Entrevista a Juan Andrade, historiador de la democracia
Pablo Batalla Cueto
Cinco años hace que Juan Andrade publicó El PCE y el PSOE en (la) transición (Siglo XXI, 2012) ) un absorbente estudio de las estrategias que los dos grandes partidos de la izquierda española siguieron en los años setenta en su carrera por hacerse con la hegemonía del campo progresista del naciente sistema democrático. Andrade es uno de esos jóvenes historiadores que, nacidos ya en democracia (en su caso, en 1980), se han sentido libres, en los últimos años, de someter a la otrora sacrosanta Transición al escalpelo de la desmitificación historiográfica. Su idea es que ni en aquellos años todo era posible, como quisiera creer cierta izquierda cándida, ni se hizo lo único que se podía hacer, como claman los consensos oficiales, sino que la transición fue un proceso complejo y conflictivo donde se tomó uno de los muchos caminos posibles y donde los caminos alternativos más interesantes que se experimentaron, pero al final no se recorrieron, no por ello se perdieron del todo. Andrade es, además, persona muy cercana a Julio Anguita, de quien publicó en 2015 una especie de memorias entrevistadas bajo el titulo Atraco a la memoria. Sobre todo ello y sobre la actualidad política versa esta entrevista que tiene lugar en el venerable Café Dindurra de Gijón, aprovechando una visita de Andrade a Asturias.
Pablo Batalla Cueto.— El relato oficial de la Transición, hoy en manifiesta crisis, gozó de una extraordinaria fortaleza durante años. Y tenía su épica, aunque una épica curiosa y extraña: la épica del consenso.
Juan Andrade.— Sí, todo relato, para seducir, tiene que tener una parte épica, y el relato de la Transición la tenía. Su fortaleza radicaba en su épica y esa épica se desprendía de las teorías explicativas que se arbitraron para explicar el proceso, y que resultaban, a la vez que terapéuticas para una sociedad que estaba saliendo de una larga dictadura, motivadoras para un país que se disponía a iniciar un nuevo camino. La primera teoría es la consabida teoría de las élites, tan difundida desde primera hora como cuestionada a día de hoy. Esta venía a plantear que el proceso de cambio democrático fue posible gracias a la acción clarividente de una serie de hombres de Estado que pusieron en marcha una operación de fina ingeniería política para restaurar las libertades. Los roles estaban muy bien repartidos porque se complementaban unos a otros: Santiago Carrillo como el domador del PCE, Felipe González como el portador de las virtudes moderadas de la socialdemocracia, Manuel Fraga como el que reconcilia a la derecha franquista con las formas políticas liberales y Adolfo Suárez como ese caballo de Troya que, desde dentro, va horadando las bases de la dictadura. Luego hay una materia gris de fondo, que es Torcuato Fernández-Miranda, y, por encima de todos, coordinándolos a todos, el Rey, al que algunos historiadores han calificado como el piloto del cambio. Esta explicación tenía el atractivo moral de presentar a los antiguos enemigos ahora reconciliados en pos de una gran empresa común, y el atractivo intelectual de concebir a un grupo de hombres audaces dando forma a un plan meticuloso que, basado en el ajustado reparto de tareas, logró imponerse frente a los sectores recalcitrantes del régimen y los extremistas de la oposición.
¿A quién benefició más este relato?
Al final este relato tan moralizante sentó especialmente bien a los herederos reformistas de la dictadura, porque convertía el conflicto entre dictadura y democracia en un conflicto entre inmovilistas y reformistas y depositaba casi toda la responsabilidad de la dictadura en una parte muy minoritaria del régimen, en el búnker, muy fácilmente estigmatizable por su propia cerrilidad. Eso sí, como todo relato moralizante este relato confunde las convicciones con los intereses y la virtud con la necesidad, aunque es muy interesante ver cómo durante buena parte del proceso los intereses de supervivencia de algunas élites de la dictadura se transmutan en convicciones más o menos democráticas.
Javier Cercas sostiene en Anatomía de un instante que Adolfo Suárez, que en principio abrazó la democracia por interés, acabó creyéndosela de veras, sobre todo en la medida en que el relato mítico de la Transición lo convertía a él en uno de sus paladines.
Ésa es la fuerza de los relatos míticos: que terminan siendo creídos por aquéllos que los construyen.
Hablaba de varias teorías explicativas de la Transición. ¿Cuáles son las otras?
Otra es la teoría mecanicista de la modernización, según la cual la democracia es el resultado de las consecuencias que trajo consigo el proceso desarrollista de los años sesenta. El proceso de modernización, urbanización, industrialización, auge de las clases medias, ampliación del consumo, el turismo, etcétera, provocarían, según este relato, un fuerte desajuste entre esa base socioeconómica modernizada y un sistema político obsoleto, de tal forma que los cambios en la estructura socioeconómica acabaron generando su propia superestructura política democrática. Esta teoría se expresa por ejemplo en aquella famosa, tan famosa como inasumible, frase de Fabián Estapé: «la democracia vino en un 600». Claro, esta teoría apenas oculta la voluntad de muchos tecnócratas de la dictadura de adjudicarse la paternidad de la democracia por medio de un silogismo increíble, según el cual, si la causa última de la democracia es el desarrollismo, entonces son ellos los tecnócratas, en tanto impulsores del desarrollismo a principios de los sesenta, los factótum de la democracia.
Y retorciendo aún más la realidad puede decirse, como dice sin ningún pudor Pío Moa, que el propio Franco trajo la democracia al auspiciar y encumbrar a esos mismos tecnócratas.
Claro. Una vez nos ponemos a retorcer la lógica silogística podemos acabar llegando a disparates como ése. De todas formas, detrás de eso hay teorías, las de modernización a lo Huntington, que en su día sí tuvieron crédito y según las cuales los procesos de modernización en clave capitalista generan inevitablemente procesos políticos liberalizadores. Eso se desmiente sólo: ahí están, por ejemplo, los casos de Chile y de China para demostrar lo contrario, que los procesos acelerados de modernización capitalista requieren con frecuencia altas dosis de autoritarismo y son más que compatibles con el mantenimiento de dictaduras. En el fondo de estos planteamientos late además una confusión teórica entre causas y condiciones de posibilidad. Los cambios del desarrollismo son fundamentales y fueron extraordinariamente importantes en España; sin ellos no se entiende absolutamente nada. Pero una cosa es decir eso y otra decir que esos cambios fueron la causa última de la democracia o incluso su condición necesaria. Por el contrario, realmente funcionaron como condiciones de posibilidad para el desarrollo de una acción política colectiva y para el despliegue de una cultura democrática que estuvieron, sí, condicionadas o estimuladas por cambios estructurales, pero que procedieron de la voluntad de sus sujetos y no estaban inscritas en la lógica natural de las cosas, menos aún en la mente de los jerarcas de la dictadura.
¿Cuáles son las otras teorías explicativas?
La tercera es la europeísta o teleológica, según la cual la democracia fue el resultado de la acción irresistible que sobre la mayoría de la sociedad española ejerció una finalidad, un objetivo, un telos concreto: la incorporación a Europa como espacio de normalización y de progreso. A partir de ahí, buena parte de lo que sucedió se interpreta como pasos conducentes a (o más bien como pasos conducidos por) esa aspiración última. Y luego, por último y no menos importante, hay otra teoría explicativa, que yo llamaría populista, que sublima una voluntad popular entendida como unívoca y uniforme y subraya el papel jugado por una sociedad sensata que, después de un proceso de maduración silenciosa, llega a la conclusión de que es necesario reconciliarse y dejar atrás viejos enfrentamientos y sectarismos procedentes de la guerra civil para remar conjuntamente en pos de la construcción de un nuevo marco de convivencia, orientando directamente o refrendando pasivamente los pasos de sus representantes. Pero la clave del relato mítico de la Transición radica en la perfecta articulación (hablo de una perfección idealista) de esas cuatro teorías o pseudoteorías explicativas que terminan por forjar una épica. Así, articuladas, el relato cobraba un tono épico mayor al plantear que la transición sería el resultado de la acción virtuosa de unos dirigentes clarividentes y democráticos que fueron despejando los obstáculos institucionales de la dictadura para que pudiera producirse el despliegue de una sociedad reconciliada, modernizada y proyectada hacia Europa como espacio de normalidad y progreso.
