Un punto de encuentro para las alternativas sociales

El hombre de Gramsci

Marcello Mustè

Lectio magistralis sobre «L’uomo di Gramsci» realitzada en la Sala Conferenze Giacomo Ulivi de Modena el 9 de novembre de 2018 para la inauguración de la «Lettura gramsciana 2018», organitzada por la Fondazione Modena 2007, la Fondazione Gramsci y el Istituto Storico di Modena, con el patrocinio del Ayuntamiento de Modena y la colaboración del Dipartimento di Studi Linguistici e Culturali de la Università di Modena e Reggio Emilia.

 

Introducción al estudio de la filosofía. ¿Qué es el hombre? Esta es la pregunta primera y principal de la filosofía. Cómo se puede responder. La definición se puede hallar en el hombre mismo; o sea, en cada persona tomada por sí misma. ¿Pero es correcta? En cada persona singular se puede encontrar qué es el «hombre tomado por sí mismo», pero a nosotros no nos interesa lo que es cada hombre por sí mismo, que por cierto viene a significar también qué es cada hombre en cada momento singular. Si lo pensamos bien, vemos que planteándonos la pregunta de qué es el hombre, queremos decir: en qué puede convertirse el hombre, o sea, si el hombre puede dominar su propio destino, si puede «hacerse», si puede crearse una vida. Decimos por tanto que el hombre es un proceso, y precisamente es el proceso de sus actos. Si lo pensamos bien, la misma pregunta: «¿qué es el hombre?» no es una pregunta abstracta, u «objetiva». Nace de lo que hemos reflexionado sobre nosotros mismos y sobre los otros, y queremos saber, en relación a lo que hemos reflexionado y visto, qué somos o qué podemos llegar a ser; si realmente somos y dentro de qué límites, «constructores de nosotros mismos», de nuestra vida, de nuestro destino. Y esto queremos saberlo «hoy», en las condiciones dadas hoy, de la vida «actual» y no en las condiciones de cualquier vida y de cualquier hombre. La pregunta surge y recibe su contenido de modos especiales, esto es, determinados, de considerar la vida y el hombre: el más importante de estos modos es la «religión» y una religión particular, el catolicismo. En realidad, al preguntarnos: «qué es el hombre», qué relevancia tiene su voluntad y su actividad concreta a la hora de crearse a sí mismo y la vida que vive, queremos decir: «¿es el catolicismo una concepción exacta del hombre y de la vida? Al ser católicos, o sea, haciendo del catolicismo una norma de vida, ¿nos equivocamos o estamos en lo cierto?». Todos tienen la vaga intuición de que al hacer del catolicismo una norma de vida se equivocan, hasta tal punto que nadie sigue el catolicismo como norma de vida, pese a declararse católico. Un católico integral, o sea, que aplica en cada acto de la vida las normas católicas, parecería un monstruo, lo que supone, pensándolo bien, la crítica más rigurosa y perentoria del propio catolicismo. Los católicos dirán que ninguna otra concepción se sigue puntualmente, y tienen razón, pero esto solo demuestra que no existe de hecho, históricamente, un modo de concebir y obrar que sea igual para todos los hombres sin más; no tienen ninguna razón favorable al catolicismo, aunque este modo de pensar y actuar se haya organizado desde hace siglos para este fin, algo que aún no ha sucedido respecto ninguna otra religión con los mismos medios, con el mismo espíritu de sistema, con la misma continuidad y centralización. Desde el punto de vista «filosófico» lo que no satisface en el catolicismo es el hecho de que éste, a pesar de todo, coloca la causa del mal en el hombre individuo, es decir, que concibe al hombre como individuo bien definido y limitado. Puede decirse que todas las filosofías que han existido hasta ahora reproducen esta posición del catolicismo, o sea, que conciben al hombre como individuo limitado a su individualidad, y al espíritu como tal individualidad. En este punto es donde hay que reformar el concepto de hombre. Esto es, hay que concebirlo como una serie de relaciones activas (un proceso) en las que, si bien la individualidad tiene la máxima importancia, no es el único elemento que debe tenerse en cuenta. La humanidad que se refleja en cada individualidad se compone de diversos elementos: 1) el individuo; 2) los otros hombres; 3) la naturaleza. Pero el segundo y el tercer elemento no son tan simples como podría parecer. El individuo no establece relaciones con los otros hombres por yuxtaposición, sino orgánicamente, es decir, en cuanto entra a formar parte de organismos, de los más simples a los más complejos. Así, el hombre no entra en relación con la naturaleza de forma simple, por el hecho de ser él mismo naturaleza, sino activamente, por medio del trabajo y de la técnica. Es más: estas relaciones no son mecánicas. Son activas y conscientes, o sea, corresponden a un grado mayor o menor de comprensión que el hombre singular tiene de ellas. Por tanto puede decirse que cada uno se cambia a sí mismo, se modifica, en la medida en que cambia y modifica todo el conjunto de relaciones de las que es el centro de anudamiento. En este sentido el filósofo real es y no puede no ser otra cosa que el político, o sea, el hombre activo que modifica el ambiente, entendiendo por ambiente el conjunto de relaciones de las entra a formar parte cada persona particular. Si la individualidad de cada uno es el conjunto de estas relaciones, hacerse una personalidad significa adquirir conciencia de tales relaciones: modificar la personalidad de uno significa modificar el conjunto de estas relaciones. Pero estas relaciones, como ya se ha dicho, no son simples. En primer lugar, algunas de ellas son necesarias, otras voluntarias. Además, tener de ellas una conciencia más o menos profunda (o sea conocer más o menos el modo en que se pueden modificar) ya las modifica. Las mismas relaciones necesarias, en la medida en que son conocidas en su necesidad, cambian de aspecto y de importancia. El conocimiento es poder, en este sentido. Pero el problema es complejo también bajo otro aspecto: que no basta con conocer el conjunto de relaciones en la medida en que existen en un momento dado como un sistema dado, sino que es importante conocerlas genéticamente, en su movimiento de formación, porque cada individuo no sólo es la síntesis de las relaciones existentes sino también de la historia de estas relaciones, o sea, es el resumen de todo el pasado. Se dirá que lo que cada uno puede cambiar es bien poco, en relación con sus fuerzas. Lo cual es hasta cierto punto verdad. Porque uno puede asociarse con todos aquellos que quieren el mismo cambio, y si este cambio es racional, la persona singular puede multiplicarse un número imponente de veces y obtener un cambio mucho más radical que el que puede parecer posible a primera vista.

