Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Releyendo a Marx. Notas sobre los libros II y III de El Capital

Carlo Formenti

Presentamos en una única entrada las cinco publicaciones del autor en su blog en las que realiza una relectura de los Libros II y III de El Capital.

1. Presentación del recorrido de investigación

Estudiar el Libro I de El Capital es una empresa menos abstrusa de lo que afirman los detractores de Marx. Porque revela los arcanos de la economía capitalista de una manera clara y comprensible incluso para los no iniciados, y porque la reflexión teórica se alterna con incisos literariamente disfrutables, en los que análisis, narración histórica, chistes y citas «clásicas —no pocas veces bíblicas, como ha destacado un conocido teólogo de la liberación1— animan la lectura. Lo mismo no vale para los Libros II y III que, al igual que ciertas partes de los Grundrisse, exigen al lector un esfuerzo de comprensión (y a menudo de paciencia, sobre todo en las páginas llenas de esquemas y fórmulas matemáticas) mucho mayor.

No es casualidad que, cuando un exponente de algún partido o movimiento que se proclama marxista (aunque pertenezca al círculo de los más cultos, o incluso de los intelectuales de profesión) declara haber estudiado El Capital, es lícito sospechar que su afirmación se refiere al Libro I y, en el mejor de los casos, a algunas partes del II y del III. Mentiría si no reconociera que lo que acabo de decir también se aplica a quien esto firma: hasta hace poco, mis propósitos de estudiar en su totalidad la obra fundamental de Marx casi siempre se habían topado con la dificultad de sacar el tiempo y la energía necesarios de otras obligaciones.

Finalmente, me vi obligado a taponar esta brecha, por un lado, por la necesidad de comprender mejor la dinámica de la crisis que el capitalismo mundial está experimentando desde principios de la década de 2000 (en realidad desde los años setenta del siglo XX, pero con modalidades menos claras y evidentes que las actuales) y sus efectos geopolíticos (a partir del riesgo inminente de un Tercer Guerra Mundial), por otro lado, de las críticas a ciertos dogmas incrustados en el conjunto ideológico de la tradición marxista (en primer lugar occidental). Me refiero, en particular, a las planteadas por el último Lukacs, a quien, como he escrito en varias ocasiones2, considero el mayor filósofo marxista del siglo XX, y por otros autores, a menudo exponentes de culturas del Sur del mundo, pero no solo (nombrarlos a todos sería dispersivo, por lo que remito a la lista sintética en nota) 3.

Dicho esto, a continuación enumero las preguntas para las que he buscado, si no respuestas, al menos pistas sobre los caminos a seguir para encontrarlas, integrando mis lecturas, hasta ahora esporádicas e incompletas, de los Libros II y III de El capital:

1) Los marxistas llevan más de un siglo anunciando periódicamente que el modo de producción capitalista ha entrado en su fase «terminal», «suprema», etc., hasta el punto de que Giorgio Ruffolo, ironizando sobre las precisas desmentidas históricas a las que se han enfrentado estas afirmaciones, tituló simpáticamente uno de sus libros Il capitalismo ha i secoli contati4. A partir de este hecho, me pregunté: ¿no se basan las profecías mencionadas en la afirmación de Marx de que «el límite del capital es el capital mismo»5, tesis que, a su vez, remite al llamado ley del descenso tendencial de la tasa de ganancia, así como al concepto de contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción (el capitalismo, llegado a un cierto grado de desarrollo, ya no sería capaz de llevar a cabo su «misión histórica», que es precisamente la de desarrollar las fuerzas productivas más allá de los límites que caracterizan a las formas de producción anteriores). Dicho de otro modo: ¿no existe un límite inherente al análisis marxiano que podríamos definir con el término economicismo objetivista?

2) Ya nadie se atreve a negar que la idea de que el modo de producción capitalista, en su camino hacia la subordinación/integración de todas las formas sociales anteriores, habría llegado —en ausencia de una revolución socialista— a generar un mundo unificado, compuesto casi exclusivamente por capitalistas y obreros, ha resultado errónea. No solo las formas sociales precapitalistas (o más bien no capitalistas: tendremos ocasión de discutir sobre ese prefijo «pre»), han resultado ser mucho más resistentes de lo que Marx imaginaba, sino que dentro de las mismas sociedades industriales avanzadas la estratificación de clases ha crecido enormemente en comparación con la época en que él escribió, hasta el punto de que el proletariado industrial (en todos los países occidentales) aparece ahora como una minoría relativa. ¿Cómo explicar el fenómeno, pero sobre todo cómo interpretar sus efectos en relación con la definición de un proyecto revolucionario?

3) La otra gran desviación de la realidad histórica con respecto a las previsiones de Marx (estrechamente entrelazada con la anterior) es la relativa al papel de la clase obrera de los países industrializados avanzados como sepulturera del capitalismo, pero sobre todo al hecho de que solo en estos últimos existirían las condiciones «objetivas» favorables a una revolución socialista. Como es sabido, todas las revoluciones socialistas se han producido en los países «atrasados» del Sur del mundo y han tenido como protagonista principal, si no único, a las amplias masas campesinas (definidas en varias ocasiones como «bárbaras» por Marx, que consideraba su expropiación y transformación en trabajadores asalariados como uno de los aspectos más positivos de la misión «civilizadora» del capitalismo). Por lo tanto, deben releerse y profundizarse, tanto en el plano económico como en el social, cultural y político, las relaciones entre el modo de producción capitalista y los demás modos de producción, tanto en sus relaciones mutuas como en su evolución histórica.

4) Algunos marxistas «ortodoxos» resuelven el contradicción recién descrita negando el carácter socialista de las revoluciones nacidas de las luchas de liberación nacional del Tercer Mundo. Prefieren permanecer fieles al enfoque economicista/objetivista (véase más arriba) que indica en la socialización progresiva del proceso productivo, en su creciente dependencia del general intellect, en la despersonalización de las funciones de diseño, dirección y coordinación del ciclo capitalista, así como en el proceso de creciente centralización de los capitales, los principales, si no los únicos, presupuestos del tránsito al socialismo. En otras palabras, ignoran el papel del factor subjetivo (la autonomía de lo político) como factor de ruptura, de discontinuidad radical del flujo «normal» de la historia. En lugar de explicar la incompatibilidad entre los socialismos existentes concreta y históricamente con el modelo ideal original, y de ponerse a trabajar para reformular la teoría de la transición al socialismo, se adhieren a los conceptos (¡elaborados a finales del siglo XIX!) contenidos en la Crítica al programa de Gotha6. Por cierto, como veremos, los Libros II y III de El Capital están llenos de referencias a las características de la futura sociedad socialista, hasta el punto de desmentir la supuesta prudencia de Marx al tratar el tema.

5) Siguiendo con el tema de la visión de la historia: algunos conceptos citados en los puntos anteriores —la «misión histórica» del capitalismo, el uso del prefijo temporal pre (precapitalista) para definir las formas de producción no capitalistas, la supuesta tarea «civilizadora» del capitalismo, la llamada «barbarie» de las clases campesinas, etc.— son indicadores inequívocos de un punto de vista eurocéntrico (Europa como destino del proceso histórico mundial) extremado por la mayoría de los sucesores y discípulos de Marx. Una visión claramente influenciada por el liberal-burgués iluminismo, progresismo y evolucionismo (en Marx mediado por la filosofía hegeliana, en los epígonos dedicados a la búsqueda de la «pureza científica» de la teoría7 inspirados en los principios positivistas y/o estructuralistas). Las huellas de este «régimen narrativo», que Costanzo Preve define como inmanentista y teleológico8, están, como veremos, ampliamente presentes en los Libros II y III de El Capital.

6) Se ha observado que en El Capital el análisis va de lo abstracto a lo concreto: en el Libro I se tratan categorías muy generales como mercancía, valor de uso, valor de cambio, plusvalía, etc. mientras que en los Libros II y III se describen las formas fenomenológicas en las que estas categorías se encarnan y aparecen ante la conciencia del hombre común: capital productivo, capital comercial, capital bancario; el beneficio se divide en beneficio, interés y renta; a continuación, rotación del capital, crisis, competencia, monopolio, etc. Todo esto es innegable si se observa desde el punto de vista de la progresiva revelación de las modalidades de funcionamiento del capital (primero las leyes abstractas que lo rigen, luego los fenómenos en los que se manifiestan dichas leyes, finalmente el retorno a las leyes «revestidas» de su complejidad fenomenológica). Queda la pregunta: ¿por qué la lectura del Libro I resulta más fácil y apasionante? Mi hipótesis es que, mientras esta primera sección relata «en directo» los orígenes del modo de producción: la acumulación originaria, la destrucción de las clases campesinas y artesanales, su resistencia y su reducción a obreros asalariados, etc., las secciones siguientes describen la «concretización» (en el sentido expuesto anteriormente) de las complejas articulaciones de la máquina social del capitalismo, un proceso que se presenta como la objetivación de los sujetos vivos que lo «personifican»: la clase obrera desaparece, en la medida en que aparece integrada como función, capital variable privado de atributos humanos y, de la misma manera —véanse los capítulos dedicados a la renta de la tierra—, desaparece la tierra, la otra « mercancía ficticia que, al igual que la fuerza de trabajo, parece reducida a un mero objeto, una «cosa», que al no ser producto del trabajo no tiene ningún valor (aunque el derecho burgués la hace monopolizable y, por tanto, enajenable). ¿No está claro que solo se sale de esta «desnaturalización» de la tierra y el trabajo trascendiendo (he aquí la gran intuición de Lenin) las relaciones inmediatas de producción para alcanzar la dimensión de la lucha política por el poder?

7) El recorrido que propongo a los lectores de este blog no incluye un comentario directo a los esquemas de reproducción simple y ampliada contenidos en el Libro II. No tanto y no solo por mis escasas competencias lógico-matemáticas, sino sobre todo porque prefiero abordar el tema a partir de la interpretación crítica que de él hizo Rosa Luxemburg9. Su enfoque de esta sección de El Capital, junto con el de Paul Baran y Paul Sweezy10, ofrece, de hecho, ideas decisivas para comprender las causas profundas de la amenaza de guerra que se cierne sobre nuestras cabezas, en la medida en que permiten comprender la naturaleza del imperialismo aún más profundamente de lo que lo han hecho Lenin y otros autores más recientes.

El recorrido de investigación que acabamos de describir se dividirá en seis partes que no seguirán la sucesión de las preguntas anteriores (que surgirán transversalmente en cada parte), sino que tratarán, en orden, 1) la historia y el papel del capital comercial y del capital financiero (capital para el comercio de dinero) en sus relaciones con el capital industrial; 2) el ensayo de la ganancia, la centralización del capital y la crisis; 3) la socialización de los procesos de producción (el capital como potencia social) como requisito previo para la transición al socialismo; 4) las relaciones recíprocas entre el modo de producción capitalista y otros modos de producción; 5) la desnaturalización de la tierra y el trabajo vivo (integración de la clase obrera); 6) cuestiones de método (historicismo y evolucionismo). Seguirá una última entrega sobre la acumulación de capital según Luxemburg y sobre el capital monopolístico según Baran y Sweezy, con el objetivo de profundizar en la teoría del imperialismo. Cada entrega irá precedida de una serie de citas extraídas de pasajes del Libro II y del Libro III (sin respetar el orden de los temas de los textos originales), seguidas de un comentario. Se trata de un enfoque claramente criticable desde el punto de vista académico, pero quien escribe no tiene ambiciones de respetabilidad académica.

2. Sobre las relaciones entre el modo de producción capitalista y otras formas sociales

Advertencia: los corchetes contienen aclaraciones o añadidos del autor. Por el contrario, los términos en cursiva son de los autores citados, salvo excepciones expresamente señaladas.

Según Marx, la forma de mercancía que tienden a adoptar los productos del trabajo humano a medida que se desarrollan las fuerzas productivas, hasta generar un excedente con respecto a las necesidades de consumo inmediato, y las relaciones sociales (intercambio mercantil) que se derivan de ello, no deben clasificarse únicamente entre los supuestos del nacimiento del modo de producción capitalista, sino que representan también y sobre todo los agentes que permiten a este último asimilar e integrar todas las formas sociales con las que entra en contacto. Ambas funciones se discuten ampliamente tanto en el Libro II como en el Libro III de El Capital.

En el capítulo XX del Libro III leemos: «Sea cual sea el modo de producción sobre cuya base se producen los productos que entran como mercancías en la circulación —la comunidad primitiva o la producción esclavista, la producción por parte de pequeños campesinos y pequeños artesanos o la producción capitalista—, esto no cambia en nada su carácter de mercancías; y como mercancías deben pasar por el proceso de intercambio y los cambios de forma [es decir, M-D y D-M] que lo acompañan» (pp. 411-412).

El mismo concepto se explica de forma más amplia y detallada en el capítulo IV del libro II: «El ciclo del capital industrial, ya sea como capital dinero o como capital mercancía, se cruza con la circulación de mercancías de los más diversos modos de producción social, en la medida en que esta es al mismo tiempo producción de mercancías. Sean las mercancías producto de un modo de producción basado en la esclavitud, o de campesinos (chinos, ryots indios), o de comunidades (Indias Orientales Holandesas), o de una producción estatal (como, sobre la base de la servidumbre de la gleba, se presenta en épocas pasadas de la historia rusa), o de pueblos cazadores semisalvajes, etc., como mercancías y dinero se enfrentan al dinero y a las mercancías en las que se representa el capital industrial, y entran tanto en el ciclo de este último como en el ciclo de la plusvalía de la que es depositario el capital mercancía, en cuanto se gasta como renta; por lo tanto, entran en ambas ramas de la circulación del capital mercancía. El carácter del proceso de producción del que proceden es totalmente indiferente; como mercancías, funcionan en el mercado, como mercancías entran tanto en el ciclo del capital industrial como en la circulación de la plusvalía contenida en él (p. 141).

Notemos, de paso, que la referencia a la producción estatal, aquí referida a «épocas pasadas de la historia rusa», podría referirse hoy a las mercancías producidas por las empresas estatales chinas o de otros países socialistas, lo que más adelante nos obligará a reflexionar sobre las implicaciones políticas de su integración en el mercado mundial. Dicho esto, la consecuencia inmediata del pasaje que acabamos de citar es que, como leemos en la página siguiente, si es cierto que el modo de producción capitalista está condicionado por modos de producción existentes fuera de su nivel de desarrollo, es igualmente cierto que «su tendencia es, en la medida de lo posible, convertir toda producción en producción de mercancías; su medio principal para ello es precisamente atraerlas a su propio proceso de circulación».

Muchas de las reflexiones críticas que desarrollaré a lo largo de este recorrido se basarán en la rendija metodológica que ese «en la medida de lo posible» abre al determinismo que parece inspirar aquí el razonamiento de Marx (rendija que, como he argumentado en otra parte11, ha sido utilizado por autores como Costanzo Preve12 y Gyorgy Lukács13 para contestar las interpretaciones teleológicas de la concepción marxiana de la historia). Aquí, sin embargo, debemos limitarnos a tomar nota de que Marx nos dice que la mercancía actúa como mínimo común denominador, desempeña el papel de un «lenguaje universal» capaz de poner en relación los modos de producción más diversos entre sí.

A primera vista, esta pertenencia común de los modos de producción al ámbito del intercambio mercantil no debería implicar necesariamente el predominio de uno de ellos sobre todos los demás. Pero para Marx no es así: en cuanto la mercancía se convierte en capital-mercancía, se transforma en un ácido corrosivo que lo disuelve todo: «A medida que se desarrolla [la producción capitalista de mercancías], ejerce efectos desintegradores y disolventes sobre todas las formas anteriores de producción, que, al tener como objetivo principal las necesidades personales inmediatas, solo transforman en mercancía el excedente del producto» (Libro II, cap. I, p. 59). En pocas palabras, lo que determina la diferencia —así como el dominio del modo de producción capitalista sobre todas las demás formas sociales— es, por un lado, el carácter limitado de la producción simple de mercancías (propia de las sociedades en las que solo el producto que excede la necesidad personal inmediata se convierte en mercancía) y, por otro, el carácter ilimitado de la producción capitalista de mercancías, es decir, de un sistema social en el que el capital-mercancía debe transformarse íntegramente en beneficio so pena de la supervivencia del sistema.

Atención: no es la forma mercancía como tal la que desempeña la función disolvente que acabamos de describir (afirmarlo equivaldría a atribuirle un poder metafísico), sino la mercancía capital, es decir, la mercancía transfigurada por el proceso histórico de desarrollo del capitalismo. En el origen de este proceso se encuentra el capital mercantil: «cuanto menos desarrollada está la producción, más se concentra el patrimonio monetario en manos de los comerciantes o aparece como forma específica del patrimonio comercial» (Libro III, cap. XX, p. 413). Y poco más abajo: «su existencia [del capital mercantil] y su desarrollo hasta cierto nivel son, en efecto, la premisa histórica del desarrollo del modo de producción capitalista, 1) como presupuesto de la concentración de patrimonios monetarios, 2) porque el modo de producción capitalista postula la producción para el comercio, la venta al por mayor y no a clientes individuales» (ibídem). Pero esto no basta por sí solo para garantizar el paso de un modo de producción a otro. Es cierto que «el capital debe formarse en el proceso de circulación antes de aprender a dominar sus extremos, las diferentes esferas de la producción entre las que la circulación sirve de mediadora» (Libro III, cap. XX, p. 415), pero para que puedan existir las esferas de producción (capitalista) en cuestión, es necesario que, a medida que cada producto cae en manos de los agentes de la circulación, esta fuerza centrípeta del capital mercantil produzca sus efectos, que consisten, como se ha anticipado anteriormente, en la tendencia a convertir toda producción en producción de mercancías, lo que implica la transformación de todos los productores inmediatos en obreros asalariados.

En el capítulo XXIV del Libro I, en el que analiza la acumulación primitiva, Marx describe la crueldad con la que el capitalismo procede a la separación de los productores inmediatos de sus medios de producción y a su transformación en obreros asalariados. Pero en los Libros II y III se da por sentado que este proceso ya se ha completado, es decir, se supone « que las leyes del modo de producción capitalista se desarrollan en estado puro», aunque Marx admite que, en realidad, «siempre existe solo una aproximación; pero esta aproximación es tanto mayor cuanto más se ha desarrollado el modo de producción capitalista y cuanto más limitada es su adulteración y mezcla con supervivencias de estados económicos anteriores» (Libro III, cap. X, p. 227).

Una vez agotada la fase de acumulación primitiva, el modo de producción se basa cada vez menos en la apropiación salvaje del plusproducto social para asumir su forma «pura» y completa: «el capital industrial es la única forma de existencia del capital en la que la función de este último no consiste únicamente en la apropiación de plusvalía, es decir, de plusproducto, sino, al mismo tiempo, en su creación. Por lo tanto, determina el carácter capitalista de la producción; su existencia implica la de la antítesis de clase entre capitalistas y asalariados. En la medida en que se apodera de la producción social, la técnica y la organización social del proceso de trabajo y, con ellas, el tipo histórico-económico de la sociedad se revolucionan. Las demás especies de capital no solo se subordinan a él y se modifican en consecuencia en el mecanismo de sus funciones, sino que ya no se mueven más que sobre sus bases, junto con las cuales viven y se mueven, se mantienen y caen. El capital dinero y el capital mercancía (…) no son ya más que modos de existencia —autonomizados y desarrollados unilateralmente como exponentes de ramas de negocio propias— de las diversas formas de funcionamiento que el capital industrial reviste ahora y deposita en la esfera de la circulación» (Libro II, Cap. I, p. 79). Al proceso que acabamos de describir pertenece la liquidación progresiva de los pequeños capitalistas, que se presenta como una «separación a la segunda potencia» de las condiciones de trabajo de los productores, en la medida en que, para estos sujetos, «el trabajo personal sigue desempeñando un papel» (Libro III, cap. XV, p. 315).

El modelo teórico que se desprende de las citas que hemos extraído de los libros II y III de El Capital parecería justificar la tesis según la cual Marx habría concebido una visión profética del desarrollo futuro del modo de producción capitalista, considerándolo destinado a culminar en su propia mundialización sin residuos, caracterizada por la disolución integral de todos los demás modos de producción y por el ocaso de sus sistemas de relación social, progresivamente sustituidos por la relación hegemónica, si no exclusiva, entre el capital y el trabajo asalariado. Este punto de vista encuentra su legitimación en aquellos pasajes del Manifiesto de 1848 que exaltan la función «civilizadora» del modo de producción capitalista, en la medida en que su energía «revolucionaria» subvierte todas las relaciones económicas, políticas y sociales, así como todos los valores civiles, religiosos y culturales de las formas sociales tradicionales (definidas como bárbaras o semibárbaras), sacándolas de su «letargo» secular y ampliando desmesuradamente las filas de los trabajadores asalariados, futuros sepultureros de toda forma de dominación, opresión y explotación del hombre sobre el hombre.

Si nos aferramos a esta interpretación (como ha hecho, por otra parte, buena parte de la tradición marxista occidental)14, obtendríamos la imagen de un Marx eurocéntrico, condicionado por los paradigmas del evolucionismo y la Ilustración burguesa progresista, o de lo que podríamos definir, con Costanzo Preve, un Marx atrapado en los regímenes narrativos «deterministas-naturalistas» y «gran narrativos»15. Ahora bien, no se puede negar que Marx, en consonancia con su conocida metáfora según la cual es la naturaleza humana la que ofrece la clave interpretativa de la naturaleza del mono, dijo que el país industrialmente más desarrollado no hace más que mostrar al menos desarrollado la imagen de su futuro, sin embargo, Baran y Sweezy, al citar esta afirmación16, señalan acertadamente que debe entenderse en el sentido de que los demás países europeos habrían seguido el camino trazado por Inglaterra, más que como una profecía sobre el futuro mundial. Pero, sobre todo, no hay que olvidar que en estas páginas Marx describe un proceso tendencial y no un destino y, como veremos más adelante, siempre está atento a analizar las contratendencias que pueden desviar el curso de la historia hacia direcciones inéditas.

