La larga duración
Fernand Braudel
Hay una crisis general de las ciencias del hombre: todas ellas se encuentran abrumadas por sus propios progresos, aunque sólo sea debido a la acumulación de nuevos conocimientos y a la necesidad de un trabajo colectivo cuya organización inteligente está todavía por establecer; directa o indirectamente, todas se ven afectadas, lo quieran o no, por los progresos de las más ágiles de entre ellas, al mismo tiempo que continúan, no obstante, bregando con un humanismo retrógrado e insidioso, incapaz de servirles ya de marco. A todas ellas, con mayor o menor lucidez, les preocupa el lugar a ocupar en el conjunto monstruoso de las antiguas y recientes investigaciones, cuya necesaria convergencia se vislumbra hoy.
El problema está en saber cómo superarán las ciencias del hombre estas dificultades: si a través de un esfuerzo suplementario de definición o, por el contrario, mediante un incremento de mal humor. En todo caso, se preocupan hoy más que ayer (a riesgo de insistir machaconamente sobre problemas tan viejos como falsos) de definir sus objetivos, métodos y superioridades. Se encuentran comprometidas, a porfía, en embrollados pleitos respecto a las fronteras que puedan o no existir entre ellas. Cada una sueña, en efecto, con quedarse en sus dominios o con volver a ellos. Algunos investigadores aislados organizan acercamientos: Claude Lévi-Strauss1 empuja a la antropología «estructural» hacia los procedimientos de la lingüística, los horizontes de la historia «inconsciente» y el imperialismo juvenil de las matemáticas «cualitativas». Tiende hacia una ciencia capaz de unir, bajo el nombre de ciencia de la comunicación, a la antropología, a la economía política y a la lingüística. Pero ¿quién está preparado para franquear fronteras y prestarse a reagrupaciones en el momento en que la geografía y la historia se encuentran al borde del divorcio?
Más no seamos injustos; estas querellas y estas repulsas tienen su interés. El deseo de afirmarse frente a los demás da forzosamente pie a nuevas curiosidades: negar al prójimo supone conocerle previamente. Más aún. Sin tener explícita voluntad de ello, las ciencias sociales se imponen las unas a las otras: cada una de ellas intenta captar lo social en su «totalidad»; cada una de ellas se entromete en el terreno de sus vecinas, en la creencia de permanecer en el propio. La economía descubre a la sociología, que la cerca; y la historia – quizá la menos estructurada de las ciencias del hombre – acepta todas las lecciones que le ofrece su múltiple vecindad y se esfuerza por repercutirlas. De esta forma, a pesar de las reticencias, las oposiciones y las tranquilas ignorancias, se va esbozando la instalación de un «mercado común»; es una experiencia que merece la pena de ser intentada en los próximos años, incluso en el caso de que a cada ciencia le resulte con posterioridad más conveniente volverse a aventurar, durante un cierto tiempo, por un camino más estrictamente personal.
Pero de momento urge acercarse unos a otros. En Estados Unidos, esta reunión se ha realizado bajo la forma de investigaciones colectivas respecto de las áreas culturales del mundo actual; en efecto, los area studies son, ante todo, el estudio por un equipo de social scientists de los monstruos políticos de la actualidad: China, la India, Rusia, América Latina, Estados Unidos. Se impone conocerlos. Pero es imprescindible, con motivo de esta puesta en común de técnicas y de conocimientos, que ninguno de los participantes permanezca, como la víspera, sumido en su propio trabajo, ciego y sordo a lo que dicen, escriben o piensan los demás. Es igualmente imprescindible que la reunión de las ciencias sea completa, que no se menosprecie a la más antigua en provecho de las más jóvenes, capaces de prometer mucho, aunque no siempre de cumplir mucho. Se da el caso, por ejemplo, que el lugar concedido en estas tentativas americanas a la geografía es prácticamente nulo, siendo el de la historia extremadamente exiguo. Y, además, ¿de qué historia se trata?
Las demás ciencias sociales están bastante mal informadas de la crisis que nuestra disciplina ha atravesado en el curso de los veinte o treinta últimos años y tienen tendencia a desconocer, al mismo tiempo, que los trabajos de los historiadores, un aspecto de la realidad social del que la historia es, si no hábil vendedora, al menos sí buena servidora: la duración social, esos tiempos múltiples y contradictorios de la vida de los hombres que no son únicamente la sustancia del pasado, sino también la materia de la vida social actual. Razón de más para subrayar con fuerza, en el debate que se inicia entre todas las ciencias del hombre, la importancia y la utilidad de la historia o, mejor dicho, en la dialéctica de la duración, tal y como se desprende del oficio y de la reiterada observación del historiador; para nosotros, nada hay más importante en el centro de la realidad social que esta viva e íntima oposición, infinitamente repetida, entre el instante y el tiempo lento en transcurrir. Tanto si se trata del pasado como si se trata de la actualidad, una consciencia neta de esta pluralidad del tiempo social resulta indispensable para una metodología común de las ciencias del hombre.
Hablaré, pues, largamente de la historia, del tiempo de la historia. Y menos para los historiadores que para nuestros vecinos, especialistas en las otras ciencias del hombre: economistas, etnógrafos, etnólogos (o antropólogos), sociólogos, psicólogos, lingüistas, demógrafos, geógrafos y hasta matemáticos sociales y estadísticos; vecinos todos ellos de cuyas experiencias e investigaciones nos hemos ido durante muchos años informando porque estábamos convencidos – y lo estamos aún – de que la historia, remolcada por ellos o por simple contacto, había de aclararse con nueva luz. Quizá haya llegado nuestro turno de tener algo que ofrecerles. Una noción cada vez más precisa de la multiplicidad del tiempo y del valor excepcional del tiempo largo se va abriendo paso – consciente o no consciente, aceptada o no aceptada – a partir de las experiencias y de las tentativas recientes de la historia. Es esta última noción, más que la propia historia – historia de muchos semblantes -, la que tendría que interesar a las ciencias sociales, nuestras vecinas.
1. Historia y duraciones
Todo trabajo histórico descompone el tiempo pasado y escoge entre sus realidades cronológicas según preferencias y exclusivas más o menos conscientes. La historia tradicional, atenta al tiempo breve, al individuo y al acontecimiento, desde hace largo tiempo nos ha habituado a su relato precipitado, dramático, de corto aliento.
La nueva historia económica y social coloca en primer plano de su investigación la oscilación cíclica y apuesta por su duración: se ha dejado embaucar por el espejismo y también por la realidad – de las alzas y caídas cíclicas de precios. De esta forma, existe hoy, junto al relato (o al «recitativo») tradicional, un recitativo de la coyuntura que para estudiar el pasado lo divide en amplias secciones: decenas, veintenas o cincuentenas de años.
Muy por encima de este segundo recitativo se sitúa una historia de aliento mucho más sostenido todavía y, en este caso, de amplitud secular: se trata de la historia de larga, incluso de muy larga, duración. La fórmula, buena o mala, me es hoy familiar para designar lo contrario de aquello que François Simiand, uno de los primeros después de Paul Lacombe, bautizó con el nombre de historia de los acontecimientos o episódica (évenementielle). Poco importan las fórmulas pero nuestra discusión se dirigirá de una a otra, de un polo a otro del tiempo, de lo instantáneo a la larga duración. No quiere esto decir que ambos términos sean de una seguridad absoluta. Así, por ejemplo, el término acontecimiento. Por lo que a mí se refiere, me gustaría encerrado, aprisionado, en la corta duración: el acontecimiento es explosivo, tonante. Echa tanto humo que llena la conciencia de los contemporáneos; pero apenas dura, apenas se advierte su llama.
Los filósofos dirían, sin duda, que afirmar esto equivale a vaciar el concepto de una gran parte de su sentido. Un acontecimiento puede, en rigor, cargarse de una serie de significaciones y de relaciones. Testimonia a veces sobre movimientos muy profundos; y por el mecanismo, facticio o no, de las «causas» y de los «efectos», a los que tan aficionados eran los historiadores de ayer, se anexiona un tiempo muy superior a su propia duración. Extensible hasta el infinito, se une, libremente o no, a toda una cadena de sucesos, de realidades subyacentes, inseparables aparentemente, a partir de entonces, unos de otros. Gracias a este mecanismo de adiciones, Benedetto Croce podía pretender que la historia entera y el hombre entero se incorporan, y más tarde se redescubren a voluntad, en todo acontecimiento; a condición, sin duda, de añadir a este fragmento lo que no contiene en una primera aproximación, y a condición, por consiguiente, de conocer lo que es o no es injusto agregarle. Este juego inteligente y peligroso es el que las recientes reflexiones de Jean-Paul Sartre proponen2.
Entonces, expresémoslo más claramente que con el término de episódico: el tiempo corto, a medida de los individuos, de la vida cotidiana, de nuestras ilusiones, de nuestras rápidas tomas de conciencia; el tiempo por excelencia del cronista, del periodista. Ahora bien, téngase en cuenta que la crónica o el periódico ofrecen, junto con los grandes acontecimientos llamados históricos, los mediocres accidentes de la vida ordinaria: un incendio, una catástrofe ferroviaria, el precio del trigo, un crimen, una representación teatral, una inundación. Es, pues, evidente que existe un tiempo corto de todas las formas de la vida: económico, social, literario, institucional, religioso e incluso geográfico (un vendaval, una tempestad) tanto como político.
El pasado está, pues, constituido, en una primera aprehensión, por esta masa de hechos menudos, los unos resplandecientes, los otros oscuros e indefinidamente repetidos; precisamente aquellos hechos con los que la microsociología o la sociometría forman en la actualidad su botín cotidiano (también existe una microhistoria). Pero esta masa no constituye toda la realidad, todo el espesor de la historia, sobre el que la reflexión científica puede trabajar a sus anchas. La ciencia social casi tiene horror del acontecimiento. No sin razón: el tiempo corto es la más caprichosa, la más engañosa de las duraciones.