España tenía por fin algo de lo que sentirse orgullosa.
Claro, claro. Se dice mucho, y es cierto, que la Transición opera como el mito fundacional de nuestro actual sistema político, y ello es así porque hasta entonces España no tuvo un acontecimiento que suscitara una amplia adhesión de los ciudadanos. En los años ochenta, el gobierno socialista, consciente de esa debilidad, trató de reconstruir y reforzar la identidad nacional sobre dos bases: un nuevo proceso de modernización que tiene ligazón con el anterior y, a nivel simbólico, una identificación colectiva de la mayoría de los ciudadanos con el momento fundacional del sistema. Claro, lograr esa identificación pasaba por construir un relato que devolviera la autoestima a la sociedad española. Y lo que se hizo fue presentar a los españoles como un gran pueblo que, gracias a la modernización y a la reconciliación, logró recuperar las libertades, fue un ejemplo para el mundo y se incorporó a la panacea europea. El relato funcionaba muy bien porque encajaba con una sociedad que tenía la autoestima baja por su pasado dictatorial, que necesitaba sacudirse un complejo de inferioridad con respecto a los países de su entorno y que al mismo tiempo poseía una extraordinaria energía acumulada y una voluntad amplia, pero polivalente, de cambio, que en parte tenía que ver con los proyectos de la oposición pero que en mayor medida tenía que ver con el horizonte de expectativas de las nuevas clases medias. Ahí radicada la fuerza del relato, en que resultaba tan terapéutico con respecto al pasado como motivador con respecto al futuro. El problema es que lo era a costa de expulsar de la explicación del proceso una noción insoslayable en cualquier proceso de cambio, como es la noción de conflicto. El problema es que la transición no se explica si no es a partir de la confrontación de proyectos y de luchas de intereses que van dando forma a un proceso que no está marcado por la bondad o la maldad de una serie de agentes, sino por esas luchas de poder entre sujetos múltiples que, en virtud de una correlación de fuerzas que nunca es estable y de una serie de decisiones más o menos audaces y de un contexto económica, social y culturalmente estructurado, lograron imponer su voluntad o llegaron a acuerdos, síntesis y transacciones. Todo eso se ha expulsado de este relato para dejar paso a esa épica reparadora.
Esa épica tiene también mucho de relato generacional.
Por supuesto, y en ello radica en gran medida la fuerza del relato: en el peso que hasta hace poco y todavía hoy sigue teniendo una parte importante de los protagonistas de la Transición en la vida pública. El problema es que una parte de esa generación que ha ocupado posiciones de poder y prestigio ha tendido a confundir su memoria particular de los hechos con la historia general de la Transición y a atribuir al proceso una bondad paralela al ascenso social y profesional que ellos experimentaron. Esa memoria particular se fue transmutando en memoria hegemónica y al final en conmemoración oficial por parte del Estado en los años ochenta y noventa, que es cuando realmente se construye el paradigma de la Transición en esos términos. Es curioso, porque cuando uno va a la prensa que se hacía en la época de la transición se encuentra mucha más discrepancia a propósito de lo que está sucediendo que la que va a haber en los ochenta y en los noventa cuando se haga una relectura conmemorativa del proceso.
Lo de la modélica Transición se acabó convirtiendo en un cliché periodístico, como la campechanía del Rey.
Sí, la fuerza del relato mítico de la transición radicó también en su capacidad, muy potenciada por el contexto de los ochenta y noventa, de presentar el proceso como un proceso modélico en tres sentidos: en el de sus resultados (liberal-democráticos), en el de sus procedimientos (supuestamente pacíficos) y en el de ser una experiencia exportable a otros lugares (sobre todo a América latina y los países del extinto socialismo real). Claro, lo del carácter modélico de los resultados de la transición depende del sistema de valores o de las aspiraciones que tenga cada cual, pues, como es lógico, la Transición no fue nada modélica ni para quienes querían una ruptura democrática ni para los que aspiraban a la continuidad de la dictadura. La pregunta que había que hacer, no solo a quienes sostienen este relato desde la prensa y los cargos públicos, sino a la mayoría de la status quo académico y de la historiografía, es por qué el liberalismo, la moderación o una socialdemocracia muy rebajada deben ser el rasero universal, el sentido común inapelable, desde el cual hay que valorar los procesos históricos. El problema para sus partidarios es que, por mucho que traten de naturalizarlo, ese paradigma liberal o socioliberal de pretensiones universales es tan normativo, tan histórico y tan ideológico como cualquier otro. A mí me parece muy bien que cada uno tenga su propio paradigma, incluso que desde él valore los procesos históricos en términos académicos, pero me parece tramposo cuando eso se hace en nombre de una supuesta razón universal incuestionable.
Por no hablar de lo violenta que fue la supuestamente pacífica Transición. En España hubo bastantes más muertos —causados por la Policía, por la ultraderecha, por ETA, por los GRAPO…— que en Portugal, donde la dictadura fue derribada por una revolución social.
Sin duda, esa fue la otra supuesta dimensión modélica de la transición, la de su carácter pacífico. Y no hay que pensar sólo en la violencia explícita, sino también en la latente; en el miedo a un golpe de Estado introyectado como garantía de autorrepresión de la gente. Esa amenaza última sobrevoló todo el proceso como una espada de Damocles, violentando la voluntad de la gente. Por otro lado, lo de que la Transición española fuera una experiencia exportable a otras latitudes tenía una dimensión propagandística intencionada. Plantear eso en los años ochenta a los países del Cono Sur suponía afirmar la supuesta superioridad de la democracia liberal occidental no sólo sobre esas dictaduras, sino también sobre los procesos de cambio popular que esas dictaduras habían abortado. Y planteárselo a los países de Europa del Este a principios de los noventa era aún más capcioso: suponía asimilar transición a la democracia con transición al capitalismo y dos realidades esencialmente distintas, como eran la dictadura franquista y los regímenes del socialismo real, en la línea de un concepto de guerra fría revitalizado tras la caída del muro y hoy agotado para la investigación, como es el de «los totalitarismos». Eso lo explica muy bien Enzo Traverso cuando dice que el totalitarismo sirve parta subrayar algunas similitudes formales entre regímenes antagónicos pero que poner el acento en eso es una frivolidad.
El momento culminante del mito de la Transición fue 1995, cuando se emitieron aquellos documentales de Victoria Prego, ¿no le parece?
