Un punto de encuentro para las alternativas sociales

El nuevo anticomunismo de la nueva derecha post-antifascista europea

Luciano Canfora

29/01/06|

«La recuperación historiográfica de una parte más o menos grande de la experiencia fascista y la consiguiente demonización martilleante de la experiencia comunista no son una operación erudita: son una operación política que pretende resultados de todo punto políticos. De lo que se trata es de destruir la noción positiva de antifascismo (concepto que asume el fascismo como mal principal), y de fundar un orden constitucional conforme a las aspiraciones de aquellos estratos que en su momento no vacilaron en avalar precisamente al fascismo como remedio»

Hace una pocas semanas, un «nuevo filósofo» francés, el exmaoísta Alain Finkielkraut, declaró, a cuenta de los disturbios vividos el pasado otoño en París, que «el antirracismo será en el siglo XXI lo que ha sido el comunismo en el siglo XX», es decir, en su opinión, una ideología totalitaria peligrosa que ha de ser combatida con todos los medios: finalmente, los inmigrantes y sus hijos «odian trabajar», y «sólo quieren dinero y ropas de marca». Pocos tomaron demasiado en serio las declaraciones de este pícaro mediático habituado, exactamente igual que sus equivalentes –»filósofos» o «historiadores»— en España y en otros países, a exhibir con dosificada astucia su nuevo extremismo oligofrénico bajo la patente de perito en legitimación de lo existente que le conceden los grandes medios de comunicación del sistema. Pero como decía Bertolt Brecht, los excesos revelan la esencia del fenómeno. En esta semana que, a propuesta del Partido Popular Europeo, se debate en el Parlamento europeo una moción de condena del «totalitarismo comunista», nos ha parecido oportuno reproducir este lúcido y analítico discurso pronunciado por el historiador Luciano Canfora en Rímini [como invitado a la tribuna de oradores durante el III Congreso del Partido de los Comunistas Italianos, celebrado en febrero de 2004] sobre el significado político del revisionismo histórico anticomunista y de la paralela reorientación de la actual derecha italiana y europea en un sentido post-antifascista.

QUERRÍA EMPEZAR recordando una verdad elemental, a saber: que la historia la escriben los vencedores. Y puesto que la larga guerra europea, y luego mundial, comenzada en 1914 y desarrollada luego en varias fases, terminó, tras varias vueltas, paces aparentes y cambios de frente, con la derrota de la Unión Soviética en 1991, es evidente que, por ahora, y por mucho tiempo aún, la historia que prevalecerá será la que escriban los enemigos de la Unión Soviética, y por ende, del antifascismo.

Que nadie se sorprenda del «por ende»: el antifascismo, aun el no comunista, tuvo siempre una consideración respetuosa para la URSS.

No es casual que un cabeza de fila del revisionismo historiográfico como es François Furet, en su sobremanera mimado ensayo El pasado de una ilusión, presentara reiteradamente al antifascismo europeo como el «tonto útil» de Stalin. Y a su obra no le han faltado secuaces, ahora que, de consuno, la gran prensa y –salvo raras excepciones— los grandes grupos editoriales están pasando a manos de quienes rescriben la historia de acuerdo con la perspectiva de los últimos vencedores. Para la Europa burguesa, corresponsable del agosto de 1914, y por eso mismo, partera de la revolución, el comunismo fue precisamente, y hasta ahora, el problema principal. El nacimiento del fascismo, y luego de los fascismos, fue la respuesta extrema, plenamente avalada por las clases dominantes a la hora de enfrentarse con tan «grande peligro».

Dos escenas vienen a la mente, emblemáticas en este sentido:

– el desfile de los camisas negras en Nápoles, pocos días antes de la marcha sobre Roma, y tras ellos, con blanca camisa, Enrico De Nicola, brazo en alto al estilo del saludo romano.

–   y cerca de dos años después, Benedetto Croce, que vota la moción de confianza al gobierno de Mussolini, después, precisamente, del asesinato de Matteotti.

