Donde pueden leerse algunos de los artículos que el autor publicó en las revistas comunistas Nuestras ideas, Horitzons, Nous Horitzons y Veritat
Manuel Sacristán Luzón
Edición de Salvador López Arnal y José Sarrión
Estimados lectores, queridos amigos y amigas:
Seguimos con la serie de materiales de Manuel Sacristán Luzón (1925-1985) que estamos publicando en Espai Marx todos los viernes a lo largo de 2025, el año del primer centenario de su nacimiento (también de los 40 años de su prematuro fallecimiento). En esta ocasión, artículos suyos de los años cincuenta y sesenta publicados en revistas (clandestinas) comunistas.
Los materiales ya publicados, los futuros y las cuatro entradas de presentación pueden encontrarse pulsando la etiqueta «Centenario Sacristán» –https://espai-marx.net/?tag=– que se encuentra además debajo de cada título de nuestras entradas.
Un enlace que nos permite escuchar la interesante mesa redonda del pasado 12 de marzo en la Universidad Autónoma de Madrid. https://dauam-my.sharepoint.
Próximas actividades:
1. Programa de un acto organizado por la FIM (con el apoyo del CSIC (The Age of Glass)) el próximo 5 de mayo:
En el marco del «Año Sacristán», la Fundación de Investigaciones Marxistas (FIM) organiza la jornada «La Universidad en el pensamiento de Manuel Sacristán y Paco Fernández Buey», que se celebrará el lunes 5 de mayo de 2025 en la Biblioteca Marqués de Valdecilla –UCM (Calle Noviciado 3, Madrid). El evento abordará la crisis de la universidad contemporánea, la mercantilización del conocimiento y las reflexiones de Sacristán y Fernández Buey sobre el papel de la institución académica en la sociedad.
La FIM se adhiere de esta manera a la conmemoración del centenario de Manuel Sacristán (1925-1985), y lo hace conectando su pensamiento con la lucha actual en defensa de la Universidad Pública. Filósofo, traductor y militante comunista, Sacristán defendió el socialismo y la democracia y la justicia social, y desde los años 70 integró la cuestión ecológica en su pensamiento. Su enfoque crítico e innovador del marxismo, basado en la racionalidad científica y el compromiso social, dejó aportes esenciales en lógica, filosofía de la ciencia y ecología política. Como traductor de Marx, Engels, Lukács y Gramsci, facilitó el acceso a textos fundamentales para la transformación social.
Más allá de la teoría, su militancia comunista fue clave en la resistencia antifranquista, siendo esencial en la creación del Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona (SDEUB) y, más adelante, en la fundación de las Comisiones Obreras de la Enseñanza. También destacó en el Comité Antinuclear de Cataluña y en la lucha contra la permanencia de España en la OTAN. En el «Año Sacristán», la FIM apoya las iniciativas de homenaje y difusión de su obra, como herramienta de análisis y transformación social.
En este contexto, resulta imprescindible destacar también la figura de Paco Fernández Buey (1943-2012), eminente discípulo de Sacristán y filósofo con voz propia. Fernández Buey fue también uno de los fundadores del Sindicato Democrático de la Universidad de Barcelona en 1966 y se destacó como miembro de la Coordinadora del movimiento de Profesores No Numerarios (PNN) en los setenta. Tras la muerte de Franco, contribuyó activamente a la creación y consolidación de las Comisiones Obreras de la Enseñanza y, en los ‘90, integró el Consejo de Coordinación Universitaria a propuesta de Izquierda Unida. Su labor como catedrático de filosofía política en la Universidad Pompeu Fabra, donde también coordinó el Centro para el Estudio de los Movimientos Sociales (CEMS), enriquece y complementa el legado de Sacristán y ofrece una visión crítica sobre la Universidad.
La jornada del 5 de mayo se estructurará en dos mesas de debate. En la primera, «La universidad según Sacristán y Fernández Buey», se revisará la concepción de la universidad en el pensamiento de ambos autores, abordando su función dentro de la sociedad y su papel en la formación de una ciudadanía crítica. Se debatirá si la democracia supuso realmente la solución a los problemas universitarios o si, por el contrario, se han reproducido nuevas formas de subordinación y mercantilización del saber. En la segunda mesa, «Diagnóstico de una universidad en crisis», se analizarán cuestiones como la privatización, la creciente subordinación a intereses económicos y la precarización de la labor docente e investigadora y se debatirán posibles soluciones para rescatar la función emancipadora del conocimiento.
PROGRAMA
Apertura 15:15 – 15:30.
Mesa 1. La universidad según Sacristán y FFB.
15:30–17:15 (15 min c/u + 45 min discusión). Modera: Alicia Durán (Profesora de Investigación del CSIC)
Jordi Mir Garcia. Profesor asociado Departament d’Humanitats – Universidad Pompeu Fabra
José Sarrión. Profesor Permanente Laboral (PPL). Universidad de Salamanca.
Eddy Sánchez. Profesor de Geografía Política de la UCM. Presidente de la FIM
Ana Jorge. Profesora en el Departamento de Comunicación Audiovisual y Publicidad de la Facultad de Ciencias de la Comunicación. Universidad de Málaga
Café: 17:15 -17:30
Mesa 2. Diagnóstico de una Universidad en crisis
17:30-19:15 (12 min c/u + 45 min discusión). Modera: Paco Marcellán (Profesor emérito honorifico, UC3M.)
Paco Sierra, Catedrático Universidad de Sevilla. Portavoz de Universidades. IU
Victor Rocafort, Profesor Teoría Política, UCM.
Cristina Rodriguez, Presidenta de Federación de Jóvenes Investigadores Precarios (FJI)
Paloma López, Secretaria General de CCOO-Madrid
Aída Maside. Colectivo Estudiantil Alternativo (CEA), Universidad de Salamanca.
Conclusiones 19:30-20:00: José Sarrión (USAL) y Eddy Sánchez (UCM)
Para conseguir un debate ágil y rico contaremos con una Fila CERO, con invitados que esperamos intervengan activamente en el debate.
2. Simposio Trias sobre Manuel Sacristán en Barcelona.
Organizadores: Càtedra Ferrater Mora (Universitat de Girona) en coorganización con el Memorial Democrático de la Generalitat de Catalunya y en colaboración con la Fundación Neus Català.
Fechas: miércoles 26 (tarde), jueves 27 (mañana y tarde) y viernes 28 de noviembre (mañana y tarde) en el Ateneu Barcelonès (Barcelona).
Izquierda Unida ha publicado recientemente un comunicado de apoyo a los actos del centenario: «Manuel Sacristán (1925-2025): 100 años de pensamiento crítico y lucha por un mundo ecosocialista. Izquierda Unida impulsa el ‘Año Sacristán’: Reivindicando al filósofo, traductor y militante que unió marxismo, ecología y feminismo ante la crisis global». https://izquierdaunida.org/2025/02/20/manuel-sacristan-1925-2025-100-anos-de-pensamiento-critico-y-lucha-por-un-mundo-ecosocialista/.
Otros comunicados de apoyo: 1. Comunistes de Catalunya: https://comunistes. 2. Fundación de Investigaciones Marxistas (FIM): ttps://www.fim.org.es/
En el mientrastanto.e de marzo se ha publicado un artículo de Alfons Barceló que con seguridad será de su interés: «Noticia y recuerdo de Manuel Sacristán» (https://mientrastanto.org/243/ensayo/noticia-y-recuerdo-de-manuel-sacristan/.)
En rebelión (y otras páginas), Miguel Manzanera ha publicado «Conmemoración del centenario de Manuel Sacristán Luzón en México» https://rebelion.org/conmemoracion-del-centenario-de-manuel-sacristan-luzon-en-mexico/
Buena semana, muchas gracias.
- Presentación
- Humanismo marxista en la Ora marítima de Rafael Alberti
- Tópica sobre el marxismo y los intelectuales
- Jesuitas y dialéctica
- Tres notas sobre la alianza impía
- En memoria de Ernesto «Che« Guevara
- Opiniones que discrepan
- Crítica colectiva
- Nota autocrítica sobre Nous horitzons
- Comentario al suplemento de Veritat
1. Presentación
Muy poco tiempo después de iniciar su militancia comunista, Sacristán empezó a colaborar en revistas teóricas del PSUC-PCE como Quaderns de cultura catalana, Veritat, Horitzons, Nous Horitzons, Nuestras Ideas, Realidad y Nous Horitzons (de la que fue director desde mediados de los sesenta hasta principios de los setenta).
En «El compromiso político de un intelectual del siglo XX» (Del pensar, del vivir, del hacer, p. 117), señalaba Giaime Pala: «Buena prueba del renovado entusiasmo de los intelectuales del PSUC es la “refundación” de la revista cultural del partido Nous Horitzons. Esta revista fue creada en 1960 por la dirección de París para ofrecer –en lengua catalana– un punto de vista marxista sobre los temas culturales que se debatían en Cataluña y responder así al creciente interés despertado por Serra d’Or. Francesc Vicens fue el director hasta su expulsión del PSUC a principios de 1965, año en el que la revista inicia un evidente retroceso en cuanto a la calidad de sus contenidos por la desmembración de la redacción por él dirigida. Basta con ir a las hemerotecas para darse cuenta de que la mayoría de los artículos (firmados ahora por los dirigentes del Comité Central) incluidos en los números 5-10 son en realidad asépticos materiales de partido maquillados con un inconsistente barniz cultural».
La idea de dar un nuevo impulso a la revista partió de Francesc Vallverdú y Manuel Sacristán en 1965, señala el historiador italiano. «Ellos se encargarán de formar una nueva redacción en Barcelona –con Sacristán como responsable– encargada de redactar el 60% de revista (el resto lo redactaba la redacción de París). Respecto a la primera etapa –la que va de 1960 a 1965– la fase “sacristaniana” de la revista tiene una fisonomía más política que cultural en un sentido estricto. La redacción de Barcelona decide apostar decididamente por la filosofía (con trabajos sobre Gramsci, Lukács, o Lenin), la filosofía del derecho, la crítica de la cultura y los nuevos movimientos sociales (como el feminismo –analizado por Giulia Adinolfi– o el diálogo con los católicos)».
Pero si se cotejan, prosigue Pala, «los trabajos escritos por la redacción de Barcelona con aquellos presentados por la redacción de París notaremos un evidente desfase. Mientras Barcelona intentaba un trabajo de renovación y rejuvenecimiento cultural, París seguía echando mano del “teléfono rojo”, es decir de los camaradas exiliados en los países del Este (Emili Vilaseca, Rafael Vidiella, Josep Bonifaci, Josep Montoliú) que, evidentemente, tenían una visión de la cultura todavía anclada a los preceptos de Andrej Zdanov». Si se consultan esos números de Nous Horitzons, «tendremos la sensación de leer dos revistas en una. Este desfase producía altercados entre las dos redacciones: pensemos en los artículos y editoriales bloqueados por París porque considerados “no procedentes”. Por ejemplo, en otoño de 1968 se rechazó un editorial muy crítico con la invasión soviética de Praga o en 1970 se congelaron dos escritos de Sacristán sobre el papel del PCF con ocasión del mayo del 68 y sobre el filosofar de Lenin. Sólo son tres ejemplos, pero hubo más y nos dan la idea de la distinta manera de registrar la función cultural.»
Fueron tres los artículos publicados por Sacristán en Nuestras ideas, la revista teórica del PCE que se editaba legalmente en Bruselas (no así en España). Estaba dirigida por Fernando Claudín, en colaboración con Manuel Azcárate Diz. El autor colaboró desde el primer número con un artículo sobre la Ora marítima de Rafael Alberti.
En 1979 se editó Nous Horitzons. Edició fassímil, 1, 1960-1961, volumen en el que se incluía una entrevista a Sacristán realizada por Francesc Vallverdú y Ricard Vinyes (puede verse ahora en Intervenciones políticas, Barcelona: Icaria, 1985, pp. 280-282, sin inclusión de las preguntas). Una selección de las reflexiones de Sacristán:
Sobre la importancia de Nous Horitzons (que, por cierto, al principio no se llamó Nous Horitzons sino Horitzons: hubo que poner el «Nous» por un problema de derechos registrados) en el debate y la lucha ideológica de la Cataluña de principios de los años 60, creo que no fue grande en sí misma, pero que respecto de la situación de la época y del reducido ambiente que se podía tomar en cuenta sí que valió la pena. Discúlpeseme la siguiente trivialidad porque para aquellos años no lo era: ya la mera solidez física, por así decirlo, de Horitzons daba aliento, en forma nada despreciable, a los militantes en particular y a los marxistas en general. El número 2 (no cito el 1 porque alguien se me lo ha «prestado» irreparablemente y no puedo precisar sobre él) tiene 88 páginas y lleva cubierta de cartulina a dos colores; es del primer trimestre de 1961. No menos interesante es el hecho que la gran mayoría de sus páginas está escrita en el interior, principalmente en Barcelona: ocho de los once artículos que presenta. Cosas así eran en aquellos años todavía duros, una realidad muy prometedora. Seguramente contribuyeron a dar seguridad a los militantes, identidad al partido y confianza a otros marxistas.
[…] En cuanto a la calidad científica, no me parece que Horitzons y Nous Horitzons valieran gran cosa en aquellos años. Nuestro marxismo estaba todavía empapado de euforia por la victoria de la URSS sobre el nazismo, por la victoria de la revolución china y, en aquellos mismos meses, de la cubana; y también por el derrumbamiento del viejo sistema colonialista. Esa euforia alimentó un marxismo muy alegre (lo cual estaba muy bien) y asombrosamente confiado (lo cual estuvo muy mal, y visto desde hoy pone los pelos de punta). El principal valor ideológico de Nous Horitzons en aquella época fue, repito, su mera presencia. Su qué fue mejor que su cómo.
[…] No pretendíamos elaborar teorías. No en lo político, por las mismas razones que expuso para sí mismo Althusser, de manera inolvidable, en el prólogo al Pour Marx [NE: La revolución teórica de Marx, con traducción castellana de Marta Harnecker]: la literatura política se nos aparecía en aquella época a los comunistas sólo como exposición de los clásicos para formación de militantes o como fundamentación, comentario y propaganda de la política del partido.
Y tampoco teoría especulativa, porque ésta, afortunadamente, no gozaba de la simpatía ni de los assenyats catalanes de la redacción ni de los no-catalanes de ella, los cuales, aunque mucho menos assenyats, éramos gente de formación demasiado crítica, y hasta hipercrítica, para especular.
En cambio, sí que se aspiraba a elaborar y comprender realidad con la teoría disponible y con la crítica. Mucha realidad, toda la posible, igual la básica que la más sofisticada. Quizá parezca ridículo a la vista de los resultados, pero el hecho es que al menos la redacción de Horitzons en el interior quiso practicar desde el principio un programa gramsciano, un programa de crónica crítica de la vida cotidiana entendida como totalidad dialéctica concreta, como la cultura real. Este no es interpretación a posteriori: ese programa era explícito y querido por los redactores. Y su realización, por modesta que fuera, permitió a Nous Horitzons algunos aciertos que no da rubor recordar, por ejemplo, haber tratado en serio los problemas de la mujer cuando no eran muchas las mujeres (y menos los hombres) conscientes de esa problemática.
[…] NH de 1960 se proponía llegar, sobre todo, a las organizaciones del partido, para promover su crecimiento intelectual, y a los intelectuales antifascistas, para darles constancia de la existencia de una intención cultural en el movimiento obrero marxista y para invitarles a una tarea que podía ser en parte común. No me atrevo a decir si se logró algo con ello.
[…] Yo creo que si se continuara con la línea de crónica crítica (con la profundización y la dedicación hoy posibles) se llegaría a lo que NH debería hacer: tratar prioritariamente la nueva problemática ante la que se encuentra el proyecto revolucionario de matriz marxista. Desde las nuevas manifestaciones de crisis económica, al lado de los fenómenos cíclicos y más allá de ellos, hasta las decisivas cuestiones ecológicas, con la nueva acentuación que imponen a los esquemas dialécticos marxistas, pasando por los hechos ideológicos nuevos, todo se manifiesta ya en la vida de cada día, aunque parezca sustraerse a la curiosa miopía politiquera de numerosos líderes de todas las clases sociales de nuestra sociedad. NH debe dejar a otros órganos la «alta política» y las supuestas «urgencias tácticas» y la consolidación de toda esta ambigüedad en que vivimos. Debe atender a los problemas decisivos para la reflexión revolucionaria, y contribuir así a que se resuelva afirmativamente la cuestión: ¿seguirá habiendo en Cataluña pensamiento revolucionario con realidad social, es decir, implantado en un partido obrero fuerte?
Juan-Ramón Capella (Sin Ítaca, Madrid: Trotta, 2011, p. 294) comenta que la dirección de Nous Horitzons rechazó también la publicación de varios artículos de Sacristán en los primeros años setenta. Entre ellos: «Sobre la militancia de cristianos en el partido comunista», que Capella fecha en 1975. (Se editó finalmente en el número 1 de Materiales).
2. Humanismo marxista en la Ora Marítima de Rafael Alberti.
Se publicó en el número 1 de Nuestras Ideas, mayo-junio 1957, pp. 85-90, un ejemplo de crítica literaria marxista.
Como se ha indicado, Nuestras ideas estaba dirigida por Fernando Claudín, en colaboración con Manuel Azcárate Diz. De ambos se publicaron artículos en este primer número: «En torno a algunas cuestiones fundamentales del marxismo» (Claudín) y «La discusión sobre la obra de Menéndez y Pelayo» (Azcárate firma como Juan Diz).
El texto de Sacristán aparece en el apartado «Crítica» con firma V. F. La policía franquista encontró meses antes, en una de sus persecuciones anticomunistas, una copia del artículo con la firma «Víctor Ferrater», firma que Sacristán nunca utilizó. La policía conjeturó en «un alarde de destreza investigadora» que Gabriel Ferrater, a quien detuvieron, era el autor del texto. Muy pocos días después, y sin consultar al partido, Sacristán se presentó en las dependencias policiales fascistas de Vía Laietana, el mayor centro de tortura y represión del franquismo en Barcelona, declarando que él era el autor del texto. El poeta quedó libre y Sacristán quedó fichado por la policía barcelonesa, pero no fue detenido. (Recordemos: la acusación era sobre un manuscrito de un artículo de crítica literaria no publicado aún).
Para un detallado relato de lo sucedido, incluyendo incomprensiones, insultos y ataques a Sacristán, véase «Gabriel Ferrater y Manuel Sacristán. La persecución policial y la detención del autor de Les dones i els dies», en SLA, La observación de Goethe, Madrid: La Linterna Sorda, 2015, pp. 28-89. La explicación de Juan-Ramón Capella (La práctica de Manuel Sacristán, p. 58) nos parece inverosímil: «[Sacristán] lo había firmado imprudentemente con el pseudónimo “Víctor Ferrater”, quien experimentaba un temor reverencial, por otra parte completamente natural, por la policía; Manolo proyectaba mostrar el texto publicado a Ferrater, una persona próxima a su propia idealidad, y a la que apreciaba mucho, para que se sobrepusiera a aquel temor…»
Es probable que Sacristán fuera también el traductor de un texto de Marx que figura en el apartado «Textos clásicos» de la revista: «España revolucionaria», New York Daily Tribune, 9 de septiembre de 1854. Es uno de los artículos recogidos por él en Karl Marx, Friedrich Engels, Revolución en España, Barcelona, Ediciones Ariel, 1960, traducción de Manuel Entenza (En la calle Entenza de Barcelona estaba la cárcel Modelo, una prisión de presos políticos que Sacristán visitó en varias ocasiones).
Para una edición reciente del poemario de Alberti: Rafael Alberti, Ora marítima (1953), Ed. Gregorio Torres Nebrera –junto a Retornos de lo vivo lejano−, Madrid: Cátedra, 1999, págs. 287-290.
«Cultivo de las letras humanas» –es decir, de la historia en general– dice el Diccionario de la Academia que es «humanismo». Pero «humanismo» quiere decir también cultivo de la humanidad del hombre vivo, presente. Y porque el pasado es parte de la raíz del hombre vivo y presente, también el «cultivo de las letras humanas» puede ser humanismo en un sentido serio. Cuando el cultivo de lo humano se hace sobre la base de los principios de Marx, es humanismo marxista.
El poeta comunista Rafael Alberti hace gran uso del humanismo literario en este poema1 que dedica «A CÁDIZ…, al celebrar su tercer milenario». Alberti basa lo histórico de su poema en citas de Hesíodo, Estesícoro, Platón, Estrabón, la Biblia, Marcial, Poseidonio, Homero, la historiografía árabe y –sobre todo– Avieno, de cuyo «periplo» toma su título el poema.
El autor se encuentra lejos de sus raíces, de su natural asiento en la tierra:
Si yo hubiera podido, oh Cádiz, a tu vera,
hoy, junto a ti, metido en tus raíces.
Por eso pide ayuda a todas las «raíces» de Cádiz –que es, a su vez, una «raíz» suya– para que le aproximen a ella «por encima del mar».
Los primeros versos del poema hablan al lector de esas raíces, de las que el autor se afana por no desasirse; son «la cal hirviente» de los muros de Cádiz, sus «farallones hundidos», los huecos «de sus antiguas tumbas», las «olas» –todas las cosas, en fin, de que se nutre la vida del hombre. No poseerlas es no poseerse, ignorarlas es no comprenderse a sí mismo:
Te miraba de lejos, sin comprenderme, oh Cádiz…
No poseer las olas, los muros, la luz de la tierra es no poder existir como hombre completo. Ignorar esas raíces es ignorarse como hombre, no «comprenderse», según dice el poeta. Reconocer la gravedad de esa desposesión y de esa ignorancia es la más honda base del humanismo marxista2.