Sociedades en las que puede participar la persona singular: son muy numerosas, más de lo que pueda parecer. A través de estas «sociedades» es como la persona forma parte del género humano. También son múltiples los modos en los que el individuo entra en relación con la naturaleza, porque por técnica debe entenderse no sólo ese conjunto de nociones científicas aplicadas industrialmente, como se entiende habitualmente, sino también los instrumentos «mentales», el conocimiento filosófico.

Que el hombre no puede concebirse excepto viviendo en sociedad es un lugar común, sin embargo de ello no se extraen todas las consecuencias necesarias, tampoco las individuales: que una determinada sociedad humana presuponga una determinada sociedad de las cosas y que la sociedad humana solo es posible en cuanto que existe una determinada sociedad de las cosas, es también un lugar común. Es verdad que hasta ahora a estos organismos más que individuales se les ha dado un significado mecanicista y determinista (tanto la societas hominum como la societas rerum): de ahí la reacción. Hay que elaborar una doctrina en la que todas estas relaciones estén activas y en movimiento, dejando bien claro que el lugar central de estas actividades es la conciencia del hombre singular que conoce, quiere, admira, crea, en cuanto que ya conoce, quiere, admira, crea, etc.; y se concibe no aislado sino rico en posibilidades ofrecidas los otros hombres y la sociedad de las cosas, de la que no puede no tener cierto conocimiento. (Así como todo hombre es filósofo, todo hombre es científico, etc.)

[A. Gramsci, Cuadernos de la cárcel, Cuaderno 10, § 54]

