Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Modernidad y capitalismo. (15 tesis)

Bolívar Echeverría

¿Por qué la cuerda, entonces, si el aire es tan sencillo?

¿Para qué la cadena, si existe el hierro por sí solo?

César Vallejo

Los hombres de hace un siglo (ya inconfundiblemente modernos) pensaban que eran dueños de la situación; que podían hacer con la modernidad lo que quisieran, incluso, simplemente, aceptarla —tomarla completa o en partes, introducirle modificaciones— o rechazarla —volverle la espalda, cerrarle el paso, revertir sus efectos. Pensaban todavía desde un mundo en el que la marcha indetenible de lo moderno, a un buen trecho todavía de alcanzar la medida planetaria, no podía mostrar al entendimiento común la magnitud totalizadora de su ambición ni la radicalidad de los cambios que introducía ya en la vida humana. Lo viejo o tradicional tenía una vigencia tan sólida y pesaba tanto, que incluso las más gigantescas o las más atrevidas creaciones modernas parecían afectarlo solamente en lo accesorio y dejarlo intocado en lo profundo; lo antiguo o heredado era tan natural, que no había cómo imaginar siquiera que las pretensiones de que hacían alarde los propugnadores de lo moderno fueran algo digno de tomarse en serio.

En nuestros días, por el contrario, no parece que el rechazo o la aceptación de lo moderno puedan estar a discusión; lo moderno no se muestra como algo exterior a nosotros, no lo tenemos ante los ojos como una terca incógnita cuya exploración podamos emprender o no. Unos más, otros menos, todos, querámoslo o no, somos ya modernos o nos estamos haciendo modernos, permanentemente. El predominio de lo moderno es un hecho consumado, y un hecho decisivo. Nuestra vida se desenvuelve dentro de la modernidad, inmersa en un proceso único, universal y constante que es el proceso de la modernización. Modernización que, por lo demás —es necesario subrayar—, no es un programa de vida adoptado por nosotros, sino que parece más bien una fatalidad o un destino incuestionable al que debemos someternos.

«Lo moderno es lo mismo que lo bueno; lo malo que aún pueda prevalecer se explica porque lo moderno aún no llega del todo o porque ha llegado incompleto». Éste fue sin duda, con plena ingenuidad, el lema de todas las políticas de todos los estados nacionales hace un siglo; hoy lo sigue siendo, pero la ingenuidad de entonces se ha convertido en cinismo.

Han pasado cien años y la meta de la vida social —modernizarse: perfeccionarse en virtud de un progreso en las técnicas de producción, de organización social y de gestión política— parece ser la misma. Es evidente sin embargo que, de entonces a nuestros días, lo que se entiende por «moderno» ha experimentado una mutación considerable. Y no porque aquello que pudo ser visto entonces como innovador o «futurista» resulte hoy tradicional o «superado», sino porque el sentido que enciende la signifiación de esa palabra ha dejado de ser el mismo. Ha salido fuertemente cambiado de la aventura por la que debió pasar; la aventura de su asimilación y subordinación al sentido de la palabra «revolución».

El «espíritu de la utopía» no nació con la modernidad, pero sí alcanzó con ella su figura independiente, su consistencia propia, terrenal. Giró desde el principio en torno al proceso de modernización, atraído por la oportunidad que éste parecía traer consigo —con su progresismo— de quitarle lo categórico al «no que está implícito en la palabra «utopía» y entenderlo como un «aún no» prometedor.

La tentación de «cambiar el mundo» —»cambiar la vida»— se introdujo primero en la dimensión política. A fines del siglo XVIII, cuando la modernización como Revolución Industrial apenas había comenzado, su presencia como actitud impugnadora del ancien régime era ya indiscutible; era el movimiento histórico de las «revoluciones burguesas». La Revolución vivida como una actividad que tiene su meta y su sentido en el progreso político absoluto: la cancelación del pasado nefasto y la fundación de un porvenir de justicia, abierto por completo a la imaginación. Pronto, sin embargo, la tentación utopista fue expulsada de la dimensión política y debió refugiarse en el otro ámbito del progresismo absoluto, el de la potenciación de las capacidades de rendimiento de la vida productiva. Mientras pudo estar ahí, antes de que los estragos sociales de la industrialización capitalista la hicieran experimentar un nuevo rechazo, fue ella la que dotó de sentido a la figura puramente técnica de la modernización. El «espíritu de la utopía» comenzaría hacia finales del siglo XIX un nuevo — ¿último? — intento de tomar cuerpo en la orientación progresista del proceso de modernización; el intento cuyo fracaso vivimos actualmente.

Aceptar o rechazar la modernización como reorganización de la vida social en torno al progreso de las técnicas en los medios de producción, circulación y consumo eran los dos polos básicos del comportamiento social entre los que se componía y recomponía a comienzos de siglo la constelación política elemental. Su aceptación «gattopardiana», como maniobra conservadora, destinada a resguardar lo tradicional, llegaba a coincidir y confundirse con su aceptación reformista o ingenua, la que calcaba de ella su racionalidad progresista. Por otra parte, su rechazo reaccionario, que ve en ella un atentado contra la esencia inmutable de ciertos valores humanos de estirpe metafísica, un descarrío condenable que puede y debe ser desandado, era un rechazo similar aunque de sentido diametralmente opuesto al de quienes la impugnaban también, pero en tanto que alternativa falsa o suplantación de un proyecto de transformación revolucionaria de lo humano. En el campo de la izquierda lo mismo que en el de la derecha, definiendo posiciones marcadamente diferentes dentro de ambos, se enfrentaban la aceptación y el rechazo de la modernización, experimentada como la dinámica de una historia regida por el progreso técnico.

No obstante el predominio práctico incontestable y las irrupciones políticas decisivas y devastadoras de la derecha, es innegable que la vida política del siglo XX se ha guiado por las propuestas —desiguales e incluso contradictorias— de una «cultura política de izquierda». La izquierda ha inspirado el discurso básico de lo político frente a la lógica tecnicista de la modernización. Sea que haya asumido a ésta como base de la reforma o que la haya impugnado como sustituto insuficiente de la revolución, un presupuesto ético lo ha guiado en todo momento: el «humanismo», entendido como una búsqueda de la emancipación individual y colectiva y de la justicia social. Es por ello que la significación de lo moderno como realización de una utopía técnica sólo ha adquirido su sentido pleno en este siglo cuando ella ha aparecido en tanto que momento constitutivo pero subordinado de lo que quiere decir la palabra «socialismo»: la realización (reformista o revolucionaria) de la utopía político-social —el reino de la libertad y la justicia— como progreso puro, como sustitución absolutamente innovadora de la figura tradicional en la que ha existido lo político.

La historia contemporánea, configurada en torno al destino de la modernización capitalista, parece encontrarse ante el dilema propio de una «situación límite»: o persiste en la dirección marcada por esta modernización y deja de ser un modo (aunque sea contradictorio) de afirmación de la vida, para convertirse en la simple aceptación selectiva de la muerte, o la abandona y, al dejar sin su soporte tradicional a la civilización alcanzada, lleva en cambio a la vida social en dirección a la barbarie. Desencantada de su inspiración en el «socialismo progresista» —que se puso a prueba no sólo en la figura del despotismo estatal del «mundo [imperio] socialista» sino también bajo la forma de un correctivo social a las instituciones liberales del «mundo [imperio] occidental»—, esta historia parece haber llegado a clausurar aquello que se abrió justamente con ella: la utopía terrenal como propuesta de un mundo humano radicalmente mejor que el establecido, y realmente posible. Paralizada su creatividad política —como a la espera de una catástrofe—, se mantiene en un vaivén errático que la lleva entre pragmatismos defensivos más o menos simplistas y mesianismos desesperados de mayor o menor grado de irracionalidad.

Las Tesis que se exponen en las siguientes páginas intentan detectar en el campo de la teoría la posibilidad de una modernidad diferente de la que se ha impuesto hasta ahora, de una modernidad no capitalista. Lo hacen, primero, a partir del reconocimiento de un hecho: el estado de perenne inacabamiento que es propio de la significación de los entes históricos; y segundo, mediante un juego de conceptos que intenta desmontar teóricamente ese hecho y que, para ello, pensando que «todo lo que es real puede ser pensado también como siendo aún sólo posible» (Leibniz), hace una distinción entre la configuración o forma de presencia actual de una realidad histórica, que resulta de la adaptación de su necesidad de estar presente a las condiciones más o menos «coyunturales» para que así sea —y que es por tanto siempre substituible— y su esencia o forma de presencia «permanente», en la que su necesidad de estar presente se da de manera pura, como una potencia ambivalente que no deja de serlo durante todo el tiempo de su consolidación, por debajo de los efectos de apariencia más «definitiva» que tenga en ella su estar configurada. De acuerdo con esta suposición, la modernidad no sería «un proyecto inacabado»; sería, más bien, un conjunto de posibilidades exploradas y actualizadas sólo desde una perspectiva y en un solo sentido, y dispuesto a lo que aborden desde otro lado y lo iluminen con una luz diferente.

Tesis 1

La clave económica de la modernidad

Por modernidad habría que entender el carácter peculiar de una forma histórica de totalización civilizatoria de la vida humana. Por capitalismo, una forma o modo de reproducción de la vida económica del ser humano: una manera de llevar a cabo aquel conjunto de sus actividades que está dedicado directa y preferentemente a la producción, circulación y consumo de los bienes producidos. Entre modernidad y capitalismo existen las relaciones que son propias entre una totalización completa e independiente y una parte de ella, dependiente suya, pero en condiciones de imponerle un sesgo especial a su trabajo de totalización.

Este predominio de la dimensión económica de la vida (con su modo capitalista particular) en la constitución histórica de la modernidad es tal vez justamente la última gran afirmación de una especie de «materialismo histórico» espontáneo que ha caracterizado a la existencia social durante toda «la historia basada en la escasez». «Facultad» distintiva del ser humano («animal expulsado del paraíso de la animalidad») es sin duda la de vivir su vida física como sustrato de una vida «metafísica» o política, para la cual lo prioritario reside en el dar sentido y forma a la convivencia colectiva. Se trata, sin embargo, de una «facultad» que sólo ha podido darse bajo la condición de respetar al trabajo productivo como la dimensión fundamental, posibilitante y delimitante, de su ejercicio. El trabajo productivo ha sido la pieza central de todos los proyectos de existencia humana. Dada la condición transhistórica de una escasez relativa de los bienes requeridos, es decir, de una «indiferencia» o incluso una «hostilidad» de lo Otro o lo no humano (la «Naturaleza»), ninguno de ellos pudo concebirse, hasta antes de la Revolución Industrial, de otra manera que como una estrategia diseñada para defender la existencia propia en un dominio siempre ajeno. Ni siquiera el «gasto improductivo» del más fabuloso de los dispendios narrados por las leyendas tradicionales alcanzó jamás a rebasar verdaderamente la medida de la imaginación permitida por las exigencias de la mera sobrevivencia al entendimiento humano.

Dos razones que se complementan hacen de la teoría crítica del capitalismo una vía de acceso privilegiada a la comprensión de la modernidad: de ninguna realidad histórica puede decirse con mayor propiedad que sea típicamente moderna como del modo capitalista de reproducción de la riqueza social; a la inversa, ningún contenido característico de la vida moderna resulta tan esencial para definirla como el capitalismo.

Pero la perspectiva que se abre sobre la modernidad desde la problematización del capitalismo no sólo es capaz de encontrarle su mejor visibilidad; es capaz también —y se diría, sobre todo— de despertar en la inteligencia el reclamo más apremiante de comprenderla. Son los atolladeros que se presentan en la modernización de la economía —los efectos contraproducentes del progreso cuantitativo (extensivo e intensivo) y cualitativo (técnico), lo mismo en la producción que en la distribución y el consumo de los bienes —los que con mayor frecuencia y mayor violencia hacen del Hombre un ser puramente destructivo: destructivo de lo Otro, cuando ello no cabe dentro de la Naturaleza (como «cúmulo de recursos para lo humano»), y destructivo de sí mismo, cuando él mismo es «natural» (material, corporal, animal), y no cabe dentro de lo que se ha humanizado a través del trabajo técnico «productivo».

La imprevisible e intrincada red de los múltiples caminos que ha seguido la historia de la modernidad se tejió en un diálogo decisivo, muchas veces imperceptible, con el proceso oscuro de la gestación, la consolidación y la expansión planetaria del capitalismo en calidad de modo de producción. Se trata de una dinámica profunda, en cuyo nivel la historia no toma partido frente al acontecer coyuntural. Desentendida de los sucesos que agitan a las generaciones y apasionan a los individuos, se ocupa sin embargo tercamente en indicar rumbos, marcar tiempos y sugerir tendencias generales a la vida cotidiana.

Tres parecen ser las principales constantes de la historia del capitalismo que han debido ser «trabajadas» e integradas por la historia de la modernidad: a) la reproducción cíclica, en escala cada vez mayor (como en una espiral) y en referencia a satisfactores cada vez diferentes, de una «escasez relativa artificial» de la naturaleza respecto de las necesidades humanas; b) el avance de alcances totalitarios, extensivo e intensivo (como planetarización y como tecnificación, respectivamente) de la subsunción real del funcionamiento de las fuerzas productivas bajo la acumulación del capital, y el corrimiento indetenible de la dirección en la que fluye el tributo que la propiedad capitalista y su institucionalidad mercantil y pacífica— paga al dominio monopólico —y su arbitrariedad extra-mercantil y violenta—: de alimentar la renta de la tierra pasa a engrosar la renta de la tecnología.

Tesis 2

Fundamento, esencia y figura de la modernidad

Como es característico de toda realidad humana, también la modernidad está constituida por el juego de dos niveles diferentes de presencia real: el posible o potencial y el actual o efectivo. (Es pertinente distinguir entre ellos, aunque existe el obstáculo epistemológico de que el primero parece estar aniquilado por el segundo, por cuan to éste, como realización suya, entra a ocupar su lugar.)

En el primer nivel, la modernidad puede ser vista como forma ideal de totalización de la vida humana. Como tal, como esencia de la modernidad, aislada artificialmente por el discurso teórico respecto de las configuraciones que le han dado una existencia empírica, la modernidad se presenta como una realidad de concreción en suspenso, todavía indefinida; como una substancia en el momento en que «busca» su forma o se deja «elegir» por ella (momento en verdad imposible, pues una y otra sólo pueden ser simultáneas); como una exigencia «indecisa», aún polimorfa, una pura potencia.

En el segundo nivel, la modernidad puede ser vista como configuración histórica efectiva; como tal, la modernidad deja de ser una realidad de orden ideal e impreciso: se presenta de manera plural en una serie de proyectos e intentos históricos de actualización que, al sucederse unos a otros o al coexistir unos con otros en conflicto por el predominio, dotan a su existencia concreta de formas particulares sumamente variadas.