De hecho, con la excepción del análisis del papel desempeñado por el saqueo de los pueblos colonizados por las metrópolis capitalistas en la acumulación primitiva, contenido en las partes finales del Libro I, Marx no amplió, salvo por algunos indicios episódicos, su modelo teórico hasta abarcar tanto los segmentos desarrollados como los subdesarrollados del mundo capitalista, lo que, según comentan Baran y Sweezy, «tuvo el desagradable efecto de concentrar la atención exclusivamente en los países capitalistas desarrollados»17. No es casualidad que todas las contribuciones innovadoras a la teoría marxista, desde el análisis de Lenin sobre el capital monopolístico18 hasta el de los ya citados Baran y Sweezy, pasando por los análisis de la «banda de los cuatro» —apodo con el que Alessandro Visalli define a los máximos teóricos del subdesarrollo y de la relación centro-periferia en el sistema mundial—: Immanuel Wallerstein, Giovanni Arrighi, Samir Amin y Gunder Frank19—se esfuerzan por subsanar este «vacío» en la obra de Marx. Mientras que a David Harvey hay que reconocerle el mérito de haber puesto de relieve que la llamada acumulación primitiva no es una fase histórica limitada a los albores del desarrollo capitalista, sino un dispositivo sistémico permanente, que este autor define como acumulación por expropiación20.

A continuación, hay que subrayar que fue el propio Marx quien desmintió en varias ocasiones —sobre todo en los textos «tardíos» de la segunda mitad de la década de 1870— las lecturas deterministas (teleológicas) de su obra. Así, invirtió su juicio sobre las relaciones entre el imperialismo inglés y la colonia irlandesa: mientras que anteriormente había sostenido, en obediencia a la supuesta misión progresista/emancipadora del modo de producción capitalista metropolitano frente a los modos de producción precapitalistas de las colonias (proletarización de los pequeños campesinos), que los irlandeses solo podrían emanciparse tras una revolución victoriosa de los obreros ingleses, pero una vez constatado que la superexplotación de la mano de obra inmigrante irlandesa permitía al capitalismo inglés conceder privilegios a los trabajadores autóctonos, reconoció que, por el contrario, ninguna revolución proletaria podría tener lugar en Inglaterra mientras Irlanda no conquistara su independencia (anticipándose así a las tesis de Lenin sobre la relación entre la revolución proletaria y las luchas de liberación nacional).

Más aún: en una carta de 1877 a la redacción de una revista rusa que había publicado una reseña de la edición rusa de El Capital, escribía, a propósito de la tesis del reseñista, que utilizaba el capítulo sobre la acumulación primitiva para sostener que ninguna revolución social podría tener lugar en Rusia hasta después de la completa expropiación (y la reducción al estatus de trabajadores asalariados) de los campesinos, « [mi crítico] siente la necesidad de metamorfosear mi esbozo de la génesis del capitalismo en Europa occidental en una teoría histórico-filosófica de la marcha general impuesta a todos los pueblos, en cualquier situación histórica en que se encuentren (subrayado mío), para llegar finalmente a la forma económica que, con la mayor suma de poder productivo del trabajo social, asegura el desarrollo más integral del hombre. Pero le pido disculpas: es para mí un honor y una injusticia [subentendido: demasiado honor al atribuirme la capacidad de describir las leyes generales del desarrollo de la humanidad, demasiada injusticia al atribuirme intenciones y méritos que nunca he tenido ni reivindicado]»21.

El pasaje es particularmente significativo, tanto porque confirma la tesis de Lukács, que niega la intención de Marx de formular «leyes generales» de la historia capaces de predecir su desarrollo22, como porque, en esos mismos años, Marx redactaba la famosa carta a Vera Zasulich, en la que, interviniendo en el debate entre socialdemócratas y populistas rusos, no excluía, en principio y salvo determinadas condiciones23, que el común campesino (obschina) pudiera desempeñar el papel de agente de una transformación socialista de Rusia, sin pasar por la horca de la fase capitalista. Es aquí donde podemos evaluar la importancia de la frase anteriormente destacada: «su [del modo de producción capitalista] tendencia es, en la medida de lo posible, convertir toda producción en producción de mercancías». El «en la medida de lo posible» implica que las formas sociales precapitalistas no solo pueden resistir al intento de colonización por parte del modo de producción capitalista, sino que, dadas ciertas condiciones históricas, pueden prevalecer sobre él.

Por otra parte, en el Libro III (cap. XX, p. 420), Marx precisa que la capacidad del capitalismo mercantil para provocar la desintegración de las antiguas formas de producción «depende, en primer lugar, de su estabilidad y articulación interna». Y en la página 422 añade que «en China, donde no cuentan con la ayuda de la fuerza política directa. La gran economía y el fuerte ahorro de tiempo que se derivan de la combinación inmediata de la agricultura y la manufactura ofrecen aquí la resistencia más encarnizada a los productos de la gran industria». Sobre estas aperturas del último Marx, algunos marxistas latinoamericanos —entre ellos Mariátegui24, Dussel25 y Linera26— han basado sus análisis sobre el potencial anticapitalista de las comunidades originarias del subcontinente. En cuanto a la actualidad de la referencia marxista a la capacidad de resiliencia de la sociedad y la civilización china frente a la agresión imperialista occidental, me ocuparé de ello en la última parte de este artículo a partir de dos trabajos, en orden, del dúo Alberto Gabriele-Elias Jabbour27 y de Giovanni Arrighi28.

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A Alberto Gabriele y Elias Jabbour les debemos una importante contribución teórica sobre la cuestión de la transición al socialismo. Se trata de un texto sobre el que tendré que detenerme más a fondo cuando aborde las partes de los libros II y III dedicadas al proceso de socialización del capital y sus implicaciones para la transición al socialismo. Aquí me limitaré a describir su visión heterodoxa de la categoría marxiana de modo de producción y la tesis de la coexistencia de varios modos de producción tanto a nivel mundial como en el ámbito de una sola realidad nacional.

Poco antes hemos visto cómo el modelo marxista no concede ninguna posibilidad de supervivencia a los demás modos de producción que entran en contacto con el modo de producción capitalista a través de la circulación mercantil. Todas las formas sociales que se abren a las mercancías capitalistas están inevitablemente destinadas a integrarse, aunque sea en diferente medida y forma, en el modo de producción que las produce. Marx tiene obviamente en mente la relación entre el modo de producción capitalista y los modos de producción precapitalistas, pero, un siglo después del nacimiento del primer país socialista, al que siguieron otras revoluciones, es inevitable tener en cuenta también la relación entre el modo de producción capitalista y los países socialistas. Sabemos que, para muchos teóricos marxistas, esta relación es mortal para los segundos: en la medida en que estos últimos se integran (a través del comercio, las inversiones directas e indirectas, etc.) en el sistema económico mundial dominado por el modo de producción capitalista, su destino está sellado: tarde o temprano acabarán volviendo a ser países capitalistas (no es casualidad que un autor como Samir Amin teorice sobre el desenganche29 invitando a los países del Sur del mundo que quieren emprender el camino del socialismo a desvincularse del mercado mundial).

Gabriele y Jabbour invierten esta perspectiva a partir de la puesta en tela de juicio del propio concepto de modo de producción. No se trata de abandonarlo, argumentan, sino de relativizarlo, teniendo en cuenta su naturaleza de modelo abstracto. En el mundo real no existen modos de producción, sino formaciones socioeconómicas que solo se aproximan de manera aproximada al modelo abstracto. La relación entre el modo de producción como figura universal, estructural y constante y sus manifestaciones histórico-geográficas particulares y específicas, escriben30, «está lejos de ser simple». El primado de un determinado modo de producción en un contexto histórico específico, añaden31, puede ser absoluto o relativo. Si, por ejemplo, los Estados Unidos constituyen un caso de supremacía absoluta del modo de producción capitalista, en otras formaciones socioeconómicas pueden existir dos o más modos de producción que se encuentran en relaciones de rivalidad y/o simbiosis.

Esta última afirmación es compatible con lo que afirma el propio Marx sobre la relación de simbiosis entre el modo de producción capitalista y el modo de producción esclavista en las colonias de los países capitalistas, o con la subsunción de diversas formas productivas arcaicas dentro del ciclo del capital, etc. La diferencia radica en que, mientras Marx supone que estas formas híbridas son, al menos en tendencia, residuos destinados a evolucionar hacia la forma capitalista «pura», Gabriele y Jabbour dibujan un escenario más complejo y contradictorio. Dado que a nivel mundial se puede afirmar que la previsión de Marx se ha cumplido, en el sentido de que en todas partes rige la ley del valor que caracteriza a toda forma de producción mercantil basada en relaciones monetarias de producción y cambio (lo que vale tanto para los países capitalistas como para los países socialistas y los países con residuos importantes de formas de producción precapitalistas)32, según Gabriele y Jabbour, esto no implica: 1) que la mera existencia de la plusvalía sea en sí misma indicio de explotación de clase; 2) ni que, aunque el modo de producción capitalista siga siendo dominante a nivel mundial, no puedan coexistir en algunos países dos o más modos de producción, y que, a largo plazo, no sea necesariamente el capitalista el que prevalezca.

Esta condición híbrida de coexistencia entre varios modos de producción sería propia de aquellos países que Gabriele y Jabbour definen como sistemas socialistas, entre los que incluyen a China, caracterizados por el papel predominante que desempeña el Estado en la economía y por la consecución de objetivos como la reducción de la desigualdad, la satisfacción universal de las necesidades básicas, la sostenibilidad medioambiental, etc. Se trata de sistemas mixtos en los que: a) el mecanismo de los precios de mercado y la ley del valor son la forma predominante de regulación a corto y medio plazo; b) el papel directo e indirecto del Estado y su control sobre la economía son cualitativa y cuantitativamente superiores a los de los países capitalistas; c) el Gobierno reivindica oficialmente como objetivo a largo plazo la realización del socialismo en un contexto de rápido desarrollo socioeconómico, el progreso tecnológico y la evolución de los instrumentos de gobernanza económica. El avance hacia el socialismo, en un marco similar, puede describirse como un escenario en el que las interacciones del mercado y la ley del valor mantienen su papel y siguen siendo válidas, aunque su hegemonía tradicional se vea progresivamente debilitada33.

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También en el caso de Arrighi me limitaré a algunas referencias relativas al tema de este primer artículo dedicado a los libros II y III de El Capital, reservándome retomar las tesis de este autor cuando aborde el proceso de socialización del capital y sus implicaciones para la transición al socialismo.

En las primeras páginas de su obra maestra, Adam Smith en Pekín34, Giovanni Arrighi exhorta a «tomarse más en serio la sociología económica de la economía», siguiendo la estela de autores como Fernand Braudel y Karl Polanyi, que desplazaron el eje del análisis de la forma social capitalista del plano de la economía «pura» al plano de la sociología y la antropología cultural. Arrighi toma la misma dirección, invirtiendo la interpretación «canónica» de las teorías de Adam Smith: este, argumenta, es erróneamente descartado como apologista del mercado autorregulado, al que basta dejar operar libremente para que genere espontáneamente la riqueza de las naciones, mientras que en realidad era muy consciente de que solo la existencia de un Estado fuerte podía garantizar las condiciones de existencia del propio mercado, hasta el punto de avanzar la tesis de que los mercados no deben abandonarse a su desarrollo espontáneo, sino «utilizarse» como instrumentos de control y gobierno. Una tesis, argumenta Arrighi, que nos permite comprender la lógica de las «economías de mercado no capitalistas», de las que China es el máximo ejemplo contemporáneo.

Adam Smith, según Arrighi, ya lo había intuido en 1776, cuando escribió que China era entonces más rica que cualquier país europeo gracias al carácter «estacionario» de su economía (en el sentido de que ignoraba el impulso europeo hacia la acumulación ilimitada), es decir, gracias al hecho de que había alcanzado la plenitud de la riqueza que le permitían la naturaleza del suelo, el clima y la posición geográfica. Smith también definía como «natural» este tipo de desarrollo, basado en la agricultura y el comercio interior, y lo contraponía al desarrollo «antinatural» de las economías europeas, basado en el comercio exterior.

Arrighi aprovecha esta distinción para desarrollar una crítica a la tesis marxista que ve en el modo de producción capitalista una fase por la que todo el mundo tendrá que pasar antes de poder liberarse de las férreas «leyes» de la economía (aunque, como hemos visto anteriormente, el último Marx ya no estaba tan convencido de ello). Según el Marx de El Capital, el desarrollo que Smith define como «natural» no tiene ningún futuro posible en un mundo en el que ya se ha extendido el desarrollo «antinatural» del modo de producción capitalista; este último, gracias a su irresistible impulso por arrasar con todos los obstáculos, condena a todas las demás formaciones sociales a desintegrarse tan pronto como entran en contacto con sus mercancías.

El poder de la «vía antinatural», argumenta Arrighi (aquí en perfecta sintonía con Marx), era el resultado de la intensa competencia entre las naciones europeas, que había generado una mezcla única de capitalismo, industrialismo y militarismo, junto con una superioridad tecnológica que les permitió aplastar la resistencia de las naciones no europeas. Sin embargo, sigue siendo cierto, sostiene Arrighi, que la «globalización» prevista por Marx no se ha producido: las culturas, las tradiciones, los modelos de relaciones sociales y las formas de vida no solo han resistido, sino que, aprovechando la crisis generada por el «exceso de éxito» del modelo neoliberal, han contraatacado, generando modelos de desarrollo alternativos al dominante, modelos basados en el mercado pero no capitalistas, de los que China es el ejemplo más significativo. Por ahora me detengo aquí, limitándome a concluir con una observación metodológica: en la medida en que asumimos este punto de vista, rechazando la visión inmanentista-teleológica de la historia como un proceso unidireccional hacia el «progreso», deberíamos sustituir la definición de formaciones sociales precapitalistas por la de formaciones sociales no capitalistas.

3. Capital comercial y capital financiero. Trabajo productivo y trabajo improductivo

«[En la medida en que la producción capitalista se apodera de la producción social] las demás especies de capital… no solo se subordinan y modifican en el mecanismo de sus funciones, sino que ya no se mueven más que sobre sus bases… el capital dinero y el capital mercancía (como exponentes de ramas de negocios propias) ya no son más que modos de existencia… de las diferentes formas de funcionamiento que el capital industrial ahora reviste y ahora deposita en la esfera de la circulación» (Libro II, p. 79).

Inauguro la tercera etapa del viaje a través de los Libros II y III de El Capital con este pasaje, ya citado en la etapa anterior, porque aclara bien el punto de vista de Marx sobre la posición que ocupan el capital mercancía y el capital dinero en la jerarquía entre las diferentes modalidades de existencia del capital en general: en su modelo teórico, estas dos formas desempeñan la función de «sirvientas» del capital industrial. Se trata de un punto de vista crucial para distinguir entre trabajo productivo y trabajo improductivo. Al mismo tiempo, es un punto de vista que, en la fase histórica caracterizada por el gran capital monopolístico, terciarizado y financiarizado, es objeto de críticas incluso en el ámbito marxista, pero, antes de analizar estas críticas, conviene profundizar en el pensamiento de Marx sobre el tema.

La incapacidad del capitalista (y de los economistas vulgares) para comprender el «misterio» de la plusvalía, es decir, el hecho de que esta proviene del tiempo de trabajo no remunerado, argumenta Marx, hace que atribuyan a la esfera del comercio la capacidad de crear riqueza: «Para el capitalista, el excedente de valor, o plusvalía, obtenida con la venta de la mercancía, les aparece como un excedente de su precio de venta sobre su valor, en lugar de como un excedente de su valor sobre su precio de coste, por lo que la plusvalía contenida en la mercancía no se realiza mediante (subrayado mío) la venta de esta, sino que proviene de (ídem) la venta misma (Libro III, p. 63).

En cierto sentido, es como si la autorrepresentación de su propia actividad por parte del capitalista se hubiera quedado de alguna manera «congelada» en la época en que el capital comercial mediaba en el intercambio de productos entre comunidades no desarrolladas, época en la que «el beneficio comercial no solo aparece como un fraude, sino que en gran parte deriva de él» (Libro III, p. 418). No es casualidad que, mientras el capitalista se limita a coordinar el trabajo de una serie de pequeños productores, recogiendo y vendiendo sus productos en el mercado, sobre su cabeza pesa la sospecha de enriquecerse de la misma manera que los antiguos comerciantes, que lucraban aumentando el precio de venta. Solo con el desarrollo del capital industrial surge la conciencia de que el valor de la mercancía nace en el proceso de producción. Y, sin embargo, el papel del trabajo no remunerado en su creación sigue siendo ignorado: «Aunque surge en el proceso de producción inmediato, el excedente del valor de la mercancía sobre su precio de coste solo se realiza en el proceso de circulación, y es tanto más fácil que parezca surgir del proceso de circulación» (Libro III, p. 69).

A Marx le corresponde el mérito de haber sustraído a la mercancía la dimensión trascendente en la que parece aumentar por sí misma su propio valor y de haberla devuelto a la tierra: «en el proceso de circulación no se produce ningún valor, por lo tanto tampoco plusvalor, solo se modifica la forma (subrayado mío) de la misma masa de valor (…) si en la venta de la mercancía producida se realiza un plusvalor es solo porque este valor ya existe en ella» (Libro III, p. 356). De ello se deduce que «cuanto mayor es el capital comercial en relación con el capital industrial, menor es la tasa de beneficio industrial y viceversa» (Libro III, 365).

Esto no implica que la circulación no contribuya a aumentar, aunque sea indirectamente, el beneficio del capital industrial: por ejemplo, «cuanto más disminuye el tiempo de circulación, más funciona el capital y más aumentan su productividad y su automatización» (Libro III, p. 158). Después de lo cual queda el hecho de que «las dimensiones que adquiere el intercambio de mercancías en manos de los capitalistas no pueden transformar este trabajo, que no crea valor, sino que se limita a mediar en un cambio de forma del valor, en trabajo que genera valor» (Libro II, p. 164). Y poco después: «si mediante la división del trabajo, una función en sí misma improductiva, pero que constituye un elemento necesario para la reproducción, se transforma de ocupación subsidiaria de muchos en ocupación exclusiva de unos pocos (…) no por ello cambia el carácter de la ocupación misma» (Libro II, p. 165).

Es cierto que el capitalista comercial se apropia de una parte del trabajo no remunerado de sus asalariados, exactamente igual que lo hace el capitalista industrial, pero al explotarlos, el comerciante se limita a asegurarse una mayor participación en la plusvalía creada por la explotación del trabajo asalariado por parte del capital industrial. Ergo: el trabajo de los asalariados de los capitalistas comerciales es improductivo. A continuación, Marx precisa que ciertos costes de circulación «pueden derivarse de procesos de producción que se limitan a prolongarse en la circulación, y cuyo carácter productivo queda simplemente oculto por la forma circulatoria» (Libro II, p. 172). A este respecto, cita el ejemplo de la industria del transporte, escribiendo que, dado que «el valor de uso de las cosas solo se realiza en su consumo, y su consumo puede hacer necesario su cambio de lugar» (Libro II, p. 187), se deduce que la industria del transporte debe considerarse un proceso de producción adicional (por lo que los asalariados que trabajan en ella deben considerarse productivos).

* * *

La autonomización del capital monetario en la esfera de los negocios independientes (bancos, capital financiero, seguros, etc.) es consecuencia del hecho de que, para permitir que el ciclo reproductivo del capital social se desarrolle sin obstáculos, «una parte determinada del capital debe estar siempre presente como tesoro, capital monetario potencial… capital ocioso [adjetivo que debe entenderse aquí en el sentido de no invertido en la producción directa] que espera en forma de dinero a ser puesto en funcionamiento, y una parte del capital refluye continuamente en esta forma» (Libro III, p. 400). En esta condición de capital posible, es decir, de medio potencial para la producción de ganancia, «se convierte en mercancía sui generis, el capital como capital se convierte en mercancía» (Libro III, p. 428).

La parte de su propio producto que el capital industrial paga al «mercader de dinero» se llama interés y «no es más que el nombre de una parte del beneficio que el capital en funcionamiento debe ceder a quien posee el capital posible» (Ibidem). No se trata aquí tanto de una fase del proceso de reproducción social como de un acto jurídico: «La transacción que transfiere el capital de la mano del prestamista a la del prestatario es una transacción jurídica [que] no tiene nada que ver con el proceso real de reproducción del capital; [ella] no hace más que introducirlo. El reembolso (…) es una segunda transacción jurídica, la culminación de la primera» (Libro III, p. 439). Por último, Marx introduce en el análisis de la función del dinero como capital dos metáforas sorprendentes: 1) «es este el valor de uso del dinero como capital (…) que el capitalista monetario enajena al capitalista industrial durante el tiempo en que le cede la facultad de disponer del capital prestado»; 2) «dentro de estos límites, el dinero prestado tiene cierta analogía con la fuerza de trabajo en su posición frente al capitalista industrial».

