E. P. Thompson vio cómo se deshacía la clase obrera
Ingar Solty
Algunas personas son influyentes pero no brillantes. Otras son brillantes pero pasan desapercibidas toda su vida. Ni lo uno ni lo otro le ocurrió a Edward Palmer Thompson. En el Índice de Citas de Artes y Humanidades, el historiador marxista británico fue uno de los «100 autores más citados del siglo XX en todos los campos» entre 1976 y 1983. Incluso en vida, muchos hablaban de una «visión thompsoniana» de la historia social.
Es fácil ver por qué. Thompson se desarrolló intelectualmente en el grupo de historiadores comunistas británicos, al que se atribuye ampliamente haber revolucionado internacionalmente la profesión de historiador. Según Perry Anderson, incluso allanó el camino para la hegemonía anglófona en el marxismo occidental. En su obra fundamental de 1963, The Making of the English Working Class, que su íntimo amigo Eric Hobsbawm describió como un «volcán histórico» en erupción, Thompson había desarrollado su concepción de la clase como «historia desde abajo». Detectando un «hegelianismo no reconstruido» en los Grundrisse de Marx que convertía al capital en sujeto de la historia, Thompson argumentó que El capital no era una obra de historia (y que en años posteriores incluso Friedrich Engels había comprendido que carecía de un carácter suficientemente histórico).
Thompson observó «un verdadero silencio» en Marx respecto a la historia real del capitalismo, en tanto que incrustada en la política, el derecho, la ideología y formas culturales como los sistemas de valores. Thompson se volvió contra el uso predominante de la metáfora «base-superestructura» de Marx y contra la distinción analítica de Georg Lukács de «clase en sí» y «clase para sí», que consideraba problemáticas. En su lugar, Thompson definió la clase como el proceso de desarrollo de la conciencia de clase.
Esto llevó a Thompson al antagonismo con otro pensador marxista contemporáneo seminal, Louis Althusser. Este filósofo francés criticó duramente el humanismo marxista al que Thompson pretendía volver, y argumentó que la historia era un «proceso sin sujeto».
En su ensayo de 1978 Miseria de la teoría, dirigido contra Althusser, Thompson defendió la «lógica histórica» y el enfoque teórico del conocimiento histórico. Reconocía que los historiadores marxistas estaban «en deuda, por ciertos conceptos, con una teoría marxista general que se extiende hacia los marxistas que trabajan en otros campos y se basa en sus descubrimientos». Con sus «difíciles pero aún creativas» «categorías provisionales», argumentó, «el marxismo nos ha proporcionado un vocabulario universal»: «[S]i existe un terreno común para todas las prácticas marxistas, debe estar donde el propio Marx lo situó, en el materialismo histórico. Este es el terreno del que surge toda teoría marxista y al que debe volver al final».
Sin embargo, el estructuralismo francés de Althusser, al igual que otras corrientes como el marxismo de derivación estatalista de Alemania Occidental (que pretendía derivar conceptualmente el Estado, la ley, la ideología, etc. de la sociedad burguesa de las relaciones económicas capitalistas), había llevado al extremo una tendencia, ya presente en Marx y Engels, a fundir la historia real en leyes abstractas. Thompson se burló de «los absurdos a los que se ha llevado este error en la obra de Althusser y sus colegas, es decir, los absurdos de cierto tipo de estructuralismo “marxista” estático autocirculante».
¿Tenía razón Thompson?
Más tarde, algunos que simpatizaban con Thompson, como Perry Anderson y Ellen Meiksins Wood, consideraron exageradas sus críticas a Althusser. Dos años después de la publicación de Miseria de la teoría, Anderson intentó una salvación a medias de Althusser y Étienne Balibar en sus Argumentos dentro del marxismo inglés. Para Anderson, la acusación de que los coautores de Para leer El capital habían equiparado el «modo de producción» capitalista, en el que operan las leyes de tendencia de Marx, con la «formación histórico-social» real del capitalismo no estaba justificada. Para él, Althusser y Balibar habían hecho hincapié en esta separación conceptual precisamente porque pretendían problematizar y corregir la «confusión constante en la literatura marxista entre la formación social y su infraestructura económica». Thompson, argumentaba Anderson, «se las había ingeniado para condenar a sus oponentes por un error que ellos fueron los primeros en nombrar».
Más tarde, Meiksins Wood coincidió con la percepción de Anderson, considerando la crítica de Thompson «bastante desacertada». Consideraba que Thompson y Althusser eran dos intentos diferentes de abordar el problema de la «metáfora base/superestructura» de Marx. Para ella, esta última «siempre ha generado más problemas de los que soluciona» debido a su «negación de la agencia humana y a su incapacidad para conceder un lugar adecuado a los factores “superestructurales”, a la conciencia encarnada en la ideología, la cultura o la política». Mientras Thompson perseguía el humanismo marxista como solución, los althusserianos teorizaban una «autonomía relativa» de los diversos «niveles» de la sociedad burguesa y «su interacción mutua», con «un aplazamiento de la determinación por lo “económico” hasta “la última instancia”», erradicando así, con «cierta argucia conceptual», la historia real de la «ciencia de la sociedad».
