obstáculos, con distintas vallas que van acercándose y aumentando de altura, mientras el corredor confía en sus zapatillas mágicas.

Las consecuencias de esta triple fractura metabólica en nuestro clima son cada vez más palpables. El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), representante de un consenso científico de mínimos en torno a esta problemática, observó en 2021 que el calentamiento registrado era de 1.1 ºC: una décima más de lo que había predicho en 1990 que se produciría en 2025. Es decir: el calentamiento se acelera. La previsión actual indica que superaremos los 2 ºC para 2040-2060. Esto implica aumento del nivel del mar, sequías (como las que ya estamos empezando a sufrir) o que eventos meteorológicos muy extremos que antes ocurrían cada década, ahora sucedan anualmente. La Organización Meteorológica Mundial predice que se alcanzarán 1.5 ºC de calentamiento en los próximos cinco años. Como ha expuesto Johan Rockström, dicho aumento es un límite planetario.

No es necesario insistir en el hecho de que quienes pagan las consecuencias de esto son las clases trabajadoras y populares. Baste recordar que ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados, emplea desde hace años el término de “personas desplazadas en contextos de desastres y cambio climático” para referirse a los refugiados climáticos. El impacto del cambio climático en el aumento de los movimientos migratorios, acuciados a su vez por la desestabilización política de importantes áreas del globo como consecuencia de la lucha de Occidente por unos recursos energéticos menguantes y las políticas económicas y comerciales injustas, crea a su vez una contracara: el aumento de la extrema derecha en las regiones del llamado mundo desarrollado. Precisamente, algunos teóricos están hablando desde hace unos años de “ecofascismo” para referirse a una de las posibles salidas del capitalismo actual en un contexto de crisis energética.

Como nos ha recordado Bellamy Foster, el capitalismo se define por dos elementos: un sistema socioeconómico de clases fundamentado en la producción de mercancías y la ley de acumulación forjada en relaciones de mercado competitivas. La economía crece, o muere. El ejemplo de Estados Unidos es elocuente: su economía de 21 billones de dólares, para seguir funcionando, debe producir siempre lo mismo más un 3 %, con el fin de producir ganancias y nueva formación del capital. Este ritmo debe mantenerse año tras año, o se entra en recesión. Esta necesidad de crecimiento exponencial del sistema no puede detenerse. A este ritmo, el tamaño de la economía subirá 16 veces en un siglo, 250 veces en dos siglos y 4000 veces en tres siglos. En un modelo de economía neoclásica estándar, esto se presenta como natural e inevitable.

Todo intento por satisfacer —en vez de reducir— la actual demanda energética, agrícola o de materiales caerá por principio en la paradoja de Jevons: el aumento de eficiencia energética en la tecnología no conduce a un descenso de la demanda, sino a un aumento del consumo. Sin un cambio de modelo, un aumento de la eficiencia en producción no conduce a reducir el gasto de energía, sino a aumentarlo.

Que la tendencia a la acumulación inherente al capitalismo es incompatible con el equilibrio ecológico no es sólo patrimonio de los teóricos ecologistas o ecosocialistas: a su modo, está también presente en las tesis del papa Francisco en su encíclica Laudato si’, donde confronta, con el principio de maximización de la ganancia, la línea ecologista que recientemente acaba de confirmar mediante su Exhortación Apostólica Laudate Deum.

La cuestión para los marxistas se encontrará en bosquejar la alternativa política, económica y cultural, y hacerla real partiendo de las condiciones materiales existentes.

2.

