Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Mis proposiciones sobre la escuela y la televisión

Pier Paolo Pasolini

Saggi sulla politica e sulla società, Meridiani Mondadori, Milano 1999 

(“Corriere della Sera”, 29 ottobre 1975) 

Hasta Moravia me honra con sus deducciones. Se nota que son las deducciones de un hombre inteligente, pero también que sólo gusta del «placer del texto» con la condición -como cualquier otro autor, por otra parte- de novelarlo.
Como novelista, ha visto en el episodio del crimen del Circeo y en la agresión de Cinecittà, precisamente, dos episodios. Cristalinos, transparentes, cortados, cerrados: microcosmos perfectos a su manera. Hasta el punto de que, a través de ese «modelo narrativo», puede asimilar el crimen del Circeo a su relato de 1927 Asesinato en el club de tenis. También yo, análogamente, podría asimilar la agresión subproletaria de Cinecittà a la agresión de los cuatro napolitanos a Maddalena, la mujer de Accattone (1961). Pero yo sé que la agresión de los cuatro napolitanos a Maddalena, la mujer de Accattone, es idílica con respecto a esta otra del otoño de 1975 en Cinecittà: y encaja perfectamente en un código de mala vida que no excluye la humanidad. También Moravia debería darse cuenta de que el asesinato del club de tenis es idílico con respecto al asesinato del Circeo del otoño de 1975: no los une ninguna relación histórica real. Entre los dos hay un salto cualitativo: un salto cualitativo debido a lo enorme de la cantidad. Un asesinato que en 1927 era la expresión de un ambiente de élite es hoy la expresión de un ambiente de masa. El asesinato gratuito, «gideano», se ha convertido en un artículo de consumo. Una opción personal se ha convertido en una coacción colectiva. Lo cual no es poco.
Fíjense Moravia y el lector -en el mismo Corriere en el que apareció el escrito polémico sobre la «abolición» (no, no «abolición»: «suspensión») de la escuela obligatoria- en las fotografías de los cuatro gamberros que hicieron en Milán lo mismo que los subproletarios en Cinecittà (robo rápidamente agravado por violencia carnal con fines libidinosos). Son proletarios milaneses; es decir, están inmersos desde hace ya más de un siglo en el «ambiente vital» de la pequeña burguesía. El cuadro, pues, está completo.
No obstante, al recuadro del Corriere que contiene las imágenes de esos cuatro canallas desenmascarados, añadan Moravia y el lector con su fantasía los recuadros que contienen las imágenes de todos los posibles canallas análogos sin desenmascarar. Si se pusieran en fila estos recuadros no bastaría con la distancia entre Roma y Milán. Más aún: esos rostros descarnados, peligrosos, penosos, infelices, indescifrables, repelentes, siniestros, débiles, presuntuosos, desprovistos de cualquier connotación de clase (ni en sentido positivo ni en el negativo), son en realidad los rostros de toda la «masa» de la juventud italiana tal como es hoy.
En mi artículo, con el que polemiza Moravia, escribí muy claramente: la «masa» de los jóvenes ignora el tradicional conflicto interior entre el bien y el mal; su opción es el endurecimiento, el fin de la piedad; y esto es así casi por prejuicio, apriorísticamente: tanto si se trata de delincuentes como si se trata de buenos chicos infelices, la infelicidad no es una culpa menor, dije. Pero no pretendo que Moravia se interese por saber qué son hoy, en concreto, los jóvenes. ¿Por qué habría de interesarse por eso? El no mira las cosas desde dentro, sino desde lejos. Por esto su interés no puede contemplar la concreción o la fisicidad.