Sin embargo, Wood también intentó salvar partes de la crítica de Thompson. En La democracia contra el capitalismo escribe que «sigue habiendo un sentido importante en el que Thompson tenía razón», porque la distinción de Althusser y Balibar entre modo de producción y formación social «simplemente reproducía los mismos errores de la metáfora base/superestructura que pretendía corregir». Esto podría decirse en la medida en que su «concepto “modo de producción” (…) constituye la base a partir de la cual puede generarse teóricamente una totalidad social: el “capitalismo” en la totalidad de sus relaciones económicas, políticas e ideológicas».
La teoría dinámica y subjetiva de la clase de Thompson
En cierto sentido, el marxismo de Thompson (él prefería el término «materialismo histórico») partía de este punto de escepticismo respecto al modelo base-superestructura. Para él, el «materialismo histórico» expresaba un «sentido de que las ideas y los valores se sitúan en un contexto material, y las necesidades materiales se sitúan en un contexto de normas y expectativas, y se gira en torno a este objeto de investigación social de múltiples facetas. Desde un aspecto es un modo de producción, desde otro una forma de vida». Con esto en mente, Thompson reclamó una «heurística alternativa de “estructura” y de “proceso”» y se dedicó al efecto de las estructuras en lo procesual.
Thompson definió el proceso histórico como aquel que surge de la acción humana colectiva:
Toda acción está en relación con otras, del mismo modo que el individuo está generalmente mediado (a través del mercado, las relaciones de poder y subordinación, etc.). En la medida en que estas acciones y relaciones dan lugar a cambios, que se convierten en objeto de indagación racional, podemos definir esta suma como proceso histórico: es decir, prácticas ordenadas y estructuradas de forma racional (…).
Hoy en día, el concepto de making de Thompson [N. de la T.: traducido al español como «formación»] se utiliza ampliamente, desde los estudios de Beverly Silver sobre el «hacer», «deshacer» y «rehacer» de la clase obrera mundial hasta Making of Global Capitalism de Leo Panitch y Sam Gindin. Esto no era así cuando se publicó el libro de Thompson, de ahí que su prólogo explique que su título utiliza la palabra making porque «es un estudio sobre un proceso activo (…). La clase obrera no salió como el sol a una hora señalada. Estuvo presente en su propia creación».
En su libro, Thompson escribió contra dos concepciones de la clase: dentro del marxismo, contra la dicotomía «clase en sí/para sí» de Georg Lukács, y más allá de wsta, contra la ciencia burguesa. Thompson argumentó contra el concepto de clase de Lukács y contra los althusserianos y el vanguardismo leninista que tendía a serles inherente:
Existe hoy una tentación siempre presente de suponer que la clase es una cosa. Esto no era lo que Marx quería decir, en su propio escrito histórico, y sin embargo el error vicia gran parte de los escritos «marxistas» de hoy en día. Se supone que «eso», la clase obrera, tiene una existencia real, que puede definirse casi matemáticamente: tantos hombres que se encuentran en una determinada relación con los medios de producción. Una vez asumido esto, es posible deducir la conciencia de clase que «eso» debería tener (pero que rara vez tiene) si «eso» fuera debidamente consciente de su propia posición y de sus intereses reales. Existe una superestructura cultural a través de la cual este reconocimiento amanece de forma ineficaz. Estos «retrasos» y distorsiones culturales son una molestia, por lo que es fácil pasar de esto a alguna teoría de sustitución: el partido, la secta o el teórico, que revelan la conciencia de clase, no como es, sino como debería ser.
Al mismo tiempo, Thompson arremetió contra la ciencia burguesa por medio de dos líneas de ataque. En primer lugar, contra las teorías burguesas hegemónicas de la época, como las de Ralf Dahrendorf y la teoría del papel de Talcott Parsons en sociología, que reconocían la existencia de clases pero perseguían el objetivo inmanente de adaptar las «quejas» de los trabajadores asalariados al sistema. En segundo lugar, escribió contra el positivismo sociológico, que, al ser incapaz de encontrar una clase con identidad colectiva en los estudios cuantitativos transversales de la conciencia de los trabajadores, niega por completo la existencia de clases. Contra ellos escribió Thompson:
Pero un error similar se comete a diario al otro lado de la línea divisoria ideológica. En una forma, se trata de una simple negación. Puesto que la burda noción de clase atribuida a Marx puede ser criticada sin dificultad, se asume que cualquier noción de clase es una construcción teórica peyorativa, impuesta sobre la evidencia. Se niega que la clase haya existido en absoluto.