Si el paradigma ecologista es incompatible con el modo de producción capitalista, también lo será, por tanto, con cualquier tentación socialdemócrata o reformista. La base histórica material de posibilidad de dichas tendencias fue el incremento del nivel general de vida de la clase trabajadora, al menos en los países del llamado mundo desarrollado, mediante la distribución de una parte de los beneficios que no requería alterar las relaciones de propiedad de los medios de producción. Sin embargo, la radicalidad de la crisis ecológica nos indica que el único horizonte viable pasa por el reconocimiento de la existencia de límites termodinámicos a la producción indefinida y, en consecuencia, sustituir el modelo económico, social y cultural hegemónico por un modelo de provisión de bienes y servicios a la población que no esté dirigido por la necesidad de beneficio privado ilimitado por parte de los propietarios de las empresas. Este horizonte es lo que usualmente llamamos ecosocialismo. En suma, el paradigma ecologista obliga a recuperar la raíz revolucionaria del marxismo sin ambages.

Pero, al mismo tiempo, este mismo paradigma ecologista nos obliga a reconsiderar algunos aspectos culturales del marxismo revolucionario, tanto en el plano teórico (el conjunto de conceptos y categorías que nos ayudan a explicar la realidad) como el político (el conjunto de valores compartidos en la tradición comunista). La problemática ecologista pertenece a lo que Manuel Sacristán llamó los “nuevos problemas posleninianos”, esto es, al elenco de contradicciones que las generaciones precedentes de la tradición marxista no podían contemplar, por no haberse desarrollado en el plano real con suficiente claridad hasta bien entrado el siglo XX.

Hasta los años setenta, la concepción del socialismo se hallaba anclada en la concepción marxiana de la resolución, por su propio desarrollo, de la tendencia al choque entre el desarrollo incesante de las fuerzas productivas y el marco de relaciones sociales (privativas) de producción. El socialismo era concebido, así, como una liberación vía socialización de las fuerzas productivas respecto de la sociedad de clases que las maniata en el presente, actualmente obligadas a ser puestas al servicio de una minoría. Libres de dicho encadenamiento, éstas podrían al fin servir al conjunto de la sociedad dando lugar, en suma, a una sociedad de la abundancia donde cada uno recibiría en función de sus necesidades.

Manuel Sacristán observó que este esquema albergaba un patrón ideológico progresista —compartido también por ciertas formas del anarquismo original—, gestado en el optimismo ilustrado del siglo XVIII y trasvasado filosóficamente a Marx a través de la confianza hegeliana en las leyes objetivas del desarrollo histórico. La ceguera inicial del marxismo ante el problema ecológico se debió en parte a dicho esquema mental. Si bien esta parte de la teoría marxiana del cambio social mantiene su vigencia teórica, esto es, su capacidad explicativa de la realidad (el hecho de que el desarrollo de las fuerzas productivas ha sido hasta hoy el factor principal de transformación de las relaciones sociales), en cambio como cultura política resulta nefasta. ¿Por qué? Porque la catástrofe ecológica (como también, por cierto, la escalada bélica) nos muestra que el desarrollo de las fuerzas productivas no tiene por qué tener un desenlace progresista: puede ser reaccionario o incluso catastrófico. Es más, todo parece apuntar en este sentido.

En una parte importante de los textos centrales de Marx (si bien no en todos, especialmente en sus últimos trabajos sobre Rusia) se puede rastrear este particular determinismo, heredado de la idea hegeliana de que los acontecimientos se producen con logicidad interna. Para Sacristán, continuar la tradición revolucionaria marxista debe pasar por el abandono de este esquema dialéctico hegeliano de filosofía de la historia. Frente al objetivismo de raíz hegeliana, la nueva política revolucionaria apuntaría a fortalecer el elemento subjetivo, en el sentido de potenciar al sujeto social protagonista del cambio. Un giro, por cierto, que podemos emparentar con las reacciones de Lukács, Gramsci o Lenin en sus esfuerzos por recuperar el alma revolucionaria del marxismo frente a la esclerotización socialdemócrata de su tiempo, o que podríamos poner en diálogo con las tesis de Benjamin.