Este es el motivo de que exista entre nosotros, los historiadores, una fuerte desconfianza hacia una historia tradicional, llamada historia de los acontecimientos; etiqueta que se suele confundir con la de historia política no sin cierta inexactitud: la historia política no es forzosamente episódica ni está condenada a serlo. Es un hecho, no obstante, que – salvo algunos cuadros artificiosos, casi sin espesor temporal, con los que entrecortaba sus relatos3 y salvo algunas explicaciones de larga duración que resultaban, en definitiva, ineludibles – la historia de estos últimos cien años, centrada en su conjunto sobre el drama de los «grandes acontecimientos», ha trabajado en y sobre el tiempo corto. Quizá se tratara del rescate a pagar por los progresos realizados durante este mismo período en la conquista científica de instrumentos de trabajo y de métodos rigurosos. El descubrimiento masivo del documento ha hecho creer al historiador que en la autenticidad documental estaba contenida toda la verdad. “Basta – escribía muy recientemente aún Louis Halphen4– con dejarse llevar en cierta manera por los documentos, leídos uno tras otro, tal y como se nos ofrecen, para asistir a la reconstitución automática de la cadena de los hechos”. Este ideal, «la historia incipiente», culmina hacia finales del siglo XIX en una crónica de nuevo estilo que, en su prurito de exactitud, sigue paso a paso la historia de los acontecimientos, tal y como se desprende de la correspondencia de los embajadores o de los debates parlamentarios. Los historiadores del siglo XVIII y de principios del XIX habían sido mucho más sensibles a las perspectivas de la larga duración, la cual sólo los grandes espíritus como Michelet, Ranke, Jacobo Burckhardt o Fustel supieron redescubrir más tarde. Si se acepta que esta superación del tiempo corto ha supuesto el mayor enriquecimiento – al ser el menos común – de la historiografía de los últimos cien años, se comprenderá la eminente función que han desempeñado tanto la historia de las instituciones como la de las religiones y la de las civilizaciones y, gracias a la arqueología que necesita grandes espacios cronológicos, la función de vanguardia de los estudios consagrados a la antigüedad clásica. Fueron ellos quienes, ayer, salvaron nuestro oficio.
La reciente ruptura con las formas tradicionales del siglo XIX no ha supuesto una ruptura total con el tiempo corto. Ha obrado, como es sabido, en provecho de la historia económica y social y en detrimento de la historia política. En consecuencia, se han producido una conmoción y una renovación innegables; han tenido lugar, inevitablemente, transformaciones metodológicas, desplazamientos de centros de interés con la entrada en escena de una historia cuantitativa que, con toda seguridad, no ha dicho aún su última palabra.
Pero, sobre todo, se ha producido una alteración del tiempo histórico tradicional. Un día, un año, podían parecerle a un historiador político de ayer medidas correctas. El tiempo no era sino una suma de días. Pero una curva de precios, una progresión demográfica, el movimiento de salarios, las variaciones de la tasa de interés, el estudio (más soñado que realizado) de la producción o un análisis riguroso de la circulación exigen medidas mucho más amplias.
Aparece un nuevo modo de relato histórico – cabe decir el «recitativo» de la coyuntura, del ciclo y hasta del «interciclo» – que ofrece a nuestra elección una decena de años, un cuarto de siglo y, en última instancia, el medio siglo del ciclo clásico de Kondratieff. Por ejemplo, si no se tienen en cuenta breves y superficiales accidentes, hay un movimiento general de subida de precios en Europa de 1791 a 1817; en cambio, los precios bajan de 1817 a 1852: este doble y lento movimiento de alza y de retroceso representa un interciclo completo para Europa y casi para el mundo entero. Estos períodos cronológicos no tienen, sin duda, un valor absoluto. Con otros barómetros – los del crecimiento económico y de la renta o del producto nacional – François Perroux5 nos ofrecería otros límites quizá más válidos. ¡Pero poco importan estas discusiones en curso! El historiador dispone con toda seguridad de un tiempo nuevo, realzado a la altura de una explicación en la que la historia puede tratar de inscribirse, recortándose según unos puntos de referencia inéditos, según curvas y su propia respiración.
Así es como Ernest Labrousse y sus discípulos han puesto en marcha, desde su manifiesto del Congreso histórico de Roma (1955), una amplia encuesta social bajo el signo de la cuantificación. No creo traicionar su designio afirmando que esta encuesta está abocada forzosamente a culminar en la determinación de coyunturas (y hasta de estructuras) sociales; y nada nos asegura de antemano que esta coyuntura haya de tener la misma velocidad o la misma lentitud que la económica. Además, estos dos grandes personajes – coyuntura económica y coyuntura social – no nos deben hacer perder de vista a otros actores, cuya marcha resultará difícil de determinar y será quizá indeterminable a falta de medidas precisas. Las ciencias, las técnicas, las instituciones políticas, los utillajes mentales y las civilizaciones (por emplear una palabra tan cómoda) tienen también su ritmo de vida y de crecimiento; y la nueva historia coyuntural sólo estará a punto cuando haya completado su orquesta.
Este recitativo debería haber conducido, lógicamente, por su misma superación, a la larga duración. Pero, por multitud de razones, esta superación no siempre se ha llevado a cabo y asistimos hoy a una vuelta al tiempo corto, quizá porque parece más urgente coser juntas la historia «cíclica» y la historia corta tradicional que seguir avanzando hacia lo desconocido. Dicho en términos militares, se trata de consolidar posiciones adquiridas. El primer gran libro de Ernest Labrousse, en 1933, estudiaba el movimiento general de los precios en Francia en el siglo XVIII6, movimiento secular. En 1943, en el más importante libro de historia aparecido en Francia en el curso de estos últimos veinticinco años, el mismo Ernest Labrousse cedía a esa exigencia de vuelta a un tiempo menos embarazoso, reconociendo en la depresión misma de 1774 a 1791 una de las más vigorosas fuentes de la Revolución Francesa, una de sus rampas de lanzamiento. Aun así, estudiaba un semiinterciclo, medida relativamente amplia. La ponencia que presentó al Congreso Internacional de París en 1948, “Comment naissent les révolutions?”, se esforzaba, esta vez, en vincular un patetismo económico de corta duración (nuevo estilo) a un patetismo político (muy viejo estilo), el de las jornadas revolucionarias. Henos de nuevo, y hasta el cuello, en el tiempo corto. Claro está, la operación es lícita y útil, pero ¡qué sintomática! El historiador se presta de buena gana a ser director de escena. ¿Cómo habría de renunciar al drama del tiempo breve, a los mejores hilos de un muy viejo oficio?
Más allá de los ciclos y de los interciclos está lo que los economistas llaman, aunque no siempre lo estudien, la tendencia secular. Pero el tema sólo interesa a unos cuantos economistas; y sus consideraciones sobre las crisis estructurales que no han soportado todavía la prueba de las verificaciones históricas, se presentan como unos esbozos o unas hipótesis apenas sumidos en el pasado reciente: hasta 1929 y como mucho hasta la década de 18707. Representan, sin embargo, una útil introducción a la historia de larga duración. Constituyen una primera llave.
La segunda, mucho más útil, es la palabra estructura. Buena o mala, es ella la que domina los problemas de larga duración. Los observadores de lo social entienden por estructura una organización, una coherencia, unas relaciones suficientemente fijas entre realidades y masas sociales. Para nosotros, los historiadores, una estructura es indudablemente un ensamblaje, una arquitectura; pero, más aún, una realidad que el tiempo tarda enormemente en desgastar y en transformar. Ciertas estructuras están dotadas de tan larga vida que se convierten en elementos estables de una infinidad de generaciones: obstruyen la historia, la entorpecen y, por tanto, determinan su transcurrir. Otras, por el contrario, se desintegran más rápidamente. Pero todas ellas constituyen, al mismo tiempo, sostenes y obstáculos. En tanto que obstáculos, se presentan como límites (envolventes, en el sentido matemático) de los que el hombre y sus experiencias no pueden emanciparse. Piénsese en la dificultad de romper ciertos marcos geográficos, ciertas realidades biológicas, ciertos límites de la productividad, y hasta determinadas coacciones espirituales: también los encuadramientos mentales representan prisiones de larga duración.
Parece que el ejemplo más accesible continúa todavía siendo el de la coacción geográfica. El hombre es prisionero, desde hace siglos, de los climas, de las vegetaciones, de las poblaciones animales, de las culturas, de un equilibrio lentamente construido del que no puede apartarse sin correr el riesgo de volverlo a poner todo en tela de juicio. Considérese el lugar ocupado por la trashumancia de la vida de montaña, la permanencia en ciertos sectores de la vida marítima, arraigados en puntos privilegiados de las articulaciones litorales; repárese en la duradera implantación de las ciudades, en la persistencia de las rutas y de los tráficos, en la sorprendente fijeza del marco geográfico de las civilizaciones.
Las mismas permanencias o supervivencias se dan en el inmenso campo de lo cultural. El magnífico libro de Ernst Róbert Curtius8 constituye el estudio de un sistema cultural que prolonga, deformándola, la civilización latina del Bajo Imperio, abrumada a su vez por una herencia de mucho peso: la civilización de las elites intelectuales ha vivido hasta los siglos XIII y XIV, hasta el nacimiento de las literaturas nacionales, nutriéndose de los mismos temas, las mismas comparaciones y los mismos lugares comunes. En una línea de pensamiento análoga, el estudio de Lucien Febvre, Rabelais et le problème de l’incroyance au XVIèm siècle9, pretende precisar el utillaje mental del pensamiento francés en la época de Rabelais, ese conjunto de concepciones que, mucho antes de Rabelais y mucho después de él, ha presidido las artes de vivir, de pensar y de creer y ha limitado de antemano, con dureza, la aventura intelectual de los espíritus más libres. El tema tratado por Alphonse Dupront10 aparece también como una de las más nuevas investigaciones de la Escuela histórica francesa: la idea de Cruzada es considerada, en Occidente, después del siglo XIV – es decir, con mucha posterioridad a la «verdadera» cruzada -, como la continuidad de una actitud de larga duración que, repetida sin fin, atraviesa las sociedades, los mundos y los psiquismos más diversos, y alcanza con un último reflejo a los hombres del siglo XIX. El libro de Pierre Francastel, Peinture et Société11 subraya, en un terreno todavía próximo, a partir de los principios del Renacimiento florentino, la permanencia de un espacio pictórico «geométrico» que nada había ya de alterar hasta el cubismo y la pintura intelectual de principios de nuestro siglo. La historia de las ciencias también conoce universos construidos que constituyen otras tantas explicaciones imperfectas pero a quienes les son concedidos por lo general siglos de duración. Sólo se les rechaza tras un muy largo uso. El universo aristotélico no fue prácticamente impugnado hasta Galileo, Descartes y Newton; se desvanece entonces ante un universo profundamente geometrizado que, a su vez, había de derrumbarse, mucho más tarde, ante las revoluciones einsteinianas12.
Por una paradoja sólo aparente, la dificultad estriba en descubrir la larga duración en un terreno en el que la investigación histórica acaba de obtener innegables éxitos: el económico. Ciclos, interciclos y crisis estructurales encubren aquí las regularidades y las permanencias de sistemas o, como también se ha dicho, de civilizaciones económicas13; es decir, de viejas costumbres de pensar o de obrar, de marcos resistentes y tenaces a veces contra toda lógica.