Implícitamente, Thompson se dirigió así también contra las ideas liberales neoclásicas y de derechas en ascenso de Ludwig von Mises y Friedrich August Hayek, que habían criticado el socialismo como una invención engañosa de los intelectuales y no como la expresión ideológica de clases reales que se hicieron a sí mismas en la historia real. Contra el marxismo lukácsiano y las perspectivas burguesas, Thompson definió la clase como
un fenómeno histórico, que unifica una serie de acontecimientos dispares y aparentemente inconexos, tanto en la materia prima de la experiencia como en la conciencia. Insisto en que es un fenómeno histórico. No veo la clase como una «estructura», ni siquiera como una «categoría», sino como algo que de hecho ocurre (y puede demostrarse que ha ocurrido) en las relaciones humanas.
Según Thompson, «la clase la definen los hombres a medida que viven su propia historia y, al final, esta es su única definición». Como argumentó en su ensayo «Las peculiaridades de lo inglés», la clase solo puede observarse a lo largo del tiempo:
Los sociólogos que han detenido la máquina del tiempo y, con una buena dosis de resoplidos conceptuales, han bajado a la sala de máquinas a mirar, nos dicen que en ninguna parte han sido capaces de localizar y clasificar una clase. Solo pueden encontrar una multitud de personas con diferentes ocupaciones, ingresos, jerarquías y demás. Por supuesto que tienen razón, ya que la clase no es tal o cual parte de la máquina, sino la forma en que la máquina funciona una vez que se pone en marcha —no este interés y aquel interés, sino la fricción de intereses—, el movimiento en sí, el calor, el ruido atronador. La clase es una formación social y cultural (que a menudo encuentra una expresión institucional) que no puede definirse de forma abstracta o aislada, sino solo en términos de relación con otras clases; y, en última instancia, la definición solo puede hacerse en el medio del tiempo, es decir, acción y reacción, cambio y conflicto (…). La clase en sí no es una cosa, es un acontecimiento».
En este sentido, la teoría de Thompson puede entenderse como una teoría de clase dinámica y subjetiva:
La clase sucede cuando algunos hombres, como resultado de experiencias comunes (heredadas o compartidas), sienten y articulan la identidad de sus intereses entre sí y frente a otros hombres cuyos intereses son distintos (y normalmente opuestos) a los suyos. La experiencia de clase está determinada en gran medida por las relaciones productivas en las que los hombres nacen o entran involuntariamente. La conciencia de clase es la forma en que estas experiencias se manejan en términos culturales: plasmadas en tradiciones, sistemas de valores, ideas y formas institucionales. Si la experiencia aparece como determinada, la conciencia de clase no lo hace.
El sociólogo histórico thompsoniano de Alemania Occidental, Michael Vester, describió así el «surgimiento del proletariado» como un «proceso de aprendizaje». Según Thompson, en Inglaterra este proceso finalizó entre 1780 y 1832, en la medida en que «la mayoría de los trabajadores ingleses llegaron a sentir una identidad de intereses entre sí y frente a sus gobernantes y patronos».
Con esta teoría de clase, Thompson se volvió contra tres ortodoxias. En primer lugar, contra el fabianismo burgués-socialista, que veía a la clase obrera como mera «víctima pasiva del capitalismo del laissez-faire» y, por tanto, la miraba con paternalismo. En segundo lugar, contra los planteamientos burgueses que ven a la clase obrera solo como «fuerza de trabajo, como emigrantes o como datos de series estadísticas». Ambos convertían a la clase obrera en pasiva e ignoraban su agencia y su eficacia histórica, así como sus luchas por lo que el psicólogo crítico Klaus Holzkamp conceptualizó como «capacidad de agencia». Thompson, en cambio, quería rehabilitar a la clase obrera como sujetos actuantes de su propia historia. Esto significaba «historia desde abajo» en el sentido más enfático: Thompson era un demócrata radical más allá del dominio de la élite liberal, más allá de la nueva «crítica crítica» de la Escuela de Frankfurt y más allá del vanguardismo leninista y a menudo sectario.
