Las lecturas de Marx en el siglo XXI
Robert Kurz
Sociólogo y miltante alemán, fundador del grupo Krisis. Ha escrito varios libros sobre el fin del fordismo y de la sociedad del trabaqjo abstracto. Este texto constituye la Introducción (páginas 13 a 48) del libro de su libro Marx Lesen, Frankfurt am Main, Eichborn, 2001. Fue traducido del original alemán al portugués y publicado en el segundo cuaderno de Critica Radical (Fortaleza, Ceará, Brasil). De aquí lo hemos tomado. Traducción del portugués: R. D.
Quien fue considerado muerto está más vivo que nunca. En su calidad de teórico activo y crítico, Karl Marx fue dado ya por muerto más de una vez, pero siempre consiguió escapar de la muerte histórica y teórica. Tal hecho se debe a un motivo: la teoría marxista sólo puede morir en paz junto con su objeto, o sea, con el modo de producción capitalista. Este sistema social, «objetivamente» cínico, desborda de comportamientos tan insolentes impuestos a los seres humanos, produce junto a una riqueza obscena e insípida una pobreza en masa de tal dimensión, está marcado en su dinámica de furia ciega por la potenciación de catástrofes tan increíbles, que su simple supervivencia hace que, inevitablemente, resurjan siempre temas y pensamientos de crítica radical. A su vez, el punto esencial de esa crítica consiste en la teoría crítica de aquel Karl Marx que, hace casi 150 años, analizara ya, sin ser superado, la lógica destructiva del proceso de acumulación capitalista en sus fundamentos. Sin embargo, al igual que para cualquier pensamiento teórico que sobrepasa la fecha de validez de un determinado espíritu del tiempo, también para la obra marxista vale lo siguiente: siempre se hace necesaria una reaproximación periódica que descubra nuevas facetas y rechace viejas interpretaciones. Y no sólo interpretaciones, sino también elementos de esa propia teoría ligados al tiempo. Todo teórico pensó siempre más de lo que él mismo sabía, y no sería serio llamar teoría a una teoría exenta de contradicciones. Así, no sólo los libros individualmente tienen su destino, sino también las grandes teorías. Entre una teoría y sus receptores, tanto adeptos como oponentes, se desarrolla siempre una relación de tensión en la que se manifiesta la contradicción interna de la teoría, a partir de lo cual, y sólo entonces, se generará conocimiento.
Marx y la última oda posmoderna a la «gran teoría»
En vez de volver a enfrentar el problema de la procesualidad histórica de la teoría social al final del siglo XX, el llamado pensamiento posmoderno sólo está interesado en silenciar la dialéctica entre formación de la teoría, recepción y crítica. Y precisamente la teoría marxista ya no es investigada en sus contenidos, ni analizada en sus condiciones históricas ni mucho menos corregida, sufriendo a priori un rechazo en su legítima pretensión de «gran teoría». Esta falsa modestia, que no es vista como tal sino sencillamente reprimida, respecto a la gran totalidad de las formas de socialización capitalistas, desciende a un nivel inferior de la reflexión teórico-social. La política del avestruz de un pensamiento reducido y desarmado de un modo tan espontáneo menosprecia el hecho de que no es posible trazar una separación entre la problemática de las denominadas grandes teorías y grandes conceptos y su objeto social real. La pretensión de querer abrazar el todo viene provocada sobremanera por la realidad social. En su existencia real, el todo negativo del capitalismo no cesa de actuar simplemente porque se lo ignore conceptualmente y porque ya no queramos mirar en esa dirección: «la totalidad no nos olvida», como bien se burló el inglés Terry Eagleton, teórico de la literatura.
La crítica posmoderna a la gran teoría, asimilada con gratitud por muchos ex marxistas como forma de pensamiento supuestamente aliviadora, no hay que remitirla a un pensamiento afirmativo y apologético en el sentido tradicional, sino más bien a la desesperación de una crítica social que está trastornada y que se sobresalta ante una tarea superior a su capacidad actual. Se trata de una evasión que sólo puede tener un carácter provisional: al final, el pensamiento crítico será implacablemente reconducido hacia el obstáculo que tendrá que superar. Y este obstáculo, ciertamente, es muy difícil de enfrentar, sobre todo porque el pensamiento marxista practicado hasta el día de hoy también está obligado a saltar por encima de su propia sombra. Se podría cambiar esta metáfora un tanto extraña por esta otra: el marxismo esconde en sus bodegas un cadáver que ya no puede permanecer así por mucho tiempo. O sea, tanto la contradicción entre la teoría marxista y su recepción a través del antiguo movimiento obrero, como las contradicciones en el interior de la propia teoría marxista registradas a fines del siglo XX llegaron a tal punto de madurez que ya no se puede concebir una reactivación o una reactualización de esta teoría dentro de los moldes en los que se ha hecho hasta hoy.
Después del siglo del movimiento obrero
En el pasado, siempre que el Marx considerado prematuramente muerto volvió a levantarse de su tumba sano y salvo, tales resurrecciones ocurrieron en una época que podría llamarse «el siglo del movimiento obrero». En la actualidad, parece claro que esta historia ha concluido. En cierto modo, sus motivos, sus reflexiones teóricas y sus modelos sociales de acción se volvieron falsos. Perdieron su fuerza de atracción, la vida se les escapó, y se nos presentan como bajo un cristal. Ese marxismo no es nada más que una pesada pieza de museo. Pero con esto aún no queda aclarado porque las cosas son así. El apresurado distanciamiento de los antiguos adeptos lleva en sí algo de hipócrita, y el triunfalismo precipitado de los antiguos opositores, algo de ingenuo. Ello porque, con el incomprendido final de una época que todavía no fue debidamente trabajada, los problemas madurados en el transcurso de esta historia no se desvanecieron; inversamente, se agravaron de manera dramática, nueva y todavía desconocida. Se tiene casi la impresión de que esa época ya pasada habría sido apenas la fase de transformación en crisálida o el período de incubación de una gran crisis cualitativamente nueva por acontecer aún en el seno de la sociedad mundial, cuya naturaleza sólo se puede abordar también, desde el punto de vista teórico, con conceptos equivalentemente grandes y, desde el punto de vista práctico, con una transformación social de cuño equivalentemente radical. Frente a la situación real, la religión profesada por un «pragmatismo» democrático y de economía de mercado, que reina por todas partes y mezcla todos los posibles aderezos de un escenario móvil, surte el mismo efecto que intentar combatir el sida utilizando alguna medicina popular o la explosión de un reactor atómico usando las mangueras del cuerpo de bomberos voluntarios.
Resulta engañoso el hecho de que el concepto central de esta filosofía de charlatanes que mezcla ciencia, política y management, o sea, aquella fórmula mágica ritual de la «modernización», parezca tan vacío, muerto y museológico como los grandes conceptos del movimiento obrero. El fin de la crítica significa también el fin de la reflexión, y en el capitalismo posmoderno negligente e irreflexivo el mantra de la «modernización» ganó la importancia de una vana idolatría. El concepto de modernización apenas se volvió tan inverosímil como los conceptos del «punto de vista obrero» o de la «lucha de clases». Esa pérdida de significado común a ambas partes remite también a una entidad común y a un lugar histórico común al antiguo marxismo y al mundo capitalista. Es la identidad interior secreta de los adversarios encarnizados que siempre ven la superficie cuando el conflicto inmanente sólo sobrevive porque el sistema común de relaciones se fragiliza. Siguiendo este pensamiento, como circunstancia integral de la modernización el marxismo no puede estar muerto y al mismo tiempo el capitalismo estar vivo y queriendo continuar, imperturbablemente, esta misma modernización ad infinitum. Más bien, tal vez se trate sólo de una vida aparente en un reino intermedio, o sea, de una presencia de zombies sin vida real en sus cuerpos.
En la misma dirección apunta el reduccionismo tecnológico de este concepto de modernización desvinculado de todos los contenidos de naturaleza originariamente social, analítico-social y económico-crítica. Si el acceso a internet y a la biotecnología deben serlo ya todo, entonces en el fondo eso no significa nada, pues las ciencias naturales y la tecnología no pueden existir por sí solas ni producir un progreso aislado. Éstas sólo son eficaces dentro de un contexto de desarrollo social y socioeconómico que supere estadios anteriores. Una modernización centrada en una naturaleza meramente tecnológica, que ya no quiera cuestionar el statu quo del orden social y que admita haber llegado al fin de la metamorfosis de las formas sociales a través de la economía de mercado y de la democracia, se descalifica a sí misma.
Estas reflexiones son ya una indicación de cómo se podría clasificar el fin del marxismo del movimiento obrero. Si la nueva crisis mundial del siglo XXI, que paulatinamente va mostrando sus contornos, consiste en que las bases comunes de la actual historia de la modernización se están volviendo obsoletas, esto significa también que el propio marxismo de las izquierdas política y sindical, juntamente con su reflexión teórica, ya logró movilizarse en el interior de las formas capitalistas. Su crítica al capitalismo no se refería, por tanto, al todo lógico e histórico de este modo de producción, sino sólo a determinados estadios de desarrollo ya recorridos o a ser superados. En este sentido, en su siglo el movimiento marxista de la clase obrera no fue de ninguna manera el sepulturero del capitalismo (de acuerdo con la célebre metáfora marxista), sino que, muy por el contrario, representó la inquietud interna propulsora, el motor vital y en cierta forma el «técnico de ayuda al desarrollo»/1 de la socialización capitalista. Por eso, el «todavía no» marxista en el sentido empleado por el filósofo Ernst Bloch no se refería en absoluto, contra la intención de éste, a la emancipación del capitalismo, de sus formas represivas y sus pretensiones fundamentales, sino más bien al reconocimiento positivo dentro del capitalismo y al progreso para la modernización dentro del capullo capitalista. El «todavía no» caracterizaba la propia escisión interna del capitalismo, sólo que todavía no significaba una visión más allá de éste, la que sólo se viabilizará en sus límites históricos.