Pero mejor es razonar sobre un ejemplo rápidamente analizado. Consideremos, muy próximo a nosotros, en el marco de Europa, un sistema económico que se inscribe en algunas líneas y reglas generales bastante claras: se mantiene en vigor aproximadamente desde el siglo XIV al siglo XVIII – digamos, para mayor seguridad, que hasta la década de 1750. Durante siglos, la actividad económica depende de poblaciones demográficamente frágiles, como lo demuestran los grandes reflujos de 1350-1450 y, sin duda, de 1630-173014. A lo largo de siglos, la circulación asiste al triunfo del agua y de la navegación al constituir cualquier espesor continental un obstáculo, una inferioridad. Los auges europeos, salvo excepciones que confirman la regla (ferias de Champagne, ya en decadencia al iniciarse el período, o ferias de Leipzig en el siglo XVIII), se sitúan a lo largo de franjas litorales. Otras características de este sistema: la primacía de mercaderes y comerciantes; el papel eminente desempeñado por los metales preciosos, oro, plata, e incluso cobre, cuyos choques incesantes sólo serán amortiguados, al desarrollarse decisivamente el crédito a finales del siglo XVI; las repetidas dentelladas de las crisis agrícolas estacionarias; la fragilidad, cabe decir, de la base misma de la vida económica; la función, por último, desproporcionada a primera vista, de uno o dos grandes tráficos exteriores: el comercio del Levante del siglo XII al siglo XVI, el comercio colonial en el siglo XVIII.
He definido así – o mejor dicho he evocado a mi vez después de algunos otros – los rasgos fundamentales, para Europa Occidental, del capitalismo comercial, etapa de larga duración. Estos cuatro o cinco siglos de vida económica, a pesar de todas las evidentes transformaciones, poseyeron una cierta coherencia hasta la conmoción del siglo XVIII y la revolución industrial de la que todavía no hemos salido. Estuvieron caracterizados por una serie de rasgos comunes que permanecieron inmutables mientras que a su alrededor, entre otras continuidades, miles de rupturas y de conmociones renovaban la faz del mundo.
Entre los diferentes tiempos de la historia, la larga duración se presenta, pues, como un personaje embarazoso, complejo, con frecuencia inédita. Admitirla en el seno de nuestro oficio no puede representar un simple juego, la acostumbrada ampliación de estudios y de curiosidades. Tampoco se trata de una elección de la que la historia sería la única beneficiaria. Para el historiador, aceptarla equivale a prestarse a un cambio de estilo, de actitud, a una inversión de pensamiento, a una nueva concepción de lo social. Equivale a familiarizarse con un tiempo frenado, a veces incluso en el límite de lo móvil. Es lícito desprenderse en este nivel, pero no en otro – volveré sobre ello – del tiempo exigente de la historia, salirse de él para volver a él más tarde pero con otros ojos, cargados con otras inquietudes, con otras preguntas. La totalidad de la historia puede, en todo caso, ser replanteada como a partir de una infraestructura en relación a estas capas de historia lenta. Todos los niveles, todos los miles de niveles, todas las miles de fragmentaciones del tiempo de la historia, se comprenden a partir de esta profundidad, de esta semiinmovilidad; todo gravita en torno a ella.
No pretendo haber definido, en las líneas precedentes, el oficio de historiador sino una concepción del mismo. Feliz – y muy ingenuo también – quien crea, después de las tempestades de los últimos años, que hemos encontrado los verdaderos principios, los límites claros, la buena Escuela. De hecho, todos los oficios de las ciencias sociales no cesan de transformarse en razón de sus propios movimientos y del dinámico movimiento de conjunto. La historia no constituye una excepción. No se vislumbra, pues, ninguna quietud; y la hora de los discípulos no ha sonado todavía. Mucho hay de Charles Victor Langlois y de Charles Seignobos a Marc Bloch; pero desde Marc Bloch la rueda no ha cesado de girar. Para mí, la historia es la suma de todas las historias posibles: una colección de oficios y de puntos de vista, de ayer, de hoy y de mañana.
El único error, a mi modo de ver, radicaría en escoger una de estas historias a expensas de las demás. En ello ha consistido – y en ello consistiría – el error historizante. No será fácil, ya se sabe, convencer de ella a todos los historiadores, y menos aún a las ciencias sociales, empeñadas en arrinconarnos en la historia tal como era en el pasado. Exigirá mucho tiempo y mucho esfuerzo que todas estas transformaciones y novedades sean admitidas bajo el viejo nombre de historia. No obstante, una «ciencia histórica» nueva ha nacido y continúa interrogándose y transformándose. En Francia, se anuncia desde 1900 con la Revue de Synthèse historique y con las Annales a partir de 1929. El historiador ha pretendido preocuparse por todas las ciencias del hombre. Este hecho confiere a nuestro oficio extrañas fronteras y extrañas curiosidades. Por lo mismo, no imaginemos que existen entre el historiador y el observador de las ciencias sociales las barreras y las diferencias que antes existían. Todas las ciencias del hombre, comprendida la historia, están contaminadas unas por otras. Hablan o pueden hablar el mismo idioma.
Ya se coloque uno en 1558 o en el año de gracia de 1958, para quien pretenda captar el mundo, se trata de definir una jerarquía de fuerzas, de corrientes y de movimientos particulares; y, más tarde, de recobrar una constelación de conjunto. En cada momento de esta investigación, es necesario distinguir entre movimientos largos y empujes breves, considerados estos últimos en sus fuentes inmediatas Y aquellos en su proyección de un tiempo lejano. El mundo de 1558, tan desapacible desde el punto de vista francés, no nació en el umbral de ese año sin encanto. Y lo mismo ocurre, siempre visto desde el punto de vista francés, con el difícil año de 1958. Cada «actualidad» reúne movimientos de origen y de ritmo diferente: el tiempo de hoy data a la vez de ayer, de anteayer, de antaño.
2. La controversia del tiempo corto
Estas verdades son, claro está, triviales. A las ciencias sociales no les tienta en absoluto, no obstante, la búsqueda del tiempo perdido. No quiere esto decir que se les pueda reprochar con firmeza este desinterés y se les pueda declarar siempre culpables por no aceptar la historia o la duración como dimensiones necesarias de sus estudios. Aparentemente, incluso nos reservan una buena acogida; el examen «diacrónico» que reintroduce a la historia no siempre está ausente de sus preocupaciones teóricas.
Una vez apartadas estas aquiescencias, se impone, sin embargo, admitir que las ciencias sociales, por gusto, por instinto profundo y quizá por formación, tienen siempre tendencia a prescindir de la explicación histórica; se evaden de ello mediante dos procedimientos casi opuestos: el uno «sucesualiza» o, si se quiere, «actualiza» en exceso los estudios sociales mediante una sociología empírica que desdeña todo tipo de historia y que se limita a los datos del tiempo corto y del trabajo de campo; el otro rebasa simplemente el tiempo, imaginando en el término de una «ciencia de la comunicación» una formulación matemática de estructuras casi intemporales. Este último procedimiento, el más nuevo de todos, es con toda evidencia el único que nos puede interesar profundamente. Pero lo episódico (évenementiel) tiene todavía un número suficiente de partidarios como para que valga la pena examinar sucesivamente ambos aspectos de la cuestión.
He expresado ya mi desconfianza respecto a una historia que se limita simplemente al relato de los acontecimientos o sucesos. Pero seamos justos, si existe pecado de abusiva y exclusiva preocupación por los acontecimientos, la historia, principal acusada, no es ni mucho menos la única culpable. Todas las ciencias sociales incurren en este error. Tanto los economistas como los demógrafos y los geógrafos están divididos – y mal divididos – entre el pasado y el presente; la prudencia exigiría que mantuvieran igualados los dos platillos de la balanza, cosa que resulta evidente para el demógrafo y que es casi evidente para los geógrafos (en particular para los franceses, formados en la tradición de Vidal de la Blache); pero, en cambio, es cosa muy rara de encontrar entre los economistas, prisioneros de la más corta actualidad y encarcelados entre un límite en el pasado que no va más atrás de 1945 y un presente que los planes y previsiones prolongan en el inmediato porvenir algunos meses y – todo lo más – algunos años. Sostengo que todo pensamiento económico se encuentra bloqueado por esta restricción temporal. A los historiadores les corresponde, dicen los economistas, remontarse más allá de 1945, en búsqueda de viejas economías; pero al aceptar esta restricción, los economistas se privan a sí mismos de un extraordinario campo de observación, del que prescinden por su propia voluntad sin por ello negar su valor. El economista se ha acostumbrado a ponerse al servicio de lo actual, al servicio de los gobiernos.
La posición de los etnógrafos y de los etnólogos no es tan clara ni tan alarmante. Bien es verdad que algunos de ellos han subrayado la imposibilidad (pero a lo imposible están sometidos todos los intelectuales) y la inutilidad de la historia en el interior de su oficio. Este rechazo autoritario de la historia no ha servido sino para mermar la aportación de Malinowski y de sus discípulos. De hecho, es imposible que la antropología, al ser – como acostumbra a decir Claude Lévi-Strauss15 – la aventura misma del espíritu, se desinterese de la historia. En toda sociedad, por muy tosca que sea, cabe observar las «garras del acontecimiento»; de la misma manera, no existe una sola sociedad cuya historia haya naufragado por completo. A este respecto, sería un error por nuestra parte el quejarnos o el insistir.
Nuestra controversia será, por el contrario, bastante enérgica en las fronteras del tiempo corto, frente a la sociología de las encuestas sobre lo actual y de las encuestas en mil direcciones, entre sociología, psicología y economía. Dichas encuestas proliferan en Francia y en el extranjero. Constituyen, a su manera, una apuesta reiterada a favor del insustituible del tiempo presente, de su calor «volcánico», de su copiosidad. ¿Para qué volverse hacia el tiempo de la historia: empobrecido, simplificado, asolado por el silencio, reconstruido, digo bien, reconstruido? Pero, en realidad, el problema está en saber si este tiempo de la historia está tan muerto y tan reconstruido como dicen. Indudablemente el historiador demuestra una excesiva facilidad en desentrañar lo esencial de una época pasada; en términos de Henri Pirenne, distingue sin dificultad los «acontecimientos importantes» (entiéndase: «aquellos que han tenido consecuencias»). Se trata, sin ningún género de dudas, de un peligroso procedimiento de simplificación. Pero, ¿qué no daría el viajero de lo actual por poseer esta perspectiva en el tiempo, susceptible de desenmascarar y de simplificar la vida presente, la cual resulta confusa y poco legible por estar anegada en gestos y signos de importancia secundaria? Lévi-Strauss pretende que una hora de conversación con un contemporáneo de Platón le informaría, en mucho mayor grado que nuestros típicos discursos, sobre la coherencia o incoherencia de la civilización de la Grecia clásica16. Estoy totalmente de acuerdo. Pero esto obedece a que, a lo largo de años, le ha sido dado oír cientos de voces griegas salvadas del silencio. El historiador le ha preparado el viaje. Una hora en la Grecia de hoy no le enseñaría nada o casi nada sobre las coherencias o incoherencias actuales.