El momento álgido del relato mítico de la Transición podría ser 1995, sí, y su fortaleza radicaba entonces en que era respaldado en última instancia por las dos opciones en torno a las cuales giraba la contienda electoral. Luego fue experimentando un cierto declive y finalmente hubo un momento de quiebra, de crisis fuerte del relato, que podemos identificar simbólicamente con el 15-M. ¿Por qué entra en crisis el relato de la Transición? Pues por muchas razones que podríamos sintetizar en dos. Una tiene que ver con su propia debilidad formal: es un relato bien armado en los términos que comentábamos antes pero que entra en contradicción con la producción historiográfica sobre el período a medida que se va normalizando la investigación y, sobre todo, con la experiencia real y vivencial de la gente, sobre todo de las nuevas generaciones. Se van construyendo explicaciones que no casan muy bien con ese relato mítico y llega un momento en que el tono cándido de ese relato encomiástico no es que ya no convenza o ya no seduzca sino que incluso sonroja, porque es demasiado almibarado y porque la sociedad ya no necesita esas dosis de autoestima o esa sacudida de complejos que sí necesitó en otro momento, o porque comprueba que ese camino que se inicia con la transición no les ha llevado a donde el relato prometía. Además, desde el punto de vista formal es un relato excesivamente rígido, incapaz de integrar otras visiones discrepantes o simplemente distintas que empiezan a operar en el sentido común de mucha gente.
Cosa curiosa en un relato que ensalza el consenso.
Sí, es paradójico. Es un relato que tiene un tono naíf cuando el auditorio asiente pero que es extraordinariamente agresivo respecto a visiones discrepantes, y eso es un síntoma de debilidad. Un relato potente es uno que integra, que amolda, que incorpora; no uno hermético o rígido. Pero eso es una de las secuelas de la transición, la de haber legado un sentido muy excluyente del consenso, la de utilizar el consenso como un mecanismo disciplinario a nivel simbólico que reduce sensiblemente el pluralismo. Para evitarlo habría que deconstruir la noción de consenso de la transición y para eso habría que poner el acento en el hecho de que este consenso se construyó no solo bajo la amenaza de un golpe de Estado, sino que en las negociaciones esa amenaza fue explotada y rentabilizada más por unas opciones que por otras; que no todos los negociadores cedieron por igual, sino que lo hicieron en función de su relación con los aparatos de poder heredados en gran medida del régimen; y que el consenso parlamentario fue bastante hermético y opaco. Cuando hoy se ensalza el consenso de la transición muchas veces se obvian todas esas cosas y parece que se reivindica la idea del consenso como un redil.
¿Por qué más ha entrado en crisis?
El relato también entra en crisis cuando sucumbe el proyecto de modernización sobre el cual se había levantado, cuando el sistema representativo del 78 pasa ser percibido como tendente a un bipartidismo que no recoge la pluralidad de la sociedad y, sobre todo, a la corrupción; cuando el modelo de organización territorial del estado deja de satisfacer en buena parte de Cataluña; cuando el pacto social de la transición —que rara vez se cumplió en beneficio de los de abajo— salta por los aires con el aumento del paro, la pobreza, los desahucios; y cuando el edén europeo se vive como un espacio de cesión de soberanía a poderes no controlados democráticamente que impone recortes en servicios sociales y genera profundas desigualdades a beneficio del centro y en perjuicio de las periferias. En ese paisaje después de la batalla no queda mucho escenario para la épica de la transición.
El mito de la Transición comenzó a romperse por la izquierda; por el antiguo PCE, cuyas huestes fueron las primeras, no sin razón, en sentirse estafadas.
La historia del PCE es la de un partido que va haciendo pequeñas renuncias que son aceptadas una a una en cada momento por una militancia a la que el ritmo vertiginoso de los acontecimientos no permite verlas en toda su dimensión, pero que cuando cobra perspectiva y las ve todas juntas termina asustándose de lo que ha sucedido. El PCE fue como una olla a presión que fue aceptando cada pequeña subida de la temperatura hasta que acabó estallando; o como un combate de boxeo en el que los golpes no duelen cuando los estás recibiendo, porque estás inmerso en la batalla, pero cuando acaba el combate y constatas que has sido derrotado, si no por KO sí por puntos, empiezas a sentir en tu cuerpo los estragos de todos los puñetazos que has recibido. Ahí, más bien a mediados de los ochenta, el partido inicia una revisión de su trayectoria en la transición.
Pese a todo, una parte del PCE se niega a asumirse derrotada, y eso genera otro relato mítico: el del partido mártir que se inmola conscientemente en pro de la democracia. Alberto Garzón lo explica muy bien: el PCE quería 10 y consiguió 5, pero no asumió que consiguió sólo el 5, sino que pasó a autoconvencerse de que ese 5 era todo lo que quería desde un principio.
Comparto lo que dice Garzón. El PCE hizo de la necesidad virtud y pasó a plantear que lo poco que consiguió, condicionado por la presión internacional, por una correlación de fuerzas (o de debilidades) desfavorable y por la amenaza finalmente confirmada de un golpe de Estado, vino a constituir en realidad una extraordinaria victoria para la sociedad española atribuible especialmente a la audacia de un partido que nunca quiso ir más allá. A ver, un repliegue puede ser un movimiento acertado en una guerra; el problema viene cuando tú vendes ese repliegue como una ofensiva, porque cuando la realidad se imponga terminarás desmoralizando a la tropa.
El mensaje que Santiago Carrillo vendía a la militancia era que se hacía lo que la infantería española en cierto refrán: no retroceder, sino dar media vuelta y seguir avanzando.
Sí (risas). Santiago Carrillo podía haber planteado que se había dado una batalla en la que, a fin de no arriesgar más, se acabó considerando que era bueno llegar a una transacción y aceptar la continuidad de ciertas instituciones. Pero lo que hizo en lugar de eso fue plantear que el PCE había llegado a esa transacción porque consideraba que esas instituciones eran realmente democráticas. Donde mejor se ve esto es en el caso de la Monarquía: en vez de decir que no quedaba más remedio que aceptarla para ser legalizado y que si no se aceptaba se corría el riesgo de perder posiciones electorales difícilmente recuperables después, lo que Carrillo dijo fue que la Monarquía era una institución más que aceptable, aceptable incluso en un futuro sistema socialista.
Es curioso cómo los propios padres fundadores de la Transición fueron desgastándose personalmente en tanto adalides y representantes del consenso. El mismo Manuel Fraga que en 1977 provocó un pequeño escándalo llevando a Santiago Carrillo al Club Siglo XXI acabó enzarzándose con él en 2008, al final de la vida de ambos, en el programa 59 Segundos de Televisión Española y a cuenta de la matanza de Paracuellos. Adolfo Suárez acabó haciendo mítines para el PP ultramontano de la década del 2000, en el que militaba su hijo. Y de la evolución de Felipe González, para qué vamos a hablar.
Es que la lógica del consenso es una lógica muy forzada en todos los sentidos, y era inevitable que con el correr del tiempo fueran apareciendo algunas fisuras, como el caso que citas de Manuel Fraga y Santiago Carrillo, que tiene que ver con algo que al final resulta insoslayable, que es el peso, la inercia irrefrenable y cuánto ha modelado, pese a que no se verbalizase, los hábitos, las expectativas y las mentalidades el suceso más brutal de la historia contemporánea de este país, que es la Guerra Civil. Eso, en algún momento tenía que salir, y salió, por ubicarlo en términos parlamentarios, durante el mandato de José Luis Rodríguez Zapatero. Y no porque Zapatero lo azuzase, como dice la derecha cavernaria, con la ley de Memoria Histórica, sino por la propia inmensidad del fenómeno. La guerra civil es una realidad tan enorme que acaba rompiendo algunas de las costuras de la camisa de fuerza del consenso de la Transición y acaba saliendo también por boca de algunos de quienes habían suscrito esos consensos, como es el caso de Santiago Carrillo del que hablas.
En Portugal, como decíamos antes, no hubo una transición pacífica pactada con los tiranos, sino una revolución social, y sin embargo el país vecino no acabó disfrutando de una democracia más profunda o más social qua la española, sino una bipartidista, capitalista y abrazada al Consenso de Washington y a la OTAN. La única salvedad es que Portugal es una república y España no, pero en todo caso ya lo era antes. A la vista de ello, ¿se podía haber hecho, en España, otra cosa que la Transición tal como se hizo? ¿Fue lo que se hizo lo único que era posible hacer?
