La Segunda República, proyecto del pueblo
Carlos Gutiérrez
Cuando el 14 de abril de 1931 las elecciones municipales traen la victoria de la izquierda, y las clases populares, de modo masivo, salen a las calles e imponen la instauración del régimen republicano no nos encontramos ante un hecho aislado, casual o ante un “golpe de fortuna” para los intereses de nuestro pueblo, sino que estamos ante un triunfo que se ha ido fraguando en un largo proceso de luchas y de construcción de unos valores y de un proyecto alternativo de sociedad. Todo el siguiente período reflejará, de modo muy evidente, la pugna entre la mayoría social –los trabajadores, los campesinos, y capas progresistas de la pequeña burguesía-, y la minoría, la oligarquía propietaria y sus organizaciones políticas y sociales.
Desde el primer momento, las capas populares se verán impelidas a una lucha sin cuartel para que esa naciente república sea capaz de llevar a cabo las tareas que se encontraban inscritas en el código, aún no plasmado, político y programático, que habían ido elaborando durante un largo período de la historia de nuestro país. Las fuerzas de la reacción, agotado su caudal de legitimidad por la degeneración del régimen monárquico, decidieron que no era nada inteligente oponerse al cambio y que, al contrario, era mejor tratar de navegar sobre él y convertirlo en un producto desnaturalizado que nada tuviese que ver con el auténtico republicanismo. Su objetivo es que el cambio sirviese, cambiando eso sí, la forma de estado, para no cambiar nada.
Una república, ¿sin republicanos?
Resultan realmente de un simplismo y de una miopía política difícilmente superables, aquellas interpretaciones de la génesis de la Segunda República Española que pretenden resolver su nacimiento acudiendo a argumentaciones que hablan de un régimen de conveniencias, en el que se pone en el mismo plano a izquierdas y a derechas, y en el cual la lucha política entre ambas tendría como objetivo la destrucción del estado republicano. Más grave aún, es la pervivencia, aunque en ámbitos ultraminoritarios y sectarios, de la explicación –defendida en la época por el PCE- de que la república era un inmenso freno y una tragedia para las aspiraciones revolucionarias de nuestro pueblo. La república habría sido “un regalo” de las clases dirigentes que lo usaban como celada para desarmar y neutralizar las aspiraciones de las clases populares.
Los que entendemos el republicanismo no solamente como la defensa de un modelo de estado sino como un movimiento que pretende la intervención de las masas en la política para instaurar una democracia que devuelva la capacidad de decisión a cada uno de los ciudadanos y ciudadanas, pensamos que el nacimiento mismo de la Segunda República supuso un acto de autodeterminación, de recuperación de la soberanía, y , por lo tanto, de voluntad clara e inequívocamente republicana por parte del pueblo español. Las elecciones de abril de 1931, en las que fue fundamental el abandono del absentismo electoral por parte de los obreros, especialmente los que sostenían posiciones anarcosindicalistas, constituyeron un inmenso acto de afirmación de las masas en su voluntad de cambiar las cosas y tomar bajo su mando sus propios destinos. Estas elecciones fueron, simple y llanamente, la expresión de la voluntad del movimiento. De todos modos, el camino no había hecho otra cosa que empezar.
El movimiento que consiguió la proclamación de la República -nadie le hizo un regalo- se había ido desarrollando de un modo laborioso y dilatado en el tiempo, no lo olvidemos, al menos desde el siglo XIX. La composición del citado movimiento, era en nuestro país original y claramente diferenciada de los que protagonizaron procesos parecidos en otros países de Europa. España era un país abrumadoramente agrario y de un desarrollo industrial extremadamente asimétrico. Así, por ejemplo, junto a unas regiones en las que el desarrollo industrial era pujante, como Catalunya, en otras la propiedad latifundista con relaciones sociales semifeudales era mayoritaria. En este marco, en nuestro país se desarrolla un potente movimiento anarquista y anarco-sindicalista que tiene una expresión muy importante no sólo en el ámbito industrial sino en el agrario. El siglo XIX en Andalucía, fundamentalmente en su segunda mitad, presenta toda una sucesión de movimientos insurreccionales, sublevaciones y toma de tierras, todo ello incluso, antes de la llegada de los bakuninistas. La ideología del nuevo movimiento era anarquista; o, para darle un nombre más preciso, comunista libertaria. Su programa político era republicano, y antiautoritario; es decir, que concebía un mundo futuro en que la aldea o la ciudad se autogobernase siendo una unidad soberana .[1]
En el caso catalán, la pujanza de la industrialización de principios del siglo XX había constituido una clase obrera, en muchos casos llegada de otros puntos del país, que, dada su composición: reciente pasado campesino, pobreza extrema y su sensibilidad a las acciones “ejemplares”, era extremadamente permeable a los principios de la acción directa[2] .La creación de la CNT, sobre la base de un sinfín de experiencias previas de autoorganización bajo principios libertarios y de sindicalismo revolucionario, supone un paso adelante en la organización del proletariado catalán que aborda una etapa de luchas que, pese a sufrir importantes derrotas por medio de la represión y la implantación de la dictadura de Primo de Rivera, sabrá mantener vivas sus estructuras y su capacidad de movilización y lucha. En Catalunya, también, se produce una crisis agraria debida a la desnaturalización de sus relaciones sociales[3]. La desamortización del siglo XIX había producido un notable empeoramiento en las condiciones de los contratos de cultivo y el malestar de los campesinos les había llevado a organizarse en la Unió de Rabassaires i altres Conreadors del Camp de Catalunya en 1922, bajo la presidencia de Lluis Companys. Su gran objetivo era conseguir para el campesino unos derechos mínimos y una cierta seguridad sobre la tierra.