Más aún, el encuestador del tiempo presente sólo alcanza las «finas» tramas de las estructuras a condición de reconstruir también él, de anticipar hipótesis y explicaciones, de rechazar lo real tal y como es percibido, de truncarlo, de superarlo; operaciones todas ellas que permiten escapar a los datos para dominarlos mejor pero que – todas ellas sin excepción – constituyen reconstrucciones. Dudo que la fotografía sociológica del presente sea más «verdadera» que el cuadro histórico del pasado, tanto menos cuanto más alejada pretenda estar de lo reconstruido.
Philippe Aries17 ha insistido sobre la importancia del factor desorientador, del factor sorpresa en la explicación histórica: se tropieza uno, en el siglo XVI, con una extrañeza; extrañeza para uno que es hombre del siglo XX. ¿Por qué esta diferencia? El problema está planteado. Pero a mi modo de ver la sorpresa, la desorientación, el alejamiento y la perspectiva – insustituibles métodos de conocimiento todos ellos – son igualmente necesarios para comprender aquello que nos rodea tan de cerca que es difícil vislumbrarlo con claridad. Si uno pasa un año en Londres, lo más probable es que llegue a conocer muy mal Inglaterra. Pero, en comparación, a la luz de los asombros experimentados, comprenderá bruscamente algunos de los rasgos más profundos y originales de Francia, aquellos que no se conocen a fuerza de conocerlos. Frente a lo actual, el pasado confiere, de la misma manera, perspectiva.
Los historiadores y los social scientists podrían, pues, seguir devolviéndose la pelota hasta el infinito a propósito del documento muerto y del testimonio demasiado vivo, del pasado lejano y de la actualidad próxima en exceso. No creo que resida en ello el problema fundamental. Presente y pasado se aclaran mutuamente, con luz recíproca. Y si la observación se limita a la estricta actualidad, la atención se dirigirá hacia lo que se mueve deprisa, hacia lo que sobresale con razón o sin ella, hacia lo que acaba de cambiar, hace ruido o se pone inmediatamente de manifiesto. Una monótona sucesión de hechos y de acontecimientos, tan enfadosa como la de las ciencias históricas, acecha al observador, apresurado, tanto si se trata del etnógrafo que durante tres meses se preocupa por una tribu polinesia como si se trata del sociólogo industrial que «descubre» los tópicos de su última encuesta o que cree, gracias a unos cuestionarios hábiles y a las combinaciones de fichas perforadas, delimitar perfectamente un mecanismo social. Lo social es una liebre mucho más esquiva.
¿Qué interés puede merecer, en realidad, a las ciencias del hombre los desplazamientos – de los que trata una amplia y seria encuesta sobre la región parisina18 -que tiene que efectuar una joven entre su domicilio en el XVIéme arrondissement, el domicilio de su profesor de música y la Facultad de Ciencias Políticas? Cabe hacer con ellos un bonito mapa. Pero bastaría con que esta joven hubiera realizado estudios de agronomía o practicado el ski acuático para que todo cambiara en estos viajes triangulares. Me alegra ver representada en un mapa la distribución de los domicilios de los empleados de una gran empresa; pero si carezco de un mapa anterior a esta distribución, si la distancia cronológica entre los puntos señalados no basta para permitir inscribirlo todo en un verdadero movimiento, no existirá la problemática a falta de la cual una encuesta no es sino un esfuerzo inútil. El interés de estas encuestas por la encuesta estriba, todo lo más, en acumular datos; teniendo en cuenta que ni siquiera serán válidos todos ellos ipso facto para trabajos futuros. Desconfiemos, pues, del arte por el arte.
De la misma manera, dudo que el estudio de una ciudad, cualesquiera que ésta sea, pueda convertirse en objeto de una encuesta sociológica como ocurrió en los casos de Auxerre19 o de Vienne en el Delfinado20, de no haber sido inscrito en la duración histórica. Toda ciudad, sociedad en tensión con crisis, cortes, averías y cálculos necesarios propios debe ser situada de nuevo tanto en el complejo de los campos que la rodean como en el de esos archipiélagos de ciudades vecinas de las que el historiador Richard Hapke fue el primero en hablar; por consiguiente, en el movimiento más o menos alejado en el tiempo – a veces muy alejado en el tiempo – que alienta a este complejo. Y no es indiferente, sino por el contrario esencial, al constatar un determinado intercambio entre el campo y la ciudad o una determinada rivalidad industrial o comercial, el saber si se trata de un movimiento joven en pleno impulso o de una última bocanada, de un lejano resurgir o de un nuevo y monótono comienzo.
Unas palabras para concluir: Lucien Febvre, durante los últimos diez años de su vida, ha repetido: «historia, ciencia del pasado; ciencia del presente». La historia, dialéctica de la duración, ¿no es acaso, a su manera, explicación de lo social en toda su realidad y, por tanto, también de lo actual? Su lección vale en este aspecto como puesta en guardia contra el acontecimiento. No pensar tan sólo en el tiempo corto, no creer que sólo los sectores que meten ruido son los más auténticos; también los hay silenciosos. Pero, ¿vale la pena recordado?
3. Comunicación y matemáticas sociales
Quizá hayamos cometido un error al detenernos en demasía en la agitada frontera del tiempo corto, donde el debate se desenvuelve en realidad sin gran interés y sin sorpresas útiles. El debate fundamental está en otra parte, allí donde se encuentran aquellos de nuestros vecinos a los que arrastra la más nueva de las ciencias sociales bajo el doble signo de la «comunicación» y de la matemática.
Pero no ha de ser fácil situar a estas tentativas con respecto al tiempo de la historia, a la que, al menos en apariencia, escapan por entero. Pero, de hecho, ningún estudio social escapa al tiempo de la historia.
En esta discusión, en todo caso, conviene que el lector, si quiere seguirnos (tanto si es para aprobarnos como si es para contradecir nuestro punto de vista), sopese, a su vez, uno por uno, los términos de su vocabulario, no enteramente nuevo, claro está, pero sí recogido y rejuvenecido en nuevas discusiones que tienen lugar ante nuestros ojos. Evidentemente, nada hay que decir de nuevo sobre el acontecimiento o la larga duración. Poca cosa sobre las estructuras, aunque la palabra – y la cosa – no se encuentren al amparo de las discusiones y de las incertidumbres21. Inútil también discutir mucho sobre los conceptos de sincronía y de diacronía; se definen por sí mismos, aunque su función, en un estudio concreto de lo esencial, sea menos fácil de cerner de lo que aparenta. En efecto, en el lenguaje de la historia (tal y como lo imagino) no puede en absoluto haber sincronía perfecta: una suspensión instantánea que detenga todas las duraciones es prácticamente un absurdo en sí o – lo que es lo mismo – muy artificioso; de la misma manera, un descenso según la pendiente del tiempo sólo es imaginable bajo la forma de una multiplicidad de descensos, según los diversos e innumerables ríos del tiempo.
Estas breves precisiones y puestas en guardia bastarán por el momento. Pero hay que ser más explícito en lo que concierne a la historia inconsciente, a los modelos, a las matemáticas sociales. Además, estos comentarios, cuya necesidad se impone, se reúnen – o espero que no tardarán en reunirse en una problemática común a las ciencias sociales.
La historia inconsciente es, claro está, la historia de las formas inconscientes de lo social. «Los hombres hacen la historia pero ignoran que la hacen»22. La fórmula de Mari esclarece en cierta manera pero no resuelve el problema. De hecho, es una vez más, todo el problema del tiempo corto, del «microtiempo», de los acontecimientos, el que se nos vuelve a plantear con un nombre nuevo. Los hombres han tenido siempre la impresión, viviendo su tiempo, de captar día a día su desenvolvimiento. ¿Es esta historia consciente, abusiva, como muchos historiadores desde hace tiempo ya coinciden en pensar? No hace mucho que la lingüística creía poderlo deducir todo de las palabras. En cuanto a la historia, se forjó la ilusión de que todo podía ser deducido de los acontecimientos. Más de uno de nuestros contemporáneos se inclinaría de buena gana a pensar que todo proviene de los acuerdos de Yalta o de Potsdam, de los accidentes de Dien-Bien-Fu o de Sakhiet-Sidi-Yussef, o de este otro acontecimiento – de muy distinta importancia, es verdad – que constituyó el lanzamiento de los sputniks. La historia inconsciente transcurre más allá de estas luces, de sus flashes. Admítase, pues, que existe, a una cierta distancia, un inconsciente social. Admítase, además, en espera de algo mejor que este inconsciente sea considerado como más rico científicamente que la superficie relampagueante a la que están acostumbrados nuestros ojos; más rico científicamente, es decir, más simple, más fácil de explotar, si no de descubrir. Pero el reparto entre superficie clara y profundidades oscuras – entre ruido y silencio – es difícil, aleatorio. Añadamos que la historia «inconsciente» – terreno a medias del tiempo coyuntural y terreno por excelencia del tiempo estructural – es con frecuencia más netamente percibida de lo que se quiere admitir. Todos nosotros tenemos la sensación, más allá de nuestra propia vida, de una historia de masa cuyo poder y cuyo empuje son, bien es verdad, más fáciles de percibir que sus leyes o su duración. Y esta conciencia no data únicamente de ayer (así, por ejemplo, en lo que concierne a la historia económica), aunque sea hoy cada vez más viva. La revolución – porque se trata, en efecto, de una revolución en espíritu – ha consistido en abordar de frente esta semioscuridad, en hacerle un sitio cada vez más amplio al lado – por no decir a expensas – de los acontecimientos.
En esta prospección en la que la historia no está sola (no hace, por el contrario, más que seguir en este campo y adaptar a su uso los puntos de vista de las nuevas ciencias sociales), han sido construidos nuevos instrumentos de conocimiento y de investigación, tales como – más o menos perfeccionados, a veces artesanales todavía los modelos. Los modelos no son más que hipótesis, sistemas de explicación sólidamente vinculados según la forma de la ecuación o de la función; esto iguala a aquello o determina aquello. Una determinada realidad sólo aparece acompañada de otra, y entre ambas se ponen de manifiesto relaciones estrechas y constantes. El modelo establecido con sumo cuidado permitirá, pues, encausar, además del medio social observado – a partir del cual ha sido, en definitiva, creado – otros medios sociales de la misma naturaleza, a través del tiempo y del espacio. En ello reside su valor recurrente. Estos sistemas de explicaciones varían hasta el infinito según el temperamento, el cálculo o la finalidad de los usuarios: simples o complejos, cualitativos o cuantitativos, estáticos o dinámicos, mecânicos o estadísticos. Esta última distinción la recojo de Cl. Lévi-Strauss. De ser mecánico, el modelo se encontraría a la medida misma de la realidad directamente observada, realidad de pequeñas dimensiones que no afecta más que a grupos minúsculos de hombres (así proceden los etnólogos respecto de las sociedades primitivas). En cuanto a las grandes sociedades, en las que grandes números intervienen, se imponen el cálculo de medias: conducen a modelos estadísticos. ¡Pero poco importan estas definiciones, a veces discutibles!
