El auge y agudización de la rivalidad entre China y Estados Unidos se reduce con frecuencia a deseos personales de supremacía (Trump vs. Xi Jinping en particular), cuando no se presenta como una simple reiteración de la eterna batalla del Bien (Occidente, la democracia) contra el Mal (Oriente, el despotismo). Al contrario, en su último libro, el economista Benjamin Bürbaumer se propone describir y explicar esta rivalidad, que determina algunas de las transformaciones más importantes del orden mundial actual, a partir de un análisis del capitalismo y de sus contradicciones. Andrea Cavazzini ha escrito una fascinante reseña de esta obra capital.

El contexto global en el que vivimos está marcado en gran medida no sólo por la relación cada vez más conflictiva entre China y Estados Unidos, sino también por una aceleración de la capacidad de China para modificar estratégicamente el orden institucional –económico, social y político– del mundo contemporáneo. Urge elaborar análisis lo más ricos posible de esta situación, para comprender no sólo las metamorfosis de las relaciones capitalistas y sus alternativas internas, sino también (obviamente) para intentar descifrar las posibles perspectivas de su abolición.

En lo que respecta a la República Popular China (RPC), el peso de los tópicos y fantasías más o menos recientes sigue pesando en los estudios francófonos y, sobre todo, en la imagen generalizada y «pública» de la potencia asiática. Desde el discurso apologético de ciertas corrientes «maoístas» de los años setenta hasta el discurso apenas más sutil de la ola «antitotalitaria». En resumen, desde los escritos de Maria Antonietta Macciocchi y Philippe Sollers hasta los de Simon Leys, existe un riesgo real de que ya no haya lugar para la inteligibilidad de la China contemporánea y su periplo, reducidos a la imagen distópica de un inmenso hormiguero tecnológico, dócil y videovigilado, caldo de cultivo inagotable de la locura colectiva y la manipulación diabólica[1]. Sin embargo, es la inteligibilidad del mundo contemporáneo y de sus tendencias estructurales lo que está en juego en la posibilidad de ver en el futuro de la RPC algo distinto de una fábula orientalista.

El libro de Benjamin Bürbaumer representa un paso decisivo en la construcción de esta inteligibilidad. Sitúa el papel que China desempeña hoy en la escena mundial tanto en la dinámica de las relaciones de producción capitalistas como en una historia de luchas: las luchas por la hegemonía libradas por las grandes potencias mundiales dentro del modo de producción capitalista, pero también las luchas de las clases trabajadoras y de los movimientos de oposición, cuya realidad ineludible constituye el punto de partida de una narración y un análisis que conducen a la coyuntura actual y a su futuro posterior.

Sería imposible tratar aquí todos los numerosos e importantes temas que Benjamin Bürbaumer aborda a lo largo de este relato: el libro debe leerse en su totalidad si se quiere obtener una visión de conjunto pertinente. No obstante, intentaremos destacar algunos puntos que nos parecen decisivos y ofrecer algunas reflexiones basadas en esta contribución esencial.

De las luchas sociales al capital transnacional

El punto de partida del autor es una constatación: la actual rivalidad entre China y Estados Unidos presupone la interdependencia entre ambas potencias dentro de lo que se conoce como «globalización», que corresponde a la hegemonía mundial de Estados Unidos bajo el liderazgo de los sectores transnacionales del capital norteamericano.

Lejos de acercar a los dos gigantes y pacificar sus relaciones, esta dependencia mutua está impulsando a China a subvertir la globalización, reestructurar el mercado mundial con vistas a adquirir un papel dominante en él y, en última instancia, desafiar abiertamente la hegemonía estadounidense, una estrategia global en la que las Nuevas Rutas de la Seda, las iniciativas diplomáticas chinas y el rearme de la República Popular figuran entre los principales componentes. Según Bürbaumer, esta tendencia no depende de factores contingentes, sino de la forma en que se ha construido la dependencia mutua y del papel que ha desempeñado en la globalización.

El autor vuelve al contexto de los años 70, en el que ve, de forma esclarecedora, la clave tanto de ciertos aspectos estructurales de la época actual como de las tendencias que amenazan con subvertir esas estructuras. En efecto, la década de 1970 fue el momento en que, por un lado, tenía lugar la última secuencia mundial de luchas sociales y políticas y, por otro, caía la tasa de beneficios de las empresas capitalistas norteamericanas. Los primeros párrafos del libro describen el «pánico patronal» que golpeó al establishment estadounidense a principios de los años 70 frente a una secuencia de movimientos que se articulaban y alimentaban mutuamente: el crecimiento del contrapoder sindical, prácticas de lucha y reivindicaciones en las fábricas que tendían a desbordar a las centrales sindicales, y una contestación del orden social fuera de las fábricas por parte de movimientos juveniles, feministas, antirracistas, antibelicistas, etc.[2].

Se trata de un cuestionamiento general de los fundamentos de la sociedad capitalista norteamericana, y que se encuentra al otro lado del Atlántico, de forma más o menos intensa y duradera[3]: un cuestionamiento que está vinculado a una disminución constante, desde los años sesenta, de la capacidad del capital para extraer beneficios de las inversiones pasadas. Basándose en los trabajos de Gérard Duménil y Dominique Lévy, por una parte, y en los de Robert Brenner, por otra, Bürbaumer explica que esta caída de la tasa de beneficio depende no sólo de la presión ejercida por las reivindicaciones salariales y las luchas sociales, sino también de la competencia de las empresas de Alemania Occidental y Japón y, por último, de los costes de la mecanización, que no se ven compensados por la eficacia en términos de reducción del empleo de mano de obra viva[4].