Sin embargo, yo decía también en mi artículo que «hacen falta miles de casos como esos de la juerga sádica del Circeo o de agresividad brutal por problemas de tráfico para que ocurran casos como los de los sádicos de Parioli o los sádicos de Torpignattara». Este hecho estadístico, sociológico e ideológico, por el contrario, sí debería interesar a Moravia, y debería tomarlo en consideración. De haberlo hecho, ni el episodio del Circeo ni el de Cinecittà le habrían parecido dos episodios cristalinos, transparentes, cortados, cerrados y absolutos sino dos confusas, magmáticas, desordenadas, irreductibles y babeantes «muestras» de una calidad de vida. Y a Moravia le habría sido imposible, por tanto, proseguir con su comparación novelesca entre ambas, tan hábil, incisiva y en el fondo tan llena de buen humor. Pues Moravia juega con los datos puramente externos: los contornos del relato. El contenido se reduce a cifra. No mostraré aquí mi patente de entendido en el caso (patente obtenida a través de mi modo de vivir) que me ha ofrecido la oportunidad de mirar a la cara cientos de veces durante cientos de noches a los protagonistas de centenares de episodios que prefiguran casos extremos y trágicos como los del Circeo y Cinecittà. Me limitaré a decir una sola cosa. Para Moravia (que lo leyó en los periódicos), Rosaria Lopez es una figura abstracta, como la «Mujer de los bastones» o un prósopon trágico (tal vez del teatro de arte): es la «Arrabalera». Y sobre esta base construye en parte su interpretación. Por el contrario, ¡mira tú por donde!, yo conozco desde hace años al hermano de Rosaria Lopez: es un chico muy angustiado y angustiante, al que le gustaría ser operador de cine y que tiene un coche de carreras rojo… Me limito, como se puede ver, a proporcionar dos datos claros y sencillos. Pero falta poco para sacar al menos una primera deducción sociológica.
Sabido todo esto (privado, y por ello concreto), llegamos a los puntos de interés general. Primero, porque se refieren en general a la civilización del consumo y a sus genocidios, y luego, porque afectan a mis «modestas proposiciones» de suspender la escuela obligatoria y la televisión. Sobre el primer punto, Moravia comete dos errores, debidos a inferencias que hace de mis textos, inferencias debidas, a su vez, a que Moravia atribuye mayor importancia a lo que no digo y él adivina que a lo que digo.
A) Moravia, al reprocharme mi ingenua indignación contra el consumismo, confunde continuamente el consumismo en general con el consumismo italiano aunque ha comprendido perfectamente mi obsesiva y por otra parte bastante evidente distinción entre los dos fenómenos. Ahora bien, si me reprochase una ingenua indignación contra el consumismo en general, tendría razón. Pero que demuestre que me indigno contra el consumismo en general; es decir: que aporte un texto mío que contenga una indignación semejante. En realidad, en lo que concierne a la fase consumista del capitalismo mundial yo pienso exactamente lo mismo que Moravia. Si, por el contrario, me reprocha una ingenua indignación contra el consumismo italiano, entonces se equivoca. Porque sin indignación sería imposible hablar de ello. Hay que excluir la posibilidad de la objetividad cuando la gestión de la revolución consumista ha sido manipulada por los gobiernos italianos de un modo y en un contexto criminales. Que Moravia me demuestre lo contrario.
B) Moravia dice que el aburguesamiento consumista no elimina las clases sociales. Pero que me demuestre que yo haya dicho nunca semejante estupidez. Que aporte un texto mío que contenga semejante estupidez. El aburguesamiento forma parte de la lucha de clases. Por esto he citado hasta la obsesión las expresiones de Marx «genocidio» y «genocidio cultural». La clase dominante, cuyo nuevo modo de producción ha creado una nueva forma de poder y, por consiguiente, una nueva forma de cultura, en estos años en Italia ha procedido al más completo y total genocidio de las culturas particularistas (populares) que recuerde la historia italiana. Los jóvenes subproletarios romanos han perdido «he de repetirlo por enésima vez?) su «cultura», es decir, su modo de ser, de comportarse, de hablar, de juzgar la realidad: se les ha proporcionado un modo de vida burgués (consumista): han sido, clásicamente, destruidos y aburguesados. Su connotación clasista es ahora, pues, puramente económica, ya no es también cultural. La cultura de las clases subalternas ya (casi) no existe: existe tan sólo la economía de las clases subalternas. He repetido ya una infinidad de veces en estos malditos artículos míos que la atroz infelicidad o la agresividad criminal de los jóvenes proletarios y subproletarios se deriva precisamente del desequilibrio entre cultura y condición económica: de la imposibilidad de realizar (salvo miméticamente) modelos culturales burgueses a causa de la persistente pobreza enmascarada por una mejora ilusoria del nivel de vida.
Pasemos entonces a la escuela obligatoria y a la televisión. Vaya por delante que mis «dos modestas proposiciones» de abolición pretendían claramente referirse a una abolición provisional. Decía, en aras de la exactitud, «en espera de tiempos mejores, es decir, de otro desarrollo. Este es el nudo de la cuestión». En otras palabras: convocaba al PCI, a las mejores fuerzas de la izquierda, etcétera, cuyo interés por una reforma radical de la escuela y de la televisión no debería ser puesto en duda: pues es algo esencial para la transformación del «desarrollo».
En espera de esa reforma radical, sería mejor abolir (sé que es utópico, pero estoy firmemente convencido de ello) tanto la escuela obligatoria como la televisión: porque cada día que pasa es fatal tanto para los escolares como para los telespectadores…
En este punto estoy completamente de acuerdo con Moravia, como él está completamente de acuerdo conmigo. Pues mi propuesta de «abolición» -una vez más- no es sino la metáfora de una reforma radical: y Moravia y yo compartimos ciertamente las mismas ideas a propósito de esa reforma.
Ayer mismo, improvisando en un debate con enseñantes en un seminario celebrado en Lecce, esbocé la que, en mi opinión, debería ser la escuela obligatoria; y dije casi punto por punto justamente las mismas cosas que Moravia (añadí, como materias de esta nueva escuela obligatoria, la escuela guía, con anexos de urbanidad en la calle, problemas burocráticos de todo tipo, elementos de urbanismo, ecología, higiene, sexo, etcétera. Y, sobre todo, añadiría, muchas lecturas, muchas lecturas libres libremente comentadas).
En cuanto a la televisión, mi propuesta de reforma radical es ésta: es necesario hacer una televisión abierta a los partidos, es decir, culturalmente pluralista. Es el único modo de que pierda su horrendo valor carismático, su intolerable oficialidad. De lo contrario, los partidos -como es bien sabido- se descuartizan en el seno de la televisión, detrás del escenario, repartiéndose (hasta ahora abyectamente) el poder televisivo. Se trataría, pues, de regular y sacar a la luz esta situación, convirtiéndola así en democrática. Cualquier partido debería tener derecho a sus emisiones. De este modo cualquier espectador sería llamado a escoger y a criticar, es decir, a ser coautor, en vez de ser un miserable que ve y escucha, tanto más reprimido cuanto más adulado. Cualquier partido debería tener derecho, por ejemplo, a su informativo; para que el telespectador pueda escoger las noticias o compararlas con las otras dejando así de sufrirlas. Añadiré, además, que cualquier partido debería gestionar también los demás programas (tal vez proporcionalmente a su representación en el Parlamento). Nacería una estupenda competencia, y el nivel de los programas (también el espectacular) subiría de golpe. Voilà.