La no-simultaneidad interna del capitalismo
La perspectiva de la «no-simultaneidad» inmanente a la formación del sistema social moderno puede representarse en diversos niveles. De esta manera, el modo de producción capitalista aún joven en aquel lapso de tiempo del siglo XIX en el que se inserta el período de vida de Karl Marx (1818-1883) era en cierta forma no-simultáneo en relación a sí mismo. Por un lado, ese modo de producción ya había desarrollado su lógica interna a tal punto que ésta se había vuelto visible en sus aspectos básicos y así abstractamente reconocible; por otro, las formas específicamente capitalistas todavía se encontraban mezcladas de modo múltiple con relaciones precapitalistas en distintas fases de decadencia y con las de aquella transformación aún lejos de estar concluida. Si incluso la conciencia teórica de esa sociedad en fermentación y en permanente mutación llegaba a confundir cada estadio del proceso de transformación con el «capitalismo como tal», entonces con más razón la conciencia práctica inevitablemente envuelta en las necesidades cotidianas se veía obligada a equiparar el capitalismo con las manifestaciones sociales directas, que todavía estaban impregnadas, sin embargo, de las impurezas de residuos premodernos bajo diferentes aspectos. Del mismo modo que el capitalismo parecía ser la propia identidad de cada estadio de su desarrollo aún no concluido, sobre todo en la visión de los intereses dominantes de cada época y de los apologistas de estos intereses (obsérvese que las autoridades patriarcales y las clases capitalistas de comienzos del siglo XIX, por ejemplo, difícilmente lograrían reconocerse en las figuras de los actuales capitalistas del tipo puntocom impuesto por la globalización), como contrapartida fue necesario para las fuerzas progresistas liberadas de cada uno de los respectivos estadios que el repudio a ese estado de cosas asumiese el nombre de una crítica al capitalismo, aunque en verdad se tratase sólo de una continuación del desarrollo del propio capitalismo.
Por esta razón, el concepto de modernización no era tan unidimensional como hoy, sino que estaba sobrecargado de una especie de crítica intercapitalista (se podría hasta decir: una autocrítica interna progresiva del capitalismo aún no concluido). Esto todavía tenía más sentido cuando se trataba de una lucha de clases aparentemente muy fácil de ser definida. Por una parte, los propios sujetos capitalistas de los siglos XVIII y XIX, aún provistos de modelos de pensamiento y comportamiento premodernos, tendían a tratar con paternalismo y aires señoriales autoritarios a los asalariados por ellos explotados como dependientes personales, aunque, en el caso del «trabajo asalariado libre», obedeciendo a su forma, se tratase de contratos entre iguales. Por otra parte, los asalariados y sus organizaciones, que en primer lugar fueron oprimidos por el Estado, reivindicaban precisamente ese carácter de relaciones contractuales en un mismo pie de igualdad jurídica, en oposición al carácter dominador y manifiestamente personal de la relación de capital que empíricamente aún no correspondía a su concepto lógico. Con todo, y exactamente por ese motivo, la lucha de clases se convirtió en el motor de la historia de la imposición capitalista, y la crítica al capitalismo frente a los capitalistas-propietarios personales sólo equivalía en verdad a la pura lógica del propio capitalismo, o sea, a la lógica de un sistema de igualdad formal estricta de individuos abstractos, los cuales de alguna manera aparecen como átomos de un proceso que, frente a ellos, se autonomiza.
No obstante, más allá de los modos de dominio paternalistas y personales y de los resquicios de relaciones sociales corporativas, había también otros factores de no-simultaneidad interna, como por ejemplo modelos culturales premodernos que bajo diversos aspectos aparecían como un estorbo frente al tiempo dinámico y abstracto introducido por la administración de empresas, al día de trabajo abstracto, al conjunto de reglas político-económicas unificadas, a la normalización de la cotidianidad y de las cosas, a la reducción funcionalista de la estética, etc. Independientemente también de la lucha de clases y de la crítica inmanente al capitalismo vinculada a ella, el contexto sistémico capitalista no estaba todavía suficientemente maduro, sobre todo si se tiene en cuenta que incluso en los países capitalistas más desarrollados (con Inglaterra a la cabeza) el modo de producción capitalista no había alcanzado aún integralmente todas las ramas de la producción, y las esferas sociales que se encontraban fuera de la producción empresarial directa (Estado, familia, vida cultural, corporaciones extraeconómicas, etc.) no estaban adaptadas lo bastante para las necesidades capitalistas y tampoco eran continuamente reestructuradas siguiendo la imagen de la racionalidad capitalista.
El movimiento obrero en la «modernización reparadora» del siglo XIX
Bajo otro aspecto, la no-simultaneidad del desarrollo capitalista también se manifestó como una no-simultaneidad externa. En aquella época, una gran parte del planeta no se encontraba todavía sujeta a la lógica de este modo de producción, ni siquiera incluso bajo la forma colonialista superficial. Una parte considerable de las anexiones coloniales se efectuó en el siglo XIX, y aun en los países y regiones del mundo ya conquistados las estructuras de reproducción social no estaban evidentemente tan penetradas por el capitalismo como en las respectivas metrópolis. Mantenidos como reservas de materias primas y considerados más bien como mercados marginales, serían incluidos en el proceso capitalista de manera parcial, así como la vida en el gran hinterland, dominado política y militarmente sólo de forma puntual, estaba arraigada aún en gran parte a formas precapitalistas.
Mientras tanto, también dentro de la propia Europa había una acentuada disparidad de desarrollo. Aunque el capitalismo ya contase con una larga historia preliminar, a fines del siglo XVIII sólo Inglaterra, que presentaba una industrialización embrionaria, podía ser llamada un país capitalista moderno, en comparación con el cual el desarrollo del continente era todavía relativamente atrasado. Dentro de la Europa continental, a su vez, la parte occidental (especialmente Francia y Holanda) se hallaba mucho más adelantada en relación a las regiones central y meridional. En Alemania, todavía no se habían desarrollado siquiera las condiciones básicas para la formación de una economía nacional homogénea y la de un correspondiente Estado nacional. De esta forma, en Europa y en el círculo de aquellos países que ya comenzaban a llamarse vagamente capitalistas, el siglo XIX estaba esencialmente bajo el signo de una «lucha para ganar terreno»/2. En la competencia establecida entre Inglaterra y Francia, esta primera modernización reparadora/3 acabó creando un verdadero paradigma que marcó vigorosamente el desarrollo de Alemania e Italia. En Asia, también se unió al grupo Japón, mientras que al otro lado del Atlántico los EE.UU. comenzaban ya un cambio súbito, a la búsqueda de un enfoque autónomo del desarrollo industrial capitalista.
Sólo a través de esa modernización reparadora, ocurrida en la segunda mitad del siglo XIX, surgió aquel contradictorio centro global compuesto por una cantidad relativamente pequeña de países que desde entonces vienen dominando, en configuraciones alternadas mediante guerras mundiales avasalladoras, el mundo capitalista. Eso que se instauró después de la Segunda Guerra Mundial como club exclusivo de la OCDE, que desde hace poco tiempo viene promoviendo conferencias globales periódicas bajo la denominación de «G7» y aparece como tríada formada por los centros Unión Europea, Estados Unidos y Japón, sigue estando representado por el mismo complejo central de Estados y economías nacionales que fueron el resultado de la «posición alcanzada en la carrera» por los anglosajones y los europeos occidentales y de la siguiente modernización reparadora emprendida por Alemania, Italia y Japón en el siglo XIX.
No se podía evitar que, junto a la no-simultaneidad interna básica, una no- simultaneidad externa nacional-estatal y nacional-económica viniese a determinar el anticapitalismo inmanente del antiguo movimiento obrero. Allí donde hubiese, bajo tal o cual aspecto, cierto atraso de desarrollo en relación a otras naciones, aquél asumía positivamente el problema; y allí donde las disparidades fuesen especialmente grandes, esa identificación ganaba un carácter bien marcado. En Alemania, la socialdemocracia marxista y los sindicatos figuraban entre los más vehementes opositores a la unificación nacional. Pero a pesar de que la unificación nacional-estatal fue, en último análsis, realizada «de arriba abajo» por el primer ministro imperial Bismarck/4 en el ámbito de un imperio anacrónico, se puede afirmar que la socialdemocracia alemana se mantuvo como un patriotismo burgués bastante oscuro. En las relaciones de competencia, del modo en que quedaron configuradas por la coyuntura de la modernización reparadora registrada en el siglo XIX, todos los partidos obreros acabaron asumiendo el punto de vista nacional-económico y nacional-estatal de «su» país, un tipo de orientación que, como se sabe, llevó a los movimientos obreros nacionales «amigos» a reencontrarse en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial. Bajo el efecto de la modernización reparadora, ese viraje hacia la posición de la competencia nacional-económica en la no-simultaneidad externa estaba íntimamente relacionado, siguiendo una necesidad lógica, con el papel vanguardista asumido por el movimiento obrero en lo referido a la no simultaneidad-interna del sistema capitalista. En otras palabras: de verdad, la oposición social hacia dentro y el conformismo nacional hacia fuera no eran tan antagónicos como quizá pueda haber parecido a primera vista.
