Alternativas a la crisis. ¿Cómo afrontar la futura escasez de energía?
Joaquim Sempere
Vivimos en Occidente varias crisis superpuestas. La más visible y con efectos más tangibles es la financiera. A ésta sigue una crisis económica productiva por falta de liquidez derivada de la crisis financiera. Los ataques de la oligarquía del dinero a los derechos laborales y ciudadanos configuran una crisis sociopolítica marcada por la ruptura agresiva por esa oligarquía del pacto social que había imperado durante cerca de medio siglo. A ésta puede añadirse una crisis ética marcada por el deterioro del clima moral visible especialmente con la corrupción. Por último, tenemos una crisis ecológica, de recursos naturales, que es ahora mismo la menos visible (y que tiende a infravalorarse frente a las anteriores, más visibles) pero la más profunda y a medio y largo plazo la más grave, sobre todo por combinarse con un capitalismo neoliberal desmadrado. Voy a centrarme en ésta última.
La crisis ecológica se nos presenta con enormes incertidumbres. De hecho, todas las crisis recién mencionadas tienen numerosas incertidumbres. De ahí que las izquierdas se planteen a menudo cuestiones insolubles o demasiado plagadas de interrogantes y de riesgos. ¿Sí o no a la UE? ¿Sí o no al euro? ¿Cómo combatir el fraude fiscal y la fiscalidad regresiva en un contexto globalizado dominado por los dueños del mundo? ¿Es posible, y cómo, acabar con los paraísos fiscales? ¿Cómo revertir la tendencia a desigualdades crecientes? Y tantas otras cuestiones. Ante incertidumbres como éstas, creo que lo mejor es no enzarzarse en debates estériles. Opino que valdría más consensuar y aferrarse a unos pocos principios ético-políticos –como decía Gramsci— que nos orienten y nos ayuden a tomar decisiones en las situaciones a que debamos enfrentarnos en cada momento.
Volvamos a la crisis ecológica y sus incertidumbres. Observemos que, aunque el deterioro ecológico se viene denunciado y estudiando desde hace medio siglo, la conciencia de su existencia y gravedad ha avanzado muy poco. Incluso si aceptamos que en los últimos veinte años la conciencia del problema ha crecido, debemos admitir que lo ha hecho superficialmente. Por tomar un aspecto crucial: hay escasa conciencia de que nos estamos acercando peligrosamente a los límites de la biosfera y de los recursos naturales, y de que esto va a provocar situaciones de escasez y/o de colapso que obligarán, tarde o temprano, a cambios radicales en las maneras de producir y consumir y en los estilos de vida, y que agudizarán las tensiones sociales dentro de los países y en las relaciones internacionales. Por eso los avisos de esos peligros se reciben con escepticismo y rechazo; se acusa a sus autores de apocalípticos y catastrofistas; desde la izquierda se ignoran olímpicamente alegando que lo importante y urgente hoy son el paro y los desahucios masivos. Además, los efectos de la crisis ecológica no se perciben claramente en Occidente, y las hambrunas y sequías agravadas en los últimos tiempos en ciertas regiones del mundo pobre no se relacionan con el cambio climático, por ejemplo.
Como la crisis ecológica tiene muchos aspectos, voy a concentrarme en el que, a mi parecer, es más inminente y con efectos más drásticos en nuestras vidas o en las de las generaciones que nos siguen: la escasez de energía. Descarto el cambio climático, aunque puede ser más grave, porque está rodeado de muchas más incertidumbres debido a su evolución no lineal.
Para calibrar la gravedad social de la escasez de energía, antes conviene evaluar la dependencia de nuestras sociedades respecto de los flujos de energía exosomática. Hasta 1800 aproximadamente todas las sociedades humanas se basaban en energías renovables de matriz solar y en economías de proximidad. El aprovechamiento del carbón mineral, el petróleo y el gas –y luego del uranio— con la ayuda de las correspondientes innovaciones técnicas fue transformando el modelo energético hasta el que tenemos hoy, que, a escala mundial, depende en un 75% de las fuentes fósiles, un 6% del uranio y menos de un 20% de fuentes renovables, sobre todo la hidroeléctrica. Podemos hablar justificadamente de un modelo energético fosilista con un “apéndice” nuclear.
Veamos, en algunos sectores decisivos, los detalles de la extrema dependencia de nuestras economías respecto de la energía exosomática.