APÉNDICE

Si el atribuirme novelescamente un odio teológico contra el consumismo en general, como fenómeno tardío del capitalismo -atribución, repito, injusta porque mi odio teológico se dirige por entero contra el consumismo italiano, del mismo modo que no se dirige contra la televisión, sino contra la televisión italiana, no contra la escuela obligatoria sino contra la escuela obligatoria italiana– me hace merecedor por parte de Moravia del calificativo de prerrafaelita, ya es algo. En otra ocasión, Moravia me trató de católico (como si los católicos, por definición, se indignasen, fuesen quijotescos o descubriesen alguna vez el flanco). Prerrafaelita es ya un calificativo de transición hacia eso que, en lo que a mí se refiere, considero justo: es decir, reformista, luterano, si se puede atribuir algún significado a estos calificativos novelescos.

Il Corriere della Sera, 29 de octubre de 1975.

Le mie proposte su scuola e Tv 

Anche Moravia mi onora deile sue illazioni. Sono illazioni di uomo intelligente, si sa; ma si sa anche che egli prova il «piacere del testo» solo a patto, come ogni autore del resto, di romanzarlo.
In quanto romanziere egli ha visto nell’episodio del massacro del Circeo e nell’aggressione di Cinecittà, appunto, due episodi. Cristallini, trasparenti, incisi, chiusi: rnicrocosmi a loro modo perfetti. Tanto è vero che, attraverso un simile «modello narrativo», egli può assimilare il massacro del Circeo al suo racconto del 1927 Delitto al circolo di tennis. Anch’io, analogamente, potrei assimilare l’aggressione sottoproletaria di Cinecittà all’aggressione dei quattro napoletani a Maddalena, la donna di Accatone (1961). Ma io so che l’aggressione dei quattro napoletani a Maddalena, la donna di Accattone, rispetto a quella dell’autunno del ‘75 a Cinecittà, è idillica: e rientra perfettamente in un codice di malavita in cui non è esclusa l’umanità. Anche Moravia dovrebbe accorgersi che il delitto al circolo di tennis, rispetto al delitto del Circeo dell’autunno 1975, è idillico: e nessuna reale relazione storica li unisce. Tra i due c’è un salto di qualità: salto di qualità che è dovuto all’enorme quantità. Un delitto che nel 1927 era espresso da un ambiente di élite, oggi è espresso da un ambiente di massa. II delitto gratuito «gidiano» è diventato un genere di consumo. Una scelta personale è diventata una coazione collettiva. Non è poco.
Moravia e il lettore guardino – nello stesso «Corriere» in cui è uscito lo scritto polemico sull’«abolizione» (no, non «abolizione»: «sospensione») della scuola d’obbligo – le fotografie dei quattro teppisti che hanno compiuto a Milano la stessa impresa dei sottoproletari di Cinecittà (rapina aggravata, ratto a fine di libidine, violenza carnale). Sono proletari milanesi, cioè già da un secolo e più rientrati nell’«ambiente vitale» della piccola borghesia. Il quadro dunque è completato.
Ma Moravia e il lettore aggiungano, con la loro fantasia, ai riquadri del «Corriere» contenenti le immagini dei quattro mascalzoni smascherati, i riquadri contenenti le immagini di tutti i possibili mascalzoni analoghi non smascherati. A mettere in fila tali riquadri non basterebbe la distanza tra Roma e Milano. Anzi, dirò di più: quei visi scavati, pericolosi, penosi, infelici, indecifrabili, scostanti, sinistri, deboli, presuntuosi, privi di alcuna connotazione di classe (in senso né positivo né negativo), sono in realtà i visi di tutta la «massa» della gioventù italiana com’è oggi.
Nel mio articolo con cui Moravia polemizza, l’avevo scritto ben chiaro: la «massa» dei giovani ignora il tradizionale conflitto interiore tra bene e male; la sua scelta è l’impietrimento, la fine della pietà; e ciò quasi per partito preso, aprioristicamente: sia che si tratti di delinquenti, sia che si tratti di bravi ragazzi infelici – l’infelicità non è una colpa minore, dicevo. Ma non pretendo che Moravia si interessi di ciò che sono in concreto i giovani oggi. Perché dovrebbe interessarsene? Egli non guarda le cose stando in mezzo, ma da lontano. Perciò il suo interesse non può riguardare la concretezza o la fisicità.
