Entrevista a José Luis Martín Ramos sobre La Internacional Comunista y la cuestión nacional en Europa (1919-1939) (y III)
Salvador López Arnal
«Estoy en contra, por principio y por la experiencia histórica de nuestro país, tanto del unitarismo español como del unitarismo catalán o vasco.»
José Luis Martín Ramos es catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona. Sus investigaciones se han centrado en la historia del socialismo y el comunismo. Entre sus últimas publicaciones: Territori capital. La guerra civil a Catalunya, 1937-1939 (2015), El Frente Popular: victoria y derrota de la democracia en España (2016), Guerra y revolución en Cataluña, 1936-1939 (2018), Historia del PCE (2021). Centramos nuestra conversación en su último libro publicado por El Viejo Topo: La Internacional Comunista y la cuestión nacional en Europa (1919-1939).
*
Nos habíamos quedado aquí (primera y segunda parte de la entrevista). En la práctica política real, ¿qué principios, qué línea política se aplicó en la URSS sobre el tema de las nacionalidades?
La posición fundamental siguió siendo la misma: el partido decide en función de lo que considera el interés de la clase trabajadora en cada lugar y circunstancia. Eso significó de entrada que las relaciones entre el estado soviético y las nacionalidades habían de ser diferentes a las que éstas habían tenido con el estado zarista. En primer lugar, basarlas el reconocimiento de la diversidad de identidades nacionales y el rechazo a la opresión cultural. La resolución política de ello era otra cosa. Sobre el papel el estado soviético se constituía sobre el principio de unión libre de pueblos libres; en la práctica, dado que era el partido el que tomaba las decisiones la concreción política e institucional siempre fue la de la unión entre partes (rusa, bielorrusa, ucraniana, armenia, georgiana, azerí…) y además una unión asimétrica con un poder central real y diferencias entre las atribuciones de las partes. En la etapa de Lenin se aceptó la independencia de Finlandia por el hecho consumado de la derrota de los socialdemócratas de izquierdas, afines a los bolcheviques; y la de los países bálticos porque, señaló, E.H. Carr así interesaba al estado soviético para poder tener intercambios económicos con el mundo capitalista. Después de esas, ya no se consideró ninguna independencia más. El derecho a decidir lo tenía el partido, el bolchevique en los primeros años y luego el Partido Comunista de toda la Unión, antecedente del PCUS.
En el capítulo II de la segunda parte hablas de «La estéril aplicación de la línea autodeterminista. Dos casos de Europa Oriental.» ¿Por qué estéril? ¿Qué dos casos son esos?
Los casos que desarrollo son el checoslovaco y el yugoslavo. Quizás sería conveniente señalar primero que identifico como «línea autodeterminista» no la aplicación de la posición desarrollada por Lenin, sino la de una deformación reduccionista de esa línea, impulsada por Stalin, que convirtió la «autodeterminación nacional» en un concepto abstracto de propaganda universal. Fue estéril porque estableciendo no el reconocimiento del derecho sino su ejecución y en términos de independencia, de separación, negó la aplicación a las democracias europeas de la solución federativa, que sí se establecía para el estado soviético. Eso debilitó el proyecto federal como solución democrática de las diversidades nacionales y lanzó el mensaje de que la cuestión nacional era irresoluble antes de la revolución, lo que impedía tener una política nacional propositiva.Tuvo otros efectos nocivos: favoreció en Eslovaquia el discurso del nacionalismo clerical y en Yugoslavia dividió al movimiento campesino por razón de su supuesta nacionalidad –croata, serbia, eslovena o bosnia– favoreciendo la hegemonía de la derecha.
Por cierto, ¿qué ha pensado sobre el tema, la otra tradición emancipatoria, el anarquismo?
También cosas dispares. Entre sus figuras iniciales Bakunin defendió frente a Marx el principio de las nacionalidades. Luego las posiciones se ramifican mucho, como lo hizo el propio anarquismo. En general, se rechazó el nacionalismo al que se consideraba burgués (aunque Kropotkin acabó sosteniendo posiciones impregnadas de nacionalismo cuando estalló la Primera Guerra Mundial, apoyando a Francia y la Entente). Quienes reconstruyen organizativamente el anarquismo tras la guerra mundial eran decididamente antinacionalistas y desde luego consideraban incongruente que un anarquista pudiera defender ningún derecho que consistiera en constituir un estado.
