El hombre tranquilo
Carolina del Olmo
Minerva
John Berger me espera sentado en los escalones del vestíbulo del CBA jugando con el hijo de Marisa Camino. Me cuesta un triunfo llevármelo de allí, arrancarlo del ambiente extrañamente familiar que logra crear a su alrededor. Sin ir más lejos, el día antes, durante la concesión de la Medalla, consiguió borrar de un plumazo toda la solemnidad de este tipo de ceremonias. Berger hizo una emocionante lectura de fragmentos de su nuevo libro y, a pesar de la gran afluencia de público y de que fue una actuación seria y rebosante de amor por las cosas bien hechas, el ambiente fue casi casero: Berger le plantó un par de besos al Presidente del CBA cuando le impuso la medalla, agradeció sinceramente su colaboración a todo el personal con el que había trabajado durante el montaje de la exposición –cuyos nombres recordaba perfectamente–, y en todo momento rebosó buen humor.
Me lo llevo a un lugar tranquilo para hacer la entrevista. Nos sentamos, y veo que mira con curiosidad mi despliegue de grabadoras digitales y analógicas. Le explico que he tenido algunos problemas en el pasado y que prefiero ser precavida. Me dice que lo entiende. En cierta ocasión, lo llevaron a uno de esos cementerios de caídos en la I Guerra Mundial sembrados de pequeñas cruces blancas que abundan en Francia, con la intención de grabar material para un programa de radio. «La idea era que paseara por el cementerio yo solo y que fuera grabando lo que me venía a la cabeza mientras caminaba por entre las tumbas. Era febrero y hacía un viento y un frío espantosos, estaríamos a unos dieciocho grados bajo cero. Llegamos allí en un Jeep y el ingeniero de sonido y mi amigo, que estaba haciendo el programa, se quedaron en el coche y me dijeron “Venga. Toma el micrófono y habla cuando quieras”. Yo me fui alejando. Era un lugar encantado. A veces decía alguna cosa, otras caminaba en silencio. Continué hasta que ya no pude más. No llevaba guantes y se me estaban congelando las manos de sostener el micrófono. Volví al cabo de media hora. Ellos seguían en el coche con el motor en marcha y la calefacción encendida; me abrieron la puerta y les dije: “Sois unos cabrones” y ese tipo de cosas… Cuando ya nos alejábamos de allí, el ingeniero de sonido hizo algunas comprobaciones y descubrimos que no se había grabado nada. El frío había inutilizado la batería. En fin, tampoco fue grave; en realidad, no había mucho que decir».
En sus novelas y, en concreto, en la trilogía De sus fatigas, tanto el mundo del trabajo como la idea de unas fuerzas económicas que moldean la vida de la gente tienen una presencia fundamental, algo que llama poderosamente la atención en el panorama de la literatura actual, poblado de personajes que no parecen trabajar para vivir. ¿Se siente solo en el mundo literario contemporáneo?
No, no me siento solo, aunque lo que dice es bastante cierto. Pero hay mucha gente que está intentando crear cosas diferentes, y hay personas que, aunque pertenezcan al pasado, hicieron obras muy contemporáneas. Si entra en el estudio de un pintor y ve una reproducción de un cuadro de Velázquez colgada en la pared, puede estar segura de que para ese pintor Velázquez es su contemporáneo. En ese sentido, yo, que soy inglés, considero a Dickens un contemporáneo. Y si hablamos de Rusia, Chéjov y Gorki son mis contemporáneos. Por lo demás, en la actualidad también hay escritores con los que siento que tengo mucho en común. El primero que me viene a la mente es Eduardo Galeano. Tiene unos cuentos fantásticos: Las palabras andantes es un libro muy hermoso y muy contemporáneo. En España también tienen a Manuel Rivas, quien, por cierto, demuestra tener un gran sentido de la historia.
Sí, cierto, y también habla del campesinado, como usted, pero su obra no produce esa misma sensación de ser, por decirlo groseramente, una obra marxista sin pretenderlo, como la suya.
Y, ¿qué me dice de Italo Calvino?
