Un punto de encuentro para las alternativas sociales

La democracia ¿un gobierno del pueblo o un arma del poder?

Adriana López Monjardin

Declaramos que en este territorio gobierna y gobernarán siempre nuestras autoridades autónomas, porque a ellos los necesitamos, porque nos respetan, porque los conocemos y nos conocen, porque nos obedecen y los sabemos obedecer […]
Nosotros que ya decidimos luchar, sabemos muy bien que nuestra lucha es justa y necesaria para todos los pobres, que aunque nieguen y lo renieguen, la lucha será para los hijos y su futuro, y es nuestra tarea ganarla, para dejarles un mundo más justo, que ahorita no hay, pero que estamos aprendiendo a construir. Por eso tenemos problemas y por eso luchamos.
Ahorita para nosotros que estamos luchando, sólo nos queda la cárcel y la muerte, ahí lo demuestran las acciones de los poderosos ¿y ustedes hermanos? ¿Qué están haciendo? ¿Dónde están dirigiendo su lucha? Luchar junto al poderoso los llevará siempre a un camino más cómodo y menos cansado, sin tantos sufrimientos, pero luchar al lado del pueblo, hay muchos sufrimientos, tristezas y cansancios porque allí hay rebeldía y resistencia, pero con la esperanza de un nuevo amanecer de libertad, justicia y democracia.

Discurso de Claribel durante la manifestación en defensa del municipio autónomo Tierra y Libertad, 11 de mayo de1998.

La democracia es inseparable de la ética, la libertad y la justicia. Sin embargo muchas veces, a lo largo de su milenaria historia, ha sido degradada, restringida y aprisionada por los poderosos, que la esgrimen como un arma contra otros seres humanos hasta hacer estallar sus sentidos más elementales: cuando el ejército más terrible del planeta lanza bombas de fragmentación sobre el pueblo de Bagdad, envía misiles contra los periodistas y condena a una muerte lenta, dolorosa y prematura incluso a niños que todavía no nacen, al sembrar de municiones de uranio empobrecido los campos y los barrios de su patria.

En nombre de la democracia se libran y enmascaran todo tipo de batallas en todo el mundo. «La democracia sería una palabra muy pobre si no fuera definida por los campos de batalla en los que tantos hombres y mujeres combatieron por ella», dice Alain Touraine. Se trata de una palabra, una idea, una utopía cargada de significados. La historia de la ambigüedad y la polisemia del término (es decir, su capacidad para contener múltiples sentidos) es tan antigua como el concepto mismo. No obstante, sus significados no flotan libremente. Si bien flotan, naufragan y chocan entre sí, lo hacen atados a los intereses, los agravios y las esperanzas de muy variados pilotos y tripulantes.

Ya decía Aristóteles que la democracia es el gobierno del pueblo y suena bien siempre y cuando uno se olvide de que ese supuesto pueblo se reducía a un puñado de ciudadanos libres que creían tener el derecho de ser propietarios de otros seres humanos; de los que eran arrancados por la fuerza de sus pueblos, hablaban otras lenguas y vivían otras culturas: los esclavos, quienes no eran considerados como parte del pueblo ni tenían derecho a formar parte de la ciudadanía.

Desde entonces quedó abierta una interrogante sobre el sentido ético de la democracia y, desde entonces, la democracia ha servido tanto para liberar como para oprimir: para constituir ciudadanos guiados por la búsqueda de la libertad y la justicia y para armar y encubrir a los tiranos que esclavizan. Los pueblos han emprendido batallas en su nombre, buscando conquistar la autonomía y la libre determinación. Los poderosos han buscado reconstruir la opresión y la exclusión, simulando que siguen arropados bajo el manto prestigioso de la democracia.

Francisco Pineda nos recuerda que a principios del siglo XX, al inicio de la Revolución Mexicana, cuando se decía que Gustavo Madero, «el apóstol de la democracia», había ganado las elecciones por «unanimidad», en realidad obtuvo menos de 20 mil votos en un país de 14 millones de habitantes, porque los iletrados, los desposeídos, los hablantes de lenguas indígenas, las mujeres y los jóvenes no formaban parte de la ciudadanía.

A finales del siglo XX y bajo la doctrina única de la política neoliberal, Enrique Krauze resumió en pocas palabras el programa de las élites políticas y culturales mexicanas: «una democracia sin adjetivos». Así, alegando la simplificación del debate y haciendo eco del reclamo popular en torno a la urgente necesidad de contener los fraudes electorales, se oscureció el hecho de que el mismo calificativo sin adjetivos estaba destinado a convertirse en uno de los adjetivos más restrictivos y totalitarios que han acompañado la larga historia de la democracia. Se trata también de un proyecto y una manera de hacer y concebir la política encaminados a disociar a la democracia de la ética y a cancelar los derechos sociales, comenzando por el derecho de los ciudadanos a construir sus propias formas de organización, expresión y lucha, que son condenadas a subordinarse y encuadrarse en un espacio único: el de los partidos políticos.