Agricultura. La agricultura moderna logra alimentar una población mundial de más de 7.000 millones de personas (casi 9 veces la de 1800) gracias a su elevada productividad por hora de trabajo y a su elevado rendimiento por hectárea. Algunos estudios señalan factores multiplicadores de 30 en el primer caso y de 6 en el segundo. ¿Cuál es el secreto de este incremento? Aparte de la mejora genética (no me refiero sólo ni principalmente a los transgénicos), estos elevados rendimientos tienen que ver con la aplicación intensiva de fertilizantes químico-minerales, productos fitosanitarios, plaguicidas, herbicidas, agua de riego, tractores y maquinaria. Todos estos inputs proceden de fuera del agroecosistema, de la minería, la metalurgia y la industria química principalmente, y consumen básicamente recursos no renovables, incluidos los energéticos, básicamente petróleo. He mencionado el riego, factor importante del alto rendimiento en muchos casos, que requiere energía para perforar pozos y bombear el agua. Los balances energéticos de esta agricultura “industrial” muestran una eficiencia energética mucho peor que la agricultura orgánica (tradicional o moderna) y además dependen de recursos materiales y energéticos no renovables. En una agricultura orgánica, cada unidad de input energético podía generar varias unidades de energía alimentaria, mientras que en la agricultura industrial, el rendimiento se acerca a la unidad y a veces está incluso por debajo. Empleamos muchas kilocalorías en los procesos de producción agroganadera para obtener una cantidad muy baja de kilocalorías alimentarias. Como suele decirse, la agricultura industrial moderna es un procedimiento que convierte energía fósil no comestible en energía comestible. Nos estamos alimentando, pues, de una manera insostenible, y cualquier episodio de escasez de energía –sobre todo si no es coyuntural sino que responde a situaciones básicas— puede llevarnos al hambre.
Industria. Gran parte de la industria actual está altamente automatizada, de modo que depende de la minería y de un sector metal-mecánico muy exigente en materiales y en energía, por no hablar de la industria química. Este razonamiento es extensible a todos los ramos de industria, donde abundan los esclavos mecánicos que suplen el esfuerzo físico humano y despliegan una rapidez, precisión y eficacia que no estaban al alcance del trabajador manual tradicional.
Salud. Los altos estándares de salud obtenidos, bien reflejados en las altas esperanzas de vida de que gozamos, derivan de una buena alimentación, de una buena higiene (que a su vez depende de la suficiente disponibilidad de agua) y de la industria químico-farmacéutica. Todos estos ingredientes de la buena salud dependen también de la abundancia energética.
Podríamos seguir con otras actividades humanas, todas ellas hoy muy petrodependientes. Los hogares domésticos gastan, en los países ricos, en torno al 15% de toda la energía consumida: pensemos que también las viviendas disponen de ejércitos de esclavos mecánicos, de un sobreequipamiento de electrodomésticos, pensemos en la electrificación extrema de los hogares y en el gran consumo energético para calentar o climatizar los interiores de las casas.
Pero el cuadro no es completo sin el transporte, que gasta en torno a la mitad de toda la energía comercial exosomática. Y el transporte está sumamente hipertrofiado debido a la división territorial del trabajo a escala mundial, que genera una enorme necesidad de transporte de bienes y mercancías. Este es un punto importante en el que conviene fijarse. Esta división territorial del trabajo ha dado lugar a interdependencias intensas y generalizadas. Simplificando y generalizando, cabe decir que las materias primas se obtienen en un lugar del planeta, los productos semielaborados se producen en otro, el ensamblaje en otro y el consumo final en otro. Esto significa que la superficie del planeta está incesantemente recorrida por buques, trenes, camiones y aeronaves que transportan, además de viajeros, bienes y mercancías acabadas o semiacabadas. Y esto vale para cualquier cosa, incluidos los alimentos. Cualquier situación de escasez energética resulta, pues, un peligro sistémico de colapso, más o menos generalizado.
Un sencillo ejercicio de imaginación nos permite visualizar este peligro. Desde nuestra comida cotidiana, que suele haber recorrido cientos o miles de kilómetros, hasta las actividades industriales y comerciales que dan de comer a millones de trabajadores, que se pueden paralizar si no llega la materia prima, el producto semielaborado o la mercancía final, todo depende de la disponibilidad fluida de energía, y, hoy, concretamente, de petróleo. Ante la inminencia del pico de las energías fósiles, el peligro está a la vuelta de la esquina.
Hay dos maneras principales de abordar el problema. (1) Una, buscar alternativas no agotables para mover los vehículos. Pero en este momento no hay alternativas energéticas para mover la enorme cantidad de transporte. Las que hay son insuficientes, muy costosas y ecológicamente dañinas. (Uno de los aspectos del daño es algo de lo que se habla mucho últimamente: el peligro de destinar tierras y trabajo a mover vehículos en vez de alimentar personas si la solución se busca por el lado de los agrocarburantes.)