El abandono de la dialéctica puramente negativa de Hegel, de esta logicidad del pensamiento hegeliano que opera a través de la dinámica interna de la negación y que ha dado lugar a considerar que el progreso en la historia avanza por su “lado malo”, abre el camino para una dialéctica que combine al mismo tiempo elementos de positividad y negatividad. No se trata ya, dirá Sacristán, de desarrollar las fuerzas productivas (renombradas por él como fuerzas productivo-destructivas), sino de desarrollarlas, paralizarlas o hacerlas retroceder selectivamente. La idea de “selección” implica que las contradicciones de carácter ecológico no pueden ser resolubles por su propio desarrollo, al estilo hegeliano, sino mediante la creación de un marco en que puedan dirimirse sin catástrofe. Una política socialista ecológica requiere, por tanto, una dialéctica de la positividad y la negatividad, posible desde una cultura política basada en la ética de la mesotés aristotélica, la mesura frente a la hybris.

En ¿Comunismo sin crecimiento?, Wolfgang Harich reformuló de manera pionera el proyecto socialista a partir de las conclusiones del mencionado Informe al Club de Roma sobre los Límites del Crecimiento, formulando la idea de un socialismo homeostático, sin crecimiento, cuya tarea central sería poner en práctica medidas globales de racionamiento. El problema es que esta tarea, inexcusable, implica graves dificultades de carácter estratégico para el movimiento socialista.

3.

La primera reacción de la izquierda ante el desafío ecológico, hace 50 años, no fue precisamente de alborozo. No es tarea sencilla que las clases a quienes se ha negado históricamente la capacidad de consumo encabecen un movimiento dirigido a su restricción. El viejo Lukács observó en sus Conversaciones de 1966 que la evolución de la sociedad industrial moderna correspondiente al capitalismo tardío creaba una novedad —anticipada por Marx—: el hecho de que el antagonismo de clase no descansa ya en la plusvalía absoluta, sino en la relativa. Esto daba lugar a una batalla por la conquista y manipulación del ocio de la clase trabajadora, dirigido a impedir que el tiempo libre pueda tornarse en una actividad satisfactoria y a convertirlo, por el contrario, en un tiempo para satisfacer la industria de bienes de consumo ligada a una ideología conformista del placer. El viejo Lukács observaba que la nueva situación exigía, desde un cierto punto de vista, volver a empezar. Para la cual, decía, no cabría esperar meses, sino decenios.

Sin embargo, nuestra catástrofe actual es que no contamos ya con estos decenios. Y, por otro lado, no existen razones para dejar de considerar que el sujeto revolucionario sólo puede seguir siendo la clase trabajadora. Frente a intentos de sustitución de dicha centralidad del sujeto político como los que practicó Rudolf Bahro, quien apostó por encontrar un agente del cambio en las clases de técnicos y profesionales en alianza con humanistas críticos y otros sectores ilustrados de la población, Sacristán consideró que esa tesis es inimaginable porque dichas clases son no sólo minoritarias, sino que además no son las más perjudicadas por la problemática ecológica. Pueden incluso beneficiarse de los productos técnicos del capitalismo actual y rehuir, al mismo tiempo, las peores consecuencias ecológico-sociales de su producción. Frente a ellos, la clase trabajadora se presenta como la clase social más imprescindible para la supervivencia de la especie. Es en la positividad de dicha clase donde se fundamenta su carácter protagónico del cambio social.

Si asumimos estos factores, construir una estrategia política ecologista y revolucionaria, con los estrechos márgenes temporales con que contamos, se antoja de extrema dificultad. Sin embargo, la dificultad del camino no es motivo para su abandono. Especialmente si se tienen en cuenta las consecuencias de la derrota, que pueden desembocar en una tragedia al corto plazo para la mayoría de la población.