Esta interpretación restringida de la democracia corresponde a los tiempos en los que el neoliberalismo en ascenso buscó reducir a los ciudadanos a la sola condición de individuos y trató de disolver las identidades, historias y redes colectivas. Se propuso también separar los derechos sociales del quehacer político y orientar cada vez más las acciones estatales al campo de la vigilancia, el control y el castigo. Estas propuestas se abrieron paso, en parte, gracias al estrepitoso fracaso de las «democracias proletarias», convertidas en elaborados sistemas de opresión. En Europa, dicen que tantas decepciones llevaron a muchas personas, incluso de buena fe, a refugiarse en una versión muy modesta de la democracia. Los teóricos italianos Norberto Bobbio y Giovanni Sartori fueron algunos de los principales exponentes de esta concepción restringida, que define la democracia como un conjunto de garantías contra el ascenso o el mantenimiento del poder de dirigentes contrarios a la voluntad de la mayoría.

Según Sartori, la democracia se funda en la concurrencia de los partidos, así como la economía de mercado se funda en la concurrencia de los productores. Pero él mismo admite que si bien los consumidores están en condiciones de apreciar las mercancías, la concurrencia entre los partidos políticos está sometida a un examen menos eficaz, «ya que los bienes no son muy tangibles ni de rápido consumo». De todos modos, el sistema funciona independientemente de la voluntad de los ciudadanos, porque el consenso, a juicio de Sartori, no requiere de la aprobación; le basta la aceptación. En esta versión estrecha del consenso, ni siquiera se necesita el acuerdo o la aceptación de los valores últimos de la democracia, sino que es suficiente la aceptación de las reglas del juego: el consenso procedimental, el que estipula el cómo decidir (1).

En todo caso, fue desde el poder, más que en las academias, donde se proclamó la «modernización» encaminada a vender o imponer una democracia diseñada a imagen y semejanza del mercado, reducida al establecimiento de los procedimientos legales para elegir a los gobernantes. Si la competencia económica está destinada a configurar los mercados, donde confluyen distintas marcas que producen variantes menores de un mismo artículo, el mercado político se tendría que diseñar a través de la competencia de nuevas empresas eficientes y profesionales, basadas en la publicidad de sus ofertas y que ofrecieran también variantes menores de un mismo programa político. Así como en los mercados, supuestamente libres, prevalecen los dictados de las grandes empresas trasnacionales, y la capacidad de compra de los consumidores se impone sobre las necesidades de las personas, también en los mercados políticos se ha buscado consolidar el predominio de los grandes partidos, por encima de las necesidades de los ciudadanos.

Un arma del poder

El neoliberalismo va vaciando la democracia desde sus dos extremos: por arriba, resulta que los sistemas nacionales de gobierno y representación han perdido capacidad de decidir acerca de las cuestiones centrales que afectan a los ciudadanos: el empleo, el desempleo y las condiciones de trabajo; la existencia o la destrucción de los campesinos; la depredación o la conservación de los recursos naturales; la salud o las enfermedades; la paz o la guerra. Las decisiones relevantes las toman las instituciones económicas llamadas mundiales, pero que representan los intereses de los grandes capitales y no los de la gente que habita este mundo.

Por abajo, la democracia se vacía en la medida en que no está funcionando como un mandato de los gobernados sobre los gobernantes, de los representados sobre quienes debían representarlos. Al contrario: las élites políticas tienden a convertirse en una casta privilegiada y pendiente, ante todo, de su propia reproducción. Al grado que el gobierno de José Aznar puede mantener su complicidad con el genocidio del pueblo iraquí y el asesinato de periodistas, desafiando el rechazo de la abrumadora mayoría de los ciudadanos del estado Español. Al grado que los senadores mexicanos pueden imponer una ley de guerra que cancela los derechos indígenas, en contra de la voluntad de la abrumadora mayoría de los pueblos indígenas.

Por eso hace falta recuperar y profundizar la discusión sobre la democracia desde esos dos extremos -el de arriba y el de abajo- preguntando no sólo cómo se decide, sino también sobre qué se decide; y no sólo cómo compiten entre sí quienes pretenden decidir, sino cómo obligarlos a escuchar y a obedecer el mandato de los ciudadanos, porque no podemos renunciar a que el sentido mínimo de la democracia gire en torno al gobierno del pueblo y no alrededor de la aceptación de los procedimientos para elegir a quienes toman las decisiones, como condición única o suficiente.

Las prácticas contemporáneas de la democracia y el concepto mismo han sido secuestrados por dos tipos de personajes, que inundan los medios masivos de comunicación con las anécdotas de sus pleitos de familia. Cuando se mira con un poco de cuidado, más allá de los escándalos cotidianos, se descubre lo evidente: que están emparentados. Uno de estos personajes es el tecnócrata, que presenta la situación actual como la única posible, inevitable y natural; y el otro es el demagogo, que atiende y manipula el marketing, donde la opinión pública no es algo que se escucha sino algo que se promueve desde el poder. Aunque no convenzan a los ciudadanos -y ya sabemos que no hace falta, dicen sus teóricos: basta la «aceptación»- ambos diseñan espejos para consumo del mismo poder y conspiran para ocultar las causas sociales del sufrimiento humano.