El Marx exotérico y el Marx esotérico
En ese campo de tensión entre no-simultaneidad interna y externa del capitalismo del siglo XIX, se sitúa la génesis de la teoría marxista. Marx, él mismo un disidente del liberalismo burgués, no podía sino llevar consigo esa tensión. Examinada superficialmente, la acción de Marx refleja la doble contradicción, interna y externa, del capitalismo de su época. En primer lugar, Marx (junto a Friedrich Engels) era la figura más destacada del cambio de campo social protagonizado por los intelectuales de vanguardia que, al criticar las formas de gobierno estructuralmente atrasadas existentes sobre todo en la Europa continental, dejaron de ser burgueses liberales moderadamente opositores, para pasar a integrar la oposición proletaria del movimiento obrero que entonces comenzaba. Evidentemente, si se entiende el carácter de este movimiento como un motor inmanente al desarrollo del propio capitalismo, entonces este cambio de campo no fue en modo alguno tan extraordinario y trascendental para la Historia como siempre intentó mostrar la hagiografía marxista. A diferencia de la autoconciencia de los agentes implicados, el simple cambio del punto de vista de clase permaneció en los moldes de la lógica capitalista, y estuvo marcado sobre todo por la decepción frente al escaso vanguardismo inmanente de aquella clase capitalista empírica, demasiado arraigada al statu quo de la época y demasiado conservadora.
La forma básica del pensamiento disidente que de ahí resultaba consistía en la idea de transferir, en cierto sentido, al joven movimiento obrero las «tareas burguesas»/5 realizadas sin gran entusiasmo y con lentitud por la «clase poseedora» del capitalismo ascendente, tareas en gran parte ligadas al desarrollo capitalista ulterior que habían sido simplemente abandonadas (desarrollo de las relaciones jurídicas civiles, homogeneización del espacio social, modernización de las estructuras familiares y culturales, etc.), una temática que siempre volvía a encontrar espacio en el pensamiento de Marx. En este sentido, la teoría sólo hacía consciente lo que, independientemente de ella, ya se había establecido en el capitalismo como impulso esencial del movimiento obrero a través de su lucha por el reconocimiento. En la medida en que la teoría marxista confería una expresión científica a este impulso, podía convertirse en portavoz teórico-social o representante científico del movimiento obrero en su condición de aquel motor interno de desarrollo del capitalismo.
Este papel de la teoría marxista se fortaleció incluso por el hecho de que Marx, al ser alemán, escribía al mismo tiempo a partir de la perspectiva del «subdesarrollo» capitalista específicamente alemán. Ya en el prefacio a la primera edición de El capital, señalaba: «Nos atormenta, como al resto de Europa occidental continental, no sólo el desarrollo de la producción capitalista, sino también la escasez de su desarrollo. Junto a las calamidades modernas, nos oprimen una serie de calamidades heredadas, que se originan en la inercia de los anticuados modos de producción sobrevivientes, con su séquito de relaciones sociales y políticas anacrónicas. No sufrimos sólo a causa de los vivos, sino también a causa de los muertos. Le mort saisit le vif!»… Con estas palabras, queda patente la fuerza con que el disidente Marx se aferraba al concepto liberal de progreso y al esquema de desarrollo histórico de la filosofía hegeliana, que trasladará a la historia de los modos de producción económica sólo a partir de una versión puramente histórica o, como él mismo llegó a afirmar, cuya imagen corregiría. Desde este punto de vista, históricamente el capitalismo era una masa compacta y, para poder abolirlo realmente, en primer lugar era necesario introducirlo como un modo de producción históricamente necesario, en nombre del desarrollo de las fuerzas productivas; luego había que rodearlo de cuidados y mimos, promover su desarrollo ulterior y, en cierto modo, aproximarse a su concepto. Simplemente, no era posible desembarazarse de él, como afirmó Marx en aquel prefacio, pues se trataba de tendencias «que se imponen con férrea necesidad»: «El país más desarrollado industrialmente se muestra apenas desarrollado si se lo compara con su futuro».
En su referencia teórica positiva y en cierto modo histórico-filosófica tanto a la no-simultaneidad interna como a lo no-simultaneidad externa del capitalismo en el siglo XIX, Marx puede ser leído como un sensato teórico de la modernización y, justamente por eso, «teórico-jefe» del movimiento obrero moderno. En esa interpretación, nos encontramos de nuevo con el conocido Marx de la «lucha de clases», del «interés económico», del «punto de vista del obrero», del «materialismo histórico», etc. Si la teoría marxista se dejase absorber por esto, entonces se distinguiría de otras teorías de la modernización sólo por el énfasis social dado, su terminología específica y su fundamentación teórico-histórica. Bajo esta óptica, el programa de una crítica al capitalismo meramente inmanente y volcada a los diversos niveles de no-simultaneidad estaría hoy agotada, y de este modo Marx liquidado.
En este contexto, no se trata de meras clasificaciones del pensamiento (teórico, científico), sino de categorías reales de la reproducción social y del modo de vida social que vuelven a emerger en la teoría como conceptos (por ejemplo, en las ciencias económicas de cuño burgués). Por esa razón, el subtítulo de El Capital de Marx, o sea, una «Crítica de la economía política», admite dos interpretaciones: por un lado, como crítica a las relaciones objetivas y reales, existentes antes de o independientes de cualquier teoría y consideradas en sus formas de referencia socioeconómicas elementales; y por otro, como crítica a las formas de pensamiento y conciencia a ella ligadas y de ella resultantes, originadas tanto en el «sentido común» como en la ideología y la ciencia.
Es bastante fácil describir las categorías capitalistas básicas, pero es bastante difícil someterlas a una crítica fundamental. El concepto abstracto de «trabajo», el «valor» económico, la representación social de los productos como «mercancías», la forma general del dinero, la intervención a través de «mercados», la reunión de esos mercados en «economías nacionales» con determinadas unidades monetarias (monedas), los «mercados de trabajo» como requisito para una vasta economía de mercancías, monedas y mercado, el Estado en cuanto «Estado abstracto», la forma del «derecho» abstracto general (codificación jurídica) de todas las relaciones personales y sociales y como forma de la subjetividad social, la forma estatal pura y totalmente desarrollada de la «democracia», el disfraz irracional y culturalmente simbólico de la coherencia nacional-económico-estatal –todas estas categorías elementales de socialización capitalista moderna, por una parte desarrolladas a través de procesos históricos ciegos, fueron, por otra, impuestas a los seres humanos por los respectivos protagonistas y detentadores del poder en un proceso de catequización, habituación e interiorización a lo largo de varios siglos, resultando de ahí el hecho de que esas categorías, muy pronto, hayan aparecido como constantes antropológicas prácticamente insuperables, poniéndose al abrigo de toda crítica.
Lograr vender el contexto de la forma social capitalista, antes totalmente inexistente, como una ley natural de la convivencia humana que siempre hubiese existido, fue indudablemente una gran hazaña de la filosofía iluminista burguesa y de la teoría económica vinculada a ella y puesta en práctica entre el final del siglo XVIII y comienzos del XIX. Como se llegó a decir, esas categorías propiamente eternas sólo habrían sido empleadas de manera equivocada e incompleta en el pasado, porque había faltado la comprensión necesaria (la razón suscitada por el Iluminismo). Pero después de que, por suerte, se hubiese encontrado esa razón, la historia de los equívocos había llegado a su fin, y la humanidad podría marchar entonces hacia un futuro glorioso, obedeciendo los principios de la sociedad par excellence (entiéndase: del capitalismo), que siempre habían existido y regido.
Con mucha perspicacia y sutileza, Hegel modificó esa hipótesis, redefiniendo las condiciones sociales premodernas, que para los iluministas todavía aparecían como errores y equívocos, y estableciendo un número equivalente de «estadios de desarrollo necesarios» que, con certeza, en su conjunto sólo tenían el sentido de apuntar hacia la maravillosa era moderna como punto culminante y final del desarrollo humano. El hecho de que Hegel haya considerado este último estadio como ya alcanzado en plena monarquía constitucional prusiana es la clara prueba de que también él confundía, y mucho, la Edad Moderna o el capitalismo (que para él no lleva este nombre, sino que merece denominaciones mucho más patéticas, como por ejemplo Weltgeist/6), en cuanto objetivo de la Historia, con la situación real de su tiempo aún no completamente maduro.
Fue así como se dio la circunstancia de que la filosofía moderna en general y las ciencias económicas en particular (y más tarde también otras disciplinas académicas autónomas, como la sociología, las ciencias políticas, etc.) hayan proyectado para toda la historia de la humanidad el contexto totalmente nuevo de la sociedad capitalista como principio presuntamente natural de la convivencia y la administración. También aún hoy, a pesar de todas las críticas que se han formulado en relación a una visión ahistórica e inespecífica, se tiene como cierto, al menos en las ciencias económicas, que la primera herramienta arrancada a la piedra por un hombre prehistórico ya habría sido capital y alcanzado un precio en un mercado formado por sujetos de cambio. No se puede negar que Marx permaneció aferrado a Hegel desde el punto de vista histórico-filosófico, pero se divertía enormemente con esos anacronismos horripilantes de las ciencias económicas y no sólo «historizaba» explícita o implícitamente las modernas categorías capitalistas, sino que también las definía como formas de una forma profundamente irracional, destructiva y, al final de cuentas, autocorrosiva, de la sociedad.
Pero esa crítica radical se encuentra, en verdad, mezclada y cruzada con aquel análisis de la no-simultaneidad interna y externa del capitalismo y aquella representación de la clase obrera volcada simplemente hacia el reconocimiento «dentro» del capitalismo, de modo que Marx oscila permanentemente, en parte en su manera de expresarse y en parte también en su argumentación, entre una crítica categórica fundamental por un lado y una presentación «positivista» (y, como tal, comprensible) por otro, llegando incluso a ser claramente contradictorio en lo tocante a muchos de sus conceptos y argumentaciones centrales. En este sentido, urge que se hable, pues, de un «doble Marx », y en rigor se lo debe hacer precisamente en lo que concierne a esa relación de inmanencia positivista y trascendencia categorial presente en la formación de su teoría. Así, nos vemos delante de un Marx «exotérico» (volcado hacia afuera, de fácil comprensión) y un Marx «esotérico» (que piensa categóricamente, de difícil acceso). El Marx exotérico es el positivamente inclinado hacia el desarrollo inmanente del capitalismo, en tanto que el Marx esotérico es aquel que se vuelve hacia la crítica categórica al capitalismo.