El pasaje anterior es uno de los más densos y decisivos de entre las más de 2.000 notas que componen los 29 Cuadernos de la cárcel, a los que hay que añadir 4 Cuadernos de traducciones (del alemán, del ruso y del inglés) y 2 Cuadernos que quedaron sin utilizar. Se trata de un texto B, es decir, de un único borrador, localizado en el Cuaderno 10 -que el propio Gramsci tituló La filosofía de Benedetto Croce-, señalado por Valentino Gerratana, editor de la edición crítica de 1975, con el número de párrafo 54. Fue escrito en febrero de 1933 en la celda nº 1 de la cárcel especial de Turi, situada a unos 31 km de Bari, adonde Gramsci había llegado encadenado el 19 de julio de 1928 y donde permanecería más de cinco años, hasta el 19 de noviembre de 1933, cuando sería trasladado temporalmente a Civitavecchia. Fue escrito en un momento muy dramático de su período carcelario. Como se recordará, Gramsci había sido detenido en Roma frente a la entrada de su domicilio en vía Morgagni 25, a las 22:30 horas del 8 de noviembre de 1926, acusado de delitos relacionados (así rezaba en la disposición de la magistratura de Bolonia) con el «derrocamiento de las instituciones del Estado por la violencia»; y, sacudido por tres órdenes de arresto, conoció el confinamiento en la isla de Ustica, la prisión de San Vittore en Milán, y posteriormente el juicio en Roma que lo condenó a 20 años, 4 meses y 5 días de prisión, además de a una multa de 6.200 liras y a la inhabilitación perpetua para cargos públicos. Cuando llegó a Turi, el 13 de agosto le dieron una celda para él solo (celda nº 1 de la 1ª sección) y a finales de enero le concedieron el derecho, establecido por el art. 325 del reglamento penitenciario de 1891, de tener en su celda «tinta, bolígrafos, lápices y cuadernos», así como los libros que su amigo Piero Sraffa le había enviaría de la librería Sperling&Kupfer de Milán. Comenzará la escritura de los Quaderni el 8 de febrero de 1929, una aventura intelectual que le acompañará hasta mediados de 1935, hasta que sus fuerzas físicas le permitieron escribir y pensar. Pero las condiciones de salud del prisionero, que desde el principio le causaron gran preocupación, se deterioraron rápidamente: en las Notas autobiográficas escritas en el Cuaderno 15 entre febrero y marzo de 1933 hará se referirá a los «cambios moleculares» que día a día se producían en la persona; pero en realidad, tras los problemas crónicos de insomnio, uricemia y gingivitis expulsiva, se producirán crisis muy graves, como las que le sobrevinieron el 3 de agosto de 1931 y luego el 7 de marzo de 1933. La nota que acabamos de compartir fue escrita en medio de este empeoramiento de su estado físico, algo que sería percibido por el prisionero de forma lúcida y dramática: «mis fuerzas de resistencia están a punto de derrumbarse por completo», escribía a Tania Schucht el 29 de agosto de 1932; «he entrado en una fase de mi vida que, sin exagerar, puedo definir como catastrófica. Ya no puedo reaccionar ante la enfermedad física y siento que mis fuerzas fallan cada vez más», escribía el 13 de febrero de 1933; el 27 de febrero hablará de «una desintegración de las fuerzas intelectuales»; y el 6 de julio, tras la crisis que le había golpeado en marzo, aceptaba el traslado de la cárcel de Turi: escribía a su cuñada: «Te ruego que creas que ya no puedo resistir más».

El párrafo se escribió en febrero de 1933 en unas condiciones que podríamos calificar de desesperación. Este reúne y transporta a una síntesis superior las secuencias de una larga reflexión que Gramsci sobre el problema del hombre y que se había centrado siempre en la crítica del hombre natural, al que contraponía la historicidad de la forma humana. Al aforismo de Feuerbach –der Mensch ist, was er isst, el hombre es lo que come-, del que Bordiga se había hecho eco en algunas conversaciones, oponía el principio inverso, que la comida y el gusto son también productos de la historia, que cambian a medida que cambia el hombre. Por tanto, nada de «naturaleza humana», nada de «hombre en general», sino el hombre como «punto de llegada», como posibilidad de unificación del género humano. El sentido de esta reflexión sobre el hombre puede resumirse en aquella célebre fórmula de Gramsci: pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad, que repitió tantas veces, tanto en sus cartas como en los Quaderni, que había aparecido ya en 1920 en el «Ordine Nuovo» y que se remontaba (según su indicaba él mismo) a Romain Rolland. Incluso aún más atrás, a una expresión de Jacob Burckhardt sobre el pueblo griego: Pessimismus der Weltanschauung und Ottimismus des Temperaments. Sea como fuere, el aforismo expresaba con precisión la idea del hombre que Gramsci había elaborado desde su juventud. Si el optimismo puro indica fatalismo o la enfermedad de un ensueño vacío, y el pesimismo puro se desliza hacia el nihilismo y la desesperación inerte y trágica, la fórmula muestra la síntesis del «saber» y el «sentir», de la teoría y la praxis, de la necesidad y la libertad. Pesimista es la inteligencia, que comprende, observa y juzga el orden de la realidad; optimista es la voluntad, que opera sobre esa base y garantiza el progreso, el devenir de la naturaleza humana en su continuo proceso de unificación.