No sé, no lo veo muy claro…
Lo que sí está claro es que, en general, los escritores no son muy conscientes, o incluso no lo son en absoluto, de lo que han hecho. Cuando me comenta la presencia de esas fuerzas económicas de la historia en mis novelas, las veo y creo que tiene razón, que están ahí. Pero no es una característica en la que haya pensado hasta que me ha hablado de ella. El tiempo que transcurre entre que Berger oye una pregunta y comienza a responder es inusitadamente largo, a veces pasan varios minutos en silencio y en ocasiones gruñe y resopla con los ojos cerrados antes de empezar a hablar… Al principio temo que mi inglés esté a punto de causarle un ataque de ira o de apoplejía. Pero no. Simplemente se toma en serio la entrevista y trata de elegir sus palabras.
Otro aspecto destacable de sus novelas y, en especial, de nuevo, de la trilogía De sus fatigas, es la construcción de los personajes, llamativamente realistas aunque la trama pueda no serlo. En Lila y Flag, por ejemplo, los protagonistas son jóvenes marginados, y da la sensación de que realmente sabe de lo que está hablando. ¿De dónde proceden esos personajes? ¿Son fruto de su experiencia personal?
Cuando un narrador de historias inventa personajes, muy poco es realmente inventado. Es decir, de la experiencia de observar y de escuchar –sobre todo de escuchar– a muchas personas distintas, surge, quizás, un solo personaje. De modo que, en vez de hablar de invención, sería más apropiado hablar de síntesis. Para responder a su pregunta no me queda otra opción que recurrir a una experiencia personal. No deja de ser una gran contradicción pero, cuando hablo con la gente o leo en público, soy consciente de que mi presencia personal impone bastante. Sin embargo, mi sentido de identidad propia, comparado con el de la mayoría de las personas que conozco, es muy débil. Me he sentido así desde siempre, desde que tenía cuatro o cinco años. Ésa es, creo, la razón por la que me resulta tan fácil, e incluso necesario, identificarme con los demás. No sólo porque me esté documentando, o porque sea un humanista o un tipo muy amable, sino porque realmente lo necesito. Una consecuencia evidente de esta peculiar condición es que no soy muy introspectivo, pero, a cambio, soy un gran observador. Observo a la gente y me entrego a ella con rapidez. Digamos que no puedo ponerme en sus zapatos, pero sí puedo seguir sus huellas.
Por lo general, sus libros utilizan un lenguaje fácilmente comprensible y, de hecho, parece que la claridad es uno de sus objetivos. Además, muchos de ellos tratan temas cotidianos. Sin embargo, suelen ser obras formalmente muy complejas: hay cambios constantes de narrador, mezcla de realidad y ensoñaciones, de prosa y verso… ¿Qué efecto pretende conseguir? ¿Encuentra limitaciones en el realismo formal más tradicional?
A veces, la gente habla de mí como si fuera lo que llaman un novelista. Casi siempre lo niego, porque me considero, más bien, un narrador de historias. Para mí hay una gran diferencia entre una cosa y la otra. Para explicarme debo antes hablar del Reino Unido y, en particular, de Inglaterra. En cierto sentido, la novela, al menos al comienzo, fue una invención inglesa de finales del siglo xviii y principios del xix cuyo tema principal eran las historias de familias y clases propietarias, aunque hay excepciones, por supuesto. Suelen ser historias maravillosas, fascinantes. Henry James hizo lo mismo en Estados Unidos. Cuando comencé a escribir, me parecía que ese tipo de perspectiva histórica, con su conexión con la propiedad y la familia, estaba totalmente desfasada. En cierto sentido, este tipo de novelas inglesas, cuando uno piensa en términos de clase o de entorno social, aparecen como confesiones de dicho entorno, confesiones entre iguales. Sin embargo, las historias, las narraciones que, por supuesto, son mucho más antiguas, tratan siempre sobre extraños. O, más bien, diría que tratan sobre misterios. Por ejemplo, los marineros cuentan historias sobre los barcos y el mar, y son narraciones que, al mismo tiempo, hablan sobre el misterio del mar. Del mismo modo, los campesinos cuentan historias sobre la tierra. Son historias misteriosas que se cuentan cuando ya no se puede trabajar porque es de noche, o porque es invierno y hay demasiada nieve. Y muchas hacen referencia al misterio de la procreación. Creo que las historias difieren de las novelas en que el misterio se funda en aquello que uno conoce muy bien.