«Es verdad que podemos votar» -sostiene Saramago-, «es verdad que podemos, por delegación de la partícula de soberanía que se nos reconoce como ciudadanos con voto y normalmente a través de un partido, escoger nuestros representantes en el Parlamento; es cierto, en fin, que de la relevancia numérica de tales representaciones y de las combinaciones políticas que la necesidad de una mayoría impone, siempre resultará un Gobierno. Todo esto es cierto, pero es igualmente cierto que la posibilidad de acción democrática comienza y acaba ahí. El elector podrá quitar del poder a un Gobierno que no le agrade y poner otro en su lugar, pero su voto no ha tenido, no tiene y nunca tendrá un efecto visible sobre la única fuerza real que gobierna el mundo, y por lo tanto su país y su persona: me refiero, obviamente, al poder económico, en particular a la parte del mismo, siempre en aumento, regida por las empresas multinacionales de acuerdo con estrategias de dominio que nada tienen que ver con aquel bien común al que, por definición, aspira la democracia. Todos sabemos que así y todo, por una especie de automatismo verbal y mental que no nos deja ver la cruda desnudez de los hechos, seguimos hablando de la democracia como si se tratase de algo vivo y actuante, cuando de ella nos queda poco más que un conjunto de formas ritualizadas, los inocuos pasos y los gestos de una especie de misa laica. Y no nos percatamos, como si para eso no bastase con tener ojos, de que nuestros Gobiernos, esos que para bien o para mal elegimos y de los que somos, por lo tanto, los primeros responsables, se van convirtiendo cada vez más en meros comisarios políticos del poder económico, con la misión objetiva de producir las leyes que convengan a ese poder, para después, envueltas en los dulces de la pertinente publicidad oficial y particular, introducirlas en el mercado social sin suscitar demasiadas protestas, salvo las de ciertas conocidas minorías eternamente descontentas…» (2)

Mientras los teóricos neoliberales postulan una democracia «sin adjetivos» o «procedimental», vale la pena recuperar la metáfora de Samir Amin, quien define los sistemas políticos contemporáneos como una «democracia de baja intensidad» que alterna con las intervenciones y los conflictos militares, también de «baja intensidad». En la medida en que la globalización no puede conducir hacia un nuevo orden mundial, sino a la profundización de las desigualdades entre las diferentes regiones y naciones del planeta, la estrategia del capital imperialista apunta hacia una permanente gestión del caos, encaminada a contener las aspiraciones democráticas de los pueblos y a desmantelar las capacidades de resistencia que podrían representar los Estados nacionales (3).

Separada de la justicia, la versión de la democracia que fuera domesticada y colocada en el mercado por el poder se separa también de la libertad. La «administración del caos» a la que se refiere Amin no sólo tiene como escenarios Irak, el Congo o Colombia. Por el contrario: es la práctica cotidiana de los gobernantes en las grandes ciudades, lo mismo en Nueva York que en París o en la ciudad de México. En la lógica del neoliberalismo, el Estado tiene que atender, sobre todo, las tareas de policía y control. Los problemas sociales se abordan, entonces, como problemas de «seguridad». Las viejas nociones elitistas del siglo XIX acerca de los «barrios peligrosos» y las «clases peligrosas» vuelven a inundar los discursos de los gobernantes, los periodistas y la más variada gama de «especialistas»: abogados, criminólogos, psicólogos o pedagogos que elaboran y justifican una doctrina que va cercando a los pobres urbanos con una visión imaginaria sobre su «peligrosidad social». Como dice Michael Taussig, en esta doctrina de la seguridad nacional, del conflicto de baja intensidad, el poder promueve la paranoia como práctica social: no se puede confiar en nadie (4). Las ciudades son imaginadas como un sitio pantanoso, cubiertas por una atmósfera nebulosa de inseguridad, en un estado de emergencia permanente. En las representaciones del poder, los barrios populares se convierten en espacios del crimen, el desorden, la suciedad y la infección. La tarea de los gobernantes es limpiar, reprimir y encarcelar.

Esta doctrina no sólo orienta las llamadas políticas de «cero tolerancia», que castigan con más rigor a los más pobres, sino que define también la gestión cotidiana del espacio urbano. Es la doctrina que criminaliza y persigue a los vendedores callejeros; la que promueve la construcción de rejas y casetas de vigilancia en los barrios de los ricos; la que privatiza las calles y las aceras; la que envía a la policía contra los jóvenes, para impedir que se reúnan en las calles y plazas públicas; la que pretende acuartelar a los llamados «niños de la calle»; la que interroga y expulsa de los lugares públicos a las personas que no tienen el color de piel o el tipo de ropa previsto por los policías. En las grandes ciudades, la gestión del caos se traduce, literalmente, en la administración del miedo. Y aquí confluyen las derechas y las izquierdas gobernantes.

