La alternativa: reducir el déficit… o reducir el déficit
Joaquín Arriola
Cuando los gobiernos de la Unión Europea acordaron en 2011 reforzar los procedimientos de supervisión y control sobre las cuentas públicas, desapareció la soberanía fiscal, pues los estados, y en particular los de la eurozona, pasaron a estar sometidos a unas reglas muy estrictas sobre los niveles de déficit admisibles y los plazos para su reducción.
Los países que superan los límites (arbitrariamente) establecidos de deuda y déficit se ven sometidos a controles e intervenciones sobre sus cuentas públicas, a compromisos de obligado cumplimiento y a sanciones en caso de incumplir lo pactado, en concreto los de la eurozona podrían recibir sanciones de hasta el 0,2% del PIB, si no respetan las normas preventivas ni las disuasorias, o del 0,5% del PIB si incumplen repetidamente las normas disuasorias. En el caso de España, estamos hablando de unos 20.000 millones de euros en el primer caso y de 50.000 en el segundo.
Los países que actualmente corren el riesgo de ser sancionados por tener déficit excesivo y no haber mejorado la situación en 2016 son Croacia, Chipre, Francia, Portugal, Irlanda, Eslovenia y España. También Gran Bretaña tiene una situación similar, pero al no estar en la eurozona y no haber firmado el pacto de estabilidad, le trae al pairo. Que, con excepción del Reino Unido, todos los países con déficit excesivo sean miembros de la eurozona, al parecer, no genera ninguna reflexión de fondo en las instituciones comunitarias.
Todos los años, los gobiernos tienen que elaborar dos documentos clave: un Programa de Estabilidad, en el que evalúan el grado de cumplimiento de los objetivos y de las recomendaciones anuales de la Unión y de los objetivos presupuestarios a medio plazo; y un Plan Nacional de Reformas, en el que se contemplan los cambios estructurales considerados necesarios para garantizar que el país avanza en la corrección de factores económicos y sociales que alimentan los desequilibrios principales de la economía.
Estos dos documentos, el primero referido a los presupuestos y el segundo a las estructuras económicas y sociales, son el verdadero programa político de cualquier Estado sometido a las reglas comunitarias. El gobierno en funciones ha actualizado hace poco el Programa de Estabilidad para 2016 y las previsiones hasta 2019. En caso de que la UE les dé el visto bueno, es improbable que un nuevo gobierno se atreva a enmendarle la plana, salvo que esté dispuesto a una confrontación política de fondo con las instituciones comunitarias y sus políticas neoliberales. Con el Plan Nacional de Reformas, el gobierno en funciones ha sido más cauto y ha enviado un programa de mínimos, a la espera de que sea el nuevo gobierno el que defina las prioridades de las políticas estructurales.
El punto nodal del Programa de Estabilidad es el déficit acordado y el que finalmente se alcanzó en 2015. En noviembre, la Comisión ya avisó de que España estaba en “riesgo de incumplimiento” con las previsiones de déficit, lo que exigía una respuesta del gobierno para informar de las actuaciones que contemplaba para ajustarse a la senda de déficit acordada. Pero elecciones obligan, el gobierno pasó del asunto. Ahora, en el nuevo Programa de Estabilidad, el gobierno propone en realidad reajustar el acuerdo con la UE, para aligerar el esfuerzo a llevar a cabo.
La UE había recomendado y España había aceptado que en 2015 el desequilibrio en las cuentas de las administraciones públicas fuera como mucho del -4,2% del PIB, en otoño la Comisión contemplaba que fuera de un -4,7% y finalmente fue de un -5,1%, incluidas las ayudas a los bancos y cajas. Para 2016, el pacto establecía un déficit del -2,8%, la Comisión calculó que como mucho estaría en el -3,6% y finalmente esta es la cifra que asume el gobierno en funciones en el nuevo Programa de Estabilidad. Esto significa que en 2015 España acumuló cerca de 10.000 millones de euros de deuda pública más sobre los 45.000 millones aceptados por la UE. Este año, prevé incumplir el acuerdo de déficit en 9.000 millones más sobre los 31.000 que aceptó la Unión; y, para 2017, el gobierno propone que en lugar de aumentar el déficit en 16.000 millones, se permita gastar 33.000 millones más de lo que se prevé ingresar.
