Un punto de encuentro para las alternativas sociales

La obra de E.H. Carr sobre la Rusia soviética

Pepe Gutiérrez-Álvarez

Después de pasar por una época en la que parecía cobrar vida aquella pesadilla que describía Trotsky en su inacabado Stalin, y en la que se preguntaba sobre lo que podría haber ocurrido en el caso de que once de los doce apóstoles de Jesús hubieran tomado partido por Judas, no estará de más recordar que existieron ejemplos –y existirán sin duda- de conservadores que toman partido por le comunismo y la revolución…Estoy hablando de Edward Halleath Carr (1), quien además de ser un marxista tardío puede ser justamente considerado como  uno –sino el que más- de los historiadores más exhaustivos y riguroso sobre la compulsiva historia de la Rusia Soviética, tema al que dedicó buena parte de su vida, y que apareció publicada en castellano en la segunda mitad de los años setenta, en una fase en la que autores como Carr, se imponían tanto a la escuela de falsificaciones oficialistas que comenzó a instaurarse en la URSS después de la muerte de Lenin, y a la “sovietología” dedicada a descalificar una experiencia en la que querían ver el estigma totalitario como algo inherente a su propia existencia…

La monumental Historia de la Rusia Soviética, a la que el célebre historiador británico dedicó aproximadamente un tercio de su larga existencia (2). La última entrega se cerró con la edición del estudio sobre las relaciones exteriores de la Rusia soviética durante los años que van desde 1926 a 1929, concluye la entrega del cuarto apartado, cuyo título general es “Bases de una economía planificada”. Sobre la importancia de esta obra escribió muy tempranamente (1954). Isaac Deutscher que fue posiblemente el crítico que más influyó sobre E.H. Carr: “El mérito notable de Carr consiste en que él ha sido el primer genuino historiador del régimen soviético, Ha emprendido una tarea de enorme alcance ya gran escala (,..) Contempla la escena con la imparcialidad del que está, si no au-dessus de la melée, al menos au-delá de la mêlée. Desea dejar a sus lectores la comprensión, y él mismo investiga los hechos y las tendencias, los árboles y el bosque. Es tan austeramente concienzudo y escrupuloso como penetrante y agudo. Tiene instinto especial para ver el esquema y orden de las cosas, y presenta sus hallazgos con lucidez. Su Historia tiene que ser estimada como un logro verdaderamente notable (3) .

La Historia del profesor Carr cobró en su momento nuevos relieves en un momento como el presente en el que con la reedición de la “guerra fría”, la cuestión del comunismo y de la URSS ha recobrado sus añejas con­notaciones demoníacas, y en la que -como ya ocurrió en los años cincuenta­ una hornada de antiguos liberales izquier­distas renegados se citan a la hora de des­calificar como “muy sospechosa” una obra como la suya en la que se ve el perverso deseo de justificar la URSS, la actuación de un falso demócrata y científico a la manera de los viejos “compañeros de viaje” (cate­goría de la que formaron a veces la peor parte algunos de los anticomunistas más furibundos de la época), y lo en el mejor de los casos, de un “ingenuo optimista” ante las conquistas del sistema soviéticos. El propio Carr en una de sus contadas decla­raciones públicas ha replicado con vigor estas acusaciones y ha subrayado su tras fondo (4).

Uno de los méritos incuestionables de Carr es de por sí la propia obra. Se trata, sin lugar a dudas, del trabajo más documentado y riguroso que se ha escrito hasta el momento sobre la formación de la URSS y su publicación marca un antes y un des­pués en una bibliografía que por su ampli­tud sobrepasa a cualquier otro aconteci­miento del siglo, y dentro de la cual el capítulo de los que merecen el olvido es muy superior a los títulos imperecederos. El mérito siguiente radica en el equilibrio ana­lítico del autor, tiene su capacidad para no ceder a más presiones que las exigidas de su propia y exhaustiva investigación. Se puede hablar en este sentido de un tour de force gigantesco no sólo por la extrema amplitud de la empresa cuya complejidad desbordó el proyecto inicial de ocho volú­menes, sino también del esquema mental de un hombre que empezó su viaje como un conservador opuesto a la utopía revolu­cionaria y lo concluyó dominando una con­cepción de la historia renovada tal como se manifiesta en su obra teórica ¿Qué es la his­toria?, que “representó en su época un valiente ataque contra las ortodoxias de la “guerra fría” y durante dos decenios ha gozado de merecido renombre por ser la crítica más radical y accesible de los su­puestos que subyacen en la práctica histó­rica ortodoxa. Es una mezcla rara de ele­gancia de viejo estilo y compromiso con el cambio revolucionario”(5).