El párrafo § 54 del Cuaderno 10 es el resultado de este recorrido. Se encuentra en el primer Cuaderno “especial” que escribió y representa la conclusión y la culminación de otras tres notas (§§ 48, 50, 52) escritas entre diciembre de 1932 y febrero de 1933, que comparten el título común de Introducción al estudio de la filosofía. El eje de toda la reflexión es la crisis de la idea de progreso. Progreso significa aquí muchas cosas. Significa civilización, es decir relación con los demás hombres y con la naturaleza. Significa modernidad: confianza del hombre en sus energías como constructoras de la historia. Significa inmanencia, frente a las sombras del más allá que habían dominado y atemorizado a los hombres en la Edad Media y en la Antigüedad. Significa praxis, capacidad de dominio activo e inteligente sobre las fuerzas de la historia y de la naturaleza. La crisis de todo esto es la crisis de la civilización europea, tras la catástrofe de la guerra, la derrota del movimiento obrero, el ascenso al poder del fascismo y del nacionalsocialismo en Alemania. Este es el primer aspecto en el que hay que centrarse: la reflexión de Gramsci sobre el hombre está ligada a este dramático contexto histórico, se trata de una reflexión sobre la crisis de civilización. Gramsci subraya la crisis de la idea de progreso en el sentido común actual: si en el pasado, escribe, se podía hablar del «valor» del sentido común, «el sentido común actual ha limitado mucho más su valor intrínseco». Sin embargo, a diferencia de lo que pensaba Leopardi (a quien evoca en estas líneas no por casualidad), no hay que hablar de crisis del progreso, de la idea en sí, del principio, sino de crisis de sus «portadores», que -explica- «han suscitado hoy fuerzas destructivas igual de angustiosas y peligrosas que las del pasado»: «la crisis de la idea de progreso no es una crisis de la idea misma, sino crisis de los portadores de esa idea, que se han convertido, ellos mismos, en una “naturaleza” que hay que dominar». Son palabras de una fuerza extraordinaria que Gramsci dedica a la crisis de civilización de los años treinta: los hombres se han convertido en naturaleza, han desencadenado fuerzas que ahora les dominan, han perdido el control racional de la historia.

Es precisamente esta pregunta sobre la idea de progreso y su crisis la que conduce a la cuestión fundamental de la filosofía: «la pregunta -concluye- es siempre la misma: ¿qué es el hombre? ¿Qué es la naturaleza humana?». La crisis de la civilización lleva a preguntarse por sus raíces últimas, filosóficas, por el sentido mismo del hombre. Si sólo se concibe al hombre «como individuo», la «cuestión» es insoluble: no es concebible ningún progreso, ninguna civilización. Entendido sólo «como individuo», el hombre es naturaleza, una fuerza incontrolable que desborda todo proyecto racional. Pero el hombre es «el conjunto de sus relaciones sociales», es decir, la relación originaria con los demás hombres y con la naturaleza. Si consideramos al hombre de este modo, podemos «medir» (utilizando esta expresión) la diferencia entre el presente y el pasado, el aumento de esa libertad que viene con la prosperidad y la civilización. Sin embargo, esta respuesta no es suficiente, no basta con «medir» el progreso como civilización. Lo que hace falta es conciencia y, ligada a ella, voluntad. No una voluntad que sea un mero impulso vital (como la voluntad de poder de Nietzsche o la vitalidad de Bergson), sino -escribe aquí- la «voluntad concreta»: concreta porque es racional, una acción que se alimenta del conocimiento, una unidad viva de praxis y teoría. Con una expresión muy fuerte, dice que el hombre es un «bloque histórico», una síntesis de teoría y praxis, de objetividad y subjetividad, de naturaleza e historia.