La «globalización» fue (el fruto de) la respuesta del capital a esta crisis múltiple. En el curso de la secuencia, surgió en el seno del capital estadounidense una tendencia hacia la «inversión en el extranjero» como instrumento para reducir los costes de producción (p. 29), que condujo a la formación estable, y luego a la hegemonía, de una «fracción transnacional» del capital industrial: «Esta fracción vio converger sus intereses con los del sector financiero para formar una alianza a favor de la libre circulación de capitales y mercancías: el capital transnacional estadounidense»(ibíd.).

Del capital transnacional a la globalización

Esta fracción es la fuerza motriz del proceso conocido como «globalización», que aparece como una reestructuración de las relaciones sociales a escala mundial: un proceso a la vez económico, político y sociológico, que ha alterado radicalmente las estructuras sociales y las comunidades humanas desde los años setenta.

Su fuerza motriz ha sido la doble exigencia de extinguir la dinámica de la protesta e impulsar los beneficios capitalistas. Fue en pos de este doble objetivo que el capital transnacional estadounidense adoptó lo que David Harvey denomina un «arreglo espacial» frente a la crisis: modificar las «condiciones territoriales» dentro de las cuales el capital persigue la realización de beneficios (p. 36). En el contexto de la década de 1970, esto implicaba no sólo la expansión espacial en un sentido cuantitativo, sino también la «producción de un nuevo espacio global» favorable a la «circulación de bienes, servicios y capital» (p. 37).

La reconstrucción que hace Bürbaumer del proceso de globalización y de sus etapas no puede repetirse aquí en detalle. Baste decir que uno de sus operadores políticos fundamentales es la Comisión Trilateral, cuyo objetivo explícito es promover «políticas coordinadas de liberalización […]: libre comercio, libre circulación de capitales, reducción del gasto público y de la fiscalidad, flexibilización del empleo y de los tipos de cambio» (p. 34). Siguiendo el ejemplo de la Comisión Trilateral, otros institutos privados, como el Club Bilderberg y el Instituto Atlántico, formularon y aplicaron las políticas internacionales del capital transnacional estadounidense, apoyadas principalmente por inversiones directas en el extranjero.

Para los países receptores, se trata de «la absorción de una parte significativa del capital nacional por el de un tercer país», de la «formación de una fracción de capital integrada en circuitos transnacionales» y, por último, de «una red de interconexiones que vincula orgánicamente el país de acogida con Estados Unidos» (p. 35), hasta el punto de comprometer la separación y la independencia de las unidades socio-institucionales atrapadas en este sistema de relaciones. Este es inicialmente el destino de los socios de Europa Occidental, destinatarios iniciales de las inversiones más masivas.

Al haberse fusionado el capital transnacional con el Estado estadounidense desde el mandato de Gerald Ford (1974-1977), gracias sobre todo a los trabajos de la Comisión Trilateral, las políticas de liberalización y desregulación se aplicaron primero en casa y luego se exportaron a través de la inmensa red de influencia económica y política de la que el capital estadounidense era el centro:

«Durante la década de 1980, todos los países más avanzados acabaron eliminando la mayoría de los obstáculos a la libre circulación de capitales» (p. 44). Esto también significó exportar el desmantelamiento de «secciones enteras del Estado del bienestar […], la desregulación, los recortes fiscales, los recortes presupuestarios y los ataques a los sindicatos» (p. 41).

Es imposible resumir aquí los análisis de Bürbaumer sobre los tratados de libre comercio, el GATT, la OMC y las múltiples etapas de la estrategia política del capital transnacional. Esta estrategia, que implica una compleja interacción entre agentes públicos y privados y una coordinación internacional cada vez más estrecha, tiene ahora un alcance verdaderamente mundial, tras la desintegración del bloque soviético. La plena globalización llegó bajo el mandato de Bill Clinton, quien declaró explícitamente que la prosperidad y la estabilidad de Estados Unidos dependían de su política exterior, y que Estados Unidos debía «estar en el centro de toda red mundial vital» (p. 58). La «solución espacial» aportada a la crisis de los años setenta implicaba, en última instancia, el papel de Estados Unidos como «supervisor» del capitalismo globalizado y, por tanto, su hegemonía en las relaciones internacionales.

Esta dinámica de reestructuración del mundo al servicio de los intereses del capital transnacional estadounidense, cuyos dos pivotes son la realización de beneficios mediante la expansión espacial y el disciplinamiento de los trabajadores y de los posibles disidentes. Tiene dos dimensiones estratégicas, a las que Bürbaumer atribuye gran importancia, y en las que debemos centrarnos.

El primero es la organización de la economía mundial en «cadenas de valor» mediante la liberalización de los flujos de capital y los acuerdos de libre comercio. La deslocalización ha sido la «pieza central estratégica» de la globalización, dando a «las empresas la oportunidad de aumentar sus beneficios al tiempo que garantizan un bajo incremento de los precios –mediante el recorte de costes, el aumento de la flexibilidad, la evasión de riesgos y, en ocasiones, la elusión de la normativa laboral y medioambiental– y conservando las rentas de la actividad de diseño, comercialización y financiera» (p. 61)[5 ].

La deslocalización no implica la propiedad formal de los distintos segmentos de producción dispersos por el mundo: para controlar los procesos de producción basta con «disponer de las palancas de control de las cadenas de valor mundiales, es decir, la propiedad de las tecnologías clave y la organización de las redes de distribución esenciales para la producción» (p. 61). Dicho de otro modo:

Los protagonistas de las cadenas de valor mundiales son las empresas líderes. Supervisan la fabricación de un bien a partir de una serie de fábricas, a menudo dispersas en distintos países, cada una de las cuales suministra un bien intermedio esencial para el ensamblaje del bien final, que tiene lugar en países donde los costes laborales son bajos. Aunque, en detalle, podemos identificar una variedad de razones para la formación de la cadena –reducción del riesgo mediante la diversificación de las ubicaciones; reducción de los costes de producción (mano de obra, tierra, energía, materias primas); aumento de la flexibilidad– surge un hilo conductor común.

