Dos lógicas de un movimiento: una lectura del 15-M y sus libros
Xavier Domènech Sampere
En su libro sobre el 15-M, Carlos Taibo nos anuncia que “Nada será como antes”, mientras que otra voz, la de Pilar Velasco en No nos representan, afirma sin asomo de duda: “desde España se ha exportado el único modelo de movilización posible (…) el movimiento de los indignados ha entrado en la Historia”. Y ciertamente, siguiendo a Taibo, el movimiento que irrumpió hace apenas dos meses en nuestras vidas ha tenido un elemento emocional innegable y, en este sentido, ha marcado una cesura. Uno se descubre de golpe, inesperadamente, llorando en una plaza mientras escucha una canción. En una plaza donde nunca antes le ha brotado una lágrima y con una canción que tampoco le ha obligado a esforzarse a contenerlas. Por lo que se ve, según nos relata Amador Fernández-Savater en otro texto que se encuentra en Las voces del 15-M, lo mismo le sucedía a una militante del Partido Popular en otra plaza del Estado. Probablemente ello nos habla de una impotencia contenida y aislada durante demasiado tiempo, compartida por demasiadas personas que un día se descubren a sí mismas no siendo una, sino miles, no siendo pocas, sino muchas. Pero si todo se reduce al componente emocional -que podemos acabar por compartir con gente que, como la muchacha que nos describe Fernández-Savater, nos es ajena cuando salimos del mundo de la plaza- o a la autoexaltación, poco avanzaremos más allá de aquel momento. Después de todo, la gente no hace lo que hace –esperamos– sólo para entrar en la “Historia”, así, en mayúsculas, a pesar de que viendo las librerías uno podría pensar que el movimiento efectivamente lo ha hecho. Lo podría pensar. Nunca un movimiento había dado lugar a la publicación de tantos libros -una decena como mínimo ya- en tan poco tiempo. Parafraseando a Churchill parece, de nuevo, que nunca tantos debieron tanto a tan pocos (es broma, aunque hay autores que se prodigan hasta en tres libros diferentes para decir casi lo mismo casi con las mismas palabras).
A Enric Juliana, el comentarista de derechas con más categoría de este país –que sin duda juega en una liga mayor entre los opinólogos, incluyendo desafortunadamente a los de izquierdas–, le gusta sugerir al referirse al movimiento del 15-M que éste no es sino una forma moderna y de andar por casa de peronismo: los “descamisados” patrios y modernos se habrían lanzado a las plazas a bailar una apasionado tango con Evita y poco más. A pesar de la mala leche gastada en esta afirmación, no se puede negar que hay un punto de populismo en el 15-M. Esta es una de sus principales virtudes, la de integrar todo tipo de discursos y malestares. Pero corre el riesgo de ser su propia tumba. Tal como explica el interesante texto de Íñigo Errejón, en este caso en el libro Las raons dels indignats, “si sus interpelaciones se amplían sin fin, serán tan atractivas como vacías”. Y es que el 15-M, más que producir –como parece sugerir el propio Errejón- una recomposición de la hegemonía social, cultural y política a su favor, nace y se desarrolla en una crisis de hegemonía sin parangón en las últimas décadas. Interactuar y crear, en este sentido, no son exactamente lo mismo. En un caso sabes que formas parte de una realidad, en el otro puedes pensar fácilmente que eres la realidad.
