Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Más sobre el marxismo negro. Angela Davis

Carlo Formenti
Estimulado por la traducción del libro de K. Ochieng Okoth, Red Africa1, en los últimos meses he acompañado a los lectores en una exploración del pensamiento radical negro, discutiendo las obras de ocho autores: Bouamama, Du Bois, Cabral, Rodney, Williams, James, Padmore, Césaire. A este último ya lo había conocido, habiéndolo leído en paralelo a los escritos de Franz Fanon; de Bouamama había tenido la oportunidad de escuchar una videoconferencia en una reciente conferencia organizada por la Red de Comunistas; a Cabral lo había leído hace varios años, pero en ese momento subestimé su importancia, todos los demás fueron, en cambio, extraordinarias novedades, y le agradezco a Okoth por habérmelas dado a conocer.

Como marxista occidental, aunque hereje, he intentado entrar «de puntillas» en este ámbito ideal del que ignoro muchas cosas, adoptando la misma actitud de escucha respetuosa que en el pasado adopté al acercarme al pensamiento revolucionario asiático y latinoamericano (en este último caso ayudado por algunos viajes a Sudamérica). La comparación con los autores revolucionarios del Sur del mundo implica afrontar un desafío fundamental que consiste en tratar de comprender cómo se produjo el encuentro entre una teoría como el marxismo —que tiene pretensiones universalistas y hereda una serie de principios y valores racionalistas/progresistas/ilustrados que lo connotan en un sentido eurocéntrico— y tradiciones históricas, culturales, civiles y religiosas no menos antiguas pero profundamente diferentes de las nuestras.

Allí donde este encuentro ha resultado posible y fructífero (por ejemplo, en China, Vietnam y Cuba), ha forjado armas formidables para la lucha antiimperialista y anticapitalista, y ha contribuido a innovar una teoría endurecida por esquematismos y dogmatismos que la han incapacitado para interpretar y contrarrestar la ofensiva neoliberal en los centros metropolitanos. El caso africano es más complejo, tanto porque una serie de experiencias que podrían haber abierto nuevas vías de escape de la «normalidad» de la dominación occidental han sido cortadas de raíz2, como porque las contribuciones teóricas más ricas e interesantes (a menudo fruto del pensamiento negro de la diáspora, antillano y norteamericano) han sido eliminadas y neutralizadas por el academicismo poscolonial: véase al respecto el ya citado libro de Okoth3. A pesar de estas derrotas, el marxismo negro ha acumulado un valioso potencial creativo e innovador que solo espera ser reactivado y valorizado.

El tema de esta última entrega, dedicada a una gran marxista afroamericana, Angela Davis, es aparentemente excéntrico en comparación con los tratados en los artículos anteriores. Aparentemente porque, si estos últimos exploraban la relación entre conflictos de clase y conflictos raciales, convergiendo en la crítica de la lectura «esencialista» del racismo y poniendo de relieve las raíces «estructurales», de clase, de dicha ideología, Mujeres raza y clase4 es una invitación a abandonar la lectura «esencialista» del sexismo, es decir, de una forma de analizar el conflicto de género a partir de un sujeto-mujer supuestamente homogéneo. A este enfoque, típico de la ideología feminista tardía, Davis opone un enfoque marxista que parte de la relación estructural entre el capitalismo estadounidense y la opresión de las mujeres negras.

Contra los estereotipos sobre las esclavas negras

Por lo general, las feministas blancas tienden a dar por sentado que las mujeres negras comparten su misma experiencia de opresión de género en el ámbito doméstico. Las cosas no son así, replica Davis. De hecho, escribe que las mujeres negras siempre han trabajado fuera de sus hogares, y aunque hoy en día el trabajo sans phrase ocupa un espacio enorme en sus vidas, esto no es nada nuevo en comparación con la época de la esclavitud, cuando el trabajo forzado consumía casi todo su tiempo. Cualquiera que quiera abordar seriamente el tema de la condición de las mujeres negras sometidas al régimen de la esclavitud debe partir de su papel como trabajadoras. Aquí, Davis sigue la línea trazada por autores como Eric Williams5: De la misma manera que estos autores examinan la condición del esclavo como fuerza de trabajo, antes de considerar su identidad racial, Davis examina la condición de la esclava negra como fuerza de trabajo, antes de considerar su identidad sexual: como entidades laborales que generaban beneficios, escribe, podían carecer de género.