Ése es uno de los ejes del discurso encomiástico y hagiográfico de la Transición, la apelación a lo inevitable, a lo ineluctable, a lo necesario: «la Transición se hizo de la única forma que podía hacerse, ergo se hizo lo mejor posible». Esa apelación a lo inevitable es un recurso habitual y lógico en quienes tratan de justificar las decisiones que en su día tomaron. El problema es cuando lo inevitable se constituye en la explicación de los procesos históricos, cuando los historiadores empiezan a repetir aquello de que «todo lo real es racional» o, a la inversa, a presentar como quiméricas o retardatarias todas las opciones que se opusieron al despliegue de esa opción única. De este modo se acaban imponiendo visiones que miran al pasado atendiendo exclusivamente a lo que del pasado ha trascendido, y eso supone renunciar a una cosa que sucede y que explica los procesos de cambio: que buena parte de los idearios y de los proyectos que finalmente salen derrotados actúan previamente como fuerzas motrices fundamentales. Todos esos imaginarios, todos esos ideales de ruptura democrática, de justicia social avanzada, de experimentación contracultural y democrática funcionaron como la gasolina del cambio, no fueron experiencias quiméricas ni frustradas sin más, como las presenta un relato muy lineal que al mirar hacia atrás ve como regresivo todo lo que se opuso a su desarrollo.
Algo de aquellos ideales hubo que integrar en el sistema que salió de la Transición, y el sistema que salió de la Transición acabó siendo más avanzado que lo que los aperturistas del régimen querían inicialmente.
Sí, exacto, no hay que ver la transición como la imposición de un modelo cerrado frente a otros, sino como un proceso que se va modelando rápidamente y donde, a pesar de garantizarse las clásicas posiciones de poder y dominación bajo nuevas formas, la oposición política, social y cultural a la dictadura deja una impronta muy importante y palpable en términos de democracia, avances sociales y cambio de mentalidades, y, además de eso, una carga de experiencias, una memoria de luchas y mundos que constituye un bagaje recuperable e inspirador. La Transición no fue un juego de todo o nada. De la Transición se suele decir que hubo tres proyectos: el continuismo, la ruptura y la reforma; y otros afinan aún más y dicen que en realidad hubo cinco proyectos: el continuismo del búnker, el aperturismo limitado a lo Arias Navarro, la reforma más avanzada de los suaristas, la ruptura democrática de la oposición y la ruptura cuasirrevolucionaria de la izquierda radical. Y bien, vale, son categorías explicativas útiles, yo las utilizo con frecuencia, pero son tipos ideales, y si te anclas demasiado en los tipos ideales terminas explicando el proceso viendo, en el peor de los casos, sólo cuál de esos proyectos se impuso finalmente, y, en el mejor, que lo que se impone es una transacción entre la reforma más avanzada de los suaristas y la ruptura democrática de la oposición mayoritaria.
Lo cual no deja de ser una simplificación.
Claro, porque el hecho de que determinados sujetos y proyectos salieran derrotados no quiere decir que no ejercieran una influencia entonces importante y hoy en día detectable, y porque además hay que ver cómo el mundo alternativo de la oposición fue penetrando en el imaginario de los propios reformistas y viceversa; y cómo la idea de reforma fue calando en la oposición. Además, cuando analizamos qué cambios y continuidades se dan con respecto al franquismo y qué cambios y continuidades se dan con respecto a la oposición antifranquista perdemos de vista que la Transición terminó penalizando a ambos: tanto al franquismo como al antifranquismo, hasta el punto de llegar a presentarse en algún momento al antifranquismo como un subproducto del franquismo que cumplió su función en una coyuntura determinada, pero que debía ser superado porque era casi un residuo de eso mismo que se quería superar. Eso lo marcan muy bien los editoriales de El País. En cualquier caso, desde una perspectiva benjaminiana, también es hora de poner el foco en buena parte de esos recorridos posibles que no se tomaron. Y hay que hacerlo no para sucumbir a la tentación ucrónica o contrafáctica de solazarse en qué hubiera o hubiese sido si hubiera o hubiese pasado esto o lo otro, no para regodearse en una suerte de nostalgia de lo no acontecido, sino porque pensar en las otras cosas que se pudieron hacer ayuda a entender mejor lo que se hizo y porque, además, esos caminos que no se tomaron nunca se perdieron del todo.
Si hubo alguien interesado en presentar lo que hizo en la Transición como lo único que podía hacer, ése fue Santiago Carrillo.
Sí. En la Transición se tomaron sólo algunas de las muchas decisiones posibles por más que algunos de quienes tomaron esas decisiones hicieran de un contexto, que efectivamente era muy difícil, una coartada para justificar decisiones que respondían a otras motivaciones que, de haber sido reconocidas abiertamente, hubieran sido rechazadas por buena parte de sus bases. El PCE, es cierto, tomó muchas decisiones porque el contexto y la correlación de fuerzas le eran adversos, pero hubo otras decisiones —como el abandono del leninismo, la suscripción de los Pactos de la Moncloa, el entusiasmo con el que se respaldó el pacto constitucional o centralismo y autoritarismo internos — que no respondían al contexto, pero que se trataron de justificar apelando a él. El contexto se convirtió muchas veces en una coartada. Ahora bien, dicho esto, yo también discrepo de algunas visiones ultracríticas y muy de brocha gorda de la Transición que dicen que prácticamente todo era posible y que no sólo la ruptura democrática, sino hasta la revolución social, estaban al alcance de la mano y fue la actitud traicionera de los dirigentes políticos —sobre todo de los de la izquierda, y particularmente de los del PCE— lo que frustró esa posibilidad. Eso no es sostenible. La correlación de fuerzas fue muy adversa para la imposición de los proyectos de ruptura democrática y el proceso estuvo muy limitado y muy condicionado por la amenaza de un golpe de Estado, por el contexto internacional y por algo que entiendo que a la izquierda le cueste trabajo reconocer, pero que debe de reconocer: por el miedo, la pasividad, la aquiescencia, la satisfacción o el entusiasmo de una mayoría silenciosa de la sociedad con respecto al curso que estaban siguiendo los acontecimientos.
El franquismo sociológico, que decía Amando de Miguel.
El franquismo sociológico, sí, que durante cuarenta años ha modelado espíritus y ha alimentado una mayoría silenciosa construida en torno al miedo al conflicto como elemento aglutinante o al apoliticismo y la docilidad ante el poder como mecanismo de seguridad personal derivado de muchos años de miedo a significarse. Todo eso trufado con un horizonte de cambio comedido muy del gusto de clases medias que quieren prosperar e incluso transformar su país, pero sin asumir grandes riesgos. Una mezcla de voluntad de cambio con mucha autocontención debida al miedo a los efectos no deseados que esos cambios pudieran entrañar. En confrontación con ese universo estaba la minoría, amplísima y muchísimo más activa, formada por quienes defendían posiciones rupturistas y democráticas. Y hubo también un trasvase de posiciones a lo largo del proceso, y ahí radica una de las claves, en la adecuación a la baja, en muy poco tiempo, de las expectativas.
Hay quien dice que lo criticable no es la Transición, sino el felipismo; que la Transición era un comienzo como cualquier otro y que los males actuales del país no provienen de aquellos años sino del largo gobierno de Felipe González, que echó un candado sobre ciertas posibilidades de crecimiento y de profundización democráticos.