En tercer lugar, Thompson se opuso a lo que denominó la «ortodoxia del “Progreso del Peregrino”», en la que la erudición se centraba en la historia temprana del movimiento obrero que estudiaba, con el fin de identificar a supuestos «precursores: pioneros del Estado del Bienestar, progenitores de una Commonwealth Socialista o (más recientemente) primeros ejemplares de relaciones industriales racionales». Para Thompson, este enfoque, que piensa e interpreta la historia desde su final, como si tuviera que ocurrir así, es problemático. Sin duda, esto dobla la historia tal y como ocurrió realmente para adaptarla a los conceptos y relaciones de poder del presente. Pero para Thompson, con un espíritu que recuerda al de Walter Benjamin, también pasa por alto los «callejones sin salida, las causas perdidas y los propios perdedores». Por el contrario, se esforzó por «rescatar al pobre tejedor de medias, al tundidor ludita, al “obsoleto” tejedor en telar manual, al artesano “utópico” e incluso al iluso seguidor de Joanna Southcott de la enorme prepotencia de la posteridad».
Thompson volvía así a la vena romántico-poética del principio de su carrera intelectual, que había dado lugar a su primer libro, William Morris: de romántico a revolucionario:
Puede que sus oficios y tradiciones estuvieran muriendo. Su hostilidad hacia el nuevo industrialismo puede haber sido retrógrada. Sus ideales comunitarios pueden haber sido fantasías. Sus conspiraciones insurreccionales pueden haber sido temerarias. Pero ellos vivieron esos tiempos de agudos disturbios sociales, y nosotros no. Sus aspiraciones eran válidas desde el punto de vista de su propia experiencia; y, si fueron víctimas de la historia, permanecen, condenados en sus propias vidas, como víctimas.
También fue en este sentido en el que el estudio sobre William Blake publicado póstumamente por Thompson —en contra de la investigación sobre Blake predominante— reconoció en la obra lírica del poeta romántico el intento de rechazar «la menor complicidad con el reino de la bestia», el capitalismo industrial moderno.
Aun así, el hecho de que Thompson se centre en las luchas defensivas históricamente fracasadas también se debe a una forma sistemática de pensar la clase. Se justifica por el hecho de que —como también ha demostrado Beverly J. Silver con espíritu thompsoniano— las grandes oleadas de luchas obreras de la historia han estado muy a menudo vinculadas a medidas de automatización por parte del capital. Incluso si, históricamente, estas solían acabar en derrota y «no podían detener una mayor mecanización y el consiguiente descenso de los salarios», tuvieron sin embargo un impacto en el desarrollo de la conciencia de clase porque, según Thompson, su surgimiento no podía imaginarse sin las correspondientes luchas de clase.
En esto, Thompson se basó en la idea de Marx de la revolución que crea a los revolucionarios. En su ensayo «La sociedad inglesa del siglo XVIII: ¿Lucha de clases sin clases?» escribe: «Los protagonistas de la lucha de clases se descubren a sí mismos como clases en el curso de la lucha». En su opinión, «se ha prestado demasiada atención teórica al término “clase”, (en su mayor parte bastante obviamente ahistórica), pero muy poca al término “lucha de clases”». Esto, pensaba, era problemático porque este último es «el concepto más universal».
El argumento de Thompson sobre la naturaleza política de la clase podía verse en acción en la disputa con el influyente filósofo polaco Leszek Kołakowski. En unas notas preparatorias para la conferencia «¿Hay algo malo en la idea socialista?», el disidente Kołakowski, que vivía en Occidente desde 1968, había escrito: «Imaginemos lo que significaría la “dictadura del proletariado” si la clase obrera (real, no imaginaria) se hiciera con el poder político exclusivo ahora en Estados Unidos». Thompson respondió:
El absurdo de la pregunta parece (en tu opinión) proporcionar su propia respuesta. Pero dudo que hayas dedicado a la pregunta un momento de imaginación histórica seria: simplemente has supuesto una clase obrera blanca, socializada por las instituciones capitalistas tal y como es ahora, mistificada por los medios de comunicación tal y como es ahora, estructurada en organizaciones competitivas tal y como es ahora, sin autoactividad ni formas propias de expresión política: es decir, una clase obrera con todos los atributos de sujeción dentro de las estructuras capitalistas que luego uno «imagina» para alcanzar el poder sin cambiar ni esas estructuras ni a sí misma: lo cual es, me temo, un ejemplo típico de la fijeza de conceptos que caracteriza a gran parte de la ideología capitalista.
Influencia contemporánea
La teoría de clases dinámica y subjetiva de Thompson sirvió como espíritu rector de muchos movimientos de pensamiento marxista. Era compatible con diversos enfoques internacionales del marxismo. En particular, era fácilmente adaptable al operaísmo italiano, que, respirando constantemente optimismo histórico, consideraba sistemáticamente el análisis social desde la perspectiva de la agencia, la autoemancipación y la eficacia histórica de la clase obrera y las estrategias del capital para impedirlo. También sirvió de inspiración para el libro seminal de Frank Deppe de 1981, Einheit und Spaltung der Arbeiterklasse, en el que argumentaba que la división, y no la unidad, es característica típica de la existencia de la clase obrera.