En la medida en que obedece descarnada y públicamente a los dictados de los mercados, en el marco de una crisis que es sistémica, el capitalismo liberal democrático se muestra a ojos de una parte creciente de la población como poco o nada democrático, hundiéndose en el proceso gran parte de su legitimidad social y política. Tan sólo en este contexto se entiende que, cuando las acciones protagonizadas por el movimiento frente al Parlament de Catalunya produjeron la reacción de todos los resortes de creación de opinión del establishment, el resultado más inmediato fuese la gran manifestación del 19 de junio vivida en Barcelona. Cuando la democracia establecida llamó a defender su legitimidad última, en un discurso por otro lado absolutamente hinchado, se encontró con que una parte importante de la población, reflejada también en las encuestas de esos días, tenía dudas sobre quien la representaba: si el movimiento o las instituciones. Esto no habría sido posible sin la crisis, sin su gestión reaccionaria y sin la defensa de una agenda definida por el capital tanto por parte de la derecha como de la izquierda gobernante. En este sentido, y en la medida en que cuestiona que las instituciones sean representativas de la población y señala los causantes de la crisis, el movimiento del M-15 se sitúa en el centro, y prácticamente como portavoz único, del descontento social. Ningún otro movimiento que haya cuestionado el funcionamiento de la democracia ha alcanzado los niveles de apoyo -en algunos momentos cercanos al 70% y al 80% de la población- que ha tenido el 15-M. Esto nos habla del movimiento, ciertamente. Pero nos habla más aún de la situación de la democracia establecida, ya que la existencia “de un enemigo que define su unidad”, según nos explica el mismo autor de antes, no garantiza por sí sola la conversión de la protesta en un sujeto social y político, ni tampoco que el movimiento esté protagonizando una recomposición de la hegemonía alrededor suyo. Ciertamente, su aparición ha permitido cambiar las agendas públicas y ha sido el detonante de nuevas actitudes y acciones de resistencia marcadas por unos valores que nadie había previsto. En este sentido, ha sido agua de mayo en medio de una sequía que parecía ya invivible. Pero hará falta algo más. Y es que el contexto, la lógica del movimiento y su capacidad de propuesta, también determinarán su suerte.
De enjambres, manadas de lobos y otras fábulas: la genealogía de un movimiento
En la construcción de la narrativa del movimiento que emerge de los libros dedicados a él, hay algo de batalla por su memoria, de pasión, como no podría ser de otra manera, por impulsarlo hacia adelante, y de elementos que ayuden a su articulación y comprensión. En este sentido, más allá de los textos que sitúan su origen en la CIA y sus objetivos en la activación de una revolución naranja dirigida a reforzar el propio sistema, reunidos en el libro Indignados, es posible encontrar unos primeros intentos más serios para establecer su genealogía. Prólogo que en algunos casos deviene epílogo de la mirada que atraviesa el movimiento, cubriéndolo más que descubriéndolo.
Para algunos, los antecedentes de lo acontecido deberían rastrearse en el movimiento antiglobalización, nacido a finales de la década de los noventa y desaparecido a principios del cambio de milenio (convirtiéndose así en uno de los movimientos más cortos de toda la historia de los movimientos sociales, a pesar de los ríos de tinta, libros, tesis y paradigmas que se establecieron en torno a él). Para otros, sus referentes inmediatos serían el 11-M de 2004 y el movimiento anti-Bolonia. Sin embargo, de entre todos destacan los que afirman su novedad radical, en abierta ruptura respecto de todos los movimientos sociales del pasado (tal y como ya se hizo, por otra parte, con el movimiento antiglobalización). Para dar cuenta de esta ruptura, vuelven a usarse incluso viejas metáforas animales. Metáforas que, a la espera de la maduración de un tercer animal que haga justicia a la novísima novedad actual, se centran en la diferencia entre el modelo de la manada de lobos –propia del pasado-, y el del enjambre, propia de un presente que se inicia en los noventa. La primera imagen, la de la manada de lobos, evocaría la forma de acción política de los partidos de vanguardia disciplinados y jerárquicos que, como reflejo directo de la sociedad-fábrica fordista, actuarían como una jauría de lobos hambrientos. La
imagen del enjambre nos hablaría en cambio de formas de acción política dinámicas, creativas y sin centro-ordenador, reflejo de la sociedad precaria donde el trabajador no sólo usa su cuerpo, sino que trabaja básicamente con la mente. Estas formas actuarían de manera dispersa pero terriblemente efectiva como un imparable ataque de abejas.
Podría decirse que estas metáforas son, en verdad, animales, ya que ni los partidos de vanguardia fueron dominantes entre las clases populares del siglo XX, ni la acción política ha sido nunca el mero reflejo de un tipo de organización de la producción. De hecho, las vanguardias surgieron allí donde no existía el fordismo (en la Rusia de principios de siglo en sus diversas variantes o en la China de los años 20 y 30) pero sí las dictaduras. El modelo del partido dominante que adoptaron los movimientos emancipatorios del siglo XX en las sociedades industriales fue el del partido de masas, como el SPD alemán, y no el de vanguardia. Estos últimos se formularon no en sociedades industriales, sino en y para sociedades dictatoriales (tal y como era la Rusia zarista), donde realmente dominaron como tales (en Rusia, China, Vietnam o, con diferencias, Cuba). Es por eso que en occidente, los partidos comunistas de vanguardia sólo devinieron dominantes en el marco de la resistencia, ya que eran los más preparados para afrontar la situación bajo una dictadura (en Italia o Francia, durante la Segunda Guerra Mundial, y en España bajo el franquismo). Por eso mismo, estos partidos comunistas surgidos de la resistencia, una vez acabada la dominación fascista, adoptaron significativamente la forma de partidos de masa y no el modelo leninista. En este mismo sentido, tampoco se puede afirmar que la creatividad, la organización en red, o incluso, las organizaciones supranacionales, sean únicamente patrimonio de los movimientos sociales de la década de los noventa y de la primera de nuestro siglo. En esta línea, los restos de Negri y sus epígonos de poco sirven para pensar nuestro presente.