Desde mi punto de vista, lo esencial consiste en precisar, antes de establecer un programa común de las ciencias sociales, la función y los límites del modelo, al que ciertas iniciativas corren el riesgo de inflar en exceso. De donde se deduce la necesidad de confrontar también los modelos con la idea de duración; porque de la duración que implican dependen bastante íntimamente, a mi modo de ver, tanto su significación como su valor de explicación.
Para una mayor claridad, tomemos una serie de ejemplos de entre los modelos históricos23 -entiéndase, fabricados por los historiadores -, modelos bastante elementales y rudimentarios que rara vez alcanzan el rigor de una verdadera regla científica y que nunca se han preocupado de desembocar en un lenguaje matemático revolucionario pero que, no obstante, son modelos a su manera.
Hemos hablado más arriba del capitalismo comercial entre los siglos XIV y XVIII: se trata de uno de los modelos elaborados por Marx. Sólo se aplica enteramente a una familia dada de sociedades y a lo largo de un tiempo dado aunque deja la puerta abierta a todas las extrapolaciones.
Algo diferente ocurre ya con los modelos que he esbozado, en un libro ya antiguo24, de un ciclo de desarrollo económico, a propósito de las ciudades italianas entre los siglos XVI y XVII, sucesivamente mercantiles, «industriales», y más tarde especializadas en el comercio bancario; esta última actividad, la más lenta en florecer, fue también la más lenta en desaparecer. Este bosquejo, más restringido de hecho que la estructura del capitalismo mercantil sería más fácilmente que aquél, susceptible de extenderse tanto en la duración como en el espacio. Registra un fenómeno (algunos, dirían una estructura dinámica; pero todas las estructuras de la historia son, por lo menos, elementalmente dinámicas) capaz de reproducirse en un número de circunstancias fáciles de reencontrar. Quizá quepa decir lo mismo del modelo esbozado por Frank Spooner y por mí mismo25, respecto de la historia de los metales preciosos, antes, en y después del siglo XVI: oro, plata y cobre – y crédito, ágil sustituto del metal – son, ellos también, jugadores; la «estrategia» del uno pesa sobre la «estrategia» del otro. No será difícil transportar este modelo fuera del siglo privilegiado y particularmente movido, el XVI, que hemos escogido para nuestra observación. ¿Acaso no ha habido economistas que han tratado de verificar, en el caso concreto de los países subdesarrollados de hoy, la vieja teoría cuantitativa de la moneda, modelos también a su manera?26.
Pero las posibilidades de duración de todos estos modelos todavía son breves en comparación con las del modelo imaginado por un joven historiador sociólogo americano, Sigmund Díamond27. Habiéndole llamado la atención el doble lenguaje de la clase dominante de los grandes financieros americanos contemporáneos de Pierpont Morgan – lenguaje, por un lado, interior a la clase y, por el otro, exterior (este último, bien es verdad, alegato frente a la opinión pública a quien se describe el éxito del financiero como el triunfo típico del self made man, condición de la fortuna de la propia nación) – ve en él la reacción acostumbrada de toda clase dominante que siente amenazados su prestigio y sus privilegios; necesita, para camuflarse, confundir su suerte con la de la ciudad o la de la nación, y su interés particular con el interés público. S. Diamond explicaría gustoso, de la misma manera, la evolución de la idea de dinastía o de Imperio, dinastía inglesa, Imperio romano… El modelo así concebido es evidentemente capaz de recorrer siglos. Supone ciertas condiciones sociales precisas pero en las que la historia se ha mostrado particularmente pródiga: es válido, por consiguiente, para una duración mucho más larga que los modelos precedentes, pero al mismo tiempo pone en causa a realidades más precisas, más exiguas.
Este tipo de modelo se aproximaría, en último extremo, a los modelos favoritos, casi intemporales, de los sociólogos matemáticos. Casi intemporales; es decir, en realidad circulando por las rutas oscuras e inéditas de la muy larga duración. Las explicaciones que preceden no son más que una insuficiente introducción a la ciencia y a la teoría de los modelos. Y falta mucho para que los historiadores ocupen en este terreno posiciones de vanguardia. Sus modelos apenas son otra cosa que haces de explicaciones. Nuestros colegas son mucho más ambiciosos y están mucho más avanzados en la investigación cuando tratan de reunir las teorías y los lenguajes de la información, la comunicación o las matemáticas cualitativas. Su mérito -que es grande consiste en acoger en su campo este lenguaje sutil que constituyen las matemáticas pero que corre el riesgo, a la mínima inadvertencia, de escapar a nuestro control y de correr por su cuenta. Información, comunicación, matemáticas cualitativas: todo se reúne bastante bien bajo el vocablo mucho más amplio de matemáticas sociales.
Las matemáticas sociales28 son por lo menos tres lenguajes; susceptibles, además, de mezclarse y de no excluir continuaciones. Los matemáticos no se encuentran al cabo de la imaginación. En todo caso, no existe una matemática, la matemática (o de existir se trata de una reivindicación). «No se debe decir el álgebra, la geometría, sino un álgebra, una geometría (Th. Guilbaud)»; lo que no simplifica nuestros problemas ni los suyos. Tres lenguajes, pues: el de los hechos de necesidad (el uno es dado, el otro consecutivo) es el campo de las matemáticas tradicionales; el lenguaje de los hechos aleatorios es, desde Pascal, campo del cálculo de probabilidades; el leguaje, por último, de los hechos condicionados – ni determinados ni aleatorios pero sometidos a ciertas coacciones, a reglas de juegos – en el eje de la «estrategia» de los juegos de Von Neumann y Morgenstern29, esa estrategia triunfante que no se ha quedado únicamente en los principios y osadías de sus fundadores. La estrategia de los juegos, en razón del uso de los conjuntos, de los grupos y del cálculo mismo de las probabilidades, abre camino a las matemáticas «cualitativas». Desde este momento, el paso de la observación a la formulación matemática no se hace ya obligatoriamente por la intrincada vía de las medidas y de los largos cálculos estadísticos. Se puede pasar directamente del análisis social a una fórmula matemática; casi diríamos que a la máquina de calcular.
Evidentemente, esta máquina no englete ni tritura todos los alimentos sin distinción; su tarea debe ser preparada. Por lo demás, se ha esbozado y desarrollado una ciencia de la información en función de verdaderas máquinas, de sus reglas de funcionamiento, para las comunicaciones en el sentido más material de la palabra. El autor de este artículo no es, en absoluto, un especialista en estos intrincados terrenos. Las investigaciones para la fabricación de una máquina de traducir, cuyo curso ha seguido desde lejos (pero seguido, no obstante), le sumen, al igual que a algunos otros, en un mar de reflexiones. Un doble hecho está, sin embargo, establecido: en primer lugar, que semejantes máquinas, que semejantes posibilidades matemáticas existen; en segundo lugar, que hay que preparar a lo social para las matemáticas de lo social, que han dejado de ser únicamente nuestras viejas matemáticas tradicionales: curvas de precios, de salarios, de nacimientos …
Ahora bien, aunque el nuevo mecanismo matemático muy a menudo se nos escape, no nos es posible sustraemos a la preparación de la realidad social para su uso, su taladramiento, su recorte. Hasta ahora, el tratamiento previo ha sido prácticamente casi siempre el mismo: escoger una unidad restringida de observación como, por ejemplo, una tribu «primitiva» o una unidad demográfica «cerrada» en la que casi todo sea examinable y tangible; establecer, después, entre los elementos distinguidos, todas las relaciones, todos los juegos posibles. Estas relaciones rigurosamente determinadas suministran las ecuaciones de las que las matemáticas habrán de sacar todas las conclusiones y prolongaciones posibles, para culminar en un modelo que las reúna a todas ellas o, dicho con más exactitud, que las tome a todas ellas en cuenta.
En estos campos se abren con toda evidencia miles de posibilidades de investigación. Pero un ejemplo resultará más ilustrativo que un largo discurso. Puesto que Claude Lévi-Strauss se nos ofrece como un excelente guía, sigámoslo. Nos va a introducir en un sector de estas investigaciones al que se puede calificar de ciencia de la comunicación30.
«En toda sociedad – escribe Lévi-Strauss31 – la comunicación se realiza al menos en tres niveles: comunicación de las mujeres; comunicación de los bienes y de los servicios; comunicación de los mensajes». Admitamos que se trate, a niveles distintos, de lenguajes diferentes pero, en todo caso, se trata de lenguajes. En estas circunstancias, ¿no tendremos acaso derecho a tratados como lenguajes, o incluso como el lenguaje por antonomasia, y a asociarlos, de manera directa o indirecta, a los sensacionales progresos de la lingüística o – lo que es más – de la fonología, que «tiene ineluctablemente que desempeñar, respecto de las ciencias sociales, la misma función renovadora que la física nuclear, por ejemplo, ha desempeñado para con el conjunto de las ciencias exactas»32? Es ir demasiado lejos pero a veces es necesario. Al igual que la historia atrapada en la trampa del acontecimiento, la lingüística, atrapada en la trampa de las palabras (relación de las palabras al objeto, evolución histórica de las palabras), se ha evadido mediante la revolución fonológica. Más allá de la palabra, se ha interesado por el esquema de sonido que constituye el fonema, indiferente, a partir de entonces a su sentido pero atenta en cambio a los sonidos que lo acompañan, a las formas de agruparse estos sonidos, a las estructuras infrafonémicas, a toda la realidad subyacente, inconsciente, de la lengua. De esta forma, el nuevo trabajo matemático se ha puesto en marcha con el material que suponen las decenas de fonemas que se encuentran en todas las lenguas del mundo; y, en consecuencia, la lingüística, o por lo menos una parte de la lingüística, ha escapado, en el curso de los últimos veinte años, al mundo de las ciencias sociales para franquear «el puerto de las ciencias exactas».