Sí que hay ciertos relatos críticos mal construidos sobre la Transición que la sitúan como la fuente de todos los males de la actualidad, como la causa genética última y casi suficiente que explicaría todo el desarrollo político posterior de este país, y que obvian que buena parte de los consensos de la Transición se reeditaron y reelaboraron durante los años ochenta y noventa, y sobre todo que en los años ochenta y noventa, durante el felipismo y no sólo durante el felipismo, sino también con su contrafigura complementaria, el aznarato, se construyeron otros consensos distintos, y todos fueron los que quebraron con la crisis de 2008.
Hemos hablado de la transición del PCE, pero no de la del PSOE, cuya estrategia fue muy hábil y muy exitosa: primero sostener un discurso muy izquierdista para devorar al PCE, después un discurso centrado para devorar a UCD y, una vez devorados ambos, rienda suelta para thatcherizarse del todo.
J.A.- Fue una estrategia muy habilidosa, sí. Yo intento secuenciarla en mi libro: el PSOE, efectivamente, bascula entre un primer discurso muy radical, con el que quería cooptar a los cuadros del antifranquismo y disputarle la hegemonía a un PCE que obviamente estaba en posiciones más a la izquierda. Y con ese discurso, modulado en términos complementarios, ir fagocitando también a otras expresiones del socialismo, que eran muchas y en algunos lugares más influyentes: el Partido Socialista del Interior, después Partido Socialista Popular, y pero otros partidos socialistas regionales con mucha fuerza en sus territorios. Y luego otro discurso con el que, una vez arrinconados o fagocitados sus rivales a la izquierda, pasa a presentarse como la alternativa, moderada pero a la vez atrevida, estable pero a la vez por el cambio, a una UCD en proceso de descomposición. Y todo eso con un liderazgo tan carismático como el de Felipe González.
Tuvieron buenos consejeros, también.
También les ayudaron más, sí. A ver, son muchos factores los que explican el éxito del PSOE. Hay tres explicaciones que suelen darse y que por sí solas no son del todo acertadas. Una atribuye el éxito del PSOE a la clarividencia de los dirigentes socialistas, que desde el primer momento tuvieron muy claro por dónde iba a discurrir el proceso y se fueron adaptando a él. Otra según la cual fue el curso azaroso del proceso el que terminó por llevarles tan alto. Y otra que plantea que todo estaba ya prácticamente diseñado desde un principio y ellos eran el colofón partidario a un proceso muy atado desde primera hora. Ahí contaría particularmente el contexto y los apoyos internacionales.
Los dineros de Willy Brandt.
Los dineros de Willy Brandt, pero no sólo los dineros, sino también la identificación simbólica del PSOE con opciones de triunfo, como eran entonces los socialdemócratas europeos. Conseguir el respaldo público de Olof Palme, de Pietro Nenni, del propio Willy Brandt… era casi más importante que conseguir su financiación, entre otras cosas porque posibilitó al PSOE recibir un trato deferente o benévolo del gobierno de Suárez e incluso del de Arias. Y obviamente en una carrera el que sale antes tiene posibilidades de llegar mucho más lejos. Conviene recordar que este año del 76, cuando el PCE y la izquierda radical estaban en la clandestinidad, el PSOE celebraba un congreso en el Hotel Meliá Castilla a plena luz del día y con asistencia de todos esos dirigentes internacionales. Y ese respaldo confería, además de dinero y viento diplomático a favor, un prestigio tremendo ante muchos ciudadanos españoles que se miraban en Europa. En cualquier caso, el respaldo internacional se inserta dentro de una lógica general, tanto más acusada aquellos años todavía de Guerra Fría en el sur de Europa, de promocionar a partidos socialistas como dique de contención contra la expansión de partidos comunistas y opciones de izquierdas mucho más desestabilizadoras para el poder. Y a todos esos factores se sumó otro fundamental para el triunfo del PSOE: el peso de la memoria histórica del socialismo español, que a pesar del reducido papel del partido en la lucha contra la dictadura pervive de manera latente, se transmite de generación en generación y en algunos lugares —y yo, que soy de Extremadura, lo sé bien— sale a la superficie de una manera asombrosa en la transición.
Durante la dictadura, Rodolfo Llopis sostenía lo que se dio en llamar teoría del balcón: al PSOE no le hacía falta arriesgar la vida de sus militantes en la lucha antifranquista, porque cuando la democracia adviniera, le bastaría colgar la bandera socialista de cualquier balcón para que la gente hiciera cola para afiliarse.
Algo de eso hubo. Richard Gillespie decía que la marca del PSOE era como la de la Coca-Cola: daba igual que surgiera otro producto mejor con otro nombre; la marca seguía pesando más que ninguna otra cosa. De ahí la disputa interna, externa e internacional que hubo por ver quién se quedaba con unas siglas que eran mucho más fuertes que lo que se pensaba desde el PCE.
El PSOE también se benefició de los errores estratégicos del PCE. Gerardo Iglesias ha contado alguna vez que Alfonso Guerra le confesó que, antes de las primeras elecciones democráticas, en el PSOE había miedo a la fuerza del PCE, pero que lo perdieron en cuanto vieron aquellos carteles en blanco y negro con los rostros de Carrillo o la Pasionaria, figuras entrañables para la izquierda pero no para esa mayoría de franquistas sociológicos cuya obsesión principal era enterrar definitivamente el drama de la guerra civil. El PSOE y sus líderes dieron una imagen mucho más fresca, más juvenil. Y el PCE podría haberla dado si hubiera puesto en primera línea a militantes más jóvenes, como los abogados laboralistas, pero no quiso hacerlo y lo pagó caro.
Exactamente. El PSOE tenía muy buenos asesores electorales y en comunicación, muchos de ellos italianos traídos por Alfonso Guerra, mientras que el PCE seguía arrastrando, como marca de la cultura carrillista, una sensación de autosuficiencia en temas que desconocía, en el sentido de decir: «nosotros sabemos cómo se hacen las cosas aunque nunca las hayamos hecho; vosotros sois técnicos y profesionales universitarios pero nosotros tenemos lo importante: visión de alta política». Pues, efectivamente, esa autosuficiencia la pagó muy cara.
«A tu padre vas a enseñarle a hacer hijos».
Exacto, exacto (risas).
De su El PCE y el PSOE en (la) transición es muy interesante la parte en que aborda el papel de los medios de comunicación, que también jugó abrumadoramente a favor del PSOE. El PSOE tenia El País; el PCE no tenía ningún periódico afín y su intento de convertir Mundo Obrero en un diario generalista al modo del L’Humanité francés se saldó con un fracaso ruinoso. Pero es que además la prensa conservadora trataba de muy diferente manera a uno y a otro partido: por más que en general disparase tanto contra el PCE como contra el PSOE, en ciertos momentos concretos alabó y publicitó decisiones tácticas del PSOE idénticas a otras del PCE que sin embargo silenciaba. Estoy pensando en el abandono del marxismo por parte del PSOE y en el del leninismo por parte del PCE.
Más que silenciarlas, la prensa generaba dudas acerca de la autenticidad del gesto.
Mientras que en la sinceridad de Felipe González creían a pies juntillas, que ya es mucho creer.