Todos estos factores contribuyen a aumentar la rentabilidad del líder en detrimento de muchos proveedores, que se ven obligados a aceptar una competencia feroz para formar parte de un número reducido de cadenas, y sobre todo de sus empleados. Las empresas líderes suelen ser grandes empresas de países avanzados cuya actividad se centra en el control oligopolístico del acceso a los mercados finales y que aspiran al monopolio de las tecnologías clave […].

Dado que la creación de cadenas de valor mundiales es ante todo una cuestión de poder de coordinación, requiere un desembolso mínimo de capital –a diferencia de los proveedores–, al tiempo que fomenta la reducción de los precios de los insumos. Como tal, es una herramienta particularmente eficaz para aumentar los beneficios. Gracias a las cadenas de valor mundiales, las multinacionales obtienen beneficios sin acumulación, o más bien beneficios basados en la acumulación por correspondencia, que impone la carga de la inversión a los proveedores (p. 94).

Como condición para obtener beneficios y operador del dominio de la fuerza de trabajo, las cadenas de valor son la infraestructura material –incluyendo en el adjetivo la materialidad de las organizaciones y prácticas– de la globalización, la otra cara de los tratados de libre comercio y las instituciones internacionales, lo que el «despotismo fabril» es a la santa trinidad de «libertad, propiedad y Bentham» en el Libro I de El Capital de Marx.

Para ocupar una posición dominante en las cadenas de valor es necesario, por un lado, controlar las condiciones materiales de acceso a los flujos comerciales internacionales –en concreto : Controlar los canales físicos de comunicación, fijar los criterios técnicos de validación de los productos comerciales, monopolizar las tecnologías o los recursos clave– y, por otra parte, asegurarse de que los socios subordinados en la globalización crean que esta subordinación también les beneficia –lo que Bürbaumer denomina con el término gramsciano «hegemonía»–. Es precisamente en estos dos nodos estratégicos donde China desafía actualmente el liderazgo norteamericano, al tiempo que desencadena una dinámica que probablemente reestructure radicalmente el orden mundial.

De la globalización al auge de China

China ha desempeñado, y sigue desempeñando, un papel crucial en la configuración de este orden. Hacia finales del siglo XX, la asociación asimétrica entre China y Estados Unidos constituyó la espina dorsal de las relaciones capitalistas globalizadas, y las relaciones entre ambos gigantes podían considerarse una especie de fusión dentro de un mecanismo económico mundial.

La apertura progresiva de China a los inversores extranjeros y su integración en las redes del capitalismo mundial fueron decididas por la facción «liberal» del Partido Comunista Chino (PCC), que llegó al poder tras la muerte de Mao Zedong y la liquidación de sus partidarios: una facción existente desde 1949 y cuyo objetivo no era tanto la experimentación de una sociedad alternativa a las relaciones capitalistas como el desarrollo y el poder de un país que, a finales de los años setenta, experimentaba una crisis industrial y agrícola radical y un aumento del descontento de la población (p. 68). Fue este sector de la estructura política dominante el que mantuvo un firme control sobre el proceso de liberalización, rechazando cualquier «terapia de choque» políticamente inmanejable y, sobre todo, cualquier desafío al control del proceso por parte del Partido.

La preocupación por mantener el equilibrio político y evitar una pérdida de legitimidad ante la población estuvo en el origen del proceso de liberalización, así como en su gestión. Este proceso iba a ralentizarse[6 ], sobre todo tras las movilizaciones de masas de 1989-1992, cuyo episodio más conocido fue la plaza de Tiananmen. Bürbaumer recuerda el «fuerte componente obrero» y las «reivindicaciones sociales» para la protección de los trabajadores y contra el enriquecimiento del estrato de burócratas en proceso de fusión con el nuevo estrato empresarial (pp. 73 y 75).

La respuesta a estas movilizaciones fue, por supuesto, la represión, pero también una intensificación de la liberalización económica destinada a generar prosperidad y movilidad social, que supuestamente podrían extinguir la contestación del poder y estructurar un nuevo consenso de masas. Así, Pekín ha abierto radicalmente el país a los inversores extranjeros:

«Durante la década de 1990, China reforzó su posición como plataforma de exportación. Autorizó la creación de empresas de propiedad totalmente extranjera, firmó acuerdos de protección de las inversiones […] y satisfizo la otra gran demanda del capital transnacional: la repatriación sin trabas de los beneficios» (p. 81).

El análisis de Bürbaumer muestra que el proceso de liberalización tuvo lugar en un marco que seguía estando fuertemente sobredeterminado por la herencia del primer periodo de la República Popular (1949-1976), sobre todo en lo que se refiere a la práctica gubernamental del Partido-Estado y a la composición objetiva y subjetiva de la mano de obra. Por un lado, el Partido multiplicó las intervenciones verticales imponiendo normativas favorables a los inversores; por otro, jugó a la descentralización de los ejecutivos locales en favor de las multinacionales que buscaban las mejores condiciones locales para sus inversiones (pp. 82-83)[7 ].

Pero los trabajadores asalariados también demostraron una gran capacidad de iniciativa y resistencia entre los años 90 y principios de los 2000, a través de una oleada de movilizaciones y conflictos cuya intensidad fue la mayor desde la Revolución Cultural. Alcanzó niveles cuasi insurreccionales, con «sentadas, bloqueos, ocupaciones, huelgas, disturbios, incluso suicidios de trabajadores y asesinatos de empresarios» (pp. 87-88). Sin embargo, la otra cara de la moneda del poder de acción de los trabajadores chinos era su atractivo para los inversores extranjeros, que no se veían atraídos únicamente por los bajos salarios:

«Lo que distingue a China de otros países periféricos que también disponen de una mano de obra barata y han lanzado vastos programas de liberalización es la herencia socialista, que confiere a las enormes reservas de mano de obra cualidades suplementarias en materia de educación y salud. A este contraste se añade el hecho de que, al proceder a una liberalización más controlada, China ha podido evitar los efectos devastadores de la terapia de choque» (p. 90).