El párrafo § 54 parte de la cuestión de la crisis de la idea de progreso, de la crisis de la civilización europea. Pero ofrece una respuesta que adquiere, línea tras línea, una profundidad y una dificultad extraordinarias. Vuelve a la «pregunta» que en el § 48 había considerado como «siempre la misma», la que está en el centro de toda reflexión sobre la crisis: ¿Qué es el hombre? Ésta, escribe Gramsci, es «la primera y principal pregunta de la filosofía». Es la primera pregunta que la filosofía debe plantearse, y es la principal, la más importante, la que ocupa el rango más alto en la jerarquía de las preguntas. Así pues, la primera y principal pregunta de la filosofía no es, a la manera de los antiguos, la pregunta sobre el Ser o la Naturaleza, la Verdad o la Negación, sino que es, en el sentido moderno, la pregunta sobre el hombre y su libertad. Pero esta pregunta no contiene la respuesta en sí misma, es un problema, un problema serio y difícil. Por eso Gramsci cuestiona inmediatamente la naturaleza de la pregunta y añade esa frase decisiva: «Cómo se puede responder». ¿Cuál es la vía de acceso para afrontar la cuestión e intentar darle una respuesta? El acceso, escribe al principio, está «en el hombre mismo». Para buscar la respuesta a la pregunta sobre el hombre, hay que buscarla «en el hombre mismo». Pero este acercamiento se revela inmediatamente ambiguo. El «hombre mismo» que podemos observar en la vida empírica es efectivamente «el hombre individual»: Mario, Juan, Francesca, etcétera. Pero hace falta poco para darse cuenta de que «el hombre individual» no conduce a la definición del hombre, a lo que es común a todos los hombres: la singularidad muestra lo que divide a los hombres individuales, no lo que los unifica en una definición. Este acercamiento a la cuestión se muestra como una falsa aproximación. Aquí aparece el primer punto de inflexión en el razonamiento de Gramsci, marcado por el uso reiterado de la expresión: Si lo pensamos… Es una fórmula utilizada a menudo por Gramsci. Otras veces escribe: Si lo pensamos bien… Indica el paso, a veces brusco, de un motivo inmediato a la esfera propia del pensamiento. Si lo pensamos… la primera y principal pregunta, la pregunta por el hombre, no pide la definición de una esencia, sino que indica un devenir, un proceso, o para decirlo mejor, una posibilidad. El hombre es una posibilidad de ser hombre. Hemos preguntado qué es el hombre, cuál es la definición del hombre, pero hemos descubierto que el hombre no es una cosa: es un devenir, un devenir de sí mismo, un proceso de autoconstitución. Releamos este pasaje decisivo:

Si lo pensamos bien, vemos que planteándonos la pregunta de qué es el hombre, queremos decir: en qué puede convertirse el hombre, o sea, si el hombre puede dominar su propio destino, si puede «hacerse», si puede crearse una vida. Decimos por tanto que el hombre es un proceso, y precisamente es el proceso de sus actos. Si lo pensamos bien, la pregunta misma: «¿qué es el hombre?» no es una pregunta abstracta u «objetiva».

En este punto, con otro movimiento brusco, Gramsci vuelve al origen de la pregunta. ¿Cómo surgió esta pregunta? ¿Por qué la planteamos y no podemos no plantearla? ¿Por qué es la «primera» y la «principal»? Ya hemos comprendido que no es una pregunta sobre la cosa (se pregunta qué es el hombre, pero el hombre no es cosa): es una pregunta sobre la libertad. Nos hacemos esta pregunta porque queremos saber si somos «artífices de nosotros mismos, de nuestra vida, de nuestro destino». Pero no queremos saber en general, en términos especulativos, no basta con decir que el hombre es libertad y posibilidad. Gramsci no es Heidegger ni Sartre. Nosotros «queremos saberlo hoy». Este hoy que aparece en el discurso tiene un peso y una importancia extraordinarios. Queremos saber si hoy somos «forjadores de nosotros mismos». Está claro que en el hombre existe la posibilidad de la autonomía, de la libertad: pero esta posibilidad puede o no estar ahí, puede realizarse o negarse. Y para responder a esto, debemos mirar el presente. Volvemos al tema de la crisis de civilización.