En el siglo XIX, siete de cada ocho esclavos eran trabajadores, fueran hombres o mujeres (y los industriales esclavistas se servían de hombres, mujeres y niños, cuando los terratenientes se los ofrecían). En este sentido, se podría decir que existía una igualdad de género negativa, en la medida en que ambos sexos vivían las mismas condiciones de opresión y explotación por parte del amo blanco. Por supuesto, si eran fértiles, las mujeres tenían una función productiva adicional: daban a luz a nuevos esclavos, niños que podían ser vendidos y separados de sus madres «como se hace con los terneros de la vaca». Pero, aparte de esto, la esclavitud, como forma económica específica del capitalismo, ignoraba los roles que regían las relaciones de género incorporados en la ideología de la familia blanca del siglo XIX (los hombres en el trabajo, las mujeres en el hogar).

Es más: se desalentaba la supremacía masculina en el ámbito de las comunidades de esclavos porque el sistema no admitía «rupturas en la cadena de mando» que descendía de arriba abajo: amos (hombres y mujeres), supervisores y esclavos, estos últimos sin distinción de género para no alimentar perniciosas ambiciones de mando en el hombre negro. Los núcleos familiares a menudo se destruían por la fuerza, añade Davis, aunque hombres y mujeres intentaban desesperadamente defender sus vidas familiares dentro de los escasos márgenes de autonomía de los que podían disponer y, en el marco de estas precarias vidas familiares, prevalecían las relaciones igualitarias: por ejemplo, el trabajo doméstico se distribuía equitativamente (también en este caso se puede hablar de igualdad de género negativa, en el sentido de que este trabajo representaba una carga común que se sumaba a la agotadora de los campos).

Igualdad también en los roles y en las formas de resistencia. Como todos los intelectuales negros radicales de los que he hablado en posts anteriores6, Angela Davis también subraya que, tanto en las Antillas como en las Américas continentales del Norte y del Sur, las mujeres a menudo intentaban unirse a las comunidades de esclavos fugitivos (cimarrones), aunque eran capturadas más fácilmente, sobre todo cuando intentaban llevarse a los niños. Y en las plantaciones no era raro que asesinaran a los amos con veneno y cometieran sabotajes como sus compañeros varones. Cuando estos «delitos» eran castigados, entraba en juego la diferencia sexual. Aparte de los casos de infracciones especialmente graves, que preveían la pena de muerte tanto para hombres como para mujeres, la violación era uno de los castigos más frecuentes para las mujeres, un acto, comenta Angela Davis, que servía, más que para satisfacer los apetitos sexuales de los hombres blancos, como arma de dominación y represión, por un lado, debilitando la voluntad de resistencia de las mujeres, y por otro, desmoralizando a los hombres.

Sobre las mujeres blancas: racismo y diferencias de clase

¿Reduce la abolición de la esclavitud la diferencia entre las mujeres de color y las mujeres blancas de clase media? Solo en una mínima parte, responde Angela Davis: mientras que un cuarto de siglo después de la emancipación, un gran número de mujeres negras seguían trabajando en el campo7, y las pocas que habían logrado convertirse en obreras realizaban las tareas más sucias y peor pagadas, la condición de las «hermanas» blancas sufre una profunda transformación: muchas de las tareas femeninas que antes se realizaban en el ámbito familiar (como el trabajo a domicilio y/o el complejo trabajo reproductivo: fabricación de objetos, tejido, horticultura, etc.) se industrializan, por lo que las mujeres se ven confinadas a las funciones reproductivas más «bajas» y asociadas al trabajo de cuidado, es decir, se convierten en «amas de casa» que ya no trabajan fuera de casa, una mutación que, según argumenta Davis, produce «una noción más rigurosa de la inferioridad femenina».

El discurso es diferente para las mujeres blancas de clase media-alta: estas últimas, aunque especialmente activas en la campaña contra la esclavitud, casi nunca estaban obligadas a trabajar por un salario, ya que eran esposas de médicos, abogados, jueces, comerciantes e industriales. Es en este estrato social donde toma cuerpo el movimiento sufragista que, observa Angela Davis, produce documentos «protofeministas» que proponen un análisis de la condición femenina que descuida la de todas aquellas que no pertenecen a la clase de las autoras.

Los abolicionistas habían cuestionado la esclavitud como una práctica innoble e inmoral, sin relacionarla con su función económica, es decir, con el papel que había desempeñado en la acumulación originaria8, por lo que sus críticas no se extendían al sistema capitalista; del mismo modo, escribe Davis, muchas defensoras de los derechos de la mujer consideraban el supremacismo masculino como un defecto de una sociedad por lo demás aceptable. Y si las mujeres trabajadoras tenían todo el derecho a comparar su condición con la de los esclavos, añade, las mujeres blancas de clase media que comparaban su servidumbre doméstica con la de los negros afirmaban implícitamente que la esclavitud no era, después de todo, peor que el matrimonio.