Extender el sentido del lenguaje a las estructuras elementales de parentesco, a los mitos, al ceremonial y a los intercambios económicos equivale a buscar el camino, difícil pero saludable, que accede hasta ese puerto; esta es la hazaña que ha realizado Lévi-Strauss a propósito, en primer lugar, del intercambio matrimonial, lenguaje primero, esencial a las comunicaciones humanas, hasta el punto de que no existen sociedades, primitivas o no, en las que el incesto, el matrimonio en el interior de la estrecha célula familiar, no se encuentre vedado. Se trata, por tanto, de un lenguaje. Bajo este lenguaje, Lévi-Strauss ha buscado un elemento de base, correspondiente si se quiere al fonema; ese elemento, ese «átomo» de parentesco al que se refirió en su tesis de 1.94933 bajo su más simple expresión: entiéndase, el hombre, la esposa, el hijo, más el tío materno del hijo. A partir de este elemento cuadrangular y de todos los sistemas de matrimonios conocidos en estos mundos primitivos – son muy numerosos -, los matemáticos se encargarán de buscar las combinaciones y las soluciones posibles. Con la ayuda del matemático André Weill, Lévi-Strauss ha conseguido traducir a términos matemáticos la observación del antropólogo. El modelo desentrañado debe probar la validez, la estabilidad del sistema y señalar las soluciones que éste último implica.
Se ve, pues, qué rumbo sigue este tipo de investigación: traspasar la superficie, de la observación para alcanzar la zona de los elementos inconscientes o poco conscientes y reducir después esta realidad a elementos menudos, finos, idénticos, cuyas relaciones pueden ser analizadas con precisión. En este grado «microsociológico [de un cierto tipo; soy yo quien añado esta reserva] cabe esperar percibir las leyes de estructuras más generales, al igual que el lingüista descubre las suyas en el grado infrafonémico y el físico en el grado inframolecular, es decir, a nivel del átomo»34. Es posible continuar el juego, evidentemente, en muchas otras direcciones. Así, por ejemplo, nada más didáctico que ver a Lévi-Strauss enfrentarse con los mitos y hasta con la cocina (ese otro lenguaje): reducirá los mitos a una serie de células elementales, los mitemas; reducirá (sin creer demasiado en ello) el lenguaje de los libros de cocina a los gustemas. En cada caso, busca niveles en profundidad, subconscientes: mientras hablo no me preocupo de los fonemas de mi discurso; mientras como, tampoco me preocupo, culinariamente, de los «gustemas» (si los hubiere). Y en cada caso, no obstante, el juego de las relaciones sutiles y precisas me acompaña. ¿Pretende acaso el último grito de la investigación sociológica aprender bajo todos los lenguajes estas relaciones simples y misteriosas, a fin de traducirlas a un alfabeto Morse, quiero decir, al universal lenguaje matemático? Tal es la ambición de las nuevas matemáticas sociales. Pero ¿se me permitirá decir, sin pretender ironizar, que se trata de otra historia?
Reintroduzcamos, en efecto, la duración. He dicho que los modelos tenían una duración variable: son válidos mientras es válida la realidad que registran. Y, para el observador de lo social, esté tiempo es primordial, puesto que más significativa aún que las estructuras profundas de la vida son sus puntos de ruptura, su brusco o lento deterioro bajo el efecto de presiones contradictorias.
He comparado a veces los modelos a barcos. A mí lo que me interesa, una vez constituido el barco, es ponerlo en el agua y comprobar si flota, y, más tarde, hacerle bajar o remontar a voluntad las aguas del tiempo. El naufragio es siempre el momento más significativo. Así, por ejemplo, la explicación que F. Spooner y yo mismo construimos juntos para los mecanismos de los metales preciosos no me parece en absoluto válida antes del siglo XV. Antes de este siglo, los choques entre metales preciosos son de una violencia no puesta de relieve por la observación ulterior. A nosotros nos corresponde entonces buscar la causa. De la misma manera que es necesario investigar por qué, aguas abajo esta vez, la navegación de nuestra excesivamente simple embarcación se vuelve primero difícil y más tarde imposible con el siglo XVIII y el empuje anormal del crédito. A mi modo de ver, la investigación debe hacerse volviendo continuamente de la realidad social al modelo, y de éste a aquélla; y este continuo vaivén nunca debe ser interrumpido realizándose por una especie de pequeños retoques, de viajes pacientemente reemprendidos. De esta forma, el modelo es sucesivamente ensayo de explicación de la estructura, instrumento de control, de comparación, verificación de la solidez y de la vida misma de una estructura dada. Si yo fabricara un modelo a partir de lo actual, procedería inmediatamente a volver a colocado en la realidad, para más tarde irlo remontando en el tiempo, caso de ser posible hasta su nacimiento. Una vez hecho esto, calcularía su probabilidad de vida hasta la próxima ruptura, según el movimiento concomitante de otras realidades sociales. A menos que, utilizándolo como elemento de comparación, opte por pasearlo en el tiempo y en el espacio, a la busca de otras realidades susceptibles de esclarecerse gracias a él.
¿Tengo o no razón para pensar que los modelos de las matemáticas cualitativas, tal y como nos han sido presentadas hasta ahora35, se prestarían difícilmente a semejantes viajes, ante todo porque se limitan a circular por una sola de las innumerables rutas del tiempo, la de la larga, muy larga duración, al amparo de los accidentes, de las coyunturas, de las rupturas? Me volveré a referir, una vez más, a Claude Lévi-Strauss porque su tentativa en este campo me parece ser la más inteligente, la más clara y también la mejor arraigada en la experiencia social de la que todo debe partir y a la que todo debe volver. En cada uno de los casos, señalémoslo, encausa un fenómeno de extremada lentitud, como si fuera intemporal. Todos los sistemas de parentesco se perpetúan porque no hay vida humana posible más allá de una cierta tasa de consanguinidad, porque se impone que un pequeño grupo de hombres para vivir se abra al mundo exterior: la prohibición de incesto es una realidad de larga duración. Los mitos, de lento desarrollo, también corresponden a estructuras de una extensa longevidad. Se pueden, sin preocupación de escoger la más antigua, coleccionar versiones del mito de Edipo; el problema estaría en ordenar las diferentes variaciones y en poner de manifiesto, por debajo de ellas, una profunda articulación que las determine. Pero supongamos que nuestro colega se interese no por un mito sino por las imágenes, por las interpretaciones sucesivas del «maquiavelismo»; esto es, que investigue los elementos de base de una doctrina bastante simple y muy extendida a partir de su lanzamiento real hacia la mitad del siglo XVI. Continuamente aparecen, en este caso, rupturas e inversiones hasta en la estructura misma del maquiavelismo, ya que este sistema no tiene la solidez teatral, casi eterna, del mito; es sensible a las incidencias y a los rebrotes, a las múltiples intemperies de la historia. En una palabra, no se encuentra únicamente sobre las rutas tranquilas y monótonas de la larga duración. De esta forma, el procedimiento recomendado por Lévi-Strauss en la investigación de las estructuras matemáticas no se sitúa tan sólo en el nivel microsociológico sino también, en el encuentro de lo infinitamente pequeño y de la muy larga duración.
¿Se encuentran, además, las revoluciones matemáticas cualitativas, condenadas a seguir únicamente los caminos de la muy larga duración? En este caso, sólo reencontraríamos en fin de cuentas verdades que son demasiado las del hombre eterno. Verdades primeras, aforismos de la sabiduría de las naciones, dirán los escépticos. Verdades esenciales, responderemos nosotros, y que pueden esclarecer con nueva luz las bases mismas de toda vida social. Pero no reside aquí el conjunto del debate.
No creo, de hecho, que estas tentativas – o tentativas análogas – puedan proseguirse fuera de la muy larga duración. Lo que se pone a disposición de las matemáticas sociales cualitativas no son cifras sino relaciones que deben estar definidas con el suficiente rigor como para poder ser afectadas de un signo matemático a partir del cual serán estudiadas todas las posibilidades matemáticas de estos signos, sin ni siquiera preocuparse ya de la realidad social que representan. Todo el valor de las conclusiones depende, pues, del valor de la observación inicial, de la selección que aísla los elementos esenciales de la realidad observada y determina sus relaciones en el seno de esta realidad. Se comprende entonces la preferencia que demuestran las matemáticas sociales por los modelos que Claude Lévi-Strauss llama mecánicos, es decir, establecidos a partir de grupos estrechos en los que cada individuo, por así decido, es directamente observable y en los que una vida social muy homogénea permite definir con toda seguridad relaciones humanas, simples y concretas y poco variables.
Los modelos llamados estadísticos se dirigen, por el contrario a las sociedades amplias y complejas en las que la observación sólo puede ser dirigida a través de las medias, es decir, de las matemáticas tradicionales. Pero, una vez establecidas estas medias, si el observador es capaz de establecer, a escala de los grupos y no ya de los individuos, esas relaciones de base de las que hablábamos y que son necesarias para las elaboraciones de las matemáticas cualitativas, nada impide recurrir entonces a ellas. Todavía no ha habido, que yo sepa, tentativas de este tipo. Por el momento, ya se trate de psicología, de economía o de antropología, todas las experiencias han sido realizadas en el sentido que he definido a propósito de Lévi-Strauss; pero las matemáticas sociales cualitativas sólo demostrarán lo que pueden dar de sí el día en que se enfrenten a una sociedad moderna, a sus embrollados problemas, a sus diferentes velocidades de vida. Apostemos que esta aventura tentará algún día a alguno de nuestros sociólogos matemáticos; apostemos también a que dará lugar a una revisión obligatoria de los métodos hasta ahora observados por las nuevas matemáticas, ya que éstas no pueden confinarse en lo que llamaré en este caso la excesivamente larga duración: deben reencontrar el juego múltiple de la vida, todos sus movimientos, todas sus duraciones, todas sus rupturas, todas sus variaciones.
4. Tiempo del historiador, tiempo del sociólogo
Al cabo de una incursión en el país de las intemporales matemáticas sociales, heme de vuelta al tiempo, a la duración. Y, como historiador incorregible que soy, expreso mi asombro, una vez más, de que los sociólogos hayan podido escaparse de él. Pero lo que ocurre es que su tiempo no es el nuestro: es mucho menos imperativo, menos concreto también, y no se encuentra nunca en el corazón de sus problemas y de sus reflexiones.