Se trata de dos analogías que permiten evaluar la importancia de la forma lógica (¡herencia hegeliana!) en el método analítico marxista: la categoría de valor de uso, que nos parece estrechamente asociada a la dimensión «material-concreta» de la mercancía, se asocia aquí a un fenómeno «inmaterial-abstracto» como el capital-dinero, en la medida en que este último asume la naturaleza de capital-mercancía. En cuanto a la paradójica analogía entre fuerza de trabajo y capital prestado, se justifica (aunque con la precisión «en estos límites») por el hecho de que ambos —tanto la fuerza de trabajo como el capital prestado— solo pueden producir plusvalía en la medida en que se emplean en el proceso productivo inmediato. A partir de ahí, es evidente que, en la realidad contemporánea, caracterizada por los procesos de terciarización y financiarización del capital, esta atribución lógica de centralidad absoluta al capital industrial no puede sino plantear un problema (del mismo modo que empieza a plantear un problema la distinción entre trabajo productivo e improductivo). Sin embargo, antes de ver cómo se ha intentado abordar estos retos, conviene recordar la extraordinaria capacidad profética con la que Marx, aunque no previó las dimensiones que adquiriría la financiarización en el futuro, describió a la perfección el «demonio» que la alimentaría.

Partamos de las siguientes afirmaciones: 1) «En el capital productivo de interés, la relación de capital alcanza su forma más alienada y fetichista D-D’» (Libro III, p. 493); 2) «Ahora el capital es cosa, pero en cuanto cosa es capital. Ahora el dinero tiene el amor en el cuerpo» (Libro III, p. 496). Lo que acabamos de citar nos obliga a partir del fetichismo de la mercancía descrito en el Libro I: si la mercancía como tal es ya un fenómeno «sensiblemente suprasensible», es un objeto concreto que posee un valor de uso determinado, pero al mismo tiempo está animado por el «fantasma» del valor de cambio, el capital-mercancía (el capital-cosa) no puede ser sino depositario de un fetichismo en potencia. Un fetichismo que prohíbe los intentos de justificar la producción capitalista a través de su «utilidad social», en la medida en que revela su verdadera esencia: «Precisamente porque la forma monetaria del valor es su forma fenomenológica independiente y tangible, la fórmula D-D’ (…) expresa de la manera más concreta el verdadero motivo animador de la producción capitalista (…) El proceso de producción aparece solo como un eslabón intermedio inevitable, un mal necesario para el fin de hacer dinero (por eso todas las naciones con modo de producción capitalista se ven periódicamente presas de un vértigo durante el cual pretenden hacer dinero sin la mediación del proceso de producción» (Libro II, p. 80).

La inversión dialéctica no podría ser más radical: el proceso de producción, que el análisis había situado en el centro del proceso de reproducción social como único depositario de la creación de valor, se ve reducido a «mal necesario», «eslabón intermedio» con respecto al verdadero objetivo del capitalista: acumular dinero. Aquí no solo se aclara el supuesto de lo que Giovanni Arrighi35 y otros autores describen al analizar históricamente los cursos y recurrencias de las «migraciones» del capital, de la producción industrial a la finanza y viceversa, sino que también encontramos una anticipación visionaria de la llamada «economía de la deuda»: «en el modo de razonar del banquero, las deudas pueden aparecer como mercancías» (Libro III, p. 589); y aún más: «en el hecho de que incluso la acumulación de deudas pueda parecer acumulación de capital, se manifiesta en forma extrema el vuelco que se produce en el sistema crediticio» (Libro III, p. 692); así como de las burbujas especulativas como causa de las crisis financieras: «el valor de los títulos se vuelve especulativo cuando expresa el rendimiento esperado y no el actual» (Libro III, p. 592), y si la expectativa del mundo virtual es desmentida por el mundo real…

Pero es hora de retomar el razonamiento sobre el arduo problema de distinguir entre trabajo productivo y trabajo improductivo.

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Me corresponde comenzar con una autocrítica retrospectiva. Hace exactamente cuarenta y cinco años, en 1980, se publicó en la editorial Feltrinelli mi primer trabajo teórico digno de tal nombre: El fin del valor de uso. Reproducción, información, control. Hoy confieso que considero ese escrito un claro ejemplo de interpretación errónea del problema de la distinción entre trabajo productivo y trabajo improductivo.

Ya entonces, mi razonamiento partía del enfoque marxista del tema en los libros II y III de El Capital, enfoque que me parecía insostenible a la luz de las profundas transformaciones que había sufrido el modo de producción capitalista al pasar del capitalismo libre competitivo del siglo XIX al capitalismo monopolístico, terciarizado y financiarizado. Para actualizar el análisis a la nueva realidad sistémica, me arriesgué a realizar una triple operación. En primer lugar, intenté, parafraseando el título de un libro de Antonio Negri36, jugar a Marx contra Marx, contraponiendo las tesis que el propio Marx había formulado en algunos pasajes del Capítulo VI inédito37 y de los Grundrisse38 a las de El capital; además, impresionado por el experimento de reorganización productiva de IBM39, que en aquellos tiempos dominaba el mercado mundial de la informática (de ahí el motivo del subtítulo), deduje la existencia de aquellas tendencias que, al cabo de unos años, nos llevarían a pensar en una tercera revolución industrial; por último, me dejé influir por Jean Baudrillard40, autor que en aquellos años profetizaba la progresiva marginación de la producción de objetos-mercancías por parte de la producción de servicios y códigos inmateriales. Pero vayamos por partes.

La forma en que estaba organizado el ciclo productivo de IBM me parecía confirmar que el gran capital monopolístico tendía a emplear una proporción cada vez menor de la clase obrera tradicional, frente a una masa creciente de mano de obra administrativa. Marxistas como Braverman deducían el siguiente escenario: «Todo progreso en el campo de la productividad reduce el campo de los verdaderos trabajadores productivos, amplía el de aquellos que pueden ser utilizados en las luchas entre las grandes empresas por la distribución de los excedentes, expande el empleo del trabajo en ocupaciones inútiles (…) y confiere a la sociedad el aspecto de una pirámide invertida que se apoya en una base de trabajo útil cada vez más reducida»41.

Este escenario, al igual que el formulado por todos los autores que hablan del «fin del trabajo»42— corre el riesgo de parecer simplista: 1) si no se lee desde un punto de vista comparativo, es decir, teniendo en cuenta que la categoría de «trabajo útil» adquiere significados diferentes en sistemas sociales diferentes (como hacen Baran y Sweezy, de los que nos ocuparemos en breve); 2) si no se enmarca en el análisis global del sistema mundial. En cualquier caso, en mi trabajo descartaba el concepto de trabajo «verdaderamente productivo» porque sonaba burdamente «materialista», oponiéndole la interpretación de Negri —que entonces compartía—, quien, aprovechando los pasajes antes mencionados del Capítulo VI inédito y de los Grundrisse, escribía: «la apropiación capitalista de la circulación (…) determina la circulación como base de la producción y la reproducción, hasta un límite de identificación histórica, efectiva (aunque no lógica) de la producción y la circulación»43. Lo cual, aplicado a la cuestión de la composición de clase, implica alistar de oficio en el campo del trabajo productivo todo el trabajo terciario (y elegirlo, como harían poco después los teóricos posoperaístas seguidores de Negri, como nueva vanguardia revolucionaria).

Escribía además que «el contenido material del trabajo es indiferente con respecto a su carácter de trabajo productivo, a su función de agente valorizante interno al capital. Por lo tanto, es productivo el trabajo que se intercambia por capital, sin relación con los contenidos concretos de la actividad»44, y hasta aquí todavía puedo estar de acuerdo con mi yo de entonces (salvo precisar que los contenidos concretos no son siempre y en todo caso indiferentes), pero, lamentablemente, continuaba afirmando que «es improductivo el trabajo que no se realiza en forma específicamente capitalista, que no produce beneficio para un capital», lo que significaba definir improductivos a los cientos de millones de trabajadores que son explotados en el Sur del mundo porque no trabajan en forma específicamente capitalista, en el sentido de que no están directamente empleados por las grandes empresas metropolitanas, y que generan una cuota gigantesca de excedente sin la cual estas últimas no durarían un día.

Hoy puedo absolverme en parte evocando las condicionantes de un espíritu de la época que, en aquellos años, se caracterizaba: 1) por el hecho de que la izquierda radical post-sesentayochista, agotado el entusiasmo por Vietnam y la Revolución Cultural china, había dejado de lado las luchas antiimperialistas del Sur del mundo para concentrarse exclusivamente en las metrópolis «avanzadas» (basta ya del tercermundismo, nuestra lucha está aquí, era el lema); 2) por la autoalabanza sociológica de las izquierdas radicales nacidas de las luchas estudiantiles, que, superados los complejos de antaño por sus orígenes pequeñoburgueses, habían elegido como vanguardia revolucionaria a las capas profesionales emergentes, ¡es decir, a ellos mismos! —dedicados a trabajos «creativos» y a la producción «inmaterial»45.

* * *

Alessandro Visalli considera a Paul Baran y Paul Sweezy los dos autores que, ya en los años cincuenta y principios de los sesenta46, inauguraron una línea de interpretación que considera el capitalismo como un sistema social en el que la valorización deriva de la producción y la circulación sobre bases internacionales. El elemento característico de este enfoque consiste en profundizar en la crítica al imperialismo, al colonialismo y al neocolonialismo, identificándolos con ese fenómeno —la llamada acumulación original— que Marx consideraba típico de una fase histórica determinada, mientras que estos autores lo consideran consustancial al modo de producción capitalista, que lo explota como contratendencia a la caída tendencial de la tasa de ganancia. Profundizaremos en el tema más adelante, en la etapa dedicada a la ley de la caída de la tasa de ganancia y a las crisis. Aquí nos limitamos a introducir el concepto de excedente y a describir cómo este concepto influye en el tema que estamos tratando aquí, es decir, la distinción entre trabajo productivo e improductivo.

Marx identifica la plusvalía como la suma de la ganancia, el interés y la renta, mientras que considera secundarios factores como los ingresos del Estado, los salarios de los trabajadores improductivos, los desperdicios de diversa índole, etc. Pero esto ya no se justifica, sostienen Baran y Sweezy, en la fase del capitalismo monopolista. En relación con el excedente total —definido como la diferencia entre la producción efectiva actual y el consumo efectivo actual de la sociedad—, la plusvalía representa una proporción menor —y con tendencia a disminuir— que en la época de Marx. Y, dado que el excedente medido como se ha indicado tiende a aumentar, actúa como una contracorriente a la ley de la tendencia a la caída de la tasa de ganancia. Como se ha anticipado anteriormente, abordaremos las implicaciones de lo que acabamos de decir cuando hablemos de crisis, imperialismo, etc. Siguiendo con la distinción que hace Marx entre trabajo productivo e improductivo, ¿qué cambia al introducir el concepto de excedente?

A primera vista, nada. Los capitalistas siguen ignorando la diferencia entre los costes de producción y los costes de venta, y entre el trabajo productivo y el improductivo: para ellos, ambos contribuyen a generar sus beneficios. Sin embargo, sabemos que el sistema tiende a expandir desmesuradamente actividades como la promoción de las ventas, la publicidad, el embalaje, el marketing, la obsolescencia programada, el crédito al consumo, etc.; que proliferan las clases profesionales que tienen la tarea de promover una guerra sin cuartel contra el ahorro en favor del consumo, inventando continuamente nuevas necesidades y alimentando su satisfacción a través del endeudamiento. Al mismo nivel que la promoción de las ventas «hay que situar la canalización de un amplio volumen de recursos hacia empleos bajo la rúbrica de actividades financieras, aseguradoras e inmobiliarias»47. Marx, recuerdan Baran y Sweezy, describía a toda esta gente como «una nueva aristocracia financiera, una nueva categoría de parásitos en forma de ideólogos de proyectos, fundadores y directores que solo lo son de nombre, todo un sistema de fraudes y engaños que tienen por objeto la fundación de sociedades, la emisión y el comercio de acciones»48.

También para Baran y Sweezy, al igual que para Marx, este proceso, que hoy estamos acostumbrados a definir como terciarización del trabajo, aparece como una proliferación de clases «devoradoras de excedentes», y por lo tanto, también para Baran y Sweezy, las personas que viven de los excedentes «se ven privadas de una parte de sus ingresos que va a parar a las personas que realizan trabajos improductivos»49. ¿Cómo rebatir la objeción de Negri y otros, que replican que la distinción se basa en argumentos puramente lógico-lingüísticos, ya que las funciones recién descritas están tan integradas en los procesos productivos que forman parte de ellos (ya no compramos solo una mercancía, sino la imagen de esta mercancía que ha sido construida por el trabajo de publicistas, hombres de marketing, etc.)? etc., ¿acaso no compramos los productos Apple por su diseño más que por su supuesta superioridad tecnológica)? ¿Y cómo responder a la objeción según la cual es productivo el trabajo que se cambia por capital, independientemente del contenido concreto de la actividad realizada?

Aquí entra en juego el argumento comparativo: para Baran y Sweezy, el término de comparación que permite disipar la duda es el socialismo: es improductivo «todo aquel trabajo que tiene como resultado la producción de bienes y servicios cuya demanda puede atribuirse a las condiciones y relaciones específicas del sistema capitalista y que estaría ausente en una sociedad racionalmente ordenada»50, es decir, en una sociedad socialista. Y, sin embargo, es precisamente la masa de excedentes de la que se apropia el creciente número de trabajadores improductivos lo que permite, gracias a su consumo, limitar parcialmente los efectos de la tendencia crónica del capitalismo monopolista a la subutilización de los recursos humanos y materiales. Parcialmente porque, si solo se dispusiera de estas salidas endógenas, el capitalismo monopolista se encontraría en un estado de depresión permanente51. La verdadera solución sigue siendo, por tanto, el imperialismo y la guerra.

4. Proceso de socialización y transición socialista

Advertencia. Continuando con el trabajo de reflexión crítica sobre algunos puntos teóricos que Marx trata en los libros II y III de El capital, me he dado cuenta de la conveniencia de introducir un par de variaciones al proyecto inicial: 1) en esta cuarta parte he incluido una referencia a la integración de la clase obrera en el capital, tema que inicialmente había pensado tratar en una sexta parte dedicada a la «desnaturalización» del trabajo y la tierra. Esto se debe a que me di cuenta de que no podría escribir sobre ello sin estudiar a fondo la cuestión de la renta de la tierra, lo que, por el momento, me resulta imposible, por lo que la sexta parte ha sido excluida del proyecto; 2) en cuanto al anunciado apéndice sobre las críticas de Luxemburg a los esquemas marxianos de acumulación ampliada, se integrará en la quinta y última parte sobre la centralización del capital, la caída de la tasa de ganancia y la crisis. Por último, aprovecho la ocasión para aclarar (por si fuera necesario) que con estos cinco textos no pretendo ofrecer más que una lista de dudas y problemas relativos a la medida en que ciertas categorías marxianas parecen aplicables a nuestros días (un trabajo sistemático sobre la segunda y tercera sección de El Capital habría requerido otras dimensiones). En cuanto a los autores citados, además de Marx y Engels, se trata de elecciones muy personales, por lo que pido disculpas por adelantado a todos aquellos que me reprochen haber omitido tal o cual voz de la inmensa bibliografía que la tradición marxista (y no solo ella) ha producido sobre estas cuestiones.

Los pasajes de El Capital en los que Marx destaca el peso determinante del factor social en el modo de producción capitalista son tan frecuentes y numerosos que, si se quisieran citar todos, se acumularía una cantidad de páginas no muy inferior a la del propio El Capital. Por eso, las citas que siguen no pretenden ser exhaustivas sobre el tema, sino que representan una selección inevitablemente limitada y arbitraria.

Parto de dos pasajes que explican cómo la actividad del capitalista individual se beneficia de la fuerza productiva social generada por el sistema en su conjunto:

«Lo que caracteriza a este tipo de ahorro de capital constante [debido al aumento de la fuerza productiva del trabajo], derivado de los continuos avances de la industria, es que el aumento de la tasa de ganancia en una rama de la industria se debe aquí al desarrollo de la productividad del trabajo en otra. Lo que aquí beneficia al capitalista representa a su vez una ganancia que es producto del trabajo social, aunque no del trabajo de los obreros directamente explotados por él. Ese desarrollo de la fuerza productiva se remonta siempre, en última instancia, al carácter social del trabajo puesto en acción; a la división del trabajo dentro de la sociedad; al desarrollo del trabajo intelectual, sobre todo de las ciencias naturales. Lo que el capitalista utiliza aquí son «las ventajas de todo el sistema de división social del trabajo » (subrayado mío)». (Libro III, pp. 116-117).

En resumen, Marx explica aquí que el capitalista no solo se apropia del trabajo no remunerado de sus trabajadores, sino también de los efectos generados por el aumento de todo el potencial productivo del sistema en el que actúa. De manera similar, en un párrafo titulado «Economías mediante invenciones», escribe que las economías en el empleo del capital fijo «sirven como condiciones de trabajo inmediatamente social, socializado, es decir, de cooperación directa dentro del proceso productivo». Obviamente, aquí no se hace referencia a la manufactura, sino a la producción industrial a gran escala, que es la única que «hace posibles las economías derivadas del consumo productivo social». Además, para despejar el campo de la ambigüedad según la cual serían las invenciones técnicas en sí mismas las que garantizarían este resultado, añade: «Por último, sin embargo, solo la experiencia del obrero combinado descubre e indica cómo y dónde ahorrar, cómo poner en práctica de la manera más sencilla las invenciones ya realizadas, qué fricciones prácticas en la realización de la teoría —en su aplicación al proceso productivo— deben superarse, etc.». A continuación, concluye que «hay que distinguir entre trabajo general y trabajo colectivo. Ambos desempeñan su papel en el proceso de producción (…) El trabajo general es todo trabajo científico, todo descubrimiento, toda invención. Depende tanto de la cooperación con los vivos como de la utilización del trabajo de los muertos. El trabajo colectivo presupone la cooperación directa de los individuos» (Libro III, pp. 142-143).

El concepto de trabajo general es sinónimo del de general intellect, en el centro de las famosas páginas de los Grundrisse52 que encendieron la imaginación de los teóricos operistas y postoperistas, hasta el punto de llevarlos a delirar sobre un supuesto «comunismo del capital»53. No menor impacto ha tenido sobre ellos el concepto de «obrero combinado», identificado en ocasiones con el obrero masivo y/o el obrero social, hasta llegar, como colofón de un largo ciclo de desilusiones y derrotas, a la anodina categoría de multitud. Pero de esto nos ocuparemos más adelante, al discutir el sujeto político que debería surgir del trabajo colectivo. Primero nos ocuparemos de aquellos aspectos del proceso de socialización que hacen que la figura tradicional e histórica del capitalista quede oscurecida por las potencias que él mismo, a modo de aprendiz de brujo, ha evocado. Un proceso histórico que, según Marx, está necesariamente destinado a culminar en la emancipación de esas potencias de las formas mistificadas en las que han sido encerradas por la propiedad privada.

Con la creciente concentración del capital, «el capital se presenta cada vez más como una potencia social de la que el capitalista es funcionario (el subrayado es mío) y que ya no tiene ninguna relación con lo que puede crear el trabajo de un individuo, sino como una potencia social alienada, que se ha vuelto autónoma, que se opone a la sociedad como cosa y como poder del capitalista gracias a esa cosa. La contradicción entre el poder social general que encarna el capital y el poder privado del capitalista individual sobre estas condiciones sociales de producción, adquiere formas cada vez más estridentes e implica la disolución final de esta relación» (Libro III, p. 337). Retengamos los tres conceptos destacados: el capitalista se convierte de propietario en funcionario del capital (¡pero sin perder la propiedad!); el capital, en cuanto potencia social abstracta y autónoma que trasciende a los sujetos sociales concretos, se opone a la sociedad en su conjunto; y el proceso está lógicamente (¡por lo tanto, necesariamente!) destinado a culminar en la disolución de la relación de propiedad, y vemos cómo se articulan en las partes siguientes del Libro III.

En el capítulo XXII («Reparto del beneficio, tasa de interés») leemos: «Con el desarrollo de la gran industria, el capital dinero, tal y como se presenta en el mercado, tiende cada vez más a no estar representado por el capitalista individual, propietario de esta o aquella fracción del capital disponible en el mercado, sino a intervenir como masa concentrada, organizada, que, muy al contrario que la producción real, está sometida al control de los banqueros representantes del capital social» (Libro III, p. 465). El tema de la financiarización, que en el episodio anterior abordamos en relación con el concepto de «conversión en mercancía» del capital, se presenta aquí como una etapa crucial del proceso de socialización del capital: si el capitalista industrial individual decae a funcionario de su propio capital, el banquero, como funcionario del gran capital financiero, se eleva a representante del capital social.

En el mismo capítulo, encontramos la paradójica descripción de la degradación del capitalista a «trabajador»: «el beneficio empresarial se presenta al capitalista como independiente de la propiedad del capital, como resultado de sus funciones de…trabajador» (Libro III, p. 479). Y unas diez páginas más adelante: «La propia producción capitalista ha tenido como efecto que el trabajo de dirección recorre las calles completamente separado de la propiedad del capital: por lo tanto, es inútil que lo realicen capitalistas» y dos páginas más adelante: «solo queda el funcionario, y el capitalista desaparece como persona superflua del proceso de producción» (ambos subrayados son míos). Esto no significa que Marx olvide que el papel del directivo industrial sigue siendo el de explotar la fuerza de trabajo (lo que equivaldría a decir que Marchionne era un «trabajador» bien remunerado gracias a sus excepcionales dotes directivas), de hecho, en la página 488 escribe: «Frente al capitalista monetario, el capitalista industrial es un trabajador, pero un trabajador como capitalista, es decir, como explotador del trabajo ajeno».