Efectivamente. De Felipe González no se dudaba, de Santiago Carrillo sí, y yo, en el libro, lo explico mostrando el día a día de la prensa. En efecto, cuando Felipe González dimitió después de que su propuesta de abandonar el marxismo saliera derrotada, hubo un cierre de filas, una unanimidad a la hora de encomiar el gesto, que sólo se vería superada por la unanimidad construida en torno al 23-F. Todos los medios, con independencia de su identificación ideológica, acudieron sin fisuras en auxilio de Felipe González y para escarnio de quienes habían osado no ya defender el marxismo, porque ahí no se estaba hablando del marxismo, sino cuestionar el ritmo y la orientación de un proceso de transición que necesitaba del PSOE. Cuando el PCE abandona antes el leninismo, la atención que se presta es mucho más pequeña y además se critica el gesto por insincero; se presenta el gesto como un movimiento táctico y oportunista orientado a disfrazar al lobo con piel de cordero. Y eso hace que al PCE le salga el tiro por la culata. Si tú haces una pirueta simbólica que no obtiene credibilidad entre aquellos electores distantes a ti a los que quieres seducir y al mismo tiempo tensionas a muchos de aquéllos que ya están identificados contigo, pues haces un pan como unas tortas. No ganas por un lado y pierdes por el otro. No atraes a quien quieres atraer y disuades a quien ya tenías en torno a ti.
También es interesante, en su libro, su estudio de los programas de las escuelas de formación de ambos partidos y de su evolución. En particular es curioso ver la evolución de los del PSOE, donde se empieza hablando de lucha de clases y de autogestión socialista y se acaban impartiendo asignaturas casi tecnocráticas: gestión municipal y demás.
Sí, eso va en paralelo a la propia estrategia del PSOE durante el proceso. Primero hay una formación muy identitaria y sobreideologizada que tiene dos fuentes de alimentación: una es contextual, y es que es cierto que buena parte de los militantes, sobre todo los más jóvenes y algunos cuadros, venían de espacios universitarios efectivamente muy izquierdistas, y otra es táctica y estimulada desde arriba, como puede verse en las escuelas. A medida que la orientación práctico-institucional del partido va depurándolo de izquierdismo, hace falta que eso se transfiera a la militancia y en este sentido las escuelas de formación pasan a ser una herramienta para educarla, para depurarla y al mismo tiempo para empezar a cualificarla de cara a la posibilidad más que inminente de ocupar posiciones de poder, primero a nivel municipal y luego con el gran salto de 1982.
El izquierdismo del PSOE, por otra parte, era relativamente nuevo. Se suele pensar que los estatutos del PSOE llevaban inscrito el marxismo desde los tiempos de Pablo Iglesias, pero nada más lejos de la realidad: lo que se abandonó en 1979 se había aprobado en 1976.
Sí. El PSOE siempre había estado sujeto a esa dualidad de programa máximo y programa mínimo. Los primeros programas amplios y declaraciones doctrinales las revisó Paul Lafargue y, en ese sentido, pero no en otros muchos, puede decirse que fuera un partido marxista. Sin embargo, la explicitación de la fe marxista en los estatutos era muy reciente: databa de 1976. Por eso se abandonó con relativa facilidad en 1979, porque se había asumido como mucha urgencia e improvisación en 1976. Más allá del histrionismo con que se aprobó en el contexto fervoroso del 76, no se había fraguado verdaderamente; no había tenido una sedimentación fuerte.
¿El PCE fracasó en la Transición más por sus propios errores o más porque luchaba contra los elementos?
Por ambas cosas. Las condiciones eran extraordinariamente hostiles y había corrientes de fondo que trascendían al caso español: un contexto de guerra fría donde las opciones situadas a la izquierda tenían un recorrido determinado. También una nueva configuración sociológica en la que las autopercibidas clases medias y el horizonte de expectativas que en torno a ellas se va fraguando no acogen muy bien el proyecto de emancipación de las opciones de la izquierda transformadora. Hay que considerar también que el PCE no había tenido, como sí lo tuvieron el Partido Comunista Italiano o el francés, cuarenta años para, en un contexto de libertad política y sindical, llevar mejoras cotidianas a los barrios desde concejalías o incluso Ayuntamientos. El PCE había tenido mucha presencia social en una dinámica de oposición y había construido tejido social crítico, pero no se había fraguado como el PCI o el PCF como instrumento de autodefensa normalizado de las clases populares. Por otro lado, toda la fuerza que el PCE había tenido estaba construida en torno a una idealidad de ruptura democrática y de conquistas sociales que no encajaba bien con el modelo de la transición y de la democracia que finalmente acabó desarrollándose, por más que Santiago Carrillo, haciéndose un poco trampas al solitario, dijera que aquello era lo que el partido quería construir en última instancia. Eso generó frustración y repulsa. Pero también las generaron esas decisiones de las que hablábamos antes y que al final acabaron haciendo que el partido saltar por los aires. Así que de lo que hay que hablar es de una mezcla de ambas cosas. El derrumbe del PCE no era inevitable atendiendo al contexto, aunque el contexto internacional y nacional era ciertamente hostil.
No hace mucho, Susana Díaz alababa a Carrillo en un mitin para contraponerlo a Garzón. Si te alaba Susana Díaz, algo debes de haber hecho muy, pero que muy mal.
Sí, hay elogios a Santiago Carrillo que más bien parecen celebraciones encubiertas de la derrota relativa —relativa, no absoluta— del PCE en la Transición. Estás encumbrando a un dirigente cuya gestión —junto con otros factores— acabó dando lugar a la implosión de su propio partido. Se les ve un poco el plumero a esas alabanzas, sí.
En 2015 publicó Atraco a la memoria, una especie de memorias entrevistadas de Julio Anguita. ¿Qué valoración hace de la figura de Anguita, tan diferente en todos los sentidos de la de Carrillo?
Para mí la figura de Anguita es una figura fascinante, y lo es por atípica en la trayectoria de la izquierda de este país. Haciendo abstracción y apelando a esos tipos ideales que luego, cuando desciendes a la realidad, requieren ser muy matizados, yo creo que en la trayectoria de la izquierda, de la izquierda situada a la izquierda de la socialdemocracia, de la izquierda alternativa de este país, ha habido tres almas, tres pulsiones que a veces se han identificado con corrientes organizadas o nombres concretos, pero que más bien han ido transmigrando de unas corrientes a otras y a veces han convivido de manera esquizoide en un mismo grupo o en una misma persona. Una de esas almas es ese alma posibilista, contenida, socialdemócrata en el mejor de los casos, que, consciente de las dificultades objetivas para abrir procesos fuertes de cambio, considera que lo único que puede hacerse es tirar un poco a la izquierda de la gran opción política que sí tiene la posibilidad de introducir una serie de mejoras algo más intensas, que en el caso de España viene a ser el PSOE. Yo creo que esa apuesta no tiene mucho recorrido, que no es ni siquiera práctica. Es pragmatista, pero al final poco pragmática, porque en esa dialéctica lo que se constata es más bien la capacidad del PSOE para tirar a la derecha de lo que hay a su izquierda o de fagocitarlo. Si tú garantizas incondicionalmente un apoyo al PSOE por el vértigo que te da que este caiga y entre el PP, entonces qué necesidad va a sentir el PSOE de girar a la izquierda cuando tiene mayores presiones externas y pulsiones internas para hacerlo a la derecha. Para que gire a la izquierda, si es que eso es posible, la amenaza de dejarlo caer tiene que ser real. Por otra parte, la aspiración de garantizar al PSOE en el gobierno como única forma de contención a la llegada del PP termina concentrando el voto en el PSOE a tu costa, e incluso animándote a que te integres en él. Si esa era la aspiración fundamental, entonces lo mejor que podías hacer era votar directamente al PSOE dado cuánto penaliza el sistema electoral la fragmentación del voto de la izquierda. Y si además te terminas pareciendo demasiado a él en términos ideológicos, discursivos y prácticos entonces buena parte de tus bases entenderán lógicamente que resulta más útil votar directamente al PSOE para no fragmentar el voto, mientras que otra parte entenderá que, por esa misma similitud, no tiene sentido votar a ninguno de los dos. Y en esas anduvo IU enredada mucho tiempo. Cuando se mira con perspectiva, se ve claramente que esa posición no tuvo ni creo que tenga mucho recorrido.