El fundamento de la modernidad se encuentra en la consolidación indetenible —primero lenta, en la Edad Media, después acelerada, a partir del siglo XVI, e incluso explosiva, de la Revolución Industrial pasando por nuestros días— de un cambio tecnológico que afecta a la raíz misma de las múltiples «civilizaciones materiales» del ser humano. La escala de la operatividad instrumental tanto del medio de producción como de la fuerza de trabajo ha dado un «salto cualitativo»; ha experimentado una ampliación que la ha hecho pasar a un orden de medida superior y, de esta manera, a un horizonte de posibilidades de dar y recibir formas desconocido durante mi lenios de historia. De estar acosadas y sometidas por el universo exterior al mundo conquistado por ellas (universo al que se reconoce entonces como «Naturaleza»), las fuerzas productivas pasan a ser, aunque no más potentes que él en general, sí más poderosas que él en lo que concierne a sus propósitos específicos; parecen instalar por fin al Hombre en la jerarquía prometida de «amo y señor» de la Tierra.

Temprano, ya en la época de la «invención de América», cuando la Tierra redondeó definitivamente su figura para el Hombre y le transmitió la medida de su finitud dentro del Universo infinito, un acontecimiento profundo comenzaba a hacerse irreversible en la historia de los tiempos lentos y los hechos de larga duración. Una mutación en la estructura misma de la «forma natural» —sustrato civilizatorio elemental— del proceso de reproducción social venía a minar lentamente el terreno sobre el cual todas las sociedades históricas tradicionales, sin excepción, tienen establecida la concreción de su código de vida originario. Una vieja sospecha volvía entonces a levantarse —ahora sobre datos cada vez más confiables—: que la escasez no constituye la «maldición sine qua non» de la realidad humana; que el modelo bélico que ha inspirado todo proyecto de existencia histórica del Hombre, convirtiéndolo en una estrategia que condiciona la supervivencia propia a la aniquilación o explotación de lo Otro (de la Naturaleza, humana o extrahumana), no es el único posible; que es imaginable —sin ser una ilusión— un modelo diferente, donde el desafío dirigido a lo Otro siga más bien el modelo del eros.

La esencia de la modernidad se constituye en un momento crucial de la historia de la civilización occidental europea y consiste propiamente en un reto —que a ella le tocó provocar y que sólo ella estuvo en condiciones de percibir y reconocer prácticamente como tal. Un reto que le plantea la necesidad de elegir, para sí misma y para la civilización en su conjunto, un cauce histórico de orientaciones radicalmente diferentes de las tradicionales, dado que tiene ante sí la posibilidad real de un campo instrumental cuya efectividad técnica permitiría que la abundancia substituya a la escasez en calidad de situación originaria y experiencia fundante de la existencia humana sobre la tierra. A manera del trance por el que pasaría una pieza teatral que, sin poder detenerse, debiera rehacer su texto en plena función para remediar la desaparición del motivo de su tensión dramática, el descubrimiento del fundamento de la modernidad puso temprano a la civilización europea en una situación de conflicto y ruptura consigo misma que otras civilizaciones sólo conocerán más tarde y con un grado de interiorización mucho menor. La civilización europea debía dar forma o convertir en substancia suya un estado de cosas —que la fantasía del género humano había pintado desde siempre como lo más deseable y lo menos posible— cuya dirección espontánea iba sin embargo justamente en sentido contrario al del estado de cosas sobre el que ella, como todas las demás, se había levantado.

Las configuraciones históricas efectivas de la modernidad aparecen así como el despliegue de las distintas re-formaciones de sí mismo que el occidente europeo puede «inventar» —unas como intentos aislados, otras coordinadas en grandes proyectos globales—con el fin de responder a esa novedad absoluta desde el nivel más elemental de su propia estructura. Más o menos logradas en cada caso, las distintas modernidades que ha conocido la época moderna, lejos de «agotar» la esencia de la modernidad y de cancelar así el trance de elección, decisión y realización que ella implica, han despertado en ella perspectivas cada vez nuevas de autoafirmación y han reavivado ese trance cada cual a su manera. Las muchas modernidades son figuras dotadas de vitalidad concreta porque siguen constituyéndose conflictivamente como intentos de formación de una materia —el revolucionamiento de las fuerzas productivas—que aún ahora no acaba de perder su rebeldía.

De todas las modernidades efectivas que ha conocido la historia, la más funcional, la que parece haber desplegado de manera más amplia sus potencialidades, ha sido hasta ahora la modernidad del capitalismo industrial maquinizado de corte noreuropeo: aquella que, desde el siglo XVI hasta nuestros días, se conforma en torno al hecho radical de la subordinación del proceso de producción/consumo al «capitalismo» como forma peculiar de acumulación de la riqueza mercantil.

Ningún discurso que aspire a decir algo de interés sobre la vida contemporánea puede prescindir de la dimensión crítica. Ésta, a su vez, se juega en aquel momento de reflexión que alcanza a atravesar las características de la modernidad «realmente existente» y a des encubrir su esencia; momento decisivo de todo significar efectivo en que la modernidad es sorprendida, mediante algún dispositivo de destrucción teórica de sus configuraciones capitalistas concretas, en su estado de disposición polimorfa, de indefinición y ambivalencia. El lomo de la continuidad histórica ofrece una línea impecable al tacto y a la vista; pero oculta cicatrices, restos de miembros mutilados e incluso heridas aún sangrantes que sólo se muestran cuando la mano o la mirada que pasan sobre él lo hacen a contrapelo. Conviene por ello perderle el respeto a lo fáctico; dudar de la racionalidad que se inclina ante el mundo «realmente existente», no sólo como ante el mejor (dada su realidad) sino como ante el único mundo posible, y confiar en otra, menos «realista» y oficiosa, que no esté reñida con la libertad. Mostrar que lo que es no tiene más «derecho a ser» que lo que no fue pero pudo ser; que por debajo del proyecto establecido de modernidad, las oportunidades para un proyecto alternativo —más adecuado a las posibilidades de afirmación total de la vida, que ella tiene en su esencia— no se han agotado todavía.

Es sabido que la historia no puede volver sobre sus pasos, que cada uno de ellos clausura el lugar donde se posó. Incluso lo que se presenta como simple borradura y corrección de una figura dada es en verdad una versión nueva de ella: para conservarla y asumirla ha tenido, en un mismo movimiento, que destruirla y rechazarla. El fundamento de la modernidad no es indiferente a la historia de las formas capitalistas que, en una sucesión de encabalgamientos, hicieron de él su substancia; su huella es irreversible: profunda, decisiva y definitiva. Sin embargo, no está fuera de lugar poner una vez más en tela de juicio la vieja certeza —remozada ahora con alivio, después de «la lección del desencanto»— que reduce el camino de la modernidad a esta huella y da por sentada la identidad entre lo capitalista y lo moderno; averiguar otra vez en qué medida la utopía de una modernidad post-capitalista —¿socialista? ¿comunista? ¿anarquista?— es todavía realizable.

Tesis 3

Marx y la modernidad

La desconstrucción teórica que hace Marx del discurso de la economía política traza numerosos puentes conceptuales hacia la problematización de la modernidad. Los principales, los que salen del centro de su proyecto crítico, pueden encontrarse en los siguientes momentos de su comprensión del capitalismo.

La hipótesis que intenta explicar las características de la vida económica moderna mediante la definición de su estructura como un hecho dual y contradictorio; como el resultado de la unificación forzada, aunque históricamente necesaria, mediante la cual un proceso formal de producción de plusvalor y acumulación de capital (es decir, el estrato de existencia abstracto de esa vida económica como «formación [Bildung] de valor») subsume o subordina a un proceso real de transformación de la naturaleza y restauración del cuerpo social (es decir, al estrato de existencia concreto de esa vida económica como formación [Bildung] de riqueza). Subsunción o subordinación que, por lo demás, presentaría dos niveles o estados diferentes, de acuerdo con el grado y el tipo de su efecto donador de forma: el primero, «formal», en el que el modo capitalista, interiorizado ya por la sociedad, sólo cambia las condiciones de propiedad del proceso de producción/consumo y afecta todavía desde afuera a los equilibrios cualitativos tradicionales entre el sistema de necesidades de consumo y el sistema de capacidades de producción; y el segundo, «real» o substancial, en el que la interiorización social de ese modo, al penetrar hasta la estructura técnica del proceso de producción/consumo, desquicia desde su interior —sin aportar una propuesta cualitativa alternativa— a la propia dialéctica entre necesidades y capacidades.

La descripción de la diferencia y la complementariedad que hay entre la estructuración simplemente mercantil de la vida económica (circulación y producción/consumo de los elementos de la riqueza objetiva) y su configuración desarrollada en el sentido mercantil-capitalista. Así mismo, la comprensión de la historia de esa complementariedad: de la época en que lo capitalista se presenta como la única garantía sólida de lo mercantil a la época en que lo mercantil debe servir de mera apariencia a lo capitalista. Un solo proceso y dos sentidos contrapuestos. En una dirección: el comportamiento capitalista del mercado es el instrumento de la expansión y consolidación de la estructura mercantil en calidad de ordenamiento fundamental y exclusivo de toda la circulación de la riqueza social (a expensas de otros ordenamientos «naturales»). En la otra dirección: la estructura mercantil es el instrumento de la expansión y consolidación de la forma capitalista del comportamiento económico en calidad de modo dominante de la producción y el consumo de la riqueza social.

La derivación tanto del concepto de cosificación y fetichismo mercantil como del de enajenación y fetichismo capitalista —como categorías críticas de la civilización moderna en general— a partir de la teoría que contrapone la mercantificación simple del proceso de producción/consumo de la riqueza social (como fenómeno exterior a él y que no se atreve con la fuerza de trabajo humana) a la mercantificación capitalista del mismo (como hecho que, al afectar a la fuerza de trabajo, penetra en su interior). Esta derivación lleva a definir la cosificación mercantil simple como el proceso histórico mediante el cual la capacidad de auto-constituirse (y de socializar a los individuos), propia de toda sociedad, deja de poder ser ejercida de manera directa e infalible («necesaria»), y debe realizarse en medio de la acción inerte, unificadora y generalizadora, del mecanismo circulatorio de las mercancías, es decir, sometida a la desobediencia del Azar. Gracias a él, la autarquía o soberanía deja de estar cristalizada en calidad de atributo del sujeto social —como en la historia arcaica en la que esto sucedió como recurso defensivo de la identidad colectiva amenazada— y permanece como simple posibilidad del mismo. Incluido en este proceso, el cúmulo de las cosas —ahora «mundo de las mercancías»— deja de ser únicamente el conjunto de los circuitos naturales entre la producción y el consumo y se convierte también, al mismo tiempo, en la suma de los nexos que conectan entre sí, «por milagro», a los individuos privados, definidos precisamente por su independencia o carencia de comunidad. Sería un reino de «fetiches»: objetos que, «a espaldas» de los productores/consumidores, y antes de que éstos tengan nada que ver en concreto el uno con el otro, les asegura sin embargo el mínimo indispensable de socialidad abstracta que requiere su actividad. A diferencia de esta cosificación mercantil simple, la cosificación mercantil-capitalista o enajenación se muestra como el proceso histórico mediante el cual la acción del Azar, en calidad de instancia rectora de la socialización mercantil básica, viene a ser interferida (limitada y desviada) por un dispositivo —una relación de explotación disfrazada de intercambio de equivalentes (salario por fuerza de trabajo)— que hace de la desigualdad en la propiedad de los medios de producción el fundamento de un destino asegurado de dominio de una clase social sobre otra. En consecuencia, también el fetichismo de las mercancías capitalistas sería diferente del fetichismo mercantil elemental. Lejos de ser un medium imparcial —lo mismo en el plano «natural» o de conexión del sujeto como productor consigo mismo como consumidor, que en el «sobre-natural» o de conexión entre los innumerables ejemplares del sujeto mercantil, los propietarios privados individuales o colectivos—, el «mundo de las mercancías» marcado por el capitalismo impone una tendencia estructural no sólo en el enfrentamiento de la oferta y la demanda de bienes producidos, sino también en el juego de fuerzas donde se anuda la red de la socialización abstracta: es favorable a toda actividad y a toda institución que la atraviese en el sentido de su dinámica dominante(D—M—[D + d]) y es hostil a todo lo que pretenda hacerlo en contra de ella.

La diferenciación del productivismo específicamente capitalista respecto de los otros productivismos conocidos a lo largo de la historia económica que se ha desenvuelto en las condiciones de la escasez. Su definición como la necesidad que tiene la vida económica capitalista de «producir por y para la producción misma», y no con finalidades exteriores a ella, sea, sólo en la medida en que re-encauza lo más pronto posible la mayor parte posible del plusvalor explotado hacia la esfera productiva, la riqueza constituida como capital puede afirmarse efectivamente como tal y seguir existiendo.

El descubrimiento de la destructividad que caracteriza esencialmente a la única vía que la reproducción capitalista de la riqueza social puede abrir para el advenimiento ineludible de la revolución tecnológica moderna, para su adopción y funcionalización pro ductivo/consuntiva. La «ley general de la acumulación capitalista» —desarrollada, como conclusión teórica central del discurso crítico de Marx sobre la economía política, a partir de la distinción elemental entre capital constante y capital variable y el examen de la composición orgánica del capital— hace evidentes la generación y la reproducción inevitables de un «ejército industrial de reserva», la condena de una parte del cuerpo social al status de excedente, prescindible y por tanto eliminable. Esboza la imagen de la vida económica regida por la reproducción del capital como la de un organismo poseído por una folía indetenible de violencia auto-agresiva.

La localización del fundamento del progresismo tecnológico capitalista en la necesidad (ajena de por sí a la lógica de la forma capitalista pura) de los múltiples conglomerados particulares de capital de competir entre sí por la «ganacia extraordinaria». A diferencia de la renta de la tierra, esta ganancia sólo puede alcanzarse mediante la monopolización más o menos duradera de una innovación técnica capaz de incrementar la productividad de un determinado cen tro de trabajo y de fortalecer así en el mercado, por encima de la escala establecida, la competitividad de las mercancías producidas en él.

La explicación del industrialismo capitalista —esa tendencia arrolladora a reducir la importancia relativa de los medios de producción no producidos (los naturales o del campo), en beneficio de la que tienen los medios de producción cuya existencia se debe casi exclusivamente al trabajo humano (los artificiales o de la ciudad)— como el resultado de la competencia por la apropiación de la ganancia extraordinaria que entablan los dos polos de propiedad monopólica a los que el conjunto de los propietarios capitalistas tiene que reconocerle derechos en el proceso de determinación de la ganancia media. Asentada sobre los recursos y las disposiciones más productivas de la naturaleza, la propiedad sobre la tierra defiende su derecho tradicional a convertir al fondo global de ganancia extraordinaria en el pago por ese dominio, en renta de la tierra. La única propiedad que está en capacidad de impugnar ese derecho y que, a lo largo de la historia moderna, ha impuesto indeteniblemente el suyo propio es la que se asienta en el dominio, más o menos duradero, sobre una innovación técnica de los medios de producción industriales. Es la propiedad que obliga a convertir una parte cada vez mayor de la ganacia extraordinaria en un pago por su dominio sobre este otro «territorio», en una «renta tecnológica».