Cuando comenzaron, más o menos al mismo tiempo, las luchas por el derecho al voto de las mujeres y los negros, podía parecer que la emancipación había hecho a los antiguos esclavos iguales a las mujeres blancas, pero esta idea ocultaba la terrible precariedad asociada a la «libertad» que había obtenido el pueblo negro: desde la disolución del sueño de «cuarenta acres de tierra y una mula», hasta la multiplicación de las manifestaciones de odio racial tanto en el Sur como en el Norte (después de la institución del servicio militar obligatorio en el Norte hubo revueltas en las grandes ciudades que causaron la masacre de cientos de negros, mientras que en el Sur el número de linchamientos creció exponencialmente en las primeras décadas posteriores a la emancipación), al uso sistemático del trabajo forzado de los presos negros (en continuo aumento incluso por delitos insignificantes: una tendencia que persiste en la actualidad) para reemplazar el trabajo de los esclavos.

Hasta aquí, los análisis históricos y las reflexiones críticas de Davis no me han parecido particularmente sorprendentes, aunque tampoco son nada obvios. Debo confesar, en cambio, que me quedé conmocionado cuando la autora reveló que tanto el movimiento abolicionista como el sufragista, que las feministas de hoy reivindican con orgullo entre sus raíces históricas e ideológicas, estaban imbuidos del racismo más vil. En la segunda mitad del siglo XIX, recuerda Davis, entre las sufragistas y sus simpatizantes masculinos era opinión común que cualquiera —intelectuales, políticos, cenáculos culturales, etc.— que promoviera el sufragio femenino era útil para la causa, incluso si manifestaba opiniones abiertamente racistas. Además, los abolicionistas siempre habían sostenido que las mujeres blancas, cultas y nacidas en Estados Unidos, tenían más derecho a votar que los negros y los inmigrantes (hombres y mujeres), ya que estos últimos, «bárbaros», incultos y a menudo analfabetos, no eran capaces de alimentar opiniones políticas racionales y motivadas9. Angela Davis cita al respecto la autorizada opinión de Elizabeth Cady Stanton, quien declaró en varias ocasiones que se debería impedir cualquier progreso para los negros si no reportaba beneficios inmediatos para las mujeres blancas.

En particular, escribe Davis, para las feministas blancas, las «hermanas» negras eran sacrificables cuando se trataba de cortejar a las mujeres blancas del Sur para recibir su apoyo político para sus objetivos: así, la campaña por el voto de las mujeres aprovechaba el argumento de que el voto de las mujeres blancas cultas del Sur neutralizaría los efectos «subversivos» de conceder el derecho de voto a los negros. Por lo tanto, se entiende por qué no solo las mujeres negras, sino también las trabajadoras blancas, no estaban particularmente fascinadas por la lucha por obtener un derecho de voto que las hubiera hecho iguales a sus hombres explotados y sufrientes. Además, el conflicto de clase entre mujeres tenía otras razones muy válidas: por ejemplo, las mujeres blancas que trabajaban como empleadas domésticas eran inmigrantes europeas que, al igual que las antiguas esclavas, se veían obligadas a aceptar cualquier trabajo, y sus amos de la clase media blanca —incluidas las feministas— siempre han mostrado (incluso hoy en día y no solo en Estados Unidos: véase más adelante el Apéndice) una fuerte reticencia a apoyar sus luchas y a reconocer sus derechos. Peor aún: en caso de huelga, las mujeres blancas de clase alta incitaban a las trabajadoras a practicar el esquirolaje, ya que consideraban que, de esta manera, reforzarían su posición contractual como mujeres10. Por último, siempre en materia de clasismo feminista, Davis recuerda la posición de algunas exponentes de la movimiento en relación con el tema de la anticoncepción: el control de la natalidad, reivindicado como un medio de las clases medias para facilitar su carrera profesional, se indicaba al mismo tiempo como un instrumento para reducir la proliferación de las clases inferiores, es decir, como un derecho en el primer caso y una obligación en el segundo, también para evitar que el pueblo estadounidense corriera el riesgo de ser sustituido por negros y extranjeros migrantes gracias a sus altas tasas de natalidad (¿le recuerda a algo?).