Situándonos en 2022, en nuestro país por ejemplo. ¿Por qué la «cuestión nacional» sigue tan presente? ¿Tiene solución el tema o, como diría Ortega, hay que conllevarse con ella?
Está presente, porque la realidad de España es de diversidad de identidades nacionales, que además se conjugan de manera también diversas postulando unos el antagonismo de identidades y otros negando ese antagonismo y aceptando su complementariedad o su yuxtaposición. Yo no comparto el pesimismo de Ortega, que me da que recoge su desconfianza en las masas. Tiene solución y no es imposible; es una articulación federal del estado, constituido sobre el pacto de todos. La España de todos que proclamaba el socialista catalán Rafael Campalans. La «conllevancia» es, perdón por la broma, como el matrimonio moderno muy soluble. Y yo estoy en contra, por principio y por la experiencia histórica de nuestro país, tanto del unitarismo español, como del unitarismo catalán o vasco.
¿Cómo se explica el auge del nacionalismo español en esta última década? ¿Reacción ante la praxis unilateral del nacionalismo catalán?
No hace falta que lo estimulen desde fuera. Hubo reacciones cuando lo del estatuto de Maragall, incluyendo la de Alfonso Guerra –con impertinencia sobre pasarle el cepillo de carpintero– y desde luego la del PP –su plebiscito informal de propaganda contra el estatuto– que fueron una manifestación grosera de ese nacionalismo. El nacionalismo español, en su versión rancia, fue un componente cultural y político fundamental de la dictadura franquista, y fue fundamental porque tuvo como partícipe a una parte importante de la población. Una dictadura de casi cuarenta años, que se ha superado en términos institucionales y políticos, pero que ha dejado una herencia cultural que se mantiene todavía, en la persistencia de ese nacionalismo que antagoniza y en otras cuestiones, como la cultura de la corruptela y el nepotismo, la dificultad para asumir el pasado histórico reciente de la guerra civil.
Añado otro elemento, el Partido Popular, el principal partido de la derecha española absorbió ese nacionalismo y le cortó, hasta hace poco, la posibilidad de seguir expresándose políticamente, pero no lo digirió y lo eliminó en su seno en beneficio de un nacionalismo democrático, como el de no pocos republicanos españoles de los treinta; permaneció en él, con tendencia a prevalecer en situaciones de retroceso político o de competencia de otros nacionalismos. Sobre esa base la unilateralidad del nacionalismo catalán ha alimentado esa prevalencia y ha favorecido que una parte de él haya salido de su seno para reconstituir una expresión política específica, Vox.
Por último, pienso que en el auge de uno y otro nacionalismo está el agotamiento del statu quo autonómico actual, con lo que destacan sus equívocos y disfunciones y no lo positivo que pueda tener. Y también la crisis del europeísmo, prisionero de una unión económica forzada desde arriba que perjudica claramente los intereses populares, dando alas al renacimiento de los nacionalismos de campanario, unos y otros, sean campanario de parroquia o de aguja de catedral.
Titulas el capítulo IV: «El Frente Popular redescubre la nación». ¿Por qué redescubre? ¿Qué nación redescubrieron los frentes populares? ¿La nación popular frente al nacionalismo?
Tiene que ver con el olvido de la nación por parte del movimiento comunista, por mor de un internacionalismo falseado en beneficio supuesto de una experiencia revolucionaria única –la soviética– y de la única consideración, instrumental como explico en el libro, de las minorías nacionales. El olvido que Dimitrov calificó de nihilismo nacional. Ese internacionalismo falseado, vestido de revolución mundial única, de un solo modelo, fue puesto en cuestión ya por el propio Lenin a partir del estancamiento de la revolución en Europa, cuando insistió en la distinción entre las formas y ritmos de la revolución en los países no desarrollados –política y económicamente– y los avanzados. Lenin no pudo desarrollar la idea de la diversidad de las experiencias revolucionarias, que reaparece en el concepto de Gramsci de la no traducibilidad de la experiencia soviética, en el énfasis de la raíz nacional de la nacional de la revolución –lo que le lleva a interesarse por el Rissorgimento– y en la elaboración por parte de Togliatti de la propuesta de la revolución popular, nacional por naturaleza, como período de transición hacia el socialismo. En el reflujo de la revolución y la deriva hacia el sectarismo de la Internacional Comunista entre la segunda mitad de los veinte y la primera de los treinta, todas esas reflexiones quedaron bloqueadas.