Una clave fundamental en esta estrategia debe consistir en la asunción de que la lucha debe tener un formato capilar, de penetración y diálogo en y con las clases sociales dominadas con objeto de desarrollar una cultura alternativa a la dominante, siguiendo la intuición del viejo Lukács. Se trata, por tanto, de un marco gramsciano de guerra de trincheras culturales, de edificación de un nuevo ethos poscapitalista, una nueva cultura material de vida, que comience a hacerse hueco ya desde el presente. Esta estrategia se hace aún más urgente al percibir que de lo que se trata es de vertebrar todo un modelo de satisfacción de deseos y necesidades frente a la tendencia capitalista al consumo, en una línea que puede ponerse en diálogo crítico con el programa de Ágnes Heller de identificar las necesidades radicales del ser humano, uno de los intentos serios de asimilar el pensamiento ecológico en el marxismo.

Una dificultad manifiesta en esta estrategia es la dependencia actual de la izquierda política de las tácticas institucionalistas y electoralistas. La (en este momento) imprescindible participación en procesos electorales impone un coste derivado de lógicas externas a la propia izquierda, impuestas desde el marco político dominante, de los cuales destaco dos: la asunción de marcos discursivos hegemónicos y la centralidad política del cargo público en detrimento del cuadro sindical, el activista social o el militante base, entre otros. Ambas imposiciones suponen “frenos de mano” a cualquier intento serio de vertebrar una cultura alternativa a la hegemónica. Quizá éste sea el motivo por el que los documentos políticos de las organizaciones de izquierda terminen convirtiéndose, congreso tras congreso, asamblea tras asamblea, en meras declaraciones de intenciones.

La asunción de marcos discursivos hegemónicos, en el terreno de la ecología, no implica solamente la dificultad de transmitir medidas de control del consumo en el marco de una sociedad capitalista que hace de la ideología consumista su principal fuente de legitimidad. Implica también —y este asunto me parece que no ha sido suficientemente discutido— asumir medidas puramente reformistas frente a la catástrofe ecológica. Ejemplos de este asunto son la apuesta por sustituir el coche de gasolina por el eléctrico, o la imposición de tasas en todas las vías rápidas para desincentivar el consumo energético en el automóvil privado. No sólo se trata de una vía timorata e insuficiente, incapaz de solucionar la magnitud de los problemas ecológicos que hoy tenemos delante, sino que además contiene el riesgo de crear una reacción popular antiecológica que nos sitúa en el extremo contrario de nuestros objetivos deseados. Dichas medidas vienen impuestas por nuestra incapacidad de romper con el marco económico, político y mental dominante: son la versión “verde” de la socialdemocracia, incapaz de alterar la estructura de propiedad del presente. Planteado en otros términos: tras la fórmula de “quien contamina, paga” se esconde su formulación reversa: “si pagas, puedes contaminar”. Este tipo de medidas, de una naturaleza similar a los impuestos a la contaminación, parece que, más que evitar la polución proponen tasarla para, con lo recaudado, invertir en la recuperación ambiental. Un rodeo innecesario con consecuencias ideológico-culturales muy peligrosas para la mayoría de la población.

Frente a este tipo de medidas, nuestra experiencia reciente con la pandemia del COVID-19 nos ha enseñado una lección que a mi juicio convendría debatir en profundidad. Esta lección consiste, a mi modo de parecer, en que la población está dispuesta a aceptar medidas excepcionales que implican un cambio radical de hábitos, siempre que se realice con dos características: que sea socialmente equitativa y que se encuentre científica y racionalmente justificada. En España, la población mayoritariamente aceptó, en 24 horas, una reclusión domiciliaria masiva durante meses y la ausencia total de contacto físico fuera del núcleo familiar, seguida de toques de queda durante más de un año. Los movimientos contrarios a estas medidas, protagonizados principalmente por sectores de extrema derecha, fueron insignificantes. Creo que la razón de la súbita aceptación de estas medidas por parte de la población se fundamenta en las dos características antes señaladas: una campaña permanente de información por parte del gobierno acerca de los riesgos mortales del virus, y el hecho de que las medidas de confinamiento eran idénticas para toda la población. Es evidente que las sanciones coercitivas fueron —como lo son en cualquier sociedad del presente— un elemento clave en el cumplimiento de dichas medidas. Pero, como nos enseña Gramsci, la fuerza sin consenso no es suficiente. A mi juicio, el consenso social desarrollado durante el tiempo de pandemia nos puede indicar cómo actuar en tiempos de catástrofe ecológica.