Marx y el movimiento obrero: matrimonio no por amor
Mientras tanto, para el propio Marx y para sus receptores en el seno del movimiento obrero, no era posible separar estos dos factores tan entrelazados. Aunque Marx hubiera reconocido muy pronto la política como forma de una sociabilidad meramente extrínseca, abstracta y dependiente del proceso de explotación del capital, creyó que el movimiento obrero, precisamente por la vía de la lucha política (ligada al Estado), podría ser lanzado a través de la representación de intereses meramente inmanentes en la dirección de aquella crítica aún difusa y categórica, que trascendía la conciencia constituida de forma capitalista, una crítica cuya realización él mismo llegó a calificar ocasionalmente de «sueño», «objetivo gigantesco» o hazaña de una «enorme conciencia».
A su vez, el movimiento obrero y sus representantes políticos, en su gran mayoría personas honestas, no tenían casi ninguna idea de qué hacer con aquella crítica categórica que aparecía implícita o explícitamente. De una manera un tanto hipócrita, ante el problema preferían apelar a la disculpa de que se trataba de un discurso teórico difícil de comprender, asumiendo una actitud deliberadamente humilde delante del «gran pensador», pero sólo para movilizar sutilmente el sentido común del obrero asalariado en contra de aquella «teoría nebulosa» y de sus «filosofemas» inútiles y nada prácticos. Con ese telón de fondo, a muchos receptores, que se habían mostrado antes completamente interesados, aquellas tesis de Marx, supuestamente incomprensibles, acerca de la crítica radical a las formas capitalistas, les parecieron también una especie de «fanfarronadas hegelianas» e incluso una «tontería filosófica». En verdad, el razonamiento ontológico-abstracto y teórico-cognitivo de la filosofía moderna, que parece distante de la praxis, acaba ocultando con su ropaje terminológico la reflexión sobre las formas de pensar capitalistas que simultáneamente son las formas sociales de la praxis.
En tanto que Marx, en contra de su propia convicción, quería reconocer en la forma política del movimiento obrero, la cual trascendía la lucha diaria de intereses meramente sindicales, el vehículo de una crítica radical acerca de la forma (y de este modo, paradójicamente, también acerca de la propia forma política), para el movimiento obrero, a la inversa, esa forma política se convirtió en el vehículo mediante el que sería posible eludir prudentemente la crítica categorial de la forma, una crítica que hasta cierto punto sólo se contemplaba de soslayo y provocaba temores, y conquistar el reconocimiento (exitoso, en resumidas cuentas) dentro del capitalismo como sujeto de trabajo, así como en los mercados de trabajo. De esta manera, se producía una ilusión recíproca, y Marx se volvía no sólo en su condición exotérica el representante científico del movimiento obrero, sino que encarnaba también simultáneamente, en su condición esotérica, al teórico importuno, protestón y enfurruñado, eternamente descontento, y «papá sabelotodo» predicador de sermones que quedaban en un segundo plano, convirtiéndose en un fiel reflejo de su propia contradicción interna en relación al movimiento histórico de la clase obrera hacia el interior del capitalismo, en vez de fuera de él.
La inevitable tensión derivada de esa relación extremadamente discrepante hizo que la antinomia de la teoría se convirtiese en poco tiempo en su canonización y dogmatización, como normalmente sucede cuando la propia cosmovisión legitimadora contiene un punto ciego que no puede ser tematizado. Es verdad que Marx llegó a observar irónicamente que él no era «marxista», pero eso no le sirvió de nada. Pues la transformación, y con ella la anatematización, de la contradicción teórica en la ideología de un «ismo» era la única posibilidad de adecuar a su teoría una recepción que equivaliese a las necesidades del movimiento obrero. Y esa ideologización hizo con Marx aquello que ocurre con todo pensador no-simultáneo que está en su tiempo, pero al mismo tiempo adelantado a él: sólo por eso fue, en cuanto Marx exotérico, elevado a la condición de dogma para ser, en la condición de Marx esotérico, degradado y recibir una patada en el trasero. Y con mayor vehemencia por parte de los ideólogos «marxistas» del partido y de los eruditos académicos, desde Karl Kautsky hasta Oskar Negt. Tal vez no haya otro pensador moderno a quien mejor le cuadre la siguiente frase del aforista polaco Stanislaw Jerzy Lec: «Lo lapidaron levantándole un monumento».
El marxismo y la modernización reparadora en el siglo XX
Esta lapidación del Marx esotérico continuó después de su muerte durante un período de más de un siglo. Pues el «breve» siglo XX, delimitado por las fechas históricas de 1914 y 1989/7, no experimentó el avance de la crítica categórica en la teoría marxista ni una consecuente nueva cualidad de reflexión social, sino que, por el contrario, vio la ascensión reiterada y al fin la caída del Marx exotérico de la modernización y positivamente inmanente, en un nuevo nivel de no-simultaneidad histórica dentro del capitalismo. Porque el siglo XX no llegó a representar, a pesar de ambas guerras mundiales y de la crisis económica mundial (1929-1933), el siglo de la maduración de la crisis y de la transformación del capitalismo, sino que, a la inversa, representó esencialmente la época de una segunda ola de «modernización reparadora». Sólo entonces las grandes regiones mundiales de la periferia capitalista, la gran mayoría de la humanidad, como previera Marx, entraron en la historia mundial.
Esta segunda modernización reparadora se dividió en dos tendencias entrelazadas: por un lado, la ascensión del socialismo de Estado (vulgarmente, capitalismo de Estado) en el Este, que esgrimió la tesis de un sistema mundial propio, y por otro, el movimiento de liberación nacional de los países coloniales del Hemisferio Sur, cuya descolonización e independencia civil y nacional-estatal sólo pudo ser concluida al final del siglo (en definitiva, con la devolución de Hong-Kong a China). El «big bang» de esa historia mundial del siglo XX fue la gran revolución de octubre ocurrida en Rusia al final de la Primera Guerra Mundial, seguida de la revolución china en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, así como de las grandes guerras anticoloniales de liberación (Argelia, Vietnam, África del Sur) libradas en las décadas de la posguerra.
No se podía evitar que el Marx exotérico, cuya teoría inmanente de la modernización ya se desvaneciera un tanto dentro del movimiento socialdemócrata occidental y fuera mezclada con escenarios móviles de las ciencias positivas burguesas, llegase a experimentar su segunda primavera en la segunda ola histórica de la modernización reparadora. Pues al entrar en el horizonte global del capitalismo, las regiones periféricas apenas podían seguir sus propias tradiciones culturales limitadas. Más aún, carecían de una teoría occidental universal como telón de fondo legitimador, que al mismo tiempo, en cuanto teoría de legitimación universal orientada hacia la historia mundial capitalista, tuviera un carácter históricamente de oposición, para poder ser instrumentalizada en la competencia entre la periferia, ocupada en su modernización reparadora, y los centros del capital ya establecidos.
En consecuencia, el Marx exotérico fue retomado por teóricos como Lenin, Stalin y Mao Tsé-tung, y se lo adaptó a las necesidades de la nueva «lucha para ganar terreno» en la periferia capitalista. Estas necesidades diferían de las del movimiento obrero occidental, en la medida en que no se trataba sólo de mostrar reconocimiento a las personas que dependían de un salario en un capitalismo ya establecido; se trataba, más bien, de la implantación –con carácter reparador– de las propias categorías sociales capitalistas, y a decir verdad, mucho más allá de las exigencias de aquel proceso similar de modernización reparadora registrado en Alemania, Italia y Japón en el siglo XIX. Porque, en primer lugar, el atraso en el grado de socialización capitalista era mucho mayor, si se lo compara con las discrepancias de aquella Europa más joven; en segundo lugar, porque la «lucha para ganar terreno» tenía que realizarse en unos plazos mucho más exiguos y en un nivel de desarrollo del capital mundial mucho más alto; y en tercer lugar, porque eso sólo podía suceder dentro de una competencia precaria frente a un círculo dominante de índole ya global, formado por poderes centrales altamente desarrollados y fuertemente armados.
En ese contexto, la teoría marxista sufrió una nueva deformación y reducción. Los aspectos esotéricos de la crítica categórica ni siquiera surgían ya como reflexión filosófica fuera de la realidad y distante de las exigencias prácticas; desaparecieron casi completamente de la discusión, perdidos a mitad de camino entre Lenin y los teóricos de la liberación nacional. Aunque la relación social con un movimiento obrero se había mantenido desde el punto de vista formal, ésta se redujo prácticamente a grupos relativamente pequeños y organizaciones sindicales en el marco de una industrialización aún frágil. Los propios partidos obreros marxistas periféricos se convirtieron en máquinas burocráticas de la «valorización reparadora» de sociedades que todavía no se encontraban permeadas por la forma económica capitalista. No sólo eran los representantes de la inquietud interior del capitalismo o del desarrollo ulterior de un capitalismo orientado hacia el Estado de derecho o hacia el Estado social, como sus partidos hermanos occidentales; además (en el caso de Lenin, aún relativamente consciente), en un sentido abstracto-pansocial, tenían que «hacer de burguesía», porque la burguesía social de los países periféricos simplemente era muy débil para esa tarea. Por tal motivo, la identificación de ese marxismo periférico con la nación respectiva (en las ex colonias, la nación fue en general una invención tardía y totalmente sintética) adquiría un carácter aún más intenso que en Occidente.
El carácter paradójico de ese marxismo de legitimación ideológica que se encuentra en la segunda modernización reparadora superaba en mucho a aquel registrado en los partidos obreros occidentales, pues en realidad se trataba de una amalgama explicable sólo a partir del contexto histórico especial de un «capitalismo desarrollista anticapitalista» o «capitalismo directo de Estado», lo cual, en el campo de tensión de una no-simultaneidad externa especialmente extrema, tenía que expresar la contradicción de la teoría marxista también de una manera especialmente extrema.