Reaparecieron ante la ofensiva del fascismo en los años treinta, en Francia a partir de la ofensiva autoritaria de comienzos de 1934. La primera reacción de la IC, que aceptó Stalin no sin alguna reticencia, fue recuperar la política de frente único sin sectarismos, de unidad entre las diferentes corrientes del movimiento obrero frente al fascismo. Sin embargo, la dirección del Partido Comunista Francés, de manera autónoma y desoyendo las instrucciones que le venían del Ejecutivo de la Internacional, manifestó públicamente que esa unidad era necesaria, pero insuficiente; que para derrotar al fascismo era imprescindible una unidad social más amplia, de la gran mayoría de la nación, obreros, campesinos, clases medias. Eso que Thorez denominó inicialmente «frente nacional» ante el fascismo, enemigo de los intereses populares, y por tanto de los intereses colectivos de la nación fue el Frente Popular. Su construcción correspondía a esa nueva mirada de la nación, no confundida con el estado ni apropiada cultural y políticamente por la burguesía. El Frente Popular era nacional, pero no nacionalista, y se basaba en el reconocimiento de las clases, incluso de su conflicto, considerando la necesidad de establecer un compromiso de intereses entre las clases populares, que podían tenerlos diferentes pero no excluyentes. La revolución mundial era un concepto que identificaba todo un período histórico, pero su forma concreta había de ser nacional también en la política de alianzas sociales. Para reforzar culturalmente su nueva propuesta, que la Internacional Comunista aceptó y generalizó, el Partido Comunista Francés descubrió lo que Mathiez como historiadores y Jaurés como político ya habían percibido: que la revolución francesa no era burguesa, sino popular y por eso había sido una revolución nacional.
Abres el epílogo con estas palabras: «La política de la IC sobre la cuestión de las nacionalidades en Europa, desde mediados de los años veinte a los de los treinta, esterilizó la acción política de los partidos comunistas en Francia y, sobre todo, en España, donde impidió que participara de manera efectiva en el proceso constituyente de la II República.» ¿Por qué fue tan perjudicial esa política? ¿Cuáles fueron sus ejes esenciales?
En España el rechazo de principio a los proyectos de autonomía en nombre del principio de autodeterminación, llevado a cabo tanto por el PCE como por los disidentes comunistas del BOC, los dejaron fuera del debate político sobre la articulación del estado republicano. Eso fue particularmente importante en Cataluña donde el peso relativo del BOC fue mayor que el que tenia el PCE en 1931-1932. Como Maurín percibió la esterilidad de esa propaganda, tuvo que hacer juegos malabares, oportunistas para que el BOC no quedara totalmente fuera de juego, llamando a votar sí a favor del Estatuto de Núria, en el referéndum que apoyó el proyecto en Cataluña, y cuando el de las Cortes lo retocó, pidiendo que el Parlament de Catalunya ratificara el de Núria enfrentándose por ese motivo con las Cortes de la República. Al final no se sabía cuál era exactamente la posición del BOC: si el rechazo de la autonomía, su aceptación condicionada, o qué. La frase de destruir España para reconstruirla de nuevo, sobre la base de la unión libre, solo fue un exabrupto, una boutade sin contenido real. Ese juego no le sirvió de nada y el BOC perdió apoyo y la ocasión de tener una presencia activa en la política catalana.
Finalizas el libro con estas palabras: «La aporía del nacionalismo revolucionario en la Europa del siglo XX quedó en evidencia en el icono mayor que por mucho tiempo tuvo ese nacionalismo revolucionario [el de Irlanda]». ¿Por qué?
Porque era una especulación, que chocaba con la realidad, que el nacionalismo irlandés construido de manera muy firme sobre la identidad religiosa, preñado de clericalismo católico, pudiera ser revolucionario; y el hecho es que, con toda lógica, la Irlanda independiente es uno de los estados más conservadores de Europa, desde el primer segundo de su constitución.
Mil gracias por tu libro y por la entrevista, querido y admirado compañero de Espai Marx.