Debemos mirar al hombre de hoy para descubrir qué es el hombre, qué es de su libertad hoy. Pero incluso esta pregunta no es una pregunta neutra, desinteresada, porque tanto la pregunta como la respuesta están condicionadas por lo que Gramsci llama una visión del mundo. Aquí debemos parar y prestar atención. Según esta concepción de Gramsci, nosotros no sólo pertenecemos a un mundo, sino que pertenecemos a una cosmovisión, que es constitutiva de nuestro mundo: pertenecemos, de manera más o menos consciente (y esta consciencia marca el grado de nuestra libertad), a una filosofía común y espontánea sedimentada en nuestro lenguaje, a un sentido común. Por eso (como repite a menudo) todos los hombres son filósofos; por eso todos los hombres son intelectuales: la filosofía no es un ejercicio ocioso y contemplativo, una «vida teórica» pura, sino que constituye el sentido del mundo, nos pertenece y le pertenecemos. El análisis de la cuestión fundamental sobre el hombre implica, por tanto, estas complicaciones: ¿quién formula la pregunta? ¿Cómo la plantea? ¿Dónde y cuándo formula la pregunta? En resumen: ¿en qué mundo se plantea la pregunta?

«El más importante de estos modos», escribe Gramsci, es la religión. Pero aquí religión significa catolicismo. Así que la religión condiciona la pregunta sobre el hombre y ofrece la respuesta común. En los Appunti di filosofia, Gramsci había vinculado esencialmente la religión católica al sentido común. La religión no es sólo una religión, es decir, una práctica de culto, sino que es una concepción del mundo, una filosofía, que se convierte en una filosofía espontánea y en una concepción inconsciente de las masas. Esta filosofía afirma la trascendencia. Pero ¿qué significa trascendencia? Por supuesto que significa Dios, más allá de un mundo celeste, con todas las imágenes que de ello se derivan. Pero de la trascendencia de Dios se deriva la trascendencia de la realidad que Gramsci conecta con el mito de la creación: la realidad no está hecha por el hombre, sino que está dada, encontrada y es por tanto, inmutable. «Adán, había escrito en el Cuaderno 7, «según la Biblia, y por tanto según la concepción religiosa, es creado después del mundo, y de hecho Dios crea el mundo para él. Por tanto, la religión no puede alejarse del concepto de “realidad” independiente del hombre pensante».

La cuestión principal deviene entonces en esta:¿se trata de «una concepción exacta del hombre y de la vida?», «¿estamos equivocados o tenemos razón?». Que la posición católica no es verdadera se deriva del simple hecho de que es inviable: un «católico integral… parecería un monstruo». Si el católico siguiera realmente la doctrina católica, en todas sus prescripciones, abandonaría el mundo y la humanidad. Pero el problema principal es otro. El catolicismo es una visión del hombre, una antropología, que «todas las filosofías que han existido hasta ahora puede decirse que reproducen». Este es el punto esencial: toda la metafísica europea ha hecho suya la visión católica del hombre. Esta visión se basa en el pecado, en el mal, y más precisamente en la identificación del mal con lo finito: «sitúa la causa del mal en el hombre mismo como individuo, es decir, concibe al hombre como un individuo bien definido y limitado». El mal está en el hombre, es del hombre, porque el hombre es finito comparado con la infinitud trascendente de Dios, está separado del bien, de lo absoluto. «Es en este punto, concluye, donde debe reformarse el concepto de hombre».

Aquí el párrafo § 54 entra en su parte constructiva. Comencemos por responder a la pregunta con la que empezamos: ¿qué es el hombre? El hombre no es el hombre individual, porque en el individuo se «reflejan» distintos elementos. El hombre aparece como una síntesis, una composición, de tres elementos: el individuo, los otros hombres y la naturaleza. Más exactamente, el individuo, la «conciencia individual», es como el nudo en el que la societas hominum y la societas rerum se «reflejan» mutuamente. Sin embargo, esta síntesis no está constituida por «relaciones mecánicas», o en «yuxtaposición… de organismos desde los más simples a los más complejos». Esta síntesis es «activa y consciente». Como enseñó Antonio Labriola, es praxis. Estamos verdaderamente en el corazón de la filosofía de la praxis, es decir, del nuevo marxismo de Gramsci. Ahora comprendemos por qué el hombre es un «hacer», un proceso, no algo «abstracto» u «objetivo»: «cada uno se cambia a sí mismo, se modifica, en la medida en que cambia y modifica todo el complejo de relaciones del que es el centro anudador. En este sentido, el verdadero filósofo es y no puede ser otro que el político, es decir, el hombre activo que modifica el entorno, entendiendo por entorno el conjunto de relaciones del que cada individuo pasa a formar parte». El hombre, como actividad que se construye a sí mismo modificando la sociedad y la naturaleza, es filósofo y político. Es decir, hombre en sentido pleno, que a la vez conoce (es filósofo) y transforma el mundo (es político). Y el conocimiento, como aclara aquí, es praxis: «tiene conciencia más o menos profunda del mundo… y lo modifica». En el hombre se unen teoría y praxis, filosofía y política, en un solo gesto generador de historia y de progreso. Es la definición misma del historicismo, no como primacía abstracta de la historiografía sobre las demás ciencias, sino como unidad de historia, filosofía y política: una unidad que apunta a la naturaleza misma del hombre y al lugar de la verdad, es decir, al punto en que la historia no sólo se comprende sino que se realiza con la actividad.