No hay que exagerar el contraste de Thompson con el estructuralismo francés. Así como la controversia Miliband-Poulantzas sobre el Estado capitalista fue, según Clyde W. Barrow, un debate sobre metodología, este enfrentamiento fue también como una controversia disciplinaria entre la historiografía marxista y la filosofía. Esto también se muestra en el hecho de que la obra tardía de Nicos Poulantzas, a quien Thompson había atacado duramente junto a su maestro Althusser, guarda paralelismos con sus propias ideas.
Así, en su principal (y última) obra Estado, poder y socialismo (1978), el teórico del Estado greco-francés también describe la fragmentación de la clase obrera como el estado normal de las cosas, que solo puede superarse mediante la lucha de clases. Poulantzas lo hace con el concepto de «individualización». No solo los trabajadores compiten entre sí en el mercado capitalista, sino que el Estado, cuya función es organizar a la clase dominante y desorganizar a las clases dominadas, los une en sus aparatos estatales mediante mecanismos de jerarquización como los grados escolares y los títulos educativos, y barreras como los títulos de acceso a la universidad, etc. Esto duplica la competencia objetiva en el mercado laboral, que solo puede eliminarse mediante esfuerzos extremos de organización en grupos de interés sindicales y partidos socialistas de clase.
Uno de los enfoques teóricos más fructíferos del marxismo actual, que inspiró a Thompson, es el «enfoque de los recursos de poder». Este fue desarrollado originalmente por Silver en relación con la herencia teórica operaísta y, a partir de entonces, fue transformado y perfeccionado por Klaus Dörre y otros en la Universidad alemana de Jena. En Fuerzas de trabajo (2003), Silver examinó cómo el intento constante del capital de socavar los recursos de poder existentes de la clase obrera y su resistencia a ello —que Silver, inspirándose en Thompson, denomina «descontento laboral»— impulsa la transformación constante de las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Como tal, afecta y corroe los recursos de poder de la clase obrera: «poder de mercado» (resultante de la rigidez de los mercados laborales), «poder de negociación en el lugar de trabajo» (que emana de la ubicación estructural de los trabajadores en la producción) y «poder de asociación» (resultante de la organización y densidad de los sindicatos).
Restableciendo un análisis estructural del modo de producción capitalista, Silver añadió así el concepto de «deshacer la clase» [unmaking] al concepto de «hacer la clase», esencial para comprender la crisis histórica del movimiento obrero (occidental) en las condiciones del capitalismo global. Y sin embargo, la globalización neoliberal crea, a veces como consecuencias imprevistas de las estrategias del capital, recursos de poder de los trabajadores y «descontento laboral». Tomemos, por ejemplo, las condiciones de la producción «just-in-time», que hacían más vulnerable al capital y más prometedoras las disputas laborales en la logística, mientras que hoy el cambio a la producción «just-in-time» vuelve a reestructurar las condiciones para el activismo laboral.
¿Volviendo al tema, pero alejándose del marxismo?
Aún así, no todo el mundo estaba entusiasmado con la enemistad de Thompson con Althusser. Una década después de la muerte de Thompson, Hobsbawm escribió en su autobiografía que le había dicho que era «casi un crimen por su parte abandonar su trabajo histórico, que posiblemente haría época, para trabajar con un pensador que dentro de diez años ya no tendría ninguna influencia». Sin embargo, el sociólogo alemán Jürgen Ritsert apoyó la idea de que «la influencia del llamado “marxismo estructuralista” de algunos teóricos franceses» era «tan fuerte» que Thompson tenía razón al sentirse «obligado a escribir una polémica contra lo que temía que fuera una miseria estructuralista de la teoría».
Su acierto también queda demostrado por el hecho de que la abstracción teórica de la escuela de Althusser cobró vida propia en las décadas posteriores y se desvinculó no solo de la realidad histórica y del análisis social (estructural), sino también de la práctica política en general, por no hablar del movimiento obrero. Como esteticismo radical-chic de las «teorías barrocas» (según el término de John Sanbonmatsu) —Jacques Lacan, Jacques Rancière, Michel Foucault, Gilles Deleuze, y también Jean-François Lyotard, Jean Baudrillard, Jean-Luc Nancy—, prevaleció no obstante en el mundo académico. El «giro lingüístico» era sin duda inherente a ello.
Al mismo tiempo, la retirada de las cuestiones de economía política, marxista o no, y el giro hacia la cultura en el marxismo occidental —en la Escuela de Frankfurt, en la recepción de Antonio Gramsci a mediados y finales de los 60, en Stuart Hall y también en Thompson— ya habían sido una expresión de derrotas históricas subjetivas (en 1933 contra el fascismo, después de 1945 contra la hegemonía anticomunista). Los economistas marxistas como Paul Sweezy o Ernest Mandel solían ser una excepción. El «giro culturalista» pretendía explicar por qué había fracasado la revolución basada en la clase obrera.