El tema de la función del capital financiero como acelerador del proceso de socialización del capital general aparece continuamente en el libro III. En el capítulo XXXVI («El proceso de la producción capitalista») leemos, por ejemplo: «Este carácter social del capital solo se media y se realiza plenamente con el pleno desarrollo del sistema crediticio y bancario. Este último (…) pone a disposición de los capitalistas industriales y comerciales todo el capital disponible e incluso potencial, no comprometido ya activamente, de la sociedad, de modo que ni quien presta ni quien emplea este capital es su propietario o productor. Con ello, suprime el carácter privado del capital y contiene en sí mismo, pero también solo en sí mismo, la supresión del propio capital (subrayado mío) (p. 756). Pero en la página siguiente encontramos una afirmación aún más sorprendente sobre el papel (objetivamente) revolucionario del capital financiero: «No hay duda de que el sistema crediticio servirá de palanca poderosa durante la transición del modo de producción capitalista al modo de producción del trabajo asociado, pero solo como un elemento en conexión con otros grandes trastornos del propio modo de producción». En pocas palabras, para Marx, las transformaciones asociadas al desarrollo del gran capital industrial y financiero pueden describirse como «la supresión del modo de producción capitalista dentro de los límites del modo de producción capitalista», en la medida en que representan «la propiedad privada sin el control de la propiedad privada» (Libro III, p. 555).

A pesar de la precisión —según la cual la transición al modo de producción del trabajo asociado se verá facilitada por la evolución del sistema hacia formas de producción cada vez más socializadas, «pero solo como un elemento en conexión con otros grandes trastornos del modo de producción capitalista»–, es difícil negar que los argumentos recién citados pueden interpretarse de manera que justifiquen la tesis de una transición más o menos espontánea, «automática», del modo de producción capitalista al modo de producción del trabajo asociado. Por otra parte, así es precisamente como los interpretaron los dirigentes de la Segunda Internacional, autoproclamándose los verdaderos guardianes de la herencia teórica de Marx contra la herejía leninista que, por el contrario, colmó el «vacío» de un sistema teórico incapaz de traducir la crítica de las contradicciones internas del modo de producción capitalista en organización política del sujeto revolucionario54.

El vacío en cuestión nace de dos límites: por un lado, una visión teleológica de la historia cuyas leyes immanentes condenan al capitalismo a crear las condiciones de su propio fin; por otro lado, el hecho de que en El Capital la clase obrera se representa exclusivamente como «clase en sí», capital variable, elemento totalmente interno al proceso capitalista de producción, al igual que el capital constante.

Los pasajes que documentan la primera limitación son innumerables. Me limitaré a citar tres: «Si, por lo tanto, el modo de producción capitalista es un medio histórico (subrayado mío) para desarrollar la fuerza productiva material y crear el mercado mundial correspondiente, es al mismo tiempo la contradicción permanente entre esta misión histórica (ídem) y las relaciones sociales de producción que le corresponden» (Libro III, p. 320); «Así, en esta rama [se refiere a la industria química], la competencia ha dado paso al monopolio y se ha preparado de la manera más feliz el terreno para la futura expropiación por parte de la sociedad en su conjunto (Libro III, p. 555, se trata en este caso de una inserción de Engels); « las empresas capitalistas por acciones deben considerarse, al igual que las empresas cooperativas, como formas de transición del modo de producción capitalista al asociado» (Libro III, p. 558). Se pasa así de la definición del capitalismo como instrumento de la «astucia de la razón» hegeliana para desarrollar las fuerzas productivas, a la afirmación del supuesto papel de las empresas accionarias como paso intermedio hacia la sociedad de productores asociados.

En cuanto a la segunda limitación (la clase obrera reducida a capital variable), he aquí un par de ejemplos: «Desde el punto de vista del obrero, el empleo productivo de su fuerza de trabajo solo es posible a partir del momento en que, tras su venta, se pone en relación con los medios de producción (…) Pero tan pronto como, habiendo sido vendida, se pone en relación con los medios de producción, forma parte integrante del capital productivo de su comprador, al mismo título que los medios de producción» (subrayado mío; por cierto, me gustaría señalar que esto podría interpretarse en el sentido de que la resistencia subjetiva a la subordinación sustancial del trabajador al proceso de valorización solo puede darse antes de la venta55, es decir, antes de ser transformado en mercancía fuerza de trabajo, mientras que una vez integrado en el proceso no es más que un instrumento de producción) (Libro II, p. 53). Y aún más: «La producción capitalista (…) no solo produce mercancías y plusvalía, sino que reproduce, y en proporciones cada vez mayores, a la clase asalariada, y transforma en asalariados a la enorme mayoría de los productores directos» (Libro II, p. 57). También aquí la fuerza de trabajo aparece como objeto, «se reproduce», mientras que su crecimiento numérico representa una contradicción para el capital solo en sentido «objetivo», contradicción inmanente que encarna la necesidad histórica de la revolución.

Antes de pasar a analizar la solución leninista a la doble limitación en cuestión, es necesario completar el análisis marxista del proceso de socialización, describiendo cómo imaginaba Marx el punto de llegada de dicho proceso, es decir, la transición a la sociedad de los productores asociados. Es bien sabido que Marx fue parco en describir su visión de una sociedad poscapitalista. Tanto es así que muchos consideran que el único texto significativo que nos dejó al respecto es La crítica al programa de Gotha (Editori Riuniti). En realidad, en El capital hay al menos dos pasajes nada marginales sobre el tema, uno en el Libro I56 y otro en el Libro III. Personalmente, me parece más interesante el segundo, que reproduzco a continuación casi íntegramente.

«Uno de los aspectos civilizadores del capital consiste en el hecho de extorsionar este trabajo extra de una manera y en condiciones que son más favorables al desarrollo de las fuerzas productivas y de las relaciones sociales, y a la creación de los elementos de una nueva y más elevada cultura, que en las formas anteriores de esclavitud, servidumbre, etc. Por un lado, genera una etapa en la que cesan la coacción y la monopolización del desarrollo social (…) por parte de una parte de la sociedad a expensas de otra; por otro lado, crea los medios materiales y el germen de relaciones que permiten, en una forma superior de sociedad, combinar este trabajo extra con una mayor limitación del tiempo dedicado en general al trabajo material. (…) La riqueza real de la sociedad y la posibilidad de una ampliación constante de su proceso de reproducción no dependen, por lo tanto, de la duración del trabajo extra, sino de su productividad y de las condiciones más o menos ricas en que se realiza. El reino de la libertad comienza, en efecto, solo donde cesa el trabajo determinado por la necesidad y la conveniencia externa; reside, por lo tanto, por la propia naturaleza de las cosas, más allá de la esfera de la producción material en sentido estricto. Así como el salvaje debe luchar con la naturaleza para satisfacer sus necesidades, para conservar y reproducir su vida, así debe hacerlo el hombre civilizado, y debe hacerlo en todas las formas de sociedad y en todos los modos de producción posibles. Con su desarrollo se extiende el reino de la necesidad natural, porque se expanden las necesidades; pero al mismo tiempo se expanden las fuerzas productivas que las satisfacen. La libertad en este campo solo puede consistir en que el hombre socializado, los productores asociados, regulen racionalmente este intercambio orgánico con la naturaleza, lo sometan a su control colectivo, en lugar de estar dominados por él como por una fuerza ciega; lo realicen con el menor gasto de energía y en las condiciones más dignas de su naturaleza humana y más adecuadas a ella. Pero esto sigue siendo un reino de la necesidad. Más allá de sus límites comienza el desarrollo de las capacidades humanas, que es un fin en sí mismo; el verdadero reino de la libertad, que, sin embargo, solo puede florecer sobre la base de ese reino de la necesidad. La reducción de la jornada laboral es su condición fundamental». (Libro III, pp. 1010-1012)

El pasaje es tan denso que requeriría páginas y páginas de ejercicio hermenéutico. Me limitaré aquí a enumerar los puntos que considero más significativos: 1) En las primeras líneas encontramos la visión teleológica que ya hemos destacado en varias ocasiones: los méritos del capital como agente involuntario del «progreso humano», en la medida en que acumula recursos materiales, los conocimientos y las relaciones sociales que preludian un salto civilizatorio (una visión ilustrada que los intelectuales revolucionarios del Sur del mundo acusan de eurocentrismo y de escasa atención a las consecuencias de los llamados aspectos «civilizadores» del capital); 2) la idea —en la que insiste mucho el último Lukacs en Ontología del ser social57— de que, por muy desarrolladas que estén las fuerzas productivas del trabajo social, el reino de la necesidad, entendido como intercambio orgánico entre el hombre y la naturaleza, nunca desaparecerá «en ninguna forma de sociedad ni en ningún modo de producción posible» (lo que podría traducirse diciendo que quizá algún día podamos liberarnos del valor de cambio, pero nunca del valor de uso); 3) La idea de que, dada esta limitación, la libertad solo puede consistir en el control colectivo de los productores asociados (control cuya forma política sigue siendo indefinida) sobre las modalidades de la sustitución orgánica emancipada del «poder ciego» de las leyes de la economía (capitalista); 4) La idea de que, más allá de estas limitaciones materiales, podrá existir ese «verdadero reino de la libertad» no bien definido, del que Ernst Bloch nos ha entregado una versión vagamente mística58; 5) Por el contrario, Marx, en la medida en que lo ancla todo a la reducción de la jornada laboral, nos proporciona el único elemento concreto para imaginar la llegada de otro mundo posible.

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En las páginas de El Capital que acabamos de releer destacan, entre otros, algunos puntos problemáticos. El primero, de carácter metodológico, se refiere a la huella teleológica de una narración que anuncia la necesidad histórica, fruto de leyes immanentes a las propias formas asumidas por el modo de producción capitalista en el curso de su proceso evolutivo, de la transición al socialismo. Se trata de un tema filosófico que, aunque de gran importancia, no considero prioritario en el contexto de este escrito, por lo que remito a los textos que le he dedicado en otros lugares, a partir de las contribuciones de autores como Gyorgy Lukacs y Costanzo Preve59.

Me parecen más urgentes aquí otras tres cuestiones: 1) dado que la socialización y el consiguiente desarrollo de las fuerzas productivas se concentran en las naciones occidentales, donde este proceso está más avanzado, ¿por qué en estas naciones han fracasado todos los intentos de derrocar el dominio del capital? 2) ¿Cómo y en qué medida ha logrado la teoría marxista definir las condiciones de la transformación de la clase en sí (como capital vivo integrado en el proceso productivo de plusvalía) en clase para sí, es decir, en organización política de su lucha por la emancipación del dominio del capital? 3) ¿Cómo y en qué medida difieren las experiencias históricas concretas de construcción de una sociedad socialista del modelo de sociedad de productores asociados esbozado por Marx (y Engels)?

A lo largo de todo el siglo XX (pero también hoy, aunque en formas diferentes), el marxismo se dividió en dos grandes corrientes (aunque fragmentadas en su interior) a partir del acontecimiento cismático de la Revolución de Octubre y del giro radical que Lenin imprimió a la teoría a través de los conceptos de imperialismo y partido revolucionario de clase. El año 1917 marca la división entre un marxismo occidental que se mantuvo fiel a la visión de un proceso de maduración espontánea del socialismo como «supresión del modo de producción capitalista dentro de los límites del modo de producción capitalista», parafraseando las palabras de Marx citadas anteriormente, y la concepción leninista de la revolución como resultado de un proyecto político, como discontinuidad radical del proceso histórico inducida y preparada por un partido que reúne y organiza a la vanguardia políticamente consciente de una parte social, condenada de otro modo a reproducirse eternamente como mera fuerza de trabajo, componente productivo del proceso de acumulación capitalista.

La adhesión dogmática a esta concepción leninista del partido no salvó, sin embargo, de la derrota a las minorías revolucionarias que intentaron oponerse a la hegemonía reformista, aplastante en el ámbito de la cultura marxista occidental. Esto se debe, en mi opinión, a que el leninismo solo podía funcionar, y funcionó, en las condiciones creadas en las regiones periféricas y semiexteriores del mundo por el imperialismo. Esta es la verdadera gran contribución de Lenin a la teoría marxista: un análisis que, como observa John Bellamy Foster en un largo artículo publicado en Monthly Review, conserva toda su validez aunque «ha sido integrado y actualizado en varios momentos por la teoría de la dependencia, la teoría del intercambio desigual, la teoría de los sistemas-mundo (…). En todo ello, la teoría marxista del imperialismo ha mantenido una unidad básica que ha inspirado las luchas revolucionarias globales»60. Desde 1917 hasta la victoria de la Revolución China de 1949, la derrota estadounidense en Vietnam en los años setenta, las revoluciones latinoamericanas de ayer (Cuba) y de hoy (Venezuela y Bolivia), las victorias de las masas populares del Sur del mundo son el resultado de la ampliación de la contradicción de clase desde el conflicto entre el capital y el trabajo en Occidente hasta el conflicto entre naciones explotadoras y naciones explotadas en el sistema-mundo imperialista.

Gracias a la conciencia de esta ampliación ha sido posible superar los límites eurocéntricos de la visión marxista «ortodoxa» e integrar en la lucha anticapitalista a las amplias masas campesinas y populares del Sur del mundo. No es casualidad, como señala Bellamy Foster, que las izquierdas posmodernas hayan intentado por todos los medios invalidar la teoría leninista del imperialismo, reduciéndola a una teoría geopolítica del conflicto territorial y militar entre grandes potencias, pasando por alto las implicaciones en términos de explotación económica de las periferias por parte de las metrópolis, o incluso negando la existencia misma de esta última61. Pero lo que choca a la izquierda política y académica occidental no es solo la denuncia de su complicidad objetiva con sus propias élites dominantes: es también y sobre todo el reconocimiento, por parte de Lenin y sus herederos teóricos, de que la transformación de gran parte del proletariado occidental en una aristocracia obrera mundial, en una «clase media», objetivamente interesada en la conservación del statu quo, se ha basado en la relación de explotación de las periferias por parte de las metrópolis. Un hecho que quema, hasta el punto de que incluso parte de la izquierda occidental supuestamente antagonista ha intentado negar, desde mediados de los años setenta, el concepto mismo de imperialismo y/o representar, como veremos en breve, a la aristocracia mencionada como «nueva» vanguardia revolucionaria.

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Analizando las grandes empresas monopolísticas de Estados Unidos, Baran y Sweezy62 retoman el tema marxista de la separación entre las funciones directivas y la propiedad (tendencial en la segunda mitad del siglo XIX, hecho consumado en la posguerra del siglo XX) y lo profundizan: 1) definiendo el papel del directivo como «hombre de la organización» en contraposición al individualismo del empresario clásico; 2) aclarando que estos funcionarios del capital no representan una nueva clase social —tesis defendida por quienes los comparan con la burocracia soviética, descrita a su vez como una nueva clase social63—, sino que deben considerarse como la parte más activa e influyente de las clases propietarias; 3) reiterando que la sustitución del capitalista individual por el capitalista colectivo de las sociedades anónimas constituye una «institucionalización de la función del capitalista»; 4) subrayando, por último, que los gerentes están menos condicionados —en comparación con el capitalista clásico— por prejuicios personales, por lo que están más dispuestos a promover la igualdad entre razas, géneros, etc.

Esta última afirmación se adelanta en décadas (¡estamos en los años sesenta!) al «capitalismo woke» de nuestros días64 y nos ayuda a comprender cómo ya entonces era previsible que el capital se comprometiera a acoger e integrar las expectativas de emancipación de las minorías de color, las mujeres, etc. (Cabe señalar que en la página 748 del Libro III, Marx ya escribía: «Cuanto más capaz es una clase dominante de acoger en su seno a los hombres —¡y hoy deberíamos añadir a las mujeres!— más eminentes de las clases dominadas, más sólido y peligroso es su dominio»). En lo que respecta, en particular, al nacimiento de una «burguesía negra» tanto en Estados Unidos como en los países con regímenes neocoloniales, he descrito a mi vez —en una serie de entradas dedicadas al afromarxismo y al panafricanismo revolucionarios65— en qué medida la cooptación de las élites intelectuales, económicas y políticas de color ha funcionado como un arma poderosa para contrarrestar la lucha antiimperialista.

Pero el mérito de Baran y Sweezy y de sus análisis sobre el impacto socioeconómico de las dinámicas del imperialismo en la composición de clase en los países metropolitanos consiste sobre todo en haber documentado ampliamente, con datos y ejemplos concretos, hasta qué punto las aristocracias obreras occidentales se habían expandido con respecto a la época de Lenin, convirtiéndose en esas «clases medias» que acabaron por engullir a la mayor parte de los estadounidenses, incluidos los obreros, una masa de personas dispuestas a compartir sin discusión el objetivo de garantizar la estabilidad del sistema, individuos que «para dar una base racional a su elección a favor de la conservación del american way of life, aceptan y justifican el anticomunismo y las políticas de expansión ilimitada del gasto militar»66. Partiendo de este análisis, Baran y Sweezy atribuyen el fortalecimiento de la hegemonía de las clases dominantes a la «proliferación de las clases devoradoras de excedentes» (véase lo que he escrito sobre la diferencia entre trabajo productivo e improductivo). Un punto de vista diametralmente opuesto a las ideas de gran parte de la izquierda radical occidental, que, a partir de los años setenta del siglo XX, consideró el proceso de terciarización del trabajo como una oportunidad para ampliar la base social revolucionaria.

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El ciclo de luchas obreras y estudiantiles que sacudió a muchos países occidentales en la década de los sesenta y setenta del siglo pasado alimentó la ilusión de un nuevo cisma: al igual que Lenin rompió con el marxismo de la Segunda Internacional, los movimientos y formaciones políticas nacidos de ese ciclo de luchas prometían romper con las socialdemocracias y las opciones oportunistas de los partidos comunistas europeos, y dar vida a una nueva corriente revolucionaria dentro del marxismo occidental. Los «intelectuales orgánicos» expresados por esos movimientos, aunque dispersos en una miríada de tendencias diferentes, podían agruparse en dos grandes familias. Por un lado, estaban los que se inspiraban en las enseñanzas de Lenin y/o Mao, sin embargo, sin lograr aplicarlas creativamente a una realidad socioeconómica, política y cultural profundamente diferente a la de la Rusia de 1917 (por no hablar de la China de 1949); por otro lado, estaban los que creían que la clase obrera occidental de aquellos años había desarrollado un nivel de conciencia anticapitalista tan avanzado que podía autoorganizarse, sin necesidad de la guía de un partido, de una vanguardia política externa. Sin embargo, todos compartían el objetivo de unir las luchas obreras con las luchas estudiantiles, con la diferencia de que unos concebían esta convergencia como una alianza de clase entre obreros y pequeña burguesía democrática, mientras que otros teorizaban que el proceso de escolarización masiva que se estaba produciendo en aquellos años preludiaba la proletarización de una clase media juvenil destinada a convertirse en mano de obra cualificada, por lo tanto, ya parte integrante de una nueva clase obrera.

Las reacciones a la derrota de las luchas obreras, aplastadas por la reacción de las élites burguesas a la crisis económica de los años setenta (reestructuración organizativa y tecnológica del proceso productivo, descentralización de las industrias hacia los países periféricos y semiperiféricos y proceso de terciarización del trabajo en los centros metropolitanos, recortes en el gasto público y el bienestar social, a lo que siguió el giro neoliberal de los años ochenta, aceptado, si no facilitado, por la aquiescencia de las organizaciones tradicionales de izquierda ) y al concomitante reflujo de las luchas juveniles y estudiantiles: por un lado, los micropartidos neoleninistas perdieron progresivamente consistencia, refluyendo en parte hacia la izquierda tradicional; por otro lado, el ala obrerista, que había celebrado el magnífico y progresista destino del «obrero de masas»67 fordista, en lugar de reconocer el fin de un ciclo histórico, perseguirá las nuevas figuras sociales generadas por la rápida mutación de la composición social, con especial atención a las capas superiores de la fuerza de trabajo técnico-científica (trabajadores del conocimiento) y a las nuevas formas de trabajo autónomo. Esta carrera, marcada por la producción ininterrumpida de pseudocategorías sociológicas (proletariado juvenil, obrero social, etc.), no se dejará desarmar por las repetidas desilusiones y desmentidos, logrando incluso atribuir a la revolución digital iniciada en los años noventa un potencial subversivo inédito para el sistema, sin reconocer su naturaleza de arma final de la contrarrevolución neoliberal68. Así, los procesos de individualización del trabajo (en particular del trabajo cognitivo y terciario, en el que los teóricos posoperaístas concentran su atención y sus expectativas) que inspiran la ideología del trabajador «empresario de sí mismo»69 se celebran como precursores del nacimiento de una «multitud» formada por singularidades capaces de interactuar en nuevas formas de cooperación social espontánea y de autonomizarse del dominio del capital70.