El propio Carr estima en el prefacio de uno de sus volúmenes que todavía queda mucho por hacer, particularmente en lo que se refiere a los problemas de la política exterior soviética ( no en vano su obra pós­tuma tiene como eje el VII Congreso del Komintern), sobre la que existe una inmensa documentación dispersa en los archivos de numerosos países (por ejem­plo, todavía se está por escribir un estudio serio sobre el papel de la URSS en la España de los años treinta), sobre todo en los soviéticos que, como es sabido, tienen bloqueado su acceso. Esto último ha obli­gado a Carr a investigar en base a un material por lo general ya conocido, proble­ma que en opinión de expertos como Isaac Deutscher, Carr ha resuelto, pudiendo afir­mar que ((es dudoso que los archivos, cuando sean abiertos, obliguen al historia­dor a revisar fundamentalmente el cuadro que ahora puede formar sobre la base de los materiales ya publicados (6). En otro de sus prefacios Carr hace constar las incon­veniencias pero también las ventajas que conlleva analizar un tiempo históricamente tan próximo: en pocas vicisitudes históricas se reflexionó tanto y tan abiertamente sobre los hechos, y nunca una dirección revolucionaria ha poseído una conciencia histórica tan extremadamente desarrollada como la tuvo la élite militante y dirigente del bolchevismo y del primer comunismo internacional.

En su concepción inicial, que tan clara­mente se trasluce en los tres primeros tomos de la obra, Carr es un historiador tra­dicional, especialmente interesado en las instituciones -por ejemplo, se explaya con particular interés en la Constitución sovié­tica y en los problemas diplomáticos, en tanto que los grandes aspectos de las ideas revolucionarias quedan relegados a peque­ños capítulos aparte-, y asiste con cierto estupor a los grandes avatares revolucionarios, a las impresionantes acciones de masas, y se orienta hacia los problemas de la construcción del Estado. Esto resulta bastante más claro en los primeros volúme­nes es lo que se encuentran grandes lagu­nas. Algunas de ellas se refieren a corrientes políticas importantes como la de los partidos que se reclamaban del socia­lismo, otras q acontecimientos como el de Kronstadt de 1921 que “iluminaron la realidad como un relámpago la noche” (Lenin), y otras realidades por lo general poco consideradas pero de indudable importancia como lo fueron la vida cotidia­na, los intentos de emancipación de la mujer o la integración de la cultura judía. El  lector interesado en todas estas cuestiones tendrá que buscar necesariamente lecturas complementarias (7). Acusaciones similares se han hecho a los apartados siguientes respecto a la importancia de la Oposición de Izquierda, pero esto resulta ya a nuestro juicio más discutible.

Como hemos señalado más atrás, Carr opera un auténtico tour de force para escapar de una concepción de la historia en la que no habría margen o en la que los márgenes serían muy estrechos. No hay duda que hay la tentación de una explica­ción institucional -la revolución encontró su raison d’étre cuando halló su raison d’ Etat-, que ha seducido a tantos historia­dores. Según esta explicación, y al igual que ocurrió con otras grandes revoluciones, la época institucional y burocrática fue la continuación objetivamente inevitable de la época heroica de la revolución. Dicho con otras palabras: Stalin fue el realismo y Trotsky la utopía. Quizás sea este el problema más complejo y difícil que se le presenta a todo el que trata de analizar el proceso revolucionario soviético, y repre­senta una auténtica piedra de toque a la que buena parte de especialistas trata de eludir o de zanjar en función de un parti pris. Carr se enfrenta con el problema con valor y rehuye cualquier simplificación.

Desmantela minuciosamente todas las con­cepciones doctrinarias que hacen concluir el ciclo revolucionario en una fecha tópico: con Brest-Listovk (los eseristas de izquier­da), en 1920-1921, fechas de la represión del Ejército insurgente de Ucrania de Maknó y de la insurrección de Kronstadt (definitorias para la escuela anarquista), instauración de la NEP (para los consejis­tas), fallecimiento de Lenin, expulsión de Trotsky, etc…Para Carr está claro que existe una simultaneidad, una continuidad y una negación, pero trata más de investi­gar los hechos que de sacar conclusiones. No descarta – en su famosa entrevista para la New Left Review– que hay un cambio cualitativo trascendental en la década ulte­rior a la que comprende su estudio, pero sigue manteniendo su ponderación subra­yando las dificultades para analizar todo lo que ocurrió.