Con un largo y difícil giro, hemos respondido a la pregunta inicial. ¿Qué es el hombre? El hombre es praxis e historia, necesidad y libertad, teoría y praxis, filosofía y política. Es la conciencia capaz de unificar lo que la tradición metafísica ha dividido, separado, lacerado, fijando en una trascendencia, aquello que es proceso y construcción inteligente de la libertad.

La reflexión sobre el hombre, elaborada en el párrafo § 54 del Cuaderno 10, no abandonará a Gramsci en los dos laboriosos años siguientes. Será retomada y tratada en diversos lugares de las Cartas y de los Cuadernos, comenzando por aquellas, dirigidas a su mujer, que hablan de la educación de sus dos hijos, y en las páginas, sobre todo del Cuaderno 12, dedicadas a la educación, a la organización de escuelas y universidades. Todas estas reflexiones estaban ligadas a la creciente toma de conciencia de un pasaje crucial de la historia mundial, en el que la crisis de la civilización europea al que anteriormente que me he referido tendía a adquirir nuevas e inéditas proporciones. El tema del americanismo es antiguo en Gramsci, sus orígenes se remontan a las páginas del «Ordine Nuovo», cuando tomará conciencia del hecho de que, tras la Primera Guerra Mundial y la revolución soviética, el mundo había cambiado profundamente y las categorías utilizadas por el propio movimiento comunista internacional (del imperialismo al social-fascismo) se revelaban como inadecuadas. No sólo había cambiado el mundo, sino que también había cambiado el hombre; el «tipo humano», como él lo define, ya no era el mismo. Desde el primer cuaderno, y luego en las reelaboraciones del cuaderno 22, la cuestión del americanismo es el centro de todo su análisis. Gramsci ha periodizado ya la historia europea: el ciclo abierto por la Revolución Francesa, con el movimiento de construcción de las naciones, llegó a su fin en 1870, cuando estalla la contradicción de fondo entre una economía cosmopolita y globalizada, que ya no conoce fronteras nacionales, y la reacción cerrada de los pueblos y de los Estados-nación, que desembocó en la primera conflagración mundial. Pero después de la guerra, con la derrota del movimiento obrero, la contradicción entre el cosmopolitismo de la economía y el nacionalismo político deja espacio para otro escenario, marcado por el americanismo, que significa no sólo un realineamiento del marco mundial, sino «la necesidad de elaborar un nuevo tipo humano, acorde con el nuevo tipo de trabajo y el nuevo proceso de producción»; o, como escribe en otro lugar, «el mayor esfuerzo colectivo realizado hasta ahora para crear, con una rapidez sin precedentes y una conciencia de finalidad nunca vista en la historia, un nuevo tipo de trabajador y de hombre», un «tipo superior», mediante una «selección forzada». Al leer el párrafo §54, hay que tener en cuenta esta impresión de transformación en curso del «tipo humano». Una transformación que le lleva, en una nota del Cuaderno 22, a releer toda la historia de la civilización como un proceso de «subyugación de los instintos», que tuvo lugar «por coacción brutal», «con el empleo de brutalidades inauditas». Una transformación del hombre que tuvo su origen en un enorme proceso de racionalización, en el intento de eliminar, incluso en Europa, las formas generalizadas de renta improductiva y de orientar todo el sistema en la lógica puritana del taylorismo. Más allá de las complejas cuestiones relacionadas con esta interpretación, lo importante es el sentimiento preciso de un cambio antropológico, de una transformación del hombre como nunca antes se había producido en el desarrollo de la civilización. Pero en el fondo de todo cambio, incluso radical, subsistía la intuición fundamental de la praxis, la convicción profunda de que el hombre puede ser libertad y nunca está condenado por el destino cruel a perderse a sí mismo.

Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad.

Traducción: Nando Zamorano

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