Bajo esta agitación ideológica superestructural, las décadas que marcaron el paso del milenio fueron testigo de una rápida y trágica evolución de la realidad sociopolítica occidental. Aniquilado y disperso el patrimonio de conocimientos, memorias históricas, estructuras organizativas, principios y valores éticos de las clases trabajadoras occidentales, los vínculos sociales se disuelven y se rearticulan según nuevas jerarquías funcionales a la flexibilidad exigida por el capitalismo globalizado, terciarizado y financiarizado surgido de la crisis de los años setenta. Mientras el proletariado se hunde en el infierno de los trabajos precarios, mal pagados y sin ninguna seguridad del sector terciario atrasado y de los procesos industriales rediseñados por las nuevas tecnologías, los recortes de personal, la subcontratación, etc., y las nuevas élites burguesas ascienden al paraíso de los superricos que se benefician del ciclo de acumulación abreviado D-D’, las clases medias sufren a su vez un proceso de polarización: los sectores productivos y las profesiones tradicionales sobreviven a duras penas, mientras que las nuevas figuras del sector terciario avanzado, aunque pagan el precio de ritmos de trabajo frenéticos, crecen numéricamente y se ven en condiciones de cultivar sueños (en su mayoría ilusorios) de promoción social.

Es en esta última capa, compuesta por los hijos y nietos de la generación del 68, donde los «nuevos movimientos» (feministas, ecologistas, LGBTQ, etc.) reclutan a sus adeptos. Y es de esta última capa, como han argumentado magistralmente Boltanski y Chiapello71, de donde las élites dominantes extraen el material del «nuevo espíritu del capitalismo». Y es finalmente en esta última capa —en la que se esconden aquellos a quienes Baran y Sweezy definen como «devoradores de excedentes» (véase más arriba)— donde las izquierdas posmodernas convertidas al liberalismo pescan a sus votantes, ofreciéndoles programas repletos de reivindicaciones de derechos individuales y civiles e insensibles a las necesidades de los derechos sociales. Una realidad que, en lugar de producir las multitudes antagonistas soñadas por los posobreristas, ha producido la inversión del nuevo panorama ideológico occidental: obreros que odian a los liberales y votan a la derecha; oficinistas que se aman a sí mismos y votan a la «izquierda».

Para completar el análisis de los efectos perversos del «mal uso» que cierto marxismo occidental ha hecho de los conceptos marxistas, solo me queda describir cómo las alusiones a la sociedad de productores que Marx nos dejó en El Capital han sido explotadas para demonizar los experimentos revolucionarios llevados a cabo en Rusia, China y otros países socialistas. Desde la proclamación de la restauración del capitalismo en China, tras las reformas posmaoístas, hasta los cánticos de alegría entonados sobre las ruinas del Muro de Berlín, las izquierdas posmodernas occidentales se han asociado sistemáticamente al entusiasmo de la chusma liberal por el (supuesto) fracaso de los «socialismos reales». Pero mientras los liberales (y, por supuesto, los neofascistas) se regocijaban por el colapso del socialismo tout court, las izquierdas se consolaban con la tesis de que ese no era el «verdadero» socialismo soñado por Marx (Lenin ya había caído en desgracia como supuesto precursor del estalinismo), sino un horrible régimen autoritario.

* * *

Evidentemente, para absolver o condenar los socialismos reales no basta con compararlos con el modelo abstracto de sociedad de productores asociados que Marx propone en las páginas de El Capital citadas anteriormente. Como mínimo, es necesario recurrir también a los argumentos que el propio Marx utilizó en la Crítica al Programa de Gotha, un texto que intervino en el debate sobre el concepto de socialismo dentro de los socialdemócratas alemanes, pero también y sobre todo al desarrollo ulterior que le ofreció Federico Engels en el Anti-Dühring72. En esta última obra se afirma claramente que el socialismo no se caracteriza solo por la socialización de los medios de producción, sino también por el fin de la producción mercantil y de las relaciones monetarias; en otras palabras: lo que más tarde se describirá como características del comunismo realizado, aquí ya se atribuye al socialismo como primera fase del comunismo.

Para Engels, el paso de la humanidad del reino de la necesidad al reino de la libertad se realiza, por tanto, ya en la sociedad socialista, a diferencia de lo que escribe Marx en El Capital (véase más arriba), según el cual la transición socialista pertenece todavía al reino de la necesidad. Aparte de esta diferencia, no hay duda de que el socialismo soviético (del chino hablaremos más adelante) no se ajustó al modelo en cuestión. No obstante, Vladimiro Giacché sostiene acertadamente que la desviación con respecto a la concepción «clásica» de Marx y Engels no basta para definir la experiencia bolchevique como un «fracaso» y, en un artículo73 dedicado a la revolución económica soviética, recuerda que, una vez superada la fase de reconstrucción posterior a la guerra civil, la Rusia socialista se desarrolló a un ritmo mucho más rápido que los países capitalistas occidentales, y que la planificación le permitió superar sin problemas la Gran Crisis de 1929 que había puesto de rodillas a Estados Unidos y Europa. A continuación, subraya que también Occidente se vio obligado en aquellos años a emprender el camino de la planificación, aunque en formas diferentes, hasta el punto de alimentar la tesis de la convergencia entre los dos sistemas74. Es más: la capacidad de la Unión Soviética para desafiar el modelo occidental (también y sobre todo en los ámbitos de la sanidad, la educación y la seguridad social), escribe Giacché, se prolonga hasta los años sesenta, a pesar de las tremendas devastaciones provocadas por la agresión nazi, y solo a partir de los años setenta comienzan a manifestarse dificultades que irán creciendo hasta la crisis final del sistema. Crisis que el propio Giacché —y no es el único75— atribuye no solo a razones económicas (aunque enumera una serie de posibles causas estructurales), sino también y sobre todo a motivos políticos.

Comencemos diciendo que el modelo clásico es fruto de las expectativas de Marx y Engels, quienes consideraban que una revolución socialista mundial era una posibilidad no lejana, si no inminente. Además, creían que el proceso de transición al socialismo sería más (Engels) o menos (Marx) breve. Y el propio Lenin, hasta 1919/20, pensaba que el monopolio estatal sobre el comercio debía ser sustituido por la sustitución total del comercio por la distribución organizada según un plan. Sin embargo, ya en 1921-23, la dura realidad de los hechos le llevó a criticar las tesis de aquellos exponentes de la izquierda bolchevique que sostenían que se podía pasar directamente al socialismo sin un período de transición, tras lo cual acabó admitiendo que dicho período sería largo y caracterizado por la persistencia de las relaciones mercantiles y monetarias. Una constatación que se concretó con el giro de la NEP, que indujo a muchos críticos, tanto en Rusia como en otros lugares, a hablar de retorno del capitalismo y/o capitalismo de Estado. Críticas a las que Lenin ya había respondido años antes, cuando, en un discurso pronunciado en 1918, dijo lo siguiente: «Estamos lejos incluso del final del período de transición del capitalismo al socialismo (…). Sabemos lo difícil que es el camino que lleva del capitalismo al socialismo, pero tenemos el deber de decir que nuestra república de los soviets es socialista, porque hemos emprendido este camino. Por lo tanto, es correcto decir que nuestro Estado es una república socialista de los soviets»76.

Consideraciones similares se imponen con respecto a China, dado que la abolición de la mercancía y el dinero nunca se ha producido. Ni siquiera en la era maoísta, durante la cual se intentó construir un sistema planificado de producción directa de valores de uso sin pasar por la forma mercancía y el dinero, pero fue precisamente tras su fracaso cuando el PCCh se convenció de la imposibilidad de liquidar completamente el proceso de reproducción del capital en forma monetaria. Es más: las reformas iniciadas por Deng en 1978 y continuadas por sus sucesores fueron un paso mucho más radical que la NEP soviética en la dirección de reintroducir el mercado como factor de regulación de amplios sectores de la economía china (aunque manteniendo el control público sobre los sectores estratégicos y el sistema financiero y sin renunciar a la planificación, aunque más flexible). Por lo tanto, si seguimos considerando la desaparición de la producción mercantil como único parámetro del carácter socialista de una sociedad, debemos admitir que ni la China de Mao, ni mucho menos la de Deng, al igual que la Rusia de finales de los años veinte, pueden considerarse socialistas.

Contra este punto de vista, evitando movilizar (lo que nos llevaría demasiado lejos) al amplio grupo de autores marxistas77 que consideran a China (pero también a Cuba, Vietnam, Laos, Corea del Norte, Venezuela y Bolivia) países socialistas, me limito a concluir con los siguientes argumentos:

1) La revolución socialista triunfó en países periféricos y semipérificos, que acababan de salir de condiciones atrasadas y/o del dominio colonial, y que tuvieron que resolver en primer lugar el problema de desarrollar la economía en medida tal que garantizara la autonomía y la independencia nacionales, así como un nivel de vida digno para sus ciudadanos, objetivo que se alcanzó en un tiempo históricamente muy breve, que solo ha sido posible gracias a una economía planificada y al papel estratégico de la propiedad pública de los medios de producción.

2) Gracias a la experiencia de las revoluciones del Sur del mundo, se ha comprendido que el proceso de transición de la economía capitalista a la economía socialista es un proceso mucho más largo y complejo de lo que Marx y Engels pudieron imaginar hace un siglo y medio. Un proceso en el que persisten los conflictos y las contradicciones sociales, por lo que no existen garantías a priori de su resultado positivo, mientras que la realización de la sociedad de productores asociados sigue siendo un modelo teórico y un objetivo a muy largo plazo.

3) El papel del poder político (y, por tanto, del Estado) es, y seguirá siendo durante mucho tiempo, decisivo, ya que solo una dirección política firme puede impedir que las capas sociales que se benefician de la permanencia de las dinámicas capitalistas bloqueen, o incluso inviertan, el proceso de transición (por cierto, cabe señalar que no existen modelos teóricos capaces de analizar realidades sociales en las que el poder político y el poder económico pertenecen a capas sociales diferentes).

4) El hecho de que todos los intentos revolucionarios en los países con capitalismo avanzado hayan fracasado no es casual: el análisis de Marx sobre la relación entre el imperialismo inglés y el pueblo irlandés, el análisis de Lenin sobre el imperialismo, retomado por Baran y Sweezy después de la Segunda Guerra Mundial, los análisis de los teóricos de la dependencia, del intercambio desigual y del sistema mundial son otras tantas contribuciones a la comprensión de los dispositivos que permiten a las élites metropolitanas neutralizar las veleidades revolucionarias de las clases subordinadas de sus propios países, gracias a la redistribución parcial de los enormes sobrebeneficios obtenidos mediante la explotación de los países periféricos. La condena ideológica que las clases medias y las «izquierdas» occidentales expresan hacia el socialismo real, junto con el abandono de los temas de la lucha antiimperialista, son el resultado de intereses de clase precisos, así como de una mentalidad eurocéntrica que impide comprender y aceptar las especificidades culturales asociadas a las luchas revolucionarias de los pueblos del Sur del Mundo.

5) Un criterio que en el futuro permitirá juzgar mejor la validez de la reivindicación de los países que hoy se proclaman socialistas será, una vez que hayan garantizado a sus respectivos pueblos una vida digna, es decir, liberada de las estrechas ataduras de la necesidad material, en qué medida lograrán garantizar también esa reducción de la jornada laboral que Marx señala como condición fundamental para entrar en el reino de la libertad.

5. Crisis, centralización, caída de la tasa de ganancia

Analizaré la contribución de Marx al análisis de las crisis capitalistas partiendo de la siguiente premisa: en mi opinión, no es posible derivar de El Capital un modelo monocausal del fenómeno, aunque se ha intentado hacerlo atribuyendo, en cada caso, la caída de la tasa de ganancia a la sobreproducción, el subconsumo, las turbulencias financieras, etc. Mi tesis es que, si bien los motivos de las crisis varían según el período histórico en que se producen, todas ellas están asociadas a dos características estructurales del modo de producción capitalista que se encuentran «por encima» de las causas contingentes: el carácter «anárquico» de este modo de producción, es decir, la ausencia de una programación racional del proceso global de reproducción social, y la necesidad de garantizar a toda costa la continuidad del ciclo global del capital, so pena de ruina.

Comienzo por este último tema, que Marx trata en los cuatro primeros capítulos del Libro II («El ciclo del capital dinero», «El ciclo del capital productivo», «El ciclo del capital mercancía», «Las tres figuras del proceso cíclico»). En la página 83 del capítulo I leemos (el subrayado es mío): «El proceso cíclico del capital es, por lo tanto, unidad de circulación y producción; incluye tanto lo uno como lo otro. En cuanto que las fases D-M, M’-D’ son actos circulatorios, la circulación del capital forma parte de la circulación general de las mercancías; pero, en cuanto que son secciones funcionalmente determinadas, etapas del ciclo del capital que pertenece no solo a la esfera de la circulación, sino también a la esfera de la producción, el capital [dinero] describe dentro de la circulación general de las mercancías un ciclo propio. En la primera etapa, la circulación general de las mercancías le permite revestirse de la forma en la que puede funcionar como capital productivo; en la segunda, le permite despojarse de su función de mercancía, en la que no puede renovar su ciclo, y al mismo tiempo le abre la posibilidad de separar su propio ciclo de capital de la circulación de la plusvalía que se le ha adherido. El ciclo del capital-dinero es, por lo tanto, la forma fenomenológica más unilateral, y por lo tanto la más evidente y característica del ciclo del capital industrial, cuyo fin y motivo animador —la valorización del valor, la creación de dinero, la acumulación— se representa en él de manera que salta a la vista». Por cierto, subrayo que estas líneas expresan, con otras palabras, el mismo concepto de otro pasaje en el que Marx escribe que, para el capitalista, la forma ideal de actividad es la sintetizada por la fórmula D-D, es decir, la creación de dinero mediante el dinero, mientras que la fase productiva del ciclo es solo un medio necesario, un estorbo del que no puede prescindir para alcanzar su verdadero objetivo. Tengamos presente este punto crucial y sigamos adelante.

En la página 100 (estamos en el capítulo II, dedicado al ciclo del capital productivo), Marx, razonando sobre la posibilidad de que la metamorfosis D-M, que preludia la adquisición de los recursos necesarios para iniciar el proceso productivo, tropiece con algún obstáculo, como, por ejemplo, una escasez de medios de producción en el mercado, escribe que, en este caso, «el flujo del proceso de reproducción se interrumpe, exactamente igual que cuando el capital permanece inmóvil en forma de capital mercancía [es decir, en caso de falta de salidas al mercado]. La diferencia, sin embargo, es la siguiente: puede persistir en forma de dinero durante más tiempo que en la forma transitoria de mercancía. No deja de ser dinero cuando no funciona como capital dinero, pero deja de ser mercancía y, en general, valor de uso, cuando se retiene demasiado tiempo en su función de capital mercancía».

Con esto llegamos al punto crucial que Marx resume al comienzo del capítulo IV («Las tres figuras del proceso cíclico»): «La continuidad es el signo característico de la producción capitalista» (p. 132), desarrollando aún más el concepto en la página siguiente: «Todas las partes del capital recorren en orden el proceso cíclico, ocupando simultáneamente diferentes etapas del mismo. Así, el capital industrial, en la continuidad de su ciclo, se encuentra simultáneamente en todas sus etapas y en las diferentes formas de función que les corresponden (…) El ciclo real del capital industrial en su continuidad (subrayado mío) es, por lo tanto, no solo la unidad del proceso de circulación y del proceso de producción, sino la unidad de sus tres ciclos». Y es precisamente en el binomio unidad-continuidad del ciclo donde se esconde la semilla de la crisis: «Cualquier interrupción en la sucesión de las partes perturba su yuxtaposición; cualquier interrupción en una etapa provoca una interrupción más o menos grave en todo el ciclo, no solo de la parte del capital que se ha detenido, sino de la totalidad del capital individual» (p. 134). Dicho esto, y por incidencia, que uno de los factores que pueden provocar una interrupción son las luchas obreras78, hay que aclarar que lo que acabamos de leer vale tanto para el capital individual como para el capital total, ya que «la producción capitalista existe y puede seguir existiendo solo mientras el valor capital se valoriza, es decir, describe su proceso cíclico como valor que se ha vuelto autónomo; mientras, por lo tanto, las revoluciones de valor se superen y compensen de alguna manera (subrayado mío) (p. 136).

La necesidad de garantizar la continuidad del proceso de valorización, junto con la ausencia de regulación social de la producción, hace que pueda ocurrir, incluso cuando la producción funciona a pleno rendimiento, que «una gran parte de las mercancías solo haya entrado aparentemente en el consumo [mientras que] en realidad permanece sin vender (…) se encuentra, de hecho, todavía en el mercado. El flujo de mercancías sigue al flujo de mercancías, hasta que ocurre que el flujo pasado solo parece haber sido absorbido por el consumo. Los capitales mercancías se disputan entre sí el lugar en el mercado. Para vender, los últimos en llegar venden por debajo del precio [se ven obligados a] vender a cualquier precio para poder pagar. Esta venta no tiene absolutamente nada que ver con el estado real de la demanda: solo tiene que ver con la demanda de pago, con la necesidad absoluta de convertir la mercancía en dinero. Entonces estalla la crisis» (Libro II, pp. 102-103).

Hablamos, pues, de sobreproducción, cuya otra cara es el subconsumo, sobre el que Marx escribe (Libro II, p. 101): «para la clase capitalista, la existencia constante de la clase obrera es necesaria [no solo para producir plusvalía, sino porque] también es necesario el consumo (…) del trabajador»; concepto que en el Libro III (p. 610) profundiza así: «la capacidad de consumo de los obreros está limitada tanto por las leyes del salario como por el hecho de que solo se les emplea mientras es posible emplearlos con beneficio»; para concluir poco después que «La causa última de toda crisis verdadera sigue siendo siempre la miseria y la limitación del consumo de las masas frente a la tendencia de la producción capitalista a desarrollar las fuerzas productivas como si su límite fuera únicamente la capacidad de consumo absoluta de la sociedad». La contradicción entre la sed absoluta de ganancias del capitalista y la capacidad de consumo limitada de las masas nos hace comprender que la sobreproducción es siempre relativa, como Marx reitera en este largo pasaje: «No es que se produzcan demasiados medios de subsistencia en relación con la población existente. Al contrario. Se producen muy pocos para satisfacer de manera decente y humana a la masa de la población (…) periódicamente se producen demasiados medios de trabajo y medios de subsistencia para que funcionen como medios de explotación de los trabajadores con un determinado índice de ganancia. Se producen demasiadas mercancías para poder realizar, en las condiciones de distribución y en las relaciones de consumo dadas por la producción capitalista, el valor que contienen y la plusvalía que encierran, y reconvertirlos en nuevo capital (…) No es que se produzca demasiada riqueza. Es que se produce periódicamente demasiada riqueza en su forma contradictoria capitalista». (Libro III, pp. 329-330)

En resumen: el carácter anárquico del modo de producción capitalista genera la desmesura de la producción; la consecuencia de la desmesura es la posibilidad de que se produzcan interrupciones en la continuidad del ciclo de acumulación; la interrupción genera la crisis que, en los pasajes recién citados, adopta la forma de la sobreproducción, que sin embargo no es la causa, sino el efecto de las contradicciones estructurales del modo de producción.

Sin embargo, la interrupción del ciclo también puede ser provocada por otros factores. Al comienzo del capítulo XXVI del libro III («Acumulación del capital monetario y su influencia en la tasa de interés», pp. 525 y ss.), Marx cita el siguiente extracto del volumen The Currency Theory reviewed (1845): «En Inglaterra se produce una acumulación constante de riqueza adicional [gran parte de la cual era presumiblemente fruto del saqueo de la India y otras colonias, NdA], que tiende finalmente a adoptar la forma de dinero.Pero después de la aspiración de ganar dinero, el deseo más ardiente es deshacerse de él en esta o aquella forma de inversión que produzca un interés o un beneficio; ya que el dinero como tal no produce riqueza (subrayado mío)».

Aquí se confirma la tesis marxista según la cual la plusvalía congelada en el tesoro «constituye capital monetario latente, porque mientras persiste en forma de dinero, no puede desempeñar funciones de capital» (Libro II, pp. 104-105). Pero aún más sorprendente es la actualidad de estas líneas, que podríamos haber leído en un periódico estadounidense a principios del siglo XXI, poco antes de la explosión de la burbuja especulativa de las hipotecas subprime. Sabemos, en efecto, que a partir de los años ochenta del siglo XX, las enormes masas de dinero que afluyeron a Estados Unidos desde todas partes del mundo, también como consecuencia del desacoplamiento del dólar del oro, tenían dificultades para encontrar empleos rentables en el sector industrial, lo que provocó una aceleración monstruosa del proceso de financiarización. Estas situaciones de «plétora de capital monetario» están destinadas, según Marx, a aumentar «a medida que se desarrolla el crédito», empujando a la economía más allá de los límites inherentes al modo de producción capitalista, por lo que generan «exceso de comercio, exceso de producción, exceso de crédito» (Libro III, p. 637). Profecía que se confirmó de forma clamorosa en la segunda mitad del siglo pasado, cuando, agotado el impulso del crecimiento industrial, el exceso se concentró progresivamente en el sector financiero. Y como ni siquiera la finanza puede crecer infinitamente, se intentó desesperadamente hacerla crecer sobre sí misma, dilatando la economía del endeudamiento, las apuestas sobre el futuro, los títulos especulativos de alto riesgo, etc. Es decir, transformando la economía en una inmensa casa de apuestas, hasta que algunas apuestas demasiado arriesgadas —véase la titulización masiva de deudas incobrables— provocaron el colapso. El ciclo es siempre el mismo: el carácter anárquico del modo de producción genera la desmesura (en este caso financiera), la desmesura provoca la interrupción del ciclo, la interrupción provoca la crisis.