Tesis 4

Los rasgos característicos de la vida moderna

Cinco fenómenos distintivos del proyecto de modernidad que prevalece se prestan para ordenar en torno a ellos, y sobre todo a las ambivalencias que en cada uno se pretenden superadas, las innumerables marcas que permiten reconocer a la vida moderna como tal.

El Humanismo. No se trata solamente del antropocentrismo, de la tendencia de la vida humana a crear para sí un mundo (cosmos) autónomo y dotado de una autosuficiencia relativa respecto de lo Otro (el caos). Es, más bien, la pretensión de la vida humana de supeditar la realidad misma de lo Otro a la suya propia; su afán de constituirse, en tanto que Hombre o sujeto independiente, en calidad de fundamento de la Naturaleza, es decir, de todo lo infra-, sobre- o extra-humano, convertido en puro objeto, en mera contraparte suya. Aniquilación o expulsión permanente del caos —lo que implica al mismo tiempo una eliminación o colonización siempre renovada de la Barbarie—, el humanismo afirma un orden e impone una civilización que tienen su origen en el triunfo aparentemente definitivo de la técnica racionalizada sobre la técnica mágica. Se trata de algo que puede llamarse «la muerte de la primera mitad de Dios» y que consiste en la abolición de lo divino- numinoso en su calidad de garantía de la efectividad del campo instrumental de la sociedad. Dios, como fundamento de la necesidad del orden cósmico, como prueba fehaciente del pacto entre la comunidad que sacrifica y lo Otro que accede, deja de existir. Si antes la productividad era puesta por el compromiso o contrato establecido con una voluntad superior, arbitraria pero asequible a través de ofrendas y conjuros, ahora es el resultado del azar o la casualidad, pero en tanto que éstos son susceptibles de ser «domados» y aprovechados por el poder de la razón instrumentalista.

Se trata, en esta construcción de mundo humanista —que obliga a lo otro a comportarse como Naturaleza, es decir, como el conjunto de reservas (Bestand) de que dispone el Hombre—, de una hybris o desmesura cuya clave está en la efectividad práctica tanto del conocer que se ejerce como un «trabajo intelectual» de apropiación de lo que se tiene al frente como de la modalidad matemático- cuantitativa de la razón que él emplea. El buen éxito económico de su estrategia como animal rationale en la lucha contra la Naturaleza convence al Hombre de su calidad de sujeto, fundamento o actividad autosuficiente, y lo lleva a enseñorearse como tal sobre el conjunto del proceso de reproducción social: sobre todos los elementos (de la simple naturaleza humanizada, sea del cuerpo individual o del territorio común, al más elaborado de los instrumentos y comportamientos), sobre todas las funciones (de la más material, pro-creativa o productiva, a la más espiritual, política o estética) y sobre todas las dimensiones (de la más rutinaria y automática a la más extraordinaria y creativa) del mismo.

El racionalismo moderno, la reducción de la especificidad de lo humano al desarrollo de la facultad raciocinante y la reducción de ésta al modo en que ella se realiza en la práctica puramente técnica o instrumentalizadora del mundo, es así el modo de manifestación más directo del humanismo propio de la modernidad capitalista.

El progresismo. La historicidad es una característica esencial de la actividad social; la vida humana sólo es tal porque se interesa en el cambio al que la somete el transcurso del tiempo; porque lo asume e inventa disposiciones ante su inevitabilidad. Dos procesos coincidentes pero de sentido contrapuesto constituyen siempre a la transformación histórica: el proceso de in-novación o sustitución de lo viejo por lo nuevo y el proceso de re-novación o restauración de lo viejo como nuevo. El progresismo consiste en la afirmación de un modo de historicidad en el cual, de estos dos procesos, el primero prevalece y domina sobre el segundo. En términos estrictamente progresistas, todos los dispositivos, prácticos y discursivos, que posibilitan y conforman el proceso de reproducción de la sociedad —desde los procedimientos técnicos de la producción y el consumo, en un extremo, hasta los ceremoniales festivos, en el otro, pasando (con intensidad y aceleración decrecientes) por los usos del habla y los aparatos conceptuales, e incluso por los esquemas del gusto y la sociabilidad— se encuentran inmersos en un movimiento de cambio indetenible que los llevaría de lo atrasado a lo adelantado, «de lo defectuoso a lo insuperable».

«Modernista», el progresismo puro se inclina ante la novedad innovadora como ante un valor positivo absoluto; por ella, sin más, se accedería de manera indefectible hacia lo que siempre es mejor: el incremento de la riqueza, la profundización de la libertad, la ampliación de la justicia, en fin, el perfeccionamiento de la civilización. En general, su experiencia del tiempo es la de una corriente no sólo continua y rectilínea sino además cualitativamente ascendente, sometida de grado a la atracción irresistible que el futuro ejerce por sí mismo en tanto que sede de la excelencia. Lejos de centrar la perspectiva temporal en el presente, como lo haría de acuerdo con la crítica del conservadurismo cristiano, el presente se encuentra en él siempre ya rebasado, vaciado de contenido por la prisa del fluir temporal, sólo tiene una realidad instantánea, evanescente. El consumismo de la vida moderna puede ser visto como un intento desesperado de atrapar el presente que pasa ya sin aún haber llegado; de compensar con una aceleración obsesiva del consumo de más y más valores de uso lo que es una imposibilidad del disfrute de uno solo de los mismos. Expropiado de su presente, el ser humano progresista tampoco puede recurrir al pasado; carente de realidad propia, éste no es más que aquel residuo del presente que es capaz aún de ofrecer resistencia a la succión del futuro.

El urbanicismo. Es la forma elemental en que adquieren concreción espontánea los dos fenómenos anteriores, el humanismo y el progresismo. La constitución del mundo de la vida como sustitución del Caos por el Orden y de la Barbarie por la Civilización se encauza a través de ciertos requerimientos especiales. Éstos son los del proceso de construcción de una entidad muy peculiar: la Gran Ciudad como recinto exclusivo de lo humano. Se trata de una absolutización del citadinismo propio del proceso civilizatorio, que lo niega y lo lleva al absurdo al romper la dialéctica entre lo rural y 10 urbano.

Es un proceso que tiende a concentrar monopólicamente en el plano geográfico los cuatro núcleos principales de gravitación de la actividad social específicamente moderna: a) el de la industrialización del trabajo productivo; b) el de la potenciación comercial y financiera de la circulación mercantil; c) el de la puesta en crisis y la refuncionalización de las culturas tradicionales, y d) el de la estatalización nacionalista de la actividad política. Es el progresismo, pero transmutado a la dimensión espacial; la tendencia a construir y reconstruir el territorio humano como la materialización incesante del tiempo del progreso. Afuera, como reducto del pasado, dependiente y dominado, separado de la periferia natural o salvaje por una frontera inestable: el espacio rural, el mosaico de recortes agrarios dejados o puestos por la red de interconexiones urbanas, el lugar del tiempo agonizante o apenas vitalizado por contagio. En el centro, la city o el down town, el lugar de la actividad incansable y de la agitación creativa, el «abismo en el que se precipita el presente» o el sitio donde el futuro brota o comienza a realizarse. Y en el interior, desplegada entre la periferia y el núcleo, la constelación de conglomerados citadinos de muy distinta magnitud, función e importancia, unidos entre sí por las nervaduras del sistema de comunicación: el espacio urbano, el lugar del tiempo vivo que repite en su traza la espiral centrípeta de la aceleración futurista y reparte así topográficamente la jerarquía de la independencia y el dominio.

El individualismo. Es una tendencia del proceso de socialización de los individuos, de su reconocimiento e inclusión como miembros funcionalizables del género humano. Consiste en privilegiar la constitución de la identidad individual a partir de un centro de sintetización abstracto: su existencia en calidad de propietarios (productores/consumidores) privados de mercancías, es decir, en calidad de ejemplares de una masa anónima o carente de definición cualitativa, e integrados en la pura exterioridad. Se trata de una constitución de la persona que se impone a través, e incluso en contra, de todas aquellas fuentes de socialización concreta del individuo —unas tradicionales, otras nuevas— que son capaces de generar para él identidades comunitarias cualitativamente diferenciadas y en interioridad. Una constitución en la que pueden distinguirse dos momentos: uno, en el que la substancia natural-cultural del individuo se parte en dos, de tal manera que éste, en tanto que facultad soberana de disponer sobre las cosas (en tanto que alma limpia de afecciones hacia el valor de uso), se enfrenta a sí mismo como si fuera un objeto de su propiedad (como un «cuerpo» que «se tiene», como un aparato exterior, compuesto de facultades y apetencias); y otro, en el que, sobre la base del anterior, la oposición natural complementaria del cuerpo íntimo del individuo al cuerpo colectivo de la comunidad en la vida cotidiana, es sustituida y representada por la contradicción entre lo privado y lo público —entre la necesidad de ahorrar energía de trabajo y la necesidad de realizar el valor mercantil— como dos dimensiones incompatibles entre sí, que se sacrifican alternadamente, la una en beneficio de la otra.

Originado en la muerte de «la otra mitad de Dios» —la de su divinidad como dimensión cohesionadora de la comunidad—, es decir, en el fracaso de la metamorfosis arcaica de lo político como religioso, el individualismo conduce a que la necesidad social moderna de colmar esa ausencia divina y a la vez reparar esa desviación teocrática de lo político sea satisfecha mediante una re-sintetización puramente funcional de la substancia social, es decir, de la singularidad cualitativa del mundo de la vida. A que la exigencia de la comunidad de afirmarse y reconocerse en una figura real y concreta sea acallada mediante la construcción de un sustituto de concreción puramente operativa, la figura artificial de la Nación. Entidad de consistencia derivada, que responde a la necesidad de la empresa estatal de marcar ante el mercado mundial la especificidad de las condiciones físicas y humanas que ha monopolizado para la acumulación de un cierto conglomerado de capitales, la Nación de la modernidad capitalista descansa en la confianza, entre ingenua y autoritaria, de que dicha identidad concreta se generará espontáneamente, a partir de los restos de la «nación natural» que ella misma niega y desconoce, en virtud de la mera aglomeración o re-nominación de los individuos abstractos, perfectamente libres (=desligados), en calidad de socios de la empresa estatal, de compatriotas o connacionales (volksgenosse).

El relativismo cultural —que afirma la reductibilidad de las diferentes versiones de lo humano, y para el que «todo en definitiva es lo mismo»— y el nihilismo ético —que denuncia el carácter arbitrario de toda norma de comportamiento, y para el que «todo está permitido»— caracterizan a la plataforma de partida de la construcción moderna del mundo social. El uno resulta del desvanecimiento de la garantía divina para la asimilación de la esencia humana a una de sus figuras particulares; el otro, de la consecuente emancipación de la vida cotidiana respecto de las normaciones arcaicas del código de comportamiento social. Comprometido con ambos, el individualismo capitalista los defiende con tal intensidad, que llega a invertir el sentido de su defensa: absolutiza el relativismo —reprime la reivindicación de las diferencias— como condición de la cultura nacional y naturaliza el nihilismo —reprime el juicio moral—como condición de la vida civilizada.

El economicismo. Consiste en el predominio determinante de la dimensión civil de la vida social —la que constituye a los individuos como burgueses o propietarios privados— sobre la dimensión política de la misma —la que personifica a los individuos como ciudadanos o miembros de la república. Se trata de un predominio que exige la supeditación del conjunto de las decisiones y disposiciones políticas a aquellas que corresponden particularmente a la política económica. La masa de la población nacional queda así involucrada en una empresa histórico-económica, el Estado, cuyo contenido central es «el fomento del enriquecimiento común» como incremento igualitario de la suma de las fortunas privadas en abstracto.

El economicismo se origina en la oportunidad que abre el fundamento de la modernidad de alcanzar la igualdad, en la posibilidad de romper con la transcripción tradicionalmente inevitable de las diferencias cualitativas interindividuales como gradaciones en la escala de una jerarquía del poder. El economicismo reproduce, sin embargo, sistemáticamente, la desigualdad. «Tanto tienes, tanto vales», la pertinencia de esta fórmula abstracta e imparcial, con la que el economicismo pretende poseer el secreto de la igualdad, descansa sobre la vigencia de la «ley del valor por el trabajo» como dispositivo capaz de garantizar una «justicia distributiva», un reparto equitativo de la riqueza. Sin embargo, la puesta en práctica de la «ley del valor», lleva al propio economicismo, contradictoriamente, a aceptar y defender la necesidad de su violación; debe aceptar, por encima de ella, que la propiedad sobre las cosas no se deja reducir a la que se genera en el trabajo individual. Tiene que hacer de ella una mera orientación ocasional, un principio de coherencia que no es ni omniabarcante ni todopoderoso; tiene que reconocer que el ámbito de acción de la misma, aunque es central e indispensable para la vida económica moderna, está allí justamente para ser rebasado y utilizado por parte de otros poderes que se ejercen sobre la riqueza y que nada tienen que ver con el que proviene de la formación del valor por el trabajo. Tiene que afirmarse, paradójicamente, en la aceptación del poder extraeconómico de los señores de la tierra, del dinero y de la tecnología.

Tesis 5

El capitalismo y la ambivalencia de lo moderno

La presencia de la modernidad capitalista es ambivalente en sí misma. Encomiada y detractada, nunca su elogio puede ser puro como tampoco puede serlo su denuncia; justo aquello que motiva su encomio es también la razón de su condena. La ambivalencia de la modernidad capitalista proviene de lo siguiente: paradójicamente, el intento más radical que registra la historia de interiorizar el fundamento de la modernidad —la conquista de la abundancia, emprendida por la civilización occidental europea— sólo pudo llevarse a cabo mediante una organización de la vida económica que parte de la negación de ese fundamento. El modo capitalista de reproducción de la riqueza social requiere, para afirmarse y mantenerse en cuanto tal, de una infrasatisfacción siempre renovada del conjunto de necesidades sociales establecido en cada caso.