Durante muchos años, los grupos y los partidos de izquierda, incluyendo a los parlamentarios, habían reivindicado la libertad frente a los llamados de la derecha a reforzar una doctrina elitista de la seguridad. Ahora, en los tiempos del neoliberalismo, resulta que la mayor parte de los partidos de izquierda, afanados en el mercado electoral, tienden a usurpar los tópicos de campaña y los referentes ideológicos tradicionales de la derecha. Si las diferencias entre los partidos, sus programas y sus candidatos se desdibujan, el mismo acto de elegir pierde sentido: las elecciones dejan de ser un espacio en el que, como su nombre lo indica, la gente tendría que poder escoger entre alternativas diferentes. Por otra parte, el retroceso de los Estados en el ámbito social entraña una disminución de la participación y una crisis de la representación política. Si los problemas de la gente no pueden ser resueltos por el Estado y las políticas públicas están constreñidas por lo que dictan los mercados, las razones para votar se desvanecen.

La democracia corre el riesgo de convertirse en un mero ritual, en esa «misa laica» de la que habla Saramago. Dejar de ser un espacio en el que puedan surgir, expresarse y resolverse pacíficamente las demandas sociales, las reivindicaciones y las esperanzas. El mandato del pueblo es suplantado por una práctica gerencial, de cooptación y administración de las crisis, que atrapa a los segmentos institucionalizados de la sociedad civil para incorporarlos a un creciente y costoso ejército de «gestores», especializados en el «cabildeo» con los gobernantes y los legisladores; y como de costumbre, los más ricos suelen tener más éxito en su misión de persuadir, cuando se trata de aprobar o vetar determinadas leyes o políticas. Todo esto es lo que está detrás de la abstención, que está creciendo en todo el mundo hasta poner en peligro a la democracia incluso en su sentido más estrecho: el de un procedimiento acordado para elegir a los gobernantes, y que pierde su función cuando la mayoría no participa. Finalmente, al mismo tiempo que se reduce el ejercicio de la democracia en su sentido original, de gobierno del pueblo, se está extendiendo el lado oscuro del sistema político que inventaron los griegos, a medida que una parte cada vez más grande de los habitantes del planeta carecen de derechos ciudadanos: son, por ejemplo, los mexicanos en Estados Unidos y los guatemaltecos o salvadoreños en México; pero también los mixtecos y los triquis en las ciudades o en los campos agrícolas del norte, y los tabasqueños o los veracruzanos en Cancún.

Un gobierno del pueblo

No se trata de renunciar a la democracia, no se trata de restaurar dictaduras o monarquías, sean proletarias o provengan del mandato divino. No se puede renunciar al derecho de todos los seres humanos a ser ciudadanos en el aquí y el ahora, en el lugar donde viven. No se puede renunciar a buscar una manera racional y pacífica de resolver los conflictos que atraviesan la sociedad. Y así como no se puede renunciar a elegir, tampoco se puede renunciar a la ética, la justicia y la libertad.

Si es cierto, como dice Touraine, que «la mejor forma de definir la democracia en cada época es mediante los ataques que sufre» (5), la deliberada profundización de las desigualdades, la explotación y la exclusión social se han convertido en el principal obstáculo para la democracia. En las sociedades contemporáneas, los partidos políticos se están distanciando cada vez más de las fuerzas sociales y del compromiso con la justicia. El mismo concepto de justicia se degrada, cuando se separa de lo social y se restringe a una doctrina policíaca de gestión del caos y a un aparato de vigilancia y castigo. Cuando los partidos políticos se convierten en meros equipos de gobierno situados en el interior de la élite dominante, cuando no están sometidos a las demandas de los actores sociales y pierden su representatividad, se pierde también una de las primeras condiciones de la democracia, que es la limitación del poder. Surge entonces la partidocracia, ya que los actores sociales quedan reducidos al estado de «masa», de mero recurso político. La acción social termina subordinada a la intervención política. Los políticos, así desvinculados del mandato popular, pueden disponer de todas las armas del poder en el momento del triunfo, sin encontrar una fuerza social organizada capaz de limitar su omnipotencia.

No puede haber democracia representativa si los actores sociales no son capaces de dar sentido a su acción, en lugar de recibirlo de los partidos. La representatividad de los actores políticos sólo puede existir cuando los grupos sociales son capaces de organizarse de manera autónoma en el nivel mismo de la vida social. Para que haya representatividad, es preciso que exista una fuerte agregación de las demandas provenientes de personas y grupos muy diversos; y se requiere una correspondencia entre las demandas sociales y las ofertas políticas. Cuando persiste el desencuentro, los partidos se convierten en coaliciones de grupos de interés minoritarios, mientras las acciones colectivas se originan en las demandas que no encuentran respuesta en el sistema político.
La existencia de los conflictos sociales entre los actores sociales constituye la base más sólida de la democracia, afirma Touraine: «El problema más urgente es dirigir hacia el sistema político las reivindicaciones, las impugnaciones y las utopías que harían a nuestras sociedades más conscientes, a la vez, de sus orientaciones y sus conflictos. Sufrimos en casi todas partes una carencia de conflictos, lo que crea un cinturón de violencia en torno a un sistema político que se cree pacificado porque transformó sus reivindicaciones internas en amenazas exteriores y porque está más preocupado por la seguridad que por la justicia y por la adaptación que por la igualdad. La democracia sólo es capaz de defenderse a sí misma si incrementa sus capacidades de reducir la injusticia y la violencia».