De este modo, las innegables capacidades gubernamentales del PCCh –aunque lastradas por la presión de una población acostumbrada a la indecisión y al combate– y la calidad de su obra viva[8 ] han contribuido a proteger a China de los efectos más brutales de la globalización y a permitirle posicionarse como un actor subordinado, aunque con considerables ventajas estratégicas.

Estados Unidos ha sido el principal impulsor de la inversión extranjera en China: la productividad de la mano de obra china ha permitido a las empresas estadounidenses aumentar sus beneficios, mientras que los productos baratos fabricados en China satisfacen las demandas de los consumidores estadounidenses y europeos, debilitados por la precarización y la desregulación. Los años 1990-2000 fueron años de luna de miel a ambos lados del Pacífico: una proporción cada vez mayor de los beneficios de las empresas estadounidenses procedía de China, mientras que el crecimiento chino se disparaba (p. 10).

Fue en ese momento cuando China empezó a aparecer como un competidor y no como un socio subordinado dentro del orden capitalista globalizado. En primer lugar, en cuanto al déficit comercial entre China y Estados Unidos y el carácter «upmarket» de las manufacturas chinas (pp. 10-11). En segundo lugar, en la medida en que la propia China debe adoptar una «solución espacial» a la sobreacumulación provocada por el aumento de la capacidad de producción (sobre todo a raíz del plan de estímulo adoptado durante la crisis mundial de 2007-2008), que sólo la proyección hacia el mercado mundial parece capaz de absorber. Pero esta proyección no puede seguir formando parte del mercado tal y como lo ha estructurado la globalización, sino que debe reorganizarlo en profundidad.

El rápido aumento de la productividad del trabajo en los años de crecimiento, gracias al mayor uso de máquinas, acabó reduciendo la eficiencia del capital: la caída de la tasa de beneficio en la década de 2000 impulsó una contratendencia mediante la intensificación de la participación en el comercio internacional (pp. 96-97). Contrarrestar la caída de la tasa de beneficio aumentando la presión sobre los asalariados, por ejemplo reduciendo los salarios o alargando la jornada laboral, resultó imposible por el riesgo de protestas masivas y violentas.

Por otra parte, la extraversión de la economía, y la centralidad de las exportaciones que conllevaba, permitían «beneficios indirectos en beneficio de campesinos, obreros y empleados» y alimentaban «la esperanza de una mejora continua del nivel de vida» (p. 97). En otras palabras, se trataba de conciliar la acción para reducir la tasa de beneficios con el mantenimiento de la legitimidad y el consenso, que el Partido Comunista había convertido en una prioridad innegociable. Dado que, incluso en el contexto de la explotación intensiva y extensiva del trabajo, las relaciones de fuerzas entre los trabajadores, el Partido y el capital, y entre los gobernantes y los gobernados, nunca son totalmente desequilibradas o fijas, la estrategia china para absorber las contradicciones de la acumulación sólo puede girar hacia una radicalización de la extraversión de la economía.

China tiene, pues, una necesidad estructural de reorganizar de forma favorable a sus intereses una economía globalizada cuya configuración ha estado hasta ahora inextricablemente ligada a la hegemonía del capital y del Estado norteamericanos.

Del ascenso de China a la lucha por la hegemonía

Así pues, China se ve impulsada por una dinámica que está reestructurando las relaciones económicas, políticas y sociales a escala mundial. Esta reestructuración se ha convertido en una estrategia explícita y deliberada por parte de los dirigentes de la República Popular. El Partido Comunista ha mantenido bajo control estatal poderosos conglomerados monopolísticos en sectores cruciales (p. 113) y ha impedido, mediante un sistema de rotación de cargos, la formación de una clase de dirigentes empresariales autónoma del Partido y solidaria con el capital transnacional extranjero (Ibid.).

Además, el Partido ha logrado canalizar el capital privado incorporando a sus representantes a través de complejas redes de relaciones informales, familiares y afectivas, que de nuevo parecen formar parte de la larga historia de las estructuras antropológicas chinas (p. 114). En cualquier caso, a diferencia de Europa Occidental, China no ha perdido su autonomía estratégica e institucional como consecuencia de su inclusión en el orden globalizado, que ahora trata de reestructurar en su beneficio.

Este intento tiene varias caras, la más espectacular de las cuales es la Nueva Ruta de la Seda (NRS, es decir, la «iniciativa del cinturón y la carretera»), un conjunto de enlaces e infraestructuras que engloba «ferrocarriles, oleoductos y gasoductos, redes eléctricas y telefónicas, puertos y carreteras», diseñado para «fomentar una mayor integración económica de al menos sesenta países, que representan casi dos tercios de la población mundial, alrededor de un tercio de la producción mundial y el 70% de los recursos energéticos mundiales» (p. 121). El efecto de esta gigantesca operación es la reestructuración de las cadenas de valor:

Las NRS promueven relaciones comerciales y financieras centradas en China, pero también la adaptación de normas técnicas igualmente centradas en China. Las eficientes conexiones que garantizan las infraestructuras se traducen en plazos de entrega más cortos y menores costes de transporte y producción […]. La mejora de las conexiones también atrae la inversión extranjera directa y fomenta el establecimiento de cadenas de suministro bajo la supervisión de las principales empresas chinas. Además de convertirse en mercados de exportación para la producción china, los países conectados por el NRS pasan a formar parte de una nueva división territorial del trabajo (p. 123).

Se trata de una reestructuración global del mercado, y no de una simple intensificación cuantitativa de la extrovertida economía china: los NRS están introduciendo cambios duraderos en la vida económica. Los países miembros de los SNR pueden satisfacer necesidades de infraestructuras y competencias técnicas que las instituciones de la globalización (como el FMI o el Banco Mundial) nunca han estado dispuestas a financiar, mientras que China, además de la financiación, proporciona los bienes y la mano de obra necesarios para construir las infraestructuras (p. 122).