* * *
Pero el poeta sabe que no es él el primer desposeído de sus propias raíces, de «sus» cosas –ni física ni mentalmente.
En la historia que el poeta maneja en su Ora Marítima, es la historia atestiguada por documentos, las cosas no han sido nunca de los hombres que verdaderamente las han tenido en sus manos. Esos hombres fueron primero esclavos de las cosas.3
Somos los mismos que el viento
nos tiró en las mismas olas…
Y luego esclavos de otros hombres, a los que pertenecieron las cosas que estaban en sus manos, las cosas que ellos manejaban y a las que sólo, por tanto, habrían sido capaces de dotar de un sentido humano. Porque sólo ellos habrían podido apropiarse de verdad esas cosas que pertenecían a otros:
Anchos atunes que punzan,
abriendo en plata las olas.
Mas, ¿de quién las almadrabas
de ayer y ahora?
Las cosas mismas que el hombre ha tenido en las manos le han sido ajenas, cuando no le han dominado. Con una perspectiva histórica y de concepto más amplia, aparece aquí el tema que, en su precisión para la sociedad capitalista, Marx llama «alienación». Tal como Marx lo expone, la alienación es un fenómeno típico de la sociedad burguesa, porque presupone el fenómeno que designa como «fetichismo de la mercancía», fenómeno característico de esa sociedad. Pero en un sentido amplio, la alienación es un hecho de toda la historia conocida, en algunos de cuyos períodos el hombre mismo que maneja las cosas, el hombre que trabaja, y no sólo el producto de su trabajo, ha sido incluso jurídicamente un alienado, legal propiedad de otro.
En la alienación así concebida en términos generales, empieza el hombre por perder su dominio físico y mental sobre la cosa que maneja o produce. Pero al mismo tiempo, la cosa pierde, humanamente hablando, toda su riqueza individual, su solidez, su tacto, su olor y su regusto, para convertirse en puro símbolo de subsistencia. La cosa deja de existir como elemento del mundo del hombre: así el atún que llenó las almadrabas de los esclavos pescadores de Gadir, así el atún que llena las redes del proletario pescador de Cádiz. Ni unos ni otros pescan de verdad atún: sino el trozo de pan aquéllos y la miseria de su salario éstos. Por eso, cuando se devuelva al hombre el dominio de las cosas que maneja, también volverán las cosas a serlo humanamente de verdad, a ser raíces de toda la vida del hombre, no sólo signos de su vegetar físico:
Cádiz nos mirará un día,
dueños del mar, en las olas.
Cádiz, que será más Cádiz
que ayer y ahora.
* * *
Incluso con cierta ordenación histórica, el poeta canta mitos y hechos de Cádiz –«bahía de los mitos»– en su intento de celebrar, apropiándoselas, las raíces de su tierra. Pero entre esos temas histórico-mitológicos hay uno que permanece a través de todas las épocas, sosteniendo todos los hechos y todos los mitos; es el tema del «pescador», que tiene reservado un poema propio, cuya estrofa final es la última cita. Ese poema es la Canción de los pescadores pobres de Cádiz.
El tema del «pescador» es tan histórico como los demás que el poeta desarrolla en su libro. Pero tiene una historicidad peculiar; mientras Hércules, por ejemplo, sólo robó una vez los toros de Geryón, los «toros de las marismas» de Cádiz, mientras Menesteo fundó el puerto de Sanlúcar, cuna del poeta, en un momento dado de la historia –o del mito–, los pescadores de Cádiz están ahora como estaban ayer, afirmación, que naturalmente, no tiene valor científico, sino humanístico:
Hijos de la mar de Cádiz,
nuestras casas son las olas.
Somos los pobres del mar,
de ayer y ahora.
La propia historia, el propio mito –lo que tendría que ser raíz para el hombre ha sido fraude duradero para los «hijos de la mar de Cádiz»:
Creímos en las sirenas
que cantan entre las olas.
Sus cantos nada nos dieron
ni ayer ni ahora.
No obstante, también los «pobres del mar de ayer y ahora» son historia, y no inalterable naturaleza; el poeta lo dice en la última estrofa de esta canción de los pescadores pobres de Cádiz, estrofa citada más arriba.
* * *
La historia ha sido, pues, un duradero fraude para los «hijos de la mar de Cádiz», para la mayoría de la humanidad. No obstante, la historia es también el camino necesario de la liberación del hombre: la historia –es decir, la humanidad en su desarrollo– se abre caminos, amplía horizontes, aumenta perspectivas, supera limitaciones; el fraude mismo que ella viene siendo, será borrado por ella misma, por sus constructores, que son los hombres: reconocer, junto a su duradera naturaleza de fraude inhumano, el positivo carácter de la historia es otro rasgo fundamental del humanismo marxista. El poeta lo recoge y puede, por tanto, valorar también positivamente, como raíces de humanidad, los hechos del pasado y los valores del mito en que se expresan los movimientos del hombre en la historia:
Ya el fin del mar, los límites del mundo,
en ti no se encontraban.
Tú misma las borraste con tus naves,
oh, clara estela del Oriente, oh, soplo,
brisa inicial, anunciador camino.
El proceso histórico supera límites para el hombre: por eso es humanamente positivo. Y el conocimiento del correr histórico enriquece el mundo mental del hombre y le da seguridad en su raíz y en su suelo, seguridad para futuro movimiento:
Oigo los cantos de tus marineros,
oigo sus remos dando en las espumas,
oigo un clamor antiguo que hoy me llega
batido por el sol de tus dos mares.
En el humanismo marxista del poeta –hay que aclarar– raíz no significa la sujeción sentimental a cosas y hombres reunidos por la historia en crímenes y sufrimientos comunes por fines que les eran ajenos –la «Patria»: los amos a quienes esos fines interesaban esencialmente. «Hijos de la mar de Cádiz» son para el poeta comunista todos aquellos que han hecho en Cádiz la historia cotidiana de la mayoría de la humanidad, y por ella se han visto defraudados, fuera cual fuera el amo que les defraudara. «Hijos de la mar de Cádiz» son también los marineros que arriban a Cádiz y cargan y descargan y soportan las cosas en vez de dominarlas:
Te miraba, ignorando aún que tus pescadores,
los mismos pescadores pobres que yo veía
salir del Guadalete hacia los litorales
africanos, también eran los mismos
almadraberos tuyos, tus desnudas
gentes del mar que a Tarsis arribaban
por el oro, la plata y el misterioso estaño.
Los «Hijos de la mar de Cádiz» han sido también fenicios y griegos, o hebreos, o egipcios: el humanismo marxista es internacionalista, no admite como exclusivos valores humanísticos los de una «raza», pueblo o cultura.
* * *
No, pues, sobre la base de una interpretación exclusivista del valor del hombre, sino sobre la de su activa presencia en las cosas que luego son bien de toda la humanidad –en el caso del poeta, se trata de la cosa «Cádiz»– reasume el humanismo marxista la experiencia y riqueza del mito, la «raíz» histórico-mitológica.
De la fecundidad con que el poeta reasume –se «apropia», podría decirse, con una palabra que se opone literalmente a «alienarse»– los mitos y la historia de la ciudad que canta, da prueba todo su libro que no es analizable aquí por razones de espacio. Por eso será necesario limitarse a considerar con detalle un solo ejemplo; el canto La Atlántida gaditana.
El mito que Alberti recoge en ese canto es el de la Atlántida, país de la justicia, situado por Platón en las proximidades del Estrecho de Gibraltar –en «Cádiz».
Al conocer, al apropiarse la historia de los justos atlantes, de aquella «raza potente desaparecida», el poeta recuerda que en la época en que pudo vivir junto a sus raíces gaditanas, disfrutándolas naturalmente, no todas ellas le eran propias en la conciencia, sabidas, mentalmente suyas:
Iba alegre en un coche de caballos
hacia la Santa Luz, hacia Sanlúcar,
sin saber que los campos de los viejos abuelos,
que las huertas marinas de tomates
y soleadas calabazas eran
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
dunas del sueño de Platón, vestigios
de su perdido reino azul de los Atlantes.
Ahora, en cambio, el poeta conoce ese viejo trasfondo de las raíces de su ciudad, de las raíces de los hombres: la aspiración a la justicia. El mundo que hoy se ofrece al poeta no hace superflua esa aspiración:
Pechos doblados sufren hoy el mundo…
Al «recuerdo» de la «potente» y justa, sana «raza» de los Atlantes y ante el mundo presente que se le ofrece a la vista, el poeta no puede contentarse con la contemplación «desinteresada» de un esteticismo burgués, ni con la nostalgia del reaccionario. El poeta «se apropia» esa mítica raíz de Atlantes que posee su ciudad, se la hace suya y de los hombres vivos, dándole virtualidad de presente y de futuro. Y así convoca a los Atlantes:
Álzate, sube, asciende de los hondos
despeñaderos submarinos. Véate
pura y viril poblar la nueva tierra.
Eso no es en el poeta comunista mero deseo. El sabe que la historia del hombre le ha venido trayendo, por fuerza de leyes, hasta el momento de los Atlantes, de los sostenedores o que «aguanten», pues eso han sido Atlantes. La fuerza de las leyes de la historia es ya visible, está incorporada en las masas que con «pechos doblados», como dice, «sufren hoy el mundo»; pues esos pechos están:
Prestos a henchirse de tan limpios hálitos.
(En otro canto de su libro, Alberti dice al lector que «Hércules», apropiado por el poeta como personificación del pueblo –«el frenético, el pacífico,/ el fúlgido, el inclemente,/ el tiranicida, el plácido,/ el guardián, el terrestre,/ el humano, el campesino,/ el popular, el jinete,/ el andaluz, el hondero,/ el musical, el celeste…»– es la esperanza del futuro:
Columnas esconde el mar
que pueden surgir muy altas.
Heracles, el gaditano,
bajo las olas aguarda.)
Por eso no es la Atlántida gaditana el mito filológico, que el artista comunista abandona al estudioso, ni el sueño nostálgico, que es ajeno a todo comunista, sea poeta o filólogo. La Atlántida gaditana es la clave de bóveda, la pieza última del humanismo marxista: la lucha por el futuro, el espíritu revolucionario:
Sueño no sea, estrella de una noche,
sino solar imagen que presida,
alta perenne luz, los continentes.
* * *
El humanismo marxista no es una mera contemplación intelectual, no es sólo una fijación de valores. Es, como todo elemento del marxismo, idea de acción, idea naciendo de la práctica y volviendo a ella. La contemplación de valores, de «raíces» de su concreta humanidad gaditana, ha sido en seguida completada por el poeta con un intento de «apropiación» de esas «raíces» y con su práctica proyección al futuro. Porque para poseerlas no basta con conocerlas, con pensarlas: conocer y pensar son más bien la última forma de poseer una cosa. Primero está el tenerla. Por eso la verdadera satisfacción, el verdadero enraizamiento del gaditano, de ese gaditano sabio que es hoy el poeta, sólo podrá, en rigor, tener lugar cuando la Atlántida gaditana sea real, no «sueño» o «estrella de una noche» –no mito, no mera aspiración–, cuando los pechos se hayan enderezado, cuando los pescadores de Cádiz no tengan que preguntar de quién son las almadrabas, sino sólo de quién eran, cuando resulten ya pasados estos versos del canto Riotinto, lago del infierno:
Por la mar van los mineros,
los ojos de las Gorgonas
están dejándolos ciegos.
Entonces, sí: entonces, «apropiadas» las cosas por el hombre, tendrá éste toda la raíz física y mental de su plenitud:
…Y otra vez, en un coche de caballos,
volveré alegre a ir por mis caminos,
hacia la Santa Luz, hacia Sanlúcar.
* * *
Así termina el canto a la Atlántida gaditana. Y ese final obliga todavía a hacer una observación sobre los elementos del humanismo marxista recogidos en la Ora marítima de Alberti: el humanismo marxista no es transcendentalista, es decir, no busca otra fundamentación que los positivos y concretos valores científicos, morales y estéticos del hombre: no es metafísico.
Por eso no es grandilocuente el humanismo del poeta: todo lo que él propone para el hombre, todo lo que él pide a los «Atlantes», a «Hércules», es que hagan lo necesario para que él –y los demás– puedan volver a ir, esta vez completamente «alegres», en un coche de caballos, hacia Sanlúcar, en la orilla del mar de Cádiz.
El humanismo del poeta comunista no endiosa valores históricos: no cree que el «morir a la espartana», por ejemplo, sea un ideal humanista, ni que las pirámides de Egipto –tumbas que dejaron miles de sus muertos fuera para albergar supersticiosamente el cadáver de un solo hombre que ni las tocó– sean una «gloria humana». Prefiere el vivir con sencillez –pero con plenitud para todos.
Por eso saluda el poeta a Menesteo, al mismísimo fundador mitológico de su Cádiz, con la autenticidad del que propugna el logro de la concreta, real, nada utópica, nada retórica plenitud del hombre. Y así lo dice:
Hoy para ti, no un templo, sino la misma casa
de todos, encalada, con patios y jardines
y agua dulce del pozo, sencillos, te ofrecemos.
Puedes mirar a Cádiz desde las azoteas.
Notas
1 Rafael Alberti, Ora marítima, Buenos Aires, 1953.
2 Marx, La ideología alemana. Sobre la producción de la conciencia.
3 Ibidem.
3. Tópica sobre el marxismo y los intelectuales
Tras la publicación de su trabajo sobre la Ora marítima de Alberti en el número 1 de Nuestras ideas, Sacristán, con la firma de José Luis Soriano, no volvió a publicar en la revista teórica del PCE hasta el número 7: «Tópica sobre el marxismo y los intelectuales», diciembre de 1959 y el número 8: «Jesuitas y dialéctica», julio de 1960. Es altamente probablemente que la elaboración de su tesis doctoral sobre Las ideas gnoseológicas de Heidegger fuera una de las razones de su dilatada ausencia.
Por esas mismas fechas, firmando como Q.C.C, el autor escribió este (internacionalista) editorial en una revista del PSUC, Quaderns de cultura catalana, núm. 3, noviembre de 1959:
En los ambientes intelectuales conservadores y tradicionalistas, los últimos acontecimientos de la técnica astronáutica (Lunik II y Lunik III) han provocado las habituales jeremiadas de menosprecio acerca de la «mecánica civilización técnica», llantos de raíz romántica y germánica difundidos en nuestra casa por las traducciones de Revista de Occidente. La alegría satisfecha de los comunistas por el éxito de la astronáutica soviética es, para estos nostálgicos de la «naturalidad», de la «escala humana» del mundo medieval, rudo y bárbaro entusiasmo respecto de la «mera acumulación» de conocimiento y conquistas técnicas materiales, irrelevantes según ellos para el destino del hombre y para su autoconocimiento. La intelectualidad burguesa de países que, al menos, han abandonado culturalmente la Edad Media –sobre todo los anglosajones– consideran que este entusiasmo natural de los comunistas es tan sólo partidismo, sentimiento espurio de la pura actividad científica, del ethos teorético. Los comunistas –según ellos– habrían estado menos felices si el Lunik III se hubiera llamado Explorer y hubiese despegado de alguna base yanqui.
Era verdad, admitía el editorialista. «Nos ha satisfecho positivamente que el Lunik III llevara una hoz y un martillo –esto que la prensa franquista llama tímidamente “el escudo de la Unión Soviética” y que en realidad es el símbolo internacional de la humanidad que trabaja y avanza–. Nos ha satisfecho, naturalmente, como comunistas, pero nos ha satisfecho también como personas de profesión científica o intelectual en general, porque el hecho que el Lunik III llevase una hoz y un martillo –símbolo muy diferente del viejo nacionalismo hambriento de conquistas imperiales que se esconde en acto o en potencia, debajo de los pliegues de las otras banderas del mundo– garantiza que la ciencia continúe siendo en el siglo XX, gracias al triunfo del marxismo en parte del mundo, fiel a su función cultural revolucionaria y progresista. La ciencia –nuestra ciencia europea, usando palabras agradables a todos los oídos– nació con la voluntad y misión revolucionarias: nació con el objetivo de liberar al hombre de la más sutil de todas sus alienaciones, que es la alienación en sus propios productos culturales y especialmente en la visión teológica tradicional del mundo».
No importaba que Kepler o Newton tuvieran una religiosidad personal y propia: «ésta era, con sus vaguedades heterodoxas, un compromiso con la religiosidad medieval, y constituía, por otra parte –esto es decisivo culturalmente– una ruptura con el teologismo de la Edad Media: la religiosidad de Newton se inserta ya a posteriori, como mítica, en la nueva visión científica del mundo, en lugar de ser, como era la teología medieval, estructura fundamental y apriorística de toda la cultura.»
Aún dejando al lado la actitud reaccionaria de un mundo sin ciencia, actitud con cuya consideración había iniciado esta nota, añadía Sacristán, «aún teniendo en cuenta solamente la forma más moderna de la cultura burguesa –la mentalidad científica presuntamente libre de ideología y de ideales, tal como se presenta en el neopositivismo anglosajón–, se puede afirmar que la ciencia, en el mundo burgués, ha perdido su razón de ser humana y humanista: ser un arma en la lucha del hombre contra la alienación de su espíritu en lo que es desconocido, ser verdadera creadora de cultura, de mundo espiritual humano, y no solamente de instrumental técnico. Que la ciencia vaya adelante por obra de marxistas, por obra de humanistas, es garantía que la lamentación romántica tradicionalista sobre la escisión entre ciencia y hombre no tiene razón de ser».
El científico marxista, concluía el editorial, «no hace ciencia simplemente porque le divierte o porque tenga en ella su modus vivendi, para olvidarla en su vida privada y moral, como olvida la bata del laboratorio después de sacársela. El científico marxista hace ciencia como los clásicos: en función de un ideal revolucionario de progreso, al servicio de un nuevo mundo humano. Por eso nos alegra que el Lunik III haya despegado de la URSS más de lo que nos alegraría –y nos alegraría mucho también– si hubiera despegado de los Estados Unidos de América.»
En La tradición de la intradición, p. 402, observa Víctor Méndez Baiges: «A la defensa del marxismo como último baluarte de la razón está dedicado también el artículo que lleva por título “Tópica sobre el marxismo y los intelectuales”, aparecido en 1959 en la revista Nuestras Ideas. Su asunto es el de la actividad de ciertos intelectuales españoles, “que a falta de más precisa caracterización será permisible llamar liberales”, lo cuales, además de empezar a mostrar cierta distancia con el franquismo, han hecho declaraciones contra el comunismo. Lo que trata de demostrar el texto es que sus críticas no van más allá del viejo conjunto de tópicos del anticomunismo vulgar. Tampoco es algo que se es pueda afear demasiado, afirma el autor con aires de perdonavidas, pues todos conocen la pobreza de la vida intelectual española. Esto no quita que merezca la pena salir al paso con algunos comentarios.»
Durante los últimos meses se han multiplicado en España los ataques al marxismo por parte de intelectuales que a falta de más precisa caracterización será permisible llamar «liberales». La dificultad que surge al intentar determinar menos vagamente el pensamiento de esos escritores obedece a varias causas, entre las que probablemente habrá que contar una insuficiente toma de conciencia ideológica que apenas les es imputable, dada la pobreza de la vida intelectual y de la vida política en este país. A esa causa se suman empero otras muchas más, desde la necesidad de pensar en la censura –los escritores liberales pueden hacer al menos ideología pasada por agua en la prensa legal, y la hacen, con muy buen acuerdo– hasta el hecho de que la escasa diferenciación ideológica y política de la intelectualidad española hace que hoy se encuentren íntimamente asociados escritores que en otras circunstancias discurrirían por caminos ideológicos más o menos divergentes.
Ya esas circunstancias bastarían para dificultar casi insuperablemente todo intento de definir propiamente las ideologías que subyacen en el ambiente antimarxista en que está respirando el público español)1. Pero ocurre además que los motivos polémicos esgrimidos por los escritores liberales no responden siquiera claramente a los fundamentos ideológicos que serían precisables en el más amplio liberalismo. Ni aun se apartan por lo general de los temas favoritos de la prensa oficial. Escritores verdaderamente apreciables en su producción profesional dan en este terreno del antimarxismo la decepcionante sorpresa de limitarse a enunciar tópicos a la vez viejos y sumamente formales y vagos. La coincidencia en la tópica contrasta a pesar de todo con la abigarrada complejidad que debe suponerse en la ideología de quienes la esgrimen; en la ideología, y desgraciadamente también, en la moralidad intelectual. Es éste, en efecto, un rasgo del cuadro que debe anotarse: la corriente antimarxista, aun prescindiendo de la considerable aportación de los escritores del régimen, arrastra elementos dignos de las más varias calificaciones morales, desde la evidente buena fe y general serenidad de El Ciervo hasta la retórica del insulto y la denuncia escogida por Julián Marías o Miguel Sánchez-Mazas2.
Este último elemento del cuadro suscita realmente la tentación de practicar como defensa la Kritik im Handgemenge, la violenta crítica en el cuerpo a cuerpo de que hablaba Marx hacia 1843. Pero parece claro que el pathos de la indignación no puede resultar hoy día beneficioso para los españoles si no es dirigido exclusivamente contra el gran mal bajo el que todos sufrimos, tanto nosotros cuanto —mutatis mutandis— Julián Marías.