Es cierto, sin embargo, que ha habido cambios importantes en la acción de los movimientos sociales desde los años sesenta hasta hoy. Y también es cierto que estos cambios están relacionados con la transformación de la sociedad y de las relaciones de producción. Abordarlos todos aquí nos apartaría del camino que señalan los libros sobre el 15-M. Pero hay uno que ha caracterizado de manera específica este movimiento, que emerge de la lectura de sus libros y cuyo interés es innegable. Se trata de un elemento abordado de una forma menos globalizadora que los intentos antes mencionados de establecer genealogías, en los textos de Gala Pin e Hibai Arbide en Les Raons dels Indignats y también en Les veus de les Places, en el capítulo de Klaudia Álvarez en Nosotros los indignados, y en el magnífico texto de Alba Muñoz, precedido por una extraordinaria crónica del movimiento que debemos a la mano de Ana Requena, en Las Voces del 15-M (probablemente el libro en conjunto más completo, sugerente y menos ideológico de los que han salido). Por primera vez, con pocos precedentes más allá del de V de Vivienda, un movimiento sale de la red, y no sólo la utiliza, para ir hacia la calle. La aproximación a este aspecto del fenómeno deviene indispensable. Lo interesante de estos textos, de hecho, es que no se limitan al componente organizativo del proceso. Nos dan elementos para comprender la red como un elemento que diluye la potencia del control de los medios de comunicación tradicionales, que teje voces y crea nuevas identidades, que resulta básica para liberarse de los espacios del poder y reaprender fuera de ellos que no somos uno sino muchos. Nuevas redes que dan libertad y en las que, a pesar de todas las rupturas producidas, lo que fluyen son paradójicamente imaginarios que parecían ya olvidados.
En efecto, a pesar del mantra que se despliega en alguno de los textos al nombrar la novedad radical del movimiento –y que a veces se vuelve anatema contra los militantes provenientes de la izquierda radical, conminados a cohibir su discurso que de nada serviría en el nuevo contexto- lo cierto es que lo que ha retornado es la palabra pueblo, y no “multitud”, los sujetos fuertes y no los débiles (“el pueblo unido jamás será vencido”), la “democracia real” o la “revolución”. Es decir, todas aquellas palabras que ni la misma izquierda radical se atrevía ya a mentar, y menos aún aquella que se pretende (post)moderna o hija de todas las rupturas. Tal como nos explica Juan Carlos Monedero en su texto en La rebelión de los indignados, el único himno que se sabe que se ha escuchado en las plazas no ha sido otro que la Marsellesa. Tiene más de doscientos años: no está mal. Un himno que para muchos es sistémico –el oficioso del Estado francés– y que sin embargo no ha perdido su carga revolucionaria. Por eso, de hecho, durante el bicentenario de la revolución francesa, en 1989, las autoridades se plantearon su eliminación, cosa que no consiguieron. Como tampoco pudo evitar CiU que Els Segadors fuera el himno de Cataluña. En ocasiones, una parte de los activistas, en su intento de renegar de aquello que se considera pasado, pensando que así se llegará a una gente que cuando irrumpe en el espacio de la protesta no puede ser más clásica, olvida que la tradición es algo vivo. Algo que puede activar su carga de cambio en cada nuevo presente cada vez que siente que está siendo violentada. En este caso, lo que se percibe como violentado no es otra cosa que la democracia. Y lo que se levanta no es otra cosa que su proclamación en toda su amplitud y significados.