Junto a las infraestructuras físicas, China invierte cada vez más en infraestructuras técnicas, como las normas que definen los criterios de cualquier mercancía que la hacen «identificable y calificable por los agentes del mercado» (p. 127). Las potencias que ostentan el poder de establecer estas normas tienen una clara ventaja competitiva. China es cada vez más activa e influyente en los organismos internacionales que elaboran normas técnicas (p. 129). Tal como la describe Bürbaumer, en páginas que conviene leer con detalle, la estrategia china se presenta como una operación coherente y sistemática destinada a desmantelar progresivamente todos los nodos –espaciales, físicos, técnicos– cuyo control permite a Estados Unidos dominar el sistema mundial de producción y comercio.

Parte de este proceso tiene una relevancia más inmediata, sobre todo en lo que respecta a la rivalidad chino-estadounidense en los campos de la inteligencia artificial y los semiconductores: «la infraestructura digital también es objeto de una feroz batalla por el control exclusivo de tecnologías clave» (p. 142), lo que presupone una intensificación de la capacidad de China para producir innovación en sectores punteros y, por ende, de la capacidad del sistema de investigación y educación para desarrollar conocimientos y competencias avanzadas en estas tecnologías (p. 144).

En última instancia, es la infraestructura monetaria el objetivo cuando China desafía la supremacía monetaria del dólar como principal divisa internacional, que permite a Estados Unidos no sólo obtener «ganancias exorbitantes financiadas por el resto del mundo», sino también disponer de un «instrumento extraterritorial de poder político» a través de las sanciones financieras (p. 169)[9]. Pero dado que la supremacía monetaria está inextricablemente ligada a una relación de subordinación política, los intentos de China de internacionalizar el renminbi tienen una relación directa con el problema de la hegemonía mundial de Estados Unidos. Porque, como nos recuerda Bürbaumer, refiriéndose a Gramsci, el concepto de hegemonía incluye la dimensión del consenso, de la adhesión voluntaria a un orden sometido a la autoridad del hegemón (p. 217). Sin embargo, como demuestra el curso de las crisis ucraniana y palestina, «Estados Unidos y sus aliados más cercanos tienen dificultades para generar el consentimiento más allá del círculo del Atlántico Norte» (Ibíd.).

Mientras que Estados Unidos, a pesar de la desestabilización provocada por China, conserva una supremacía innegable en las esferas monetaria y militar, parece encontrar cada vez más dificultades para transformar el poder de facto en un reconocimiento voluntario por parte de los actores subordinados que, en cierto modo, comparten libremente los beneficios de su lealtad al hegemón. Al desafiar el orden mundial bajo hegemonía norteamericana, al menos desde la llegada al poder de Xi Jinping[10], China ha tenido que vincular las mentes y los corazones de líderes y sociedades extranjeros a su proyecto y papel globales. Su desafío a la hegemonía, y su posible nueva hegemonía, deben llegar a ser deseables, además de estar respaldados por ventajas materiales (pp. 219-220).

China se ha esforzado cada vez más por desarrollar un discurso sobre la paz y la prosperidad que su influencia aportaría al mundo. Aunque la asociación de estas dos nociones puede traer a la mente el mito del «comercio blando», Bürbaumer señala oportunamente que parte del discurso chino hunde sus raíces en el tradicional antiimperialismo de la República Popular. El apoyo que prestó en el pasado a los movimientos de liberación sustenta el prestigio del que goza actualmente en el «Sur global» (p. 223): en otras palabras, China sigue beneficiándose del papel, tanto real como simbólico, que desempeñó durante la secuencia «roja» internacional de los años sesenta y setenta.

Además, las relaciones de China con otros países, en particular a través del SNR, difieren de las prácticas de Estados Unidos: China construye infraestructuras y fábricas en países que carecen de ellas, sin apelar a la aplicación de terapias de choque neoliberales ni a la adopción de sus propias estructuras políticas. Frente a Estados Unidos y los antiguos imperios coloniales europeos, la República Popular se presenta como una fuerza de paz, cooperación y pluralismo, frente al aventurerismo belicoso y el desprecio que muestran el hegemón y sus principales aliados.

De este modo, China despliega una compleja diplomacia con los países «periféricos», centrada en la educación, la información y la salud, sobre todo en el acceso a medicamentos y técnicas de tratamiento. Al mismo tiempo que los medios de comunicación chinos difunden información sobre China y los países del «Sur», el sistema universitario chino facilita el acceso a los estudiantes extranjeros de la periferia, a los que las universidades «occidentales» prefieren explotar o incluso rechazar cobrando matrículas exorbitantes y vejatorias (pp. 229-232):

De este modo, aumenta la proporción de futuros responsables africanos y altos funcionarios formados en la República Popular, gracias a los conocimientos tecnológicos y a los métodos de administración pública y gestión empresarial que prevalecen allí (p. 231).

Como señala Alessandra Colarizzi, el «modelo chino» puede representar un factor de dinamismo y emancipación para un continente africano con una población joven y muchas necesidades, aunque sólo sea por la mayor movilidad y circulación de personas, conocimientos y técnicas[11]. Los efectos de la estrategia china también pueden tener consecuencias imprevisibles en partes del mundo que Estados Unidos y Europa Occidental son incapaces de ver como algo más que objetos pasivos de explotación y dominación.

El desafío que China representa para la hegemonía norteamericana ya está movilizando al mundo «periférico», sacudiendo el llamado statu quo de un orden globalizado que cada vez más parece volver a la matriz imperialista y colonial del siglo XIX. China parece ser consciente de esta situación, como demuestra su deseo de presentarse oficialmente no como una «gran potencia», sino como «el mayor de los países en desarrollo»[12 ]: una elección discursiva que describe la realidad con bastante lucidez, al tiempo que marca su pertenencia estructural al campo opuesto al del hegemón. La traducción de esta posición por la implicación cada vez más asertiva de China en la diplomacia y la gestión de los asuntos internacionales es una historia muy reciente.