La democracia exige tanto la representación de los intereses de la mayoría como la libertad de las elecciones políticas; la construcción de una comunidad universal y el respeto a la pluralidad. Es vano y peligroso dar prioridad a uno u otro de estos elementos, advierte Touraine: «Ni la unidad, sin la cual la comunicación se torna imposible, ni la diversidad, sin la cual la muerte se impone sobre la vida, deben ser sacrificadas la una a la otra. Es preciso definir la democracia, ya no como el triunfo de lo universal sobre los particularismos sino como el conjunto de las garantías institucionales que permiten combinar la unidad de la razón instrumental con la diversidad de las memorias, en intercambio con la libertad».

Las libertades democráticas se degradan cuando ya no sirven para tratar los problemas sociales agudos: los de la guerra y la paz; los del mundo del trabajo; los de los excluidos y los migrantes; los que se refieren a los derechos colectivos. Para no perder sentido, la acción democrática tiene que ser definida por la liberación de las personas y los grupos dominados por la lógica del poder; de los convertidos en meras «masas de maniobra» de los partidos y los candidatos; de los sometidos al control que ejercen los dueños y los gerentes de los sistemas políticos cuando abandonan la representación de los actores sociales y se empeñan, por todos los medios, en destruir y subordinar sus formas de organización autónoma.

El abandono de los ideales democráticos, la ficción de una «democracia sin el pueblo» conduce a una crisis profunda y de larga duración de los sistemas políticos, carentes de legitimidad popular, afirma Anne-Cécile Robert (6). Dicha crisis proviene de la limitación de la acción pública, invocada, teorizada y organizada por los partidos gobernantes, y que acompaña el debilitamiento de los Estados nacionales. Un supuesto «realismo», un llamado a «aceptar los retos que imponen los duros tiempos» se opone sistemáticamente a todas las movilizaciones y luchas sociales. Los gobernantes y los legisladores se atan las manos deliberadamente al admitir tratados, acuerdos y compromisos que los despojan de toda capacidad de acción; traicionan la representación popular en beneficio del mercado. Los políticos alegan que «no pueden hacer nada» frente a los problemas sociales: no se puede modificar el Tratado de Libre Comercio; no se puede impedir la «fuga de capitales»; no se puede dejar de pagar la deuda externa; no se pueden atender las necesidades de salud y educación; no se puede aminorar el desempleo, por más que disminuyan los salarios y se imponga una férrea disciplina laboral.

Al postular su impotencia, el poder político atenta contra la democracia: el principio mismo de la representación y el sufragio universal pierden sentido si las alternativas están clausuradas de antemano. La violencia de la dominación se abre caminos insospechados, condenando a la sociedad a perpetuar el sufrimiento. No podemos subestimar la responsabilidad de un gran número de fuerzas y partidos de izquierda de todo el mundo en la destrucción de la democracia, conforme suscriben y gestionan esta visión fatalista que acompaña la imposición de políticas antisociales. El campo político, abandonado por los demócratas, ha sido ocupado por los programas de regresión social y cultural que antaño fueron patrimonio de la extrema derecha y que ahora son compartidos por muchos grupos gobernantes que provienen de la izquierda.

Los ideales y las prácticas democráticas se derrumban cuando la izquierda resulta incapaz de imaginar siquiera un «afuera», lejos de un capitalismo cada vez más desigual, sostiene Robert. La única manera de luchar contra la fatalidad tiene como punto de partida la negativa a integrarse a ella, como ideología y como práctica. El saber es un elemento de lucha al que también se renuncia cuando se acepta la idea de que no se puede hacer nada contra los dictados de la globalización neoliberal. Necesitamos recordar que la sociedad vive a través de los principios que se da a sí misma y rechazar la regresión provocada por un poder que impone de antemano las respuestas, aun antes de que podamos plantear las preguntas.

En efecto, concluye Robert, la devaluación del poder político y el retorno de la fatalidad social avanzan hacia la destrucción de un elemento consustancial a la democracia: la existencia de un «afuera» posible o utópico, que cree en la posibilidad de superar los sufrimientos del presente; que rechaza la dictadura de hecho instaurada por el neoliberalismo, acompañada por la retórica de la «aldea global», que en su engañosa neutralidad trata de ocultar que los intereses económicos y sociales de corto plazo de un pequeño grupo se imponen sobre los intereses de largo plazo de la colectividad. La reconstrucción de un proyecto político sólo puede surgir de la reconquista de ese «afuera» fundado en un análisis crítico del mundo y de las relaciones de dominación. Y esto implica, sobre todo para la izquierda que rechaza la asimilación, superar el miedo que inspira el recuerdo de los sistemas totalitarios que se opusieron a la lógica capitalista.