El qué, el cómo y el porqué
Si hay un debate que mueve a la sonrisa en los diferentes libros, ya que en algún momento adquiere tintes metafísicos y esconde muchos problemas de fondo no afrontados abiertamente, es el del “cómo” y el “qué”. Seguramente quienes lo plantean más claramente son los textos de Hibai Arbide, cuando afirma en Les raons dels indignats que “aquello que une al movimiento no es tanto el qué, sino el cómo”, y de nuevo, de Íñigo Errejón, cuando dice que “Los procedimientos están bien, pero no dejan de ser el ‘cómo’. Será en el ‘qué’ donde el movimiento articulará más simpatías y alianzas –se hará más pueblo– y agudizará la crisis de autoridad”. En muchos textos, este debate se cierra con el acuerdo común de que, en todo caso, “nadie nos representa”. Este acuerdo establecería una unidad superadora del “qué” y el “cómo”, con alguna sentencia definitiva como la de Ramón Cotarelo en el libro Indignados: “Jamás había estado tan claro que la oposición entre Rosa Luxemburg (el fin lo es todo; el movimiento nada) y Eduard Bernstein (el fin es nada; el movimiento, todo) era absurda, porque el fin y el movimiento son lo mismo.” Pero si es dudoso atribuir a Rosa Luxemburg una afirmación como esta, más allá de una de sus primeras polémicas, también lo es que este debate esté realmente cerrado. De hecho, se sitúa problemáticamente en el corazón de las dos lógicas que pueden atribuirse al movimiento.
Carlos Taibo, en un libro que es de los más humildes y en este sentido de los más veraces que se han publicado, capta muy rápidamente lo que él denomina las dos almas del movimiento: la rupturista y la reformista. Es más, capta también una posible evolución de las mismas para el caso de Madrid. Si allí los activistas más radicales habrían sido inicialmente los predominantes, poco a poco la hegemonía habría pasado a quienes buscan un cambio “en” el sistema y no “de” sistema. Una evolución probablemente inversa a la vivida en Barcelona. Si aquí inicialmente los activistas más radicales no habrían visto como propio el 15-M, un vez éste ya había producido su primer impacto, progresivamente habrían teñido con más fuerza su decurso. Esto es así, probablemente, porque, se diga lo que se diga, en Barcelona la eclosión de las plazas se inscribe en un ciclo que ya había comenzado como mínimo en septiembre, con la movilización de los barrios y la acción del Banco okupado en el marco de la huelga general, y que tuvo continuidad hasta llagar a mayo. No en vano el 1 de mayo alternativo, con un contenido propio de la izquierda radical, había mostrado, ya antes de la irrupción del 15-M, una apreciable capacidad de movilización. Tampoco el marco político en el que se mueve el movimiento en Barcelona y en Madrid es exactamente el mismo: aquí eclosiona en medio de las movilizaciones contra los recortes sociales. De todas formas, ahora que el movimiento se ha replegado a los barrios y a la red, es probable, tanto en Madrid como en Barcelona, que el activismo más radicalizado, en medio de una realidad también cada vez más radical, sea de nuevo el predominante. En este sentido, la diferencia entre la militancia anterior y posterior a la irrupción del movimiento reside, más que en su proclamada desaparición, en el hecho de que en el proceso ésta ha aprendido a encarar un lenguaje y unas formas de acción de mayorías. Pero más allá de esto, el problema sigue latente. Tal como dice Raimundo Viejo, en Les raons dels indignats, “Además de querer operar un cambio ‘en’ el sistema, en las plazas se aspira a cambiar ‘de’ sistema ¿Hasta dónde llegará esta ruptura constituyente? El final está todavía abierto.”
La percepción compartida por las dos almas del movimiento se basa en la idea de que el sistema representativo, en tanto y en cuanto no obedece a sus representados, sino a aquellos a quien nadie puede controlar democráticamente, se ha convertido más en un problema que en una solución. De ahí el shock con el que las direcciones de los partidos de la izquierda parlamentaria no gubernamental han afrontado el 15-M. Desde su punto de vista, gran parte de les demandas concretas del movimiento figuran desde hace años en sus programas. Y ciertamente es así, lo cual explica su incomprensión frente al hecho de que el movimiento se haya negado a reconocerlos como su voz en las instituciones (lo cual no significa que a la larga no encuentren mecanismos para capitalizarlo electoralmente en parte). Lo que ocurre es que el problema reside en el sistema globalmente considerado. Éste, en efecto, ha mostrado que no es aquello que dice ser -una delegación del poder del pueblo-. Y en la medida en que esta izquierda tiene su centro de actuación en el aparato institucional de este mismo sistema, y no ha desarrollado un discurso de crítica global a sus mecanismos, no es percibida como una parte de la solución, sino como una parte del problema. Y de aquí la unidad que despierta el lema “nadie nos representa”.