A lo largo de toda la Historia, Carr atenúa su inclinación hacia una historia hecha para arriba y no para abajo. En este esquema hayal mismo tiempo un imperativo objetivo y una opción reformada por parte del autor. No hay que olvidar que Carr, apegado al protagonismo de la documenta­ción, se encuentra con un material escrito verticalmente, o sea en el que la historia es hecha por los grandes personajes. Los soviets, por ejemplo, aparecen como núcleos activos y bulliciosos encabezados por grandes cabezas. Luego no se hace notar su desvanecimiento y la caída de estas grandes cabezas (en especial la de Trotsky) parece ser producto de condiciones ajenas a la decadencia del mo­vimiento de masas. El Estado y los gober­nantes no aparecen, a nuestro juicio, claramente vinculados a la sociedad ya los movimientos sociales. Naturalmente” este método resulta tanto más insuficiente cuando lo …que se está estudiando es una revolución, dicho de otra manera, la quiebra de un Estado ante el embate de una movilización de masas impresionante. Como dijo Lenin, una revolución social se produce cuando hasta los sectores sociales más atrasados quieren hacer valer sus exigencias políticas. Naturalmente, Carr no ignora esto, pero se acerca a ello con la mentalidad de un profesor apasionado por las medidas políticas. Entiende que, inexo­rablemente, la utopía tiende a convertirse en un gobierno estable.

Como toda obra maestra, la de Carr es susceptible de muy diversas lecturas y su esquema va asumiendo mayor grado de matización y de complejidad en la medida en que avanza. Esto resulta perceptible en el capítulo de los personajes protagonis­tas, quizás porque en el retrato que ofrece planean la influencia de las famosas bio­grafías de Stalin y Trotsky que escribió Deutscher y que para Carr son lo más capacitado que se ha escrito sobre la historia de la URSS.

Se ha dicho con cierta insistencia que hay un culto en Carr hacia Lenin -alguien dijo que ocupaba en la obra un papel análogo al que juega Julio César en la Historia de Roma de Mommsen-, y que tiende a justificar al propio Stalin. Esto es un disparate” a menos que se contemple con ojos como los de David Shub o de Robert Conquest (al que Martin Amis lee de rodillas ante el gozo de los expertos mediáticos tipo Antonio Elorza), para los que Lenin fue ante todo el antecesor de Stalin y éste último la simple encarnación del mal. También en este apartado hay mucho que decir y serían necesarias más reflexiones para comprender la posición de Carr. Conocido es el debate (indirecto) que Deutscher desarrolla con Trotsky sobre e carácter imprescindible de Lenin, que para el historiador anglopolaco viene a ser una subestimación del propio Trotsky y una concesión de éste al culto leninista. Carr no entra en la polémica, sin embargo en la obra la figura de Lenin predomina el escenario de la revolución y el Estado, y parece que es esta acción la que justifica su actuación previa a la revolución. Su Lenin es ante todo un gran hombre de Estado y mucho menos un revolucionario, un gran negador, Es esta tendencia de Carr la que ha hecho que su descripción de Stalin hayal aparecido como suave (si no positiva) paral muchos comentaristas, aunque está claro que no esconde ninguna de las deforma­ciones, barbaridades y traiciones del “teórico” del “socialismo en un sólo país”, una idea que por lo demás, es plenamente deudora de la fase más moderada de Nikolai Bujarin.

También puede aparecer que hay una cierta tendencia en ver las huellas de éste en el período leninista.