Por otro lado, creo que la forma que elijo para mis libros surge del tema. En King quería hablar de las personas que se ven obligadas a vivir en la calle, sin nada, así que pasé mucho tiempo con gente que se encontraba en esa situación. Empecé a escribir sobre el tema pero el resultado no me convencía en absoluto. De repente, tras meses intentando escribir con otra voz, se me ocurrió que la historia tenía que contarla un perro, un animal del que es muy habitual que se acompañen. Así que la extraña forma de esta novela, dictada por el hecho de que se trata de la voz de un perro –o de la voz de un hombre que se cree un perro–, deriva del tema. El libro que estoy escribiendo ahora tiene el formato de un conjunto de cartas, porque se trata de un hombre encarcelado, de un preso político.
Hablando de ese libro; si no me equivoco, la historia no se desarrolla en ningún lugar concreto. ¿Por qué esa indefinición respecto del país o del conflicto político?
En primer lugar, porque se trata de presos políticos, acusados ahora en todo el mundo, justa o injustamente, de ser terroristas. Es un fenómeno global, no local. En segundo lugar, la historia está muy inspirada por la profunda amistad que mantengo con palestinos que residen en Palestina. Sin ellos no habría podido escribir este libro, que les debe mucho. Pero lo curioso es que los palestinos a los que conozco, e incluyo en este grupo al poeta Mahmoud Darwich, hablan de Palestina como metáfora. No se debe perder de vista el enorme contraste entre Israel y Palestina, entre la enorme riqueza y la sofisticación de medios de Israel, y la gente, en su mayoría desposeída, que habita en Palestina. El muro, al igual que ocurre en el resto del mundo, se ha construido para separar a los ricos de los pobres. Así que, de hecho, Palestina es una metáfora de lo que está sucediendo en todo el mundo. Pero si me situara en Palestina y lo expresara explícitamente, el libro no funcionaría, de modo que creí mejor no localizarlo en ninguna parte y dejar que la gente piense que se trata de Palestina, de Turquía o de algún país de Latinoamérica. Y si he de ser franco, creo que para poder situar la historia en Turquía o en Palestina, yo debería ser turco o palestino. Supongo que se trata de una especie de inhibición o algo semejante, no estoy seguro. Creo que me parecería una impostura por mi parte.
Resulta llamativa la fluidez con la que pasa de un medio artístico a otro: Marisa Camino aparece como personaje en algunas de sus historias, sus ensayos más periodísticos incluyen poemas, sus novelas dibujos… ¿Es una estrategia deliberada? ¿Qué tienen en común estas distintas intervenciones artísticas?
Pues no lo sé con certeza. No es algo que haga de manera consciente ni que planee de antemano. Creo que tiene que ver con cómo funcionan el corazón y las emociones. Existe una extraña continuidad en el corazón. Por ejemplo, una tristeza leve, debida a una pequeña pérdida, está íntimamente conectada con todas las demás pérdidas que se han sufrido. Y lo mismo ocurre con el placer. Hasta el placer más pequeño está, de alguna forma, ligado a todos los demás placeres, incluso a los grandes. Cada vez que uno dice no, ese no está conectado con los demás noes, y con los síes sucede igual. Quizá esas continuidades por las que me pregunta tengan que ver con estas otras vinculaciones del corazón.
Hablando de vinculaciones, en alguna ocasión ha dicho que su poeta favorito es Nazim Hikmet.
No tengo un solo poeta favorito, sino, quizá, ocho. Pero sin duda alguna Hikmet se encuentra entre ellos. Creo que es porque en su poesía –y es algo que considero muy difícil de lograr–, se gana el derecho a decir «nosotros» y no «yo». Otro escritor, no poeta, que también logra lo mismo es Victor Serge. No sé si es muy conocido en España. Escribió un libro magnífico sobre la Guerra Civil y la Barcelona del 36 y tiene otro aún mejor, El caso Tuláyev, sobre la Unión Soviética y el estalinismo. Él era trotskista y murió asesinado por la KGB.
Es usted uno de los pocos autores que se ha preocupado del campesinado desde un punto de vista no nostálgico sino explícitamente político. ¿Cree que la izquierda ha descuidado el mundo rural?