De hecho, el historiador no se evade nunca del tiempo de la historia: el tiempo se adhiere a su pensamiento como la tierra a la pala del jardinero. Sueña, claro está, con escapar de él. Ayudado por la angustia de 1940, Gaston Roupnel36 ha escrito a este respecto frases que hacen sufrir a todo historiador sincero. En este sentido, hay que comprender igualmente una vieja reflexión de Paul Lacombe, historiador también de gran clase: «el tiempo no es nada en sí, objetivamente; no es más que una idea nuestra»…37 Pero en ambos casos, ¿cabe hablar en realidad de verdaderas evasiones? Personalmente, a lo largo de un cautiverio bastante taciturno, luché mucho por escapar a la crónica de estos difíciles años (1940-1945). Rechazar los acontecimientos y el tiempo de los acontecimientos equivalía a ponerse al margen, al amparo, para mirados con una cierta perspectiva, para juzgados mejor y no creer demasiado en ellos. La operación consistente en pasar del tiempo corto al tiempo menos corto y al tiempo muy largo (este último, si existe, no puede ser más que el tiempo de los sabios) para después, una vez alcanzado este punto, detenerse, reconsiderar y reconstruir todo de nuevo, ver girar todo en torno a uno, no puede dejar de resultar sumamente tentadora para un historiador.
Pero estas sucesivas fugas no le lanzan, en definitiva, fuera del tiempo del mundo, del tiempo de la historia, imperioso por irreversible y porque discurre al ritmo mismo en que gira la tierra. De hecho, las duraciones que distinguimos son solidarias unas de otras: no es tanto la duración la que es creación de nuestro espíritu, sino las fragmentaciones de esta duración. Pero estos fragmentos se reúnen al cabo de nuestro trabajo. Larga duración, coyuntura, acontecimiento, se ajustan sin dificultad, puesto que todos ellos se miden en una misma escala. Por lo mismo, participar espiritualmente en uno de estos tiempos equivale a participar en todos ellos. El filósofo, atento al aspecto subjetivo, interior, de la noción del tiempo, no experimenta jamás ese peso del tiempo de la historia, del tiempo concreto, universal, como ese tiempo de la coyuntura que describe Ernest Labrousse en el umbral de su libro38 bajo los rasgos de un viajero siempre idéntico a sí mismo que recorre el mundo e impone por doquier idénticas coacciones, cualquiera que sea el país en el que desembarca, el régimen político o el orden social que inviste.
Para el historiador todo comienza y todo termina por el tiempo; un tiempo matemático y demiurgo sobre el que resultaría demasiado fácil ironizar; un tiempo que parece exterior a los hombres, «exógeno», dirían los economistas, que les empuja, que les obliga, que les arranca a sus tiempos particulares de diferentes colores: el tiempo imperioso del mundo.
Los sociólogos, claro está, no aceptan esta noción excesivamente simple. Se encuentran mucho más cercanos de la Dialectique de la Durée tal y como la presenta Gaston Bachelard39. El tiempo social es, sencillamente, una dimensión particular de una determinada realidad social que yo contemplo. Este tiempo, interior a esta realidad como podría serlo a un determinado individuo, constituye uno de los aspectos – entre otros que aquélla reviste, una de las propiedades que la caracterizan como ser particular. Al sociólogo no le estorba en absoluto ese tiempo complaciente, al que puede dividir a placer y cuyas exclusas puede cerrar y abrir a voluntad. El tiempo de la historia se prestaría menos, insisto, al doble y ágil juego de la sincronía y de la diacronía: impide totalmente imaginar la vida como un mecanismo cuyo movimiento puede ser detenido a fin de presentar, cuando se desee, una imagen inmóvil.
Este desacuerdo es más profundo de lo que parece: el tiempo de los sociólogos no puede ser el nuestro; la estructura profunda de nuestro oficio lo rechaza. Nuestro tiempo, como el de los economistas, es medida. Cuando un sociólogo nos dice que una estructura no cesa de destruirse más que para reconstituirse, aceptamos de buena gana la explicación, confirmada por lo demás por la observación histórica. Pero en la trayectoria de nuestras habituales exigencias aspiraríamos a conocer la duración precisa de estos movimientos, positivos o negativos. Los ciclos económicos, flujo y reflujo de la vida material, son mensurables. De la misma manera, a una crisis estructural social se le deben señalar puntos de referencia en el tiempo, a través del tiempo, y se la debe localizar con exactitud en sí misma y más aún con relación a los movimientos de las estructuras concomitantes. Lo que le interesa apasionadamente a un historiador es la manera en que se entrecruzan estos movimientos, su integración y sus puntos de ruptura: cosas todas ellas que sólo se pueden registrar con relación al tiempo uniforme de los historiadores, medida general de estos fenómenos, y no con relación al tiempo social multiforme, medida particular de cada uno de ellos.
Estas reflexiones encontradas un historiador las formula, con razón o sin ella, incluso cuando penetra en la sociología acogedora, casi fraterna, de Georges Gurvitch. ¿Acaso no ha sido definido Gurvitch, hace tiempo, por un filósofo40, como el que «arrincona a la sociología en la historia»? Y, no obstante, incluso en Gurvitch el historiador no reconoce ni sus duraciones ni sus temporalidades. El amplio edificio social (¿cabe decir el modelo?) de Gurvitch se organiza según cinco arquitecturas fundamentales41: los niveles en profundidad, las sociabilidades, los grupos sociales, las sociedades globales y los tiempos; siendo este último andamiaje, el de las temporalidades, el más nuevo y también el de más reciente construcción y como sobreañadido al conjunto.
Las temporalidades de Georges Gurvitch son múltiples. Distingue toda una serie de ellas: el tiempo de larga duración y en ralenti, el tiempo engañoso o tiempo sorpresa, el tiempo de palpitación irregular, el tiempo cíclico, el tiempo retrasado sobre sí mismo, el tiempo alternativamente retrasado y adelantado, el tiempo anticipado con relación a sí mismo, el tiempo explosivo42. ¿Cómo suponer que un historiador podría dejarse convencer? Con esta gama de colores; le sería imposible reconstituir la luz blanca, unitaria, que le es indispensable. Pronto advierte, además, que este tiempo camaleón no hace más que señalar, con un signo suplementario o con un toque de color, categorías anteriormente distinguidas. En la ciudad de nuestro autor, el tiempo, último llegado, se instala con toda naturalidad en el alojamiento de los demás; se pliega a las dimensiones de estos domicilios y de sus exigencias, según los niveles, las sociabilidades, los grupos y las sociedades globales. Es una manera distinta de reescribir, sin modificadas, las mismas ecuaciones. Cada realidad social segrega su tiempo o sus escalas de tiempos, como simples conchas. Pero ¿qué ganamos los historiadores con ello? La inmensa arquitectura de esta ciudad ideal permanece inmóvil. No hay historia en ella. El tiempo del mundo y el tiempo histórico se encuentra en ella, pero encerrados, al igual que el viento en los dominios de Eolo, en un pellejo. La animadversión que los sociólogos experimentan no va dirigida, en definitiva e inconscientemente, contra la historia, sino contra el tiempo de la historia, esa realidad que sigue siendo violenta incluso cuando se pretende ordenada y diversificada; imposición a la que ningún historiador logra escapar mientras que los sociólogos, por el contrario, se escabullen casi siempre prestando atención ya sea al instante, siempre actual, como suspenso por encima del tiempo, ya sea a los fenómenos de repetición que no tienen edad; por tanto, se evaden gracias a un procedimiento mental opuesto que les encierra o bien en lo más estrictamente episódico (évenementiel) o bien en la más larga duración. ¿Es lícita esta evasión? Ahí reside el verdadero debate entre historiadores y sociólogos, incluso entre historiadores de diferentes opiniones.
Ignoro si este artículo demasiado claro y que se apoya con exceso, según la costumbre de los historiadores, en ejemplos concretos, merecerá el acuerdo de los sociólogos y de nuestros demás vecinos. En todo caso, no resulta en absoluto útil repetir, a guisa de conclusión, su leit motiv expuesto con insistencia. Si la historia está abocada, por naturaleza, a prestar una atención privilegiada a la duración, a todos los movimientos en los que ésta puede descomponerse, la larga duración nos parece, en este abanico, la línea más útil para una observación y una reflexión comunes a las ciencias sociales. ¿Es exigir demasiado el pedirles a nuestros vecinos que en un momento de sus razonamientos refieran a este eje sus constataciones o sus investigaciones?
Para los historiadores, que no estarán todos de acuerdo conmigo, esto supondría un cambio de rumbo: instintivamente sus preferencias se dirigen hacia la historia corta. Esta goza de la complicidad de los sacrosantos programas de la universidad. Jean-Paul Sartre, en recientes artículos43, viene a reforzar este punto de vista cuando, pretendiendo alzarse contra aquello que le parece en el marxismo a un tiempo demasiado simple y de demasiado peso, lo hace en nombre de lo biográfico, de la prolífica realidad de la historia de los acontecimientos. Estoy enteramente de acuerdo en que no se habrá dicho todo cuando se haya «situado» a Flaubert como burgués y a Tintoretto como un pequeño burgués; pero el estudio de un caso concreto – Flaubert, Valéry, o la política exterior de los girondinos – siempre devuelve en definitiva a Sartre al contexto estructural y profundo. Esta investigación va de la superficie a la profundidad de la historia y se aproxima a mis propias preocupaciones. Se aproximaría mucho más aún si el reloj de arena fuera invertido en ambos sentidos: primero, del acontecimiento a la estructura, y, después, de las estructuras y de los modelos al acontecimiento.
El marxismo es un mundo de modelos. Sartre se alza contra la rigidez, el esquematismo y la insuficiencia del modelo en nombre de lo particular y de lo individual. Yo me alzaré, al igual que él (con algunos matices ciertamente), no contra el modelo, sino contra el uso que de él se hace, que se han creído autorizados a hacer. El genio de Marx, el secreto de su prolongado poder; proviene de que fue el primero en fabricar verdaderos modelos sociales y a partir de la larga duración histórica. Pero estos modelos han sido inmovilizados en su sencillez, concediéndoseles un valor de ley, de explicación previa, automática, aplicable a todos los lugares, a todas las sociedades; mientras que sí fueran devueltos a las aguas cambiantes del tiempo, su entramado se pondría de manifiesto porque es sólido y está bien tejido: reaparecería constantemente, pero matizado, unas veces esfumado y otras vivificado por la presencia de otras estructuras, susceptibles, ellas también, de ser definidas por otras reglas y, por tanto, por otros modelos. Con lo acontecido, el poder creador del más poderoso análisis del siglo pasado ha quedado limitado.
Sólo puede reencontrar fuerza y juventud en la larga duración. Casi puedo añadir que el marxismo actual me parece ser la imagen misma del peligro que ronda a toda ciencia social, enamorada del modelo en bruto, del modelo por el modelo.