Es natural que tratándose de una lucha de escritores la tópica antimarxista, repetidamente impresa estos últimos meses por el liberalismo español, se refiera principalmente —aunque no exclusivamente— a la cuestión que con frase ya consagrada se enuncia así: «el marxismo y los intelectuales». A ese tema atiende la presente nota.
No menos de tres artículos de lucha antimarxista contiene el número 34 del tomo XII de los Papeles de Son Armadans, si bien sólo uno de ellos tiene explícita y únicamente esa función: «Boris Pasternak: los intelectuales y la Revolución», de Rafael Pérez Delgado.
La exposición de Pérez Delgado contiene un lugar ya clásico del antimarxismo: la presentación del marxismo como el acto de fe de unos utópicos en una idílica sociabilidad del hombre: «Los supuestos de la adhesión a la revolución son… si no todos, sí en gran parte, supuestos de fe sobre un supuesto único indeclinable de fe en la sociabilidad natural y esencial del hombre en términos absolutos, cuya expresión teoremática se afirmaría en un «soy sociable, luego soy hombre». De otro modo, no se ve claro que el Estado político de la revolución pueda dar paso a esa anarquía futura en la que la armonía social será un producto natural del proceso de liberación que implica otro supuesto de fe que es un producto del primero: la fe en el progreso humano.» (p. 45).
Lo primero que salta a la vista en ese texto es la ambigüedad con que está usado el adjetivo «sociable». Está usado, en efecto, significando «social» en el sentido de «necesariamente viviente en sociedad» y significando propiamente «sociable» en el sentido de bueno, pacífico y bien dispuesto para con los demás miembros de la sociedad.
Todos los pensadores que han reconocido la naturaleza social del hombre la han concebido en el primer sentido. La ambigüedad con que Pérez Delgado usa el término tiene empero su motivo en la atribución al marxismo de un idílico concepto de la sociabilidad del hombre, concepto que sería un supuesto de fe «indeclinable» sin el cual no podría entenderse el elemento propiamente comunista del marxismo.
Ese punto de vista ignora una de las nociones antropológicas centrales del marxismo: la de la naturaleza histórica del hombre. El marxismo no conoce «términos absolutos» para la comprensión del hombre. El hombre real, ha escrito Marx, es «el mundo del hombre… la sociedad», la cual es histórica. Tampoco pues puede concebir el marxismo una sociabilidad «esencial» y atemporal, «absoluta». La tesis de la extinción del Estado en la sociedad comunista –la «anarquía» a que se refiere Pérez Delgado– no es fundamentada por el marxismo en la idea de una recuperación de cierta originaria y misteriosa sociabilidad esencial perdida —¿cómo se pierde una esencia?— por el hombre. El dogma del Paraíso Terrenal y el subsiguiente del Pecado Original no deben buscarse en las obras completas de Marx, sino en la Biblia. La «sociabilidad» del ciudadano comunista es concebida por el marxismo como positiva novedad histórica —sobre la cual, por cierto, y ya desde Marx, el marxismo no gusta de fantasear.
No ya la estampa de ese hombre idílicamente sociable en el que según el tópico creerían los marxistas, sino el giro mental mismo que permite pensar «el» hombre como una esencia fija es completamente incompatible con el marxismo. Por eso, y contra lo que quiere el tópico, la noción de comunismo no viene nunca basada por el marxismo en una supuesta esencia humana abstracta, sino en una concreta situación social. El Manifiesto Comunista, es, para honra suya, muy poco locuaz sobre esta cuestión, pero permite en cambio apreciar claramente cuál era el instrumental metodológico de sus autores al escribir sobre ella: «Si en el curso del desarrollo desaparecen las diferencias de clase y toda la producción se concentra en manos de los individuos asociados, el poder público pierde su carácter político. El poder político en sentido estricto es el poder organizado de una clase… Si el proletariado… como clase dominante… suprime las antiguas relaciones de producción, suprime también, con esas relaciones de producción los supuestos de la existencia de la contraposición entre las clases, suprime las clases mismas, y con ellas su propio dominio como clase ». Concebido el Estado, la sociedad política, como el dominio de una clase, la supresión de las clases es la supresión del Estado, o, más exactamente, la supresión por de pronto de su necesidad y de su anterior esencia histórica.
No se trata aquí, naturalmente, de pedir al intelectual liberal que se muestre de acuerdo con ese razonamiento3. Se trata sólo de mostrar la falsedad del tópico: la argumentación marxista no contiene en efecto para nada la idea de una bondadosa sociabilidad «esencial» del hombre. No contiene más que tesis sobre la estructura de la sociedad política y su evolución.
El intelectual marxista no hace, pues, acto de fe alguno en una bondadosa sociabilidad esencial y absoluta del hombre cuando profesa la tesis comunista.
Tampoco tiene fe en ese «producto del primer acto de fe», en el «progreso humano» como noción abstracta.
Entre las menos respetables simplificaciones de que hace uso el pensamiento reaccionario contemporáneo –y no sólo para la lucha contra el marxismo– está ese pobre maniqueo del «progresismo». Según parece, hay en el mundo numerosos ingenuos —a saber, todos los progresistas— que opinan que el hombre se levanta cada mañana mejor de lo que era el día anterior, como si cada noche disfrutara de tratamiento por incubación junto a algún altar de Asclepios. Esos hombres pueriles creen en el progreso, y son comunistas o criptocomunistas, que es cosa, si no perversa, sí al menos criptoperversa.
Es muy probable que no haya habido nunca progresistas sostenedores de esa noción de progreso rectilíneo y por mero decurso del tiempo. No lo ha sido, en todo caso, Marx. Su doctrina de la alienación basta para probarlo: la alienación refleja en efecto según Marx uno de dos estados: el de no haber llegado el hombre a dominar su vida con su razón o el de haber dejado de hacerlo.
Por lo demás, los hábitos intelectuales más necesarios prohíben hablar de progreso con la vaguedad con que suele usarse ese término. Ya en el terreno de la historia de la ciencia hay que precisar y matizar mucho, pues una es la problemática del progreso de la ciencia en un ciclo histórico y otra la de ese progreso en la totalidad de la historia conocida. La dificultad es todavía mayor cuando se trata de progreso social. Por lo que hace al marxismo, en su concepción de la historia, «progreso» no es un concepto sistemáticamente primero, sino que descansa en el de legalidad histórica. Consecuentemente, «progreso social» quiere decir actuación concreta de las leyes histórico-sociales, la cual presupone el darse de ciertos hechos, y no el mero paso del tiempo.
Lo esencial es que la comprensión del concepto de progreso no es nunca abstracta en el marxismo. Decidir si una formación social es progresiva o no sólo tiene sentido dentro del marco de la historia de una humanidad concreta, cuyos estadios de desarrollo sean conocidos. La sociedad china ha ofrecido durante sus siglos medievales la estampa de una humanidad para la cual el paso del tiempo no significó –desde el punto de vista marxista– ningún progreso social, pues en ella la subsistencia tenaz de un mismo estadio de las fuerzas productivas impidió toda modificación importante de las relaciones de producción y de clase. A priori, en términos abstractos, no hay ninguna razón que permita deducir a lo Hegel que siempre tenga que haber cambios en las fuerzas productivas. Puede perfectamente «pensarse» —es decir, fabularse— que toda la humanidad hubiera vivido siempre como la China medieval. El que ello no haya sido así es una cuestión de hecho, y no de fe. Y hoy día no hace falta ser nada crédulo para pensar que en los últimos siglos y en el presente se están trasformando constante y aceleradamente las fuerzas productivas y las circunstancias de la producción.
El tópico de la «fe marxista» es de suma utilidad para Delgado: debe servirle para justificar la tesis de que el marxismo es incompatible con el intelectual, con el ejercicio mismo de la inteligencia, por ser en definitiva una creencia irracional. De aquí que refuerce el tópico con una argumentación gnoseológica: el materialismo es ya irracionalismo, porque «¿cómo puede la inteligencia conocer la historia, si el proceso de ésta se reduce a momentos históricos determinados por las fuerzas materiales que constituyen la última realidad?» (p. 48). Con otras palabras: para que cualquier realidad sea cognoscible tiene que ser, según Pérez Delgado, de naturaleza «intelectual» —quiere decirse, espiritual, ideal. Admiremos la robusta fe del hombre que cree que bastan 27 palabras para demostrar un monismo idealista. Hace más de veinte siglos que Aristóteles formuló la tesis implícita en todo acto de conocimiento: el alma es en cierto modo todas las cosas. Como tantas otras tesis del Filósofo, acaso como todas sus tesis fundamentales, es ésta grandemente ambigua, y admite una interpretación materialista, a lo Teofrasto, si se la entiende en el sentido de que el alma es de la naturaleza de las cosas, y una interpretación más o menos idealista, si se interpreta en el sentido de que las cosas —o, al modo escolástico, una parte de ellas: la forma substancial— es de la naturaleza del alma.
Repetimos una observación ya hecha: no es éste el lugar de una discusión de fondo, sino de una destrucción de tópicos. Baste pues con lo siguiente: uno puede ser idealista o materialista, pero en todo caso tiene que ejercer el pensar postulando una u otra interpretación concreta del principio general aristotélico del realismo gnoseológico. En el caso del idealismo absoluto —como en el del materialismo vulgar adialéctico— no hay postulado gnoseológico, sino metafísico: el postulado del monismo acrítico. Uno puede ser idealista o materialista: lo que un escritor no debe ser es un primitivo.
El arsenal tópico antimarxista tiene orígenes muy varios y es, por ello, poco coherente. Y así, junto al reproche de irracionalismo, se yergue frecuentemente, en coexistencia de verdad imposible, el de un atroz racionalismo atado a los hechos e incapaz de «vuelo» alguno. En el mismo número de Papeles… presenta esta inculpación un antimarxista muy distinto de Pérez Delgado: Antonio Tovar. El contexto del alegato de Tovar es una discusión de La ciencia griega de Farrington. Sus razones se enderezan muy ampliamente contra todo progresismo y cientificismo en general, con un consiguiente aristocratismo y desprecio de las «grandes masas» que duele encontrar —¿por qué no decirlo?— en persona en la que era justificado suponer otra sensibilidad moral. «Pero una sociedad que se dirija precisamente a extender a las grandes masas los beneficios de la conquista de la naturaleza por la técnica tiende a sujetar el libre vuelo de la razón para limitarse a ordenar —y a costa de Dios sabe cuánta coerción— la producción misma » (p. 99). Otro colaborador de ese mismo número de Papeles de Son Armadans, Miguel Enguidanos, se acerca mucho en su «Carta de los Estados Unidos» al pathos de ese texto de Tovar cuando llama a la Unión Soviética «paraíso de los trabajadores y de los mediocres» (p. XXV).
El que Enguidanos use la palabra «mediocre» y Tovar no la use se debe naturalmente al hecho de que Tovar no es un mediocre y Enguidanos sí. Pues tampoco la sociedad burguesa está, según común opinión, completamente libre de mediocres, ni sus valores son nada adecuados para promover lo excelso. Pero en fin: circunstancias personales aparte, a los dos escritores anima el mismo tópico, basado en una idea contemplativa de la razón. Más adelante discutiremos brevemente ese punto; ahora nos limitaremos a considerar el tópico verdadero en que redunda: el del mecánico «hormiguero» socialista, sin lugar para la inteligencia.
No hace falta mucha imaginación para representarse la catástrofe en que terminaría un intento de «ordenar la producción misma», en nuestro complicado mundo, sin un potente «vuelo» de la razón. Pero es que además, la «ordenación de la producción», entendida como alicorta operación meramente técnica para obtener más rendimiento o más beneficio, puede acaso servir para comprender el contenido más real de la vida mental de cualquier cristiano propietario o «manager» de una fábrica, pero no para interpretar el cambio no sólo de técnicas, sino de las relaciones humanas de producción, que es lo característico de la revolución socialista. Vueltas a la noria, sin el menor «libre vuelo» de la razón, son todas las ordenaciones de la producción en el Occidente espiritualista, desde el fordismo hasta las «human relations». En la sociedad socialista la «ordenación de la producción» es un momento del más libre, arriesgado y terrible vuelo que jamás haya emprendido la razón: la edificación consciente de un verdadero futuro, de un futuro propiamente nuevo en cuanto a su contenido social. Si en alguna parte del mundo cumple hoy y supera la razón el hermoso mandato de la Ilustración —«¡osa saber!»— es en las tierras en que osa construir ella misma la vida humana.
Pero la primera novedad de ese futuro consiste precisamente en querer serlo para todos, también para los mediocres. Acaso sea verdaderamente en esto menos libre la razón marxista: ella no se toma nunca la libertad de pensar que las «grandes masas» y «los mediocres» sean menos hombres que los demás hombres. Por suerte, empero, esto no es sólo cuestión de moral. El futuro tiene que ser de las «grandes masas» porque en el mundo ha quedado constituida una clase que es ella misma la encarnada disolución de los viejos estamentos cualificados: el proletariado. Lo que queda frente a ella va siendo ya minoría; y llegará a ser ínfima minoría.
Esto es un hecho, el hecho capital de la historia moderna. Y la razón que se toma la libertad de desconocer los hechos es libre como lo sería la paloma kantiana si viera realizado su sueño de suprimir el aire que sostiene su vuelo mientras lo obstaculiza: libre de precipitarse y morir. A esa libertad, a la libertad de privarse de la realidad, ha renunciado la razón marxista desde el día en que el joven Engels abandonó con asco el aula de Schelling.
Renglón aparte —aunque breve— merece la precisión dada por Tovar entre guiones: la sociedad socialista ordena la producción «a costa de Dios sabe cuánta coerción». Esta es una manifestación de la clásica ignorancia de las circunstancias históricas de la producción en que vive el intelectual burgués. Lo que Dios sabe perfectamente es a costa de cuánta coerción se ordena la producción en el espiritual Occidente, y a costa de cuánta se ordenó la del siervo de la gleba en la contemplativa Edad Media. Lo que Dios, los marxistas y todo el mundo sabe perfectamente es que en la producción socialista la coerción no se ejerce ya en virtud del principio del beneficio individual –del beneficio de uno entre un millón. O también: que la sociedad socialista es la coerción sobre el propietario individual hasta su desaparición. La elección no se da en esta época entre coerción y no-coerción, sino entre coerción ejercida sobre Creso o sobre sus esclavos. A cada cual la elección.
En el número 145 de Insula, correspondiente a enero de 1959, ha publicado Julián Marías («Consignas convergentes») una columna de insultos a los marxistas. Pero ha hecho al mismo tiempo algo verdaderamente meritorio, aun sin salir propiamente del genérico terreno del tópico: para verter sus tópicos insultos se ha situado en un medio español. Cierto que así los insultados somos muy precisamente los comunistas españoles. Pero la concreción que con ello gana la polémica es lo suficientemente valiosa como para pasar por alto esta última circunstancia: De nobis ipsis silemus: De re autem quae agitur petimus [Guardemos silencio sobre nosotros mismos, pero preguntemos sobre el asunto en cuestión], escribió hace siglos Bacon, de triste memoria para Tovar y de feliz recuerdo para todo marxista.
Es notable que haya sido un filósofo profesional el que, aunque cum ira et studio (que no era, según su maestro, la forma adecuada para criticar ideologías), haya conseguido encauzar la avalancha hacia un valle de la cultura nacional: el de la herencia de Ortega. Razones de ese hecho parecen ser por lo menos las siguientes: por una parte, la mordaza que tiene puesta el proletariado español impide que sus sacudidas, por tremendas y heroicas que a veces sean, tengan la suficiente resonancia nacional como para provocar un paso a primer término de la temática sociológica y política en la lucha ideológica; por otra parte, la extraordinaria personalidad de Ortega tiene que constituir por fuerza un centro de discusión. La escolástica impuesta por el plan de estudios no ha producido un solo pensador respetable, ni siquiera un erudito de la filosofía, como no sea en las filas de la Iglesia, que los habría tenido igual sin necesidad de convertirse en policía filosófica. No habrá polémica filosófica laica con el Régimen que, por otra parte, tampoco dio de sí un pensamiento ni formalmente digno de ese nombre. Pocas cosas hay ciertamente en el mundo ideológico más bajas que las ideas de Rosenberg; pero en ese último rinconcito abismático que quede por debajo caben holgadamente, con todos sus carismas, los pensamientos completos de don Francisco Javier Conde.
La burguesía española no tiene hoy más cuerpo filosófico verdaderamente propio que el pensamiento de Ortega. Mas he ahí ya, explícito, un juicio que a Marías suena injurioso: queda en efecto calificado de burgués el pensamiento de Ortega. Lo primero que hay que indicar para disipar esa primera confusión es que para un marxista llamar burgués a un pensador es tan poco injurioso como llamarle griego o medieval. «Burgués» es en este uso una categoría histórico-cultural, y consiguientemente ideológica. En el lenguaje de Ortega podría decirse que el concepto marxista de «pensamiento burgués» alude a un determinado sistema de creencias, ideas sin duda —al menos en gran parte— en la explicitadora conciencia del filósofo.
La creencia en que está el burgués medio de que la revolución es un mito y de que las cosas no se cambian y siempre «habrá pobres y ricos», es idea, proposición, en el formalmente admirable, nervudo escrito de Ortega, El fin de la época de las revoluciones. El marxista considera elemento importante para la comprensión de un pensador correlaciones de ese tipo entre los supuestos implícitos de una determinada cultura, de una determinada sociedad, y las tesis explícitas o implícitas de ese pensador. Decir que Ortega es un pensador burgués es afirmar:
1) que los supuestos implícitos o los principios explícitos de su pensamiento, y empezando por los gnoseológicos, reflejan (de un modo a precisar) rasgos de la sociedad burguesa, o constituyen elementos de una justificación teorética del tipo que sea —desde el metafísico al ético— de la subsistencia indefinida de esa sociedad. En la apreciación de este punto no juega ningún papel esencial la presencia o ausencia de intención consciente por parte del pensador en cuestión;
2) que tesis derivadas —es decir, no fundamentales— de su pensamiento presentan dichas características, ocurra ello con toda consecuencia interna o por mera influencia de la sociedad burguesa en que vive el pensador.
Dando pues a la voz «burgués» ese sentido, que es el único que puede tener en un contexto marxista sobre este asunto, no parece nada extremado afirmar que Ortega es un pensador burgués. Mas complica la situación de la filosofía española el hecho de que Ortega sea un pensador burgués con cierto retraso respecto de la ideología burguesa típica contemporánea. Aquel gran desasnador filosófico de españoles que tanto empeño puso en difundir por España la filosofía universal cerró en efecto los ojos, a las dos corrientes más poderosas del pensamiento burgués contemporáneo: el existencialismo y el neopositivismo. La culpa fue acaso del destino que le llevó a un Marburgo moribundo en vísperas de la renovación del pensamiento clásico en Friburgo y del pensamiento positivista en Viena. Ortega se quedó siempre en la superación del neokantismo, que es el acontecimiento espiritual que abrió su edad adulta. Salvo error, Ortega ocupó la cátedra de Madrid el mismo año de la muerte de Dilthey (1911). Y en esa simbólica coincidencia se quedó.
Es verdad que la ideología de Ortega tiene muchos puntos de contacto con la ideología burguesa contemporánea en el mundo, y principalmente su esfuerzo por buscar un apoyo contra la razón revolucionaria en la crisis de las ciencias de la naturaleza. De aquí cosas tan curiosas en la colección de la Revista de Occidente como la difusión dada a un biólogo tan endeble como Uexküll, cuya herencia beneficia hoy día, en la mismísima Europa de la Acción Occidental de Otto de Habsburgo, de la exclusiva cura de su propia familia.
Pero la fe orteguiana en la «comprensión» histórica vivencial es algo que marca definitivamente su pensamiento con la fecha tope del año 1911. Burgués pues su pensamiento, y además anticuado. La burguesía española no tiene en Ortega su artillería pesada en esta mitad del siglo XX, mal que le pese a Marías, la gran polémica la tendrá, cuando llegue la hora de la verdad, no con los marxistas, sino con los neopositivistas y los existencialistas, pues ellos aspirarán a la misma clientela, mientras que la de los marxistas es otra.
La lucha, empero, y no la polémica, la tendrá con los marxistas. La lucha es eso que Ortega ha considerado ajeno a la condición del intelectual. La lucha es eso que ha hecho Ortega al decir que la lucha es ajena a la condición del intelectual. Y la lucha será la forma de continuidad con Ortega por parte del pensamiento marxista español.