(2) Otra, transformar la división internacional del trabajo fomentando la proximidad entre producción y consumo, y entre consumo intermedio y final, es decir, desarrollar economías locales, de proximidad, que no requieran demasiado transporte. Como se dice ahora, relocalizar frente a la deslocalización que ha promovido la mundialización capitalista. Esta segunda manera de abordar el problema es la única eficaz porque ataca el problema de raíz: es la que debe priorizarse.
Lo grave es que hoy nadie, ni gobiernos, ni grandes empresas ni formaciones políticas (ni siquiera las de izquierda), parece darse cuenta de la inminencia de la amenaza. Cuando digo inminencia me refiero a lapsos de 15 o 20 años, que son los años que se necesitan para reorganizar la economía de un país, no a lapsos de pocos años. Así, pues, no se toman medidas. Al contrario, se malgastan enormes cantidades de recursos para explotar, por ejemplo, el fracking, alargando artificialmente la agonía del modelo fosilista, en lugar de destinar esas ingentes inversiones en el modelo renovable (aquí dejo de lado los efectos ecológicos nefastos del fracking). Todas las iniciativas económicas, o su inmensa mayoría, consisten en más de lo mismo, en seguir con las mismas infraestructuras, sistema de transporte, organización del territorio, etc. El aterrizaje suave a una sociedad de la escasez no se prepara. No se invierte en ello.
A falta de un aterrizaje suave, ¿qué cabe esperar? Podemos enumerar los resultados más fácilmente previsibles:
1.Escasez y empobrecimiento material de los más pobres. Si los mecanismos de producción y distribución siguen siendo los mismos que ahora (mercantilización general de las actividades y desigualdades brutales en el reparto de la riqueza), los más desfavorecidos se verán arrojados a una vida de privaciones y a una lucha elemental por el sustento.
2. Acaparamiento de recursos escasos. Las desigualdades se traducirán en esfuerzos de los ricos para conservar sus estilos de vida acaparando energía y recursos y empujando al resto a niveles más graves de pobreza. Esto acrecentará la conflictividad social y la lucha de clases, que, en el mejor de los casos, puede tener salidas constructivas, aunque no es seguro si no hay proyectos socialistas adecuados a esas nuevas situaciones que puedan generar consensos y frentes de lucha potentes de los trabajadores.
3. Militarismo. Los Estados más poderosos tratarán de controlar las últimas bolsas de recursos naturales, empezando por las reservas de energía fósil, por la vía armada. Se intentará proseguir el crecimiento económico consubstancial al capitalismo prolongando el modelo fosilista, tal vez con formas nuevas, inéditas. Una esperanza insegura es que la escasez de petróleo también repercutirá en el encarecimiento de las aventuras bélicas y en la incapacidad de las potencias militares para librar todas las guerras que desearían librar, pero esto puede desembocar en sistemas más baratos de hacer la guerra (los drones nos dan una pista) y en reclutar ejércitos en los países pobres que hagan la guerra de los ricos a costa de sus vidas.
4. Hambrunas. En los países pobres hay regiones donde no ha penetrado la agricultura industrial. Pero también hay muchas regiones que se han especializado en cultivos de exportación, sacrificando la agricultura de subsistencia, de modo que dependen de las importaciones para comer. Se habla de un centenar de países del Sur con “déficit alimentario” (PDA). Con el colapso de los sistemas de producción barata y transporte transoceánico de los alimentos básicos, estos países pueden sufrir graves hambrunas, al menos durante los años que tarden en reconvertir su agricultura hacia la autosuficiencia. Los acaparamientos de cientos de miles de hectáreas por grandes multinacionales o por gobiernos lejanos a que hoy estamos asistiendo con estupor pueden agravar el problema.
5. Peligro de refeudalización de la vida social. En el posible caos socioeconómico resultante de estos factores, habrá retornos espontáneos a la autosuficiencia territorial local. Si el Estado no resiste y se hunde, se puede propagar el desorden y pueden surgir formas de organización mafiosa, que aseguren en estos territorios autosuficientes, más o menos aislados, un orden armado a cambio de sumisión. Una especie de hundimiento de un rasgo central de lo público en las sociedades modernas, que es el monopolio estatal de la violencia legítima. Se puede hablar del riesgo de una refeudalización de la vida social.
Seguramente se puede seguir imaginando otros escenarios posibles e incluso probables. Pero los mencionados bastan para dibujar líneas alternativas que permitan oponerse a una deriva catastrófica de esta índole, bajo el principio siguiente: debemos trabajar hoy para evitar caer mañana en este tipo de colapsos sociales. ¿Cómo? Apunto algunas propuestas.