La «ley general de la acumulación capitalista» establecida por Marx en el paso culminante de su desconstrucción teórica de la economía política —el discurso científico moderno por excelencia en lo que atañe a la realidad humana— lo dice claramente (después de mostrar la tendencia al crecimiento de la «composición orgánica del capital», la preferencia creciente del capital a invertirse en medios de producción y no en fuerza de trabajo):

El desarrollo de la capacidad productiva de la sociedad reduce progresivamente la proporción en que se encuentra la masa de fuerza de trabajo que debe gastarse respecto de la efectividad y la masa de sus medios de producción: esta ley se expresa, en condiciones capitalistas —donde no es el trabajador el que emplea los medios de trabajo, sino éstos los que emplean al trabajador—, en el hecho de que, cuanto mayor es la capacidad productiva del trabajo, tanto más fuerte es la presión que la población de los trabajadores ejerce sobre sus oportunidades de ocupación, tanto más insegura es la condición de existencia del trabajador asalariado, la venta de la fuerza propia en bien de la multiplicación de la riqueza ajena o autovalorización del capital. El hecho de que los medios de producción y la capacidad productiva del trabajo crecen más rápidamente que la población productiva se expresa, de manera capitalista, a la inversa: la población de los trabajadores crece siempre más rápidamente que la necesidad de valorización del capital.1

Sin una población excedentaria, la forma capitalista pierde su función mediadora —desvirtuante pero posibilitante— dentro del proceso de producción/consumo de los bienes sociales. Por ello, la primera tarea que cumple la economía capitalista es la de reproducir la condición de existencia de su propia forma: construir y reconstruir incesantemente una escasez artificial, justo a partir de las posibilidades renovadas de la abundancia. La civilización europea emprende la aventura de conquistar y asumir el nuevo mundo prometido por la re-fundamentación material de la existencia histórica; el arma que emplea es la economía capitalista. Pero el comportamiento de ésta, aunque es efectivo, es un comportamiento doble. Es una duplicidad que se repite de manera particularizada en todas y cada una de las peripecias que componen esa aventura: el capitalismo provoca en la civilización europea el diseño esquemático de un modo no sólo deseable sino realmente posible de vivir la vida humana, un proyecto dirigido a potenciar las oportunidades de su libertad; pero sólo lo hace para obligarle a que, con el mismo trazo, haga de ese diseño una composición irrisoria, una burla de sí misma.

A un tiempo fascinantes e insoportables, los hechos y las cosas de la modernidad dominante manifiestan bajo la forma de la ambivalencia aquello que constituye la unidad de la economía capitalista: la contradicción irreconciliable entre el sentido del proceso concreto de trabajo/disfrute (un sentido «social-natural»), por un lado, y el sentido del proceso abstracto de valorización/acumulación (un sentido «social-enajenado»), por otro.

La descripción, explicación y crítica que Marx hace del capital —de la «riqueza de las naciones» en su forma histórica capitalista—permite desconstruir teóricamente, es decir, comprender la ambivalencia que manifiestan en la experiencia cotidiana los distintos fenómenos característicos de la modernidad dominante.

Según él, la forma o el modo capitalista de la riqueza social — de su producción, circulación y consumo— es la mediación ineludible, la única vía que las circunstancias históricas abrieron para el paso de la posibilidad de la riqueza moderna a su realidad efectiva; se trata sin embargo de una vía que, por dejar fuera de su cauce cada vez más posibilidades entre todas las que está llamada a conducir, hace de su necesidad una imposición y de su servicio una opresión. Como donación de forma, la mediación capitalista implica una negación de la substancia que se deja determinar por ella; pero la suya es una negación débil. En lugar de avanzar hasta encontrar una salida o «superación dialéctica» a la contradicción en que se halla con las posibilidades de la riqueza moderna, sólo alcanza a neutralizarla dentro de figuras que la resuelven falsa o malamente y que la conservan así de manera cada vez más intrincada.

Indispensable para la existencia concreta de la riqueza social moderna, la mediación capitalista no logra sin embargo afirmarse como condición esencial de su existencia, no alcanza a sintetizar para ella una figura verdaderamente nueva. La totalidad que configura con ella, incluso cuando penetra realmente en su proceso de reproducción y se expande como condición técnica de él, es fruto de una totalización forzada; mantiene una polaridad contradictoria: está hecha de relaciones de subsunción o subordinación de la riqueza «natural» a una forma que se le impone.

El proceso de trabajo o de producción de objetos con valor de uso genera por sí mismo nuevos principios cualitativos de complementación entre la fuerza de trabajo y los medios de producción; esbozos de acoplamiento que tienden a despertar en la red de conexiones técnicas que los une, por debajo y en contra de su obligatoriedad y su utilitarismo tradicionales, la dimensión lúdica y gratuita que ella reprime en sí misma. Sin embargo, su actividad no puede cumplirse en los hechos, si no obedece a un principio de complementación de un orden diferente, que deriva de la producción (explotación) de plusvalor. Según este principio, la actividad productiva —la conjunción de los dos factores del proceso de trabajo— no es otra cosa que una inversión de capital, la cual no tiene otra razón de ser que la de dar al capital variable (el que representa en términos de valor a la capacidad productiva del trabajador) la oportunidad de que, al reproducirse, cause el engrosamiento del capital constante (el que representa en el plano del valor a los medios de producción del capitalista).

De esta manera, el principio unitario de complementación que rige la conjunción de la fuerza de trabajo con los medios de producción y que determina realmente la elección de las técnicas productivas en la economía capitalista encierra en sí mismo una contradicción. No puede aprovechar las nuevas posibilidades de ese acoplamiento productivo sin someter a los dos protagonistas a una reducción que hace de ellos meros dispositivos de la valorización del valor. Pero tampoco puede fomentar esta conjunción como una coincidencia de los factores del capital destinada a la explotación de plusvalor sin exponerla a los peligros que trae para ella la resistencia cualitativa de las nuevas relaciones técnicas entre el sujeto y el objeto de la producción.

Igualmente, el proceso de consumo de objetos producidos crea por sí mismo nuevos principios de disfrute que tienden a hacer de la relación técnica entre necesidad y medios de satisfacción un juego de correspondencias. De hecho, sin embargo, el consumo moderno acontece únicamente si se deja guiar por un principio de disfrute diametralmente opuesto: el que deriva del «consumo productivo» que convierte al plusvalor en pluscapital. Según éste, la apropiación tanto del salario como de la ganancia no tiene otra razón de ser que la de dar al valor producido la oportunidad de que, al realizarse en la adquisición de mercancías, cause la reproducción (conminada a ampliar su escala) del capital. El principio capitalista de satisfacción de las necesidades es así, él también, intrínsecamente contradictorio: para aprovechar la diversificación de la relación técnica entre necesidades y satisfactores, tiene que violar su juego de equilibrios cualitativos y someterlo a los plazos y a las prioridades de la acumulación de capital; a su vez, para ampliar y acelerar esta acumulación, tiene que provocar la efervescencia «caótica e incontrolable» de ese proceso diversificador.

En la economía capitalista, para que se produzca cualquier cosa, grande o pequeña, simple o compleja, material o espiritual, lo único que hace falta es que su producción sirva de vehículo a la producción de plusvalor. Asimismo, para que cualquier cosa se consuma, usable o utilizable, conocida o exótica, vital o lujosa, lo único que se requiere es que la satisfacción que ella proporciona esté integrada como soporte de la acumulación del capital. En un caso y en otro, para que el proceso técnico tenga lugar es suficiente (y no sólo necesario) que su principio de realización «social-natural» esté transfigurado o «traducido» fácticamente a un principio de orden diferente, «social-enajenado», que es esencialmente incompatible con él —pues lo restringe o lo exagera necesariamente—: el principio de la actividad valorizadora del valor.

Con la producción y el consumo sumados a la circulación, el ciclo completo de la reproducción de la riqueza social moderna se constituye como una totalización que unifica de manera forzada en un solo funcionamiento (en un mismo lugar y simultáneamente), al proceso de reproducción de la riqueza social «natural» con el proceso de reproducción (ampliada) del capital.

De acuerdo con lo anterior, la dinámica profunda que el proceso capitalista de reproducción de la riqueza social aporta al devenir histórico moderno proviene del itinerario de re-polarizaciones y recomposiciones intermitentes que sigue, dentro de él, su contradicción inherente: la exclusión u horror recíproco entre su substancia trans-histórica, es decir, su forma primera o «natural» de realización o ejecución, y una forma de segundo grado, artificial pero necesaria, según la cual se cumple como puro proceso de «autovalorización del valor».

Tesis 6

Las distintas modernidades y los distintos modos de presencia del capitalismo

Las distintas modernidades o los distintos modelos de modernidad que compitieron entre sí en la historia anterior al establecimiento de la modernidad capitalista, así como los que compiten ahora como variaciones de ésta, son modelos que componen su concreción efectiva en referencia a las muy variadas posibilidades de presencia del hecho real que conocemos como capitalismo.

Sobre el plano sincrónico, las fuentes de diversificación de esta realidad parecen ser al menos tres, que es necesario distinguir:

Su amplitud: la extensión relativa en que el variado conjunto de la vida económica de una sociedad se encuentra intervenida por su sector sometido a la reproducción del capital; el carácter exclusivo, dominante o simplemente participativo del mismo en la reproducción de la riqueza social.

Según este criterio, la vida económica de una entidad socio-política e histórica puede presentar magnitudes muy variadas de pertenencia a la vida económica dominante del planeta, globalizada por la acumulación capitalista. Ámbitos en los que rigen otros modos de producción —e incluso de economía— pueden coexistir en ella con el ámbito capitalista; pueden incluso dominar sobre él, aunque la densidad o «calidad» de capitalismo que éste pueda demostrar sea muy alta.

Su densidad: la intensidad relativa con que la forma o modo capitalista subsume al proceso de reproducción de la riqueza social.

Según este criterio, el capitalismo puede dar forma o modificar la «economía» de la sociedad sea como un hecho exclusivo de la esfera de la circulación de los bienes producidos o como un hecho que trastorna también la esfera de la producción/consumo de los mismos. En este segundo caso, el efecto del capitalismo es a su vez diferente según se trate de un capitalismo solamente «formal» o de un capitalismo substancial («real») o propio de la estructura técnica de ese proceso de producción/consumo.

Su tipo diferencial: la ubicación relativa de la economía de una sociedad dentro de la geografía polarizada de la economía mundial.

Más o menos centrales o periféricas, las tareas diferenciales de las múltiples economías particulares dentro del esquema capitalista de especialización técnica o «división internacional del trabajo» llegan a despertar una modificación en la vigencia misma de las leyes de la acumulación del capital, un «desdoblamiento» del modelo capitalista en distintas versiones complementarias de sí mismo.

En el eje diacrónico, la causa de la diversificación de la realidad capitalismo parece encontrarse en el cambio correlativo de predominio que tiene lugar en la gravitación que ejercen a lo largo del tiempo los dos polos principales de distorsión monopólica de la esfera de la circulación mercantil: la propiedad de los recursos naturales («tierra») y la propiedad del secreto tecnológico. No justificada por el trabajo sino impuesta por la fuerza, a manera del viejo dominio medieval, la propiedad de estos «medios de producción no producidos» u objetos «sin valor pero con precio» interviene de manera determinante en el proceso que convierte al conjunto de los valores —propio de la riqueza social existente en calidad de producto en el conjunto de los precios—propio de la misma riqueza cuando pasa a existir en calidad de bien.

Sea amplia o restringida, densa o enrarecida, central o periférica, la realidad del capitalismo gravita sobre la historia moderna de los últimos cien años bajo la forma de un combate desigual entre estos dos polos de distorsión de las leyes del mercado. Todo parece indicar que la tendencia irreversible que sigue la historia de la economía capitalista —y que afecta considerablemente a las otras historias diferenciales de la época— es la que lleva al predominio abrumador de la propiedad de la «tecnología» sobre la propiedad de la «tierra», como propiedad que fundamenta el derecho a las ganancias extraordinarias.

Tesis 7

El cuádruple ethos de la modernidad capitalista

La forma objetiva del mundo moderno, la que debe ser asumida ineludiblemente en términos prácticos por todos aquellos que aceptan vivir en referencia a ella, se encuentra dominada por la presencia de la realidad o el hecho capitalista; es decir, en última instancia, por un conflicto permanente entre la dinámica de la «forma social-natural » de la vida social y la dinámica de la reproducción de su riqueza como «valorización del valor» —conflicto en el que una y otra vez la primera debe sacrificarse a la segunda y ser subsumida por ella. Si esto es así, asumir el hecho capitalista como condición necesaria de la existencia práctica de todas las cosas consiste en desarrollar un ethos o comportamiento espontáneo capaz de integrarlo como inmediatamente aceptable, como la base de una «armonía» usual y segura de la vida cotidiana.

Cuatro parecen ser los ethe puros o elementales sobre los que se construyen las distintas espontaneidades complejas que los seres humanos le reconocen en su experiencia cotidiana al mundo de la vida posibilitado por la modernidad capitalista.

Una primera manera de tener por «natural» el hecho capitalista es la del comportamiento que se desenvuelve dentro de una actitud de identificación afirmativa y militante con la pretensión que tiene la acumulación del capital no sólo de representar fielmente los intereses del proceso «social-natural» de reproducción, cuando en verdad los reprime y deforma, sino de estar al servicio de la potenciación del mismo. Valorización del valor y desarrollo de las fuerzas productivas serían, dentro de esta espontaneidad, más que dos dinámicas coincidentes, una sola, unitaria. A este ethos elemental lo podemos llamar realista por su carácter afirmativo no sólo de la eficacia y la bondad insuperables del mundo establecido o «realmente existente», sino de la imposibilidad de un mundo alternativo.

Una segunda forma de naturalizar lo capitalista, tan militante como la anterior, implica la identificación de los mismos dos términos, pero pretende ser una afirmación de todo lo contrario: no del valor sino justamente del valor de uso. La «valorización» aparece para ella plenamente reductible ala «forma natural». Resultado del «espíritu de empresa», no sería otra cosa que una variante de la misma forma, puesto que este espíritu sería, a su vez, una de las figuras o sujetos que hacen de la historia una aventura permanente, lo mismo en el plano de lo humano que en el de la vida en general. Aunque fuera probablemente perversa, como la metamorfosis del Ángel necesariamente caído en Satanás, esta metamorfosis del «mundo bueno» o de «forma natural» en «infierno» capitalista no dejaría de ser un «momento» del «milagro» que es en sí misma la Creación. Esta peculiar manera de vivir con el capitalismo, que se afirma en la medida en que lo transfigura en su contrario, sería propia del ethos romántico.

Una tercera manera, que puede llamarse clásica, de asumir como espontánea la subsunción del proceso de la vida social a la historia del valor que se valoriza, consistiría en vivirla como una necesidad trascendente, es decir, como un hecho que rebasa el margen de acción que corresponde a lo humano. Bendición por un lado, fruto de una armonía, y maldición por otro, fruto de un conflicto, la combinación de lo natural y lo capitalista es vista como un hecho metafísico distante o presupuesta como un destino clausurado cuya clausura justamente abre la posibilidad de un mundo a la medida de la condición humana. Para ella, toda actitud en pro o en contra de lo establecido que sea una actitud militante en su entusiasmo o su lamento y tenga pretensiones de eficacia decisiva —en lugar de reconocer sus límites (con el distanciamiento y la ecuanimidad de un racionalismo estoico) dentro de la dimensión del comprender— resulta ilusa y superflua.