Piensa Marías que el hecho de que los marxistas españoles no compartan las ideas de Ortega no es cosa debida al pensamiento de éstos, sino obediencia a la consigna de impedir toda continuidad cultural en España. Esta cuestión de la continuidad —la puso de moda Jaspers muchos años antes de pronunciarse públicamente por el armamento atómico de una continuativa Reichswehr— un típico ejemplo de ambigüedad difícilmente interpretable como involuntaria. Continuidad cultural es en efecto sin duda la del discípulo respecto del maestro. Pero continuidad es también la de un pensamiento critico frente al pensador que le suscita su crítica. La verdadera ruptura de continuidad es el silencio, la ignorancia. Es muy posible que en España corramos el riesgo de que esa verdadera cesura se produzca el día en que los avanzados de la intelectualidad burguesa hagan arraigar aquí existencialismo y neopositivismo. Si ese arraigo conlleva el silencio y el olvido sobre Ortega, la culpa no habrá sido de los marxistas, sino del anómalo desfase de Ortega respecto de las corrientes más vivas del pensamiento burgués. Pero será de todos modos un mal para la cultura española. Pues Ortega tiene mucho más que ver con nuestra realidad nacional que Heidegger o Neurath. Hay más realidad, positivamente accesible, al pensamiento español en la obra de Ortega que en cualquier otra producción filosófica contemporánea, como es natural, y la realidad vivida es el alimento del pensar. La grandeza de Ortega como escritor —pese a todo el manierismo estilístico— es una manifestación concreta de ese arraigo suyo en la realidad cultural española. Por último, y por lo que hace a los marxistas españoles, el que las vicisitudes de la vida filosófica del país el día en que termine el monopolio tomista coloquen en primer plano el encuentro con el existencialismo o con el neopositivismo no dejará de provocar una violentación nada sana: pues contra lo que podría creer Marías, de cada diez estudiosos españoles marxistas de la filosofía, nueve si no diez han crecido leyendo a Ortega. El les abrió el camino hacia la aspiración racional, con su critica del triste desastre del pensamiento de Unamuno, con su crítica de la inefabilidad bergsoniana y con su Defensa del teólogo frente al místico. Es un fenómeno de continuidad cultural el que luego el propio primer pedagogo resultara a su vez para estos lectores un tránsito en su vida hacia lo que ellos tienen por verdadero ejercicio de la razón.
Es justo, por lo demás, indicar que un pensador —Marías— que profesa la tesis de que el mero lapso generacional es el motor de la historia, a través de un mecanismo que opone unas generaciones a otras anteriores (y esa oposición, como enseña el Maestro, llega a asumir formas tajantes y dimensiones cualitativas en momentos de crisis), se ve muy desasistido de razón cuando se indigna ante el hecho de que personas separadas de Ortega por dos «generaciones» piensen en oposición al pensamiento de éste. En resolución: cuando uno cree que el número 15 es el motor de la historia, lo menos que puede hacer es cargar con las con secuencias de tan pitagórica circunstancia.
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Para descalificar al intelectual marxista se le reprocha, como queda visto, un fideísmo o voluntarismo irracional, o, por el contrario, un racionalismo rígido y seco, un culto de la mediocridad humana. Y –por revolucionario– se le atribuye el deseo de romper con toda continuidad cultural.
Por lo que hace al concepto mismo de intelectual que debe enfrentarse, según Pérez Delgado, a ese seudo-intelectual marxista todo lleno de fe, he aquí una interesante «definición de uso» dada por dicho escritor: «…la palabra «intelectual» se utiliza estrictamente para designar al hombre que reclama para sí, con el crédito de su pura libertad activa, el derecho a la defensa de los valores humanos de la cultura en toda su pureza. Escribir, investigar, enseñar, no son actividades bastantes por sí solas para definir el intelectual si no van impulsadas e inspiradas por una esencial voluntad de salvación» (p. 35).
Para aquel a quien esa definición «estricta» no fuera suficientemente clara, he aquí una nueva precisión de Pérez Delgado, precisión que es a la vez sensacional descubrimiento, a saber, el de que lo teorético y lo intelectual son incompatibles: «… las nociones esenciales no las impone una teoría ni una política, pues esto equivale a subordinar la actividad del intelectual, impulsada e inspirada por la voluntad de salvación, a los poderes tiránicos de las actividades técnicas liberadas anárquicamente» (ibid.).
Así pues, las nociones esenciales de una teoría son un elemento de los «poderes tiránicos de las actividades técnicas liberadas anárquicamente». Lo que el físico, por ejemplo, tiene que hacer para establecer las nociones esenciales de su trabajo no es desarrollar una investigación teorética, sino dejarse inspirar por la voluntad de salvación —siempre que ésta sea esencial, se entiende. Pero dejemos toda discusión de fondo para volver al cauce propio de nuestra lectura de tópicos: el escritor que reprocha al intelectual marxista el basarse en una fe le contrapone un concepto «estricto» de «intelectual» (1º) arbitrario hasta el punto de excluir de él al científico, (2º) y caracterizado por una «esencial voluntad de salvación» cuya naturaleza racional queda más que confusa. Este intelectual taumaturgo tiene que salvar «los valores humanos de la cultura en toda su pureza». El marxista se preguntará perplejo qué valores tiene entonces la cultura que no sean humanos. Y cualquier cabeza medianamente organizada protestará contra la ridícula imprecisión de la «pureza» de esos valores. A falta de mayor aclaración, que Pérez Delgado no da, podrá pensarse que ese «todo-purismo» es una manifestación de pensamiento abstracto absoluto, que «toda la pureza» de los «valores humanos de la cultura» quiere decir «valores absolutamente puros»; y llegados a este punto podemos tranquilamente dejar de pensar en toda esa confusa palabrería, mandándola al lugar a donde deben ir todos los textos que juegan con el concepto de «absoluto».
Pero quizá Pérez Delgado no se tomaba tan en serio sus palabras. Quizá «toda la pureza» era expresión torpemente pensada para expresar, ahora ya en un contexto mucho menos pretencioso, nociones como «elegante», «selecto», «aristocrático». Así permite al menos pensarlo su calificación de «la cultura occidental, la cultura refinada de nobilísima estirpe intelectual» (p. 36). Muy probablemente este intelectual de pura libertad activa empezó su carrera como cronista de sociedad.
En la biografía de tan refinada dama como es la cultura occidental, de nobilísima estirpe, el intelectual que reclama para sí el derecho de defender la pureza completa de los susodichos valores tropieza con una desagradable mancha: olvidada acaso de su nobilísima estirpe, la Cultura Occidental ha tenido cierta intimidad no sólo con nobles de más o menos, sino hasta con burgueses. «¿Cómo explicar tal mancha? La «explicación» purolibre es del siguiente tenor: «La cultura occidental, la cultura refinada de nobilísima estirpe intelectual, más que vinculada a la burguesía y la nobleza (es) coincidente históricamente con el predominio de éstas» (p. 36). Y ni una palabra más. Ya antes hemos observado que Pérez Delgado es un pensador sumamente original y fecundo. Si antes descubrió que los conceptos esenciales no se encuentran nunca en una teoría, ahora tropieza con una inédita categoría explicativa de lo histórico : la categoría de coincidencia.
Al margen de cualquier valoración de su solidez, esos propósitos de Pérez Delgado traducen realmente uno de los más serios abismos que separan al intelectual marxista del intelectual burgués contemporáneo, no sólo en casos de la categoría del que consideramos, sino, también, cuando se trata de un intelectual burgués serio, profundo y digno de aprecio en el terreno técnico profesional. Llegado al mundo en el momento en que la sociedad burguesa engendra lo que Lukács ha llamado «la destrucción de la razón», el intelectual burgués contemporáneo practica al menos algo que al marxista le resulta una renuncia a la razón. E1 marxista puede ser, según su formación, más o menos hegeliano, pero de Hegel respeta en todo caso la frase inicial de la Antrittsvorlesung en Berlín: «El valor para la verdad, la confianza en el poder del espíritu, es la primera condición del estudio de la filosofía». La insistencia de Engels en propugnar lo que hoy se llama método hipotético-deductivo es una manifestación concreta de ese fondo nutricio de la ética intelectual marxista: el marxista puede correr el peligro de lanzar hipótesis erróneas. Pero nunca cometerá un crimen contra la razón como es el de detener tranquilamente su pensamiento ante un concepto como el de «coincidencia» histórica, ni, más en general, renunciará nunca al ejercicio de la razón.
Esta resolución del pensamiento marxista en el «valor para la verdad », que repercute sin duda en un desprecio más o menos acusado de toda «elegancia», de todo «refinamiento» y de toda veneración de «nobilísimas estirpes» es una de las causas de su choque ideológico con el positivismo y el neopositivismo. Pero dicho rasgo suscita también crítica desde otros motivos del pensamiento burgués. Una razón animada en su ejercicio por aquella «moral de la verdad» aspira en efecto a un desarrollo científico. Como, por otra parte, enriqueciendo una tradición baconiana, el marxismo ha puesto muy pronto (de un modo clásico, en las Tesis sobre Feuerbach) el principio de la praxis, la razón marxista se desprende conscientemente de toda «libertad» imaginativa: es una razón crítica, que presenta «la exigencia de abandonar las ilusiones sobre el propio estado», y una razón práctica, que piensa que esa exigencia «es la exigencia de abandonar un estado que necesita de ilusiones». La razón marxista no piensa poder alcanzar la verdad sin realizarla, según la exclamación de Marx: no podéis realizar la filosofía sin suprimirla superándola. Fundamentando esas tesis está naturalmente la doctrina de que la razón es y se determina por la realidad prerracional, material, social, de que nace; y de que, consecuentemente, un cambio pleno de la razón es sólo posible por un cambio pleno de su raíz social. De aquí el principio marxista de la inmediata inserción de la razón en la praxis4. Toda esa doctrina de la razón implica obviamente la recusación del ideal contemplativo. Por profesar esta idea tradicional de la razón ataca Tovar la noción marxista de la misma. Su afirmación básica es la siguiente: «La vida del espíritu» ha consistido y consiste en «pensamientos libres, melancólicos, especulativos e inútiles» (p. 99). Aun no siendo propósito de esta nota una plena discusión ideológica, será permitido observar que ese concepto de espíritu (humano) no es lo suficientemente obvio como para poder prescindir de toda fundamentación. En su contexto, además, «pensamiento libre» quiere decir tanto como pensamiento no sometido a la constricción empírico-racional.
Pero lo que aquí interesa es el paso de ese principio dogmático —por indiscutido— al tópico antimarxista: para Tovar, el abandono de la contemplación «inútil» provocará el que «los hombres se (tornen) mansos, resignados, oprimidos y desesperados en medio de todas sus conquistas técnicas» (pp. 97/98).
Nuestro helenista parece ser aquí víctima de un lugar típicamente griego : el de que la libertad es ejercicio y fruto de la contemplación. Esa doctrina tiene en Grecia una realidad social muy concreta, la misma que se transparenta en el hecho de que «musa» quiera decir en nuestras lenguas también «ocio»: no es que la contemplación haya dado la libertad al griego libre, sino que la libertad (jurídica y económica) ha dado al griego libre la contemplación, la musa. Tovar se hace eco de la observación platónica —y preplatónica— según la cual los reyes persas han impedido a sus súbditos filosofar, para mantenerlos mejor sujetos. Pero Tovar realiza una precipitada e injustificada asimilación de «filosofar» y «contemplar», la cual, en nuestra opinión, invierte la realidad. Contemplativo es el angustiado, sometido pensar del espíritu oriental antiguo —del hindú, por ejemplo, o del mesopotámico—, que jamás ha soñado con intervenir en la realidad, sino, a lo sumo, en contemplar por ejemplo el cielo —en la mántica mesopotámica— para leer en él un destino melancólicamente soportado. Frente a esa actitud contemplativa, el pensamiento griego en su proceso real —es decir, no en su deficiente toma de conciencia que es la doctrina de la «vida libre» y feliz del contemplador— es propiamente la primera cristalización bien conocida de una razón activa, desde el análisis geométrico antiguo hasta el «físico» o mecánico de Arquímedes. Tópico contra tópico: frente a la estática esclavitud del pensamiento contemplativo oriental, ha sido el mucho más libre pensamiento griego el que ha pedido un punto de apoyo para levantar el mundo. Es posible que el hombre de Eridú que abandonaba el zigurat después de haber contemplado en el cielo estrellado el signo de su segura ruina, bajara las escalinatas sumido en «pensamientos libres (i.e., destrabados de ley empírico-racional), melancólicos, especulativos e inútiles». Pero la liberación de la razón humana empieza el día en que descubre que puede serse útil y romper cadenas —sean éstas de constelaciones o de oro. El humanista de Salamanca conoce sin duda mejor que nosotros una anécdota de la historia de la cultura griega muy ilustrativa de nuestro tema: el clásico problema de la duplicación del cubo, de gran importancia para el desarrollo de la geometría griega y en especial de la teoría de las cónicas, comenzó con una verdadera irreverencia. Alguien, ante el altar de Apolo en Délos, dejó de contemplar extáticamente la belleza de la faz y de los hechos del dios, puso su mirada en el ara y se dijo, anticontemplativa, operativamente: ¿cómo multiplicar esta masa por dos? Parece ser que ese sujeto de dudosa piedad —y desde luego de escasísimas dotes contemplativas- fue un sacerdote, pero eso no quita ni pone gran cosa al asunto.
Más original que el tópico contemplativo griego recogido acríticamente por Tovar es sin duda su alusión a una intimidad de la libertad: el progreso de la razón empeñada en lucha con la realidad —el progreso de la razón que vive de una moral de verdad y nada más que de ella— puede redundar en un «ahogo de la íntima libertad humana» (p. 96).
¿Qué es esa íntima libertad humana ajena, según parece, a la adquisición de verdad positiva, por modesta que ésta sea? Es la contemplación del hombre que tiene «musa» en el material sentido del término —ocio— y que hace de esa «musa» otra en un sentido existencialmente más pleno: tiempo vacío respecto de la verdad, inútil vivir del espíritu respecto de la verdad, pero densa contemplación —autocontemplación— melancólica.
Dos son las objeciones que el marxismo suele hacer a esa idea de libertad espiritual: una, de naturaleza teórica, consiste en indicar la tremenda y acrítica inconsciencia que supone: ¿Es posible que un intelectual sienta como libertad de su espíritu la relajación, el mero caer sobre sí, sin la menor preocupación crítica por los posibles factores de ese su estado de ánimo?
La segunda es de tipo moral: debe en efecto saber Tovar que en toda cultura oficialmente contemplativa que haya existido hasta hoy, la libertad «íntima», ya en su ingenuo sentido, ya en algún otro más pleno, ha sido placer de una ínfima minoría. La humanidad, «la gran masa» de la humanidad no puede perder la libertad íntima porque jamás ha tenido ocasión de poseerla. Pensamiento del pensamiento lo ha sido sólo el primer motor aristotélico y sus más inmediatos protegidos. Sócrates acaso y Menón, pero no el esclavo de éste que sin gran contemplación, sino a golpe de incitación externa, supo resolver el problema pitagórico. Si hubiera sabido resolver unos cuantos problemas «técnicos» más acaso habría podido deshacerse de Menón su amo.
Esa consideración hecha aquí breve y anecdóticamente es sin embargo importante para la calificación marxista de la idea de libertad espiritual como contemplación «inútil». Es ésta, en efecto, objetivamente considerada, completamente al margen en principio de las intenciones del pensador que la profesa, un elemento ideológico conservador: en el mundo actual, un elemento de la ideología burguesa. Definir la libertad por la contemplación, en vez de por la acción histórica (es decir, por la acción racional que se apoya en la legalidad histórica) es definirla del único modo compatible con el deseo de perdurar eternamente propio de toda sociedad.
Esta cuestión de la «libertad íntima» contemplativa del espíritu puede llevarnos al último tópico antimarxista que nos proponíamos reseñar tras una lectura de los últimos números de nuestras publicaciones liberales: según este tópico el marxismo es incompatible con la persona humana. Tovar se mueve dentro del tópico en toda su nota sobre la libertad contemplativa y el hormiguero socialista. Pérez Delgado obtiene del tópico una conclusión que ya había afirmado sobre otras bases: para el marxismo hay una «oposición irreductible entre el proletariado y los intelectuales» (p. 51), expresión que suscribiríamos si añadiera a la palabra «intelectuales» el adjetivo «burgueses». Pero para evitarse ese añadido había avanzado Pérez Delgado su «estricta» definición-abracadabra del intelectual, recuérdese, aquel ser «que reclama para sí, con el crédito de su pura libertad activa, el derecho a la defensa de los valores humanos de la cultura en toda su pureza». Pronunciado este «sésamo, ciérrate », se queda un Joliot-Curie o un Michurin fuera de la Cueva de los Cuarenta Intelectuales purolibre-activos, y en paz.
Pérez Delgado reprochaba al intelectual marxista una idílica concepción del hombre (sobre la misteriosa metodología que permite reprochar simultáneamente al marxismo una concepción idílica del hombre y una negación del hombre no ilustra este escritor). Pero esta cuestión de la libertad «íntima » prueba todo la contrario, a saber, que el intelectual marxista ve al hombre real con colores bastante más negros que el intelectual purolibre. Los aspavientos de Pérez Delgado, la ingenuidad palmariamente sincera —y, como tal, respetable— de Tovar suenan bastante huecas para el marxista, porque éste no está nada convencido de ser él, ni sus oponentes, detentadores de un pensamiento verdaderamente libre. El mero descanso contemplativo del hombre en sí mismo es para el marxista sumamente sospechoso; concretamente, sospechoso de constituir un mero estado de derrota ante la realidad; y esto en el mejor de los casos, cuando no constituye un estado de narcosis contagiosa al servicio de la clase dominante. Hay todavía en la naturaleza y en la sociedad tantos factores sin dominar que pueden pesar sobre el espíritu que el marxista no puede entregarse acríticamente a una conciencia subjetiva y más sentimental que otra cosa —«melancólica» o eufórica— de la libertad.
Por eso es el marxista comunista: por la decisión de jugar la vida de su razón a la carta del dominio real y consciente de los agentes materiales sobre los que se yergue el espíritu como Anteo sobre la Tierra, sin cortar nunca con ellos. El marxista es tan poco incompatible con el «personalismo» que su ideología puede cifrarse en el intento de llegar a ser persona él y los demás, él con los demás, él por los demás. El marxismo es un humanismo. Lo que le separa de cualquier otro —y principalmente del humanismo abstracto «personalista»— es la tesis de que la persona y su libertad son entidades necesitadas no de conservación, sino de conquista.
Notas
1 Con los efectos de esa «creación de cerebros» antimarxista –para hablar un lenguaje caro a los antimarxistas– habrá que contar en su día. Pues si no a moro muerto, ni mucho menos, sí a moro maniatado son las infinitas lanzadas gallardamente lanzadas por la prensa oficial y luego por los escritores liberales al comunismo español.
2 En el caso de Miguel Sánchez-Mazas la denuncia es algo más que una categoría retórica: es publicación impresa de nombres de presuntos comunistas.
3 La argumentación en cuestión tiene un postulado que podría formularse así: el proletariado es la última formación clasista de la sociedad existente. Marx lo ha explicitado en diversas formulaciones desde sus primeros escritos.
4) El lector notará que en esas pocas líneas despachamos sin profundidad ni rigor un problema central del marxismo: el de las relaciones entre lo supraestructural y las estructuras. El lector sabrá también hallar motivos de disculpa de nuestra brevedad e insuficiencia.
4. Jesuitas y dialéctica
Se publicó en Nuestras Ideas, núm. 8, julio de 1960, pp. 64-69. Fue incluido posteriormente en Manuel Sacristán, Sobre dialéctica, Barcelona: El Viejo Topo, 2009, pp. 47-56.
Sostiene Víctor Méndez Baiges en La tradición de la intradición, pp. 400-401 que «Jesuitas y dialéctica» estaba «dedicado a saldar cuentas con el fenómeno de la difusión del marxismo en España a través de la traducción de libros escritos por religiosos, el más de ellos El pensamiento de Carlos Marx, del jesuita Yves-Jean Calvez, que Taurus publicó en 1958».
Lo que quería hacer Sacristán con este fenómeno era tratarlo con la mayor displicencia posible. «Tienen estos libros algo de positivo, pues permiten al lector acercarse a Marx y no están escritos con mero ánimo de condena, pero contienen demasiadas deficiencias. Los que lo escriben no acaban de comprender la relación entre ciencia, razón y Filosofía, pues se hallan todavía presos de “la idea orgullosa y mil veces refutada de que la filosofía (propiamente la metafísica) es un deus ex machina que, caída del cielo a través de un genio griego, un genio medieval y dos encíclicas, dicta a la ciencia, desde una abstracta y apriorística altura, los principios supremos del ente”. Ello impedía a estos religiosos, “incluso a los de mejor voluntad”, hacerse una idea cabal de lo que era la dialéctica. «Su labor deficiente, en todo caso, es la de cualquier aproximación erudita, pues “un filósofo marxista solo puede ser un militante comunista, porque no hay marxismo de mera erudición”.»
Desde que Bochenski publicó su ya viejo ensayo sobre el materialismo dialéctico, la literatura sobre marxismo debida a autores eclesiásticos se ha enriquecido considerablemente. Con el libro de Jean-Yves Calvez, S. I. La pensée de Karl Marx, esa literatura alcanza por otra parte un nivel de dignidad poco frecuente en la bibliografía antimarxista. Bochenski adoptó en su librito –y sigue adoptándola en su voluminoso Handlexikon des Weltkommunismus [Diccionario de bolsillo del comunismo internacional]– la postura tan poco consistente que asume entre nosotros Julián Marías cuando cuenta que »creía que Ferrater Mora era una persona inteligente» hasta que supo que se había preocupado por informarse acerca del marxismo. También Bochenski cree que el marxismo es «una doctrina que ningún hombre culto puede hacer suya».