¿Cuál es la segunda alma?
La segunda alma es un alma identitaria y maximalista en términos más retóricos que prácticos; una izquierda anclada a las viejas certezas ya caducas, pero que no es capaz de traducir esas soflamas a una práctica transformadora. Es una izquierda encantada de conocerse a sí misma pero que no va muy lejos. Frente a esas dos almas o pulsiones que, como digo, no son exclusivas ni identificables con grupos o corrientes concretas, aunque en algunos momentos sí que lo han sido, hay una tercera pulsión que no niega lo adversas que son las condiciones, pero plantea que, por adversas que sean, la política de la izquierda alternativa tiene que ser una política a lo grande; tiene que buscar fisuras en el sistema para abrir procesos de cambio y, si no procesos de cambio, al menos para generarle averías al funcionamiento normal del sistema. Y eso pasa por concebir que el PSOE no es el referente con respecto al cual tienes que definir tu práctica política al objeto de tirar de él hacia la izquierda, sino por entender que el PSOE, que no es igual al Partido Popular —eso es absurdo sostenerlo—, garantiza con su confrontación más simbólica que real con el Partido Popular la estabilidad del sistema. Y pasa por disputarle al PSOE no ya el espacio de la izquierda, sino su consideración como opción progresista de cambio e incluso como fuerza de contención del PP. Y pasa por conectar con la memoria de una tradición fuerte, porque eso permite coger impulso para ese salto adelante, pero experimentando también con lo nuevo, tejiendo una amplia política de alianzas y estando expectante ante nuevas emergencias sociales, culturales e incluso políticas.
Y eso es lo que representó Julio Anguita.
Yo creo que sí. Anguita concebía la política a lo grande en un contexto muy adverso, como fue el de finales de los ochenta y los noventa, y yo creo que ése es su principal mérito. Con muchos errores, que también los hubo —y yo trato de subrayarlos en el libro—, en última instancia la suya era una línea política con más recorrido. Se pudo gestionar mejor, se pudo dosificar mejor, pero yo creo que tenía mucho más recorrido que otras. A mí, lo que me interesaba de Anguita era eso. Eso y ver cómo en el contexto 15M su figura se ha revalorizado. No es que no haya envejecido, todos los dirigentes envejecen, pero yo creo que la diferencia de Julio Anguita con otros dirigentes de su época es que la suya es una figura que envejece muy bien.
Cuánta vigencia tienen hoy sus admoniciones contra Maastricht.
Sí, pero ojo, ese acierto es resultado de una virtud de Anguita que no se conoce o que queda eclipsada por cierta imagen mitificada que, a la postre, se ha construido de él o por otra imagen satanizada que también operó en su día y pervive hoy. La posición que Anguita mantuvo sobre Maastricht no fue resultado ni de una visión profética repentina propia de alguien con capacidades sobrenaturales ni del rechazo irracional de un dirigente maximalista y dogmático, sino de alguien que se paró a estudiar el tratado y, sobre todo, que lo hizo dejándose asesorar por un grupo de economistas muy buenos que siempre tuvo a su lado, entre los que estaban Juan Francisco Martín Seco, Pedro Montes, Jesús Albarracín, Salvador Jové y otros muchos más. Fue una posición resultado del estudio. Fue el análisis racional conjugado con el decálogo normativo propio lo que les llevó a plantear que el Tratado de Maastricht era inaceptable: que la autonomía del Banco central europeo le convertiría en correa de transmisión de intereses financieros, que el dogma de reducción a toda costa del déficit llevaría al descuaje del Estado de Bienestar, que el parlamento no sería nada al lado de la Comisión, que la integración monetaria sin nivelación económica real previa profundizaría las desigualdades territoriales, etc. etc. etc., todo lo que se ha visto después. En este sentido yo creo que la postura dogmática, en su sentido de idealista y generalista, era la del sector encabezado por Nicolás Sartorius, que defendía el «sí crítico», sin entrar a valorar el contenido del tratado, aduciendo que debía primarse el objetivo de la unión por encima del modelo reflejado en el texto. Ahí pesaba sobre todo el pánico escénico a ser tachados de antieuropeístas, muy propio de algunos miembros de la generación del antifranquismo deseosos de sacudirse su complejo frente a Europa por medio de una integración en ella a toda costa, y también la lealtad orgánica y poco reflexiva a las posiciones del mundo sindical, que entonces, inserto en sus propias derrotas y mutaciones, también defendía ese sí crítico.
En cualquier caso, lo interesante es que en ese año de 1992 en el que tiene lugar la II Asamblea federal de IU en la que esta se fragmenta y Julio Anguita gana a Sartorius por poco es la colisión de dos culturas políticas que procedían del PCE. La del sector de Sartorius, que seguía entendiendo la política al modo de la transición, como contribución al consenso en las grandes cuestiones de Estado y cálculo medido en aquellas decisiones que pudieran generar rechazo entre sectores afines más moderados o menos informados. Y la del sector de Anguita, para la cual IU debía disentir en las cuestiones capitales tratando de explicar socialmente la propia posición a la gente aún en contextos de hostilidad sociológica y mediática. El problema para el PCE de Anguita es que su capacidad de construcción de hegemonía social por abajo no estuvo a la altura de las posiciones, tan atrevidas como racionales, que sostuvo.
Los logros de Anguita, ¿se debieron más a un discurso, una táctica y una estrategia hábiles y acertados, o más a su carisma personal; a esa honradez innegable a prueba de bomba y a aquel didactismo con el que hacía unos discursos preciosos? Otro dirigente con el mismo discurso que Anguita pero sin su carisma, ¿hubiera fracasado?
Ambas cosas… Había un espacio social para el discurso que hacía Anguita y él lo galvanizó muy bien con eso que en el libro yo llamo pasión razonada; una armonización entre emoción y racionamiento, nervio y argumentación. Tenía una dramaturgia que conectaba y buenas dotes pedagógicas, y más capacidad intelectual que la de muchos dirigentes de la izquierda «sensata», a los que se les ha atribuido o que han hecho mucho por autoatribuírsela. Eso me seduce particularmente de la figura de Julio, cuánto irrita a cierto establishment político y cultural, muy sobrevalorado, de la izquierda prudente y refinada que tan poca cosa ha dejado escrita. Y además Julio Anguita tenía una honestidad seductora, aglutinante, que generaba adhesión. Todo eso sumaba, aunque hay que tener en cuenta que el carisma de Julio Anguita y su sobrepresencia al frente de IU también fue un límite para la propia IU, porque la hizo más vulnerable en el momento en que Anguita se convirtió en la diana de las críticas sistemáticas que recibió por parte sobre todo del Grupo Prisa.
González llegó a decirse víctima de una Triple A formada por Anguita, Aznar y Anson.
Sí, bueno, González siempre ha sido mordaz y construyó muy bien una teoría que era falsa pero que funcionaba, que era la famosa teoría de la pinza. A la Izquierda Unida de Anguita cabe criticarle que no fuera más hábil a la hora de romper esa imagen que, si bien desmentía la dinámica parlamentaria y gubernamental, sí estaba en el imaginario de mucha gente.
¿Cuáles fueron, a su juicio, los principales errores de Anguita?