Conclusiones

En resumidas cuentas, China está transformando profundamente el orden mundial en todos sus aspectos políticos, económicos, sociales y tecnológicos. La hegemonía de lo que se ha dado en llamar «Occidente», término plagado de dudosas sobredeterminaciones ideológicas, se está agotando. Por supuesto, hay otros factores detrás de este desafío que la sola presión china, aunque la estrategia de la República Popular represente un momento decisivo.

El libro de Benjamin Bürbaumer traza un rico panorama de las formas en que se articula la posición china dentro de esta coyuntura. Este tipo de análisis y síntesis se ha convertido en una base indispensable para comprender las fuerzas que configuran el mundo actual, fuerzas que, según muestra el autor, hunden sus raíces en las experiencias de las revoluciones y los conflictos sociales del «siglo XX corto». Tanto la globalización neoliberal como el auge del capitalismo chino tienen sus raíces en las «secuencias rojas» de los años sesenta y setenta, y su liquidación en los albores de los ochenta.

Es explorando más a fondo el hilo del entrecruzamiento de duraciones y acontecimientos soterrados como se puede apuntar a cuestiones posteriores relativas a la República Popular, su historia, sus determinaciones estructurales y posiblemente su trayectoria futura. Aunque el análisis de los mecanismos económicos y las estrategias globales en China es meticuloso y articulado, el libro pasa por alto la estructura socio-institucional de la República Popular y, sobre todo, los posibles efectos de dos estratos históricos singulares: el de la larga duración de la historia china vista en sus estructuras antropológicas y el del periodo maoísta, incluidos los episodios «malditos» del Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural. Sin embargo, estas dos dimensiones podrían ayudar a esclarecer ciertos aspectos del auge económico durante el periodo de reformas y de construcción del consenso por parte del Partido Comunista Chino, lo que permitiría cuestionar aún más la noción de «hegemonía».

Se ha observado que, a lo largo de su dilatada historia, la China imperial exhibió una polaridad entre un gobierno concentrado y un «océano de comunidades agrarias autoorganizadas»[13]. Estas comunidades se basaban en un sistema familiar patrilineal que constituye la matriz del ideal confuciano de una sociedad formada por innumerables «círculos entrelazados», una sociedad en la que «todo el mundo mantiene una relación social, por elemental que sea»[14]. En este sistema, el «amor jerárquico» por los demás al que todos están ligados forma «una red que rodea a toda la sociedad» y garantiza la estabilidad social[15]. En otras palabras, el modelo dominante de relaciones sociales en China es la familia patriarcal extendida y ramificada, erigida en ideal moral y político por el confucianismo.

Esto significa que, a diferencia de Europa, donde las estructuras sociopolíticas dominantes eran formas altamente diferenciadas y artificiales como el gremio, la Iglesia, la ciudad y el Estado, en China «fue la sociedad civil, una sociedad extendida, estrechamente entretejida de vínculos económicos y sociales, la que se convirtió en la principal forma de organización social […]. Fue en estos sistemas familiares y en las redes interpersonales que encarnaban, y no en una Iglesia o un Estado, donde los chinos de la época imperial encontraron su principal fuente de subsistencia económica y de seguridad, así como los servicios sociales indispensables»[16]. Michel Aglietta y Guo Bai plantean la hipótesis de que estas estructuras relacionales siguen sustentando las relaciones sociales y políticas en la China actual, por ejemplo en lo que Gramsci llamaría la construcción del consenso por parte del Partido Comunista:

Los grupos de solidaridad […] son grupos amplios e inclusivos que incorporan a funcionarios locales como miembros […]. Una de las principales obligaciones de la solidaridad es hacer la parte del trabajo que le corresponde al grupo. Esta responsabilidad informal es especialmente eficaz en sistemas políticos fragmentados, donde la aplicación de la ley es débil. [Así] las autoridades chinas, por su parte, no derivan su legitimidad de la democracia procedimental. Su legitimidad procede directamente de la aceptación de la sociedad civil, basada en la actuación de la administración. Así, el Gobierno chino es directamente responsable de cualquier problema que surja en la sociedad civil, sobre todo cuando se trata de la seguridad, la sostenibilidad o el bienestar de la población[17].

Otro aspecto significativo de la formación social china y de su larga historia es la relativa indeterminación de ciertos estatus sociales y políticos y, por tanto, la sensación de que es posible cambiarlos mediante la movilización y el voluntarismo. La China imperial había unido un poder centralizado, gestionado por funcionarios seleccionados mediante oposiciones, a complejas redes de relaciones sociales y familiares locales. Esta combinación impidió la aparición de una aristocracia hereditaria como contrapeso permanente[18].

Pero también significa mayores oportunidades de ascenso social en un contexto en el que no existe una distinción esencial entre nobleza y plebeyos. En la China contemporánea, algunos observadores, como el escritor Yu Hua, han destacado la persistencia de la movilización colectiva y su capacidad, si no para transformar conscientemente las estructuras sociales, al menos para alterar profundamente las relaciones jerárquicas en el seno de la población. Yu Hua considera que tanto la Revolución Cultural como el advenimiento de la economía de mercado son manifestaciones de una actividad de masas impulsada por el deseo de cambiar su destino social:

Cuando comenzó la Revolución Cultural en 1966, el eslogan de Mao Zedong, «Tenemos derecho a rebelarnos», despertó la naturaleza revolucionaria de los elementos más débiles de la sociedad, que respondieron con fervor. Uno a uno, derrocaron a los elementos fuertes de la época, es decir, a quienes detentaban el poder […]. Los comités tradicionales del Partido Comunista y los órganos de gobierno estatales se derrumbaron en un abrir y cerrar de ojos, y surgieron órganos de gobierno falsos como setas. Bastaba con reunir a tu alrededor a un puñado de simpatizantes y, de la noche a la mañana, podías montar un cuartel general rebelde […].