Evidentemente, las fuerzas alternativas no contamos con el aparato mediático-institucional con el que cuenta el bloque hegemónico. Nuestra debilidad, acrecentada durante décadas de derrota del movimiento obrero, nos impone construir nuestra fuerza desde posiciones muy minoritarias. Ahora bien: el tipo de discurso, práctica y propuestas que realicemos pueden determinar el acierto de la estrategia.

En este sentido, me parece de interés recuperar la propuesta de Harich de declarar bienes de uso y consumo objetivamente antisocialistas y anticomunistas. Es decir: hay bienes que, debido a los límites de nuestro planeta, son sencillamente no universalizables. Estos bienes deben ser fuertemente restringidos, no por una política fiscal que los convierta en bienes de lujo de unas clases privilegiadas, sino por ser controlados y empleados al servicio de la necesidad social. Del mismo modo que, durante el confinamiento del COVID-19, algunos sectores productivos salían a trabajar —por considerarse sectores esenciales— y otros no.

Edificar un nuevo consenso social en torno al empleo racional de recursos menguantes, que prime la relación entre el humano y la naturaleza frente al escenario de catástrofe que hoy vivimos, no es tarea imposible. Pero sólo será factible rompiendo con los marcos del modelo actual. Reproducir acríticamente la parte “más verde” de las pseudopropuestas del capitalismo sólo conllevará a reproducir el capitalismo. Con el riesgo para la especie que esto implica.

Un último aspecto. Termino estas líneas en Salamanca, en pantalón corto, en el octubre más caluroso desde que existen registros. Lamentablemente, todos los signos de aceleración de la destrucción ecológica que hoy son visibles, quedan sepultados para la mayor parte de la conciencia colectiva, en lo que los historiadores del futuro observarán como una de las mayores disonancias cognitivas colectivas de la historia. Sin embargo, esto no tiene por qué permanecer inalterado. Lenin observó que, en ocasiones, la historia se acelera, como si el tiempo se dilatara y en unos meses se produjeran eventos que en condiciones normales tardarían décadas en ocurrir. Los sucesos posteriores a la crisis de 2008-2014 en España, o los eventos políticos de México de los últimos años, parecen confirmar esta visión heterogénea del tiempo histórico. Llevado al tema que nos ocupa, es probable que dentro de muy poco ya no seamos los ecosocialistas los que tengamos que integrar en nuestros programas propuestas incómodas para la clase trabajadora. Como expusimos Antonio J. Antón, Patricia Castro y yo mismo en una carta abierta al XXI Congreso del Partido Comunista de España en 2022, ya empieza a hacerse patente que son las clases dominantes las que en la propia realidad cotidiana comienzan a decretar medidas de racionamiento para las familias trabajadoras. En suma, ya no seremos nosotros los encargados de las malas noticias: será la propia realidad la que imponga la necesidad de dar respuesta urgente a la catástrofe ecológica.

En sí mismo, esto no es una buena noticia. Implica que el escenario de guerras, inestabilidad política, tensiones y migraciones irá en aumento. Y la historia nos ha enseñado que una crisis puede ser el escenario de una revolución, pero también puede ser su sepulturera. El factor subjetivo que mencionábamos antes será determinante. Este escenario, que ya ha comenzado, deberá encontrar una izquierda organizada y sólida, capaz de aportar un marco político creíble compartido a grandes rasgos por amplias capas de la población.

Fuente: Revista Común, 16-10-2023 (https://revistacomun.com/blog/tres-notas-sobre-marxismo-y-ecologia/)

Imagen de portada: Jessa.

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