Una cuarta manera de interiorizar al capitalismo en la espontaneidad de la vida cotidiana completaría el cuádruple sistema elemental del ethos prevaleciente en la modernidad establecida. El arte barroco puede prestarle su nombre porque, como él —que en el empleo del canon formal incuestionable encuentra la oportunidad de despertar el conjunto de gestos petrificado en él, de revitalizar la situación en la que se constituyó como negación y sacrificio de lo otro—, ella también es una «aceptación de la vida hasta en la muerte». Es una estrategia de afirmación de la «forma natural» que parte paradójicamente de la experiencia de la misma como sacrificada, pero que —»obedeciendo sin cumplir» las consecuencias de su sacrificio, convirtiendo en «bueno» al «lado malo» por el que «avanza la historia»— pretende reconstruir lo concreto de ella a partir de los restos dejados por la abstracción devastadora, re-inventar sus cualidades planteándolas como «de segundo grado», insuflar de manera subrepticia un aliento indirecto a la resistencia que el trabajo y el disfrute de los «valores de uso» ofrecen al dominio del proceso de valorización.

Como es comprensible, ninguno de estos cuatro ethe que conforman el sistema puro de «usos y costumbres» o el «refugio y abrigo» civilizatorio elemental de la modernidad capitalista se da nunca de manera exclusiva; cada uno aparece siempre combinado con los otros, de manera diferente según las circunstancias, en la vida efectiva de las distintas «construcciones de mundo» modernas. Puede, sin embargo, jugar un papel dominante en esa composición, organizar su combinación con los otros y obligarlos a traducirse a él para hacerse manifiestos. Sólo en este sentido relativo sería de hablar, por ejemplo, de una «modernidad clásica» frente a otra «romántica» o de una «mentalidad realista» a diferencia de otra «barroca».

Provenientes de distintas épocas de la modernidad, es decir, referidos a distintos impulsos sucesivos del capitalismo —el mediterráneo, el nórdico, el occidental y el centroeuropeo—, los distintos ethe modernos configuran la vida social contemporánea desde diferentes estratos «arqueológicos» o de decantación histórica. Cada uno ha tenido así su propia manera de actuar sobre la sociedad y una dimensión preferente de la misma desde donde ha expandido su acción. Definitiva y generalizada habrá sido así, por ejemplo, la primera impronta, la de «lo barroco», en la tendencia de la civilización moderna a revitalizar el código de la tradición occidental europea después de cada nueva oleada destructiva proveniente del desarrollo capitalista. Como lo será igualmente la última impronta, la «romántica», en la tendencia de la política moderna a tratar a la legalidad del proceso económico en calidad de materia maleable por la iniciativa de los grandes pueblos o los grandes hombres. Por otro lado, esta disimultaneidad en la constitución y la combinación de los distintos ethe es también la razón de que ellos se repartan de manera sistemáticamente desigual, en un complicado juego de afinidades y repugnancias, sobre la geografía del planeta modernizado por el occidente capitalista; de que, por arriesgar un ejemplo, lo otro aceptado por el «noroccidente realista» sea más lo «romántico» que lo «barroco» mientras que lo otro reconocido por el «sur barroco» sea más lo «realista» que lo «clásico».

Tesis 8

Occidente europeo y modernidad capitalista

Paráfrasis de lo que Marx decía acerca del oro y de su función dineraria en la circulación mercantil: Europa no es moderna «por naturaleza»; la modernidad, en cambio, sí es europea «por naturaleza».

Europa aparece a la mirada retrospectiva como constitutivamente protomoderna, como predestinada a la modernidad. En efecto, cuando resultó necesario, ella, sus territorios y sus poblaciones, se encontraban especialmente bien preparados para darle una oportunidad real de despliegue al fundamento de la modernidad; ofrecían una situación favorable para que fuera asumido e interiorizado en calidad de principio reestructurador de la totalidad de la vida humana — y no desactivado y sometido a la sintetización social tradicional, como sucedió en el Oriente.

Durante la Edad Media, la coincidencia y la interacción de al menos tres grandes realidades históricas —la construcción del orbe civilizatorio europeo, la subordinación de la riqueza a la forma mercantil y la consolidación católica de la revolución cultural cristiana— conformaron en Europa una marcada predisposición a aceptar el reto que venía incluido en un acontecimiento largamente madurado por la historia: la inversión de la relación de fuerzas entre el ser humano y sus condiciones de reproducción.

En primer lugar, en la «economía-mundo» que se formaba en la Europa del siglo XII, la dialéctica entre la escasez de los medios de vida y el productivismo de la vida social había alcanzado sin duda el grado de complejidad más alto conocido hasta entonces en la historia del planeta. Varias eran las «zonas templadas» del planeta en donde la complejidad desmesurada del sistema que asegura la reproducción social al acoplar el esquema de las capacidades de producción con el de las necesidades de consumo no se presentaba solamente como un exceso excepcional, sino que constituía una condición generalizada de la existencia humana; en otras palabras, no faltaban regiones del planeta en las que —a diferencia de las «zonas tórridas», en donde la ineludible artificialidad de la vida humana no exigía demasiado de la naturaleza, de la vigencia de sus leyes— la vida del ser humano no podía tener lugar sin «hacer de su propio desarrollo una necesidad de la naturaleza».2 Pero, de todas ellas, el «pequeño continente» europeo era el único que se encontraba en plena «revolución civilizatoria», sometido al esfuerzo de construirse como totalidad concreta de fuerzas productivas; el único que disponía entonces del lugar funcional adecuado para aceptar y cultivar un acontecimiento que consiste justo y ante todo en una potenciación de la productividad del trabajo humano y por tanto en una ampliación de la escala en que tiene lugar ese metabolismo del cuerpo social. La zona europea, como orbe económico capaz de dividir regionalmente el trabajo con coherencia tecnológica dentro de unas fronteras geográficas imprecisas pero innegables, poseía ante todo la medida óptima para ser el escenario de tal acontecimiento.

En segundo lugar, en la Europa que se gestaba, la mercantificación del proceso de circulación de la riqueza —con su instrumento elemental, el valor, y su operación clave, el intercambio por equivalencia— desbordaba los límites de esta esfera y penetraba hasta la estructura misma de la producción y el consumo; se generalizaba como subordinación real del trabajo y el disfrute concretos a una necesidad proveniente de sólo una de sus dimensiones reales, de aquella dimensión en la que uno y otro existen abstractamente como simples actos de objetivación y des- objetivación de valor: a la necesidad de realización del valor de las mercancías en el mercado. El intercambio de equivalentes había dejado de ser uno más de los modos de transacción que coexistían y se ayudaban o estorbaban entre sí dentro de la realidad del mercado, y éste, por su parte, no se limitaba ya a ser solamente el vehículo del «cambio de manos» de los bienes una vez que habían sido ya producidos, a escenificar únicamente la circulación de aquella parte propiamente excedentaria de la riqueza. Había quedado atrás la época en que la circulación mercantil no era capaz de ejercer más que una «influencia exterior» o apenas deformante sobre el metabolismo del cuerpo social. Tendía ya a atravesar el espesor de ese «cambio de manos» de la mercadería, a promover y privilegiar (funcionando como mecanismo de crédito) el mercado de valores aún no producidos y a convertirse así en una mediación técnica indispensable de la reproducción de la riqueza social.

La mercantificación de la vida económica europea, al cosificar al mecanismo de circulación de la riqueza en calidad de «sujeto» distribuidor de la misma, vaciaba lentamente a los sujetos políticos arcaicos, esto es, a las comunidades y a los señores, como sujetos políticos arcaicos, de su capacidad de injerencia tanto en la distribución de los bienes como en su producción/consumo. Desligaba, liberaba o emancipaba paso a paso al trabajador individual de sus obligaciones localistas y lo insertaba prácticamente, aunque fuera sólo en principio, en el universalismo del mercado mundial en ciernes.

En tercer lugar, la transformación cristiana de la cultura judía, que sólo pudo cumplirse mediante la refuncionalización de lo occidental grecorromano y sólo pudo consolidarse en el sometimiento colonialista de las culturas germanas, había preparado la estructura mítica de la práctica y el discurso de las poblaciones europeas —en un diálogo contrapuntístico con la mercantificación de la vida cotidiana— para acompañar y potenciar el florecimiento de la modernidad. Los seres humanos vivían ya su propia vida como un comportamiento conflictivo de estructura esquizoide. En tanto que era un alma celestial, su persona sólo se interesaba por el valor; en tanto que era un cuerpo terrenal, en cambio, sólo tenía ojos para el valor de uso. Sobre todo, se sabían involucrados, como fieles, como miembros de la ecclesia, iguales en jerarquía los unos a los otros, en una empresa histórica que para ser colectiva tenía que ser íntima y viceversa. Era la empresa de la Salvación del género humano, el esfuerzo del viejo «pueblo de Dios» de la religión judía, pero ampliado o universalizado para todo el género humano, que era capaz de integrar a todos los destinos particulares de las comunidades autóctonas y de proponer un «sentido único» y una racionalidad (cuando no una lengua) común para todos ellos.

Sin el antecedente de una proto-modernidad espontánea de la civilización occidental europea, el capitalismo —esa vieja modalidad mediterránea de comportamiento de la riqueza mercantil en su proceso de circulación— no habría podido constituirse como el modo dominante de reproducción de la riqueza social. Pero también a la inversa: sin el capitalismo, el fundamento de la modernidad no hubiera podido provocar la conversión de lo que sólo eran tendencias o prefiguraciones modernas del Occidente europeo en una forma desarrollada de la totalidad de la existencia social, en una modernidad efectiva.

Para constituirse en calidad de modo peculiar de reproducción de la riqueza social, el capitalismo necesitó de lo europeo; una vez que estuvo constituido como tal (y lo europeo, por tanto, modernizado), pudo ya extenderse y planetarizarse sin necesidad de ese «humus civilizatorio» original, improvisando encuentros y coincidencias ad hoc con civilizaciones tendencialmente ajenas e incluso hostiles al fundamento mismo de toda modernidad.

Para volverse una realidad efectiva, la esencia de la modernidad debió ser «trabajada» según las «afinidades electivas» entre la protomodernidad de la vida europea y la forma capitalista de la circulación de los bienes. Para que adopte nuevas formas efectivas, para que se desarrolle en otros sentidos, sería necesario que otras afinidades entre las formas civilizatorias y las formas económicas llegaran a cambiar la intención de ese «trabajo».

Fenómeno originalmente circulatorio, el capitalismo ocupa toda una época en penetrar a la esfera de la producción/consumo; necesita que los metales preciosos americanos lleven a la revaluación de las manufacturas europeas para descubrir que el verdadero fundamento de su posibilidad no está en el juego efímero con los términos del intercambio ultramarino, sino en la explotación de la fuerza de trabajo; que las verdaderas Indias están dentro de la economía propia (Correct your maps, Newcastle is Peru!). Es el periodo en que el orbe económico europeo se amplía y se contrae hasta llegar a establecer su medida definitiva; su núcleo central salta de sur a norte, de este a oeste, de una ciudad a otra, concentrando y repartiendo funciones. Es por ello la época en que la disputa entre los distintos proyectos posibles de modernidad se decide dificultosamente en favor del que demuestra mayor firmeza en el manejo del capitalismo como modo de producción. De aquel proyecto que es capaz ante todo de ofrecer una solución al problema que representa la resistencia a la represión, al sacrificio de las pulsiones, por parte del cuerpo tanto individual como comunitario; que es capaz de garantizar un comportamiento económico obsesivamente ahorrativo y productivista en virtud de que la cultura cristiana que le sirve de apoyo se ha despojado de la consistencia eclesial (mediterránea y judaica) de su religiosidad —perceptible de manera corporal y exterior para todos— y la ha reemplazado por una consistencia diferente, puramente individual (improvisada después de la destrucción de las comunidades germanas); en virtud de que su cristianismo ha hecho de la religiosidad un asunto imperceptible para los otros, pero presente en la interioridad psíquica de cada uno; una experiencia puramente imaginaria en la que el cumplimiento moral, convertido en auto- satisfacción, coincide con la norma moral, convertida en auto-exigencia.

Tesis 9

Lo político en la modernidad: soberanía y enajenación

Si lo que determina específicamente la vida del ser humano es su carácter político —el hecho de que configurar y reconfigurar su socialidad tiene para él preeminencia sobre la actividad básica con la que reproduce su animalidad—, la teoría de Marx en torno a la enajenación y el fetichismo es sin duda la entrada conceptual más decisiva a la discusión en torno a los nexos que es posible reconocer entre la modernidad y el capitalismo.

Para no dejar de existir, la libertad del ser humano ha tenido, paradójicamente, que negarse como libertad política, soberanía o ejercicio de autarquía en la vida social cotidiana. Diríase que la asociación de individuos concretos —ese «grupo en fusión» originario que es preciso suponer—, espantada ante la magnitud de la empresa, rehúsa gobernarse a sí misma; o que, por el contrario, incompatible por naturaleza con cualquier permanencia, es incapaz de aceptarse y afirmarse en calidad de institución. Lo cierto es que, en su historia, el ser humano ha podido saber de la existencia de su libertad política, de su soberanía o capacidad de auto-gobierno, pero sólo como algo legendario, impensable para el común de los días y de las gentes, o como algo exterior y ajeno a él; como el motivo de una narración, ante cuyos efectos reales, si no canta alabanzas, no le queda otra cosa que mascullar maldiciones.

Descontados los momentos de tensión histórica extraordinaria, que se limitan a la corta duración en que se cumple una tarea heroica singular, y dejando de lado ciertas comarcas de historia regional, protegidas transitoriamente respecto de la historia mayor (y en esa medida des-realizadas), es innegable que desde siempre han sido prácticamente nulas las ocasiones que se le han presentado al ser humano concreto, como asociación de individuos o como persona individual, para ejercer por sí mismo su libertad como soberanía, y para hacerlo de manera positiva, es decir, acompañada por el disfrute de la vida física que le permite ser tal. Sea directo o indirecto, el ejercicio propio, es decir, no otorgado ni delegado, no transmitido ni reflejado, de la capacidad política ha debido darse siempre negativamente (con sacrificio de la vida física), como transgresión y reto, como rebeldía frente a conglomerados de poder extra-políticos (económicos, religiosos, etcétera) que se establecen sobre ella. Parasitarios respecto de la vida social concreta, pero necesarios para su reproducción, estos poderes han concentrado y monopolizado para sí la capacidad de reproducir la forma de la vida social, de cultivar la identidad concreta de la comunidad (polis), de decidir entre las opciones de existencia que la historia pone ante ella.

Esta descripción, sin duda acertada, de toda la historia política del ser humano —desde su cumplimiento a través de las disposiciones despótico-teocráticas hasta su realización a través del gobierno democrático-estatal— como la historia implacable de una vocación destinada a frustrarse, se encuentra en la base de la desconstrucción crítica de la cultura política moderna implicada en el concepto de enajenación propuesto por Marx. Según él, el conglomerado específicamente moderno de poder extra-político que se arroga y ejerce el derecho de vigilar el ejercicio de la soberanía por parte de la sociedad, y de intervenir en él con sus ordenamientos básicos, es el que resulta del Valor de la mercancía capitalista en tanto que «sujeto automático». Se trata de un poder que se ejerce en contra de la comunidad como posible asociación de individuos libres, pero a través de ella misma en lo que tiene de colectividad que sólo puede percibir el aspecto temerario de un proyecto propio; que reniega de su libertad, se instala en el pragmatismo de la Realpolitik y entrega su obediencia a cualquier gestión o cualquier caudillo capaz de asegurarle la supervivencia a corto plazo.