Io però dicevo anche, in quel mio articolo, che «occorrono migliaia di casi come quelli della festicciola sadica del Circeo o di aggressività brutale per ragioni di traffico, perché si realizzino casi come quelli de sadici pariolini o dei sadici di Torpignattara». Questo fatto statistico, sociologico, ideologico, doveva interessare invece Moravia, e doveva essere da lui preso in considerazione. Se ciò fosse avvenuto, sia l’episodio del Circeo sia l’episodio di Cinecittà non gli sarebbero apparsi come due episodi cristallini, trasparenti, incisi, chiusi, assoluti, ma come due confusi, magmatici, disordinati, irriducibili, sbavanti «campioni» di una qualità di vita. E sarebbe stato dunque impossibile a Moravia eseguire il confronto romanzesco tra i due, così abile, saettante, e in fondo così pieno di buon umore. Moravia infatti gioca sui puri dati esterni: i contorni del racconto. Il contenuto è ridotto a cifra. Non esibirò a questo punto la mia patente di intenditore in concreto: patente ottenuta attraverso il mio modo di esistenza, che mi ha offerto l’occasione di guardare in faccia centinaia di volte per centinaia di sere i protagonisti delle centinaia di episodi che prefigurano casi estremi e tragici come quelli del Circeo e Cinecittà. Mi limiterò a dire solo una cosa. Per Moravia (che l’ha letto nei giornali) Rosaria Lopez è una figura astratta, come la «Donna di Bastoni» o un prósopon tragico (magari da teatro dell’arte): essa è la «Borgatara». E su ciò egli costruisce parte della sua interpretazione. Io invece, guarda un po’!, conosco già da molti anni il fratello di Rosaria Lopez: è un ragazzo molto angosciato e angosciante, che vorrebbe fare l’operatore cinematografico e possiede una macchina da corsa rossa… Mi limito, come si vede, a fornire due dati puri e semplici. Ma ci vuol poco a trarre almeno qualche prima deduzione sociologica.
Premesso tutto questo (privato e perciò concreto), veniamo ai punti di interesse generale. Prima, per quanto riguarda in genere la civiltà dei consumi e i suoi genocidi, e poi per quanto ríguarda le mie due «modeste proposte» di sospendere la scuola d’obbligo e la televisione. Sul primo punto, Moravia commette due errori, dovuti alle illazioni sui miei testi. Illazioni dovute a loro volta al fatto che Moravia attribuisce maggiore importanza a ciò che non dico, e che egli indovina, che a ciò che dico.
A) Moravia nel rimproverarmi la mia ingenua indignazione contro il consumismo, confonde continuamente il consumismo in generale col consumismo italiano; benché egli abbia perfettamente capito la mia ossessiva e peraltro abbastanza ovvia distinzione tra i due fenomeni. Ora, se egli mi rimproverasse un’ingenua indignazione contro il consumismo in generale, avrebbe ragione. Ma mi provi che io mi indigno contro il consumismo in generale: produca cioè un mio testo contenente una simile indignazione. In realtà, per quanto riguarda la fase consumistica del capitalismo mondiale io la penso esattamente come Moravia. Se invece egli mi rimprovera un’ingenua indignazione contro il consumismo italiano, allora egli ha torto. Perché senza indignazione sarebbe impossibile parlarne. È da escludere la possibilità dell’oggettività, quando la gestione della rivoluzione consumistica è stata manipolata dai governanti italiani in un modo e in un contesto criminale. Moravia mi provi il contrario.
B) Moravia dice che la borghesizzazione consumistica non abolisce le classi sociali. Ma mi provi che io ho mai detto una simile sciocchezza. Mi produca un mio testo dove sia contenuta una simile sciocchezza. La borghesizzazione fa parte della lotta di classe. Ed è per questo che io ho citato e cito fino all’ossessione l’espressione di Marx «genocidio», «genocidio culturale». La classe dominante, il cui nuovo modo di produzione ha creato una nuova forma di potere e quindi una nuova forma di cultura, ha proceduto in questi anni in Italia al più completo e totale genocidio di culture particolaristiche (popolari) che la storia italiana ricordi. I giovani sottoproletari romani hanno perduto (devo ripeterlo per l’ennesima volta?) la loro «cultura», cioè il loro modo di essere, di comportarsi, di parlare, di giudicare la realtà: a loro è stato fornito un modello di vita borghese (consumistico): essi sono stati cioè, classicamente, distrutti e borghesizzati. La loro connotazione classista è dunque ora puramente economica e non più anche culturale. La cultura delle classi subalterne non esiste (quasi) più: esiste soltanto l’economia delie classi subalterne. E ho ripetuto già un’infinità di volte in questi miei maledetti articoli che l’atroce infelicità o aggressività criminale dei giovani proletari e sottoproletari deriva appunto dallo scompenso tra cultura e condizione economica: dall’impossibilità di realizzare (se non mimeticamente) modelli culturali borghesi a causa della persistente povertà mascherata da un illusorio miglioramento del tenore di vita.