Esencialmente, esa segunda recepción del Marx exotérico apareció y ocurrió de una manera más profundamente radical que la primera, pero no porque hubiera movilizado la crítica categórica oculta del capitalismo y así hubiese abierto el camino en la dirección de la raíz de la relación histórica, sino porque estaba más expuesta a una carga mayor de no-simultaneidad intercapitalista. Como burocracias estatales, los partidos obreros marxistas no sólo tuvieron que asumir las tareas burguesas de una forma mucho más enfática de lo que sucediera antes en Occidente; en verdad, paradójicamente, ¡tuvieron incluso que engendrar la clase obrera como material humano del propio proceso de explotación por primera vez a gran escala social! Si esa versión hard-core del marxismo exotérico se mostró radical, en realidad se trataba menos de una radicalidad de la crítica teórica y práctica y mucho más de una forzosa militancia de la competencia en la autoafirmación intercapitalista frente a los centros occidentales, que por eso buscó con ahínco una representación marcial correspondiente, de cuño cultural-simbólico, y acabó realzando, bajo el signo de las guerras de la revolución y de las guerras de independencia del siglo XX, el kalachnikov estilizado sobre las insignias del trabajo, principalmente la hoz y el martillo.
Como no se logró superar la problemática de ahí resultante con los medios ofrecidos por la teoría marxista de la modernización, esa diferencia meramente relativa acabó conduciendo, en el seno de la recepción de Marx, al gran cisma del movimiento marxista mundial. Esa escisión, condicionada a primera vista por el aparente contraste entre la radicalidad del Este y del Sur y el reformismo moderado occidental, sólo refleja en realidad la diferencia en el grado de no-simultaneidad e inconclusividad de la penetración capitalista. Para explicarnos: en el estrato más antiguo de la vía de desarrollo occidental, la cuestión giraba en torno del simple reconocimiento dentro del Estado moderno ya establecido, mientras que en el estrato más nuevo de las regiones Este y Sur, se trataba de conquistar el poder estatal, con el fin de instalar una máquina estatal moderna responsable de la industrialización capitalista de Estado. Se puede entender muy bien que la forma de una radicalización (centrada en la cuestión del poder estatal) de la teoría marxista, vinculada a esta coyuntura, sólo hubiese podido movilizar en los centros occidentales a una minoría ideológica; el comunismo (como rótulo del nuevo impulso modernizador de capitalismo de Estado) permaneció en Occidente como un simple niño malcriado, una especie de tropa auxiliar de la Unión Soviética, y por eso no conseguía superar el status de una nota a pie de página de la historia, en tanto lograba mantener su verdadero poder de irradiación en las grandes regiones de la periferia mundial. Como contrapartida, la democracia social de Occidente, saturada a causa de una participación diversificada en la administración de seres humanos y aterrorizada con las formas crudas de la dictadura desarrollista engendrada por el marxismo periférico, fue dejando a un lado paulatinamente, y por completo, su marxismo, para sufrir una mutación, después de la Segunda Guerra Mundial, en su legitimación y en sus programas, y volcarse a una opaca teoría keynesiana de Estado social sin retórica de lucha de clases y sin revolución. Balance: de algún modo, el Marx exotérico se había vuelto propiedad exclusiva de los retrasados históricos.
El reciclaje del marxismo en la guerra fría
Sólo se puede explicar el destino de la teoría marxista en el siglo XX mediante el desciframiento de los contrastes externos en el contexto de un repudio intercapitalista global, dentro del cual el movimiento histórico-mundial del capitalismo comenzó por primera vez, no sólo de acuerdo con su lógica sino también empíricamente, a mostrarse como capital mundial, según la esencia capitalista, en la forma de una competencia destructiva y grandes catástrofes de dimensiones imprevistas. Dentro de esa evolución, se superpusieron varias oleadas de desarrollo, cuya influencia mutua creó sistemas globales y relaciones de competencia de estabilidad sólo provisional. El «siglo del movimiento obrero (occidental)» (aproximadamente de 1848 a 1945) se cruzó con el «siglo de las revoluciones nacionales de desarrollo» (1918 a 1989) y con la lucha por el dominio capitalista a escala mundial en el seno del Centro, la cual fue definitivamente resuelta en 1945 con el inicio de la «Pax Americana».
Después de la Segunda Guerra Mundial, todo ese proceso se manifestó a través de la coyuntura formada por los «tres mundos», que marcó especialmente la segunda mitad del siglo XX: el «Primer Mundo» del viejo centro capitalista, en lo sucesivo bajo la cuestionada hegemonía de EE.UU.; el «Segundo Mundo», representado por el comunismo de Estado del Este, o capitalismo de Estado, bajo la dirección de la Unión Soviética; y finalmente el «Tercer Mundo», compuesto por aquellos movimientos poscoloniales de liberación nacional y por dictaduras desarrollistas de las más diversas tendencias existentes en el Hemisferio Sur del planeta. Oeste y Este, el Primero y el Segundo Mundos se enfrentaban en la Guerra Fría del denominado conflicto de sistemas, mientras que el Tercer Mundo se organizaba en parte en el grupo de los llamados países no alineados (con una clara tendencia hacia el socialismo de Estado) y en parte se convertía en escenario de «guerras por delegación» de ambos bloques de sistemas.
La teoría marxista, que en su forma exotérica remodelada sacudió toda esa época a partir de la periferia, acabó siendo completamente desfigurada por ambos lados hasta quedar irreconocible. Si al principio, cuando la joven Unión Soviética estaba aún vinculada intelectual y culturalmente a la política y a la historia humanística de Occidente (transmitidas por los socialistas emigrados durante el régimen zarista), se mantuvo todavía aparentemente el patetismo emancipador del «nuevo ser humano» y del «tiempo nuevo» sobrecargado de utopías, muy pronto surgió el carácter modernizador del capitalismo de Estado incorporado por el régimen soviético y por todas las dictaduras desarrollistas que vinieron a continuación, para los cuales figuraba como punto central no la emancipación social del ser humano, sino su transformación en material de una participación, supervisada por el Estado, en el mercado mundial. De esta manera, apenas puede resultar extraño que inmediatamente después aparecieran no sólo aquellas formas de trabajo, moneda y mercado del Estado burocrático, características del punto de partida capitalista, sino también los acostumbrados actos criminales de la modernización, una vez que se disipó la polvareda ideológica de las revoluciones.
A estas alturas, Occidente, intimidado en la Guerra Fría por el ala antagónica atrincherada, representada por los retrasados históricos, eligió a Marx y su teoría como la imagen de representación negativa de todo el Imperio del Mal, mientras que los países del bloque oriental de capitalismo de Estado lo pintaban como icono legitimador de una esperanza oscurecida hacía mucho tiempo por los regímenes de la industrialización dictatorial-desarrollista. En su deslumbramiento, Occidente no quería reconocer en tal «Este marxista» (y en parte del Sur) la imagen de su propio pasado, aun cuando el Este hubiese intentado imitar, en los siguientes años setenta, llegando a rozar el ridículo, no sólo las categorías capitalistas, sino también el modo de vida y consumo capitalista en un nivel relativamente inferior, bajo un manto de burocracia de Estado.
El movimiento del 68 como brote efímero del Marx exotérico
Hacia el fin del milagro económico occidental, aquel gran boom de la posguerra de las industrias fordistas con el automóvil como un bien de producción y consumo central, el Marx exotérico experimentó una vez más –a decir verdad, ya más allá de su época histórica– una inesperada tercera primavera, esta vez bajo la forma del gran movimiento occidental de jóvenes y estudiantes, que estuvo acompañado por fenómenos similares en el Este europeo (Primavera de Praga) y en el Tercer Mundo. Pero esa tercera primavera fue apenas una brisa fresca que lo único que hizo fue rozar levemente la superficie de la sociedad como un movimiento simbólico-cultural. El intento de enriquecer ese movimiento con el patetismo nacional-revolucionario del Tercer Mundo y de reasumir de nuevo, en un gran plan estratégico, la recepción del Marx exotérico como una fuerza histórica global se desvaneció considerablemente en una cultura pop romántico-revolucionaria. Sólo una ínfima minoría intentó poner en práctica esa opción estratégica condenada al fracaso con acciones militares kamikaze completamente aisladas y casi existencialistas (como por ejemplo en la República Federal Alemana, la Rote-Armee-Fraktion /9).
A estas alturas, la teoría marxista no estaba siendo repensada en el mismo nivel del desarrollo alcanzado por las formas sociales capitalistas; a la inversa, se la reimportaba en una forma conceptual muy desamparada desde la periferia, cuya modernización reparadora, desde el punto de vista económico y estructural, ya se encontraba a punto de fracasar, aunque la teoría en sí pareciera aún vivir sus últimos triunfos revolucionarios.
En cuanto a las propias metrópolis capitalistas, lo que quedó como residuo o sobra de la antigua función de modernización en el horizonte de comprensión del Marx exotérico fue un impulso contrarrevolucionario del movimiento del 68 hacia el desencadenamiento del último estadio de individualidad capitalista posmoderna: las temáticas en torno a la cultura crítica habitual, al antiautoritarismo, a la «revolución sexual» y a las demás campañas del momento, todas ellas adornadas todavía por el vocabulario marxista impuesto por el movimiento juvenil y estudiantil, acabaron transformándose en diversos planos de gerenciamiento y marketing de vanguardia, en una comercialización de lo íntimo y en un nuevo autoempresariado de la fuerza de trabajo.