De acuerdo con el descubrimiento de Marx, el valor que actúa en la circulación capitalista de la riqueza social es diferente del que está en juego en la circulación simplemente mercantil de la misma: en este caso no es más que el elemento mediador del intercambio de mercancías, mientras que en el primero es el «sujeto promotor» del mismo.

En lugar de representar relaciones entre mercancías, entra ahora —por decirlo así— en una relación privada consigo mismo. Ser valor es allí ser capital, porque el valor es el «sujeto automático» de «un proceso en que, él mismo, al cambiar constantemente entre las formas de dinero y mercancía, varía su magnitud […] se auto-valoriza […] Ha recibido la facultad misteriosa de generar valor por el solo hecho de ser valor […]

Mientras, en la circulación simple, el valor de las mercancías adquiere frente al valor de uso de las mismas, a lo mucho, cuando es dinero, una forma independiente, aquí, de pronto, se manifiesta como una substancia que está en proceso y es capaz de moverse por sí misma, y respecto de la cual ambas, la mercancía y el dinero, no pasan de ser simples formas.3

Instalado en la esfera de la circulación mercantil, el Valor de la mercancía capitalista ha usurpado (übergrifen) a la comunidad humana no sólo directamente la ubicación desde donde se decide sobre la correspondencia entre su sistema de necesidades de consumo y su sistema de capacidades de producción, sino también, indirectamente, la ubicación política fundamental desde donde se decide su propia identidad, es decir, la forma singular de su socialidad o la figura concreta de sus relaciones sociales de convivencia.

Rara vez esta suspensión de la autarquía o esta enajenación de la capacidad política del sujeto social, que es la esencia del «fenómeno de la cosificación», ha sido denunciada en toda su radicalidad por la política revolucionaria de inspiración marxista. Por lo demás, los nexos de implicación entre la denuncia de la cosificación y la praxis cotidiana de esa política han sido prácticamente nulos. La «teoría de la enajenación» no ha servido de guía a los marxistas porque la idea de revolución que han empleado permanece atada al mito politicista de la revolución, que reduce la autarquía del sujeto social a la simple soberanía de la «sociedad política» y su estado. Si bien la tradición de los marxistas ha reunido ya muchos elementos esenciales, una teoría de la revolución que parta del concepto marxiano de enajenación está aún por hacerse.

La teoría de la enajenación como teoría política debería partir de un reconocimiento: la usurpación de la soberanía social por parte de la «república de las mercancías» y su «dictadura» capitalista no puede ser pensada como el resultado de un acto fechado de expropiación de un objeto o una cualidad perteneciente a un sujeto, y por tanto como estado de parálisis o anulación definitiva (mientras no suene la hora mesiánica de la revolución) de la politicidad social. Tal usurpación es un acontecer permanente en la sociedad capitalista; es un proceso constante en el que la mixtificación de la voluntad política sólo puede tener lugar de manera parasitaria y simultánea a la propia formación de esa voluntad. La «gestión» política del capital, entidad de por sí ajena a la dimensión de las preocupaciones políticas, lejos de ejercerse como la imposición proveniente de una exterioridad económica dentro de un mundo político ya establecido, se lleva a cabo como la construcción de una interioridad política propia; como la instalación de un ámbito peculiar e indispensable de vida política para la sociedad: justamente el de la agitación partidista por conquistar el gobierno de los asuntos públicos dentro del estado democrático representativo de bases nacionales.

La vitalidad de la cultura política moderna se basa en el conflicto siempre renovado entre las pulsiones que restauran y reconstituyen la capacidad política «natural» del sujeto social y las disposiciones que la reproducción del capital tiene tomadas para la organización de la vida social.

Aunque diferentes entre sí, la cuestión acerca de la autarquía y la cuestión acerca de la democracia son inseparables la una de la otra. La primera —en sentido revolucionario— intenta problematizar las posibilidades que tiene la sociedad de liberar la actividad política de los individuos humanos a partir de la reconquista de la soberanía o capacidad política de la sociedad, intervenida por el funcionamiento destructivo (anti-social, anti-natural) de la acumulación del capital. La segunda —en sentido reformista— intenta, a la inversa, problematizar dentro de los márgenes de la soberanía «realmente existente», las posibilidades que tiene el juego democrático del estado moderno de perfeccionar la participación popular hasta el grado requerido para nulificar los efectos negativos que pueda tener la desigualdad económica estructural sobre la vida social. ¿No existe en verdad un punto de coincidencia de las dos objeciones críticas que se plantean recíprocamente la línea de la revolución y la línea de la reforma: la idea de que la substitución del «modo de producción» no puede ser tal si no es al mismo tiempo una democratización de la sociedad y la idea de que el perfeccionamiento de la democracia no puede ser tal si no es al mismo tiempo una transformación radical del «modo de producción»?

Si la teoría política basada en el concepto de «cosificación» acepta que existe la posibilidad de una política dentro de la enajenación, que la sociedad —aun privada de su soberanía posible— no está desmovilizada o paralizada políticamente ni condenada a esperar el momento mesiánico en el que le será devuelta su libertad política, el problema que se le plantea consiste en establecer el modo en que lo político mixtificado por el capital cumple el imperativo de la vida mercantil de construir un escenario político real y un juego democrático apropiado para la transmutación de sus intereses civiles en voluntad ciudadana. Sólo sobre esta base podrá juzgar acerca del modo y la medida en que la vitalidad efectiva del juego democrático puede ser encauzada hacia el punto en que éste encontrará en su propio orden del día a la revolución.

Tesis 10

La violencia moderna: la corporeidad como capacidad de trabajo

La paz, la exclusión de la violencia que la modernidad capitalista conquista para la convivencia cotidiana, no es un hecho que descanse, como sucede en otros órdenes civilizatorios, en una administración de la violencia, sino en una mixtificación de la misma.

La vida social, para perdurar en su forma, para ser orgánica o civilizada, y poder afirmarse frente a la amenaza de la inestabilidad, la desarticulación o el salvajismo —características de una socialidad en situación extraordinaria, «en fusión» (revolución) o en descomposición (catástrofe)—, ha requerido siempre producir y reproducir en su interior una zona considerable de vida pacífica, en la que prevalece un «alto al fuego limitado pero permanente», un mínimo indispensable de armonía social. La paz generalizada es imposible dentro de una sociedad construida a partir de las condiciones históricas de la escasez; ésta tiene que ser interiorizada y funcionalizada en la reproducción de la sociedad y la única manera que tiene de hacerlo es a través de la imposición de una injusticia distributiva sistemática, la misma que convierte a la violencia en el modo de comportamiento necesario de la parte más favorecida de la sociedad con la parte más perjudicada. La creación de la zona pacificada (el simulacro de paz interna generalizada) sólo puede darse, por lo tanto, cuando —además de los aparatos de represión— aparece un dispositivo no violento de disuasión capaz de provocar en el comportamiento de los explotados una reacción de autobloqueo de la respuesta violenta a la que están siendo provocados sistemáticamente. Gracias a él, la violencia de los explotadores no sólo resulta soportable, sino incluso aceptable por parte de los explotados. La consistencia y la función de este dispositivo son justamente lo que distingue a la vigencia de la paz social en la modernidad capitalista de otros modos de vigencia de la misma, conocidos de antes o todavía por conocer.

«Sobre la base del sistema salarial, incluso el trabajo no pagado tiene la apariencia de trabajo pagado«, mientras que, «por el contrario, en el caso del esclavo, incluso aquella parte de su trabajo que sí se paga se presenta como no pagada.»4

Esta afirmación de Marx lleva implícita otra: al contrario de los tiempos pre-modernos, cuando incluso las relaciones interindividuales armónicas (de voluntades coincidentes) estaban bajo el signo de la violencia, en los tiempos modernos incluso las relaciones interindividuales violentas se encuentran bajo el signo de la armonía.

La aceptación «de grado, y no por fuerza», por parte de los individuos, en su calidad de trabajadores, de una situación en la que su propia inferioridad social («económica») se regenera sistemáticamente es el requisito fundamental de la actual vida civilizada moderna y de sus reglas de juego. Se trata de un acto que sólo puede tener lugar porque esa misma situación es, paradójicamente, el único lugar en donde la igualdad social («política») de esos individuos está garantizada. La situación que socializa a los individuos trabajadores en tanto que propietarios privados les impone una identidad de «dos caras»: la de «ciudadanos» en la empresa histórica llamada Estado nacional —miembros de una comunidad a la que pertenecen sin diferencias jerárquicas— y la de «burgueses» en una vida económica compartida —socios de una empresa de acumulación de capital a la que sólo pueden pertenecer en calidad de miembros inferiores de la misma. Es a la igualdad como ciudadano, como alguien que existe en el universo humano —y participa de la protección que brinda el seno en principio civilizado y pacífico de la comunidad nacional— a lo que el individuo como trabajador sacrifica sus posibilidades de afirmación en el aspecto distributivo, su capacidad de ser partícipe en términos de igualdad en el disfrute de la riqueza social. Y es justamente el contrato de compra/venta de la mercancía fuerza de trabajo —acto paradigmático, cuyo sentido se repite por todas partes en el gran edificio de la intertsubjetividad moderna— el dispositivo en virtud del cual el individuo trabajador «se salva y se condena». Al comportarse como vendedor-comprador, se socializa en tanto que propietario privado, es decir, en términos de igualdad frente a los otros «ciudadanos», aunque el logro de esa condición implique para él al mismo tiempo una autocondena a la inferioridad en tanto que «burgués», a la sumisión frente a aquellos individuos no trabajadores que son propietarios de algo más que de su simple fuerza de trabajo. Propietario privado, el trabajador no pierde esa calidad, aunque su propiedad sea nula, por cuanto detenta de todas maneras la posesión de su cuerpo, es decir, el derecho de ponerlo en alquiler. Cuando se comporta como trabajador, el ciudadano moderno inaugura un nuevo comportamiento de la persona humana respecto de su base natural, del «espíritu» respecto a la «materia». Como tal, el ser humano no es su cuerpo, sino que tiene un cuerpo; un cuerpo que le permite mantener ese mismo status de humano precisamente en la medida en que es objeto de su violencia.

El esclavo antiguo podía decir: «En verdad soy esclavo, pero estoy o existo de hecho como si no lo fuera.» La violencia implícita en su situación sólo estaba relegada o pospuesta; la violación de su voluntad de disponer de sí mismo estaba siempre en estado de inminencia: podía ser vendido, podía ser ultrajado en el cuerpo o en el alma. La relación de dependencia recíproca que mantenía con el amo hacía de él en muchos casos un servo padrone, el respeto parcial que le demostraba el amo era una especie de pago por el irrespeto global que le tenía (y que se volvía así perdonable), una compensación de la violencia profunda con que lo sometía. A la inversa, el «esclavo» moderno dice: «En verdad soy libre, pero estoy o existo de hecho como si no lo fuera.» La violencia implícita en su situación está borrada, es imperceptible: su voluntad de disponer de sí mismo es inviolable, sólo que el ejercicio pleno de la misma (no venderse como «fuerza de trabajo», por ejemplo) requiere de ciertas circunstancias propicias que no siempre están dadas. Aquí el «amo», el capital, es en principio impersonal —no reacciona al valor de uso ni a la «forma natural» de la vida— y en esa medida no depende del «esclavo» ni necesita entenderse con él; prosigue el cumplimiento de su «capricho» (la autovalorización) sin tener que compensar nada ni explicar nada ante nadie.

Una cosa era asumir la violencia exterior, aceptar y administrar el hecho de la desigualdad como violencia del dominador, disculpándolo como mecanismo necesario de defensa ante la amenaza de «lo nuestro» por «lo ajeno»; disimulándolo y justificándolo como recurso ineludible ante la agresión de la naturaleza o la reticencia de Dios a mediar entre la Comunidad y lo Otro. Muy diferente, en cambio, es desconocer la violencia del explotador e imputar cualquier efecto de la misma a la presencia directa y en bruto de una hostilidad exterior. Desconocerla es lo mismo que negar su necesidad dentro del mundo social establecido; remitir el hecho de su existencia a simples defectos secundarios en la marcha del progreso y su conquista de «lo otro»; a una falta o un exceso de velocidad en la expansión de las fuerzas productivas o en la eliminación de las formas sociales premodernas o semi-modernas.

Desprovista de un nombre propio, de un lugar social en la cotidianidad moderna, la violencia de las «relaciones de producción» capitalistas gravita sin embargo de manera determinante tanto en ella como en la actividad política que parte de ella para levantar sus instituciones. Borrada como acción del otro, desconocida como instrumento real de las relaciones interindividuales, la violencia de la explotación a través del salario se presenta como una especie de castigo que el cuerpo del trabajador debe sufrir por culpa de su propia deficiencia, por su falta de calificación técnica o por su atavismo cultural. Castigo que atomiza su manifestación hospedándose parasitariamente hasta en los comportamientos más inofensivos de la vida diaria: torciéndolos desde adentro, sometiéndolos a un peculiar efecto de extrañamiento.

El fundamento de la modernidad trae consigo la posibilidad de que la humanidad de la persona humana se libere y depure, de que se rescate del modo arcaico de adquirir concreción, que la ata y limita debido a la identificación de su cuerpo con una determinada función social adjudicada (productiva, parental, etcétera). Esta posibilidad de que la persona humana explore la soberanía sobre su cuerpo natural, que es una «promesa objetiva» de la modernidad, es la que se traiciona y caricaturiza en la modernidad capitalista cuando la humanidad de la persona, violentamente disminuida, se define a partir de la identificación del cuerpo humano con su simple fuerza de trabajo. El trabajador moderno, «libre por partida doble», dispone soberanamente de su cuerpo, pero la soberanía que detenta está programada de antemano para ejercerse, sobre la base de esa humanidad disminuida, como represión de la corporeidad animal del mismo. De ser el conjunto de los modos que tiene el ser humano de estar concretamente en el mundo, el cuerpo es convertido en el instrumento animal de una sola y peculiar manera de estar en él, la de una apropiación del mismo dirigida a reproducirlo en calidad de medio para un afán productivo sin principio ni fin. Conjunto irremediablemente defectuoso de facultades y calificaciones productivas, el cuerpo del individuo moderno es, una y otra vez, premiado con la ampliación del disfrute y al mismo tiempo castigado con la neutralización del goce correspondiente. El dispositivo que sella esta interpenetración del premio y el castigo es el que disecciona y separa artificial y dolorosamente a la primera dimensión del disfrute del cuerpo —la de su apertura activa hacia el mundo—, convirtiéndola en el mero gasto de un recurso renovable durante el «tiempo de trabajo», de la segunda dimensión de ese disfrute del cuerpo —la de su apertura pasiva hacia el mundo—, reducida a una simple restauración del trabajador durante el «tiempo de descanso y diversión».