Esta orientación se hace más nítida a la hora de juzgar actuaciones políticas como el tratado de Rapallo, la revolución inter­nacional o actitudes como la de Trotsky que renuncia a emplear su autoridad en el Ejército Rojo para desplazar del poder a unos adversarios que no se caracterizaban precisamente por su limpieza política. Las tremendas dificultades con que se encontró el proceso revolucionario -la guerra civil, las malas cosechas, el desco­yuntamiento de la clase obrera, etc- , llevó a la dirección bolchevique un poco a quemar todo lo que antes adoraban y adorar lo que antes quemaban. En este contexto hay que situar actuaciones como la de Kronstadt, la prohibición de las ten­dencias organizadas y la búsqueda de salidas internacionales. Deutscher ve un marcado pesimismo en la incomprensión en Carr; éste plantea que también puede ocurrir un poco lo contrario: que Deutscher fuera excesivamente optimista. La cuestión es compleja, y el hecho es que Carr nunca fuerza los datos en pro de una argu­mentación apriorística. Lo mismo se puede decir de su actitud ante el drama de la re­volución mundial. Su estudio revela la grave incorrespondencia existente entre el planteamiento revolucionario y la realidad objetiva.

Los bolcheviques que se enfren­taron ante la gigantesca tarea de una In­ternacional para la revolución aquí y ahora, se dieron de bruces con una situación infinitamente más compleja que la de 1917 y su sustituismo involuntario de primera hora evidenciaba las carencias de los grupos revolucionarios locales. Aquí el bosque es particularmente espeso, y asombra la capa­cidad de Carr para al menos no perderse en sus vericuetos más inesperados aunque mantiene una notable sensación de des­bordamiento seguramente inevitable ante una tarea imposible de abarcar en el actual estadio de la documentación y de investi­gaciones realizadas. También es compren­sible la sensación de que la trascendencia y la importancia política de la Oposición de Izquierda desfallece ante la inclinación ins­titucionalista del autor.

Sin embargo, hay que considerar que Carr se atiene a los años veinte y que los pesos y medidas no pueden los mismos que los que tendrían que comprender una extensión de la histo­ria hacia la década siguiente en la que el dilema entre la instauración del “socialis­mo en un sólo país” y la “revolución per­manente” apareció con mayor nitidez, sobre todo con el ascenso resistible del nazismo y los desastres de los frentes po­pulares. El balance que se desprende del conjunto de la obra es una visión detallada y concienzuda de una revolución que planteó la actualidad del socialismo, pero que no lo pudo resolver. Detalles de mayor o menor importancia podrán ser cues­tionados en su tratamiento, pero difícil­mente alguien podrá hablar de falsificación, deformación o amputación. Se pueden encontrar lagunas y errores en los enfo­ques, pero no se podrá subestimar el he­cho de que la obra de Carr sea la primera auténtica visión de conjunto de la formación del Estado soviético, la primera que trata de abarcar tanto los hechos revo­lucionarios y antirrevolucionarios, de las instituciones -incluidas las menos favore­cidas habitualmente por la mirada del his­toriador- y las personas, de las organiza­ciones y las ideas…

Cuando se ha cumplido cerca de siete décadas desde aquel 1917 que todavía conmueve al mundo, del acontecimiento más trascendente y subversivo del siglo, el querer aproximarse con el máximo rigor y honestidad a su verdad, a su rico y complejo significado -el primero de los cuales es que la revolución socialista es posible y necesaria-, viene a ser tan difícil como lo pudo ser en la época el hacerlo sobre revoluciones que, como la inglesa de Cromwell y los puritanos o la francesa de 1789, señalaron el comienzo de una nueva era, No podemos por menos que conside­rar como un síntoma de su vigencia “subversiva” el hecho casi inaudito de que, después de todo el tiempo transcurrido, no se haya producido en el país en donde ocurrió -y por extensión en todo el “‘campo socialista”- ni una sola aportación histórica digna de mención, y que los personajes que se opusieron rotundamente a Stalin sigan siendo un “tabú”, También resulta ilustrativo que sea desde la disiden­cia interna donde hayan surgido las prime­ras aportaciones de gran valor (8).