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En la segunda parte de esta quinta y última etapa de nuestro viaje a través de los libros II y III de El Capital, nos ocuparemos de la concentración y centralización del capital, así como de la llamada ley de la caída de la tasa de ganancia, fenómenos que, como veremos, Marx relaciona entre sí. Abordeemos el problema de la tasa de ganancia partiendo del concepto de composición orgánica del capital. «Un cierto número de obreros corresponde a una cierta cantidad de medios de producción; por lo tanto, una cierta cantidad de trabajo vivo a una cierta cantidad de trabajo ya objetivado en los medios de producción», escribe Marx (Libro III, p. 191), y continúa: «Esta relación es muy diferente en distintos ámbitos de la producción, a menudo en distintas ramas de una misma industria, aunque ocasionalmente pueda ser exactamente o casi la misma en ramas de la industria muy distantes entre sí. Esta relación constituye la composición técnica del capital y es la verdadera base de su composición orgánica». En conclusión, aunque se pueden dar, según el valor de los medios de producción puestos en movimiento por la fuerza de trabajo, diferencias más o menos grandes entre la composición técnica y la composición de valor, la definición completa del concepto que nos da Marx es la siguiente: «Llamamos composición orgánica del capital a su composición de valor, en la medida en que está determinada por su composición técnica y la refleja» (Libro III, p. 192).

A medida que aumenta la concentración del capital, se introducen nuevos medios de producción, el progreso tecnológico y científico alimenta el desarrollo incesante de la productividad del trabajo, se ponen en funcionamiento cantidades crecientes de máquinas por el trabajo vivo, «este aumento gradual del capital constante en relación con el capital variable tendrá necesariamente como resultado una caída gradual de la tasa de ganancia, aunque la tasa de plusvalía, es decir, el grado de explotación del trabajo por parte del capital, permanezca inalterada» (Libro III, p. 272). La ley que acabamos de enunciar, aclara Marx unas páginas más adelante, «no excluye en absoluto que la masa absoluta del trabajo puesto en movimiento y explotado por el capital social (…) crezca; tampoco excluye que los capitales sometidos al dominio de los capitalistas individuales dominen una masa creciente de trabajo y, por lo tanto, de plusvalía», ya que la disminución es relativa y no tiene nada que ver con la magnitud absoluta del trabajo y de la plusvalía puestos en movimiento, dado que: «La caída de la tasa de ganancia no se deriva de una disminución absoluta, sino de una disminución solo relativa de la parte variable del capital total, de su disminución en comparación con la parte constante» (Libro III, pp. 278-279).

La ampliación de la escala de producción y el aumento de la productividad del trabajo social hacen, por tanto, que «cada producto individual tomado por sí mismo contenga una suma de trabajo menor que en estadios inferiores de la producción» (Ibid., p. 273). Al mismo tiempo, la caída de la tasa de ganancia asociada al aumento de la productividad va acompañada de un aumento de la masa de ganancia. ¿Es esto suficiente para neutralizar los efectos de la ley? No, aunque Marx enumera una serie de contratendencias que frenan su progresión. El capitalista individual puede aumentar la tasa de plusvalía aprovechando ciertas invenciones antes de que se generalicen (pero tarde o temprano se generalizan y la tasa de plusvalía vuelve a nivelarse); el aumento de la superpoblación relativa «es inseparable del desarrollo de la fuerza productiva del trabajo, que se expresa en la caída de la tasa de ganancia y es acelerado por ella» (Ibid., p. 303) y permite bajar los salarios por debajo de la media, lo que abarata tanto los elementos del capital constante como los medios de subsistencia79, pero estos no pueden bajar más allá de un cierto límite y, por otra parte, «la compensación del número reducido de obreros gracias al aumento del grado de explotación del trabajo tropieza con límites insuperables; por lo tanto, si bien puede obstaculizar la caída de la tasa de ganancia, no puede anularla» (Ibid., p. 317).

Por último, Marx cita, entre los factores que actúan en contra de la ley, el comercio exterior (sobre todo colonial): «los capitales invertidos en el comercio exterior pueden proporcionar una tasa de ganancia más alta porque (…) aquí se compite con mercancías producidas en países con menores facilidades de producción, de modo que el país más avanzado vende sus mercancías por encima de su valor, aunque más barato que los países competidores»; y unas líneas más abajo, anticipa la tesis del intercambio desigual que desarrollarán después de la Segunda Guerra Mundial los teóricos del subdesarrollo80: «La misma relación se puede establecer con respecto al país al que se exportan e importan mercancías: ocurre que este da en naturaleza más trabajo objetivado del que recibe y, sin embargo, obtiene la mercancía a un precio inferior al que podría producirla él mismo» (Ibid., p. 305); y en la misma página añade que los capitales invertidos en colonias «pueden proporcionar tasas de beneficio más elevadas, porque allí la tasa de beneficio es más alta debido al menor desarrollo industrial y, gracias al empleo de esclavos, coolies, etc., también es mayor la explotación del trabajo».

Volvamos al Libro II (Capítulo IV, «Las tres figuras del proceso cíclico», p. 136), donde leemos : «El proceso se desarrolla de forma totalmente normal si las relaciones de valor permanecen constantes; se desarrolla, en realidad, mientras las perturbaciones en la repetición del ciclo [las discontinuidades del propio ciclo] se compensan; cuanto mayores son las perturbaciones, mayor es el capital monetario que debe poseer el capitalista industrial para poder esperar la compensación; y como (…) la escala de todo proceso de producción se amplía, y con ella crece la magnitud mínima del capital que hay que anticipar, esa circunstancia se añade a las demás que transforman cada vez más la función del capitalista individual en un monopolio de grandes capitalistas monetarios, aislados o asociados». Mientras que en el capítulo XIV («El tiempo de circulación», p. 310) escribe, a propósito de las ventajas generadas por el desarrollo de grandes centros en los que convergen vías y medios de transporte: «Esta facilidad particular del tráfico y la rotación así acelerada del capital (…) determinan una concentración más rápida tanto del lugar de producción como del lugar de venta. Con la concentración tan acelerada de masas de hombres y capitales en determinados puntos, va de la mano la concentración de estas masas de capitales en pocas manos».

Así pues, los procesos de concentración y centralización se alimentan mutuamente, pero ¿cuál es su relación con la ley de la tendencia a la caída de la tasa de ganancia? Volvemos al Libro III (Capítulo XV «Desarrollo de las contradicciones intrínsecas a la ley», pp. 309 y ss.), donde encontramos la respuesta: «La acumulación acelera la caída de la tasa de ganancia, ya que implica la concentración del trabajo a gran escala, y por lo tanto una mayor composición orgánica del capital (…) La caída de la tasa de ganancia acelera a su vez la concentración del capital y su centralización mediante la expropiación de los capitalistas más pequeños y de los últimos restos de productores inmediatos…».81

Inmediatamente después, con un crescendo apremiante, el texto se precipita hacia la sentencia de muerte del modo de producción capitalista. He aquí la secuencia:

«La contradicción consiste en que el modo de producción capitalista encierra una tendencia al desarrollo absoluto de las fuerzas productivas (…) mientras que, por otro lado, tiene como objetivo la conservación del valor capital existente y su valorización en la medida más extrema (…) Su carácter específico es servirse del valor capital existente como medio para la valorización máxima posible de este valor. Los métodos con los que alcanza este objetivo comprenden: la disminución de la tasa de ganancia, la desvalorización del capital existente y el desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo a expensas de las fuerzas productivas ya producidas».

«La desvalorización periódica del capital existente [que sirve para frenar la caída de la tasa de ganancia y acelerar la acumulación con la formación de nuevo capital] perturba (…) el proceso de circulación y reproducción del capital, y por lo tanto va acompañada de paradas repentinas y crisis del proceso productivo».

«La disminución del capital variable en relación con el capital constante (…) impulsa el aumento de la población obrera, al tiempo que crea continuamente una superpoblación artificial. La acumulación de capital (…) se ve frenada por la caída de la tasa de ganancia, para acelerar aún más la acumulación del valor de uso; a su vez, esto da a la acumulación considerada en términos de valor un ritmo acelerado».

«La producción capitalista tiende incesantemente a superar sus límites immanentes, pero solo los supera con medios que vuelven a oponerles, y a una escala más imponente, estos mismos límites».

Ergo: «El verdadero límite de la producción capitalista es el propio capital».

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Llegados a este punto, debemos reconocer un hecho irrefutable: aunque las contradicciones del modo de producción capitalista descritas en El Capital han encontrado innumerables confirmaciones históricas, su falta de solución no ha provocado la crisis terminal prevista del sistema. ¿A qué podemos atribuir esta predicción errónea? A continuación enumero las dos causas que considero determinantes: 1) la deformación perspectiva provocada por una concepción teleológica del proceso histórico, al que se atribuyen leyes inmanentes, automatismos «objetivos» que orientan sus supuestas tendencias fundamentales (aunque sabemos que en algunos textos tardíos Marx renegó de esta visión); 2) la descripción de la clase obrera como fuerza productiva del capital, desprovista de subjetividad autónoma, clase en sí y no para sí (una limitación que solo la teoría leninista del partido ha logrado subsanar). Por supuesto, también se podría citar la perspectiva eurocéntrica desde la que Marx observó la realidad mundial, subestimando la capacidad de resiliencia y resistencia de las clases, los pueblos y las culturas no europeas a la colonización por parte del modo de producción capitalista; así como se podría citar su descripción del proceso de socialización del capital como precursor de la transición a la sociedad de los productores asociados, un factor que ha sido explotado para justificar tanto el gradualismo reformista de los partidos socialdemócratas como los delirios obristas sobre el llamado «comunismo del capital», pero estos son límites imputables al contexto histórico en el que Marx se encontró para desarrollar su trabajo teórico. Dicho esto, voy a concluir este recorrido analizando las contribuciones de tres autores que han intentado llevar la teoría más allá de los límites que acabamos de mencionar, a saber, Rosa Luxemburg, el dúo Paul Baran y Paul Sweezy y Giovanni Arrighi.

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En su ponderada obra La acumulación del capital82, Rosa Luxemburg, además de reconstruir —y criticar— los esquemas de la reproducción simple y de la reproducción ampliada que Marx formula en la tercera sección («La reproducción y circulación del capital social total») del libro II de El Capital, recorre las controversias teóricas sobre el tema que se han sucedido entre los economistas clásicos y otros autores contemporáneos a ella. No la seguiré en este accidentado recorrido, ni mucho menos en las complicadas argumentaciones lógico-matemáticas con las que la gran teórica y líder comunista intenta demostrar que los esquemas marxianos no funcionan. También porque, como ella misma observa acertadamente en su «Anticrítica», el apéndice en el que responde a los críticos que cuestionaban sus tesis, los esquemas matemáticos en sí mismos no pueden demostrar nada, ya que el propio Marx no los entendía como una demostración de sus teorías, sino como un modelo, un ejemplo de cómo pensaba que funcionaban los mecanismos de la reproducción social total. Mi crítica, argumenta Luxemburg, no se refiere tanto a los esquemas como al hecho de que su supuesto histórico es insostenible.

El verdadero quid de la cuestión, escribe, es el hecho de que: «En el II, al igual que en el I Libro de El capital, Marx parte del supuesto de que la producción capitalista es la única y exclusiva forma de producción»83. Esto lo confirman las siguientes palabras de Marx (se trata de una cita del Libro I): «Para captar el objeto de la investigación en su pureza, libre de circunstancias perturbadoras accesorias, debemos considerar todo el mundo comercial como una nación y suponer que la producción capitalista se ha impuesto en todas partes y ha conquistado todas las ramas de la industria». El problema, comenta Luxemburg, es que la premisa de la que parte Marx «para captar el objeto de la investigación en su pureza» es manifiestamente falsa, porque en realidad, como todo el mundo sabe y como el propio Marx admite, añade Luxemburg unas líneas más abajo, la producción capitalista «no es en absoluto la única, ni su dominio es exclusivo y total (…) en todos los países capitalistas [incluso los más desarrollados] existen numerosas empresas artesanales y campesinas basadas en la producción simple de mercancías (…) también existen en Europa países en los que la producción campesina y artesanal sigue siendo predominante, como Rusia, los Balcanes, los países escandinavos y España. Por último (…) existen continentes gigantescos en los que la producción capitalista apenas ha comenzado a echar raíces en pequeños puntos dispersos, mientras que en el resto sus pueblos presentan todas las formas económicas posibles, desde la comunista primitiva hasta la feudal, la campesina y la artesanal»84.

Es indiscutible que la observación que acabamos de citar era válida en la época en que la autora escribió. Pero, como hemos sostenido a nuestra vez en las páginas de este blog, analizando las tesis de Gabriele y Jabbour sobre la coexistencia de modos de producción85, las de varios autores afromarxistas86 y las de Giovanni Arrighi, inspiradas en la obra del gran historiador de la economía Fernand Braudel87, su validez permanece intacta en nuestros días. Si la producción capitalista fuera compradora ilimitada de sí misma, es decir, si la producción y el mercado de salida se identificaran en un juego continuo de intercambios recíprocos entre sectores productivos de medios de producción y sectores productivos de medios de subsistencia, argumenta Luxemburg, las crisis periódicas no tendrían razón de ser, la acumulación capitalista sería un proceso ilimitado, exento de conflictos y contradicciones, y todo discurso sobre la necesidad de la transición al socialismo perdería sentido. Por el contrario, sabemos que esta armonía sistémica no existe, «que cada empresario produce a ciegas, en competencia con otros, y solo ve lo que tiene delante de sus narices (…) que la producción actual cumple su función como sonámbula, mediante un exceso o un defecto, en medio de continuas oscilaciones de precios y crisis»88. Por otra parte, sabemos que la producción capitalista, «a pesar de sus diferencias con otras formas históricas de producción, tiene esto en común con ellas: que, aunque su fin determinante es, subjetivamente, el beneficio, objetivamente debe satisfacer las necesidades materiales de la sociedad»89.

Anarquía de la producción, necesidad de satisfacer las necesidades materiales de la sociedad aumentando al mismo tiempo los beneficios: una contradicción que solo puede resolverse garantizando una continua ampliación de la producción, so pena de interrupciones catastróficas del ciclo. Para que el mecanismo se mantenga a pesar de sus contradicciones internas, es necesario que exista la posibilidad de una continua ampliación de las necesidades sociales: en nuestro almacén «deberemos encontrar también un tercer grupo de mercancías que no se destinan ni a la renovación de los medios de producción consumidos ni al mantenimiento de los obreros o de la clase capitalista, mercancías que contienen la plusvalía expropiada a los trabajadores, que representa el verdadero objetivo del capital: el beneficio destinado a la acumulación»90.

La solución radica en el hecho de que, contrariamente al modelo imaginado por Marx, que se basa en el supuesto de que la producción capitalista es la única y exclusiva forma de producción, la acumulación capitalista se lleva a cabo en un entorno compuesto por diversas formas precapitalistas, por lo que «la producción capitalista cuenta con compradores de origen campesino y artesano de los antiguos pueblos y con consumidores de todos los demás, y a su vez no puede prescindir técnicamente de los productos de estas capas y pueblos (…) por lo que desde el principio se desarrolló entre la producción capitalista y su entorno no capitalista una relación de intercambio, en la que el capital encontró la posibilidad tanto de realizar su plusvalía con fines de una mayor capitalización en dinero, que de abastecerse de todas las mercancías necesarias para la ampliación de su producción, y que, por último, de absorber nuevas fuerzas de trabajo proletarizadas mediante la descomposición violenta de las formas de producción no capitalistas»91.

Los argumentos teóricos de Rosa Luxemburg nunca han gustado a los economistas marxistas, ya que los consideran científicamente aproximados e «ideológicos». Sin embargo, es evidente que la teoría leninista del imperialismo (aunque Lenin criticó a su vez la obra de Luxemburg) encuentra aquí una amplificación que, por un lado, corrobora la tesis de la convergencia de intereses entre el proletariado de los países industrialmente avanzados y las masas de los países subdesarrollados, y por otro lado ofrece puntos de reflexión sobre la posibilidad de construir bloques de clase anticapitalistas dentro de los distintos países (no es casualidad que las tesis de Luxemburg hayan gozado de gran aceptación en los países de América Latina, donde la coexistencia de diferentes modos de producción es una realidad muy extendida). Tampoco es casualidad que sus ideas hayan gozado de la simpatía de autores como Paul Sweezy (que firmó la Introducción a La acumulación), quien inauguró una generación de teóricos marxistas que, en la posguerra, volvieron a reflexionar sobre el concepto de imperialismo.

Termino con una nota crítica: si Luxemburg tiene el mérito de haber puesto de relieve los «automatismos reproductivos» que, en ciertas secciones de El Capital, corren el riesgo de oscurecer la conflictividad inherente al modo de producción capitalista, por otro lado tiene el demérito de haber elaborado una enésima variante de la teoría del «colapso». De hecho, suponiendo que llegue una fase histórica en la que se cumpla la premisa marxista de la desaparición de los modos de producción precapitalistas, escribe: «Pero a través de este proceso, el capital prepara su propio colapso de dos maneras. Por un lado, al expandirse a expensas de todas las formas de producción no capitalistas, se encamina hacia el momento en que toda la humanidad estará compuesta únicamente por capitalistas y asalariados, por lo que una expansión adicional resultará imposible; por otro lado, en la medida en que esta tendencia se imponga [logrando el dominio absoluto e indivisible de la producción capitalista en el mundo], provocará la revuelta del proletariado internacional…».92. Y aquí es difícil evitar la tentación de citar la irónica frase de Giorgio Ruffolo: el capital tiene los siglos contados…

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En el artículo sobre el trabajo productivo y el trabajo improductivo, anticipamos algunas ideas de Paul Baran y Paul Sweezy sobre el capital monopolístico y el imperialismo. En particular, introdujimos el concepto de excedente —definido como «la diferencia entre lo que produce la sociedad y los costes de producción»—, magnitud que incluye la plusvalía. Para Marx, esta última representa la suma del beneficio, el interés y la renta, excluyendo los ingresos del Estado, los gastos para transformar las mercancías en dinero y los salarios de los trabajadores improductivos, pero Baran y Sweezy sostienen que, si bien esta exclusión está justificada cuando se habla de economía competitiva, se vuelve anacrónica en la era del capital monopolístico, en la que la cuota de plusvalía con respecto al excedente social total tiende a contraerse, mientras que este último tiende a crecer en tal medida que compensa, si no neutraliza, la ley de la caída tendencial de la tasa de ganancia.

¿Esto reduce o elimina el riesgo de crisis? No, responden Baran y Sweezy: aunque la unidad típica del mundo capitalista ya no es la pequeña empresa, sino la gran sociedad anónima que produce una parte importante del producto de una o varias industrias, y aunque esta última dispone de un horizonte temporal más amplio que el del capitalista individual, por lo que realiza sus cálculos de forma más racional, lo cierto es que «el capitalismo monopolista carece tanto de un plan como su predecesor competitivo. Las grandes sociedades anónimas se relacionan entre sí, con los consumidores, con el trabajo y con las empresas más pequeñas principalmente a través del mercado. El funcionamiento del sistema sigue siendo el resultado no intencionado de las acciones egoístas de las numerosas unidades que lo componen»93.

Por lo tanto, persiste el carácter anárquico de la producción, es decir, la primera causa potencial de crisis. ¿Qué decir del segundo factor, es decir, de la posibilidad de ralentización o interrupción del ciclo? Ahora lo provoca sobre todo el exceso de excedentes que no encuentran salida, es decir, aquellos beneficios que, si no se invierten ni se consumen, no son tales: «el problema de realizar la plusvalía es en realidad más crónico hoy que en la época de Marx». Lo que impidió a Marx y a los economistas clásicos cuestionarse más a fondo la adecuación de los modos de absorción del excedente fue probablemente su convicción de que el dilema central del capitalismo se resumía en la tendencia a la caída de la tasa de ganancia: «Desde este punto de vista, escriben Baran y Sweezy, las barreras al desarrollo capitalista parecían consistir más en una escasez del excedente necesario para mantener el ritmo de acumulación que en una insuficiencia de los modos característicos de utilización del excedente»94. Si, por el contrario, la barrera principal pasa a ser esta última, el riesgo es que el exceso de capacidad acabe desalentando nuevas inversiones y que, con la desaparición de las inversiones, disminuyan los ingresos, el empleo y el excedente, lo que provocaría una crisis. La solución consiste, en este punto, en estimular la demanda por todos los medios, so pena de estancamiento y muerte del sistema.

Es a partir de aquí que el análisis de Baran y Sweezy tiende a converger con el de Luxemburg: al igual que ella, ambos están convencidos de que, si solo se dispusiera de salidas endógenas, el capitalismo monopolista se encontraría en un estado permanente de depresión. Es necesario, por tanto, abandonar el modelo reproductivo basado exclusivamente en los intercambios recíprocos entre los distintos sectores productivos, así como en el consumo de los capitalistas, los obreros y los rentistas. Para explicar el modelo alternativo que surge de su análisis con conceptos que nos son más familiares, podríamos decir que se basa en fenómenos como la terciarización, la financiarización, la economía de la deuda y el keynesianismo de guerra (entendido como el efecto combinado del imperialismo, el sistema militar-industrial y el neocolonialismo). Pero escuchemos sus propias palabras.