Mientras que los denominados nuevos movimientos sociales, que desde 1968 hasta la mitad de los años ochenta emprendieron diversas tentativas de una contracultura, se veían todavía (o se veían erróneamente) como una oposición social fundamental, cada vez se remitían con menos frecuencia a la crítica marxista de la economía política. Era evidente que el potencial de las interpretaciones marxistas ya no bastaba para una explicación progresista de la realidad. Pero si no recurría a la teoría marxista, el análisis acababa careciendo de profundidad crítica, y los movimientos fueron perdiendo su fuerza, deshaciéndose o disolviéndose dentro del capitalismo mediante la subcultura y la política lobista de grupos aislados.
La gran confusión después del marxismo
Con la extinción de aquel brote, finalmente el Marx exotérico pudo desaparecer para siempre. Pero por falta de reflexión histórica y teórica acerca de su importancia, tal agotamiento del paradigma marxista se interpretó como si la crítica al capitalismo tuviera que ser archivada por haberse tratado de un mero engaño. Esta impresión superficial pareció confirmarse dramáticamente cuando en 1989 –de manera irónica, a la hora puntual de celebrarse el segundo centenario de la Revolución Francesa– se desmoronó el frágil imperio del capitalismo de Estado del Este europeo, hundiéndose, casi sin hacer ruido, en el infierno de la Historia. El socialismo real, que tanto fuera evocado en nombre del Marx exotérico, sencillamente perdió su realidad. Y después de esto ya no se detendrían: aún dentro de ese modo de ver típico de la Guerra Fría, aquella ruptura de época, tan inusitada como incomprendida, pasó a ser proclamada por todas las vertientes políticas y teóricas como una victoria decisiva de la «economía de mercado y de la democracia», fórmula que todavía hoy nos persigue como una musiquilla chata y de fácil éxito, fabricada para vendérsela a los clientes del Kaufhaus des Westens/10.
En ese momento, dentro de la visión de poco alcance histórico de la Guerra Fría, el contrasistema marxista, y con él la alternativa histórica al capitalismo, parecía fracasado. Y a partir de la perspectiva de una izquierda en franca y rápida disolución, que sólo sabía pensar de la manera inmanente del Marx exotérico, había que bajar la cabeza y mostrarse de acuerdo con tal evaluación. Por un lado, los grandes movimientos de desbandada hacia un «realismo» conforme al capitalismo, con sus consecuentes carreras grotescas, y por otro, la triste y obstinada nostalgia marxista de una minoría desorientada parecían sellar definitivamente el destino de la teoría marxista. Completamente fuera de consideración quedaba el hecho de que aún podría haber otra interpretación, muy diferente, de los desarrollos y acontecimientos registrados, y en verdad sería una interpretación en el horizonte de aquel Marx esotérico reprimido y de su crítica radical categórica.
Desde esta visión totalmente diferente, de la cual incluso la opinión pública teórica sólo se dio cuenta con reluctancia, no fue la alternativa histórica la que fracasó, sino, por el contrario, la modernización reparadora de la periferia. Si, a partir de la perspectiva de la no-simultaneidad externa (nacional) en el siglo XIX, la «lucha para ganar terreno» todavía pudo alcanzar relativamente sus fines, después de los éxitos iniciales acabó derrumbándose en el siglo XX, a pesar de los enormes esfuerzos realizados. Los motivos de esa derrota residen en el estadio de desarrollo del propio sistema capitalista mundial: bajo las condiciones de integración progresiva posibilitadas por el comercio mundial y los mercados financieros, los retrasados históricos sólo perderían el aliento, a más tardar, con la tercera revolución industrial (microelectrónica). Al fin de cuentas, ya no estaban en condiciones (o sólo a costa de un endeudamiento externo precario) de obtener la fuerza de capital destinada a ese nuevo armamento tecnológico del aparato total de producción. Así, perdieron la competencia en el mercado mundial, y, en una reacción en cadena, se abrió la discrepancia entre precios de importación y de exportación (terms of trade) en detrimento de estos últimos, de modo que ya no pudieron obtener las divisas suficientes, viéndose obligados, por fin, a capitular como economías nacionales autónomas.
Ahora, hasta los propios portavoces de la economía de mercado y de la democracia, así como los neoliberales de línea dura empiezan a ver con claridad que la crisis mundial actualmente en curso, provocada por sucesivos colapsos nacional-económicos, no puede ser vencida de ningún modo mediante un simple cambio en los campos político-ideológico e institucional, saliendo del plano estatal y encaminándose hacia la competencia de mercado, del proteccionismo relativo hacia la apertura del mercado y de la fracasada dictadura desarrollista unipartidaria hacia un parlamentarismo democrático. Esa crisis es mucho más profunda. Como bien lo demostraron los colapsos sufridos, y aún no superados en absoluto, por los «tigres» del sudeste asiático, con su aparente economía milagrosa, no sólo fueron las economías decididamente socialistas de la periferia las que tropezaron con sus fronteras históricas. Resulta cada vez más evidente que el capitalismo occidental no puede integrar, en un sistema mundial unificado bajo su égida exclusiva, a aquellos retrasados históricos que fracasaron en sus tentativas autónomas de recuperar el terreno y el tiempo perdidos. La no-simultaneidad intercapitalista no fue abolida de manera positiva, sino tan sólo negativa. Bajo la presión de patrones de productividad y rentabilidad globalmente unificados, hoy una gran parte de la humanidad ya no logra existir dentro de las formas sociales capitalistas. Más todavía: de manera inequívoca, la crisis mundial se manifiesta también dentro de los propios países-núcleo capitalistas, aunque por el momento permanezca oculta en virtud de un nuevo capitalismo financiero fuera de la realidad, el cual puede ser interpretado, a su vez, como un fenómeno de crisis.
Cuanto más claramente proclamen los hechos esta verdad a los cuatro vientos, mayor será la confusión. ¿Será que se debe, por ejemplo, reexhumar la enterrada crítica marxista al capitalismo y simplemente revitalizar y repetir los conceptos ya olvidados de la lucha de clases y de una economía política, aunque éstos formen parte, obviamente, de una época ya desaparecida? La ciencia oficial y la opinión pública burguesa se resisten, con derecho, a reanimar un debate tartamudo y superfluo. Aparentemente, ya no habrá ninguna posibilidad de expresar con claridad los evidentes fenómenos de crisis y desarrollar alternativas sociales históricas (de ahí también el discursos terco, bordeando la ignorancia, de la «economía de mercado sin alternativa»). Como después de 150 años sólo el Marx exotérico de una teoría de la modernización positiva está presente en la conciencia social, la teoría social sufre una parálisis extrema.
La necromancia marxista
En gran parte, los pocos grupúsculos marxistas que quedan no hacen prácticamente nada para revertir este estado de cosas. Al contrario, fortalecen la parálisis y confirman, cuando el pasado está repasado, llenos de estridencias y en medio de una grosera presunción, la misma película que muestra el paradigma naufragado del Marx exotérico.
Las insignias y lemas de las revoluciones desarrollistas reparadoras ya fueron a parar al baúl de los trastos viejos posmoderno. «Hoz y martillo» aparecen al lado de símbolos religiosos y de otra naturaleza como un accesorio desprovisto de su contenido que ya se volvió histórico, y fondos de inversiones y empresas de alquiler de vehículos hacen la publicidad de sus «revolucionarias» ideas comerciales a través de imágenes alienadas de Lenin. Pero el marxismo que quedó reflexiona infatigablemente sobre la diferencia cualitativa para él todavía obvia entre el socialismo real desrealizado y el modo de producción capitalista. Y esto sucede, aunque la identidad positiva haya sido probada prácticamente por el hecho de que ese socialismo sólo haya podido fracasar según los criterios capitalistas porque éstos también eran los suyos.
En la actualidad, se esboza un nuevo frente de retirada de la izquierda global, en el cual conceptos del Marx exotérico («lucha de clases», etc.) se vinculan a elementos de la doctrina económica keynesiana (intervenciones parciales del Estado y acompañamiento social-estatal del capitalismo, etc.). Al frente de esta tendencia, destaca el sociólogo francés Pierre Bourdieu, quien proclamó categóricamente la «defensa de la civilización keynesiana» contra la marcha triunfal del neoliberalismo. Frente a la mayoría de los «realistas» ex izquierdistas que ahora, a ciegas, participan en todo lo que requiere el capitalismo, desde la exigencia por sectores de salarios baratos hasta la entrada de la OTAN en guerras, este llamamiento hecho con integridad personal por Pierre Bourdieu, convocando a la resistencia intelectual y social, parece extremadamente simpático. Pero tal actitud de oposición izquierdista ya no dispone de ninguna autonomía histórica, ninguna sustancia y ninguna perspectiva social.
Al contrario de la necromancia dogmática de los últimos «creyentes» que viven fuera de la realidad, la iniciativa de Bourdieu sólo puede mostrarse no dogmática y nueva por el siguiente motivo: se trata de una combinación ideológica de dos contenidos antiguos y decrépitos, otrora antagónicos. En esta circunstancia, la referencia al Marx exotérico sólo aparece sin embargo como evocación ritual de la lucha de clases, permaneciendo como retórica de acompañamiento, mientras que para nosotros, en lo concerniente al contenido, sólo se trata de una opaca nostalgia keynesiana. De esta forma, por ejemplo, la reivindicación irremediablemente ingenua de un «control político de los mercados financieros transnacionales» repite aquel mismo modelo de la época pasada, o sea, la idea de una regulación y moderación estatal-política de las categorías reales capitalistas no abolidas, en un mundo que hace mucho dejó de empeñarse en eso. El deficit spending [gasto deficitario] de la moderación estatal keynesiana fue devorado por la inflación de los años 70 y 80, en cuanto el control monetario nacional-estatal fue demolido por la globalización. Por tal razón, este modelo ya no responde a ninguna norma de realidad intercapitalista. Permanece como reminiscencia ideológica, y sólo por eso es posible un extraño matrimonio mixto entre Marx y el keynesianismo, matrimonió que sufrió la burla del marxismo de los años 70 que era, él mismo, apenas una resonancia histórica. De manera real, el keynesianismo occidental fracasó tanto como el capitalismo de Estado del Este en la segunda modernización reparadora.