En todo el mundo, más allá de los partidos políticos y del sindicalismo tradicional y corporativo, emergen nuevas movilizaciones sociales contra el neoliberalismo y contra la guerra. En las calles y las plazas se descubren los trabajadores aprisionados por los empleos precarios, las mujeres, los jóvenes, los migrantes; y descubren una nueva fuerza. No buscan gestionar ni contener los conflictos sino construir, desde la sociedad, espacios para que se expresen; buscan imaginar nuevas soluciones. Arundhati Roy afirma que contra «esta obscena acumulación de poder, esta distancia creciente entre aquellos que toman las decisiones y aquellos que las tienen que padecer […] nuestra lucha, nuestra meta debe ser eliminar esa distancia». «¿Qué podemos hacer?» -se pregunta. «Podemos afilar nuestra memoria, podemos aprender de nuestra historia. Podemos seguir construyendo opinión pública hasta que se vuelva un rugido ensordecedor. Podemos reinventar la desobediencia civil en un millón de maneras distintas. Es la hora de contar nuestras propias historias» (7).

«¿Qué hacer?» -se pregunta también José Saramago. «De la literatura a la ecología, de la guerra de las galaxias al efecto invernadero, del tratamiento de los residuos a las congestiones de tráfico, todo se discute en este mundo nuestro. Pero el sistema democrático, como si de un dato definitivamente adquirido se tratase, intocable por naturaleza hasta la consumación de los siglos, ése no se discute. Mas si no estoy equivocado, si no soy incapaz de sumar dos y dos, entonces, entre tantas otras discusiones necesarias o indispensables, urge, antes de que se nos haga demasiado tarde, promover un debate mundial sobre la democracia y las causas de su decadencia, sobre la intervención de los ciudadanos en la vida política y social, sobre las relaciones entre los Estados y el poder económico y financiero mundial, sobre aquello que afirma y aquello que niega la democracia, sobre el derecho a la felicidad y a una existencia digna, sobre las miserias y esperanzas de la humanidad o, hablando con menos retórica, de los simples seres humanos que la componen, uno a uno y todos juntos. No hay peor engaño que el de quien se engaña a sí mismo. Y así estamos viviendo» (8).

Desde abajo y desde otra utopía

Una voz imprescindible en este urgente debate sobre la democracia es la de los pueblos indígenas de México, que también viven en el tiempo de contar sus propias historias y tienen una larga experiencia de democracia directa que incluye otras formas de relación entre gobernados y gobernantes.

Al comenzar los Diálogos de San Andrés, cuando el comandante tzotzil Javier dio la bienvenida a los asesores e invitados del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en el grupo de trabajo sobre Participación y representación políticas de los indígenas, señaló que el EZLN había convocado a todas las fuerzas políticas y a las organizaciones independientes, y que les tocaba hablar, con ánimo y decisión, para buscar la forma de detener la guerra y ver si había la posibilidad de avanzar por la vía política para lograr la democracia, la justicia y la libertad. «No sólo estamos dispuestos a matar y morir» -dijo- «sabemos hablar y no discutir entre nosotros mismos, si somos un pueblo y tenemos el oído para escuchar».

«Estamos en este espacio -en los Diálogos de San Andrés- para hablar de la democracia y la justicia como un asunto de vida, como un asunto que tiene qué ver con el pan y la sal, con la alegría y la tristeza de los que estamos aquí, y de los que afuera, ahora mismo, caminan, venden elotes o buscan empleo», dijo Eliazar Velázquez, integrante del grupo musical Leones de la Sierra de Xichú. Los totonacas de la Sierra de Puebla expusieron la concepción indígena del poder, tradición y utopía a la vez: «Entendida por los mayores, la autoridad tiene su razón de ser en la palabra antigua que aún existe entre nosotros. Una de las grandes verdades que dicen sobre la autoridad los ancianos es que la autoridad debe ser servidora, debe cargar con el pueblo, debe ser padre y madre. Y cuando una autoridad ya no es servidora, es porque se le ha metido otro pensamiento en su mente. Para la autoridad el valor más preciado es: su pueblo, las personas, la comunidad».

Uno de los temas más debatidos en los Diálogos de San Andrés fue el de las formas de participación política y de elección de las autoridades. Un comunero del municipio de Nicolás Ruiz, Chiapas, planteó que «las demandas indias no tienen solución dentro del sistema político actual, sino en un nuevo orden político, con toma de decisiones de toda la población, sin verticalidad ni discriminación y con respeto a todos. Hay una historia de derechos indígenas negados. El estado centralista no nos permite decidir nuestras formas de participación; por eso queremos que se reconozca la existencia de los pueblos indios, y queremos impulsar los procesos organizativos autónomos, desde las bases, y buscar un federalismo acordado con los pueblos en las regiones y los municipios. Los espacios de participación no deben ser reducidos a lo electoral, cuando sólo los candidatos y un puñado de individuos participan. En las elecciones, los indígenas sólo sirven como escalera y otros son los que suben; además, los plazos y los ritmos electorales no corresponden a las formas de organización en las comunidades, donde se elige a las autoridades por asamblea de todo el pueblo. Por eso es necesaria una vía directa de ejercer los derechos y retomar la experiencia de participación independiente, sin tutela del gobierno y los partidos, fortaleciendo los procesos autogestivos».