Por lo demás, la eliminación de todo rastro del carácter humano de la violencia en las relaciones de convivencia capitalistas parece ser también la razón profunda del vaciamiento ético de la actividad política. Nunca como en la época moderna los manipuladores de la «voluntad popular» —los que ponen en práctica «soluciones» más o menos «finales» a las «cuestiones» sociales, culturales, étnicas, ecológicas, etcétera— habían podido ejercer la violencia de sus funciones con tanto desapego afectivo ni con tanta eficacia: como simples vehículos de un «imperativo» de pretensiones astrales —la Vorsehung que pasara intocado a través de todos los criterios de valoración del comportamiento humano.

Tesis 11

La modernidad y el imperio de la escritura

La oportunidad moderna de liberar la dimensión simbólica de la existencia social —la actividad del hombre como constructor de significaciones tanto prácticas como lingüísticas— se encuentra afectada decisivamente por el hecho del re-centramiento capitalista del proceso de reproducción de esa existencia social en torno a la meta última de la valorización del valor.

A finales de la Edad Media occidental, la dimensión comunicativa de la existencia social —el conjunto de sistemas semióticos organizados en torno al lenguaje— fue sin duda la dimensión más directamente afectada por el impacto proveniente del «cambio de medida» en el proceso de reproducción de la riqueza social, por los efectos de su «salto cualitativo» a una nueva escala de medida, la de la totalidad del continente europeo. Los códigos del proceso de ciframiento/desciframiento (producción/consumo) de las significaciones prácticas en la vida cotidiana, que habían operado a través de una normación de tendencia restrictiva y conservadora durante toda la larga «historia de la escasez» —historia en la que ningún proyecto de vida social podía ser otra cosa que la ampliación de una estrategia de supervivencia—, alcanzaron la capacidad de conquistar zonas de sí mismos que habían debido permanecer selladas hasta entonces. La tabuización o denegación de un amplio conjunto de posibilidades de donación de forma a los productos/útiles (bienes/producidos) pudo así comenzar a debilitarse. La estructura del campo instrumental pudo comenzar su recomposición histórica en escala cuantitativamente ampliada y en registros cualitativos completamente inéditos. Igualmente, las distintas lenguas naturales, que, ellas también, venían normadas de hecho en dirección restrictiva por la vigencia aplastante de sus respectivas estructuras míticas en el lenguaje cotidiano, comenzaron su proceso de reconstitución radical, de auto-construcción justamente como «lenguas naturales modernas»; obedecían al llamado que venía de la creatividad liberada en la esfera de las hablas cotidianas, que ellas percibían como un reto para intensificar y diversificar su capacidad codificadora.

Es indudable que un logocentrismo prevalece en la existencia humana en la misma medida en la que ella hace de todos sus comportamientos realidades semióticas; la sociedad humana otorga a la comunicación propiamente lingüística la jerarquía representante y coordinadora de todas las otras vías de la semiosis para efectos de la construcción del sentido común de todas ellas. Le permite incluso que consolide esa centralidad cuando ella misma la concentra y desarrolla en calidad de escritura.

Pero aparte de logocéntrica, la comunicación social debió ser también logocrática; es decir, no sólo tuvo que someter su producción global de sentido al que se origina en la comunicación puramente lingüística, sino que debió además comprometerla en una tarea determinada que le corresponde específicamente a ésta última, la tarea muy especial que consiste en defender la norma que da identidad singular al código de una civilización. La comunicación lingüística reduce y condensa para ello su función mitopoyética; la encierra en el cultivo hermenéutico de un texto sagrado y su corpus dogmático. Aunque no lo parezca, la logocracia no consiste en verdad en una afirmación exagerada del logocentrismo; la logocracia —impuesta por la necesidad de fundamentar la política sobre bases religiosas— implica el empobrecimiento y la unilateralidad del logocentrismo. Es en verdad una negación del despliegue de su vigencia; trae consigo la subordinación de los múltiples usos del lenguaje al cumplimiento hieratizado de uno solo de ellos, el uso que tiene lugar en el discurso mítico religioso.

Al igual que sobre los códigos prácticos y los lingüísticos y sobre los usos instrumentales y las hablas, el impacto fundamental de la modernidad fue también liberador respecto del logocentrismo. Traía la oportunidad, primero, de quitar a la producción/consumo de significaciones prácticas de la opresión bajo el poder omnímodo del lenguaje y, segundo, de soltar a éste de la obligación de auto- censura que le imponía el cultivo del mito consagrado.

Pero la liberación del uso de los medios instrumentales, es decir, de la capacidad de inventar formas inéditas para los productos útiles, sólo pudo ser, en la modernidad capitalista, una liberación a medias, vigilada e intervenida. No todas las formas de la creatividad que son reclamadas por los seres humanos en la perspectiva social-natural de su existencia pueden serlo también por parte del «sujeto sustitutivo», el capital, en la perspectiva de la valorización del valor. El código para la construcción (producción/consumo) de significaciones prácticas pudo potenciarse —dinamizarse, ampliarse, diversificarse—, pero sólo con la mediación de un correctivo, de una sub-codificación que lo marcaba decisivamente con un sentido capitalista. La interiorización semiótica «natural» de una antigua estrategia de supervivencia venía a ser substituida por otra, «artificial», de efectividad diferente, pero también inclinada en sentido represivo: la de una estrategia para la acumulación de capital.

Cosa parecida aconteció en la vida del discurso. Rotas las barreras arcaicas (religiosas y numinosas) de la estructura mítica de las lenguas —la que, al normarlas, les otorga una identidad propia—, otras limitaciones, de un orden diferente, aparecieron en lugar de ellas. Al recomponerse a partir de una épica y una mitopoyesis básicamente burguesas pero de corte capitalista, la estructura mítica de las lenguas modernas se vio en el caso de reinstalar unas facultades de censura renovadas. El «cadáver de Dios», esto es, la moral del autosacrificio productivista como vía de salvación individual —que haría del vulgar empresario un sujeto de empresa y aventura, y daría a su comportamiento la jerarquía de una actividad de alcance ontológico— se constituyó en el único prisma a través del cual es posible acceder al sentido de lo real.

Destronado de su logocracia tradicional y expulsado de su monopolio del acceso a la realidad y la verdad de las cosas, el ámbito del discurso quedaba así, en principio, liberado de su servicio al mito intocable (escriturado) y al re-ligamiento despótico de la comunidad. Pronto, sin embargo, recibió la condena de una refuncionalización logocrática de nuevo tipo. Según ésta, el momento predominante de todo el «metabolismo entre el Hombre y la Naturaleza» —caracterizado ahora por el desbocado productivismo abstracto del Hombre y por la disponibilidad infinitamente pasiva de la Naturaleza— se sitúa en la apropiación cognoscitiva del referente, es decir, en la actividad de la «razón instrumental». Recompuesto para el efecto sobre la base de su registro técnico-científico, el lenguaje resulta ser el lugar privilegiado y exclusivo de ese logos productor de conocimientos; resulta ser así, nuevamente aunque de manera diferente, el lugar donde reside la verdad de toda otra comunicación posible.

Éste, sin embargo, su dominio restaurado sobre la semiosis práctica, le cuesta al lenguaje una fuerte «deformación» de sí mismo, una reducción referencialista del conjunto de sus funciones comunicativas, una fijación obsesiva en la exploración apropiativa del contexto. El lenguaje de la modernidad capitalista se encuentra acondicionado de tal manera, que es capaz de restringir sus múltiples capacidades —de reunir, de expresar y convencer, de jugar y de cuestionar— en beneficio de una sola de ellas: la de convertir al referente en información pura (depurada).

Junto con la recomposición moderna de la logocracia tiene lugar también una refuncionalización radical de su principal instrumento, la escritura. De texto sagrado, petrificación protectora del discurso en el que la verdad se revela, la escritura se convierte en el vehículo de una intervención ineludible del logos instrumental en todo posible uso del lenguaje y en toda posible intervención suya en las otras vías de producción/consumo de significaciones. La secularización de la escritura y el perfeccionamiento consecuente de sus técnicas abrió para el discurso unas posibilidades de despliegue de alcances inauditos. En tanto que es tan sólo una versión autónoma del habla verbal, el habla escrita es una prolongación especializada de ella, un modo de llevarla a cabo que sacrifica ciertas características de la misma en beneficio de otras. La envidiable e inigualable contundencia comunicativa del habla verbal, que le permite ser efímera, tiene un alto precio a los ojos del habla escrita: debe ir acompañada de una consistencia incompleta, confusa y de baja productividad informativa. El habla verbal sólo está a sus anchas cuando se conduce en una estrecha dependencia respecto de otros cauces de la semiosis corporal (la gestualidad , la musicalidad, etc.), lo que abre pasajes débiles o incluso de silencios en su propia performance, cuando juega con el predominio de las distintas funciones comunicativas (de la más burda, la fáctica, a la más refinada, la poética), juego que la vuelve irrepetible; cuando finalmente, recurre a una transmisión simultánea de mensajes paralelos (para varios receptores posibles), hecho que vuelve azaroso su desenvolvimiento.

El habla escrita nace como una respuesta a la necesidad de salvar esas limitaciones informativas, aunque sea a costa de la plenitud comunicativa. Fascinadas con el espíritu conclusivo, atemporal y eficiente del habla escrita —con su autosuficiencia lingüística, su concentración unifuncional y su unilinearidad—, hay zonas del habla verbal que ven en ella su tierra prometida.

Sin embargo no es esta superioridad unilateral del habla escrita lo que la lleva a independizarse del habla verbal y a someterla a sus propias normas. (No hay que olvidar que las lenguas naturales modernas se generan a partir de un habla que ha supeditado el cumplimiento de sus necesidades globales de comunicación al de las necesidades restringidas de su versión escrita.) El habla escrita de una lengua moderna —cuya normación implica una fijación referencialista de las funciones comunicativas, puesto que su meta es el acopio de información— ofrece el modelo perfecto de un ordenamiento racional productivista de la actividad humana. El conjunto de los medios e instrumentos de trabajo y disfrute —que es la instancia objetiva más inmediata del cuerpo humano, de la concreción unidimensional de su estar en el mundo— se desentiende, como lo hace el habla escrita, de todos los modos de su funcionamiento que no demuestran ser racionales en el sentido de la eficiencia exclusivamente pragmática. Puede decirse así que, al guiarse conscientemente o no por esa reducción de las capacidades técnicas del médium instrumental, el proceso de producción y consumo del conjunto de los bienes es el fundamento que ratifica y fortalece a la escritura en su posición hegemónica dentro del habla o el uso lingüístico y dentro de la semiosis moderna en general. Es la práctica tecnificada en sentido pragmático la que despierta en la escritura una “voluntad de poder” indetenible. Así se expande la nueva logocracia: significar, “decirle algo a alguien sobre algo con una cierta intención y de una cierta manera” deberá consistir primaria y fundamentalmente en hacer del hecho comunicativo “un instrumento de apropiación cognoscitiva” de ese “algo”, de “lo real”. Todo lo demás será secundario.

Tesis 12

Premodernidad, semi-modernidad y postmodernidad

La postmodernidad es la característica de ciertos fenómenos peculiares de orden general que se presentan con necesidad y de manera permanente dentro/fuera de la propia modernidad. (No es sólo el reciente rasgo de una cierta población acomodada que necesita de un nuevo hastío —esta vez ante la modernidad corriente— para darle un toque trascendente, y así privativo y aristocrático, a su imagen reflejada en el espejo.) Se trata de una de las tres modalidades principales de la zona limítrofe en donde la vigencia o la capacidad conformadora de la modernidad establecida presenta muestras de agotamiento.

La modernidad es un modo de totalización civilizatoria. Como tal, posee diferentes grados de dominio sobre la vida social, tanto en el transcurso histórico como en la extensión geográfica. Allí donde su dominio es más débil aparecen ciertos fenómenos híbridos en los que otros principios de totalización concurrentes le disputan la «materia» que está siendo conformada por ella. Es en la zona de los límites que dan hacia el futuro posible en donde se presentan los fenómenos post-modernos. En la que da hacia el pasado por superar se muestran los fenómenos pre-modernos. En la que se abre/cierra hacia los mundos extraños por conquistar se dan los fenómenos semi-modernos.

La dinámica del fundamento de la modernidad genera constantemente nuevas constelaciones de posibilidades para la vida humana, las mismas que desafían «desde el futuro» a la capacidad de sintetización de la modernidad capitalista. Allí donde ésta resulta incapaz momentánea o definitivamente de ponerse en juego radicalmente a fin de sostener este reto; allí donde su ambición conformadora le hace salirse de sus límites pero sin ir más allá de sí misma, las novedades posibles de la vida social no alcanzan a constituirse de manera autónoma y se quedan en estado de deformaciones de la modernidad establecida. Paradigmático sería, en este sentido, el fenómeno ya centenario de la política económica moderna, que se empeña en dar cuenta de la necesidad real de una planeación democrática de la producción y el consumo de bienes, pero que lo hace mediante el recurso insuficiente de sacrificar a medias su liberalismo económico estructural y su vocación cosmopolita para poner en práctica intervenciones más o menos autoritarias y proteccionistas (paternalistas, unas, totalitarias, otras) del «estado» en la «economía».

Otro tipo de reto que la modernidad capitalista no puede siempre sostener es el que le plantean ciertas realidades de su propio pasado, provengan éstas figuras anteriores de la modernidad o de la historia pre-cristiana de Occidente. Arrancados de su pertenencia coherente a una totalización de la sociedad en el pasado, que estuvo dotada de autonomía política y vitalidad histórica, una serie de elementos civilizatorios del pasado (objetos, comportamientos, valores) perduran sin embargo en el mundo construido por la modernidad dominante; aunque son funcionalizados por ella, lo inadecuado del modo en que lo están les permite mantener su efectividad. Parcialmente indispensables para ella, que se demuestra incapaz de sustituirlos por otros más apropiados, son estos «cuerpos extraños», fijados en una lógica ya fuera de uso pero que es compatible con la actual, los que se reproducen en calidad de fenómenos pre-modernos.

Diferentes de estos, los fenómenos semi-modernos son elementos (fragmentos, ruinas) de civilizaciones o construcciones no occidentales de mundo social, que mantienen su derecho a existir en el mundo de la modernidad europea pese a que el fundamento tecnológico sobre el que fueron levantados ha sucumbido ante el avance arrasador de la modernización. La vitalidad que demuestran tener estos elementos aparentemente incompatibles con toda modernidad —pese a que son integrados en exterioridad, usados sin respetar los principios de su diseño, de manera muchas veces monstruosa— es la prueba más evidente de la limitación eurocentrista que afecta al proyecto de la modernidad dominante. Para no ser desbordada por la dinámica fundamental de la modernidad, que tiende a cuestionar todos los particularismos tradicionales, la solución capitalista, que sólo es efectiva si reprime esa dinámica fundamental, se ha refugiado dentro de los márgenes ya probados de la «elección civilizatoria» propia del occidente europeo.