Dicho esto, hay una cuestión que a veces no se quiere afrontar. En este lema caben dos significados: que el sistema tiene una crisis de representación o que el sistema no nos puede representar. La primera acepción del lema es muy clara, no tanto entre aquellos reticentes a afrontar este debate más allá de la oposición entre el “cómo” y el “qué”, sino entre quienes han optado por abrirse a pequeñas y diversas entrevistas. En un par de ellas, recogidas en el libro Las voces del 15-M, queda bastante claro: “Primero queremos que el sistema sea efectivo” –es decir que sea lo que dice que es–; “Y lo que pretendemos desde el principio es que los gobernantes dejen de gobernar para los poderes financieros y empiecen a gobernar para los ciudadanos”. Este alma reformista puede alcanzar extremos singulares. Así, uno de sus portavoces, Pablo Gallego, llega a plantear en Nosotros los Indignados que el paro se debe a la existencia del seguro de desempleo que desincentiva la búsqueda de trabajo o que la parálisis social actual tiene sus orígenes en la falta de iniciativa de una mayoría que solo aspira al funcionariado, para acabar pidiendo un mercado completamente libre de trabas. Sin embargo, se trata de un caso extremo, que nos habla de la pluralidad que puede llegar a expresar este apoyo del 70-80% de la población. El centro de las demandas, en todo caso, pasa por la exigencia de una nueva ley electoral, de una más clara división de poderes, del fin de la corrupción, o de la implementación de nuevas técnicas, explicadas en el texto de Iván Giménez en La rebelión de los indignados, de Open Government. Todas estas demandas plantean una solución progresista de la crisis, ya que pretenden estrechar los vínculos entre el sistema representativo y la población, intentando imposibilitar así la influencia de los intereses económicos en la dirección de nuestras vidas. Sin embargo, frente a estas propuestas que animan el movimiento, surge de nuevo la pregunta clave planteada en el genial texto de David Fernández en Les veus de les places: “¿cuánta democracia aguanta el capitalismo?”. Es decir, en la situación actual, ¿el reformismo es posibilismo?
Más allá de toda la propagandística generada por los aparatos policiales, los políticos y los medios de comunicación sobre los antisistema, lo cierto es que, con frecuencia y más allá de las retóricas, éstos lo son más por su diagnosis que por las soluciones que proponen. Es decir, se parte de una consideración general sobre el hecho de que el sistema no es sostenible social, ecológica, energética, económica o éticamente, y a partir de aquí se actúa. Pero en esta actuación se acaba por demandar medidas reformistas a falta de un modelo alternativo claro que oponer al sistema. En este camino, que ofrece ciertas virtudes de cara a los intentos de criminalización hechos desde el sistema, los “radicales” lo son en tanto intentan defender una sanidad pública, una escuela pública, un modelo alimentario o los derechos laborales. A pesar de ello, la irrupción del movimiento en el marco de una crisis tan clara de hegemonía del sistema ha puesto en primer término, de nuevo, la necesidad de su transformación radical: “aquí empieza la revolución” ha sido uno de los gritos increíblemente más coreados. La emoción de muchos militantes al escucharlo probablemente provenía más de no haber visto nunca cómo tanta gente junta gritaba su necesidad que del hecho de que la situación fuera revolucionaria en sí. Pero esto no quita que, a partir de una percepción creciente, la de la necesidad de un cambio radical, haya resurgido también el problema de la alternativa. Un problema, no obstante, demasiado serio y complejo para los movimientos emancipatorios actuales, que no admite una solución rápida. En los textos recogidos en los libros, unos, los que provienen de la izquierda anticapitalista organizada a través de la forma partido, han optado sencillamente por no mentarlo. Seguramente, su análisis es demasiado deudor del ciclo de luchas de la antiglobalización como para no ver en el presente una reedición de un pasado reciente. Desde esta óptica, lo que se estaría viviendo sería un nuevo ciclo de acumulación de luchas y fuerzas, pero no mucho más. Ciertamente es difícil pensar, a pesar de todo lo que se haya gritado y proclamado, que se esté viviendo una revolución. No obstante, mimetizar esta situación con la de los noventa parte de un análisis que, en mi opinión, sigue siendo deudor de un movimiento y de una idea de acumulación política muy singulares. La situación, en verdad, es radicalmente diferente, y de la misma manera que ésta no es una crisis usual, tampoco se puede seguir pensando con viejos esquemas.