La lucha contra los fantasmas del subconsumo, la subinversión y el subempleo crónicos, argumentan Baran y Sweezy, requiere el crecimiento de nuevas capas improductivas de mano de obra, que se suman a las clases tradicionales devoradoras de excedentes: «Se ha producido un aumento de la estratificación dentro de la clase trabajadora en sentido estricto y muchas categorías de empleados y obreros especializados han alcanzado ingresos y posiciones sociales que hasta hace poco solo disfrutaban los miembros de la clase media. Al mismo tiempo, han aumentado las antiguas clases «devora-excedentes» y han surgido nuevas clases: tecnócratas de las empresas y la administración; banqueros y abogados, redactores publicitarios y expertos en relaciones públicas, agentes de bolsa y aseguradores, expertos inmobiliarios, etc.»95.

El paradigma del nuevo sector terciario parasitario, escriben Baran y Sweezy, es la publicidad y todo lo que gira en torno a ella (promoción de ventas, marketing, packaging, diseño de productos, etc.): «La importancia económica de la publicidad no radica fundamentalmente en el hecho de que determina una redistribución del gasto de los consumidores entre diferentes bienes, sino en sus efectos sobre el volumen de la demanda efectiva global y, por lo tanto, sobre el nivel de empleo y de ingresos»96. Así, por un lado, creación de ingresos y absorción de excedentes, pero por otro «los efectos indirectos son quizás no menos importantes y actúan en la misma dirección (…) son de dos tipos: los que se refieren a la disponibilidad y la naturaleza de las oportunidades de inversión, y los que se refieren a la división de la renta social total entre consumo y ahorro [léase la propensión al consumo]…Al permitir crear la demanda de un producto, la publicidad fomenta la inversión en instalaciones y equipos que de otro modo no se realizarían»97. Por último, la función de la publicidad es «llevar a cabo, en nombre de los productores y vendedores de bienes de consumo, una guerra incesante contra el ahorro y a favor del consumo [utilizando para ello] los cambios en la moda, la creación de nuevas necesidades y la introducción de nuevos medios de distinción social»98.

La guerra contra el ahorro implica, a su vez, el crecimiento exponencial de ese otro sector improductivo que se engloba bajo el término de actividades financieras, aseguradoras e inmobiliarias: «toda la actividad parasitaria de compraventa y especulación inmobiliaria (…) no tendría razón de ser en un orden social racional. La mayor parte de lo que nuestra sociedad gasta en actividades financieras, aseguradoras e inmobiliarias es una simple forma de absorción del excedente, característica del capitalismo en general y (…) del capitalismo monopolista en particular»99. Dicho esto, Baran y Sweezy solo fueron testigos de la fase inicial de un proceso que, pocos años después, en el apogeo de la revolución neoliberal, alcanzaría cotas paroxísticas, hasta la explosión de la burbuja de 2008, pero hay que reconocerles el mérito de haber intuido la estrecha relación entre la terciarización y la financiarización.

Pasemos al tema del imperialismo, respecto al cual se podría decir que el enfoque de Baran y Sweezy representa un puente entre las tesis de Lenin y Luxemburg y las de los teóricos del sistema mundial. Sabemos (véase la nota 80) que Baran y Sweezy lamentan que Marx no ampliara su modelo teórico para incluir las regiones subdesarrolladas del mundo. Esto es cierto solo en parte100, pero es innegable que Marx descuidó parcialmente el hecho de que, según escriben Baran y Sweezy, «desde sus primísimos inicios en la Edad Media, el capitalismo siempre ha sido un sistema internacional y jerárquico constituido por una o más metrópolis en la cima y por algunas colonias completamente dependientes en la base, ordenadas según muchos grados de clasificación y subordinación. Estas características son de vital importancia para el funcionamiento del sistema en su conjunto y de sus componentes individuales (…) La jerarquía de las naciones que constituyen el sistema se caracteriza por una compleja serie de relaciones de explotación. Los países que se encuentran en la cima explotan en mayor o menor medida a todos los demás y, del mismo modo, los países que se encuentran en un nivel determinado explotan a los que se encuentran más abajo (…) tenemos, por tanto, una red de relaciones antagónicas que enfrentan a los explotadores contra los explotados y contra los demás explotadores»101.

Antes de concluir, creo que hay que reconocer a Baran y Sweezy —aunque no pudieron asistir a la caída de la Unión Soviética, al posterior intento de Estados Unidos de erigirse en única potencia mundial y al ascenso de China, que frustró ese proyecto— el mérito de haber puesto de relieve el doble mecanismo por el que la metrópoli imperial disfruta, por un lado, de los monstruosos sobrebeneficios que las multinacionales obtienen a costa de las naciones periféricas y semiperiféricas y, por otro, de la aún más monstruosa absorción del excedente garantizada por el gigantesco aparato militar que la potencia hegemónica mantiene para conservar su papel. El sistema militar industrial no solo sirve para eventuales conflictos interimperialistas, sino que también y sobre todo sirve para mantener el control sobre su dominio imperial. Pero sirve sobre todo para absorber el exceso de capital: lo vimos con la Segunda Guerra Mundial, que logró lo que las políticas keynesianas seguidas tras la crisis de 1929 no habían conseguido, y lo estamos viendo hoy, ya que la crisis de la globalización y la consiguiente contracción del área de control imperial empujan al sistema a apostar de nuevo por el keynesianismo de guerra.

Como colofón a su modelo de autorreproducción sistémica, Baran y Sweezy centran su atención en las nuevas formas que este modelo impone a la lucha de clases: «Si se parte de la estabilidad del capitalismo monopolista, con su probada incapacidad para hacer un uso racional (..) de su enorme potencial productivo, es necesario decidir si se prefiere el desempleo masivo y las características de la gran depresión, o la relativa seguridad de empleo y bienestar material garantizada por los enormes presupuestos militares [y por la creación de amplias capas de trabajo improductivo y otros parásitos «devoradores de excedentes», NdA]. Dado que la mayoría de los estadounidenses, incluidos los trabajadores [pero, lamentablemente, esto también se aplica a gran parte de los ciudadanos europeos], siguen dando por sentada la estabilidad del sistema, es totalmente natural que prefieran la situación que les resulta más ventajosa a nivel personal y privado [o mejor dicho: que siguen creyendo que lo es, contra toda evidencia…]»102. Por eso, argumentan, la iniciativa revolucionaria contra el capitalismo, que antes estaba en manos del proletariado de los países avanzados, ha pasado a las masas periféricas que luchan contra la opresión y la explotación imperialistas.

* * *

En la parte sobre socialización y socialismo, elogié un artículo de Bellamy Forster que lamenta el rechazo del concepto de imperialismo por parte de los marxistas occidentales. Sin embargo, debo precisar aquí que discrepo de algunos de sus juicios. En particular, Bellamy incluye a David Harvey y Giovanni Arrighi entre los autores que han «traicionado» el concepto en cuestión. La acusación tiene cierto fundamento en el caso de Harvey103, mientras que me parece francamente injustificada en el caso de Arrighi, quien, aunque en sus últimos trabajos casi nunca utiliza el término imperialismo, ha dado, junto con Wallerstein y otros autores104, una contribución decisiva a la comprensión de las dinámicas del funcionamiento del capitalismo como sistema mundial, a partir de las relaciones de dependencia entre centros y periferias. Si prefiere recurrir al concepto gramsciano de hegemonía para describir estas relaciones, es porque trata de ampliar el análisis a los factores socioculturales, y no limitarse a los económicos. Esta elección lo sitúa en la estela de autores como Karl Polanyi105 y Fernand Braudel106 y, en el contexto de los temas que estamos discutiendo aquí, tiene importantes implicaciones para tres conceptos marxistas discutidos anteriormente: 1) la idea de que el desarrollo del modo de producción capitalista tiende a establecer el primado del capital industrial sobre el capital financiero y comercial; 2) la idea de que este desarrollo (en ausencia de una revolución socialista) conlleva la aniquilación de todos los demás modos de producción (visión que el diamat estalinista «canonizó» en su concepción de la historia como sucesión de etapas: comunismo primitivo, esclavitud, Edad Media, capitalismo); 3) la idea de que la competencia es la causa principal de gran parte de las contradicciones sistémicas.

Que Marx describiera la industria moderna como la forma más evolucionada del modo de producción capitalista, argumenta Arrighi, se debe al hecho de que, en el siglo XIX, el capitalismo parecía «especializarse» en esa rama de la actividad, por lo que se entiende por qué, según Marx, este sector económico en particular representa el «verdadero rostro» del capital. Sin embargo, no hay que olvidar que, sobre todo en el Libro III, el propio Marx reitera en varias ocasiones que los capitalistas prefieren —y eligen siempre que pueden— la forma D-D’ frente a los riesgos de la aventura industrial, que consideran un mal necesario para valorizar su capital. Arrighi, al igual que Braudel, insiste aún más en este punto, poniendo de relieve cómo el capitalismo, a lo largo de toda su larga historia, nunca se ha dejado encasillar en la producción y el comercio de mercancías individuales, ni en sectores de actividad concretos, sino que ha mantenido constantemente una relación «instrumental» con los mundos del comercio y la producción. Sus características han sido siempre la plasticidad, el eclecticismo y la adaptabilidad camaleónica, cualidades que le han permitido aprovechar las más diversas oportunidades para ejercer esa capacidad de «procrear» (el término es de Marx), que más que ninguna otra caracteriza su esencia.

Pasemos a otro punto. Según Braudel, el capitalismo nunca ha sido capaz de agotar toda la vida económica, de «contener» toda la sociedad productiva. Incluso en la Europa actual (escribe a finales de los años setenta) existen amplios sectores de autoconsumo, así como pequeñas empresas artesanales y comerciales, y diversos tipos de actividades que no entran en la contabilidad nacional. Ciertamente, es sobre todo en la Edad Media cuando la casi totalidad de la producción es absorbida por el autoconsumo de la familia y la aldea y no entra en los circuitos del mercado. Y es también en la Edad Media cuando los principales agentes del mercado son los vendedores ambulantes y los tenderos; pero ya entonces, por encima de este nivel inferior, se elevaba la élite de los grandes comerciantes, que dominaban las ferias y las bolsas y controlaban el comercio a larga distancia. Gracias a la concentración de crecientes masas de dinero en sus manos, estos comenzaron a desempeñar la función de financiadores de otros mercaderes y príncipes, así como a comprar directamente a los campesinos y artesanos sus productos para ejercer la función de mayoristas (es el primer paso hacia la explotación del trabajo a domicilio que Marx describe en el Libro I de El capital como el antepasado de la manufactura).

Esta esfera superior de la circulación, que se eleva por encima del intercambio cotidiano de los mercados elementales y del tráfico a corta distancia, es ya, según Braudel, capitalismo (estamos a caballo entre los siglos XIV y XV, pero en algunas regiones de Europa se puede remontar más atrás). Un fenómeno que el propio Braudel define como contramercado, ya que, gracias a su dimensión internacional, se deshace de las reglas de los mercados tradicionales (locales), elude las barreras políticas y jurídicas, gestiona «intercambios desiguales en los que la competencia…tiene poco espacio y en el que el comerciante disfruta de dos ventajas: en primer lugar, la de haber interrumpido la relación directa y lineal entre el productor y el consumidor (…); en segundo lugar, dispone del dinero en efectivo, que es su principal aliado»107. Es como decir que la llamada libre competencia siempre ha sido un mito de los economistas liberales burgueses, mientras que el capitalismo nació con una tendencia monopolista y así ha permanecido.

Volveremos sobre este tema en breve, pero antes hay que tomar nota de un corolario de esta forma de abordar la historia del capitalismo. La coexistencia entre el nivel inferior de la economía de mercado y el nivel superior del protocapitalismo no es una fase transitoria, contingente. Contrariamente a Marx, que prevé que, a medida que el proto-capitalismo mercantil evoluciona hacia un modo de producción capitalista maduro, el nivel inferior está destinado a desaparecer, en la concepción que acabamos de describir, el nivel superior no puede destruir el nivel inferior por la simple razón de que su naturaleza es la de un parásito que explota todo lo que hay debajo, que succiona sus recursos para aprovecharlos y valorizar al cuadrado el valor creado por otros modos de producción, del que se apropia. Al modelo del marxismo ortodoxo, basado en la sucesión de etapas (esclavitud, servidumbre, capitalismo), le sustituye la visión de una coexistencia entre modos de producción diferentes, visión compartida por Luxemburg, Baran y Sweezy, los teóricos de la dependencia, Gabriele y Jabbour, además de Braudel y Arrighi.

Retomemos el tema del monopolio como tendencia original. Para Arrighi, al igual que para Braudel, el tema está entrelazado con la cuestión de la relación entre la concentración del poder capitalista y el Estado, cuestión que Marx, recuerda Arrighi, aborda en el Libro I de El Capital a partir del papel de la deuda pública en el sostenimiento de la expansión inicial del capitalismo. He aquí la cita en cuestión: «La deuda pública, es decir, la alienación del Estado —ya sea despótico, constitucional o republicano— imprime su sello en la era capitalista (…) Como con un golpe de varita mágica, [la deuda pública] confiere al dinero, que es improductivo, la facultad de procrear, y así lo transforma en capital, sin que el dinero tenga que someterse al esfuerzo y al riesgo inseparables de la inversión industrial y también de la usura. En realidad, los acreedores del Estado no dan nada, ya que la suma prestada se transforma en obligaciones fácilmente transferibles, que en sus manos siguen funcionando como si fueran dinero en efectivo»108.

Reflexionando sobre esta relación histórica entre el Estado y el capital, y sobre el papel que ha desempeñado en la construcción del dominio europeo sobre el resto del mundo, Arrighi escribe a su vez: «La transición realmente importante que exige una explicación no es la del feudalismo al capitalismo, sino la de un poder capitalista difuso a uno concentrado. Y el aspecto más relevante de esta transición (…) es la singular fusión del Estado y el capital (subrayado mío) que en ningún lugar se realizó de manera tan favorable al capitalismo como en Europa»109. Por eso, añade Arrighi citando a Braudel, el capitalismo solo puede triunfar cuando se identifica con el Estado, cuando es el Estado. No solo el capitalismo monopolista, sino también el capitalismo monopolista de Estado se revela así como una característica original del capitalismo; «la competencia entre los Estados por el capital móvil ha sido el complemento de este proceso», añade Arrighi unas líneas más abajo, y en la página siguiente escribe: «la competencia interestatal ha sido un componente decisivo en cada fase de expansión financiera y un factor fundamental en la formación de estos bloques de agentes gubernamentales y empresariales que han guiado la economía mundial capitalista a través de sus sucesivas fases de expansión»110.

Para no extenderme demasiado, evitaré entrar en el mérito de la alternancia de ciclos hegemónicos (Genova, Holanda, Inglaterra, Estados Unidos) que Braudel y Arrighi consideran la forma en que se ha desarrollado la economía mundial en los últimos cinco siglos, ni discutiré la tesis según la cual las fases de financiarización marcan las crisis de transición de un ciclo hegemónico a otro, ni compararé el pensamiento de Braudel y Arrighi sobre la previsión de cómo se resolverá la crisis del último de estos ciclos, hegemónico de los Estados Unidos (solo recuerdo que Braudel no ofrece respuestas claras, mientras que Arrighi primero razonó sobre la emergencia de la zona asiática, para luego centrarse en China). Hemos llegado así al final de este largo recorrido en cinco etapas a través del Libro II y III de El Capital, y a través del pensamiento de algunos autores que se han enfrentado a las cuestiones planteadas por esta monumental obra. Quienes esperaban una conclusión deben resignarse: el objetivo de este trabajo, como he dejado claro desde el principio, era elaborar una lista de lo que considero los principales problemas que Marx nos ha legado, e indicar algunas líneas de investigación para abordarlos y profundizar en ellos. Imaginar extraer una «síntesis» sería una locura, ya que significaría pensar en reescribir un Capital de nuestros días, empresa muy por encima de mis capacidades (y creo que de las de cualquier otra persona).

