El sentido de la democracia
Salvador López Arnal
Cornelius Castoriadis, Democracia y relativismo. Debate con el MAUSS. Mínima Trotta, Madrid, 2007, 98 páginas. Introducción y notas Jean Louis Prat; traducción: Margarita Díaz.
El Viejo Topo
Como indica Jean Louis Prat en su presentación, Democracia y relativismo tiene su origen en un debate público celebrado en 1994, entre Cornelius Castoriadis, fallecido tres años después, y redactores de MAUSS (Mouvement anti-utilitariste en sciences sociales). La trascripción fue efectuada por Nicos Iliopoulos y publicada en dos partes en la Revue du MAUSS, la primera con el título “La relatividad del relativismo” y la segunda como “La democracia”.
Puede interpretarse el debate como un comentario de texto a la cita de Castoriadis que abre el ensayo: la etimología de “democracia” nos remite a la dominación del demos, del pueblo, de las masas. Si no tomamos dominación en sentido formal, y es eso precisamente lo que deberíamos hacer según Castoriadis, el dominio real presupone poder decidir por nosotros mismos sobre nosotros mismos y sobre cuestiones esenciales, y hacerlo con conocimiento de causa. En estas cuatro últimas palabras se centra todo el problema de la democracia: “Con conocimiento de causa”. Ésta es la cuestión. Y la conclusión que de ello se deriva: no se trata de confiar el poder a una casta de burócratas incontrolados, ilustrados o no, incompetentes o no, sino en transformar la realidad social “de forma que los datos esenciales y los problemas fundamentales sean asequibles para los individuos y que éstos puedan decidir con conocimiento de causa”. ¿Les suena? Efectivamente, es la vieja aspiración de las diversas tradiciones socialistas, de todas ellas, en el ámbito político, en el piso superior de la metáfora arquitectónica marxiana.
El ensayo está, como dijimos, dividido en dos partes. La primera, “La relatividad del relativismo” (pp. 27-60), se centra en la discusión de una tesis histórico-política de Castoriadis. Existe una singularidad en la cultura griego-occidental, cuyo germen proviene de la sociedad clásica griega (Heródoto: “los egipcios son más sabios y sensatos que los griegos”), que irrumpe probablemente en Europa a partir de los siglos XI o XII, desarrollándose a partir del XVI (Las Casas, Montaigne, Montesquieu, Swift), que no tiene por qué ser necesariamente modelo para otras sociedades ni para futuros más o menos próximos, y que puede ser expresada brevemente así: la puesta en cuestión ininterrumpida de sí misma (El sabor epistemológico de la expresión y su posible influencia en formulaciones de textos políticos de Karl Popper no parecen una simple ensoñación). El requisito, además, es esencial: sólo él permite que exista un movimiento político, sólo él posibilita la verdadera política.
Como es obvio, la crítica de eurocentrismo se asoma rápidamente en el horizonte. Aunque la formulación tiene adverbios protectores, Castoriadis sostiene reiteradamente que, en medio del descalabro existente, la cultura occidental “es más o menos la única en el seno de la cual puede ejercerse una contestación y un cuestionamiento de la instituciones existentes” (p. 35). Aún más, una cultura, una sola cultura, reconoce la igualdad de las culturas, mientras que las restantes no la reconocen. Es la misma cultura que permite la pregunta sobre si se es o no eurocentrista, mientras que no son permitidas preguntas similares, sobre si uno es irano o islamo-centrista, en las correspondientes sociedades. Para Castoriadis, desde el punto de vista de la elección política, no todas las culturas son equivalentes. No hay un relativismo transitable en este punto.
Sin embargo, aunque sostenga que la verdadera influencia de Occidente es cada vez menor, “porque la cultura occidental, en tanto que cultura democrática en el sentido fuerte del término, es cada vez más débil” (p. 42), Castoriadis no defiende que Occidente deba transformar esas otras sociedades: no se trata de hacer europeos a africanos o asiáticos, sino que, en esas sociedades, “hace falta que algo vaya más allá, y que existe en el Tercer Mundo, al menos en ciertas partes, comportamientos, tipos antropológicos, valores sociales, significaciones imaginarias…que podrían ser incorporadas a este movimiento, transformándolo, enriqueciéndolo, fecundándolo” (p. 43).
En la segunda parte, “La democracia” (pp. 60-98), se discute principalmente, y con vigor admirable, la tesis de la naturalidad de la democracia. La opinión de Castoriadis es más bien la opuesta: “creo que existe una inclinación natural de las sociedades humanas a la heteronomía, y no a la democracia” (p. 61). Existe, en su opinión, una inclinación natural a buscar fuera de la actividad propia de los seres humanos (fuerzas trascendentales, ancestros, el darwinismo del mercado) un origen o garantía del sentido. De hecho, la democracia, entendida como auto-institución explícita, no como un régimen de consenso que puede darse en una sociedad muy jerarquizada, es un régimen improbable, frágil, y ello es demostración de su artificialidad.
¿Y qué es, pues, la democracia para Castoriadis? No es un procedimiento. La democracia entendida así, “no quiere decir nada” (p. 69). La democracia no es el paraíso, no es un régimen perfecto que esté inmunizado contra el error, la aberración, el crimen o la locura. Es un régimen político donde existen derechos, donde existe el habeas corpus, la democracia directa -“la democracia representativa no es democracia” (p.70)-, donde la transformación de las condiciones sociales y económicas permite la participación ciudadana, una sociedad libre, autónoma, que permita cambiar sus instituciones, y que necesita de instituciones que permitan la rectificación y el nuevo hacerse. Con un corolario no marginal: nadie nace ciudadano, uno se hace ciudadano. Para ello hay que aprender, y eso exige un régimen de educación.
Este apartado se cierra con una reflexión de interés sobre la tecnociencia contemporánea (pp. 97-98), que Castoriadis caracteriza del modo siguiente: “No se pregunta si hay necesidad, si se quiere. Se pregunta: ¿se puede hacer? Y si se pude hacer, se hace; y luego se encuentra la necesidad o se crea una”. Somos, debemos ser en su opinión, la primera sociedad en la que la autolimitación del avance de las técnicas y la ciencia se plantee no por razones religiosas o por imposición, sino por phrónesis, por prudencia en el sentido aristotélico del término.
Como no podría ser de otra forma, algunas formulaciones de Castoriadis apenas están desarrolladas. Ello entraña riesgos. Por ejemplo, cuando critica la noción marxiana de planificación racional entre los intercambios de las personas entre sí y con la naturaleza (“No sé muy bien qué sentido puede tener eso” (p. 33), cuando habla de la adopción de ideas, de orientaciones decididamente capitalistas por parte del movimiento obrero y particularmente por el marxismo (p. 47) o cuando habla, con mejorable formulación, de la “expropiación del movimiento obrero popular por el marxismo” (p. 59).
Esta edición española ha tomado como base los textos publicados en la Revue du MAUSS pero ha corregido errores y lagunas de la edición francesa y ha incorporado varias intervenciones omitidas. Constituye, por tanto, la edición más completa del debate. Por primera vez, una edición española supera una edición de la Francia republicana. Los buenos oficios de los afrancesados Rafael Miranda, Margarita Díaz, traductora del volumen, de Jean Louis Prat, autor de las documentadas notas y de la magnífica introducción que acompañan la edición, de Juvenal Quillet, de Jordi Torrent, cuya pulsión intelectual por todo lo humano es admirable sin límite perceptible, y de Juan Manuel Vera han sido decisivos para este regalo. Gracias por ello.
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