Los teóricos se volvieron hacia la cultura para comprender por qué el capitalismo parecía tan insoportablemente estable y cómo se reproducía. El «giro culturalista» formaba parte de —y él mismo reforzaba— el malentendido generalizado de una integración más o menos completa de la clase obrera en el capitalismo y el silenciamiento del antagonismo capital-trabajo, ya fuera a través de los aparatos administrativos estatales en combinación con los medios de comunicación de masas de la industria cultural (publicidad, cine, televisión, cultura pop), como en la Escuela de Frankfurt; mediante la combinación de aparatos estatales represivos y aparatos estatales ideológicos, entre los que el estructuralista francés contaba incluso a los sindicatos, como en Althusser o, como en Foucault, el poder «cuasifascista» que se infiltraba en los sujetos y las relaciones interpersonales y destruía la «gran narrativa» del socialismo y los socialistas que se apoderaban del Estado, entendido como una forma de macropoder.
El abandono de la economía política hizo más posible que los teóricos radicales de izquierdas confundieran las condiciones históricas específicas del fordismo bajo la regulación keynesiana, que permitió temporalmente unas tasas de beneficios récord y unos salarios reales históricamente crecientes, con las condiciones generales de la sociedad capitalista desarrollada. Junto con la cultura, esto se percibía como el pegamento que lo mantenía todo unido y se suponía que explicaba la estabilidad de las relaciones de poder capitalistas.
Sin embargo, como todos los teóricos de la izquierda radical seguían insatisfechos con el statu quo y rechazaban fundamentalmente las condiciones existentes, el «anhelo de algo completamente diferente» (Max Horkheimer) y la necesidad de una unidad de teoría y práctica y de cambio social seguían existiendo, sobre todo entre los que Alain Lipietz denominó los «hijos rebeldes de Althusser», o en los discípulos orientados a la práctica de Theodor Adorno, como Hans-Jürgen Krahl y Jürgen Habermas.
En un principio, este deseo de cambio recurrió a estrategias de grupos marginales: los hippies que se rebelaban contra la ética del trabajo capitalista en Herbert Marcuse; los enfermos mentales, los presos, los pequeños delincuentes y las minorías sexuales en Foucault (y Pier Paolo Pasolini); la razón comunicativa del intelectual ilustrado en los propios Adorno y Horkheimer. La oportunidad de tal orientación práctica a mayor escala surgió de la «epifanía» de 1968, con la que Barrow explicó el giro «posestructuralista» de Poulantzas de Poder político y clases sociales en el estado capitalista (1968) a Estado, poder y socialismo (1978). Otros teóricos de referencia del «marxismo cultural» también tuvieron esta gran experiencia de despertar, en particular Marcuse, que abandonó su teoría del hombre unidimensional en el antagonismo inmovilizado de la sociedad en favor de las consideraciones práctico-políticas de su libro Contrarrevolución y revuelta.
El «Primero de Mayo parisino», pero también las huelgas salvajes en Alemania Occidental, habían demostrado que la sociedad «tardocapitalista» distaba mucho de estar exenta de contradicciones, y que el antagonismo capital-trabajo no había sido reemplazado por factores e instituciones políticas, ideológicas y culturales. La izquierda tradicional de orientación más político-económica de los partidos comunistas occidentales, tachada de «reformista» por la izquierda radical, veía a 1968 esencialmente como el agotamiento del potencial de desarrollo del capitalismo de posguerra y una cierta intensificación de los conflictos de clase y distributivos como resultado de la recesión y el desempleo masivo.
Sin embargo, las diversas corrientes «culturalistas» y correspondientemente elitistas-vanguardistas de la izquierda radical interpretaron a 1968 como una «revolución mundial» de París a Praga, de California a Vietnam. Para estos últimos, que tenían una orientación mucho más académica, esta impresión pudo surgir —incluso como una experiencia de despertar— precisamente porque hasta entonces habían declarado la práctica en gran medida imposible. Sugirieron que «el sistema» solo podría cambiarse, si acaso, desde «el exterior» mediante una especie de acto revolucionario de «grupos marginales» vanguardistas, un cambio en la «conciencia de las masas» (el «factor subjetivo»), o por una fuerza externa, como los «pueblos luchadores» de los países en desarrollo a los que los maoístas identificaban como el «sujeto revolucionario».