Passiamo ora alla scuola d’obbligo e alla televisione. Intanto va detto che le mie «due modeste proposte» di abolizione intendevano chiaramente riferirsi a una abolizione provvisoria. Dicevo, per la precisione: «in attesa di tempi migliori: cioè di un altro sviluppo – ed è questo il nodo della questione». In altre parole chiamavo in causa il Pci, le migliori forze di sinistra ecc., il cui interesse per una radicale riforma della scuola e della televisione non dovrebbe essere messo in dubbio: se è essenziale alla trasformazione dello «sviluppo».
In attesa di una tale radicale riforma, sarebbe meglio abolire (lo so che è utopistico, ma ne sono lo stesso fermamente convinto) sia la scuola d’obbligo che la televisione: perché ogni giorno che passa è fatale sia per gli scolari che per i telespettatori…
A questo punto mi ritrovo perfettamente d’accordo con Moravia, come egli del resto si ritrova perfettamente d’accordo con me. Infatti la mia proposta di «abolizione» – ancora una volta – non è che la metafora di una radicale riforma: e Moravia e io, a proposito di tale riforma, non possiamo certo che avere le stesse idee.
Soltanto ieri, improvvisando a un dibattito con degli insegnanti –  in un seminario tenuto a Lecce –  delineavo quella che secondo me dovrebbe essere la scuola d’obbligo: e dicevo appunto quasi esattamente le stesse cose di Moravia (aggiungevo, come materia di tale nuova scuola d’obbligo, la scuola guida, con annesso galateo stradale, problemi burocratici di ogni tipo, elementi di urbanistica, ecologia, igiene, sesso, ecc. E soprattutto, aggiungerei, molte letture, molte libere letture liberamente commentate).
Quanto alla televisione la mia proposta di radicale riforma è questa: bisogna rendere la televisione partitica e cioè, culturalmente, pluralistica. È l’unico modo perché essa perda il suo orrendo valore carismatico, la sua intollerabile ufficialità. Inoltre, i partiti – com’è ben noto – si sbranano all’interno della televisione, dietro le quinte, dividendosi (finora abiettamente) il potere televisivo. Si tratterebbe dunque di codificare e di portare alla luce del sole questa situazione di fatto: rendendola così democratica. Ogni Partito dovrebbe avere diritto alle sue trasmissioni. In modo che ogni spettatore sarebbe chiamato a scegliere e a criticare, cioè a essere coautore, anziché essere un tapino che vede e ascolta, tanto più represso quanto più adulato. Ogni Partito dovrebbe avere il diritto, per esempio, al suo telegiornale; perché il telespettatore possa scegliere le notizie, o confrontarle con la altre, cessando dunque di subirle. Inoltre direi che ogni Partito dovrebbe gestire anche gli altri programmi (magari proporzionalmente alla sua rappresentanza al Parlamento). Nascerebbe una stupenda concorrenza, e il livello (anche quello spettacolare) dei progranmi, salirebbe di colpo. Voilà.

APPENDICE

Se l’attribuirmi romanzescamente un odio teologico contro il consumismo in generale, come fenomeno seriore del capitalismo (attribuzione, ripeto, ingiusta, perché il mio odio teologico va tutto contro il consumismo italiano, come esso non va contro la televisione, ma contro la tevisione italiana, non contro la scuola d’obbligo, ma contro la scuola d’obbligo italiana) mi fa meritare da parte di Moravia la qualifica di preraffaellita, è già qualcosa. In altra occasione Moravia mi aveva dato del cattolico (quasi che i cattolici per definizione si indignassero, o fossero donchisciotteschi, o scoprissero qualche volta il fianco…). Preraffaellita è già una qualifica di passaggio verso quella che, quanto a me, riterrei giusta: cioè riformista, luterano, se fosse attribuibile qualche significato a queste qualifiche romanzesche.

«Corriere della Sera», 29 ottobre 1975

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