Fuera de este marco, otros agentes han optado, como ya se ha dicho, en insistir en la novedad del “cómo”, proponiendo un análisis en el que el movimiento en sí mismo, más que en su interacción con el poder, aparece como vehículo de transformación radical. Esta segunda vía interpretativa soluciona muchos problemas en términos discursivos, pero pocos, desde mi punto de vista, en términos reales. La postura más aparentemente radical frente el problema de las alternativas es, sin duda, la que adopta Santiago López Petit. En sus dos textos que abren y cierran Les veus de les places, es contradictoriamente claro. En el primero, utilizando como nadie un “nosotros” mayestático que pretende convertir su voz en la Voz y que niega toda la complejidad que se desprende del movimiento, nos anuncia que “Jamás sabrán quienes somos. Por eso tiemblan (…) No sabrán quiénes somos pero tampoco sabrán qué queremos. Nosotros no hemos de dar alternativas (…) Las alternativas son siempre trampas porque se dan dentro de lo que hay, y en cambio nosotros rechazamos lo que hay”. De este modo pretende romper cualquier nudo gordiano que se plantee: no hay “qué”, el “qué” es sistémico. No obstante, si no hay ha “qué” y sólo reificación constante de un “yo” que pretende ser “nosotros”, finalmente se plantea un problema que puede acabar disolviendo el movimiento. Si no hay objetivos, en efecto, ¿para qué el movimiento? Como discurso poético puede funcionar, como discurso de movimiento no sirve de nada y es por eso que él mismo cierra el libro con una propuesta de objetivos para pasar “de indignados a revolucionarios”. Una propuesta que, paradójicamente, acaba por ser extremadamente “reformista”: renta básica, no a los desahucios, no a la Ley Sinde, etcétera. Y si eso es pasar de indignados a revolucionarios…. Se salva, finalmente, la contradicción, afirmando que en realidad “la estrategia de objetivos se inscribe y tiene sentido sólo en el interior del movimiento que deslegitima el Estado de los Partidos”. Con lo cual seguimos estando en el principio, ya que la propuesta deviene de nuevo retórica o, si se quiere, poesía.
Otras voces, que reconocen en el anterior autor a uno de sus principales referentes, amplían sin embargo la solución de una forma más congruente, también a partir de la insistencia en el “cómo”. En este caso, tal como afirman Ivan Miró y Flavia Ruggieri, en su texto de Les veus de les places, el grito “no nos representan” constituiría una ruptura radical, ya “es la asunción del fin de la delegación, la grieta por donde emerge la capacidad de autoorganización. La fuerza de la cooperación social”. En este contexto, “la alternativa son las propias plazas” y “la plaza es la metáfora de la nueva sociedad”. Algo similar es lo que viene a decir Amador Fernández-Savater: “La democracia que queremos es ya la misma organización de la plaza”. De ese modo, el “cómo”, y no el “qué”, se convierte en principio y final, en medio y objetivo. Un “cómo” que, al centrarse tan sólo en uno de los medios del movimiento y en la apelación a una autoorganización social todavía no suficientemente explicada y confrontada en todas sus posibilidades, puede quedar pequeño fuera de un mundo, el de una plaza, que por grande que pueda llegar a ser es también efímero.
Seguramente, pensar alternativas al sistema fuera de las metáforas o la poesía es todavía un recorrido difícil. Pero es un recorrido que no se puede obviar, o solucionar rápidamente, si se cree realmente que el sistema es insostenible. A veces, es mejor decir que aún no tenemos un “qué” claro que afirmar que éste no existe, que es una trampa, o bien que todo se soluciona disolviéndolo en un “cómo” extremadamente débil como alternativa. La parte reformista del movimiento puede pensar que este problema no le atañe, y la rupturista pretender solucionarlo rápidamente, pero afecta por igual a las dos almas del movimiento. De hecho, más allá de la idea de que este movimiento en sólo dos meses ha traído un cambio radical con todo lo anterior, o que ha superado todas las tensiones entre proceso y objetivos, ya que el proceso es el objetivo y el objetivo es el proceso, lo cierto es que históricamente el reformismo fuerte solamente ha tenido éxito cuando la existencia de una alternativa también fuerte al sistema impelía a éste a negociar.