Así escribió en 1945 el respetado –y en tantos campos respetable– dominico. Pero pese a ello sigue habiendo hombres no totalmente incultos que son o llegan a ser marxistas y comunistas, y a veces a contrapelo, con difícil tenacidad y poniendo a contribución la propia vida, como lo recordó hace poco al mundo occidental el Dr. Klaus Fuchs al dirigirse directamente desde su cárcel británica a la República Democrática Alemana1. La sentencia de Bochenski recuerda así el despectivo «te oiremos otro día» que espetaron a Pablo de Tarso unos epígonos del gran pensamiento clásico cuyos nombres no ha tenido a bien conservar la historia. Tanto lo recuerda, que otros clérigos más sensibles –al frente de los cuales figuran, por lo que hace a la calidad, dos jesuitas: el citado P. Calvez y el P. Wetter– han tratado después de Bochenski la cuestión con mucha mayor matización y con resultados probablemente más fecundos para los católicos.
También son esos resultados, naturalmente, más agradables para los marxistas, pues a pesar del carácter anatematizador de los libros aludidos –especialmente el de Wetter– ni éste ni Calvez ponen ya en duda la documentación con la cual el pensamiento marxista acredita su presencia en la historia de la filosofía y de la cultura y en el panorama actual de las mismas.
Eso no quiere decir que dichos libros –ni siquiera el de Calvez, que es sin duda el más penetrante– hagan justicia al marxismo, ni que lo expongan sin malentendidos e incomprensiones fundamentales. A una de esas incomprensiones y de las más importantes, están dedicadas las líneas de esta nota.
Entre los equívocos de más trascendencia, no ya en la polémica de nuestros clérigos con el marxismo, sino en su misma interpretación de éste, se encuentra la incapacidad casi absoluta de hacerse cargo de lo que es un pensamiento dialéctico. En el lenguaje marxista dialéctica se contrapone a metafísica. La incomprensión del pensamiento dialéctico por filósofos formados en la metafísica tradicional ilustra muy oportunamente aquella contraposición.
Wetter tropieza con la dialéctica a propósito de las relaciones entre marxismo y positivismo2: estas dos doctrinas coinciden en su cientificismo –es decir, en la tesis básica de que toda verdad teorética pertenece al campo de una ciencia– y en la consiguiente condenación de la metafísica –presunta doctrina de aspectos del ser no captados por la ciencia y anterior a ésta en fundamentalidad. Esta posición, positivista es, según Wetter, característica de Engels. Pero, por otra parte, tanto el positivismo comtiano del siglo XIX como el neopositivismo del XX niegan todo objeto a la filosofía (como no sea el de una reducida actividad crítica epistemológica), mientras que el marxismo propugna la subsistencia de ese venerable producto de la tradición cultural europea en la actual estadio de la humanidad. Wetter observa que el propio Engels sostiene también esta actitud y concluye que la filosofía marxista «oscila constantemente entre positivismo y antipositivismo»3.
Hay, en efecto, oscilación en el marxismo. Pero no «entre positivismo y antipositivismo», sino entre conocimiento positivo de la experiencia científica y la práctica social (la experiencia, en general, única fuente de conocimiento) y la generalización de esa experiencia, según un método determinado, para insertarla nuevamente, en otro movimiento pendular, en la experiencia científica y en la práctica social, en vez de transmutarla en hierática verdad supraempírica, inmutable, metafísica. Este oscilar recibe el nombre de pensar dialéctico.
El pensamiento dialéctico es historicismo consecuente, inmanentismo integral, resolución del conocimiento en su propio proceso y en el de toda la vida humana. La generalización del conocimiento empírico, en la que naturalmente interviene siempre la abstracción en diversos grados, no es para el marxismo fuente de verdades «eternas» sino de nuevas verdades relativas por más que generales (abstractas), la virtualidad de las cuales consiste precisamente en su reinserción en la positividad científica y en la práctica social que así se iluminan progresivamente mientras superan por su parte la inevitable abstracción de la generalización. Alguien ha dicho que «lo absoluto es lo relativo». Para el pensamiento marxista lo absoluto del conocimiento –si es que tal expresión puede laxamente usarse– radica exclusivamente en la ideal totalidad de su desarrollo dialéctico entre la positividad científico-empírica y la generalización, a través –a diferencia de lo que ocurre en Hegel– de un tiempo real que es la historia humana. Y ese absoluto es meramente lógico, ideal, porque no hay para el marxismo una entidad substantiva y separada, autosuficiente, que se llama conocimiento puro o algo semejante: la realidad plena es la humanidad, en su historia, en su trato con la naturaleza.
¿Y la filosofía? La filosofía es para el marxismo ante todo el pensamiento en que el proceso dialéctico del conocimiento llega a trasparencia teorética, se hace método. La filosofía marxista, como conciencia de la dialéctica, es en primer término doctrina del método. Tiene, naturalmente, –y sabe que los tiene, a diferencia de la metodología formal de la mayor parte de la tradición filosófica y de la insostenible pretensión neopositivista de hacer método sin teoría– sus presupuestos doctrinales, que pueden resumirse como concepción dialéctica de la realidad misma. Pero esta concepción dialéctica general de la realidad halla para el marxismo su justificación en la ciencia, en vez de ser una concepción apriorísticamente impuesta al hecho científico, ya sea por un dogma –como ocurre a la ciencia y a la filosofía católicas cuando se trata de problemas como el origen del mundo, de la vida o del hombre– ya sea por la tiranía de algún lugar común del sano buen sentido aristotélico hipostatizado en principio metafísico –como ocurre en la filosofía natural escolástica cuando se explica de que dicho cuerpo estaba en potencia de ser movido.
La filosofía marxista, básicamente teoría de la dialéctica, no se concibe esencialmente como legislación supracientífica otorgada a la ciencia, porque su principio primero, el de la naturaleza dialéctica de la realidad es más bien generalización filosófica de los resultados y de la historia del conocimiento mismo y de la sociedad humana en general. Por eso es el marxismo «a la vez positivismo y antopositivismo» o, más bien, superación de esa antítesis por el único camino de que dispone la humanidad para superar sus contradicciones: la historia. La filosofía marxista no puede considerarse a sí misma como culminación de conocimiento sino desde un punto de vista formal: en tanto que afirma su propia historicidad dialéctica, y es así la teoría de su propio cambio, de su propio proceso. Los mismos postulados epistemológicos –la teoría del reflejo cognoscitivo de Lenin, por ejemplo– necesariamente supuestos por toda actividad de conocimiento, tienen como «verdades eternas» un valor formal para el marxismo, pues no sería compatible con éste la afirmación de que el reflejo de la realidad extramental en la conciencia humana está sustraído a la historia.
La tensión entre la ciencia y la filosofía no se resuelve pues para el marxismo en ningún momento de la historia del movimiento científico –si es que por resuelta se entiende acabada. Y la hipótesis de un final de la historia y del desarrollo del conocimiento es, de acuerdo con la milenaria experiencia de la humanidad, una hipótesis sinsentido. En todo caso, es una hipótesis nada marxista, pues frente a toda escatología –y pese a lo cómodo que pueda resultar para el pensador antimarxista el hacer del marxismo una escatología– éste ha concebido siempre el comunismo a que tiende como una nueva forma de historicidad (como «el principio de la historia humana» según la frase del clásico), y no como el final de la historia.
Por más honrada erudición que ponga al servicio del estudio del marxismo un filósofo esencialmente metafísico, ahistoricista como es Wetter, se comprende que no le será posible penetrar realmente en él mientras no aprenda a prescindir de la idea orgullosa y mil veces refutada de que la filosofía (propiamente: la metafísica) es un deux ex machina que, caído del cielo, a través de un genio griego, un genio medieval y dos encíclicas, dicta a la ciencia, desde una abstracta y apriorística altura, los principios supremos del ente.
Aunque la envergadura, por así decirlo, académica del libro de Wetter es superior a la del libro de Calvez, éste, como hemos indicado ya, es bastante más útil. Lo es también en el problema de la dialéctica. Ocurre precisamente que la idea básica del pensamiento dialéctico interesa sustantivamente a Cálvez, hasta el punto de moverse a esbozar un desarrollo personal de la misma4.
La fórmula de Marx que antes hemos citado –el desarrollo de la humanidad hasta alcanzar el comunismo es propiamente su prehistoria como especie racional– obliga a Calvez a presentar su argumentación contra la dialéctica del clásico, por la sencilla razón –¿como nos olvidamos tan a menudo de los pies de barro del coloso intelectual escolástico?– de que esa afirmación es incompatible con el cuadro de la filosofía de la historia cristiana, basado en los tres mitos de la Creación, la Redención y la Consumación de los siglos. Como en ningún otro lugar del libro es aquí difícil distinguir lo que es realmente crítica de lo que es ignoratio elenchi debida, no a la falta de erudición, sino a excesiva relajación hermenéutica: en las páginas 536-548 del libro, que contienen una crítica preliminar de la tesis histórica de Marx de la «acumulación originaria» y sobre los comienzos del capitalismo, tesis en la crítica de la cual fundamentara Calvez la crítica de la dialéctica, no hay una sola proposición de Marx que esté reproducida en términos de mediana consistencia filológica. Renunciando a una discusión de la interpretación dada por Calvez a la exposición de Marx sobre la acumulación originaria (principalmente en Inglaterra), la argumentación del jesuita contra la dialéctica marxista –la crítica que se presenta en el terreno de la economía y de la sociedad– puede resumirse así: «hay en Marx dos tipos de dialéctica y, por ende, dos concepciones de la historia, entre las cuales él no ha realizado ni podía realizar una verdadera conciliación»5. El primero de estos tipos «descansa en la existencia de diversas relaciones inmediatas entre el hombre y la naturaleza por una parte; entre el hombre y el otro hombre, por otra parte, y en la existencia de una mediación en estas relaciones, tanto mediante el trabajo como mediante la sociedad en pleno devenir histórico». Junto a ese tipo de dialéctica –para el cual Calvez reserva gratuitamente el nombre de «materialismo dialéctico»– hay otro, bautizado también con arbitraria exclusividad como «materialismo histórico» y que «se refiere al movimiento histórico, a la alienación histórica y a su supresión»6.
Resulta verdaderamente sorprendente que Calvez haya podido escribir una cosa así. Lo normal en una lectura más habituada al respeto filológico de un texto o de una literatura habría sido hallar en el marxismo numerosos tipos de dialéctica o, para un lector que realmente dominara el núcleo del pensamiento marxista, sólo un tipo fundamental. El subsiguiente desarrollo de Calvez permite, sin embargo, comprender su lectura: «El primer tipo de dialéctica… corresponde a la objetivación del hombre; el segundo tipo… corresponde a la categoría de alienación. La segunda dialéctica, al desembocar en una terminación de la mediación en la sociedad comunista, suprime de hecho la primera mediación, que, sin embargo, parecía ser muy general»7.
Con estas palabras y aun empleando un nuevo tecnicismo, Calvez se adhiere a la vieja y absurda concepción del comunismo marxista como mito escatológico de «consumación de los siglos» (evidentemente los cristianos se empeñan en que seamos cristianos), imagen que se perfila muy claramente detrás de las siguientes palabras: «La terminación de la mediación en la sociedad comunista constituye una novación de todas las relaciones constitutivas de lo real. Por lo tanto, la segunda dialéctica constituye también una novación radical en relación con la primera… entre ambas dialécticas no existe ninguna comunicación. Y en este caso Marx no puede ya ni siquiera pretender partir del análisis de lo real y de la historia que él vive efectivamente para llegar a sus conclusiones acerca de la sociedad comunista. Su tentativa es contradictoria; tropieza con la discontinuidad de la estructura de lo real, que no se pude eliminar si se admiten simultáneamente sus dos concepciones de la dialéctica.»8
El increíble absurdo de esta crítica de Calvez se hace patente en cuanto que se para mientes en que el principio de discontinuidad es precisamente el más característico de la dialéctica marxista. Marx y los marxistas piensan que lo que hace el movimiento dialéctico de la realidad sea algo más que un mero decurso temporal es su discontinuidad cualitativa, el hecho de que natura et historia faciunt saltus. Por eso decíamos antes que un lector que hojee por vez primera los clásicos del marxismo puede contar con toda la benevolencia del marxista si descubre que «parece» que haya en Marx numerosos modos de dialéctica –tantos cuantas constelaciones estructurales sociales. Este lector ingenuo –pero capaz por lo menos de leer– «descubrirá» además y consecuentemente que en la dialéctica marxista hay varias novaciones y no una sola. Descubrirá incluso que los marxistas nos pasamos de rosca a veces, por ejemplo, permitiéndonos especular acerca de unas primeras novaciones de la dialéctica real en épocas prehistóricas no demasiado conocidas. Pero cuando relea nuestro lector novel se dará cuenta de que en la comprensión marxista de la realidad humana no se trata propiamente de dialécticas diversas, sino de diferentes procesos cualitativos del proceso dialéctico. Toda la historia es novación, y no sólo una parte de ella. Pero la novación constante es, puede decirse, cualitativamente irrelevante, acumulación de novedad que no consigue alterar cualitativamente los marcos estructurales en que se produce, como, por ejemplo (y esto no es más que un ejemplo, y los ejemplos se vengan, como dice Zubiri) el hecho de que en plena Edad Media y pese a las prohibiciones religiosas se desarrollara en mayor o menor medida un capital usurario no fue novedad suficiente para romper el marco estructural feudal. La verdadera o propia novación histórica es el cambio estructural, el cambio cualitativo. Esta es la tesis que profesa el marxismo con el principio de discontinuidad; resulta pues incomprensible y ridículo que un escritor tan interesante en muchos aspectos como Calvez pueda hacer de esta tesis explícita del marxismo objeto de laborioso descubrimiento a efectos de argumentación crítica: ¿qué extraña aberración óptica le impide leerla, escrita con todas las letras, en los clásicos del marxismo?
Ahora bien: el error interpretativo de Calvez tiene raíces profundas. Parafraseándole podemos decir que Calvez no podía en absoluto interpretar correctamente el punto sin salirse del pensamiento metafísico. En efecto, la distinción entre los tipos de dialéctica contrapone básicamente una dialecticidad plenamente histórica (con cambio cualitativo) –que es según Calvez la de la alienación– a otra dialecticidad impropiamente histórica (sin novación cualitativa) representada, sobre todo, según él, por el trato del hombre con la naturaleza y con las entidades económicas elementales. Ahora bien: esta segunda dialéctica ahistórica podrá entenderla él, Calvez, pero es sencillamente inadmisible para un marxista, el cual la considera mero ente de razón, fruto de la más ingenua de las abstracciones. No hay trato ahistórico del hombre no ya con los productos económicos, por primitivos que éstos sean, sino ni siquiera con la naturaleza, porque no hay relación humana que no sea social. El marxista piensa que si alguna vez nuestros antepasados han tenido un trato ahistórico –y asocial– con la naturaleza, no eran todavía hombres: serían pitecántropos, ecántropos o lo que fuera, pero hombres, no. Marx y cualquier marxista pueden sin duda trazar con fines expositivos un cuadro dialéctico de la relación hombre-naturaleza en un momento dado de la historia de una sociedad y sin tener en cuenta su historicidad. Un cuadro semejante podría ser trazado, por ejemplo, por un historiador marxista que tuviera interés en exponer la situación de las técnicas en el imperio azteca la víspera de la conquista castellana. Pero ese cuadro no pasaría de ser, por otra parte, imprescindible en la investigación y en la enseñanza. Las relaciones hombre-naturaleza o las relaciones de producción no son para el marxismo reflejo de una naturaleza permanente del mundo, del hombre y de la sociedad, sino fruto de un proceso histórico. Y no hay dialéctica real sin tiempo real cargado de novación cualitativa y discontinua.
Este es el punctum dolens del «progresista» Calvez: la imposibilidad, pese a su progresismo, de admitir o tan siquiera percibir en el marxismo esta radical historicidad del hombre y de sus relaciones con la naturaleza y con los demás hombres; pues el progresismo de Calvez no puede naturalmente pasar por encima de la inmutable forma essentialis de la especie humana ni por encima de la coextensividad del pecado original a dicha especie.
Esta circunstancia explica el hecho, en apariencia sorprendente, de que un estudioso de la categoría de Calvez haya de ser corregido en la peregrina afirmación de la existencia de dos dialécticas en el marxismo: una no cualitativa, teoría –escribe– «de las condiciones fundamentales de la vida económica del hombre» o de «toda» vida económica «en general»9, y la otra, en cambio, «exclusivamente histórica»10 que da origen, según él también exclusivamente, a la idea comunista. La primera es naturalmente la buena para Calvez: «hay que quedarse con la primera forma de la dialéctica»11. ¿Por qué? Porque, tal se desprende de las anteriores exposiciones de Cálvez, la segunda –la que según él funda la idea comunista– es incompatible con la primera. ¿Se nos reprochará sectarismo si añadimos otra razón más para que Calvez quiera quedarse con la «primera forma de dialéctica»? Esa otra razón es que, si no se decapita la dialéctica, si no sustrae de ella la realidad del cambio cualitativo, Calvez tiene que hacerse comunista o reconocer abiertamente el objetivo reaccionario de su libro: construir un «marxismo» que no lleva al comunismo.
Por lo demás, Calvez tiene perfecto derecho a hacer uso –tan exclusivo como quiera– de esa «primera dialéctica», por la sencilla razón de que, como hemos visto, es también –y exclusivamente– fruto de su cerebro. Pero el marxismo no conoce esa dialéctica atemporal (Marx, lo reconoce el mismo Calvez, la sitúa históricamente en la edad mercantilista), esa dialéctica sin cambio cualitativo, esa dialéctica de «toda vida económica», entendiendo por «toda vida» una vida siempre idéntica e inmutable, determinada ahistóricamente, metafísicamente, por una forma esencial y un pecado original.
Buen conocedor del «joven» Marx y aficionado a él, Calvez debe saber perfectamente que para Marx el mismo pensamiento filosófico, la misma conciencia de la dialéctica se inserta en el proceso dialéctico y que el filosofar de Marx –como él mismo dice en las Tesis sobre Feuerbach– no se ha sentido exclusivamente llamado a reproducir un mundo históricamente dado, sino a insertarse además y sobre todo, en el movimiento histórico que es la auténtica mundalidad. Marxismo y dialéctica real –incluyendo para el filósofo este último y decisivo punto de su reinserción revolucionaria (es decir: dialéctico-cualitativa) en el mundo– son inseparables. Lo que quiere decir –permítasenos dar pie a posible polémica al final de esta nota– que un filósofo marxista sólo puede ser un militante comunista, porque no hay marxismo de mera erudición.
Notas
1 En La Vanguardia ha publicado el Dr. Masriera, además de los sólitos insultos traducidos de yanqui como psicópata, resentido, etc, una divertida expresión de su sorpresa ante el decidido viaje de Fuchs al «Este». Con candorosa petulancia advierte Masriera a Fuchs que se ha metido en «la boca del lobo» y le profetiza toda suerte de males que él, Masriera, se sabe mucho mejor que el comunista Fuchs, a pesar de no conocer ningún país socialista. Masriera habría debido tener un poco de respeto a la experiencia y recordar que el físico alemán quiere vivir una vida que incida en la práctica y en la teoría y sobre la que él, Masriera, no sería capaz de escribir ni la pedestre literatura de divulgación cosmológica que produce en La Vanguardia. [NE: Sobre Klaus Fuchs: Peter Watson, Historia secreta de la bomba atómica. Cómo se llegó a construir un arma que no se necesitaba, Barcelona: Crítica, 2020]
2 Wetter, Gustav A., Der dialektische Materialismus, Seine Geschichte und sein System in der Sowjetunion [El materialismo dialéctico, su historia y su sistema en la Unión Soviética], Viena, 1952.
3 Ibidem, p. 18
4 Calvez, Jean-Yves, El pensamiento de Carlos Marx, trad. Trapero, Madrid, 1956, p. 537 y ss
5 Ibidem, p. 518
6 Ibid.
7 Ibidem, pp. 548-549.
8 Ibidem, p. 549.
9 Ibidem, p. 546.
10 Ibidem, p. 548.
11 Ibidem, p. 549.
5. Tres notas sobre la alianza impía
«Tres notas sobre la alianza impía» se publicó en catalán en Horitzons (n.º 2, pp. 14-23, primer trimestre de 1961). Sacristán firmó esta vez con el seudónimo de M. Castellà. Juan-Ramón Capella conjetura la redacción del escrito en 1960. No se ha podido localizar el texto original, seguramente perdido. Damos aquí la traducción de la versión catalana de Francesc Vicens. (Como se señaló, por razones de derechos registrados, Horitzons pasaría a llamarse poco después Nous Horitzons.)
En «Manuel Sacristán en la historia de las ideas» (El legado de un maestro, pp. 42-43), observaba Francisco Fernández Buey: «Pero tal vez donde más se aprecia el tipo de pensador que Sacristán quería ser es en su ensayo sobre la alianza impía, que puede ser considerado como un escrito de transición entre la crónica (que Sacristán consideraba un género juvenil y que él mismo había practicado en Laye) y el análisis crítico de las ideas, orientado ya a la exposición del propio punto de vista, que para entonces era inequívocamente marxista. Este es ya un ensayo social y políticamente comprometido. Eso lo prueba, sin más, el lugar en que fue publicado.»
Pero era sobre todo, apuntaba FFB, «un ensayo de filósofo comprometido con la verdad en la exposición de las ideas que critica y en la argumentación de las ideas que defiende: lleno de matices a la hora de distinguir entre positivismo, filosofía analítica y neopositivismo; y con los mismos matices al tratar del otro lado de la alianza, las corrientes religiosas.»