Es una cuestión complicada. Cuando, hace treinta años, empecé a escribir sobre el campesinado, muchos de mis amigos, muy comprometidos políticamente y todos de izquierdas, me decían que estaba loco, que era demasiado joven para retirarme al campo. Pero si miramos ahora al mundo, y retomando lo que decíamos antes sobre los muros para mantener a los pobres separados de los ricos, ¿a quién nos encontramos del otro lado del muro? Precisamente a los campesinos o a personas que lo fueron y que ahora no tienen tierra. Uno de los fenómenos globales más importantes que está teniendo lugar es la eliminación intencionada y planificada del campesinado. Se trata de un asunto político de primer orden que ahora muchos pensadores están empezando a comprender. El primero que me viene a la mente es el Subcomandante Marcos y los zapatistas. Marcos ha inventado un vocabulario completamente nuevo para hablar de la política mundial debido, en parte, a su preocupación por el campesinado. Y es bastante lógico que haya sido así porque el mismo Marx era un pensador eminentemente urbano, y pese a ser una persona de buen corazón, siempre se refiere al campesinado como a una clase que se ha quedado atrás, y a la que habría que salvar del pasado. Ésta es una de las principales lagunas del marxismo, aunque, sin duda, hay otras más…
Es curioso cómo el campesinado ha pasado de considerarse una fuerza social esencialmente conservadora a convertirse en una de esas «bolsas de resistencia», como usted las llama en El tamaño de una bolsa.
Sí, exacto. Esto me trae a la memoria un capítulo oculto de la historia soviética que supongo que no tardará en difundirse: durante el régimen soviético, hubo gente que intentó resistir la colectivización forzada del campesinado. Mantuvieron una lucha increíble que, al final, perdieron. Hay un libro magnífico, escrito por un economista ruso, Theodor Shanin, que cuenta todo lo que pasó durante las décadas de 1920, 1930 y 1940, un conflicto tremendo íntimamente relacionado con ese malentendido presente en la teoría marxista.
Hablando de marxismo, sus libros siempre me han parecido una ilustración de los distintos aspectos de la conocida frase de Marx «todo lo sólido se desvanece en el aire»…
Sí, tiene razón. No había pensado en ello y, la verdad, no tengo nada que añadir. Es muy cierto. En este tipo de entrevistas suele pasar que el entrevistado aprende del entrevistador… El ruido habitual –pitidos, sirenas de ambulancias y coches de policía– de la confluencia de Gran Vía con Alcalá lleva ya un rato haciéndole echar miradas furtivas hacia la ventana. Enarca las cejas y me pregunta: «¿Qué pasa?». Cuando le digo que no pasa nada sonríe incrédulo. Insisto en que eso es «normal» y estalla en carcajadas, atónito ante el hecho de que alguien pueda vivir o trabajar en un lugar semejante.
Tengo entendido que cuando ganó el Booker Prize en 1972, con G., donó la mitad del dinero del premio al movimiento Black Panther. ¿Entregaría hoy el dinero a alguna organización semejante o temería ser acusado de financiar el terrorismo?
Bueno, no creo que esa pregunta pueda plantearse como una disyuntiva. Por supuesto que existen hoy diversas organizaciones a las que daría dinero y por supuesto que sería acusado de financiar el terrorismo, pero eso no me detendría. En la época de los Black Panthers la palabra terrorismo no se usaba tanto, ni tampoco había una guerra contra el terror en marcha. Aunque lo cierto es que ya desde mediados del siglo xix, quienes ejercían un poder excesivo e injustificado sobre la gran mayoría, cuando se encontraban con una resistencia activa, los acusaban de terroristas. Y como escribí tras el 11-S –y no pretendo hacer una comparación, tan sólo un recordatorio–, las dos bombas atómicas lanzadas en Japón fueron propias de un ataque terrorista. No sólo porque crearon un grandísimo terror, sino también porque no eran estratégicamente necesarias. Pero, claro, los Goliats siempre han llamado terroristas a los Davides.
En el epílogo de Un pintor de nuestro tiempo dice que hoy en día no podemos imaginarnos el miedo que se sentía hace unas décadas ante la posibilidad de una guerra nuclear. Creo que tampoco podemos imaginar que hubiera expectativas fundadas de que se pudiera producir un cambio social radical. ¿Tenía usted por aquel entonces la esperanza de que algo así pudiera ocurrir?