¿La revolución fue una fiesta?
Decía Makinavaja, después de matar a un torturador de la policía, que lo había hecho porque en un mundo sin ética a las almas sensibles tan sólo les quedaba la estética. De todas formas, cabe recordar que, tal como escribía en la pizarra el profesor de estética Valverde justo antes de abandonar la universidad franquista en protesta por la expulsión del catedrático de ética Aranguren, no hay estética sin ética. El movimiento del 15-M ha supuesto una irrupción de una intensidad proporcional a la de las varias decepciones y frustraciones anteriores a su génesis. Y cuando se han buscado palabras para describirlo parecía que pocas lo podían contener: “revolución”, “entrar en la historia”, “escribir la historia” o, según nos explica una de sus portavoces, Aída Sánchez, en No nos representan, no otra cosa que “la mayor movilización ciudadana que jamás haya tenido este país…”. No pondremos ejemplos de otras movilizaciones, como tampoco de lo que es una revolución. Después de todo la fuerza del movimiento también vive de su confianza y optimismo, que se transmuta en coraje. Pero sin perder esto de vista, es imprescindible mantener un cierto sentido de la realidad, si no se quiere que esta fuerza acabe derivando en frustración cuando no se vean claras las salidas. Y la realidad es que estamos viviendo, no una revolución, sino el contexto de la más grande reacción, esta sí, de la historia reciente de nuestro país, y que si hay alguna esperanza vendrá solamente del tipo de movimientos que hemos vivido hasta ahora. Hace falta cuidar la esperanza y no tan sólo extasiarla. El propio movimiento tiene que poder no quedar atrapado en sus metáforas, ni en codificaciones y principios establecidos en demasiado poco tiempo. Su principal aportación ha sido saber, de nuevo, que nada está escrito. Por eso, no se puede permitir que el afán de escribir ahora demasiado rápidamente nos impida de nuevo saber que nada está escrito. No sabíamos si pasaría o no, lo deseábamos pero no lo sabíamos, y cuando pasó no pasó como nadie había imaginado y nos gustó precisamente por esto. Pensar sobre ello nos da herramientas, pero establecer legitimidades o principios inmutables no parece que nos puede ayudar mucho a andar. Las formas de acción actuales pueden ser radicalmente diferentes dentro de unos meses. Los medios que se han establecido como símbolos pueden ser sustituidos por otros nuevos o la crisis de hegemonía del sistema cambiar radicalmente las formas de acción y discurso. Cabe pensar, más allá de la autoconfianza, que no es imposible una capitalización política del movimiento por parte de discursos populistas generados dentro del mismo sistema. Ya ha ocurrido con movimientos similares, cuando éstos no han afrontado ciertos problemas. Cabe ver también, más allá de la autoglorificación, la gravedad radical de la situación. Cuando el movimiento de la generaçao a rasca de Portugal, que ha sido el precedente más inmediato del 15-M tanto por sus formas de organización como por su sorprendente capacidad de convocatoria inicial, acabó su primer y espectacular ciclo de irrupción, quiso encaminarse, a falta de salidas más claras, hacia una gran campaña por una ILP. En medio del proceso, el país fue intervenido por el FMI y dejó al movimiento absolutamente descolocado. No hay medios únicos, ni formulas unívocas. Todo es válido y todo lo puede dejar de ser. Personalmente, creo que es lo único que he aprendido, pero también puede ser que no haya entendido nada. En todo caso, más que leer, seguiré al lado de aquellas personas que, en un momento de peligro, nos han retornado la confianza en los otros, en todos los otros, porque es cierto que –no sé si en el movimiento– en nuestro mundo, ya nada será igual.
Xavier Domènech es historiador y profesor de la Universitat Autónoma de Barcelona. Su último libro es Clase obrera, antifranquismo y cambio político, La Catarata, Madrid, 2008. Este artículo fue publicado originalmente en catalán en el blog http://inicis.blogspot.com/ el pasado 22 de julio de 2011 y ha sido traducido para su publicación en SinPermiso por el propio autor.