Era para FFB un ensayo denso, riguroso, sin concesiones, «cuya lectura requiere atención y paciencia: en las antípodas de la caricatura dogmática y adoctrinadora a que tantos y tantos ensayos posteriores suelen reducir el marxismo que se practicaba en España y en Europa durante aquellos años. Tan alejado de esa caricatura que nadie, si lo lee hoy, identificaría aquella forma de razonar y de escribir de Sacristán con el tipo de compromiso dogmático y adoctrinador que se suele atribuir hoy en día al marxismo de la década de los sesenta.»
FFB nos ahorraba las citas del ensayo sobre «la alianza impía» que podrían servir para argumentar con detenimiento lo que acababa de decir. Lo mejor era leerlo. «Armarse de paciencia y atención, y leerlo entero. El tiempo que nos ahorramos al prescindir de las citas lo voy a invertir en argumentar ahora por qué, a la vista de estos otros escritos que publicó entre 1950 y 1965, puede decirse que Sacristán era algo más que un lógico y un filósofo analítico y por qué esto realza su dimensión como pensador importante en la historia de las ideas.»
De entrada, la lectura del ensayo sobre la alianza impía permitía corregir la idea de que el filosofar de Sacristán en los años sesenta era un híbrido de marxismo y neopositivismo: «una idea que algunos han sacado de una interpretación apresurada de su prólogo al Anti-Dühring de Engels y que tiene que ver con una confusión todavía muy extendida, la consistente en reducir toda filosofía analítica a lo que fue una corriente de la misma, la corriente neopositivista. La peculiaridad de Sacristán como filósofo, ya en aquellos años, antes y después de que escribiera el prólogo al Anti-Dühring, es que, precisamente por su conocimiento de la historia de las ideas y por su dominio de las corrientes del pensamiento contemporáneo, al hacerse marxista pudo y supo filosofar sin necesidad de alianza (ni impía ni pía).»
Para el profesor Méndez Baiges, «Tres notas sobre la alianza impía» tenía la vocación de ser un fresco de la situación filosófica contemporánea «dedicado a presentar el marxismo como el heredero de la Ilustración y como el genuino racionalismo contemporáneo.» El texto quería dar la voz de alarma sobre el hecho de «que aquella «coincidencia del positivismo cientificista con el pensamiento místico de la tradición en la empresa común del agnosticismo filosófico», a la cual John D. Bernal había denominado «la alianza impía», «estaba asentándose en España con toda naturalidad.»
La «alianza impía» entre nosotros
La idea de «alianza impía» es una idea del marxista inglés Bernal. La verdad es que la frase tiene un tono enfático y de siglo diecinueve, al menos en la versión del traductor castellano de Bernal, pero expresa muy bien su objeto: la «alianza impía» es la coincidencia del positivismo cientificista con el pensamiento teológico o místico de la tradición en la empresa común del agnosticismo filosófico. El positivismo aporta en esa alianza armas críticas defensivas. El irracionalismo de la tradición le presta sus clásicas tácticas para explotar las derrotas accidentales de la razón, el miedo a lo desconocido. La alianza está siendo bastante eficaz.
El positivismo contemporáneo debe mucho más a Mach que a Comte. El «hecho» puro, el dato no elaborado, categoría fundamental de todo positivismo, es en el contemporáneo (o neopositivismo) el hecho de consciencia, y aun solamente el sensible. Esta reducción –anticipada por el empirismo idealista inglés de los siglos XVII y XVIII– tiene indudablemente su justificación en el análisis del conocimiento y puede ofrecer al neopositivismo una superación de la acrítica adoración de los «hechos» que hace del positivismo ingenuo o vulgar una directa afirmación de lo que es dado y una inmediata apología, en lo social, del orden existente. En efecto, el sensismo tiene como mínimo un gran mérito: posibilita una comprensión de la complejidad del hecho que realmente atañe al conocimiento, hecho que no es nunca una sensación aislada, sino un sistema estructurado, con duración y con tensiones externas e internas. El abandono de la creencia ingenua en la simplicidad del «hecho» dado, sustituida por la noción de que el hecho, la concreción de la realidad, no es jamás puntual, sino que tiene una estructura, permite una comprensión de la dialecticidad de lo fáctico. Pero este mismo descubrimiento puede ser formulado también en términos unilateralmente gnoseológicos: decir, por ejemplo, que el hecho es construcción mental, síntesis de contenidos de consciencia según la ley machiana de la economía del pensamiento. Es bueno recordar -para no leer mal a Lenin, por ejemplo- que esta formulación de la dialecticidad del hecho no es falsa en sí, sino sólo en su elevación a teoría total. En sí misma es solamente insuficiente y unilateral: unilateral dado que nada más atiende a la génesis de la representación subjetiva del hecho u objeto, a lo que Carnap, en inmediata herencia de Mach, daría el nombre de «constitución» del objeto y que es en realidad una concepción exclusivamente gnoseológico-inmanentista del hecho; e insuficiente, incluso como tesis puramente gnoseológica, ya que ignora el problema esencial de la teoría del conocimiento: ¿cómo es que la construcción del hecho en la consciencia puede ser sometida con diversa fortuna al tribunal de la práctica? ¿Por qué la dialecticidad subjetiva de la representación resulta estar en una específica relación con la vida de la práctica humana, entre la naturaleza (o la sociedad) y el concepto subjetivo? El neopositivismo se constituye en ideología en el momento de definirse frente a esta cuestión; su solución consiste en negarla como cuestión, declarándola pseudoproblema. La argumentación usada en este punto tiene diversos matices: el primer Wittgenstein enseñaba que intentar dar razón de la relación entre la representación y un mundo exterior equivale a pretender que uno se levante del suelo tirándose de las orejas, ya que cualquier explicación es representación y el lenguaje está hecho para enunciar «hechos», no proposiciones sobre su relación con el lenguaje. Un cuarto de siglo más tarde, Carnap considera cuestión lógico-formal mal entendida (cuestión «cripto-lógica») todo problema supuestamente alusivo a la relación de la representación con cualquier cosa externa a ella misma: «Muchos enunciados filosóficos son tales que, en su formulación habitual, parecen tratar no del lenguaje sino de ciertas características de cosas o hechos o de la naturaleza en general; pero un análisis riguroso demuestra que pueden ser traducidos por enunciados de semántica lógica.» Esto quiere decir que un enunciado como, por ejemplo, «el Sol existe» es una mala formulación de la siguiente determinación semántica del lenguaje de una ciencia determinada: «’Sol’ es un término utilizable como constante individual –como sujeto– en las proposiciones». El neopositivismo no obtiene de esta posición la tesis explícita de la inexistencia del mundo externo, a la manera del idealismo clásico. Se limita a recusar como un sinsentido (por inverificables) cualesquiera proposiciones que afirmen o nieguen la realidad del mundo externo o la de determinaciones de sus objetos y, en el mejor de los casos, las considera como formulaciones desafortunadas de la estructura de la representación, convencionalmente expresada en el lenguaje. Decir que una cosa existe es decir (mal) que un nombre determinado puede ser sujeto de una proposición; decir que una cosa tiene tal propiedad es decir (erróneamente) que el lenguaje permite aplicar cierto predicado a cierto nombre, etc.
El hecho de que el neopositivismo no profese explícitamente un idealismo subjetivista de corte clásico no tiene otra consecuencia que la substitución de la negación del mundo por la ignorancia filosófica de éste. Leyendo en Berkeley que «ser es ser percibido» el neopositivista borrará las palabras «ser es ser» y guardará «percibido». Desde el punto de vista de la teoría del conocimiento, las consecuencias no cambian en nada substancial: el conocimiento será, como para Berkeley, agrupación de impresiones, calidoscopio autosuficiente, cuya vital interacción con la voluntad en la previsión de los fenómenos y en la conducta humana es reabsorbida como otra representación más del inmanente espectáculo.
… A no ser que, también como en Berkeley, Dios mismo, como el Prestidigitador Supremo, organice en el espíritu humano las series paralelas y coordinadas de representaciones objetivas y representaciones de mociones voluntarias. Este es el punto en que el neopositivismo se revela como un valioso aliado del irracionalismo religioso. Su subjetivismo gnoseológico –solamente son problemas verdaderos los «internos», según expresión de Carnap– niega a la razón todo derecho a pensar en una realidad extraconsciente. La ciencia no puede enseñar nada, ni la razón saber nada, de lo que no es representación, sino existencia concreta, sufrimiento o acción, esperanza, vida o muerte. «De lo que no se puede hablar, se ha de callar», decía Wittgenstein, y el neopositivismo sobreentiende que no se puede hablar de otra cosa que no sean las sensaciones o las relaciones lógicas entre las proposiciones que las nombran. El propio Wittgenstein compensaba el crítico silencio de su razón de la manera menos sobria que podemos imaginar: embriagándose de música religiosa.
Los teólogos que quemaron a Bruno –el hombre que, con escasa prudencia positivista, infería de los hechos explicados por Copérnico la posibilidad de otros mundos habitados– habían descubierto desde hacia ya tiempo la forma de esterilizar la razón y la experiencia por medio de la castración positivista: como es sabido, hasta que la crisis estalló ya indisimuladamente con los casos de Bruno y Galileo, la Iglesia permitió la enseñanza de la astronomía heliocéntrica sólo como una «hipótesis matemática», sin significado físico. Con este inocente estatuto epistemológico, el copernicanismo fue enseñado durante el siglo XVI en Universidades tan poco sospechosas de cientificismo moderno como las españolas de la época, luminarias de Trento. Cuando las avanzadillas más «progresistas» del pensamiento religioso contemporáneo concluyen ahora su alianza con el positivismo, no innovan pues tanto como parece. También el neopositivismo hace de la ciencia un repertorio de hipótesis de trabajo en el sentido más bajo de esta expresión, es decir, siendo ese «trabajo» la mera ordenación de representaciones a las que no es lícito preguntar qué representan ni si representan algo. Ni siquiera como hipótesis pueden, pues, dar respuesta a cuestiones reales. Para resolverlas, para la cuestiones de carne y hueso que afectan a la carne y al espíritu, no queda sino la irracional respuesta religiosa. Todo lo que no sea representación pura es entonces teología o más bien mística. Lo que no es sensación es religión. La «alianza impía» es la enterradora de la razón filosófica burguesa.
Bajo la influencia de científicos católicos franceses –especialmente la de Claude Tresmontant y, en general, de los discípulos del P. Teilhard de Chardin– la alianza del pensamiento católico y del neopositivismo también ha sido concertada en nuestra muy reducida vida filosófica. El Ciervo (año IX, núm. 87) publicó unas notas de Tresmontant sobre el carácter metafísico del marxismo, y Serra d´Or (2ª época, año II, núms. 3-4) un trabajo del P. Casimir Martí que dedica a ello unos pocos párrafos. El provincianismo impuesto a la cultura catalana por el actual régimen español es razón suficiente de la timidez con la que nuestros polemistas católicos manejan hasta ahora el tema: se limitan a breves alusiones –o a citas de escritores extranjeros– en contextos filosóficos poco especializados. Sin embargo, esto no nos ha de hacer menospreciar el hecho de que, poco a poco, se va construyendo también en Cataluña este frente de lucha ideológica contra el marxismo.
II. El antimarxismo de la «alianza impía»
La «alianza impía» es hoy una alianza antimarxista. Cuando [Emil Heinrich] Du Bois-Reymond pronunció su célebre «ignoramus et ignorabimus», primer manifiesto de un cientificismo positivo que renunciaba a continuar viviendo para los ideales de la razón, la reducción positivista de la ciencia parecía dirigirse principalmente contra el progresismo más o menos ingenuo de ascendencia ilustrada. De este progresismo, con su continuismo mecanicista, «moderno» y antidialéctico, hoy no queda gran cosa. El materialismo dialéctico queda en el campo como casi único heredero –y como único heredero importante– de la empresa humanista de la razón. He aquí por qué cualquier irracionalismo, cualquier movimiento liquidador de la razón, está actualmente determinado como antimarxismo. (El marxismo no es únicamente un racionalismo, ni tan siquiera es únicamente una filosofía. Pero en el contexto presente, como centro del ataque de la «alianza impía», se presenta en tanto que racionalismo o humanismo).
El antimarxismo de la «alianza impía» se centra en la tesis positivista que el marxismo es «metafísica». Se trata –vale la pena insistir en ello– del concepto positivista de metafísica. «Metafísica» es para el positivismo contemporáneo cualquier proposición sobre alguna entidad externa a la consciencia. Estas proposiciones son en efecto «inverificables» según el criterio de verificación del primer neopositivismo: la verificación empírica (en sentido sensorial). Puesto que la verificabilidad entendida así era equiparada al sentido de la proposición, el primer neopositivismo –el vienés de la tercera década del siglo [XX]– declaraba sin sentido esas proposiciones «metafísicas». En el posterior neopositivismo ha cambiado más la terminología que la posición filosófica: son aceptados otros criterios de sentido más allá del de verificación sensible, pero este último es mantenido como el único criterio de sentido «objetivo» –intersubjetivo– de las proposiciones. Es obvio que una proposición como «el salario paga la fuerza de trabajo y no el trabajo suministrado» no puede ser verificada con los ojos, con el oído o con la nariz. Por eso es, desde el punto de vista del neopositivismo, una proposición «metafísica», un sinsentido, si se la presenta como una proposición objetiva y no como una mera expresión de un estado de ánimo.
Lo que la crítica neopositivista reprocha al marxismo es, pues, que diga más de lo que se puede decir, que hable de aquello «de lo que no se puede hablar». El marxismo sería un caso de falacia «sugestiva« o «especulativa», según la terminología del empirista lógico norteamericano [Herbert] Feigl, esto es, un caso de teoría injustificable porque pretende alcanzar más de lo que la experiencia permite. El marxismo pretende alcanzar como teoría, con la razón, aquello que, si existe, solamente puede ser asible con otras capacidades humanas.
Esta crítica del marxismo como falacia por exceso, contrasta sorprendentemente con la crítica tradicional, que ve en el marxismo una falacia «reductiva», es decir, una falacia por defecto. Se recordarán sin duda sus motivos típicos: el marxismo «reduce» el hombre a animal económico, «reduce» la vida espiritual a epifenómeno del proceso de producción, «reduce» la rica complejidad de la variedad humana al pobre esquema de unas clases sociales, «reduce» la maravilla de la Creación a una máquina, etc. Ahora ocurre, en cambio, que el marxismo no reduce sino que hace todo lo contrario: «extrapola» los modestos datos de la ciencia positiva –que sólo puede decir qué sensación vendrá después de otra– para convertirlos en concepción metafísica del mundo, cuando es positivísticamente claro que el mundo no puede ser concebido, ya que es una palabra sin sentido empírico.
En lo que se refiere al sentido histórico del positivismo como antimarxismo –la discusión formal de su crítica queda para otra notaNE1– es necesario recordar, en primer lugar, que la «alianza impía» no es, o no es todavía, la única forma de antimarxismo filosófico. Mientras que el positivismo de la «alianza impía» condena el marxismo como falacia por exceso, ideologías tradicionales –tal vez presentes en el mismo escritor influido por el positivismo– continúan culpándolo de la falacia por defecto. En los países dirigentes del mundo burgués y su cultura, los anglosajones, el antimarxismo de filósofos es principalmente neopositivista. Este dato permite sospechar que el neopositivismo puede llegar a situarse como vanguardia ideológica antimarxista1. La motivación más sólida de esta sospecha, aunque no suficiente para convertirla aún en hipótesis firme, es seguramente la siguiente: sería muy comprensible que, en la fase de la liquidación del imperialismo, la cultura burguesa no produjera ya visiones constructivas y activas de la realidad, esto es, que la sociedad burguesa no consiguiera ya producir su propia apología por la vía directa de la tesis, sino por la vía indirecta de la skepsis contra la razón. Es al menos verosímil que no las produzca ya como dominantes y centrales sino, en el caso extremo, en la periferia de su vida filosófica. Las últimas ideologías constructivas y ofensivas de la cultura burguesa habrían sido entonces las de la fase final de la expansión imperialista: el positivismo cientificista de Comte, el evolucionismo de Spencer y de los darwinistas de derecha y el pragmatismo americano, por ejemplo. Ya las ideologías de comienzos de siglo [XX] y de la primera guerra mundial –Nietzsche, la filosofía de la historia de Spengler, el sincretismo idealista que arropó doctrinalmente al imperialismo japonés– obtienen su dinamismo no de una construcción, sino de la negación radical y desesperada de los ideales de la razón liberal, negación que se transformaba, como en las ideologías fascistas, en una crispada incitación biológica o mística a la conquista del poder. En este repliegue de la razón burguesa, el neopositivismo representaría la última línea según el hipotético hilo que seguimos: la renuncia total a construir la concepción de la vida y del mundo, el abandono de esta tarea a instancias no racionales. Estas instancias no pueden ser denominadas ya «voluntad de poder», «sangre y tierra», «raza», «evolución creadora», «imperio» ni «unidad de destino en lo universal», todos ellos términos demasiados desacreditados. El neopositivismo prefiere no nombrar estas instancias o, como máximo, las sitúa en la inefable interioridad del individuo, en la «estética» o en la «metafísica» individual (las dos expresiones son de Carnap).
La «alianza impía» es un fenómeno bifronte: por una parte significa la quiebra de la racionalidad progresista y cientificista burguesa; pero por otra, cuando el ideólogo religioso pacta con el científico en deserción, revela que también ella ha perdido poder sobre las consciencias. Esto es esencialmente visible cuando se trata de un escritor católico, ya que el catolicismo, por la tradición escolástica (principalmente tomista) que le separa ideológicamente del protestantismo moderno, ha sido identificado siempre con una teología positiva –«positiva» en sentido filosófico2: su fundamento quiere ser racional, objetivo y enumerador de verdades sobre el mundo, como fruto que es de la física aristotélica de la Escuela. Hace cincuenta años, un sacerdote católico no habría hecho antimarxismo reprochándole supuestos y audaces apriorismos especulativos, sino refutándolo por incompatible con las verdades muy positivas –aunque, ciertamente, poco positivistas– según las cuales Dios creó el mundo a su imagen y semejanza; el hombre ha de ganarse el pan con el sudor de su frente porque pecó; si algunos lo ganan con el sudor de otros es porque, como María, han sabido escoger mejor que Marta, etc. En la «alianza impía» el polemista religioso sólo puede pasar a la ofensiva en tanto que místico, no en tanto que teólogo, pues con tal de aprovechar el ataque positivista al marxismo ha de abstenerse de argüir sobre el mundo. Solamente de una forma vergonzante, como mística «racionalizada», permitirá su aliado que introduzca en el desinfectado y aséptico mercado cultural positivista los productos teológicos. Que el antiguo teólogo acepte este contrato de cartel es una buena prueba de incipiente impotencia frente a los consumidores.
Estas últimas reflexiones pueden ser resumidas así: la adopción de posiciones positivistas por el antimarxismo de la «alianza impía» es un fenómeno comprensible dentro del marco de la crisis de la cultura burguesa en la fase final del imperialismo. No es todavía lícito –repitámoslo– dar por sentado que este fenómeno se generalice y se transforme en el rasgo cultural más característico de la referida fase histórica. La última ideología burguesa podría ser también perfectamente un existencialismo o una nueva y vaga positividad religiosa del tipo que ha insinuado Toynbee. Puede serlo igualmente un sincretismo trágico de hipercrítica positivista, culto existencialista del absurdo e irracionalismo religioso. La imposibilidad de discutir aquí este punto no se debe sólo a que las reflexiones ofrecidas al lector constituyen una mera nota, sino también y sobre todo, a que dialéctica no es profetismo.
III. Metafísica, apriorismo, dialéctica.
La crítica del marxismo como falacia por exceso se presenta con diferentes grados de radicalidad y de coherencia. La formulación más consistente, la del neopositivismo estricto, ha sido ya esbozada. Es la de los semánticos americanos que luchaban contra la alianza antifascista rooseveltiana con la Unión Soviética aduciendo que «fascismo» es un pseudo-concepto imposible de reducir al criterio de verificabilidad. En los países anglosajones, muy influidos por el agnosticismo que nació casi al mismo tiempo que la hegemonía burguesa, la «alianza impía» suele operar desde estas posiciones radicales. En el continente europeo, y especialmente en los países latinos, obedece a cánones de un positivismo paradójicamente más arcaico y más à la page ideológicamente: más arcaico en la concepción del «hecho» positivo; más a la moda en su aceptación de criterios de sentido «metafísico», suponiendo que sean socialmente respetables y decorosos. El Ciervo cita el siguiente texto de Claude Tresmontant: «Estas tesis fundamentales de la metafísica marxista no están basadas, evidentemente, en ninguna ciencia real ni posible. La ciencia positiva en tanto que tal descubre y analiza el proceso cósmico, la estructura de la materia y la estructura de los seres vivientes, aislando las leyes de la realidad objetivamente analizada. Pero ninguna ciencia actual ni futura nos podrá decir nunca que la materia existe por ella misma, que es autocreadora, que el mundo existe por él mismo y que es autocreado, que la materia produce en virtud de sus propios recursos estas síntesis altamente complejas que surgen de ella. Estas tesis no son científicas, sino metafísicas, y estas tesis metafísicas no descansan sobre ningún fundamento en la experiencia ni en la razón. Son, pues, desde el punto de vista filosófico y racional que es el nuestro, puramente mitológicas. Estas tesis que vuelven a considerar el mundo y la evolución como el Absoluto vuelven de hecho a una metafísica que nos es bien conocida: la de Heráclito, la de Aristóteles, que también consideraba el mundo como increado y eterno, dado que divino3… La metafísica del judaísmo y del cristianismo consiste, en cambio, en reconocer, de acuerdo con la experiencia, que el mundo no es absoluto. El mundo es incapaz de dar cuenta por él mismo de su existencia, de su estructura y de su desarrollo.»