Únicamente porque el sistema de coordenadas del desarrollo y de la conciencia social sufrió un dislocamiento, esa posición, desde el punto de vista formal, casi puede parecer de nuevo «radical de izquierda». Sin embargo, la izquierda reunida en ese sentido para lo que sólo es un combate de retirada, en verdad ya no se presenta con su propio nombre marxista, sino que va a oler en el cubo de la basura histórico los trapos usados y tirados por las ciencias económicas burguesas. El hecho de no hallarnos ya, de ningún modo, ante un retorno del Marx exotérico se puede desprender también de la constatación de que la perspectiva de Bourdieu ya no se refiere al futuro de un nuevo impulso desarrollista capitalista febrilmente discutido, el cual tuviese que estar, como en aquel mayo de antaño, presumiblemente ligado al «anticapitalismo»; tal hecho se refiere apenas al pasado desvanecido del boom capitalista de posguerra, de sus normas de naturaleza estatal-social y de la expansión de su sector público.
La crisis categorial y la zona-tabú de la era moderna
¿Por qué la conciencia social se cierra a través del espectro de las ideas de manera tan contraria al pensamiento de que la nueva crisis mundial del siglo XXI podría ser una crisis categorial del capitalismo? ¿Por qué el Marx esotérico, reprimido y recluido en un mundo filosófico o en un futuro distante y sin importancia para toda y cualquier crítica práctica, tiene tantas dificultades para hacer valer sus derechos? Hay una serie de motivos con que responder a estas preguntas. Y todos tienen algo que ver con la dimensión de esta nueva crisis que ya no puede ser superada bajo las formas de acción y de conciencia hasta ahora vigentes.
Puesto que el horizonte de desarrollo interno capitalista se ha disipado, ya no se puede formular una oposición emancipatoria dentro de las categorías del moderno sistema de producción de mercancías. Esto significa que tampoco es posible luchar simplemente contra un enemigo externo fácilmente definible (la «clase poseedora», las «fuerzas reaccionarias», el «imperialismo» de las potencias establecidas, etc.), pero también que la propia forma del sujeto y de la acción (capitalistamente constituida) está a disposición. Esto es tan difícil de entender como de soportar.
Es evidente que el desarrollo histórico entró en una zona tabú. Sólo en la superficie el capitalismo fue un proceso de destabuización. En esta sociedad, en el final de su desarrollo, (casi) todo está permitido, bajo la condición, sin embargo, de que se pueda comprar y vender. No obstante, la aparente arbitrariedad universal se halla al mismo tiempo limitada por formas completamente no arbitrarias, hasta cierto punto dogmáticas, unidimensionales y sin alternativas de valor, mercancía, dinero y competencia, en que se basa la forma y sustancia económico-empresarial del «trabajo». Esta dictadura de la forma social, que entretanto ya alcanzó incluso al amor, el deporte, la religión, el arte, etc., no tolera otros dioses.
Pero como ese tabú apenas está constituido por postulados y prohibiciones externas, siendo él mismo ordenado mediante la forma moderna de conciencia y de sujeto, y estando anclado, en consecuencia, más profundamente que todos los antiguos contextos-tabú, resulta también mucho más difícil lograr un avance. Quien, por ejemplo, cuestione el sistema de ganar dinero como tal puede contar con el hecho de que será declarado por el sentido común como un caso de psiquiatría. Justamente los últimos dinosaurios que quedan del marxismo exotérico, cuyos representantes siempre reaccionaron con miedo y defensivamente a las consecuencias esotéricas de su maestro, consideran tal pretensión como «esoterismo», lo que, sin embargo, desde su óptica, debe significar simplemente irracionalidad, charlatanería, etc. La idea de que el propio capitalismo podría haber expulsado a las fuerzas productivas más allá de los límites de la subjetividad «ganadora de dinero» del ser humano moderno, sólo puede chocar con una total incredulidad.
Para lograr abrir un espacio discursivo a la crítica categórica del Marx esotérico al modo de producción capitalista, obviamente es necesario, en primer lugar, superar un estadio preliminar, precisamente aquella zona de la tabuización de preguntas que no se hacen y de cosas sobre las que no se habla, pero que sí se poseen. Se trata, pues, de la tematización de prerrequisitos hasta entonces tácitos que no eran analizables. Fue el hecho de haber sido el primero y el único teórico moderno en «expresar en palabras» el apriori tácito del sistema de producción de mercancías lo que llevó a la presunta «ininteligibilidad» y al «carácter filosófico fuera de la realidad» del Marx esotérico. Por otro lado, las ciencias económicas, y con ellas todas las otras ciencias sociales plenamente desarrolladas (que hoy, en definitiva, están degradadas a simples ciencias auxiliares, por no decir policías auxiliares de las ciencias económicas), no tienen las categorías capitalistas de trabajo, valor, mercancía, dinero, mercado, etc., como objeto, sino como prerrequisito tácito de su razonamiento «científico». La forma de sujeto de cambio de mercancías, la transformación de fuerza de trabajo en dinero y del capital-dinero en plusvalía (lucro) no es indagada acerca de su «qué» o su «por qué», sino tan sólo acerca de su «cómo» funcional, semejante al modo en que los científicos naturales sólo analizan el «cómo» de las llamadas leyes naturales. El primer obstáculo de una crítica categórica al capitalismo consiste, por tanto, en retirar esas categorías de su status de obviedad tácita y tornarlas explícitas y así, y sólo entonces, criticables.
El fetichismo como dimensión tácita y el gran salto de la historia
De forma abstracta, como problema metódico, la sociología cultural ya desarrolló ampliamente la cuestión de una crítica posible al presupuesto ciego. La transformación de una «dimensión tácita» (Michael Polanyi) de lo implícito en un explícito expreso por medio de la lengua, la tematización de lo hasta el momento indecible como problema de comunicación en épocas de crisis y de transición, se convirtió en un lugar común dentro de los análisis histórico-culturales. Pero en gran parte este problema no es tematizado con intención crítica, sino afirmativa, por ejemplo en la reflexión de la teoría sistémica (N. Luhman), como constitución de un «telón de fondo de obviedad» que apunta a la «reducción de la complejidad». En esta línea de pensamiento, el carácter tácito apriorístico de las categorías capitalistas surge como un tipo de alivio para la vida, y su crisis fundamental no se tiene en cuenta de ningún modo como posibilidad.
Pero cuando el problema fue abordado como impulso de tematización en transiciones críticas, ello ocurrió, o bien como una observación de épocas lejanas (por ejemplo, para el filósofo Karl Jaspers con relación a la llamada «era axial» del siglo V a. C., cuando se dio un primer gran impulso de separación entre el mundo terreno y el divino junto a una revolución de los órdenes sociales), o bien como una investigación de las obviedades implícitas en la vida cotidiana, que son expresadas en palabras y cuestionadas por el desarrollo de la metaestructura social. Esta última explicación del telón de fondo implícito sólo va a ser incluso afirmativa en el capitalismo en el momento en que coincida ampliamente con él, lo que el filósofo Jürgen Habermas denominó «colonización del mundo vital». Pues como primera y única forma social de dinámica ciega tenemos al propio capitalismo, que retira y cuestiona obviedades permanentemente implícitas en la vida cotidiana, de la actividad profesional, la convivencia social, la cultura, etc., a partir de esa obviedad –sin embargo, de ningún modo en el sentido de una emancipación social, sino, por el contrario, como entrega total del ser humano a procesos de mercado ciegos. Si el problema de la tematización de aquello que hasta ahora no fue objeto de comunicación hubiera de tornarse fecundo de manera emancipatoria, entonces ello sólo será posible cuando la investigación de la tematización se vuelva hacia los «axiomas implícitos» del propio capitalismo –o sea, con el Marx esotérico, volver la indagación tematizadora hacia las formas sociales categoriales que para la era moderna sólo formaron el telón de fondo tácito.
El concepto central del Marx esotérico, que representa esa tematización crítica, y con ella la despedida emancipatoria de la modernidad, es el concepto de «fetichismo». A partir de él, Marx muestra que la aparente racionalidad de la modernidad capitalista sólo representa, en cierto modo, la racionalidad interior de un sistema absurdo objetivado: una especie de creencia secularizada en cosas, la cual se manifiesta en las abstracciones hechas palpables del sistema de producción de mercancías, de sus crisis, absurdidades y resultados destructivos para el ser humano y la naturaleza. En la autonomización de la llamada economía, en la fetichización del trabajo, valor y dinero se oponen a los seres humanos, a su propia sociabilidad, como un poder extraño y exterior.
El escándalo consiste en que esa autonomización espantosa, fantasmagórica y destructiva de las cosas muertas, economizadas/11, tomó la forma de la obviedad axiomática. Con su concepto de fetiche, que también extiende al Estado, la política y la democracia, el Marx esotérico produjo lo que todo gran descubridor produce en las cosas humanas: transforma lo aparentemente simple, lo cotidiano, la «dimensión silenciosa» de lo obvio, en lo extraño, lo carente de explicación y lo erróneo.
El Marx esotérico, a diferencia de su sosia exotérico inmanente a la modernización, al retirar a la modernidad de su posición de reina dentro de la Historia, no justifica e idealiza, como los críticos meramente reaccionarios de la era moderna, las relaciones de las sociedades agrarias premodernas, sino que, por el contrario, inserta la era moderna en el contexto de una historia social de sufrimientos de la humanidad, una historia no suprimida, inscrita en el horizonte de un todavía válido «todavía no».