Para concluir este pequeño museo de los horrores, queda por mencionar la actitud de algunas intelectuales de la movimiento feminista estadounidense frente al fenómeno del continuo aumento del número de negros mutilados, asesinados y/o condenados a muerte por falsas acusaciones de violación: estas almas cándidas no dudaron en reavivar el estereotipo de que los negros son más propensos a la violencia sexual, por lo que, fingiendo defender la causa de todas las mujeres, se erigían en paladinas de las mujeres blancas amenazadas por la libido negra (Davis cita al respecto el espeluznante caso de una distinguida señora que, ante el caso del asesinato de un niño de trece años acusado de acosar a una blanca, se las apaña diciendo que seguro que ella tenía la culpa).

Apéndice. Feminismo señorial; Butler sobre la noche de Colonia; Davis sobre el salario de las trabajadoras domésticas.

I.

Poco antes he citado la crítica de Angela Davis a las protofeministas estadounidenses de clase media que se han cuidado mucho de apoyar la lucha de las trabajadoras domésticas (negras e inmigrantes blancas) por el reconocimiento de sus derechos. Se trata de una observación que no ha perdido actualidad en el mundo occidental contemporáneo, mientras que adquiere matices racistas y clasistas aún más evidentes en ciertos países latinoamericanos. Por ejemplo, mientras estaba en Ecuador investigando sobre la Revolución Ciudadana de Rafael Correa, me encontré con un artículo de M. Cabezas Fernández11 que define el feminismo señorial como la actitud de algunas diputadas bolivianas hacia la lucha de las trabajadoras domésticas de etnia indígena. A continuación, reproduzco íntegramente lo que escribí al respecto en Utopías letales12:

M. Cabezas Fernández cuenta la lucha de las trabajadoras domésticas bolivianas: indígenas confiadas a una edad temprana a familias de la burguesía blanca de la ciudad, obligadas a trabajar dieciséis horas al día sin remuneración (solo reciben comida y alojamiento), hasta que son devueltas a sus familias de origen en las mismas condiciones en que dejaron el Amazonas. Estas mujeres se organizaron en un sindicato para exigir un salario mínimo garantizado y el reconocimiento de su condición de trabajadoras. La lentitud con la que obtuvieron justicia se debió a la oposición de algunas parlamentarias feministas de izquierda porque: las niñas no eran tratadas como sirvientas, sino como «hijas», y además muchas familias no habrían podido pagarles. Fernández contrapone a esta actitud un feminismo crítico que no considera a las mujeres una categoría homogénea y reconoce que la «sororidad» no es una condición natural, sino el resultado de una construcción política que tiene en cuenta las diferencias de clase y de identidad cultural.

II.

El conocido episodio de la noche del 31 de diciembre de 2015, durante el cual una multitud de inmigrantes musulmanes invadió el centro de Colonia y acosó a algunas ciudadanas alemanas que celebraban el Año Nuevo, desencadenó un duro enfrentamiento entre las feministas alemanas y la filósofa estadounidense Judith Butler, cuyo comentario sobre el acontecimiento en cuestión fue acusado de relativismo cultural e indulgencia hacia el machismo islámico. En El socialismo ha muerto. Viva el socialismo13 defendí las razones de Butler con el siguiente argumento:

Las críticas que Butler dirige al universalismo feminista se refieren a la falta de reconocimiento: 1) del hecho de que las mujeres no son el único segmento de la población expuesto a condiciones de precariedad y privación de derechos; 2) del hecho de que la población que puede ser subsumida bajo la denominación de minorías de género y sexuales (como los miembros de las comunidades LGBTQ) está diferenciada internamente en términos de clase, raza, religión, pertenencia a comunidades, lingüística y cultural. De esta doble constatación, Butler deduce la siguiente consecuencia: el movimiento feminista debe desconfiar de las formas de reconocimiento público, sobre todo si y cuando tales reconocimientos sirven para desviar la atención de la negación de los derechos de otros sujetos. En resumen: si Butler habla de la necesidad, en casos como el de la noche de Colonia, de llevar adelante un discurso antisexista que sea al mismo tiempo antirracista, no lo hace para negar la gravedad del episodio, sino porque se propone investigar las vías a través de las cuales «la precariedad podría operar como un lugar de alianza entre grupos de personas que, más allá de ella, tienen poco en común, o entre las cuales a veces hay incluso desconfianza o antagonismo».

III.

A mediados de los años setenta, cuando estaba en Padua para completar mis estudios de Ciencias Políticas, tuve la oportunidad de discutir con un grupo de amigas feministas lideradas por Mariarosa Dalla Costa, que teorizaban la necesidad de luchar por obtener un salario por el trabajo doméstico. Al leer, décadas después, el libro de Angela Davis, pude constatar que las razones por las que critica esta línea política coinciden en gran medida con las que yo planteé entonces. Las sintetizo a continuación.