El principal error, a mi juicio, fue un cierto idealismo, en el sentido de obrar como si las ideas o la línea política pudiera abrirse paso por la fuerza de su propia racionalidad. A veces es así; a veces las ideas se imponen por la fuerza de su racionalidad o por la ilusión que uno despierta a la hora de sostenerlas discursivamente, pero eso tiene que ir acompañado de una movilización social fuerte, entendida no como movilización épica de salida masiva a la calle, sino como activación social y cultural de la gente con tu propia organización inserta en ella. Y yo creo que a las ideas y los análisis que Izquierda Unida elaboraba les faltó ese empuje; que no se puso a la organización a trabajar lo suficiente para defender esos proyectos. Eso lo reconoce en parte el propio Julio Anguita. Y luego hay una segunda cosa, que fue un acierto en términos generales, pero que, por exceso, terminó constituyendo un error en algún momento.
¿Cuál?
Romper con esa cultura del PCE carrillista consistente en generar credibilidad con gestos que te homologuen al adversario. Yo creo que en el caso de Anguita fue acertado no preocuparse demasiado por generar esa clase de credibilidad, por llevar a cabo esa clase de gestos de moderación en los términos que planteaba el adversario para ser reconocido por una base electoral a priori distante. Y yo creo que fue un acierto de Anguita no hacerlo, porque cuando tú compites en el campo semántico del adversario tienes todas las de perder. Pero hubo un momento en el que esa indiferencia al «qué dirán» pudo ir demasiado lejos, un momento en el que no se hizo lo suficiente por evitar que el enemigo te encajase en la caricatura que de ti había construido para mejor combatirte.
¿Cómo ve la situación política actual y en particular todo lo que se ha ido generando en torno a Podemos desde 2014? ¿En qué medida le ilusionó Podemos, si es que le ilusionó en alguna, y en qué medida le está decepcionando, si es que lo está?
Tengo simpatías distantes por Podemos, aunque me identifico más con la propuesta concreta de la IU de Alberto Garzón, a pesar de que, en estos años tan importantes y hasta hace muy poco, IU no haya estado, ni de lejos, a la altura de las circunstancias y hoy en algunos lugares se haya quedado en muy poca cosa. Por una razón y por otra celebré la formación de Unidos Podemos. Aun así, Unidos Podemos se me queda muy corto, porque creo que la clave de la confluencia debe consistir en ir muchísimo más allá de los partidos políticos; que la confluencia no debe ser una mera agregación o coalición de partidos preexistentes ni la fusión de todos ellos, sino un movimiento con mayor nervio social en el que quepan muchísimas más cosas. En ese sentido, me gusta algo más el modelo de Cataluña, aunque también tiene sus limitaciones y soy consciente de que tampoco se puede reivindicar para toda España, porque los contextos son muy distintos. Y sobre Podemos… Creo que supo leer muy bien el momento, que contribuyó de manera determinante a traducir el malestar social en voluntad de cambio político y a ampliar, en virtud de su propia irrupción institucional, las posibilidades de cambio. Y, sin duda, sigue siendo una herramienta imprescindible para el cambio, como prueba, y esa es la prueba de fuego, la inquina que genera en las instancias poder, especialmente en las culturales. Pero también es una herramienta que se ha ido embotando entre bandazos desconcertantes, reclusión institucional, espejismos electorales, patrioterismo de siglas, por exceso de politicismo, por el miedo de unos a ser alternativa o la falta de vista a la hora de intentar serlo y, sobre todo, por la reproducción mimética de los tradicionales y aburridísimos conflictos internos de poder de la izquierda. Confío en que después de la crisis de Vistalegre II eso se enmiende. Es fundamental.
Podemos reivindica mucho la figura de Anguita, y hay quien ve el proyecto de Pablo Iglesias como una especie de anguitismo mejorado. ¿Lo es o no lo es? ¿En qué medida lo es o no lo es?
Bueno, yo no veo que la reivindicación de la figura de Anguita sea un sentir mayoritario de Podemos, por cuanto buena parte de la base sociológica de Podemos no es que tenga diferencias con Anguita es que mantiene con él una distancia generacional importante y muchos un desconocimiento ostensible acerca de su pasado. La vinculación es más de algunos cuadros y dirigentes y, particularmente, de Pablo Iglesias, que es una persona con trayectoria militante en la izquierda y muy agradecida (cosa rara en quienes han llegado alto) con quienes dieron la batalla en los años de plomo del bipartidismo en condiciones minoritarias. A mí me parece coherente y generosa esa identificación de Pablo Iglesias. Todo proyecto político se construye a partir de identificaciones con figuras, momentos, símbolos, proyectos y experiencias del pasado, y en este caso la identificación de Pablo Iglesias con la figura de Julio Anguita tiene mucho sentido. De todas maneras pienso que es una identificación que debe entenderse en términos de inspiración más que de continuidad. Al final, lo que media entre uno y otro es un contexto muy distinto.
Podemos es un anguitismo mejorado pero también un anguitismo más fácil. Es más fácil sostener el discurso de Anguita ahora que lo que lo era sostenerlo en los noventa, en pleno apogeo del Consenso de Washington.
Yo no lo llamaría ni un anguitismo mejorado ni un anguitismo facilitado por las circunstancias, por más que sean definiciones muy sugerentes. Lo que veo en Podemos es un proyecto que coge impulso de la tradición y la experiencia política de Julio Anguita en los 90, pero también de otras tradiciones y experiencias. Creo que en Podemos hay muchos impulsos y referentes y el de Anguita es uno de ellos. Con lo que sí veo una conexión más fuerte y más lineal es con el Frente Cívico de Julio Anguita de los años inmediatamente posteriores a la crisis de 2008.
Hace unos meses fue muy comentada la imagen de Julio Anguita abrazando a Pablo Iglesias y diciéndole: «Estamos otra vez en 1977, Pablo». ¿Lo estamos? ¿Es ésta una segunda transición?
A mí no me gusta la expresión de segunda transición, que además fue movilizada por Aznar en su momento. No me gusta porque ata el proceso actual a lo que sucedió entonces, como si esto tuviese que ser el cierre de lo que entonces no se pudo cerrar del todo, como si esto tuviera que ser la recuperación en septiembre de las asignaturas pendientes del mismo curso académico. A mí me resulta más útil para explicar lo que está pasando y a dónde se quiere ir la noción de crisis, de crisis orgánica, de crisis de régimen, de crisis de mando. Ha habido y en gran medida sigue habiendo una crisis orgánica del régimen político nacido de la Transición y un momento de oportunidad ahora en contracción pero en el que todavía pueden pasar cosas. Hay un desfase insostenible entre representación institucional (más alta que nunca) y movilización ciudadana (muy a la baja); se han construido pocos espacios por abajo de experimentación, convivencia y acción desde los que galvanizar una voluntad social de cambio que se está debilitando y que no puede alimentarse solo de discursos motivadores desde medios convencionales o redes sociales; las múltiples fuerzas del cambio no han terminado de construir un programa y proyecto de país básico que aglutine e ilusione; el imaginario del cambio y la sensación de empoderamiento que trajo el último ciclo de protestas languidece y cede a una suerte de resignación peligrosa, habida cuenta de la constatación pública de la corrupción como modelo de gobierno del país… Aun así creo que sigue habiendo partido si se sabe jugar. La perspectiva de cambio de régimen parece cada vez más lejana, sobre todo si se pone el acento, después de lo que ha llovido, en el continuismo gubernamental, que es donde en cierta medida —con cambios menos vistosos pero no obstante muy importantes— nos encontramos. Pero con todo y con eso está ahí. Y creo que a lo que se refería Julio era a eso: a que estamos en un nuevo momento de oportunidad, de energía social acumulada y de necesidad de madurez, racionalidad, audacia y valor para saber aprovechar la oportunidad y sobre todo para no desilusionar; para trabajar al objeto de que la voluntad de cambio se sedimente y no se volatilice o se evapore como en 1977.
Fuente: https://elcuadernodigital.com/2017/06/02/juan-andrade-historiador-de-la-democracia/