Esto no es moralismo historiográfico. En los dos casos que acabo de recordar, no había constricción, esa constricción o necesidad que se invoca para justificar la debilidad de tantos lapsos tendentes a salvar tal vez una cátedra universitaria. Era más bien el signo claro del consenso inicial de la burguesía, también de la burguesía culta, ilustrada incluso, con el fascismo visto como dique contenedor del único peligro: la revolución comunista.

He aquí por qué es crucial seguir estudiando la experiencia del fascismo en su conjunto, sin limitarse –como sería más cómodo— a su infame crepúsculo. Porque sólo estudiándolo entero, desde sus comienzos, se comprende que fue el hijo legítimo de las clases dominantes. Las cuales vieron con buenos ojos el recurso a medio tan extremo, a fin de mantener el orden social constituido. Es verdad que, con el tiempo, una parte se echó atrás, pero era ya demasiado tarde, y el fascismo, reforzado por un amplio consenso, estaba ya llevando al mundo entero a la guerra y a la ruina.

La pregunta que hay que hacerse es, pues, ésta: ¿qué rasgos caracterizaban al enemigo contra el que se recurría a remedio tan extremo? ¿Qué era ese «comunismo» contra el que todos, desde el joven De Gaulle hasta el ministro de Su Majestad británica Winston Churchill, desde los ejércitos polacos en el Oeste hasta los generales japoneses en el Este, se lanzaron desde el primer momento, en un ataque concéntrico que amenazaba con ser mortal?

Hoy que la URSS se acabó definitivamente, disuelta en pedazos, el esfuerzo de los vencedores consiste en demostrar que aquél fue el reino del mal, del encubrimiento, de la desmedida e ininterrumpida hecatombe. El llamado Libro negro es la Biblia de ese esfuerzo sin base. La implicación que va de la mano de tal diagnóstico es muy clara: recuperar en gran medida un juicio positivo sobre el fascismo, el cual –ahora se dice ya abiertamente— habría puesto remedio (hipócritamente, algunos dicen doloroso remedio) a un mal que, por mucho, resultaba peor.

Tal es ahora el terreno de batalla en el ámbito necesaria, estructuralmente «impuro» que es la historiografía. Dada la nueva relación de fuerzas, la partida ha sido ya ampliamente ganada por los grandes instrumentos de información (gran prensa, TV, ensayos de gran tirada): día tras día se repite de forma martilleante y obsesiva que aquél, el comunismo, era el gran mal, mientras se sugiere, a veces abiertamente, que el fascismo fue, con todo, un mal menor, o, si queréis, una dolorosa necesidad. Quedan fuera de la obra rescatadora las leyes raciales, pero se intenta entonces hacer creer –siendo mentira— que las mismas sólo llegaron a ser operativa en la época de Salò.

Así pues, la tarea es ardua. Se trata de recuperar la memoria de una fase histórica –la URSS y el socialismo—: una memoria que sigue siendo positiva, sobre todo en la mente de quienes sacaron beneficios, por ejemplo, los estratos ahora reducidos al hambre en la nueva Rusia mafio-capitalista. Los cuales, empero, no tienen voz, y todavía menos voz historiográfica. Su voz es tapada por el fragor de una publicística historiográfica que da con todo desparpajo la imagen más tenebrosa del imperio del mal.

De nada sirve oponer los testimonios de época, ni siquiera los más diversos, ni siquiera los de quienes, aunque hostiles, otorgaban todavía un amplio reconocimiento a aquel mundo nuevo que trató de construir fatigosamente el entusiasmo de generaciones enteras.

Es verdad: sabemos que estamos frente a una mistificación, y no ignoramos que yo con la Revolución francesa asistimos a la misma parábola historiográfica. Tras su desplome, con la victoria de la Restauración, su imagen dominante fue la de un acúmulo insensato de crímenes. Sólo mucho después cambió la lectura de aquel gran acontecimiento: pero pasó mucho tiempo, y la orientación de la historiografía cambió cuando un nuevo movimiento democrático obligó a retroceder a las lecturas demonizantes que se habían hecho dominantes. Ni falta, todavía hoy, quien habla de la Revolución francesa con el tono de horror del conde De Maistre. Unos pocos facciosos se obstinan hoy en creer que la Revolución francesa fue solamente Vendé y represión, tribunal revolucionario y «guillotina a vapor», por decirlo con un poeta irónico. Ciertamente la revolución fue también eso, pero fue sobre toda otra cosa, y duradera. Análogamente, se necesitará tiempo para que se disipe la actual forma mentis del Libro negro. Yo creo que el historiador del futuro, si es honrado, no podrá dejar de tomar en cuenta el hecho de que comunismo y revolución colonial a escala planetaria son un único fenómeno gigantesco y positivo que puso en crisis, durante el siglo XX, «el mundo de ayer». Y ya eso sólo bastaría para tumbar los esquemas hoy dominantes.