Reacciones de la modernidad capitalista ante su propia limitación, estos tres fenómenos, pueden llegar a presentarse juntos y combinados. Componen entonces el cuadro de grandes cataclismos históricos. Tales han sido, hasta aquí, los dos casos del fracaso «socialista» en el siglo XX, el de la contra-revolución «socialista nacionalista» en Alemania y el de la pseudo-revolución «socialista colectivista» en Rusia.

La crisis de la modernidad establecida se presenta cada vez que el absolutismo inherente a su forma está a punto de ahogar la substancia que le permite ser tal; cada vez que, dentro de su mediación de las promesas emancipatorias inherentes al fundamento de la modernidad, el primer momento de esa mediación, esto es, la apertura de las posibilidades económicas de la emancipación respecto de la «historia de la escasez», entra en contradicción con el segundo momento de la misma, es decir, con su re-negación de la vida emancipada, con la represión a la que somete a toda la densidad de la existencia que no es traducible al registro de la economía capitalista: la asunción del pasado, la disposición al porvenir, la fascinación por «lo otro».

Tesis 13

Modernización propia y modernización adoptada

Toda modernización adoptada o exógena proviene de un proceso de conquista e implica por tanto un cierto grado de imposición de la identidad cultural de una sociedad y las metas particulares de la empresa histórica en que ella está empeñada sobre la identidad y las metas históricas de otra.

Mientras la modernización propia o endógena se afirma, a través de todas las resistencias de la sociedad donde acontece, en calidad de consolidación y potenciación de la identidad respectiva, la modernización exógena, por el contrario, trae siempre consigo, de manera más o menos radical, un desquiciamiento de la identidad social, un efecto desdoblador o duplicador de la misma. La modernidad que llega está marcada por la identidad de su lugar de procedencia; su arraigo es un episodio de la expansión de esa marca, una muestra de su capacidad de conquistar —violentar y cautivar— a la marca que prevalece en las fuerzas productivas autóctonas. Por esta causa, la sociedad que se moderniza desde afuera, justo al defender su identidad, no puede hacer otra cosa que dividirla: una mitad de ella, la más confiada, se transforma en el esfuerzo de integrar «la parte aprovechable» de la identidad ajena en la propia, mientras otra, la desconfiada, lo hace en un esfuerzo de signo contrario: el de vencer a la ajena desde adentro al dejarse integrar por ella.

Cuando la modernización exógena tiene lugar en sociedades occidentales, más si éstas son europeas y más aún si han sido ya transformadas por alguna modernidad capitalista anterior a la que tiende a predominar históricamente, este proceso de conquista presenta un grado de conflictualidad relativamente bajo. La modernidad más vieja (la mediterránea, por ejemplo) se las arregla para negociar su subordinación constructiva a la más nueva (la noreuropea) a cambio de un ámbito de tolerancia para su «lógica» propia, es decir, para su marca de origen y para el cultivo de la identidad social representada por ella.

La modernización por conquista se vuelve conflictiva y virulenta cuando acontece en la situación de sociedades decididamente no occidentales. Dos opciones tecnológicas propias de dos «elecciones civilizatorias» y dos historicidades no sólo divergentes sino abiertamente contrapuestas e incompatibles entre sí deben, sin embargo, utópicamente, «encontrarse» y combinarse, entrar en un proceso de mestizaje. Por ello, la asimilación que las formas civilizatorias occidentales, inherentes a la modernidad capitalista, pueden hacer de las formas civilizatorias orientales tiene que ser necesariamente periférica o superficial, es decir, tendencialmente destructiva de las mismas como principios decisivos de configuración del mundo de la vida. Una asimilación de éstas como tales podría descomponer desde adentro al carácter europeo de su «occidentalidad» o someterlo a una transformación radical de sí mismo —como fue tempranamente el caso de las formas de la modernidad mediterránea (ibérica), obligadas en el siglo XVII a integrar profundamente los restos de las civilizaciones precolombinas, por un lado, y de las civilizaciones africanas, por otro.

En los procesos actuales de modernización exógena, la modernidad europea, para ser aceptada realmente, tiene que enrarecer al mínimo su identidad histórico concreta, esquematizarla, privarla de su conflictualidad interna, desdibujarla hasta lo irreconocible; sólo así, reducida a los rasgos más productivistas de su proyecto capitalista, puede encontrar o improvisar en las situaciones no occidentales un anclaje histórico cultural que sea diferente del que le sirvió de base en sus orígenes. Igualmente, en el otro lado, en las sociedades no occidentales que deben adoptar la modernidad capitalista, la aceptación que hacen de ésta depende de su capacidad de regresión cultural, del grado en que están dispuestas (sin miedo al absurdo ni al ridículo) a traducir a términos primitivos los conflictos profundos de su estrategia civilizatoria, elaborados y depurados por milenios en su dimensión cultural.

Pareciera que allí, justo en el lugar del desencuentro, de la negación recíproca entre ellos, es decir, sobre el denominador común de la exigencia capitalista —la voracidad productivo/consuntiva—, se encuentra el único lugar en donde el occidente puede encontrarse con el resto del mundo. Por lo que se ve, aunque respetuosa tanto del pasado como de lo no europeo, una modernidad alternativa no podría contar con lo no occidental como un antídoto seguro contra el capitalismo.

Tesis 14

La modernidad, lo mercantil y lo capitalista

La socialización mercantil forma parte constitutiva de la esencia de la modernidad; la socialización mercantil-capitalista sólo es propia de la figura particular de modernidad que prevalece actualmente.

La expansión de la función religiosa, es decir, socializadora, de la cultura cristiana, dependió, en la Edad Media, de su capacidad de convencer a los seres humanos de su propia existencia en calidad de comunidad real, de ecclesia, o «cuerpo de Dios». El lugar en donde los fieles tenían la comprobación empírica de ello no era, sin embargo, el templo; era el mercado, el sitio en donde el buen funcionamiento de la circulación mercantil de los bienes producidos permitía a los individuos sociales, sobre el común denominador de «propietarios privados», reconocerse y aceptarse recíprocamente como personas reales. La existencia de Dios resultaba indudable porque la violencia arbitraria (el Diablo) que campeaba en las relaciones sociales post- o extra-comunitarias cedía en los hechos ante la vigencia del orden pacífico de quienes comen el fruto de su propio trabajo. La presencia de un Juez invisible era evidente pues sólo ella podía explicar el «premio» que le tocaba efectivamente a quien más trabajaba y el «castigo» que se abatía sobre el que, aunque «oraba», no «laboraba».

Pero si es cierto que la mercancía estuvo al servicio de la consolidación del cristianismo, no lo es menos que éste terminaría destronado por ella. De ser el «lenguaje de las cosas» que ratificaba en los hechos prácticos la verdad re-ligante del discurso mítico cristiano, el mecanismo de metamorfosis mercantil de la riqueza objetiva —el que lleva a ésta a abandonar su estado de producto y tomar su estado de bien, neutralizándola primero en calidad de mercancía-dinero—pasó de manera lenta pero firme e irreversible a ser él la verdadera entidad re-socializadora. El mercado sustituyó al mito; redujo al cristianismo, de eclessia, a un sistema de imperativos morales que idealizaba, como un mero eco apologético, la sujeción de la vida humana a su propia acción «mágica» de fetiche socializador.

Pero lo que lo mercantil hizo con lo religioso, lo capitalista, a su vez, habría de hacer con lo mercantil. En su lucha contra la prepotencia del monopolio público y privado —contra la violencia del dominio sobre la tierra y sobre la tecnología—, la campaña de afirmación (expansión y consolidación) de lo mercantil debió avanzar hasta una zona en la que lo mercantil, para entrar, tenía que cambiar de signo, que convertirse en la negación de lo que pretendía afirmar. Debió mercantificar el ámbito de lo no mercantificable por esencia; tratar como a un puro objeto (Bestand) a aquello que debería ser puro sujeto; como simple valor mercantil a lo que debería ser fuente de valor mercantil: la fuerza de trabajo del individuo humano. Debió dejar de ser instrumento de la universalización de la propiedad privada y pasar a ser el instrumento de una restricción renovada, de nuevo tipo, de la misma; debió traicionar a lo mercantil y ponerlo a funcionar como mera apariencia de la apropiación capitalista de la riqueza. Lo mercantil sólo pudo vencer la resistencia del monopolio desatando las fuerzas del Golem capitalista. Pretendió servirse de él, y terminó por ser su siervo.

A fines de siglo, la distinción entre lo mercantil y lo capitalista parece ya irrelevante y abstrusa o simplemente cosa del pasado; la mercancía parece haber acomodado ya su esencia a esa configuración monstruosa de sí misma que es la mercancía capitalista. Y sin embargo no es así.

Hay una diferencia radical entre la ganancia capitalista que se puede dar en la esfera de la circulación mercantil simple y la que se da en la mercantil-capitalista. La primera sería el fruto del aprovechamiento de una voluntad de intercambio entre orbes productivos/consuntivos de valores de uso que están desconectados entre sí, voluntad que se impone por sobre la inconmesurabilidad fáctica de sus respectivos valores mercantiles. La segunda resulta del aprovechamiento de una constricción imperiosa al intercambio que aparece, pese a la inconmesurabilidad esencial de sus respectivos productos, entre las dos dimensiones de la reproducción de la riqueza social: la de la fuerza de trabajo, por un lado, y la del resto de las mercancías, por otro. Lo que en el primer caso sería el resultado de la «desigualdad» espontáneamente ventajosa en un «comercio exterior», en el segundo es la consecuencia de una instalación artificial de esa «desigualdad» en el «comercio interior». Contingente y efímera en el primer caso, la ganancia capitalista es imperiosa y permanente en el segundo.

Desde la perspectiva puramente mercantil, todo el mercado moderno, como realidad concreta, no sería otra cosa que una superfetación parasitaria de la propia realidad mercantil. Lo capitalista estaría allí únicamente como una deformación arbitraria, por debajo de la cual se repetiría de manera clásica y necesaria el triunfo indefinido del proceso puro de la circulación por equivalencia. Las «impurezas» concretas que hacen de él un proceso intervenido —sea espontáneamente por el poder «ciego» de la monopolización capitalista o artificialmente por la imposición «visionaria» de una planeación distributiva— no alcanzarían a destruirlo por cuanto él es la estructura que las sostiene.

La posibilidad de soltar del todo la «mano invisible» del mercado —la que atravesaría los muchos «egoísmos pequeños» para construir un «altruísmo general»—, de liberar al Azar que guía el mecanismo de circulación por equivalencia, se encuentra en el fundamento mismo de toda modernidad. Sin embargo, su realización en la modernidad capitalista, que pretendió protegerla de los parasitismos estatales o señoriales que la ahogaron en la era de la escasez, la ha llevado a un nuevo callejón sin salida. En la inauguración mercantil-capitalista de lo que debía ser la era de la abundancia se impone de manera espontánea el predominio de un comportamiento mercantil que reniega de sí mismo. Es un comportamiento temeroso que pretende «abolir el azar» mediante la repetición incesante de un tramposo coup de dés que asegura al capital contra el riesgo de no obtener ganancias en la apuesta de la inversión.

Tesis 15

«Socialismo real« y modernidad capitalista

Considerado como orbe económico o «economía-mundo», el «mundo socialista» fue el resultado histórico de un intento frustrado de remodelación por parte del viejo imperio económico de Rusia; un intento dirigido a aislarse del orbe económico o «mundo capitalista» y a competir con él, puesto en práctica sobre la base de una corrección estatalista del funcionamiento capitalista de la economía. Sin posibilidades reales de constituirse en un orden social realmente diferente y alternativo frente al orden capitalista y su civilización; sin posibilidades efectivas de desarrollar una estructura técnica acorde con una reconstitución revolucionaria de semejante alcance —hecho que se manifestó temprana y dramáticamente en la historia de la revolución bolchevique—, «el mundo socialista» no pasó de ser una recomposición deformada, una versión o repetición deficiente de ese mismo orden social y de esa misma civilización: una recomposición que, si bien lo separó definitivamente de él, lo mantuvo sin embargo irrebasablemente en su dependencia. Lo distintivo del comunismo soviético y su modernidad no estuvo —paradójicamente— en ninguna erradicación, parcial o total, del capitalismo. Lo característico de él consistió en verdad en lo periférico de su europeidad y en lo dependiente de su economía y en el carácter estatal de la acumulación capitalista que lo sustentaba.

Una colectivización de los medios de producción como la que tuvo lugar en este «comunismo», que fue en verdad una estatalización de la propiedad capitalista sobre los mismos, no elimina necesariamente el carácter capitalista de esta forma de propiedad. Por ello, si se consideran comparativamente las dos totalidades imperiales, la ecomonía-mundo «socialista» (Rusia, la Unión Soviética y el bloque de la Europa centroriental) y la economía-mundo «capitalista» (su núcleo trilateral, pero también su periferia «tercermundista»), las innegables diferencias entre ellas —en lo que se refiere a las condiciones de existencia de la «sociedad civil»: reprimida pero protegida, en la primera, desamparada pero libre, en la segunda— no resultan ser más importantes que sus similitudes también inocultables —en lo que atañe a la estructura y al sentido más elementales de la modernización de su vida cotidiana. La sujeción de la «lógica» de la creación de la riqueza social concreta a la «lógica» de la acumulación de capital, la definición de la humanidad de lo humano a partir de su condición de fuerza de trabajo, para no mencionar sino dos puntos esenciales de la modernidad económica y social capitalista, fueron igualmente dos principios básicos de la modernidad «socialista», que se proclamaba sin embargo como una alternativa frente a ella.

El proyecto elemental de la modernidad capitalista no desapareció en la modernidad del «socialismo real»; fue simplemente más débil y ha tenido menos oportunidades de disimular sus contradicciones.

El derrumbe del «socialismo real» —desencadenado por la victo ria lenta y sorda, pero contundente, de los estados capitalistas occidentales sobre los estados «socialistas» en la «guerra fría» (1945-1989) —, ha borrado del mapa de la historia viva a las entidades socio-políticas que de manera tan defectuosa ocupaban el lugar histórico del socialismo. Lo que no ha podido borrar es ese lugar en cuanto tal. Por el contrario, al expulsar de él a sus ocupantes inadecuados —que ofrecían la comprobación empírica de lo impracticable de una sociedad verdaderamente emancipada, e indirectamente de lo incuestionable del establishment capitalista — le ha devuelto su calidad de terreno fértil para la utopía.

1 Das Kapitah Kritik der politischen Oekonomie, ErsterBand,Hamburgo, 1867, pp. 631-632.

2 K. Marx, Das Kapital, I., 5., I, p. 502: «macht seine eigene Entwicklung zu einer Naturnothwendigkeit».

3 Karl Marx, Das Kapital, Kritik der politische Oekonomie, Erster Band, Hamburgo 1867, pp. 116-117. Trad. Scaron, Siglo XXI Ed., vol. 2, p. 188.

4 Value, Price and Profit. Addressed to the Working Men, Londres 1899, p. 63.

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