Notas
1 Véase E. Dussel, Metafore teologiche di Marx, Schibboleth
2 Véase Ombre rosse, Meltemi, Milán 2022; véase también Guerra e rivoluzione, Vol I. Cap. I, Meltemi, Milán 2023. Véase, por último, mi Prefacio a la edición Meltemi (2023) de Ontología del ser social de G. Lukacs.
3 Una lista, limitada pero significativa, de autores que han influido en mi reconsideración crítica de ciertos dogmas marxistas incluye: entre los italianos, Giovanni Arrighi, Domenico Losurdo y Costanzo Preve; entre otros autores occidentales, Karl Polanyi, Walter Benjamin, P. Baran y P. Sweezy, Emmanuel Wallerstein, David Harvey; entre los autores del Sur del mundo, Samir Amin, J. C. Mariátegui, A. G. Linera, A. Cabral, Frantz Fanon, Cedric Robinson.
4 G. Ruffolo, Il capitalismo ha i secoli contati, Einaudi, Turín 2009.
5 El Capital, Libro III (editado por Bruno Maffi), p. 320, UTET, Turín 1987.
6 K. Marx, Crítica al programa de Gotha.
7 La referencia se refiere, entre otros, a Louis Althusser.
8 Véase C. Preve, La filosofia imperfetta. Una proposta di ricostruzione del marxismo contemporaneo, Franco Angeli, Milán 1984.
9 R. Luxemburg, L’accumulazione del capitale, Einaudi, Turín 1960
10 P. Baran, P. Sweezy, Il capitale monopolistico, Einaudi, Turín 1966.
11 Véase C. Formenti, Ombre rosse. Saggi sull’ultimo Lukács e altre eresie, Meltemi, Milán 2022; véase también Guerra e rivoluzione, vol. I cap. I, Meltemi, Milán 2023; véase finalmente, con Onofrio Romano, Tagliare i rami secchi, DeriveApprodi, Roma 2019.
12 Véase, en particular, La filosofia imperfetta, Franco Angeli, Milán 1984.
13 Véase G. Lukács, Ontologia dell’essere sociale, 4 vols. , Meltemi, Milán 2023.
14 Para un análisis crítico del marxismo occidental, véase D. Losurdo, Il marxismo occidentale. Come nacque, come morì, come può rinascere, Laterza, Roma-Bari 2017.
15 Véase C. Preve, op. cit. Preve utiliza las siguientes definiciones para connotar los dos regímenes narrativos que atribuye a Marx: 1) la idea de que la historia humana está gobernada por «leyes» comparables a las leyes de la naturaleza (régimen deterministico-naturalista); 2) una «metafísica inmanentista gobernada por un Sujeto que marcha hacia la utopía de una sociedad íntegramente transparente» (regime narrativo grande). A estos regímenes, Preve contrapone un tercer régimen que, en su opinión, está presente en la obra de Marx y que define, siguiendo la lección de Lukács (véase la nota 3), como ontológico-social.
16 Véase P. Baran, P, Sweezy, Il capitale monopolistico, Einaudi, Turín 1968.
17 Ibídem, p. 8
18 Véase V. I. Lenin, El imperialismo, fase suprema del capitalismo, en Obras escogidas, vol. I, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Moscú 1947.
19 Véase A Visalli, Dipendenza, Meltemi, Milán 2020.
20 Véase D. Harvey, L’enigma del capitale e il prezzo della sua sopravvivenza, Feltrinelli, Milán 2011.
21 La carta se encuentra en K. Marx, F. Engels, India Cina Russia, il Saggiatore, Milán 1960.
22 La crítica de Lukács a las interpretaciones teleológicas de la visión marxista de la historia es recurrente en su Ontología social, cit.
23 Las diversas versiones de la carta a Vera Zasulich también se encuentran en ndia Cina Russia, cit.
24 Véase J. C. Mariátegui, Siete ensayos sobre la realidad peruana y otros escritos políticos.
25 Véase E. Dussel, El último Marx, Manifestolibri, Roma 2009.
26 Véase A. G. Linera, Forma valor y forma comunidad, Traficantes de Sueños, Quito 2015.
27 A. Gabriele, E. Jabbour, Socialist Economic Development in the 21 Century, Routledge, Londres 2022.
28 G. Arrighi, Adam Smith a Pechino, Feltrinelli, Milán 2007.
29 Véase Samir Amin, La déconnextion, la Découvert, París 1986.
30 Socialist Economic… cit., p. 51.
31 Ibíd., p. 52
32 Ibíd., p. 79. Según los dos autores, la coexistencia de diferentes modos de producción a nivel mundial puede definirse como un «meta modo de producción» caracterizado por la producción de mercancías y las relaciones monetarias de producción y cambio, la vigencia de la ley del valor y los mercados, la extracción de plusvalía y la coexistencia de un macrosector productivo y un macrosector improductivo (p. 96).
33 Ibid., p. 37.
34 Véase la nota 28.
35 Véase G. Arrighi, Il lungo ventesimo secolo. Denaro, potere e le origini del nostro tempo, il Saggiatore.
36 Véase A. Negri, Marx oltre Marx, Feltrinelli, Milán 1979.
37 Véase K. Marx, Il Capitale. Libro I, capitolo VI inedito, La Nuova Italia, Florencia 1969.
38 Véase K. Marx, Lineamenti fondamentali della critica dell’economia politica, 2 vols. La Nuova Italia, Florencia 1969.
39 Tuve ocasión de analizar las estrategias organizativas de IBM estudiando algunos documentos que me entregaron los delegados sindicales de la empresa, con los que estaba en contacto como responsable provincial de los técnicos y empleados de la Federación de Trabajadores Metalúrgicos. Gracias a esa experiencia, me hice una idea muy precisa del impacto que la difusión de las redes informáticas en las grandes empresas tendría en la organización del trabajo técnico-administrativo y en las transformaciones de la composición de clase, que ya estaban en marcha en aquel momento. Mis previsiones sobre el proceso de terciarización del trabajo en los países industrializados avanzados, ridiculizadas por algunos críticos «ortodoxos», resultaron proféticas, aunque pesimistas por defecto, en el sentido de que el impacto de las nuevas generaciones de ordenadores y la llegada de Internet sería aún más radical. A medida que se hacían evidentes los efectos devastadores de la revolución digital sobre las relaciones de fuerza entre el trabajo y el capital, mi posición se alejó cada vez más del optimismo de los apologistas del posfordismo, que consideraban que las nuevas tecnologías ofrecían oportunidades inéditas para la democracia, si no para la superación del capitalismo. Mis críticas a esta visión superoptimista comenzaron con Incantati dalla Rete (Cortina 2000), en el que ponía de relieve la relación entre las nuevas izquierdas «californianas» y los delirios transhumanistas de los gurús de Silicon Valley; continuaron con Mercanti di futuro. Utopia e crisi della Net Economy (Einaudi 2002), en el que analizaba las estrategias de dominio y explotación puestas en marcha por los gigantes de la economía digital; Felici e sfruttati (Egea, 2011), en el que criticaba el mito del «trabajo creativo»; para culminar con Utopie letali (Jaka Book, 2013), una especie de réquiem dedicado al trágico fracaso de las ilusiones alimentadas por las izquierdas posmodernistas.
40 Véase J. Baudrillard, Critica dell’economia politica del segno, Mazzotta, Milán 1974.
41 H. Braverman, Lavoro e capitale monopolistico, Einaudi, Turín 1978, p. 206.
42 Véase J. Rifkin, La fine del lavoro, Mondadori.
43 Marx oltre Marx, cit., p. 122. Ese paréntesis (aunque ilógico) pone de manifiesto la influencia de Althusser en el pensamiento de Negri, en la medida en que da a entender que los supuestos límites del análisis marxista se atribuyen a la herencia «idealista» de la lógica hegeliana.
44 En el libro Socialist Economic Development in the XXI Century (Routledge), Gabriele y Jabbour afirman algo similar: «El proceso de terciarización tiende a hacer creer que la mayoría de los trabajadores de las empresas privadas en Estados Unidos y en los países avanzados son improductivos. No estamos de acuerdo, consideramos productivas todas las actividades (…) que generan plusvalía» (p. 63). Esta posición, análoga a la que yo defendía en 1980, me parece contradictoria con las tesis que estos dos autores plantean sobre la coexistencia conflictiva entre el modo de producción capitalista y los países en transición hacia el socialismo (véase la etapa anterior de este recorrido). ¿Cómo no tener en cuenta (véanse las tesis de Baran y Sweezy) el hecho de que los conceptos de productivo e improductivo cambian según el contexto socioeconómico al que se refieren, pero sobre todo cómo no tener en cuenta el punto de vista socialista, que considera improductiva gran parte del trabajo terciario de las empresas privadas occidentales?
45 Como he argumentado en todos mis trabajos citados en la nota 38, considero que el concepto de trabajo «inmaterial», elaborado por la cultura posmodernista y apreciado por autores como André Gorz (véase L’immateriale. Conoscenza, valore e capitale, Bollati Boringhieri, Turín, 2003) y otros, carece de todo fundamento. El concepto se inspira presumiblemente en la metáfora acuñada por ciertos estudiosos de los sistemas complejos (en particular en el campo de las neurociencias), que han establecido una analogía entre los binomios mente-cuerpo y software-hardware. Dado que, en mi opinión, ni siquiera la producción de software, algoritmos, códigos informáticos, etc. puede considerarse inmaterial, ya que exige el esfuerzo de los sentidos, los nervios, el cerebro, los ojos, las manos, etc. de millones de trabajadores, la retórica de lo inmaterial es claramente delirante cuando se refiere al hardware. Tras observar acertadamente que esta retórica se inscribe en la «cultura del post», adoptada por una cierta izquierda enamorada del supuesto papel progresista de las nuevas tecnologías, Fabien Lebrun (Barbarie digitale, Ed. L’Échappée) desglosa los siguientes datos: los 34 000 millones de dispositivos digitales que existen hoy en día en la Tierra pesan 220 millones de toneladas, un smartphone contiene cincuenta metales diferentes y, si se añade la infraestructura necesaria para que funcionen las redes y los terminales, resulta evidente lo paradójico del concepto de «desmaterialización». Es más, esta retórica suena como un insulto a los millones de trabajadores congoleños y de otros países del Sur del mundo, reducidos a condiciones de semiesclavitud para extraer de la tierra los recursos necesarios para alimentar la llamada economía «inmaterial». En cuanto al supuesto papel antagonista de los trabajadores creativos, es válida la despiadada análisis de Boltanski y Chiapello (Il nuovo spirito del capitalismo, Mimesis), que demuestran cómo, una vez desaparecido el impulso de las luchas obreras, los «remanentes» de las luchas estudiantiles del 68 han abandonado la crítica social para dedicarse a la «crítica artística», es decir, a las genéricas reivindicaciones antiautoritarias de los «nuevos movimientos», que no solo han sido fácilmente reabsorbidas por el sistema capitalista, sino que se han convertido en eficaces instrumentos de control y gestión de las capas superiores de la fuerza de trabajo.
46 Véase P. Baran, Il «surplus» economico e la teoria marxista dello sviluppo, Feltrinelli, véase también P. Baran y P. Sweezy, Il capitale monopolistico. Saggio sulla struttura economica e sociale americana, Einaudi, Turín 1968.
47 Il capitale monopolistico…cit., p. 119.
48 Citado en P. Baran, P. Sweezy, op. cit., p. 120.
49 Ibíd., p. 107.
50 La diferencia se hace más clara cuando Baran (Il «surplus», cit.) contrasta el excedente económico efectivo (la diferencia entre la producción efectiva actual y el consumo efectivo coherente de la sociedad) y el excedente potencial, es decir, el excedente realizable si no estuviera limitado por el exceso de consumo, la pérdida de producción debida a trabajos improductivos (subrayado mío), la organización irracional del sistema, el desempleo debido a la anarquía capitalista y la insuficiencia de la demanda efectiva. En pocas palabras: es improductivo el trabajo que lo parece desde el punto de vista de una sociedad racional, es decir, socialista.
51 Este es el tema de la crítica de Rosa Luxemburg a los esquemas marxianos de la reproducción ampliada. Pero de esto hablaremos más adelante.
52 Véase el «fragmento sobre las máquinas» (Elementi fondamentali della critica dell’economia politica, vol. 2, pp. 389-403, La Nuova Italia, Florencia 1970), donde leemos los siguientes pasajes: «Mientras el medio de trabajo sigue siendo, en el sentido estricto de la palabra, medio de trabajo (…), solo sufre un cambio formal por el hecho de que ya no se presenta solo desde su lado material como medio de trabajo, sino al mismo tiempo como una forma particular de existencia del capital (…). Pero, una vez incorporado al proceso productivo del capital, [este] sufre diversas metamorfosis, la última de las cuales es la máquina o, más bien un sistema automático de máquinas (…) este autómata está constituido por numerosos órganos mecánicos e intelectuales, de modo que los propios obreros solo están determinados como órganos conscientes del mismo (…)
«La actividad del obrero, reducida a una simple abstracción de actividad, está determinada en todas sus partes por el movimiento de la maquinaria, y no a la inversa (…)».
«El proceso de producción ha dejado de ser un proceso de trabajo en el sentido de que el trabajo lo domina como unidad. El trabajo se presenta ahora solo como órgano consciente, en varios puntos del sistema de máquinas en forma de trabajadores individuales vivos (…)».
«En la medida en que las máquinas se desarrollan con la acumulación de la ciencia social, de la productividad en general, no es en el trabajo, sino en el capital, donde se expresa el trabajo social en general».
Hasta aquí puede parecer paradójico que este texto —relanzado en el número 4 de Quaderni Rossi, la revista fundadora de la corriente teórica del obrerismo italiano— haya alimentado el mito de la autonomía obrera, ya que la clase se describe más bien como un polvo de individuos (quizás Charlie Chaplin lo leyó antes de rodar Tiempos modernos) , reducidos a células nerviosas del sistema automático de las máquinas. Sin embargo, unas páginas más adelante aparecen las frases que se han interpretado como la inversión dialéctica de la subordinación integral del trabajo al capital. He aquí:
«La riqueza real se manifiesta (…) en la enorme desproporción entre el tiempo de trabajo empleado y su producto, así como en la desproporción cualitativa entre el trabajo reducido a pura abstracción y la potencia del proceso de producción que supervisa. Ya no es tanto el trabajo el que se presenta como incluido en el proceso de producción, sino más bien el hombre el que se sitúa en relación con el proceso de producción como supervisor y regulador (…) El obrero ya no es el que inserta el objeto natural modificado como miembro intermedio entre el objeto y sí mismo, sino el que inserta el proceso natural, que transforma en un proceso industrial, como medio entre sí mismo y la naturaleza inorgánica, de la que se apodera» (…).
«En esta transformación no es ni el trabajo inmediato, realizado por el hombre mismo, ni el tiempo que trabaja, sino la apropiación de su productividad general (…) en una palabra, es el desarrollo del individuo social que se presenta como el gran pilar de la producción y la riqueza. El robo del tiempo de trabajo ajeno, en el que se basa la riqueza actual, se presenta como una base miserable en comparación con esta nueva base que se ha desarrollado entretanto y que ha sido creada por la gran industria misma: tan pronto como el trabajo en forma inmediata ha dejado de ser la gran fuente de riqueza, el tiempo de trabajo cesa y debe dejar de ser su medida, y por lo tanto el valor de cambio deja de ser la medida del valor de uso» (…).
«El desarrollo del capital fijo muestra hasta qué punto el conocimiento social general, knowledge, se ha convertido en fuerza productiva inmediata, y por lo tanto las condiciones del proceso vital mismo de la sociedad han pasado a estar bajo el control del general intellect…».
Aquí las razones del entusiasmo obrero son evidentes. Marx, en su visión de autor ante litteram de la ciencia ficción, anticipa niveles de desarrollo tecnológico y científico más cercanos a los actuales que a la protoindustria mecanizada de su época, y asocia esta visión al agotamiento de la función histórica del modo de producción capitalista: en la producción de la riqueza, ahora controlada por el intelecto general, la medición del valor a través del tiempo de trabajo inmediato ya no tiene razón de ser, lo que también se aplica al valor de cambio, que queda así reabsorbido en el valor de uso. Ergo: el capital ha creado las condiciones materiales para su propia superación. Pero, ¿dónde está el sujeto político que decreta su fin? Respuesta obrerista: es la propia clase obrera que, precisamente por estar integrada en el capital, se transforma directamente en la sociedad de productores asociados que gobierna el proceso productivo e invita amablemente al capitalista a hacerse a un lado… ¿Para qué sirve el partido leninista si es el propio modo de producción capitalista el que se vuelve espontáneamente comunista?
53 Véase C. Marazzi, Il comunismo del capitale, ombre corte.
54 Véase V.I. Lenin, ¿Qué hacer?, en Obras escogidas, vol. I, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Moscú 1947.
55 Para Marx, la resistencia de los productores directos (campesinos, artesanos, comunidades precapitalistas, etc.) y de los desempleados expropiados por el proceso de acumulación primitiva es un factor esencialmente conservador, ya que ralentiza el proceso de crecimiento de la masa de trabajadores asalariados. Véase al respecto su juicio negativo sobre el movimiento ludista en Inglaterra (véase E. P. Thompson, The Making of the English Working Class, Penguin, Londres 1991). Pero la historia de los movimientos revolucionarios del Sur del mundo nos enseña que, por el contrario, la lucha de las masas populares de los países periféricos contra el proceso de colonización de sus formas de vida por parte del modo de producción capitalista ha desempeñado y sigue desempeñando un papel estratégico en la lucha global contra el imperialismo. El tema ha sido desarrollado sobre todo por los marxistas latinoamericanos y africanos (véase, entre otros, J. C. Mariategui, 1972; A. G. Linera 2015 y C. Robinson 2023).
56 K. Marx, Il capitale, I, UTET, Turín 1974, pp. 681-682: «La eliminación de la forma de producción capitalista permitirá limitar la jornada laboral al trabajo necesario. Sin embargo, este último, en condiciones iguales, ampliaría su espacio, por un lado porque las condiciones de vida del obrero serían más ricas y sus necesidades vitales mayores, y por otro porque una parte del trabajo adicional actual contaría como trabajo necesario, es decir, como trabajo necesario para la constitución de un fondo social de reserva y de acumulación. Cuanto más crece la fuerza productiva del trabajo, más se puede acortar la jornada laboral, y cuanto más se acorta la jornada laboral, más puede crecer la intensidad del trabajo. Desde el punto de vista social, la productividad del trabajo crece también con su economía, que comprende no solo el ahorro de los medios de producción, sino también la exclusión de todo trabajo inútil. Mientras que el modo de producción capitalista impone la economía en cada empresa individual, su sistema anárquico de competencia provoca el despilfarro más desmesurado de los medios de producción y de las fuerzas de trabajo sociales, además de un número enorme de funciones hoy indispensables pero, en sí mismas, superfluas. Dada la intensidad y la fuerza productiva del trabajo, la parte de la jornada laboral social necesaria para la producción material será tanto más breve, y la parte de tiempo ganada para la actividad libre individual y social de los individuos será tanto mayor, cuanto más proporcionalmente se distribuya el trabajo entre todos los miembros de la sociedad capaces de trabajar, cuanto menos una capa social pueda descargar de sus hombros sobre los de otra la necesidad natural del trabajo».
57 Véase G. Lukacs, Ontologia all’essere sociale, 4 volúmenes, Meltemi, Milán 2023.
58 Véase E. Bloch, Il principio speranza, 3 volúmenes, Mimesis, Milán-Udine 2019.
59 Véase, en particular, Ombre rosse, saggi sull’ultimo Lukacs e altre eresie, Meltemi, Milán 2022.
60 J. B. Foster, La sinistra e la nuova negazione dell’imperialismo, «Monthly Review», noviembre de 2024.
61 En el mismo artículo de Foster leemos: «Hoy, gracias a la investigación de Jason Hickel y sus colegas, sabemos que entre 1995 y 2021 el Norte global fue capaz de extraer del Sur global 826 000 millones de horas de trabajo neto apropiado. Medido con los salarios del Norte, esto equivale a 18,4 billones de dólares».
62 Véase P. Baran, P. Sweezy, Il capitale monopolistico. Saggio sulla struttura economica e sociale americana, Einaudi, Turín 1968.
63 Una teoría muy extendida entre los teóricos de inspiración trotskista.
64 Véase C. Rodhes, Capitalismo woke, Fazi, Roma 2023.
65 Véanse en este blog los artículos que he dedicado a Ochieng Okoth, Du Bois, Cabral, Rodney, Williams, Padmore, Robinson y otros intelectuales de origen africano.
66 Véase P. Baran, P. Sweezy, op. cit.
67 Véase M. Tronti, Operai e capitale, Einaudi, Turín, 1966.
68 He criticado estas invenciones pseudosociológicas de Antonio Negri y otros autores posoperaístas en diversos escritos. Véase, en particular, Utopie letali, Jaka Book, Milán 2013.
69 Sobre la invención del concepto de «trabajador como empresario de sí mismo», véase P. Dardot, C. Laval, La nuova ragione del mondo, DeriveApprodi, Roma 2013.
70 Además de una interpretación «creativa» de los pasajes de los Grundrisse que he citado en la nota 52, esta teoría se ha valido de la retórica de la «cultura hacker» estadounidense, que intentaba extraer de fenómenos como las comunidades de desarrolladores de software de código abierto y Wikipedia la tesis de una progresiva expropiación de los gigantes de la industria de alta tecnología por parte de los procesos de agregación desde abajo de nuevas formas de emprendimiento cooperativo (véase al respecto Y. Benkler, La ricchezza della Rete).
71 Véase L. Boltanski, E. Chiapello, Il nuovo spirito del capitalismo, Mimesis, Milán-Udine 2014.
72 F. Engels, Antiduhring, Editori Riuniti, Roma 1971.
73 Véase Giacché, «La rivoluzione economica sovietica»; el artículo está publicado en Elogio del comunismo del Novecento, Actas del Foro de la Red de Comunistas, 4-5 de octubre de 2024.
74 En el artículo citado en la nota anterior, Giacché señala al holandés Jan Tinbergen como el exponente más interesante de la corriente de los teóricos de la convergencia.
75 Una autora italiana que ha elaborado interesantes tesis sobre las causas sociopolíticas de la crisis soviética es Rita di Leo (véase, en particular, L’esperimento profano, Futura, Roma, 2011).
76 Citado en Economia della rivoluzione, Recopilación de textos de Lenin a cargo de V. Giacché, il Saggiatore, Milán, 2017.
77 En el capítulo sobre China del segundo volumen de mi Guerra e rivoluzione (Meltemi, Milán, 2023), además de la obra maestra de Arrighi, Adam Smith a Pechino, cito las obras de Gabellini, Bertozzi, Bell, Parenti, Herrera y Gabriele.
78 Toda la teorización obrerista sobre la posibilidad de derrocar el modo de producción capitalista a partir de la fábrica, en lugar de a partir de la relación global entre todas las clases sociales (véase M. Tronti, Operai e capitale, Einaudi 1966), se basa en la capacidad de las luchas de la masa obrera para interrumpir el ciclo productivo de la gran fábrica fordista.
79 Otra forma en que se ha logrado este resultado ha sido la llamada «economía Walmart», es decir, la importación masiva de productos chinos baratos (distribuidos por la cadena comercial Walmart), que ha permitido reducir drásticamente los costes de reproducción de la fuerza de trabajo estadounidense.
80 Véase, entre otros, G. Myrdal, Teoria economica e paesi sottosviluppati, Feltrinelli, Milán 1959. Un siglo después de Marx, Baran y Sweezy lamentarán que las intuiciones marxistas sobre el tema del intercambio desigual entre centros y periferias y sobre la relación entre desarrollo y subdesarrollo hayan quedado en algo episódico, mientras que su atención se ha centrado casi exclusivamente en el mundo capitalista desarrollado.
81 A esta cita le sigue un pasaje ya mencionado anteriormente: «Una vez más, no se trata más que de la separación, pero al cuadrado, de las condiciones de trabajo de los productores, a los que pertenecen estos pequeños capitalistas porque en ellos el trabajo personal sigue desempeñando un papel».
82 R. Luxemburg, L’accumulazione del capitale e Anticritica, (Introducción de Paul Sweezy, traducción de Bruno Maffi), Einaudi, Turín 1960.
83 Op. cit., p. 478.
84 Ibíd., p. 479.
85 Véase A. Gabriele, E. Jabbour, Socialist Economic Development in the 21 Century, Routledge, Londres 2022.
86 Véase, en particular, C. Robinson, Black Marxism, Alegre 2023.
87 Véase F. Braudel, La dinamica del capitalismo, il Mulino, Bolonia 1977.
88 Op. cit., p. 474.
89 Ibíd., p. 468.
90 Ibíd., p. 475.
91 Ibíd., p. 480.
92 Ibíd., p. 481.
93 P. Baran, P. Sweezy, Il capitale monopolistico, Einaudi, Turín 1968, p. 46.
94 Ibídem, p. 97.
95 Ibídem, pp. 107 y ss.
96 Ibídem.
97 Ibídem.
98 Ibídem.
99 Ibídem, p. 119.
100 Véanse, entre otros textos, los ensayos suyos y de Engels recogidos en el volumen India, Cina, Russia, Il Saggiatore, Milán, 1960.
101 Il capitale monopolistico, cit., pp. 151, 152.
102 Ibídem, p. 177.
103 Me refiero en particular a las críticas que Harvey ha dirigido al libro de Prabhat y Utsa Patnaik, Una teoria dell’imperialismo (Meltemi), negando que la relación entre Gran Bretaña y la India pueda clasificarse como un caso típico de imperialismo.
104 Véase A. Visalli, Dipendenza, Meltemi, Milán 2020.
105 Véase K. Polanyi, La gran transformación, Einaudi, Turín 1974.
106 Véase F. Braudel, La dinámica del capitalismo, cit.
107 Ibíd., p. 57.
108 Este pasaje, con algunas pequeñas diferencias en la traducción, se encuentra en las páginas 942 y 943 (Libro I) de la edición de El capital que estoy utilizando aquí (UTET 1974, traducción de Bruno Maffi).
109 G. Arrighi, Il lungo XX secolo, il Saggiatore, Milán 1996, p. 30.
110 Ibídem, p. 31.

Fuente: aunque estaban previstas seis partes, finalmente fueron cinco las entradas en el blog del autor, Per un socialismo del secolo XXI, entre el 8 de abril y el 14 de mayo de 2025 (I: https://socialismodelsecoloxxi.blogspot.com/2025/04/rileggendo-marx-appunti-sui-libri-ii-e.html, II: https://socialismodelsecoloxxi.blogspot.com/2025/04/rileggendo-marx-appunti-sui-libri-ii-e_22.html, III: https://socialismodelsecoloxxi.blogspot.com/2025/04/rileggendo-marx-appunti-sui-libri-ii-e_26.html, IV:  https://socialismodelsecoloxxi.blogspot.com/2025/05/rileggere-marx-appunti-sui-libri-ii-e.html, V: https://socialismodelsecoloxxi.blogspot.com/2025/05/rileggere-marx-appunti-sui-libri-ii-e_14.html)

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