Enviados de una comunidad zapoteca, con una larga y dolorosa tradición de lucha por la autonomía, reclamaron «el respeto íntegro a la elección de autoridades municipales en los municipios indígenas. Debe haber respeto irrestricto y los pueblos sabrán cómo elegirlas, también en el caso de que decidan participar con los partidos. No estamos en contra de que existan los partidos políticos» -explicó-, «pero los partidos deben aprender de los pueblos y respetarlos. Para las elecciones municipales, no hay necesidad de los partidos pero no es que se les rechace; es que las comunidades ya tienen su forma de elegir a sus autoridades y de ocupar los cargos como una forma de servicio y con tiempos propios». Sobre todo, «debe ser respetada una concepción distinta del poder de los pueblos indígenas, que no es de cuotas o de botín sino de servicio; y que busca la construcción de consensos a través del diálogo comunitario, y no necesariamente a través de la división entre mayorías y minorías».

La participación desde abajo, el respeto a los derechos colectivos y a las formas colectivas de organización constituye uno de los contenidos centrales de la propuesta de autonomía que se desarrolló a lo largo de los Diálogos de San Andrés, y que no se agota en el mundo indígena. Desde la experiencia de Tepoztlán, en el estado de Morelos, un integrante del Concejo Municipal denunció la pretensión de despojarlos de sus tierras comunales y de afectar el entorno ecológico en aras «de un proyecto de diversión para los ricos». Relató cómo destituyeron a las autoridades municipales que los habían traicionado y cómo integraron un Concejo que «retomó los usos y costumbres sin gastar en campañas». «Es necesario» -dijo- «el reconocimiento de los derechos de todos los mexicanos: indígenas y no indígenas, y revisar la Constitución para incluir estos derechos. Eso significa, simplemente, pedir que se reconozca la vida que se está viviendo todos los días en la comunidad. En cambio, se quiere cuadrar la participación de los indígenas en una ley que desde su inicio no los ha tomado en cuenta y que además el mismo gobierno la viola; y cuando los indígenas quieren retomar sus tradiciones, se les dice revoltosos, ilegales y se les reprime».

Si bien la representación plural de los ciudadanos es irrenunciable, pierde sentido cuando se hace recaer en la participación de corrientes ideológicas o partidos políticos que, pese a ser ajenos a la vida cotidiana en muchas partes, suplantan la representación de las personas de carne y hueso que habitan en un cierto territorio. Los participantes en los Diálogos de San Andrés explicaron que las tradiciones, las experiencias y las necesidades de los pueblos indígenas no admiten el «presidencialismo» municipal previsto por las leyes vigentes, sino que suponen estructuras más colegiadas de integración de los cabildos o Concejos municipales. En ellos, resulta indispensable facilitar la participación de todas las localidades que integran ese espacio territorial: ejidos, comunidades, parajes, agencias municipales o poblados. Sin embargo, en muchos estados de la República, es atribución del presidente municipal designar a los agentes locales, y las cabeceras municipales se han erigido en pequeñas «capitales» controladas por los caciques y los grupos locales de poder, que acaparan los recursos y la toma de decisiones. Las leyes vigentes en México, que suponen la integración «plural» de los Ayuntamientos, sólo benefician a los partidos políticos, pero no existe ninguna forma de representación territorial de los poblados o los barrios que integran el municipio.

También en los municipios autónomos zapatistas se está desplegando un proyecto que permite pensar el futuro desde el «afuera» de la opresión. Al mismo tiempo que organizan la vida de cada día y trabajan para el aquí y el ahora -que requiere tanto de las actividades heredadas de los antepasados como de un sinnúmero de acciones emergentes- los municipios rebeldes trabajan para construir «ese futuro que ya es nuestro», como dicen los habitantes de Flores Magón. En sus comunicados públicos reiteran unánimemente los objetivos de su proyecto. En primer lugar: «una vida digna para todos». Proponen un mundo en el que nadie «los venga a cuidar», ya que los pueblos, a diferencia de los ricos, siempre han sabido cuidarse solos y no necesitan policías ni soldados. Quieren diseñar y aplicar sus propios proyectos de desarrollo «para salir de la pobreza en que vivimos», sin necesidad de ser dependientes ni de pedir permisos o limosnas. Quieren una nueva relación con sus gobernantes y los quieren elegir directamente, porque así «nos respetan y los respetamos, nos obedecen y los sabemos obedecer».