La dimensión de las cifras en juego hace prever una negociación muy difícil con la UE, e incluso no está descartado que la UE proponga un castigo, en forma de multa, por incumplimiento de los acuerdos en materia de reducción del déficit excesivo. Obviamente, dada la correlación de fuerzas en la Unión, si España tiene un gobierno de izquierda contrario al ajuste, la multa está cantada. Pero si el nuevo gobierno es favorable al ajuste, probablemente haya una revisión de las cifras de déficit permitidas, que sin duda no serán las propuestas en el Programa de Estabilidad, sino algo intermedio entre las cifras anteriores y las nuevas.
En las proyecciones ahora presentadas se indica que la Seguridad Social va a tener un déficit superior al de las Comunidades Autónomas ya este año; un aviso de las nuevas presiones que se van a impulsar desde la UE y desde los grupos interesados en fomentar la “economía de mercado”, para reducir las prestaciones sociales y en particular las pensiones públicas.
En todo caso, el gobierno en funciones ya ha afirmado que el esfuerzo adicional requerido lo tendrán que compartir a medias con las Comunidades Autónomas. Como muestra de buena voluntad, ya ha acordado congelar 2.000 millones del presupuesto del Estado aprobado para este año, tres cuartas partes en inversiones y promoción económica, en espera de nuevos recortes, que en el mejor de los escenarios serán finalmente de unos 4.000 o 5.000 millones en 2016 respecto al gasto previsto este año; es decir, que a las comunidades autónomas se les va a exigir un recorte de unos 2.500 millones este mismo año. Pero el marrón de gestionar este recorte se le traspasa por ahora al próximo gobierno del Estado que salga de las urnas.
Según el Programa de Estabilidad, al margen de los nuevos recortes para cumplir con el déficit acordado con la UE, se prevé un retroceso del peso del sector público en la economía, desde el 43,3% del PIB en 2015 hasta dejarlo en un 40,1% en 2019. Con las proyecciones de crecimiento que se manejan, esto significa en la práctica el estancamiento del gasto público, con una reducción absoluta en las transferencias sociales en especie y un peso de las inversiones públicas en un 2% del PIB, cifra totalmente insuficiente para dinamizar una economía abocada al estancamiento de largo plazo y al progresivo deterioro de las infraestructuras. Así, el gobierno presenta unas proyecciones de creación de unos 400.000 puestos de trabajo a tiempo completo al año, pero con un crecimiento nulo de la productividad del trabajo, incluso con una reducción anual del 0,3% en la productividad por hora trabajada. Lo cual significa que el gobierno se conforma con crear empleos de bajo valor añadido y bajos salarios. El esfuerzo del equilibrio presupuestario es incompatible con el cambio productivo, y hace saltar por los aires todo el discurso de la economía del conocimiento, de la competencia mediante la creación de valor y del crecimiento sostenible, salvo que se considere que el mismo es sinónimo del crecimiento basura.
Por el lado de los ingresos tampoco hay perspectivas de mejora, porque a los trabajadores ya no se les puede sacar mucha más manteca, y los patronos se niegan en redondo a pagar su parte, ya que necesitan los beneficios para reducir su enorme endeudamiento empresarial, que supera el 130% del PIB. Por eso, el gobierno en funciones ha fijado la recaudación para todos los años del periodo en un estable 38% del PIB. Sin duda, aquí está una de las claves del debate político en los próximos meses. La propia Comisión Europea reconocía en febrero que España tiene una imposición indirecta de las más bajas de la UE (la tasa implícita al consumo es la segunda más baja de todos los países miembros) y que en los últimos años no se ha introducido ninguna reforma significativa en los impuestos sobre la propiedad. Estos son los estrechos márgenes a la soberanía política que dejan las reglas de juego comunitarias.