Querría también subrayar, para concluir, que la larga duración sólo es una de las posibilidades del lenguaje común en aras de una confrontación de las ciencias sociales. Existen otras. He señalado, bien o mal, las tentativas de las nuevas matemáticas sociales. Las nuevas me seducen; pero las antiguas, cuyo triunfo es patente en economía – la más avanzada quizá de las ciencias del hombre -, no merecen un comentario, desengañado. Inmensos cálculos nos esperan en este terreno clásico; pero contamos con equipos de calculadoras y máquinas de calcular, cada día más perfeccionadas. Creo en la utilidad de las largas estadísticas, en la necesidad de remontar hacia un pasado cada vez más lejano estos cálculos e investigaciones. Ya no es sólo el siglo XVIII europeo, en su totalidad, el que está sembrado de nuestras obras, sino que el XVII comienza a estarlo y más aún el XVI. Estadísticas de increíble longitud nos abren, por su lenguaje universal, las profundidades del pasado chino44. Sin duda, la estadística simplifica para conocer mejor. Pero toda ciencia va, en esta forma, de lo complejo a lo simple.
Que no se olvide, no obstante, un último lenguaje, una última familia de modelos: la reducción necesaria de toda la realidad social al espacio que ocupa. Digamos la geografía, la ecología, sin detenernos demasiado en estas fórmulas para escoger entre ellas. Es una pena que a la geografía se la considere con excesiva frecuencia como un mundo en sí. Está necesitada de un Vidal de la Blache que, en lugar de pensar esta vez tiempo y espacio, pensara espacio y realidad social. A partir de entonces, se concedería la primacía en la investigación geográfica a los problemas del conjunto de las ciencias del hombre. Ecología: para el sociólogo, sin que siempre se lo confiese, el concepto es una manera de no decir geografía y de esquivar, de esta forma, los problemas que el espacio plantea y – más aún – pone de relieve a la observación atenta. Los modelos espaciales son esos mapas en los que la realidad social se proyecta y se explica parcialmente, modelos de verdad para todos los movimientos de la duración (y, sobre todo, de la larga duración), para todas las categorías de lo social. Pero la ciencia social los ignora de manera asombrosa. He pensado a menudo que una de las superioridades francesas en las ciencias sociales es esa escala geográfica de Vidal de la Blache cuyo espíritu y cuyas lecciones no nos consolaríamos de ver traicionados. Se impone que todas las ciencias sociales dejen sitio a una «concepción (cada vez) más geográfica de la humanidad»45, como pedía Vidal de la Blache ya en 1903.
En la práctica – porque este artículo tiene una finalidad práctica – desearía que las ciencias sociales dejaran, provisionalmente, de discutir tanto sobre sus fronteras recíprocas sobre lo que es o no es ciencia social, sobre lo que es o no es estructura… Que intenten más bien trazar, a través de nuestras investigadores, las líneas – si líneas hubiere – que pudieran orientar una investigación colectiva y también los temas que permitieran alcanzar una primera convergencia. Yo personalmente llamo a estas líneas matematización, reducción al espacio, larga duración. Pero me interesaría conocer cuáles propondrían otros especialistas. Porque este artículo, no hay necesidad de decido, no ha sido casualmente colocado bajo la rúbrica de Debates y Combates. Pretendo plantear – no resolver – problemas en los que por desgracia cada uno de nosotros, en lo que no concierne a su especialidad, se expone a evidentes riesgos. Estas páginas constituyen un llamamiento a la discusión.
NOTAS AL PIE:
* Capítulo 3 “La larga duración” en La Historia y las Ciencias Sociales, Alianza Editorial, Madrid, 1979 (4º Edición). La obra original, “Histoire et sciences sociales: la longue durée“, fue publicada en Annales
E.S.C., nº. 4, octubre-diciembre 1958, Débats et Combats, ps. 725-753.
1.- LÉVI-STRAUSS, Claude L’Anthropologie structurale, Ed. Plon, Parísd, 1958, passim y concretamente p. 329.
2.- SARTRE, Jean-Paul “Questions de méthode“en Les Temps Modernes, n° 139 y 140, 1957.
3.- “Europa en 1500”, “El mundo en 1880”, “Alemania en vísperas de la Reforma., etc.
4.- HALPHEN, Louis lntroduction a I’Histoire, Ed. P.U.F., París,1946, p. 50.
5.- Cf. su Théorie générale du progres économique, Cuadernos del I.S.E.A., 1957.
6.- LABROUSSE, Ernest Esquisse du mouvement des prix et des revenus en France au XVIIIéme siècle, 2 tomos, Ed. Dalloz, París, 1933. [Refundición y traducción al castellano en Fluctuaciones económicas e historia social, Ed. Tecnos, Madrid, 1962].
7.- Véase CLEMENT, René Prolégomènes d’une théorie de la structure économique, Ed. Domat Montchrestien, París, 1952; Johann AKERMAN, Johann .Cycle et estructure. en Revue économique, n°1, 1952.
8.- CURTIUS, Ernst Robert Europaïsche Literatur und lateinisches Mittelalter, A. Francke AG Verlag, Berna, 1948. [Traducción al castellano de Margit Frenk Alatorre y Antonio Alatorre, Literatura europea y Edad Media latina, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1955, 2 tomos].
9.- FEBVRE, Lucien Rabelais et le problème de l’incroyance au XVIéme siècle, Ed. Albin Michel, París, 1943; Segunda Edición, 1946.
10.- DUPRONT, Alphonse Le Mythe des Croisades. Essai de sociologie religieuse, Paris, 1959.
11.- FRANCASTEL, Pierre Peinture et Société. Naissance et distribution d’un espace plastique, de la Renaissance au cubisme, Ed.Audin, Lyon, 1951.
12.- Otros argumentos: cf. los poderosos artículos que alegan todos en el mismo sentido, de Otto BRUNNER sobre la historia social de Europa, Historische Zeitschrift, nº 3, p. 177; de BULTMANN, R., Íbidem, nº 1, p. 176, sobre el humanismo; de LEFEBVRE, Georges Annales histariques de la Révolution française, 1949, nº 114 y de HARTUNG, F. Histarische Zeitschrift, nº 1, p.180, sobre el despotismo ilustrado.
13.- COURTIN, René La civilisatian économique du Brésil, Ed. Librairie de Médicis, París, 1941.
14.- En Francia. En España, el reflujo demográfico es sensible desde finales del siglo XVI.
15.- LÉVI-STRAUSS, Claude L’Anthropologie structurale …, op: cit., pág. 31.
16.- LÉVI-STRAUSS, Claude .Diogène couché. en Les Temps Modernes, n° 195, p.17.
17.- ARIES, Philippe Le temps de l’histoire, Ed. Plon, París, 1954, en particular ps. 298 y ss.
18.- CHOMBART DE LAUWE, P. París et I’agglomération parisienne, Ed. P.U.F., París, 1952, Tomo I, p.106.
19.- FRERE, Suzanne y BETTELHEIM, Charles, Une ville trançaise moyenne, Auxerre en 1950, Armand Colin, Cuadernos de Ciencias Políticas, nº 1, París, 1951.
20.- CLÉMENT, Pierre y XYDIAS, Nelly Vienne-sur-le-Rhone. Sociologie d’une cité française, Armand Colin, Cuadernos de Ciencias Políticas, nº 71, Paris, 1955.
21.- Ver el Coloquio sobre las Estructuras, VI Sección de la École Practique des Hautes Études, resumen dactilografiado, 1958.
22.- Citado por LÉVI-STRAUSS, Claude L’Anthropologie structurale …, op: cit., ps. 30-31.
23.- Sería tentador hacer sitio a los “modelos” de los economistas que, en realidad, han determinado nuestra imitación.
24.- BRAUDEL, Fernand La Méditerranée et le monde méditerranéen a l’épaque de Philippe II, Ed. Armand Colin, París, 1949, p. 264 y ss. [Traducción al castellano de Wenceslao Roces, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1959.]
25.- BRAUDEL, Fernand y SPOONER, Frank .Les métaux monétaires et l’économie du XVIème siècle. en Rapparts au Congres international de Rome, vol. IV, Roma, ps. 233-264.
26.- CHABERT, Alexandre Structure économique et théorie monétaire, Armand Colin, Centre d’Études économiques, París,1956.
27.- DIAMOND, Sigmund The Reputation of the American Businessman, Cambridge, (Massachussets), 1955.
28.- Ver en especial LÉVI-STRAUSS, Claude Bulletin International des Sciences Sociales, UNESCO, VI, n°. 4, y de manera más general todo el número de gran interés, intitulado Les mathématiques et les science sociales.
29.- The Theory of Games and Economic Behaviour, Princeton, 1944. [Versión castellana en preparación: Alianza Editorial, Biblioteca de la Ciencia Económica.] Cf. la recensión brillante de FOURASTIÉ, Jean Critique, nº 51, octubre1951.
30.- Todas las observaciones siguientes han sido extraídas de su última obra, L’Antropologie structurale, op. cit.,
31.- Íbidem, p. 326.
32.- Íbid., p. 39.
33.- LÉVI-STRAUSS, Claude Les structures élémentaires de la parenté, Ed. P.U.F., París, 1949. Ver Anthropologie structurale, op. cit., ps. 47-62.
34.- LÉVI-STRAUSS, Claude Anthropologie structurale, op. cit., ps. 42-43.
35.- Digo bien matemáticas cualitativas, según la estrategia de los juegos. Sobre los modelos clásicos y tales como los elaboran los economistas, habría que iniciar un discusión diferente.
36.- ROUPNEL, Gaston Histoire et Destin, Bernard Grasset, París,1943, passim, y en concreto p.169.
37.- Revue de synthèse Historique, 1900, p. 32.
38.- LABROUSSE, Ernest La crise de l’économie française a la veille de la Révolution française, Ed. P.U.F., París, 1944, Introducción. [Refundición y traducción al castellano en Fluctuaciones económicas e historia social, Ed. Tecnos, Madrid, 1962].
39.- BACHELARD, Gaston Dialectique de la Durée, Ed. P.U.F., París, 1950 (Segunda Edición).
40.- GRANGER, Gilles .Evénement et structure dans les sciences de l’homme. en Cahiers de /’Institut de Science Economique Appliquée, Serie M, n° 1, ps. 41-42.
41.- Ver mi artículo, demasiado polémico sin duda: “Georges Gurvitch et la discontinuité du Social” en Annales E .S. C., 1953, 3, ps. 347-361.
42.- Cf. GURVITCH, George Déterminismes sociaux et Liberté humaine, Ed. P.U.F., París, ps. 38-40 y passim.
43.- SARTRE, Jean-Paul .Fragment d’un livre à paraître sur le Tintoret. en Les Temps Modernes, noviembre 1957.
44.- BERKELBACH, Otto, van der SPRENKEL Population Statistics of Ming China, B.S.O.A.S., 1953; RIEGER, Marianne “Zur Finanz-und Agrargeschichte der Ming-Dynastie, 1368-1643” en Sinica, 1932.
45.- de la BLANCHE, Vidal Revue de synthèse historique, p. 239, 1903.