Inevitablemente, todo esto estaba vinculado a conceptos implícitos de vanguardia, que a su vez tenían sus raíces culturales en los medios estudiantiles y en las ideas del «Hombre Nuevo» de la revolución cultural de los años 60. Básicamente, estas corrientes encarnaban a los revanchistas izquierdistas radicales de los «Jóvenes Hegelianos», cuya actitud vanguardista —«¡Si las masas fueran tan ilustradas y estuvieran tan liberadas intelectualmente como nosotros, si se unieran en torno a nosotros, entonces podríamos hacer una verdadera revolución!»— de la que Marx se había burlado llamándola «crítica crítica».
Cuanto más revolucionarios se interpretaban los acontecimientos de 1968 —cuanto más sobrevaloraban los intelectuales radicales de izquierda la importancia de la revuelta de las futuras élites funcionales de la burguesía en las universidades, lo que inevitablemente reflejaba también una sobrevaloración de sus propias capacidades—, más inevitablemente había que considerar 1968 como una derrota.
Mientras que los activistas de los partidos comunistas occidentales de orientación más obrera experimentaron una expansión de su poder de acción en el periodo posterior al 68 (que incluía la política occidental de distensión con la Unión Soviética, el reconocimiento internacional de Alemania Oriental, la democratización de las universidades, el nombramiento de profesores marxistas y nuevos campos de actividad en los sindicatos), las corrientes vanguardistas de las asociaciones estudiantiles se dedicaron, en cambio, a buscar las causas de una derrota percibida. Dentro de estos grupos socialistas, la falta de conexión entre los trabajadores (en huelga) y el movimiento estudiantil de izquierdas se identificó a menudo como la razón de esta derrota. De ahí que las fuerzas de orientación maoísta en particular se dirigieran a las fábricas con mucho ardor como «revolucionarios profesionales» acérrimos.
Al mismo tiempo, la perspectiva práctica (re)adquirida en este espectro se concentró en los movimientos de masas reales y existentes. Cada vez más, esto no significaba sindicatos y luchas en el lugar de trabajo defensivas y en retroceso, sino protestas de masas de la sociedad civil reclutadas principalmente entre la «nueva pequeña burguesía» (Poulantzas), como las luchas en Alemania contra la «Pista Oeste» del aeropuerto de Frankfurt, contra la construcción de centrales nucleares, etc.
Ahora bien, a diferencia de Althusser, el marxismo de Thompson distaba mucho de ser maoísta. Su orientación hacia los movimientos de masas más allá de la fábrica estaba relacionada con el movimiento pacifista británico. La Campaña por el Desarme Nuclear (CND), que él dirigía, también estaba más en conexión directa e histórico-clásica con el movimiento obrero comunista, aunque Thompson fuera un líder en la ruptura con las corrientes unilaterales prosoviéticas. Esto se reflejó en la escisión de la Campaña para el Desarme Nuclear Europeo (END) de la CND, que buscaba una conexión con los movimientos pacifistas de Europa del Este, alimentados (también) por disidentes, como el líder estudiantil de Praga y posterior ministro checo de Asuntos Exteriores y presidente de la Asamblea General de la ONU, Jan Kavan.
Sin embargo, como ha señalado el historiador alemán Bernd Hüttner, existía una conexión entre la «historia desde abajo» de Thompson y el alejamiento de la clase obrera, del análisis de clase y, por tanto, del marxismo. Según Hüttner, la «historia desde abajo» se desarrolló en tres etapas, sobre todo en Alemania. La crítica a las «teorías de la Historia de los grandes hombres» predominantes en los años 50-60, que narraban la historia como el resultado de las decisiones de las élites, condujo —impulsada en parte por la incipiente recepción de la obra de Thompson— a una escisión en la Cumbre de Historiadores de Alemania Occidental («Historikertag») en 1972 y al desarrollo de la «historia como ciencia social histórica» (Hans-Ulrich Wehler), que se dedicó a la historia social, al análisis del capitalismo y al desarrollo dinámico de las clases. Sin embargo, el enfoque de Thompson, que sustituyó la teoría del capitalismo por un análisis centrado en la «agencia», dejó espacio para que dicho análisis se centrara en la agencia de los «nuevos movimientos sociales».
Impulsado por el deseo de identificar al siguiente sujeto histórico del cambio revolucionario o reformista, este desplazamiento de la agencia de la clase obrera a los nuevos movimientos sociales se vio facilitado por dos dinámicas: en primer lugar, la gran mayoría de los (antiguos) revolucionarios del movimiento estudiantil tenían poca relación con el movimiento obrero realmente existente, mientras que los nuevos movimientos sociales estaban impulsados casi exclusivamente por las «clases medias profesionales» a las que pertenecían los propios intelectuales. En segundo lugar, el hecho de que la contrarrevolución neoliberal hubiera aniquilado las masivas oleadas de huelgas defensivas de los años 70 también hacía plausible seguir el desplazamiento de la atención pública hacia los nuevos movimientos sociales, entre otras cosas porque así también se hacían las carreras académicas.