Que las tesis marxistas «no están basadas en… ninguna ciencia» es una expresión ambigua por dos razones. Primera, porque «basadas» es una palabra evidentemente mal usada por Tresmontant, que quiere decir «incluidas», como lo prueba el hecho de que más abajo escriba: «Pero ninguna ciencia… podría decirnos jamás que la materia existe por ella misma», etc. (cursiva nuestra). Y es ambigua también porque las «tesis marxistas» en cuestión están caricaturizadas. Su adscripción al marxismo es parcialmente falsa4. Antes de precisar este punto vale la pena dedicar cierta atención a la afirmación de que la metafísica del judaísmo y del cristianismo está «de acuerdo con la experiencia» y con la razón. Y vale la pena, sobre todo, para aprender la fabulosa lección de cinismo que contiene. Es muy notable, en efecto, que siendo tan concorde con la experiencia y la razón, la metafísica judeo-cristiana haya protagonizado las dos mayores persecuciones de la ciencia y de los científicos que la historia conoce: los asesinatos de científicos griegos en el gran progrom de la ciencia antigua organizado por San Cirilo de Alejandría, con la quema de la gran biblioteca de Alejandría, etc., y la ofensiva contra la ciencia moderna que culminó con la quema de Bruno en vivo y la condena de Galileo bajo la dirección de San Roberto Bellarmino (Es interesante recordar que San Cirilo y San Roberto Bellarmino han sido canonizados muy posteriormente a aquellas fechas. San Roberto Bellarmino, el asesino de Bruno, lo ha sido precisamente en el siglo XX).
Por si este olvido de Tresmontant fuese poco cinismo, queda todavía otro más sutil: Tresmontant olvida en efecto que cuando el cristianismo era la cultura hegemónica del mundo occidental, cuando los pensadores cristianos vivían la plenitud de su idea en el mundo estamental, cuando no tenían miedo, dicho en pocas palabras, sabían ser mucho más honestos en su manejo de la experiencia y la razón. Santo Tomás de Aquino puede en efecto enseñar a Tresmontant que, contra lo que éste dice, la experiencia y la razón no sugieren en absoluto la idea de Creación, y que mundum non semper fuisse demonstrari non potest, sola fide tenemurNE2. El santo doctor no tenía mucha mano izquierda positivista, pero fue un filósofo serio y un hombre decente.
Cuando Tresmontant escribe que la concepción materialista del mundo no está «basada» en ninguna ciencia positiva dice una falsedad. Es, sin embargo, una falsedad montada sobre una verdad, esto es: que esta concepción del mundo no es una ciencia positiva. Si no lo es, ¿son entonces sus tesis apriorísticas afirmaciones hechas totalmente al margen de la ciencia, «no basadas» en el verdadero conocimiento? Así entiende el P. Casimir Martí el resultado de la crítica positivista: «No se trata en absoluto… de que uno ignore lo que significa la dialéctica: se trata de que uno se niega a considerar a priori uno de los términos de la dialéctica –el hombre– como ser totalmente histórico…»5
Tanto en el texto de Tresmontant como en la frase de P. Martí el principio marxista que es considerado apriorístico es el del inmanentismo –principio con una tradición tan vieja como la cultura científica y que el materialismo dialéctico tiene en común con toda la filosofía materialista y con otros elementos de la cultura que no son filosofía. Se trata del principio según el cual la realidad, humana o no, ha de ser explicada por factores que no la trasciendan en su totalidad6: «desde dentro» o «por ella misma», según expresiones más laxas, pero suficientemente expresivas. El materialismo dialéctico no es, sin otra caracterización, un inmanentismo. Cualquier materialismo es un inmanentismo, al «reducir» todo fenómeno a elementos «materiales» mundanos. «Hablando seriamente –ha dicho un agudo pensador contemporáneo nada marxista (y norteamericano para más señas)–, no hay nada más que un mundo». Esta frase de Quine expresa la motivación básica del inmanentismo. Sin embargo, aunque las razones de esta motivación –más adelante las consideraremos brevemente– no sean buenas, no son suficientes para ahorrar a un materialismo adialéctico la falacia de la reducción. Un materialismo adialéctico puede, efectivamente, tener muy buenas razones para reducir genéticamente a materia las «síntesis altamente complejas» de las que habla Tresmontant; por ejemplo, las complejas formaciones de la vida, la vida humana y la actividad espiritual misma. Pero con esa reducción, aunque considerásemos el supuesto (todavía lejano) de una explicación genética detallada del psiquismo desde instancias fisiológicas, quedaría sin alcanzarse la peculiaridad de lo espiritual. En otras palabras: lo espiritual no sería visto ni entendido como tal, en su especial estatuto real, vivo, social. Es conveniente precisar que tampoco se alcanzaría la especificidad de lo espiritual –por seguir con el ejemplo– mediante la aclaración de sus fundamentos sociales y biológicos a la vez, como hace, por ejemplo, el marxista francés H. Wallon en sus excelentes estudios psicogenéticos. Los hombres –y especialmente los filósofos– parecen haber percibido desde la antigüedad, con más o menos claridad, el peligro de la falacia reductiva que amenaza siempre un pensamiento inmanentista ingenuo. Así se explica probablemente el descrédito de los viejos materialismos en la historia de la filosofía7. Aún más voluntariamente se cayó siempre en la falacia especulativa: la historia de la filosofía y la de las religiones demuestran la tenacidad del esfuerzo por alcanzar intuitiva, irracional, emocionalmente una vivencia del alma o del espíritu totalmente desprendida de las significaciones materiales –aire, aliento, respiración, fuerza, etc.– que esos términos tuvieron originariamente en las lenguas de las culturas antiguas. Por esta vía intuitiva, irracional y emocional, se constituyó la noción de espíritu en las grandes religiones universales y en casi todas las otras (prescindiendo aquí del problema de las religiones denominadas «materialistas», en parte meras especulaciones académicas -como, por ejemplo, la estoica-, en parte expresión de estadios culturales confusos previos al desarrollo de una religiosidad de tipo clásico -el plotinismo-, por ejemplo). La manera religiosa de acceso a la realidad anímica o espiritual es tan distinta de la manera de pensar materialista «espontánea» (adialéctica) que se encuentra en irresoluble contradicción con ella. En el terreno de la comprensión del cuerpo y del mundo físico no puede competir, al menos en las culturas que han desarrollado una medicina secular: aunque Esculapio [Asclepio] continuase siendo un dios, los enfermos dejaron en masa los templos cuando los asclepíadas los empezaron a curar con dietas y drogas, en lugar de decir conjuros; y hoy en día son pocos los cristianos que prefieran una fervorosa oración o el contacto de una reliquia a la administración de un materialísimo suero para salvarse de la muerte por tétanos. En el terreno de la vida espiritual, en cambio, las culturas donde surgieron las grandes religiones no disponían de una explicación genética suficiente (tampoco la poseen hoy en el sentido de la positividad científica), y esto facilitó el desarrollo de las concepciones dualistas y trascendentalistas en general. No es en absoluto que éstas ofrezcan la explicación genética analítica todavía no alcanzada por la ciencia, pero su vivencia emocional se ha podido sostener hasta hoy por una causa positiva -el interés de las sociedades de clase o casta, junto con el mecanismo de inercia de las instituciones culturales- y por la circunstancia negativa de la falta de concluyentes concepciones racionales positivas en ese orden.
Frente a esa vía irracional de aprehensión de las formaciones vitales complejas y frente al materialismo adialéctico, incapaz de encajarlas, existe la vía materialista dialéctica, que pone en su punto de partida la doble exigencia: a) recoger la explicación científico-positiva en el estadio de desarrollo que se encuentra en cada época; y b) recoger la justa exigencia filosófica de una aprehensión de las formaciones complejas –del espíritu, en nuestro ejemplo– como tales, evitando la falacia de reducción.
Está bien claro –y ésa es la gran verdad del neopositivismo– que la exigencia b) no puede cumplirse con los métodos del análisis científico-positivo, agotado en los resultados de la tarea a). Hay, sin embargo, una manera de satisfacer esa segunda exigencia –con todas las limitaciones que en cada época determinen los límites del análisis científico-positivo– y que no es la irracionalidad religiosa. Nos referimos a la dialéctica, cuyo principio, desde el punto de vista del tema que nos ocupa, es el siguiente: la manera de aprehender una formación compleja, sobreestructural, en toda su especificidad cognoscible y en lo desconocido por el análisis reductor científico-positivo consiste en conocerla en su actividad, y sobre todo en tres desarrollos de ésta, los cuales, aunque imbricados en la realidad, se pueden distinguir como la intra-acción (es decir, la dialecticidad interna) de la formación; la re-acción de la formación sobre las instancias genéticamente previas que descubre el análisis científico-positivo, y la inter-acción en la formación con las diversas formaciones de su mismo nivel genético-analítico.
Todo intento de comprender una formación sobreestructural (cuya génesis, normalmente, no habrá sido resuelta del todo, ni siquiera analíticamente, por la ciencia positiva) por vía diferente de la del estudio de su actividad está condenado o bien a cometer la falacia reductiva (en el caso –materialismo adialéctico– que identifique la formación compleja con la «suma» de sus fundamentos genéticos) o bien a cometer la falacia especulativa o metafísica (metafísica en sentido marxista), que consiste en postular arbitrariamente la dislocación del ser, esto es, a postular para la entidad sobreestructural una naturaleza, un «mundo», absolutamente distinto del resto del ser, y a asentar la consiguiente, precipitada y abusiva tesis de la impotencia esencial de la razón para pensar lo «superior», lo «numinoso», la «chispa divina en el hombre», etc., si no es con la ayuda de la iluminación divina.
¿Hasta qué punto es apriorístico el pensamiento materialista dialéctico, cuyo fundamento acaba de ser expuesto brevemente? Los motivos empíricos que justifican aceptar como postulados filosóficos y metodológicos las exigencias a) y b) antes indicadas son de fácil registro en la historia de la cultura: ésta –especialmente en la historia de la ciencia y en la de las ideas sociales– demuestra como han sido derribadas cada una de las fronteras supuestamente insuperables o inalcanzables por la explicación cismundana, inmanente, materialista. Desde el derribo de los tabúes primitivos que impiden incluso nombrar ciertas cosas inefables, hasta las primeras sacudidas perceptibles al tabú de la «inaprensibilidad racional de la vida», sacudidas que han valido el Premio Nobel al equipo del que forma parte Severo Ochoa, esta serie de victorias de la «explicación desde abajo» se encuentra en la mente de cualquier persona culta. Es ocioso repetirlo aquí. Por otra parte, el materialismo dialéctico se diferencia de cualquier materialismo o monismo del pasado porque posee una categoricidad, la dialéctica, capaz de recoger constantemente lo que la «explicación desde abajo» deja colgado, sea accidentalmente (cuando se trata de alguna insuficiencia, en principio superable, del análisis genético científico-positivo), sea esencialmente, esto es, porque «la explicación desde abajo» no puede descubrir más que la línea genética de la realidad tal como ésta se presenta una vez sometida a una enérgica abstracción que ignora la coexistencia temporal de niveles genéticos diversos8.
Los motivos empíricos que el materialismo dialéctico comparte con todo materialismo en general y la específica sensibilidad de la comprensión dialéctica, garantía contra la falacia reductiva, se suman y permiten considerar injustificado el reproche de apriorismo hecho al materialismo dialéctico, si «apriorismo» es entendido en el sentido vulgar de «prejuicio», pero, si se entiende en otro sentido más serio del término, hay sin duda una componente apriorística en el materialismo dialéctico.
Al recordar el concepto de inmanentismo se indicó que no solamente el materialismo es inmanentista, sino que también lo son otros productos culturales. Esas otras creaciones culturales inmanentistas son las ciencias. Toda ciencia es inmanentista, toda ciencia ha de negarse –a priori, precisamente a priori– a permitir que en medio de su sistema monístico de definiciones y leyes estalle de repente la bomba irracional de la trascendencia, del factor sobrenatural. Sea cual sea la actitud personal del científico, la dialéctica propia de su trabajo –la dialéctica de la ciencia– le obliga como científico a prescindir a priori de la transcendencia. El materialismo dialéctico no tardó en hacer tomar consciencia de este apriorismo objetivamente necesario en la práctica científica, y así uno se da cuenta que Tresmontant tiene en parte razón al decir que el materialismo dialéctico no está «basado» en la ciencia positiva. En efecto, es la ciencia positiva la que, según su concepto, se basa en el materialismo dialéctico. El materialismo dialéctico es consciencia del principio histórico-filosófico que posibilita la ciencia positiva, y consciencia de la limitación del análisis científico-positivo «desde abajo»; culmina en la complementación de éste mediante la recepción dialéctica de la especificidad de las formaciones complejas sintetizadas en la génesis que el análisis descompone metódicamente. Pero Tresmontant yerra también parcialmente con esta afirmación: ya que, como fundamentación de la ciencia según su concepto, el materialismo dialéctico es al mismo tiempo resultado inductivo de la ciencia, según su actividad o historicidad. Es la historia misma de la ciencia, la acumulación de sus resultados, la que ha dado nacimiento al materialismo dialéctico. La fundamentación según el concepto es inversa a la fundamentación genética según la historia9: la ciencia descansa lógicamente en el materialismo dialéctico, y éste procede históricamente. El materialismo dialéctico es, pues, la filosofía de la ciencia –queremos decir: no la especialidad así denominada hoy en día, sino la filosofía requerida por la ciencia y por su ulterior posibilidad.
En todo este contexto, sin embargo, es necesario entender la palabra «ciencia» con toda la generosidad que merece: sólo la profunda alienación del espíritu en la sociedad burguesa permite entender por ciencia una actividad sin espíritu, que se limita a manipular al ente para explotarlo10. En su concepto histórico la ciencia es esencialmente más que esto, cualitativamente más que esto: es lucha por la verdad contra las concepciones del mundo mitológico-religiosas. La esencia de la ciencia se encuentra mucho más en las palabras del presocrático [Anaxágoras] que grita «el Sol no es un dios, sino un trozo de piedra incandescente» que en los servomecanismos de las máquinas electrónicas que computan los datos óptimos para la propaganda de la Coca-Cola (sin que con esto pretendamos, naturalmente, que la ciencia como técnica no sea un momento del concepto global de ciencia). La ciencia positiva tecnificada moderna es una especialización de la razón, determinada tanto por las condiciones de la producción moderna como por la específica resistencia de la naturaleza del hombre, dato natural dialécticamente cualificado por estas condiciones. La ciencia, en el sentido pleno de su concepto, es la empresa de la razón: la libertad de la consciencia. La ciencia positiva como técnica recibe pues su impulso de la ciencia como razón. Y también en este punto el materialismo dialéctico es la formulación de la posibilidad de su empresa.
Desde el punto de vista de la historia de la razón, Marx y Engels aportan, en la segunda mitad del siglo XIX, la solución a la crisis decisiva de la empresa científica de la libertad. Por causas al mismo tiempo sociológicas –la presión de las necesidades de la sociedad industrial– y formales de la ciencia misma, la ciencia es antes que nada ciencia de la naturaleza hasta la obra de Marx. El naturalismo de la ciencia moderna anterior al marxismo acaba por comprometer gravemente la empresa de la libertad, debido a su ignorancia del condicionamiento histórico-social de esta empresa, debido a su ignorancia del hombre. La crisis cultural que empezó en el siglo XIX al hacerse patente la desarmonía entre el progreso científico-natural positivo y técnico y el atraso de la consciencia social ilustra de forma suficiente este extremo. La obra de Marx y Engels culmina desde este punto de vista con el descubrimiento de que la liberación de la consciencia no puede ser sólo liberación de la ciencia, ni, por tanto, efecto exclusivo de la ciencia, ya que ésta se encuentra fundamentada en la sociedad y enmarcada y cualificada por ella. De aquí la importancia de las ciencias sociales y la transformación de la razón analítica en razón revolucionaria o dialéctica. Como filosofía requerida por la ciencia, el materialismo dialéctico aclara la empresa de la razón al descubrir que esta empresa no puede llevarse adelante, cuando está en el estadio naturalista que alcanza en la sociedad burguesa industrializada y tecnificada, si no es eliminando el obstáculo ignorado hasta entonces -al menos sistemáticamente- por la razón: el obstáculo puesto por los hombres mismos al organizarse en sociedades que determinan su consciencia y en las que la libertad es mera ilusión de supra-naturalidad en lugar de consciencia libre de la naturaleza. Así la razón, la ciencia en sentido pleno, la actividad del espíritu, aprende a ser revolucionaria, transformadora del mundo. Y así la razón recobra la fuerza que tenía en su auroral rebelión contra el mito. Esto es, en definitiva, lo que podría ser llamado el «espiritualismo marxista», el espiritualismo del materialismo, la decisión de considerar seriamente al espíritu, por decirlo así, y darle consciencia de lo que puede llegar a ser si se considera seriamente a sí mismo y vive también según el concepto de la verdad también fuera del laboratorio técnico-positivo.
Una última cuestión –de las muchas aludidas en cualquier acto de pensar dialéctico– hay que tener presente aquí. ¿Cómo puede continuar funcionando la ciencia burguesa, una vez castrado el espíritu de la ciencia por su reducción a la técnica? ¿Cómo puede continuar haciendo ciencia del sol, si el científico burgués está dispuesto a admitir que ese astro fue parado por Josué e incluso, si se tercia, a admitir que quizá sea un Dios?11. Dos observaciones pueden encarrilar un poco la comprensión de este fenómeno.
En primer lugar, es sabido que la investigación científica de fundamentos, lo que comienza a llamarse entre nosotros «investigación básica», estaba hace unos años fuertemente anquilosada en los Estados Unidos. El primer Sputnik provocó dentro del Congreso norteamericano los apasionados discursos que todo el mundo recuerda sobre la superioridad soviética en la investigación científica básica, «desinteresada», no directamente técnica, y estos discursos consiguieron un espectacular aumento de los gastos destinados a la investigación de fundamentos.
En segundo lugar –y esta es la observación principal– la castración de la razón, reducida a ciencia técnico-positiva en la sociedad burguesa, se reproduce a sí misma tenazmente por las necesidades de la estructura económica (esto es, con la reproducción de la vida económica altamente industrializada), con la intensificación de la presión ideológica burguesa sobre los científicos (la técnica ha de continuar funcionando, pero con una filosofía de renuncia a la búsqueda de la verdad), y con la dialecticidad propiamente sobreestructural de las instituciones (universitarias, institutos científicos, organización de la enseñanza, planes de estudio, etc.). Una vez producido, en el plano ideológico, el predominio espiritual del momento técnico sobre el momento filosófico en la ciencia, y una vez desarrollados los dispositivos técnico-administrativos (políticos) fruto de este predominio, esas instancias culturales reaccionan entonces dialécticamente «hacia abajo», reforzando las tendencias estructurales a la reducción de la ciencia a técnica y las culturales a la castración de la razón y al renacimiento del irracionalismo, confesional o no. Así, la técnica burguesa deviene ese monstruo independiente y desatado que los propios críticos occidentales reaccionarios, desde Dawson hasta Marcel o los Papas de las encíclicas «sociales», invocan a menudo en sus apologías del orden »no-funcionalizado», es decir, del orden estamental y servil medieval con sus «sindicatos verticales». El científico burgués absorbido por la «alianza impía» ha pagado y paga cara su deserción, incluso desde el punto de vista de su vida material. Pero sobre todo la paga en su opresión espiritual. Un científico que obedece la conminación de la «alianza impía» a no continuar siendo un científico fuera del laboratorio, es capaz de escribir palabras como las siguientes, firmadas por uno de los principales psicólogos universitarios norteamericanos y reproducidas por la Monthly Review de setiembre de 1960NE3. Antes de finalizar estas notas con una muestra de la extrema influencia de la «alianza impía» en el científico vale la pena urgir a que se vea también la amenaza que contienen las citadas palabras: una ciencia reducida a pura positividad técnica y abandonada por la razón, como tiende a ser la de la sociedad burguesa contemporánea, está totalmente a disposición del grupo hegemónico imperialista, en cuyas manos se convierte en el último peligro de guerra y de catástrofe. Dice así el psicólogo: «Si la devastación producida por una guerra atómica llega a ser tan grande como puede serlo, los que salgan de un refugio antiatómico al acabar la guerra pueden encontrarse en un mundo primitivo… Probablemente tendrán que tener más cuidado de la tierra, dedicarse a la caza y a la pesca, podrán olvidar los relojes y la tortura de los horarios. ¿Es tan terrible la perspectiva de una vida así?»
Barrows Dunham, el antiguo director del departamento de filosofía de la Temple University, comenta así estas palabras: «Evidentemente, hay cosas diferentes de la razón que están influyendo en las palabras de los científicos». El positivismo de la «alianza impía», al eliminar la razón de la vida social del científico como ser humano, tiene el objetivo de eliminar los obstáculos que impidan la influencia de esas cosas diferentes de la razón. De este modo un universitario puede profesar esa moral del «edén» primitivo posatómico.