1) La regeneración de la fuerza de trabajo, escribe Davis, no es parte integrante del proceso de producción social, sino un requisito previo. Aquí se plantea un complejo punto teórico que implica la subsunción progresiva de todos los aspectos de la vida social, incluida la regeneración de la fuerza de trabajo, bajo el proceso de valorización del capital (véanse al respecto las tesis de Nancy Fraser14). Se trata de una cuestión que no puedo profundizar aquí, porque requeriría una discusión muy amplia. Me limito a observar que el punto de vista de Davis se refiere al proceso de producción social en general, mientras que el de Fraser se refiere específicamente al proceso de producción capitalista en su fase avanzada de terciarización del trabajo. Por lo tanto, el dilema es el siguiente: ¿la colonización capitalista de todos los mundos vitales y la consiguiente monetización de todas las actividades humanas es un hecho que hay que aceptar (Fraser) o es justo oponerse a ella (Davis)?

2) En la medida en que opta por rechazar la subsunción capitalista de los mundos vitales, Angela Davis considera la reivindicación del salario en el trabajo doméstico una forma de adaptación a la lógica interna del capitalismo, y por lo tanto lo juzga como un movimiento político contraproducente en la perspectiva de una oposición antagonista al sistema (se trata, por lo tanto, de una crítica similar a la dirigida a los abolicionistas y a las feministas -véase más arriba- cuando estos adoptan actitudes que, mientras rechazan moralmente ciertas injusticias, dan a entender que, una vez que se hayan eliminado, el sistema puede aceptarse tal cual).

3) Angela Davis se pregunta cuántas mujeres estarían realmente dispuestas a ocuparse para siempre de las tareas domésticas con tal de obtener un salario. Las mujeres que trabajan en el servicio doméstico son las que saben por experiencia propia lo que significa tener un salario a cambio del trabajo doméstico, una conciencia que evidentemente les falta a las mujeres de clase media que plantean esta reivindicación.

4) En lugar de un salario por el trabajo doméstico, sostiene Davis, sería mejor reivindicar su industrialización, creando una serie de servicios públicos accesibles para las clases trabajadoras.

Notas

1 K. Ochieng Okoth, Red Africa, Meltemi, Milán 2024.

2 La lista de líderes de gobiernos y movimientos de liberación derrocados o asesinados por agentes del imperialismo occidental es interminable (Lumumba, Cabral, Nkrumah, etc.). Lo mismo puede decirse de los líderes de los movimientos negros radicales en América (Malcolm X, Carmichael, Rodney, etc.).

3 Véanse en particular los capítulos dedicados a la crítica del afropesimismo 2.0 y de los teóricos poscoloniales en K. O. Okoth, op. cit.

4 A Davis, Mujeres, raza y clase, Madrid, Akal, 2018.

5 Véase E. Williams, Capitalism and Slavery, University of North Carolina Press 1944-1994.

6 Además del de E. Williams, véanse las entradas sobre Amílcar Cabral, William Du Bois, George Padmore, Walter Rodney, Cedric Robinson y C. L. R. James.

7 Sobre el desvanecimiento del sueño de un trabajo decente (cuarenta acres de tierra y un mulo) inmediatamente después de la emancipación, véanse los relatos de W. Du Bois sobre la condición de mujeres y hombres reducidos a trabajar como peones en condiciones no muy mejores que las de los esclavos de antaño (Les âmes du peuple noir, Editions Rue d’Ulm, París 2004).

8 Véase K. Marx, El Capital, Libro I, cap. XXIV, «La llamada acumulación originaria».

9 Con los mismos argumentos, las actuales élites burguesas de los países occidentales (sin distinción entre derecha e izquierda) arremeten contra los votantes «incultos» que «votan mal».

10 También en este caso encontramos una correspondencia con la actitud actual de ciertas élites feministas de clase media-baja que anteponen sus propios intereses profesionales a cualquier motivación político-ideológica.

11 M. C. Fernández, «19 años de lucha por la ley 11 en el parlamento», Iconos, n.º 44, septiembre de 2012.

12 C. Formenti, Utopie letali, Jaka Book, Milán 2013.

13 C. Formenti, Il socialismo è morto. Viva il socialismo, Meltemi, Milán 2019.

14 Véase N. Fraser, Fortune of Feminism; Verso, Nueva York 2013; véase también Capitalism (con R. Jaeggi), Polity Press, Cambridge 2018.

Fuente: Per un socialismo del secolo XXI (blog del autor), 7 de marzo de 2025 (https://socialismodelsecoloxxi.blogspot.com/2025/03/ancora-sul-marxismo-nero-angela-davis.html)

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