Tampoco resulta mucho más relevante la bibliografía producida por los adversarios del bolchevismo, Se pueden encontrar diversos testimonios importantes en la de­recha, así como entre los mencheviques y los anarquistas (9), pero en ningún caso una obra decisiva. Tampoco es diferente el caso de la historiografía occidental, que si bien no ha pecado de omisiones sí lo ha hecho por una continúa labor de amputa­ción tendente a descalificar la obra revolu­cionaria. Incluso en los casos más notorios de esta última escuela se trata de títulos que no han soportado nunca la prueba del tiempo. Efectivamente, nadie se acuerda actualmente de los producidos durante la primera guerra fría y no se dan en estos momentos aportaciones para que sean recordadas en el porvenir, Este carácter perecedero ha resultado especialmente breve en el caso de los diversos revisionis­mos” post-estalinianos. La más estricta versión  kruschoviana duró exactamente una década, y las rectificaciones ulteriores siguen manteniendo lo esencial del viejo manual de Stalin–Jdanov con la particulari­dad de que Stalin, aunque pasa a un segundo plano sigue ostentando la repre­sentación del “leninismo” (10) , Tampoco ha sido muy diferente el destino del maoísmo europeo, sobre todo del notable esfuerzo que desarrolló especialmente Charles Bettelheim, todo un andamiaje que le permitieran encontrar las fórmulas metodológicas puras y “‘correctas” para producir una versión en la que el “marxismo leninismo” de Mao apareciera como la “superación” de un balance global en el que el saldo de Stalin resultaba obligatoriamente positi­vo. Tras la muerte de Mao, el propio Bettelheim operaría un notable giro anti­estalinista que ponía por tierra su propia obra sobre la URSS, y denuncio el estalinismo sin piedad (11).

Un caso muy di­ferente ha sido el de la escuela “trotskista”, en la que no solamente sobresalen Trotsky y Deutscher sino también un buen número de escritores políticos e historiadores de gran valor .

En este cuadro, la Historia de la Rusia soviética de Carr tiene una primacía apenas compartida, Se mantendrá al cabo del tiempo como un hito incuestionable a pesar de las iras de la nueva derecha. Todos los que quieren conocer lo que ocurrió en Ru­sia entre 1917 y 1929, todos los historiado­res honestos, se verán obligados a volver sobre ella (12). De muy pocas empresas simila­res se puede decir lo mismo. La pena es que esta titánico esfuerzo resultó sepultado por la ola conservadora de los años ochenta, y en la cual emerge –desde Francia, “faro” del pensamiento neoliberal- una historiografía que se afirma a partir de Alexander Soljenitsin, y cuya máxima expresión será El pasado de una ilusión, de François Furet, que sigue el camino inverso al de Carr. Comunista (estalinista) que se convierte a las ideas dominantes, y que aboga por desplazar la izquierda desde el antifascismo hacia el anticomunismo. Historiográficamente es actualmente un autor que no se aguanta, pero no hay más que ver el estado de la izquierda transformada para percibir que su influencia en este punto sigue siendo muy considerable.

NOTAS:

—(1) La obra está dividida en cuatro partes con un total de 14 tomos que Alianza Universal empezó a publicar en 1972. La primera parte, La revolución bolchevique (1917-1923) consta de tres volúmenes. Le sigue El interregno ( 1923­1924), en uno solo, Prosigue con El socialismo en un sólo país ( 1924-1926) con cuatro. La última parte es la más amplia con siete tomos bajo el título común de Bases para una econo­mía planificada (1926-1929), en los que también ha trabajado R, W, Davles, director del Centro de Estudios para Rusia y Europa Oriental de la Universidad de Birmingham.

—(2) E, H. Carr ( 1892-1982), fue educado en Trinity College, de Cambridge donde hizo una brillante carrera académica. En 1916 ingresó en el servicio diplomático británico y ocupó puestos de responsabilidad en París y Riga (Letonia). Al terminar la I Guerra Mundial tomó parte en el Congreso de Paz de Versalles junto con Arnold Toynbee. Ulteriormente fue nombrado asesor de la Sociedad de Naciones, cargo que le impulsó a una dura crítica del utopismo de la política bri­tánica desde 1919. Abandonó el cargo en 1936 para ocupar la cátedra Woodrow Wilson de Relaciones Internacionales de la Universidad de Cardiff (Gales). Influenciado por Reinhold Niebuhr (que crearía tras la II Guerra Mundial una escuela de pensamiento basado en el análisis del poder en el sentido de que la política es, en un sentido, siempre política de poder”. Carr criticó a los metafísicos de la Sociedad de Naciones y apoyó los acuerdos de Munich de 1938. Un breve paréntesis en su vida académica tuvo lugar desde 1941 a 1946, ocupando el cargo de subdirector del The Times. Desde este prestigioso diario conser­vador Carr reconoció los nuevos cambios en el reparto de los poderes en Europa y en el mundo y criticó la fe idealista de los norteamericanos en las Naciones Unidas. Aunque muy a su manera, Carr fue siempre un conservador adversario de las utopías. Por esta razón fue subestimado por quienes, como los discípulos de Bettelheim, lo consideraron ideológicamente incapacitado para ofrecer una visión “correcta” de la URSS,

—(3) En Herejes y renegados (Ed, Ariel, Barcelona, 1970, p, 110). El libro está prologado por Carr que se referirá a Deutscher en otros trabajos suyos (por ejemplo en 1917: Antes y después) y al que se refiere constantemente tanto en la revisión de parte de su Historia como en bastante de las notas de la obra, Durante las campañas de criticas contra su obra, Carr ha sido comparado con Deutscher. El hubiera considerado esto como un gran homenaje.