Lo curioso es que, entonces, incluso fuera de un contexto explícitamente político, había una atmósfera de esperanza inusitadamente fuerte. Hará un mes aproximadamente vi la película de los Beatles A Hard Day’s Night, de 1964. Ya la había visto en su momento, pero esta vez me ha parecido absolutamente extraordinaria, porque se podía percibir ese sentimiento de esperanza a lo largo de toda la película. Y no porque los Beatles fueran jóvenes entonces; tenía que ver con el momento que se estaba viviendo. En el Reino Unido éramos conscientes de que estábamos atravesando un gran momento, de que estábamos siendo partícipes de algo muy importante y quizás esa explosión de la esperanza fue fruto, en parte, de esa sensación, algo que resulta mucho más evidente ahora que entonces. Quizá para comprenderlo mejor habría que hacer una comparación con el momento actual, en el que la esperanza parece brillar por su ausencia. A principios de la década de los cincuenta, la gente tenía la sensación de que la historia cambiaba muy rápidamente: la derrota del nazismo, la desintegración de los imperios coloniales, los movimientos de independencia… También había cosas negativas, por supuesto, como el descubrimiento de las armas atómicas, pero la cuestión es que todos esos acontecimientos tuvieron lugar en el transcurso de un lustro o de una década, lo que hacía a la gente tener la sensación de que un lapso tan breve contenía la posibilidad de un cambio enorme. En la actualidad, pese a la rapidez del cambio tecnológico, el sentido de cambio histórico se ha ralentizado muchísimo, se ha vuelto casi imperceptible. Así que ahora llegamos a la idea de paciencia, de paciencia histórica; tal vez deberíamos empezar a pensar en lapsos de cincuenta años o de un siglo en lugar de pensar en términos de décadas o lustros. Y esta situación, naturalmente, modifica la manera en que se expresa la esperanza. No sé si me estoy explicando bien…
Sí, creo que sí: está usted siendo, en cierto modo, optimista…
No, no. Veamos, la gente habla de optimismo y de pesimismo, y creo que son palabras un tanto delicadas… Hoy en día todo está basado en el mercado: de acuerdo a ciertos cálculos, ¿es éste un buen momento o un mal momento? La esperanza es algo muy diferente del optimismo, y querría subrayar esta distinción. Cuando se vive en un período de expectativas inmediatas, como en aquel momento, en el que parece que todo puede pasar, es fácil pensar en cómo las luchas políticas, las luchas por la justicia, podrían unirse en una sola lucha y lo cerca que podría llegar a estar la victoria. En un período a más largo plazo, ya no se trata de pensar en la posible victoria en esa lucha, sino de procurar compartir y de cooperar, de buscar una adecuación entre la gente que está luchando ahora, entre sus experiencias. Lo que intento decir tiene mucho que ver con Spinoza, quien, por cierto, era un excelente pensador marxista. Spinoza dice que cuando se produce una respuesta adecuada a los acontecimientos que están teniendo lugar, en ese momento se toca lo eterno. Creo que la diferencia entre la época posterior a la II Guerra Mundial y la etapa actual reside en que entonces el programa de Marx estaba muy presente, mientras que ahora vivimos un momento en el que la visión y la percepción de Spinoza –a quien Marx debe muchísimo–, ha reemplazado ese sentido de programa. Y creo que eso modifica la naturaleza de la esperanza, aunque no la disminuye.
Al comienzo de Un pintor de hoy cita usted una frase de Gorki: «La vida siempre será lo bastante mala para que nunca desaparezca en el hombre el deseo de algo mejor». Pero, la manera de ser mala la vida, en estos momentos, ¿no consiste precisamente –al menos en parte– en haber pervertido nuestra capacidad de desear, en haber acabado con el impulso utópico?
Bueno, en primer lugar, no creo que la capacidad de desear tenga por qué estar conectada con la idea de utopía. La noción de utopía está íntimamente relacionada con la idea de que la lucha puede tener un final, puede desembocar en un lugar mejor. Sin embargo, y esto está más cerca de Spinoza, la lucha es interminable. Pero tiene razón cuando dice que la gente hoy en día ha perdido la capacidad de desear. Bueno, al menos eso es lo que intentan los medios de comunicación y quienes ejercen control sobre ellos, pero no sé hasta qué punto están teniendo éxito. Creo que la gente es más obstinada de lo que pensamos. Y creo que es muy importante que haya gente que hable, que exprese sus deseos, porque cuando alguien expresa un deseo o una esperanza, anima a la gente a buscar y extraer el deseo o la esperanza que llevan dentro y que han dejado de lado, pero que sigue allí. Y entonces todo sucede muy, muy rápido. Es contagioso.
© CBA, 2007. Entrevista publicada bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento – No comercial – Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
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