Los Diálogos de San Andrés contribuyeron, de una manera extraordinaria, a comunicar, potenciar y sistematizar las reflexiones sobre las experiencias de las comunidades y los pueblos indígenas; no en un proceso fundamentalista de rescate literal del pasado sino en un reencuentro de la flexibilidad que ha caracterizado sus historias y que las hace pertinentes para afrontar los grandes problemas contemporáneos. No se trata de una vuelta a los orígenes. Es, sobre todo, un diálogo: entre indígenas y no indígenas, mestizos y no mestizos. Un diálogo desde la propia voz: la nueva, la recuperada, la que siempre estuvo ahí. La emergencia de los indígenas como actores sociales y políticos es una cuestión nacional y, a la vez, inseparable de la especificidad de cada uno de sus pueblos. Tiene que ver con la persistencia de sus culturas y es, al mismo tiempo, algo nuevo: la actualización de sus experiencias históricas y culturales, interrogadas desde los problemas contemporáneos y en la búsqueda de horizontes de futuro. Es lo que ocurre en las pequeñas aldeas, pero también lo que atraviesa los medios masivos de comunicación y los espacios de debate nacionales e internacionales. Al constituirse y cobrar fuerza como actores sociales, las personas y los colectivos que provienen de los pueblos indígenas conservan y resaltan su pluralidad, ya que sus identidades incorporan, explícitamente, dos dimensiones de alteridad: la que los distingue de los mestizos y la que se refiere a cada uno de sus pueblos. Los procesos que conducen a las formulaciones unitarias resultan entonces siempre provisionales, sujetos a la revisión y al refrendo de los pactos.

Neil Harvey llama la atención sobre la necesidad de rediscutir la relación entre lo social y lo político al abordar la construcción de la democracia desde abajo, desde las experiencias de los pueblos zapatistas, que se preguntan, sobre todo, cómo se ejerce el poder y no únicamente quién lo ejerce. Porque se trata, nos dice, de una lucha de resistencia contra el poder del mercado y del Estado que conlleva la politización de los espacios sociales, donde la democracia se convierte en una tarea colectiva que permite a los pueblos definir y cumplir las tareas comunes, en el marco de un proceso conflictivo de enfrentamiento con el poder. Más que una prerrogativa individual, la democracia reclama el disfrute colectivo de la justicia social. Involucra un proceso, una historia, y no sólo un momento al que se llega de una vez y para siempre cuando, como dicen los liberales y los neoliberales, se establecen un conjunto de reglas del juego aceptadas por la mayoría. Según Harvey, no bastan las definiciones universales de la ciudadanía sino que se requiere del seguimiento cuidadoso de los procesos sociopolíticos a través de los cuales se construye la ciudadanía como un concepto culturalmente significativo, y no como una consecuencia casi inevitable de la modernización (9).

Por último, un debate sobre la democracia que permita escuchar las voces indígenas obliga a rediscutir los conceptos de «tradición» y «modernidad», hondamente anclados en el sentido común que heredamos del siglo pasado -o antepasado- y que han vuelto a colonizar el pensamiento de nuestros días. La dicotomía simple y simplificadora, en la que subyace una concepción evolucionista de la sociedad, se esgrime como clave explicativa. Desde esta perspectiva se considera, por ejemplo, que la «transición a la democracia» y la «globalización» constituyen procesos irreversibles, que avanzan sobre una autopista pavimentada y de un solo sentido, y que están destinados inevitablemente a atropellar a quienes estorben su paso: a los indígenas, entre otros. Antropólogos como George Balandier han advertido con insistencia sobre los peligros totalitarios de estas ideas de «progreso». Es necesario contar con modelos teóricos más flexibles, abiertos a la posibilidad de investigar tanto las continuidades como las inestabilidades y los quiebres catastróficos que interrumpen o modifican las tendencias previas. Hace falta «diferenciar las diversas manifestaciones actuales del tradicionalismo», sin reducirlas a una vaga idea de permanencia y sin identificarlas con un «fijismo» o una vuelta al pasado. Los tradicionalismos no son transparentes ni unívocos -como tampoco lo son los sentidos de la modernidad- y pueden tener un funcionamiento estratégico y semántico: como claves explicativas que hacen comprensibles los cambios (10).

Notas:

(1)Sartori, Giovanni. ¿Qué es la democracia? Ed. Nueva Imagen, México, 1997, Segunda Edición.

(2) Saramago, José. Este mundo de la injusticia globalizada. Texto leído en la clausura del Foro Mundial Social reunido en Porto Alegre, Brasil, febrero de 2002.

(3)Amin, Samir. «Capitalisme, impérialisme, mondialisation».
www.nordsud21.org/PDF/cahier/mondialisation/ samiramin11.pdf –

(4)Taussig, Michael. Un gigante en convulsiones. El mundo humano como sistema nervioso en emergencia permanente. Ed. Gedisa, Barcelona, 1995.

(5)Touraine, Alain. ¿Qué es la democracia? FCE, Buenos Aires, 1994.

(6)Robert, Anne-Cécile. «Retrouver la volonté d’agir. Vive la crise politique!». Le Monde Diplomatique, junio de 2002.

(7)Roy, Arundhati. «La hora de contar nuestras propias historias. Cómo enfrentar al Imperio». Intervención en el Foro Social Mundial, en Porto Alegre, Brasil, enero de 2003.

(8)Saramago, José. Este mundo de la injusticia globalizada. Texto leído en la clausura del Foro Social Mundial, en Porto Alegre, Brasil, febrero de 2002.

(9)Harvey, Neil. La rebelión en Chiapas. La lucha por la tierra y la democracia. Ediciones Era, México, 2000.

(10)Balandier, George. El desorden. La teoría del caos y las ciencias sociales. Ed. Gedisa. Barcelona, 1990.

( Publicado en Rebedia: http//:www.revistarebeldia.org )

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