—(4) Véase al respecto la entrevista aparecida en la New Left Review de septiembre de 1977 y que aparece al final de la recopilación De Napoleón a Stalin publicada por Crítica,

—(5) Raphael Samuel en Historia popular y teoría socialista  (Ed, Crítica, Barcelona, 1984, p, 65)

—(6)  Deutscher, Ibidem, p.

—(7) La bibliografía sobre la mayoría de estos capítulos parciales es inmensa, aunque sé que en los casos mencionados no parece ser así, Son pocas las obras que enfocan la vida cotidiana (quizás la más interesante sea la de Anatole Kopp, Arquitectura y urbanismo soviéticos en los años 20 (Lumen, Barcelona, 1974), o la cuestión judía (para la que hay que leer la Historia del antisemitismo, de León Poliakov que editó Muchnick… Aunque no haya sido analizado a fondo no significa que tengan poca importancia, por ejemplo, el “desencanto” hebreo de la revolución tal como la encauzó un Stalin antisemita fue decisivo para que el sionismo se impusiera entre la importante iz­quierda judía.

—(8) En concreto la obra de Roy A, Medevev, No es ajeno a ello el hecho de que para éste la verdad sobre la historia de la URSS es un elemento para regenerar el socialismo y no para derrocarlo.

—(9) Entre los primeros sobresalen las Notas sobre la revolución de Nicolai Sujanov (hay una edición abreviada en Luis de Caralt), miembro del ala martoviana, y entre los segundos los escritos de Volin (La revolución desconocida) y de Pietr Archinoff (Historia del movimiento macknovista), pero en tanto que Sujanov sólo pretende ofrecer un retrato periodístico fiel, los anarquistas tratan de establecer un balance entre el bien y el mal siguiendo una línea que separa el autoritarismo del antiautoritarismo. Pero el gran historiador de la causa anarquista rusa es Paul Avrich: Los anarquistas rusos (Alianza, Madrid, 1967), Kronstadt 1921 (recientemente reeditada por Utopía Libertaria, Madrid, 2006)

—(10) Para una critica sobre estos revisionismos ver Ernest Mandel, 20 preguntas y 20 respuestas sobre la historia de la URSS, incluido en la recopilación Sobre la historia del movimiento obrero, Ed. Fontamara, Barcelona, 1980).

—(11) Sobre la pretenciosidad de la obra de Bettelheim el lector puede consultar el número extra de la antigua revista El Cárabo, ligada a la ORT y dirigida por Joaquín Estefanía que con el título de Tiempo de Stalin, y que puede considerarse como el canto del cisne de la tentativa de rehabilitar el estalinismo historiográfico. Los discípulos del estructuralista galo dividen la historiografía en tres campos fundamen­tales: el burgués, el trotskista y el marxista-leninista, o sea el correcto que ellos represen­tan. Carr es reconocido como un investigador incapacitado de “comprender” y Deutscher como un autor aplaudido por los universitarios anticomunistas. Bettelheim revisó drásticamente toda su obra “soviética” a raíz de la caída de la “banda de los cuatro” que había sucedido a Mao.

—(12) Actualmente lo más asequible es sin duda el magistral breviario que hizo el propio Carr con el título de La revolución rusa, 1917-1929, De Lenin a Stalin, reeditada por la colección de kioscos de Alianza, y luego por diversas colecciones de libros de kioscos. Como nota curiosa se puede decir que la primera influencia de Carr en una obra escrita en castellano fue en la de Juan García Diez, URSS, 1917-1929: de la revolución a la planifica­ción, Guadiana Publicaciones; Madrid, 1969, García Díez, posteriormente ministro de UCD, había sido militante del FLP. La obra es una buena síntesis escrita desde una posición prore­volucionaria.

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