Aunque, desde el exterior, la sociedad ha cambiado por completo, el espíritu ha permanecido en algunos aspectos sorprendentemente similar. Si la Revolución Cultural fue un movimiento masivo de toda la población, de forma igualmente masiva nos embarcamos en el desarrollo económico […]. Del mismo modo que al comienzo de la Revolución Cultural surgieron de golpe innumerables cuarteles generales rebeldes, en los años ochenta aparecieron de repente innumerables empresas privadas, cuando la pasión por la revolución dio paso a la pasión por el dinero […]. En el transcurso de estos treinta gloriosos años, la clase de la gente de pocos recursos ha logrado hazañas sin precedentes[19].

De estos aspectos de la historia y la sociedad chinas, sería imprudente extraer más que la siguiente conclusión: la interpretación de la dinámica china exige vincular el análisis de las estrategias del Partido a la larga historia de las estructuras sociales y a los afectos y comportamientos colectivos que sacuden o transforman las relaciones de poder y legitimidad. Podemos suponer que es a partir de estos datos como podemos hacer inteligible la singularidad del sistema social y político que aspira hoy a la hegemonía mundial, los recursos en los que se basa su dinámica económica y el equilibrio de sus instituciones políticas.

Finalmente, es en relación con dicha hegemonía que podemos plantear un último problema. Como nos recuerda Bürbaumer, la hegemonía presupone el reconocimiento por parte de las fuerzas subordinadas de su interés en admitir la supremacía del hegemón. Pero, para dar un paso más en la ruptura con cualquier visión brutalmente mecanicista de las relaciones hegemónicas, tal vez deberíamos recordar que, para Gramsci, una fuerza hegemónica no se mide únicamente por la creación de un consentimiento de facto: el hegemón sólo es tal a condición de que su hegemonía exprese una perspectiva universal, de que logre una síntesis histórica capaz de desarrollar en el mayor número las potencias genéricas de la especie humana y de utilizarlas con fines racionales.

Por eso, para el comunista sardo, la hegemonía se refiere a la «reforma intelectual y moral», es decir, a «la capacidad de implicar activamente a toda la población, haciéndola protagonista de una gran y total conmoción de las relaciones de poder»[20]. En otras palabras, la hegemonía nunca es un simple hecho: es también un valor, cuya consistencia depende de lo que permita hacer a los pueblos consigo mismos, tomando en sus manos su propio destino. Desde este punto de vista, la lucha por el poder entre las potencias mundiales sólo es interesante si puede reabrir la dialéctica de esta concepción de la hegemonía y, por tanto, la perspectiva de una forma cualitativamente superior de organizar las condiciones de la existencia humana en la Tierra.

Sería precipitado afirmar o negar cualquier cosa sobre el posible vínculo entre tal organización y las tendencias conflictivas dentro de la formación social china: a este respecto, la investigación está por hacer. Como dijo una vez un poeta alemán, «la barbarie no viene de la barbarie, sino de los negocios; aparece cuando los hombres de negocios ya no pueden hacer negocios sin ella».

Es con las palabras de otro poeta alemán, Goethe, con las que Bürbaumer concluye su obra, instándonos a barrer todo imperialismo. Por desgracia, tal operación no puede tener lugar sin pasar por turbulencias, que el libro prevé lúcidamente, y que corren el riesgo de hacer vana cualquier esperanza de una nueva hegemonía en el sentido gramsciano. Pero sería igualmente inútil temer esas turbulencias, dado el precio que hay que pagar por mantener el statu quo.

Notas

[1 ] Cf. Maria Antonietta Macciocchi, De la Chine , París, Seuil, 1971 y Simon Leys, Les Habits neufs du président Mao: chronique de la «Révolution culturelle», París, Champ libre, 1971, ambos caracterizados por una creencia inquebrantable en la omnipotencia del Presidente Mao, capaz unas veces de crear al Hombre Nuevo por decreto y otras de manipular a unos cuantos millones de subhumanos, también por decreto. Desgraciadamente, es esta visión de telenovela, que se ha independizado de los dos autores citados, la que determina en gran medida el discurso público-mediático sobre China, en contra de cualquier análisis de su historia y su estructura social. La literatura italiana sobre China y su papel en el mundo actual ofrece en general una visión bastante compleja y matizada de la sociedad y la historia chinas: véanse en particular las obras de Simone Pieranni, colaborador de Il Manifesto, como Red Mirror. Note futur s’écrit en Chine (Ediciones C & F, 2021) y La Cina nuova (Bari, Laterza, 2021), o de Alessandra Colarizzi, Africa rossa. Il modello cinese e il continente del futuro, Roma, L’Asino d’oro, 2022.

[2] Como bien nos recuerda Bürbaumer, estas diferentes áreas de conflicto no eran «en absoluto estancas» (p. 24), ya que el movimiento juvenil se extendió de los campus a las fábricas y las consignas del Poder Negro y los derechos civiles acabaron «penetrando en la fuerza laboral» (p. 25) y en los activistas sindicales.