Sin embargo, en el plano teórico, esto reforzó el alejamiento del análisis de las estructuras de la sociedad capitalista, en la medida en que la nueva «historia de la vida cotidiana» («Alltagsgeschichte»), que emanó esencialmente de los nuevos movimientos sociales, había criticado a la «ciencia social histórica», todavía algo estructuralista, por no incluir a los individuos, la vida cotidiana y las pautas individuales de interpretación. Esta individualización epistemológica antiestructuralista era esencialmente una duplicación teórica del aislamiento capitalista del trabajador individual mediante la competencia en el mercado laboral. De este modo, se reforzó y solidificó teóricamente la debilidad económica y política de la clase obrera resultante del neoliberalismo.
Es evidente que la debilidad del trabajo organizado agravó la desigualdad y las injusticias sociales durante el periodo neoliberal. Sin embargo, el alejamiento del análisis estructural y el auge del individualismo epistemológico significaron que los agravios apenas podían abordarse mediante otra cosa que no fuera la política de la identidad. Salvo algunas excepciones, en un principio la clase desapareció casi por completo de la investigación académica y del discurso público. Cuando se reavivó durante la década de 2010, era difícil hacerlo sin una comprensión de la clase como algo más que otra identidad discriminada que necesita «reconocimiento», en lugar de —como la entendían Marx y también Thompson— una relación social basada en la explotación.
Lo que Ellen Meiksins Wood diagnosticó en 1987 como una «retirada de clase» general bajo el impacto de lo que Althusser había denominado «la crisis del marxismo» podía obviamente continuar en la medida en que el giro neoliberal supuso una crisis del movimiento obrero que continúa hasta hoy.
El propio Thompson no se retiró de la clase. Se mantuvo fiel a la investigación marxista y a la política socialista hasta el final de su vida. Pero esto no se aplicó necesariamente a otros a los que había influido. Tanto el «giro culturalista» como el «giro agencial», con los que sin duda se asocia no solo a la segunda, sino también a la primera Nueva Izquierda y, por tanto, también a Thompson, no solo fueron expresión de una derrota histórica subjetiva, sino que abrieron el terreno a un activismo político que, frente a la contrarrevolución neoliberal, se arrojó sobre los nuevos movimientos sociales como actores del cambio social deseado. Se empobreció teóricamente y fue absorbido por los movimientos sociales y proyectos de partido sin teoría ni historia que surgieron de ello a principios de la década de 1980, como los «Verdes», que hicieron pasar su falta de teoría e historia como expresión de una «izquierda no dogmática».
Fue durante la década de 1990, tras el colapso de la URSS, cuando los nuevos movimientos sociales acabaron alcanzando el poder político como parte de gobiernos de centroizquierda o progresistas y trataron de poner en práctica sus objetivos de modernización social, ecológica y cultural. Sin embargo, lo hicieron en un momento en que el movimiento obrero estaba tremendamente debilitado por la acelerada globalización capitalista. En la medida en que ahora la clase obrera carecía de ser la única fuerza, o al menos la más poderosa, capaz de fundamentar materialmente las reivindicaciones feministas o ecologistas, el resultado fue que se consiguieron victorias legales, culturales, discursivas y simbólicas a costa de la necesaria reestructuración ecológica de la economía o de la tan necesaria implantación de guarderías públicas gratuitas, residencias públicas gratuitas para ancianos, etc.
Por el contrario, los planes de privatización y desregulación de Bill Clinton, Tony Blair y Gerhard Schroeder y la transformación de la asistencia social en un estado de «asistencia al trabajo» significaron que las escaleras tradicionales para la movilidad ascendente de la clase trabajadora fueron derribadas. Esto allanó el camino para que los populismos de derechas se aprovecharan de los traicionados. Lo «nuevo» en los Nuevos Demócratas de Clinton, el Nuevo Laborismo de Blair y la Neue Mitte de Schroeder fue derribar a patadas el viejo movimiento social, es decir, el movimiento obrero, y empujar a sus organizaciones a una posición más defensiva frente al capital. Lo que se podía aprender de las limitadas victorias del nuevo movimiento social durante los años 90 de neoliberalismo progresista era que no es posible ningún progreso social real sin el trabajo organizado, y mucho menos contra él.
Sería un terrible idealismo filosófico culpar a Thompson y a la Nueva Izquierda de las derrotas de la clase obrera. Sin embargo, no se puede ignorar que el reflejo teórico de esta derrota fue un alejamiento del análisis de clase, y que esto se facilitó tanto por el giro de los althusserianos hacia un teoricismo cada vez más abstraccionista como por la rebelión de los thompsonianos contra los análisis estructuralistas del capitalismo y la clase.