Notas
NE1 Nota que Sacristán no llegó a publicar ni seguramente a escribir. No se conservan apuntes ni esquema alguno sobre este anunciado trabajo en los documentos depositados en la Biblioteca de la Facultad de Economía y Empresa de la UB (BFEEUB).
1 Garaudy –Perspectives de l´homme– piensa todo lo contrario. Pero Garaudy únicamente considera la cultura francesa, y además no muy atentamente, dado que mientras que habla de la muerte del positivismo en Francia publica en su propio libro textos de escritores católicos franceses que son resueltamente positivistas.
2 Incluso en sentido teológico es la espiritualidad católica mucho más positiva y mucho menos negativa que cualquier otra religión cristiana. En el catolicismo, la vivencia teológico-negativa es principalmente patrimonio de sus místicos de categoría universal, que son pocos y florecen en notable coincidencia con los períodos de crisis del dogma.
3 La metafísica de Aristóteles, como mínimo, no sólo no es «bien conocida» sino que es muy mal conocida por Tresmontant. Ni Aristóteles consideraba divino el mundo ni explicaba su eternidad por esta supuesta divinidad, sino por un análisis del tiempo que, considerándolo como «número del movimiento», daba el resultado que no podía ser concebido un tiempo anterior al mundo.
4 Al escolástico que después de laboriosa búsqueda consiga encontrar en Engels alguna frase que parezca decir lo mismo que lo que dice Tresmontant que son las tesis del marxismo –y tal como éste las formula– se le contestará: 1º que Engels no fue un Padre de la Iglesia, sino, junto con Marx y Lenin, uno de los tres grandes pensadores, en los cuales el proletariado –y la humanidad al mismo tiempo– consiguió la consciencia de su ser; 2º que Engels murió en 1895, y 3º que el que escribe estas notas tiene sobre Engels la tan decisiva como poco meritoria ventaja de ser un engelsiano vivo.
NE2 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica. Primera parte, cuestión XLVI. «Es imposible demostrar que el mundo no ha existido siempre, sólo por la fe estamos obligados (a creerlo así)». Traducción de Miguel Candel.
5 Estas líneas de P. Martí, aparte de su significación principal aquí recogida (la imputación de apriorismo al marxismo), contienen la pretensión «católico-progresista» de una dialéctica trascendentalista. Accidentalmente se dirá algo más en otro lugar.
6 Es efectivamente falso que, como dice el P. Martí, la concepción materialista dialéctica del hombre explique éste sólo por él mismo. Dado que le gusta citar «al joven Marx», que lea en La ideología alemana como desde esta obra inicial de su gestación, que es una de las piezas clásicas más sociológicas o históricas y con menos atención a la naturaleza, el materialismo dialéctico parte de la dialéctica de la naturaleza, de las necesidades y de la comunidad «naturwüchsig». Lo que afirma el marxismo es que lo propiamente humano en el hombre es historia. Yo no peso setenta kilos por la historia humana pero tengo determinadas ideas solamente porque ha habido una prehistoria y una historia humanas.
7 Así se explica en parte. Por qué en parte puede ser más substanciosa se explica por la política cultural idealista de todas las sociedades que han existido, de todos los regímenes de casta o de clase del pasado. Recuérdese la narración de Diógenes Laercio: el divino Platón ordenó a sus fieles que adquiriesen y destruyeran las obras de Demócrito, para que no se difundiera su pensamiento ateo. Y Platón ha encontrado siempre una organización cultural –las aristocráticas bibliotecas antiguas, padres feudales, espirituales burgueses– que sirviesen a sus escritos, mientras que del mayor cosmólogo de la Antigüedad apenas quedan más de 200 líneas.
8 La plenitud con que la dialéctica recoge lo que la explicación «desde abajo» no puede captar es de toda manera limitada –como ha sido ya insinuado– por las insuficiencias concretas del análisis científico-positivo de cada época. Este interesante tema de los límites de la dialéctica, lo hemos de dejar, sin embargo, para una mejor ocasión.
9 Esto no es más que repetir la frase clásica de que es necesario poner a Hegel con los pies en tierra.
10 Desgraciadamente, el romanticismo hegeliano y la influencia del positivismo se juntan para contagiar a algunos marxistas esta concepción insuficiente (y alienada) de la ciencia como mera técnica. Síntomas del contagio pueden ser encontrados incluso en un pensador tan grande como Gramsci.
11 Esto no es una figura retórica tan exagerada como podía parecer. Un físico de la altura de Schrödinger sostiene en su libro sobre la vida (What is life?) que la plena comprensión de ésta se encuentra en los textos místicos occidentales o brahmánicos o del budismo tántrico recogidos por Aldous Huxley en ese admirable muestrario de todos los desechos de la historia que es su Perennial Philosophy.
NE3 La cita aparece en el artículo de Barrows Dunham: «Thinkers, Treasurers and the Cold War», Monthly Review, vol 20, nº 5, sep. 1960, pp. 47-51. El texto que Sacristán reproduce aparece en la página 48 del texto de Dunham, quien, por lo demás, no da tampoco ninguna indicación concreta sobre la fuente de la cita.
6. En memoria de Ernesto «Che» Guevara
Publicado sin firma y en catalán (con traducción de Francesc Vallverdú), en el número 16 de Nous Horitzons, 1er trimestre, 1969, p. 39. NH era, como se señaló, la revista teórica clandestina del PSUC, el partido de los comunistas catalanes, publicación que el propio Sacristán dirigía en aquellos momentos, con la ayuda de la hispanista gramsciana Giulia Adinolfi (su esposa), y otros militantes del gran partido de la resistencia antifranquista en Cataluña. La traducción (de la traducción catalana) es nuestra. No hemos podido encontrar el texto original del autor.
Fueron varios los artículos que Sacristán publicó en Nous Horitzons en catalán, en traducción de Francesc Vallverdú o Joaquim Sempere. Entre otros: «La interpretació de Marx per Gramsci» [La formación del marxismo en Gramsci], «Sobre el “marxisme ortodoxe” de György Lukács».
Como si para siempre
te llevases contigo (…)
tu huella de héroe
luminosa de sangre
(…) Pero esto
de golpe da vida a las «quimeras»
y muestra
la médula y la carne
del comunismo.
V. Maiakovski, Al camarada Nette.
No ha de importar mucho el cobarde sadismo complacido con el que la reacción de todo el mundo ha absorbido los detalles macabros del disimulo, tal vez voluntariamente zafio, del asesinato de Ernesto Guevara. Posiblemente importa sólo como experiencia para las más jóvenes generaciones comunistas de Europa Occidental que no hayan tenido todavía una prueba sentida del odio de clase reaccionario. Pero esta experiencia ha sido hecha, larga y constantemente, en España, desde la plaza de toros de Badajoz hasta Julián Grimau.
Importa saber que el nombre de Guevara ya no se borrará de las historias, porque la historia futura será de aquello por lo que él ha muerto. Esto importa para los que continúen viviendo y luchando. Para él importó llegar hasta el final con coherencia. Los mismos periodistas reaccionarios han tributado, sin quererlo, un decisivo homenaje al héroe revolucionario, al hacer referencia, entre los motivos para no creer en su muerte, en sus falsas palabras derrotistas que le atribuyó la estulticia de los vendidos al imperialismo.
En la montaña, en la calle o en la fábrica, sirviendo una misma finalidad en condiciones diversas, los hombres que en este momento reconocen a Guevara entre sus muertos pisan toda la tierra, igualmente, según las palabras de Maiakovski, «en Rusia, entre las nieves», que «en los delirios de la Patagonia». Todos estos hombres llamarán también «Guevara», de ahora en adelante, al fantasma de tantos nombres que recorre el mundo y al que un poeta nuestro, en nombre de todos, llamó: Camarada.
7. Opiniones que discrepan
Publicado en Nous Horitzons, núm. 20, segon trim. 1970, p. 65, firmado como ‘Un grup de redactors, col·laboradors i lectors de Nous Horitzons’. Sacristán fue uno de los entrevistados por Sergio Vilar.
En el núm. 17 de Nous Horitzons se dedica una docena de páginas a reproducir fragmentos del libro de Sergio Vilar Protagonistas de la España Democrática. La oposición a la dictadura: 1936-1969. Estas páginas están precedidas por una nota elogiosa de la redacción de la revista con el título «Un libro político oportuno». Los que suscribimos esta carta discrepamos de esta opinión elogiosa. Algunos de nosotros figuramos entre los entrevistados por el señor Vilar, pero no tenemos queja alguna respecto de nuestras entrevistas. Nuestro juicio adverso al libro del señor Vilar se basa en dos consideraciones generales que nos sugiere ahora la visión del volumen completo.
La primera es que la mentalidad política que inspira el libro no puede ser aceptada por los socialistas. Los «protagonistas de la España democrática» son, en nuestra opinión, las masas trabajadoras de la industria y de la agricultura, junto con algunos sectores de la juventud universitaria y de los trabajadores intelectuales. La presentación de docenas de personas a título individual, si se hace con la intención de darles carácter de protagonistas –y no, por ejemplo, para presentarlos como especialistas en tal o cual materia, capaces de dar una opinión válida– refleja una concepción de élite de la vida política que los marxistas rechazamos. Las mismas personas entrevistadas, al serlo en esta condición de supuestos «protagonistas», resultan más o menos caricaturizados –según el grado de ingenuidad con el que se han prestado al primitivo periodismo del señor Vilar– en la grotesca y momificada figura de «prohombres» (o «promuchachos»).
La segunda se refiere a la técnica con la que el señor Vilar ha hecho su trabajo; técnica, supuestamente inspirada en Oscar Lewis (!), que evidencia con reiteración rasgos característicos de la publicidad. No podemos admitir la confusión de la propaganda política con la publicidad, ni mucho menos que caiga en esta confusión una revista socialista. Las ideas se propagan. De los individuos se hace publicidad.
Es cierto que el carácter publicitario corresponde a la concepción personalista y paternalista que ve el protagonismo de la lucha no en la clase obrera, ni tan sólo en el «pueblo», como la vería un simple demócrata, sino en las «figuras» y «personalidades». Estos dos rasgos forman un marco ideológico no socialista ni democrático que margina las experiencias y los datos de interés que varios de los entrevistados –principalmente los dirigentes obreros con años de clandestinidad y cárcel– han comunicado al señor Vilar. Toda esta riqueza de saber proletario y popular, o el valor de la misma experiencia en otros casos, merecía un tratamiento sin los vicios del periodismo burgués vulgar.
8. Crítica colectiva
La redacción de Barcelona de NH formuló una crítica colectiva al número 9 de la revista fechada en junio de 1967. Dirigida a la dirección del PSUC, llevaba la siguiente advertencia: «Los comentarios están hechos rápidamente y sería necesario argumentar más: perdonad que no lo hayamos hecho esta vez, pero nos ha parecido que os sería útil recibiéndolos ahora. Insisto en el punto de que estas notas han sido elaboradas por acuerdo unánime de los seis miembros de la redacción barcelonesa.»
Conjeturamos que el autor de la nota es Sacristán. Hemos traducido del catalán:
Nota: El número del margen izquierdo indica la página del trabajo.
3 [Inutilidad de un referéndum] Nos ha parecido pobre de argumentación. Tenía que ser más profundo.
4 [Nuevos elementos en la lucha de la clase obrera] Correcto.
7 [La enseñanza del catalán] Hecho muy rápidamente. Poco riguroso. Título desafortunado. Era necesario decir «la enseñanza en catalán» (no solamente del catalán).
9 [La Universidad en primera línea] Acierto en poner este trabajo aquí. Lástima que no se haya vigilado la ordenación: el texto del Dr. Rubió tenía que abrir la sección y de manera más destacada
29 [Lenin y la cuestión nacional] Más que la reproducción de un fragmento de la biografía de Lenin nos hubiera interesado una reseña larga del libro.
33 [El verdadero problema no son los inmigrantes, R. Vidiella] Es una nota más apropiada para un lingüista que para un combatiente. Renovamos la petición hecha en otras ocasiones: es necesario convencer al compañero Vidiella para que escriba sus memorias. ¡Todos sus escritos sobre hechos vividos por él son enormemente bien acogidos! Repetidle el encargo, por favor.
37 [La emocionante ayuda de los pueblos soviéticos al Vietnam, Emili Vilaseca] Propagandísticamente es muy flojo, ineficaz. Cuando sea necesario criticar la desviación de Mao y de su grupo, no recurráis más a la prensa occidental.
46 [El PSU y la guerra nacional revolucionaria, 1936-1939] Demasiado general y sabido. En cambio, es necesario que el camarada Moix (como hemos pedido al camarada Vidiella) diese cuenta de hechos de su experiencia sindical (Sabadell, etc). Esto es muy importante.
53 [El ciclo de Teatro Latino, Hernani] Es decente, periodísticamente muy atractivo.
59 [En el centenario del Maestro Millet, T. P. Beltran] Interesante como experiencia vivida.
62 [Homenaje de Barcelona a Picasso, Un estudiante] Un ejemplo de lo que sería necesario NO repetir. En primer lugar: una autocrítica nuestra por no haber hecho la nota. Ahora todos estos sucesos vendrán reseñados por nosotros. Una recomendación: cuando recibáis una nota de un francotirador llena de anomalías como ésta haced el favor de no incluirla. Nosotros con tiempo ya os anunciaremos los temas y hechos que trataremos en cada número.
63 [París, por los 85 años de Picasso, R. Güell] No es un artículo para NH; el tono es muy flojo.
65 [Un buen ejemplo] Es una versión de política cultural populista, no marxista. De todas maneras, aporta elementos interesantes.
Creemos que la presentación tendría que haber sido crítica (no paternalista), situando correctamente al lector enfrente del documento.
70 [Algunas buenas cosas del Sant Jordi] Nos parece una nota desafortunada: una reseña de los premios de Santa Llúcia tiene que ser más ajustada.
79. Felicidades por la iniciativa. ¡Que se repita!
9. Nota autocrítica sobre Nous horitzons
Con fecha 3 de julio de 1967, Sacristán –con su nombre clandestino de Ricardo, siendo entonces director de la publicación– escribía a la dirección del PSUC la siguiente nota.
La temporada ya dedicada al trabajo para NH en su nueva organización (otoño, invierno y primavera) es lo suficientemente larga para permitir un primer balance. A primera vista –y por no olvidar los hechos positivos–, parece que este trabajo vaya por buen camino: se enviaron abundantes materiales para los números 9 y 101, y el viernes 23 de junio han salido 67 páginas para el nº 11. Además, esas 67 páginas están ya bastante planeadas desde los dos puntos de vista principales: contenido de los trabajos hechos por colaboradores nuestros y elección, para fines de propaganda eficaz, de colaboradores muy externos y hasta resentidos contra nosotros. Es importante publicar estas cosas tal cual, sin comentarlas, criticarlas ni menos refutarlas en el mismo número. Por lo demás, la más hiriente de ellas –el reproche que nos hace Joan Fuster de no haber divulgado la obra de Gramsci– se refuta sola en un número con tanto espacio dedicado a ese autor. Propagandísticamente, es más eficaz que cualquier comentario nuestro.
Pero aunque a primera vista se puedan registrar algunos progresos, el hecho es que los problemas de fondo siguen casi sin tocar. Esos problema son:
1º. El núcleo de redacción barcelonés sigue sin ser propiamente una redacción. Esto es: no ha conseguido aún hacer contribuir de un modo apreciable a otros camaradas con capacidad de escritores. Más bien ha funcionado como un grupo de autores, no como una redacción.
2º. La crónica catalana, que es el principal tema que habría que cultivar aquí, sigue aún sin solucionarse. Ni siquiera hemos conseguido planearla sobre el papel, pero en serio y con detalle.
3º. La distribución no ha recibido casi ningún apoyo serio del núcleo de redacción. Todo se ha reducido a unas 12 suscripciones, de las cuales no hemos cobrado, además, más que 4.
4º. La colaboración con el núcleo de fuera sigue siendo muy escasa. No se ha conseguido resolver aún el problema de la intervención de Vernet [Francesc Vallverdú] en ello, que es por ahora el más capacitado. Y la cosa tiene cierta importancia porque el nº 9 ha suscitado protestas por faltas de sintaxis y (dicen) de ortografía.
5º. La colaboración con R [Realidad] y NB [Nuestra Bandera] ha sido nula.
Durante la última semana de junio (el 24) y todo el mes de julio vamos a tener una serie de reuniones exclusivamente dedicadas a esas deficiencias. En medio intercalaremos otras (desde el 10 de julio) para empezar a preparar el nº 12. En septiembre pensamos cerrar el 12 y en noviembre el 13. La reunión más inmediata sobre el tema de organización del trabajo se dedicará al problema de la crónica catalana.
Una de las deficiencias de la redacción no va a poder resolverse en serio si no es mediante una reorganización de intelectuales de la que hablo en otra nota. En realidad, no hay en la redacción más que dos –Rossell [Josep Fontana] y Ricardo [el propio Sacristán]– que podamos tener presente NH como principal trabajo nuestro de P. Los demás tienen los minutos contados por la gran cantidad de reuniones que están obligados a realizar.
Nota
1 Sacristán fue crítico respecto al contenido de este número de Nous Horitzons. Una breve nota de 18 de octubre de 1967 enviada a la dirección del PSUC, se iniciaba del modo siguiente: «Una breve nota (la ocasión me coge de sorpresa y en este momento no tengo tiempo para nada más) acerca de lo malo del número 10 (solo de lo malo que me perece verdaderamente grave y digno de evitarse)… El otro punto que me parece necesitado de corrección es el hecho de escribir sobre la Revolución de Octubre (en una revista trimestral y de cultura) de un modo meramente global y sentimental, y sin más finalidad que dar un resumen brevísimo de línea política. El tema merecería más respeto. Me disculpo demandar sólo esos gritos y agradezco de paso las valiosas páginas de Vidiella, que son en mi opinión lo que da valor al número (especialmente las primeras tres páginas y media, propiamente de memorias)…». Gregorio López Raimundo respondió a esta nota de Sacristán, quien a su vez explicó con más detalle su posición en carta de 4 de diciembre de 1967.
10. Comentarios al suplemento de Veritat de octubre de 1969 sobre problemas de editoriales
Nota de uso interno firmada por La C. de N.H. Conjeturamos la autoría de Sacristán (tras una más que probable discusión colectiva). Francesc Vallverdú pudo ser el traductor del texto al catalán.
En principio es positivo que una publicación nuestra se enfrente con un tema práctico de la lucha política sin limitarse a informar y a lanzar inmediatamente consignas, sino intentando hacer también un cierto análisis. Por esta razón, las diferentes objeciones críticas que hemos de presentar al artículo «La lucha de Salvat» no deben esconder nuestra opinión de que intentos de este tipo tendrían que ser más frecuentes en nuestras publicaciones.
Sin embargo, el artículo tiene, en nuestra opinión, un defecto político y otros de naturaleza más bien teórica.
El defecto político es la aparición repetida de frases o maneras de decir que hacen pensar al lector en un animadversión personal de la revista contra determinados individuos.
Los errores de concepto, o «teóricos», son de diversa importancia. Los principales que vemos quedan descritos a continuación:
1º. No es posible construir una simple relación de analogía social y política entre casos tan diferentes como los de Salvat, Nova Terra, Lumen, Ediciones de Cultura Popular, Edición de Materiales, Edicions 62.
2º. El hecho de dar ya como realizada la transformación de la posición de los intelectuales en la sociedad es un error que puede perjudicar la comprensión de las correlaciones de fuerzas presentes.
3º. Pensar que el interés de la capa superior de la clase dominante en el campo de la edición era antes nada más que comercial y que ahora sería también ideológico es invertir literalmente la situación: antes la edición era un negocio muy reducido y, como tal, el capital financiero se interesaba principalmente por razones de lucha ideológica; ninguna gran firma burguesa se interesaba por la edición; el único ejemplo de una empresa importante dedicada a editar, la Papelera española, era una excepción que se explica fácilmente. La gran novedad, contra lo que dice Veritat, es que hoy, sin dejar de ser la gran arma ideológica que es desde el siglo XVI, el libro ha empezado a ser un buen negocio, una posibilidad seria de valorizar capitales. (Salvat no es un mal ejemplo, precisamente…)
4º. El mundo del intelectual tradicional no era nada «idílico», contra lo que señala Veritat (ejemplos: en la cultura castellana el hambre de Valle-Inclán, la vida de Antonio Machado, etc). En esta afirmación parece que haya una generalización de la vida realmente «idílica» del antiguo catedrático, y en parte también moderno. Mucho más «idílica» que la vida de viejos escritores es la de algunas capas profesionales de hoy, como los arquitectos, los ingenieros industriales situados, los médicos y los abogados que en ejercicio libre de su profesión llevar a conseguir un éxito ya no extraordinario sino medio (algunos calculan que este éxito medio significa para los médicos más de 70.000 pesetas mensuales). En este mismo contexto, la idea que, antes, el intelectual estaba dedicado a vender «un libro acabado, que le comportaba una satisfacción a nivel intelectual» no se corresponden con la realidad.
Como muchos escritos de grupos extremistas u oportunistas, este artículo tiene una buena parte de pseudo-teoría. Pero no se tata de condenar el intento. Al contrario, es necesario aplaudir que se haya iniciado el camino, y es de desear que los pasos siguientes sean recorridos con más serenidad, pero sin volver a una prensa de meras consignas, una prensa que, a día de hoy, tendría una repercusión muy escasa entre los intelectuales.