Por el momento, la cuestión inmediata puede ser expresada así: ¿pensamos que un nuevo giro en las vicisitudes políticas y sociales podría –como ya ocurrió con la Revolución francesa— despejar el camino a una nueva reflexión historiográfica que permita leer la experiencia del socialismo en sus justas dimensiones y sin una perspectiva demonizante? No es fácil dar una respuesta firme, bien que muchos indicios apuntan a que la oleada de la mistificación está lejos de haber pasado.

Lo importante es que esté claro lo que anda en juego. La recuperación historiográfica de una parte más o menos grande de la experiencia fascista y la consiguiente demonización martilleante de la experiencia comunista no son una operación erudita: son una operación política que pretende resultados políticos. De lo que se trata es de destruir la noción positiva de antifascismo (concepto que asume el fascismo como mal principal), y de fundar un orden constitucional conforme a las aspiraciones de aquellos estratos que en su momento no vacilaron en avalar precisamente al fascismo como remedio.

No nos dejemos obnubilar por la variedad de argumentos y de tentativas. Uno sólo es el punto de partida, y una sola la meta: destruir el juicio que se había consolidado en la consciencia de los italianos respecto de la experiencia fascista. Algún profesor en busca de gloria, o algún gacetillero de renombre periodístico dirá que no es verdad: que hay un ámbito de gran latitud en el que ha trabajado siempre y sigue trabajando el revisionismo histórico. Pero esa obviedad, que nadie niega, sirve para camuflar el problema específico. Y ese tiene que ver con el fascismo italiano y con su desdramatización en función de la política italiana de hoy.

El razonamiento parte del llamado descubrimiento del consenso. Descubrimiento aparente. Aparente por un doble motivo: primero, porque la intuición de cómo el fascismo fue arraigando poco a poco, manteniendo firmes sus orígenes violentos y fabricando un consenso de masas, era el quicio de las fundamentales «lecciones sobre el fascismo» de Palmiro Togliatti, que se centraban precisamente en la noción de fascismo como un «régimen reaccionario de masas»; y segundo porque aquel consenso –que no fue ni constante ni indiscutido— ha sido normalmente documentado con el dudoso instrumento que son las fichas e informes de la policía, engañosos por su servilismo. Bien distintas se verían las cosas si se estudiaran de manera mucho más crítica.

La implicación de este aparente descubrimiento es notoria: transformar el fascismo en un régimen normal, acaso un tanto paternalista, pero no represivo. El corolario ulterior es la denuncia de la era estaliniana como única y genuina experiencia totalitaria.  Habiéndose, por otra parte, el fascismo propuesto como la antítesis frontal del bolchevismo, el corolario ulterior es que alguna cosa buena tenía que tener este «primero de la clase» del anticomunismo. El razonamiento se corona con un ataque a nuestra constitución republicana y a sus principios fundacionales, porque los comunistas participaron en su redacción, y también otros hombres que, sin ser comunistas, pero admitían y apreciaban algunas de las tesis fundamentales del comunismo: para empezar, la descripción introductoria (artículo 1) del trabajo como fundamento de la República y la identificación implícita entre ciudadano y trabajador; y para seguir, el artículo 3, con su empeño en «remover los obstáculos» de orden social que impedían y siguen impidiendo la efectiva igualdad entre los ciudadanos.