Ante todo, conviene hacerse cargo de que es prácticamente imposible que una masa suficiente de ciudadanos acepte adaptarse preventivamente a las nuevas situaciones de escasez de manera voluntaria. La austeridad voluntaria es muy difícil. Cuesta mucho más pasar de la abundancia a la frugalidad que a la inversa. Lo más probable es que sea “la fuerza de los hechos” lo que obligue a las grandes mayorías a asumir la austeridad, y en tal caso, la tarea más razonable de la izquierda sería anticiparla y prepararse. No con fórmulas cerradas, sino con principios ético-políticos –según expresión de Gramsci— que guíen la acción y ayuden a tomar decisiones acertadas sobre la marcha, en respuesta a unas situaciones demasiado complejas para ser previstas en detalle con antelación.
A. Principio de autosuficiencia. Crear estructuras sociales y políticas para acoger a la gente que se verá empujada a confiar en los medios y recursos locales. Fomentar la agricultura ecológica de proximidad, que pueda prescindir al máximo de los inputs industriales. Mejora del medio rural para facilitar la vuelta a la tierra. Adoptar un modelo energético renovable distribuido, que no dependa de grandes centrales energéticas: esto empieza a ser hoy ya posible con las tecnologías disponibles, y permite la autosuficiencia energética. Políticas de planificación territorial para organizar las actividades humanas según esquemas de proximidad.
B. Principio de ahorro y frugalidad. La mejor gestión de los recursos es ahorrarlos y consumirlos con parsimonia. Esto implicará cambios substanciales en los estilos de vida, pero también en las maneras de trabajar, producir y consumir. Por ejemplo, hacer artefactos más duraderos, más aptos para ser reparados (para alargar su vida útil), recircular, reciclar, etc. Compartir bienes de uso no habitual (alquiler o copropiedad en lugar de propiedad individual).
C. Estructuras estatales y supraestatales. Aunque la autosuficiencia puede dar mucha autonomía a las unidades territoriales pequeñas, habrá que mantener estructuras estatales para ciertas funciones ligadas al mantenimiento de la civilización. Unas estructuras estatales democráticas y solidarias pueden servir para reequilibrar y redistribuir, para reprimir la violencia de los poderosos y de las bandas armadas delictivas o mafiosas, mantener servicios públicos esenciales (como la sanidad, la educación y la protección social –al menos en ciertos aspectos). Hay producciones sofisticadas que, si no se desea renunciar a ellas, tal vez requieran medios que superan las posibilidades de las comunidades locales autosuficientes. Las redes de transporte y comunicaciones también entran en este apartado. En el ámbito mundial sería bueno disponer de estructuras para hacer efectivo el reparto equitativo de los recursos no renovables escasos (es decir, de aquellos que se decida consumir) a través de consensos internacionales sobre cuotas por países en el uso de minerales, por ejemplo, o de los remanentes de combustibles fósiles; y también sería bueno disponer de instituciones para resolver catástrofes o hambrunas con medidas solidarias, y para evitar conflictos.
D.Principios de regulación y solidaridad. Es suicida para la humanidad continuar celebrando los dogmas ultraliberales del mercado autorregulado y de la sociedad individualista de mercado, y continuar guiándose por estos dogmas. Es absolutamente indispensable recuperar los principios de regulación y planificación económica y social, y la defensa de lo público frente al privatismo descarnado.
E.Igualitarismo y poder democrático. En situaciones de conflicto por recursos cada vez más escasos, el socialismo puede recuperar su atractivo. El ideal de igualdad, además, aparecerá no sólo como un ideal de justicia, sino también como un factor de supervivencia civilizada. Por otra parte, sin derribar el poder omnímodo de la oligarquía del dinero e implantar una democracia radical, cualquier proyecto en esa línea es inviable.
Para terminar: habría que combinar tres líneas de trabajo: (1) las iniciativas prácticas (volver a la tierra, crear cooperativas, promover redes solidarias) son importantes para ir demostrando que es posible vivir de otra manera, y que esta otra manera puede ser incluso más satisfactoria que la actualmente dominante; y lo son también como embriones de la sociedad futura. (2) Pero esta acción práctica por abajo no basta: hace falta combinarla con intervención política para disputar el poder a la oligarquía en todos los terrenos y consolidar los avances que puedan tener lugar. (3) Una y otra cosa van asociadas a un combate cultural para someter a crítica el presente, para promover otra visión de las cosas y para consolidar el bloque social popular capaz de imponer la alternativa.
Barcelona, 20 de abril de 2013
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