[3] Por ejemplo, sobre el «caso» italiano, cf. La vieja, pero todavía útil, Introducción de Henri Weber a la colección Parti communiste italien : aux sources de l’eurocommunisme (París, 10/18, 1977): «La conjunción de la explosión estudiantil y de la revuelta obrera -que tanto faltó en el Mayo francés- multiplicó la potencia del movimiento de masas, así como su carga subversiva: ¡más de diez millones de asalariados participaron en la lucha por el bien! No luchaban sobre la base de consignas corporativistas, subordinadas a la lógica del sistema, sino por objetivos anticapitalistas, contradictorios con esa lógica […]. Esta lucha contra la organización capitalista de la producción conduce a la reivindicación del control obrero sobre la organización del trabajo […]. El movimiento de delegados de base, que desembocó en la creación de consejos, se desarrolló contra la política de los dirigentes sindicales […]. La influencia del movimiento estudiantil y de la extrema izquierda revolucionaria en las asambleas […] da testimonio de ello […]. Como sabemos, este movimiento anticapitalista (y antiburocrático) de las masas no se limita a las paredes de las fábricas. Se apoderó del campo de las condiciones de vida y de las instituciones: un movimiento por la auto-reducción del precio del transporte, del gas, de la electricidad, del teléfono, de los alquileres, de los impuestos […]; la lucha contra la falocracia y la familia patriarcal, contra la escuela, la justicia de clase y el ejército» (pp. Se trata claramente de los mismos «momentos» que componen la secuencia en Estados Unidos. No fue en absoluto casualidad que Italia llamara especialmente la atención de la Comisión Trilateral, que, como nos recuerda Bürbaumer, fue un actor clave en la reestructuración global del capital que surgió de la crisis de los años setenta.

[4 ] Observar una caída histórica de la tasa de beneficio no significa admitir la existencia de una tendencia a la baja inmanente a la dinámica capitalista. Esta última hipótesis puede asociarse a la idea (perjudicial) de una tendencia del capitalismo a superarse a sí mismo a través de su movimiento interno. Sin embargo, la formulación de Henryk Grossmann de la teoría de la tendencia a la baja de la tasa de beneficio pretende vincular explícitamente los límites internos de la valorización capitalista con las luchas sociales y las estrategias de los poderes capitalistas. La obra de Grossmann cayó en el olvido durante los Treinta Años Gloriosos, cuando el único límite inmanente a un capitalismo creciente parecía ser el antagonismo directo de la clase obrera, pero merece ser releída en un momento en que el estancamiento de las luchas coexiste con el surgimiento de poderosas turbulencias en el seno del sistema. Cf. Romaric Godin, «Henryk Grossman, replacer la lutte de classes au cœur de la crise capitaliste», en Mediapart, 5 de agosto de 2023, https://www.mediapart.fr/journal/economie-et-social/050823/henryk-grossman-replacer-la-lutte-de-classes-au-coeur-de-la-crise-capitaliste.

[5] Bürbaumer cita a William Milberg y Deborah Winkler, Outsourcing Economics. Global Value Chains in Capitalist Development, Cambridge & New York, Cambridge University Press, 2013, p. 12.

[6] «El alcance de las reformas liberales (1979, 1984, 1987-1988) se diluyó con las medidas contrarias (1981-1982, 1986, 1989-1991)» (p. 72). Esta oscilación parece ser una característica estructural o al menos persistente de la gubernamentalidad china y merecería sin duda un análisis en profundidad.

[7] Bürbaumer señala que las inversiones extranjeras en China son gestionadas a nivel de aldea o comuna por agentes locales (intermediarios, comerciantes, productores, etc.) vinculados a empresas extranjeras mediante contratos (p. 92). Así pues, las cadenas de valor mundiales están vinculadas a una estructura social y familiar china a la vez muy dinámica y densamente estructurada con vínculos de solidaridad más o menos informales. Sobre estos aspectos, véase Michel Aglietta, Guo Bai, La voie chinoise. Capitalisme et empire, París, Odile Jacob, 2012.

[8] Giovanni Arrighi, Adam Smith in Beijing, Londres & Nueva York, Verso, 2007, hace especial hincapié en este aspecto de la sociedad china, argumentando que el auge de las economías asiáticas, y de China en particular , a finales del siglo XX se basó en una gran masa de trabajadores poco cualificados, no atados a tareas fragmentadas, sino dotados de una gran capacidad para realizar múltiples tareas y una voluntad de cooperar, de compartir el trabajo y la responsabilidad dentro de la familia o la aldea, y de integrarse en la comunidad laboral.Por el contrario, estaban dotados de una gran capacidad para realizar múltiples tareas y de una voluntad de cooperación, de compartir el trabajo y la responsabilidad dentro de la familia o el pueblo, de integrarse en la comunidad de trabajo, de responder con flexibilidad a las emergencias o los imprevistos y de anticiparse a las dificultades. Si seguimos a Arrighi, podemos concluir que uno de los principales resortes de la productividad laboral en China es el habitus de cooperación y acción colectiva, que puede encontrarse, de otra forma, en los eslabones de «proximidad» dentro de las cadenas de valor.

[9] El poder monetario extraterritorial de un Estado está ligado al grado de internacionalización de la moneda que emite y se despliega en las tres funciones del dinero – medio de cambio, unidad de cuenta, reserva de valor – proyectadas a nivel internacional (p. 176).

[10] Bürbaumer señala que la implicación de China en los asuntos internacionales ha sido siempre una preocupación de sus dirigentes desde los años noventa, en paralelo a su desarrollo interno (p. 221).

[11] Alessandra Colarizzi, África Rossa …, op. cit .

[12] Ibid .

[13] M. Aglietta, Guo Bai, La voie chinoise, op. cit ., p. 29.

[14] Ibídem, p. 30.

[15] Ibid .

[16] Ibídem, p. 32.

[17] Ibídem, pp. 397-399.

[18 ] Ibid, pp. 37-38.

[19] Yu Hua, La Chine en dix mots, Arles, Actes Sud, 2010, pp. 265-267.

[20] Fabio Frosini, «Riforma intellettuale e morale», en Guido Liguori, Pasquale Voza (eds.), Dizionario gramsciano, Roma, Carocci, 2009, p. 711.

Fuente: Contretremps,   (https://www.contretemps.eu/mondialisation-capitalisme-hegemonie-chine-etats-unis/)