Pues bien; aquí no se pretende huir del desafío. La ponzoña del argumento» está bien clara. Nosotros sabemos que la batalla más importante que todos los demócratas tienen que afrontar es precisamente la defensa de la constitución republicana, y en primer lugar, de sus principios ejemplarmente perfilados en el primer capítulo. Y sabemos también que el daño hasta ahora más profundo infligido a la constitución ha sido la modificación de la ley electoral, el abandono del principio proporcional, único instituto que respetuoso de verdad con la instancia del sufragio universal.

Todo eso es claro, y la batalla es ardua.

Pero el punto de partida no es elusivo, ni trataremos de eludirlo: lo afrontaremos de cara. Y también la cuestión del consenso. Italia está resbalando hacia un régimen reaccionario fundado en el consenso. Y son los modos con que ese consenso se obtiene lo que, al revés de lo ocurrido en 1922-26, hace que las ideas no resulten siempre claras.

Pero el proceso está ya muy avanzado. Las formas de creación del consenso son mucho más capilares y sofisticadas e irresistiblemente invasoras que en el pasado: congruentes con la radical transformación que ha experimentado el reclutamiento mismo del personal político-parlamentario –hoy, predominantemente acomodado y centrista—, debida precisamente al mecanismo electoral mayoritario. Pues bien; el estudio del modo en que de verdad el fascismo consiguió –tras cinco larguísimos años, de 1921 (su primera aparición en el parlamento) a 1926 (leyes de excepción y puesta del PCI fuera de la ley)— alumbrar un régimen acaso sea hoy la tarea intelectual más instructiva. Tal vez la izquierda (el centro-izquierda) se haga alguna ilusión sobre las próximas elecciones de 2006. En mi opinión, sin embargo, la derecha hoy en el poder no cederá fácilmente el timón, no esperará pasivamente la respuesta de las urnas. Hará todo, verdaderamente todo, por conservar el poder. Ellos piensan tener Italia en su puño por mucho tiempo. Piensan dejarla remodela en todos los respectos. Nosotros no podemos cerrar los ojos ante esta verdad evidente. Entre 1922 y 1926 el fascismo creó las premisas para mantenerse en el timón. Lo primero que hizo fue abolir el sistema electoral proporcional; luego creó un bloque, una lista única en la que embarcó a peces de todas las formaciones políticas liberales y católicas de las más variadas layas. Entonces recurrió a la provocación. Y me refiero no sólo al secuestro de Matteotti. Sino a la provocación urdida contra el partido comunista (el arresto de los «correos» sorprendidos en la estación de Pisa con octavillas «subversivas» como prueba de la inminente «subversión comunista»): de ahí la detención de Gramsci y de los demás dirigentes; de ahí la creación del tribunal especial; de ahí el monstruoso processone; y al final, el obscuro atentado de Bolonia y la suspensión de los demás partidos.

Este crescendo es un escenario que parece arcaico, pero es un modelo todavía utilizable.

Bienvenida la invitación a estudiar cómo logró de verdad el fascismo hacerse con el poder y afirmarse en él. No obtendremos, como se pretende, la tranquilizante imagen de un régimen de todo punto «normal» (teniendo también en cuenta los tiempos peligrosos en que nació), sino el alarmante escenario, todavía reproducible mudados el estilo y los instrumentos, en el que se destruye una democracia.

El historiador marxista italiano Luciano Canfora es acaso el más importante clasicista europeo vivo. Situado en la tradición historiográfica alemana del ultraconservador Eduard Meyer y del más distinguido discípulo de éste, el genial clasicista marxista Arthur Rosenberg (fallecido en el exilio neoyorquino en 1943, el año en que nació nuestro autor), Canfora es también un agudo observador y crítico del tiempo histórico que le ha tocado vivir. Traducidos recientemente al castellano, son altamente recomendables su estudio sobre César (Julio César: un dictador democrático, Ariel, Barcelona, 2000), su delicioso ensayo histórico-filosófico Un oficio peligroso (Anagrama, Barcelona, 2002) y su instructivo libro sobre La democracia: historia de una ideología (Crítica, Barcelona, 2004). Sobre la polémica político-editorial suscitada por la frustrada edición en alemán de éste último, puede verse en SinPermiso la noticia que da su editor español, Gonzalo Pontón: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=329).

Traducción Leonor Març

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