Cuando el Marx clásico analiza la Historia como un todo, en el sentido del concepto hegeliano, orientado hacia el materialismo, de desarrollo y progreso, lo hace con el concepto de una «Historia de las luchas de clases»: sólo proyecta, por tanto, el proceso de desarrollo e imposición intercapitalista a toda la Historia existente hasta el momento. Es sólo con el concepto de fetiche empleado por el Marx esotérico que se vuelve posible describir, en un nivel de abstracción más elevado, el conjunto de todas las formas sociales surgidas hasta entonces, producido no sólo mediante retroproyecciones de la era moderna: por más diferentes que sus relaciones puedan haber sido, nunca hubo sociedades autoconscientes que pudiesen decidir libremente sobre el empleo de sus posibilidades; siempre hubo sólo sociedades que fueron dirigidas por medios fetichistas de las más diversas clases (rituales, personificaciones, tradiciones determinadas por la religión, etc.). Desde ese punto de vista, debería hablarse de una «historia de las relaciones de fetiche». En ese sentido, el moderno sistema de producción de mercancías con su economía autonomizada irracionalmente sólo representa la última forma de fetichismo social, ciega a través de su propia dinámica.
La tarea que de ahí resulta viene a poner de manifiesto finalmente la verdadera dimensión de la crisis mundial del siglo XXI. Se trata –en las propias palabras de Marx, y dicho con esta audacia– no sólo del fin de la historia capitalista, sino también del problema de una superación de la historia existente hasta ahora, comparable al máximo con la llamada revolución neolítica o con aquella revolución de la «era axial». No sólo la era de la Guerra Fría llegó a su fin, sino también la historia mundial de la modernización en general, y no sólo esa historia específicamente moderna, sino la historia mundial de las relaciones de fetiche en general.
La hipotética reducción de la complejidad a través de la máquina social capitalista, que siempre representó más ideología que realidad, se transforma finalmente en destrucción. Por esa razón también, el salto es tan grande y está tan lleno de temores. Pero las relaciones de crisis, que se volvieron reconocibles a través de su continua evolución, reclaman implacablemente: allí donde había inconsciencia social (desde la «invisible hand» [mano invisible] del culto a los antepasados hasta la «invisible hand» del mercado capitalista mundial), deberá surgir conciencia social. En lugar de un medio ciego, tendrá que surgir un proceso decisorio social consciente, organizado por instituciones autodeterminadas (no establecidas a priori), más allá del mercado y del Estado.
Envoltorios ilusorios posmodernos como última palabra de la era moderna
En vez de tomar por fin en serio los postulados del Marx esotérico ante la crisis mundial y alcanzar una reflexión crítica más allá del paradigma de modernización ya agotado, las ciencias sociales desarmadas intentan engañarnos frente a esta tarea. No sólo no se desea ningún otro nivel de reflexión, sino que además se procura prorrogar una vez más la antigua forma de reflexión inmanente a la historia de imposición capitalista, yendo más allá de su fecha de vencimiento. Para eso, el sociólogo Ulrich Beck inventó el término de la «modernización reflexiva». Pero esa expresión que acabó siendo muy utilizada y recitada de manera inconsciente, es una expresión hueca y un envoltorio ilusorio, pues la reflexividad aquí postulada no se refiere, en absoluto, a una forma de combatir el capitalismo, sino tan sólo a una pura fenomenología. En otras palabras: supuesta más que nunca de manera ciega en su contexto capitalista, la sociedad deberá comportarse «reflexivamente» sólo en relación a los diversos fenómenos y consecuencias de su obrar enloquecido y destructivo.
El mismo carácter lamentable ofrecen las recetas propuestas que van desde el «trabajo civil no remunerado» hasta la «administración cercana al ciudadano», etc. No se pretende alcanzar una nueva forma de sociedad más allá del mercado y el Estado, sino la llamada «sociedad civil», en verdad hace ya mucho tiempo corroída por la colonización capitalista del mundo vital, que, como instancia encargada de los servicios de reparación, tendrá que derrotar la crisis que ha estallado en los poros y en los recovecos existentes entre el mercado y el Estado. Esta perspectiva parece tan irremediablemente irrealista como la pretensión de resucitar el Estado social keynesiano que está naufragando. En el fondo, su objetivo es simplemente intentar compensar la supresión de las obligaciones sociales por medio de limosnas privadas y autoactividad moral desprovista de sentido crítico.
No importa las vueltas que se den: no hay manera de eludir a Marx, aun cuando actualmente el «retorno a Marx» sólo pueda referirse a la crítica radical categórica del fetichismo de la era moderna, una crítica que viene siendo reprimida hasta el día de hoy. Y tampoco tendría nada que objetar respecto a ese Marx esotérico si, por ejemplo, se levantase la sospecha de un mal utopismo de su parte. Exactamente lo contrario sucede con el Marx exotérico de la modernización, quien acogió complacientemente a los utopistas en el panteón de sus precursores. La utopía siempre puede ser leída en la historia de la modernización como una apelación al ideal capitalista (ideológico) frente a una mala realidad capitalista. La utopía es la enfermedad infantil del capitalismo, no del comunismo.
Por esta razón, también el Marx esotérico es completamente no utópico y antiutópico. En su caso, no se trata ni del paraíso en la tierra ni de la construcción de un nuevo ser humano, sino de la superación de las exigencias capitalistas hechas al ser humano, del fin de las catástrofes sociales producidas por el capitalismo. Ni más ni menos. El hecho de que esto sólo sería viable si fuese superada la historia acontecida hasta el presente como una historia de fetiches, no pertenece a la arrogancia de la crítica, sino a la arrogancia del propio capitalismo. Incluso después del capitalismo, seguirá habiendo enfermedad y muerte, envidia e individuos despreciables. Sólo que no ya no existirá una paradójica pobreza masiva, producida por la producción abstracta de riqueza; ya no existirá un sistema autonomizado de relaciones fetichistas ni formas sociales dogmáticas. El objetivo es grande, justamente porque, medido por la exaltación utópica, se muestra relativamente modesto, y no promete nada más que liberar de sufrimientos completamente innecesarios.
NOTAS [del traductor al español]
1. La metáfora hace referencia a la «ayuda al desarrollo económico» normalmente ofrecida por los países industrializados que envían agentes técnicos responsables de la aplicación de proyectos en los llamados países en vías de desarrollo.
2. En alemán, la palabra usada (Aufholjagd) proviene de la jerga deportiva y es usada habitualmente en el sentido de que alguien intenta recuperar el tiempo perdido en una competición (por ejemplo, en una carrera). En el texto se considera análogamente la carrera emprendida por los países que querían recuperar el tiempo perdido y alcanzar el desarrollo industrial.
3. El término «reparador» debe ser entendido aquí como «que repara, mejora, fortalece» (cfr. Diccionario Houaiss). Obsérvese que la idea contenida en la expresión «modernización reparadora» está íntimamente ligada a la considerada en la nota anterior, o sea: por medio del proceso de modernización que llegó tardíamente a Alemania, Italia y Japón, estos países procuraban ganar el tiempo perdido para lograr así quedar en pie de igualdad con Inglaterra o superarla.
4. Otto von Bismarck (1815-1898) es considerado el unificador de Alemania. Mediante tres guerras [contra Dinamarca, Austria y Francia], consiguió en 1871 anexar los estados meridionales a la ya existente Confederación del Norte, organizada por él, y coronar emperador de Alemania a Guillermo I de Prusia, en Versalles, convirtiéndose él mismo en el primer Primer Ministro imperial (Reichskanzler) de Alemania.
5. En alemán, el adjetivo que significa «burgués» (bürgerlich) también puede significar «civil». Con todo, en la teoría marxista entró también otro sesgo de argumentación muy diferente que excede en mucho el horizonte de su tiempo. Se trata de una crítica al capitalismo mucho más profunda, la cual merece ese nombre también en sentido lógico e histórico, puesto que examina el modo de producción capitalista fundamentalmente en sus formas político-económicas elementales, que abarcan a todos los grupos, clases y capas sociales y forman el sistema colectivo de referencias de los conflictos sociales intercapitalistas. Este segundo nivel de la crítica marxista al capitalismo, el nivel realmente genuino, no es sólo válido para un determinado modo o un determinado nivel de desarrollo o determinados efectos de ese contexto de formas, sino que está relacionado con la esencia o el núcleo de la cosa; al no remitirse a cualidades negativas o a fallos e imperfecciones (que posiblemente estarían al alcance de una corrección inmanente), este nivel es categórico o categorial, o sea, que rechaza las clasificaciones ontológicas básicas del capitalismo.
6. Weltgeist: «espíritu del mundo».
7. Año de la caída del Muro de Berlín, hecho que aceleró el colapso general de los regímenes socialistas en los países del Este europeo.
8. A veces no queda muy claro en el texto original si el autor se refiere a «Este» y «Sur» sólo en el contexto europeo o si también cabría la idea del «Este» como referencia a países de Oriente, o la del «Sur» como referencia a países del Hemisferio Sur, sobre todo si pensamos en países comunistas de Asia.
9. Grupo terrorista «Fracción del Ejército Rojo», que actuó en Alemania occidental, de manera bastante violenta, sobre todo durante los años 70.
10. En Berlín occidental, durante la Guerra Fría, se construyó un predio donde se instalaron lujosas tiendas dedicadas a los más diversos ramos, desde zapaterías y librerías hasta mercados de alimentación con las más finas delicatesses. El predio, que está situado dentro del corredor turístico central de Berlín, servía (y aún sirve) como escaparate de la modernización y del poderío económico-comercial de Alemania occidental, sobre todo en la época del Muro de Berlín, pues se contraponía a la poca variedad del comercio del vecino Berlín oriental (sector comunista). Popularmente, se lo llama KDW (se pronuncia ka-de-vé). Literalmente, significa «Centro Comercial del Oeste».
11. La palabra «economizada» no debe entenderse aquí como «ahorrada», sino como «que pasó por un proceso de ‘economización’».
Traducción: AA.VV.