Hay una tercera parte constituyente de gran importancia para la construcción de ese movimiento destinado a cambiar el orden de cosas existente –democrático y republicano-, es el de tradición socialista y proveniente de los modelos organizativos de la II Internacional. Esta corriente política había tenido un mayor desarrollo en el norte del país y en lugares de Castilla y el centro de la península.
La adhesión a la Segunda Internacional no solo había traído consigo la opción por el modelo parlamentarista de la socialdemocracia alemana sino que había, también, aportado una determinada manera de construir “sociedad alternativa”. La teoría de “los dos mundos”[4] del SPD alemán se ponía en práctica en nuestro país. Las Casas del Pueblo y toda la red de organizaciones ligadas al Partido Socialista: sindicatos, cooperativas, comedores comunitarios, centros de alfabetización y extensión cultural, organizaciones de autodefensa ante ataques fascistas y de la patronal, etc., ayudaban a tejer un entramado en que los obreros adherentes a este partido eran capaces de vivir una suerte de “sociedad paralela” en la que se iban asentando unos valores muy distintos de los que tradicionalmente eran impuestos por una educación dominada completamente por la Iglesia Católica.
Todos estos procesos –que sufren diversos avatares, con victorias y derrotas sucesivas, que se organizan y reorganizan ante la adversidad- y que, son distintos entre sí, y, en cierto modo, complementarios, fueron soldando una fuerte conciencia de que era posible abordar un cambio, la práctica diaria enseñaba que esas microexperiencias de contrapoder y de autogobierno democrático podían ampliar su ámbito de acción y tenían la capacidad de devenir en un proyecto alternativo válido para todo el país.
Las condiciones estaban dadas, existía una fuerte conciencia y un proyecto alternativo (republicano) de las masas. El régimen, que había conseguido temporalmente la abstención política de los trabajadores, se hallaba embarcado en una guerra colonial suicida en la que se traficaba con las vidas de los trabajadores que eran los que nutrían mayoritariamente las filas del ejercito. La corrupción llegaba a tales extremos que en Marruecos muchos oficiales amañaban con los jefes de las cabilas avances espectaculares, a cambio de, más tarde, dejar a los cabileños que asaran a tiros a alguno de sus soldados, repartiéndose luego los oficiales españoles medallas y ascensos[5]. ¡Así labraron su carrera algunos militares africanistas como Francisco Franco!. El hartazgo por una guerra que era considerada por el pueblo como inútil, las condiciones de extrema miseria que se seguían viviendo en el campo español y el duro golpe que supuso para la pequeña burguesía los efectos en nuestro país de la crisis del 29 hicieron el resto.
La lucha de los republicanos por su proyecto
Como afirmaba en la introducción, la vida de la II República nos presenta una lucha sin cuartel entre aquellos que querían difundir los valores republicanos y aplicar el programa que había llevado al pueblo a fundar una república y los que pretendían servirse de ella –ante el fracaso irremediable de la monarquía- como medio para perpetuar los privilegios y el dominio de los de siempre. La república española tuvo desde el primer momento al enemigo dentro de casa. Los procesos revolucionarios o que pretenden cambiar de raíz las cosas son, parafraseando al filósofo marxista italiano Domenico Losurdo, procesos de aprendizaje. En el caso de nuestro país las lecciones se aprendieron demasiado tarde y –al margen de explicaciones simplistas basadas en tal o cual o traición- la experiencia terminó en derrota.
La misma fecha histórica del 14 de abril señala un momento de pujanza de uno de los dos contendientes, el popular, que consigue movilizarse masivamente, con la fundamental participación anarcosindicalista, para superar el tradicional caciquismo que falsea los resultados electorales a través de la compra masiva de votos en el ámbito rural. Cuando se quiere minimizar la victoria de las izquierdas en abril del 31 circunscribiéndola a las ciudades, no está de más recordar que sólo en éstas se daban unas condiciones mínimas para el desarrollo de una elección realmente democrática.
Ya desde la redacción de la Constitución republicana se manifestó la discrepancia y la potencia de unos poderes que no querían dejar de serlo. El texto constitucional, extremadamente progresista, aunque, tal como afirmó el presidente de la comisión parlamentaria redactora, el socialista Jiménez de Asúa “no socialista, pero de izquierdas”[6], produjo una convulsión de tal calibre que culminó con un cambio de gobierno, la salida de éste de Alcalá Zamora y Maura, y la formación de otro presidido por Azaña. Este texto constitucional, estrechamente inspirado en la constitución de Weimar, proclamaba “una república democrática de trabajadores de toda clase”, concentraba todo el poder en una sola cámara, blindaba los derechos democráticos, consagraba la igualdad entre los dos sexos, afirmaba la laicidad del estado (acabando con el monopolio de la Iglesia en la enseñanza) y limitaba el ejercicio del derecho a la propiedad al interés público. Queda bien a las claras expuesto que un texto así no podía ser aceptado por los que tradicionalmente habían detentado el poder.
El contraataque antirrepublicano empezaría muy pronto y se produciría en diversos frentes. El 7 de mayo de 1931 el cardenal Segura publicaba una carta que era una verdadera declaración de guerra a la República, en nombre de la “defensa de los derechos” de la Iglesia frente a la “anarquía”. Por otro lado el frente militar-policial, cuya estructura había sido dejada prácticamente intacta por el gobierno republicano, no deja de conspirar y practicar la represión ante cualquier manifestación o huelga que supere los límites de lo que ellos puedan considerar permitido. Esta permanencia de la represión y la impaciencia de amplios sectores populares por ver concretadas unas medidas realmente progresivas provoca la radicalización y la acentuación de los enfrentamientos. En 1932 el intento de golpe fallido de Sanjurjo es un primer toque de atención al régimen republicano sobre lo que se cuece en su interior.
El más grande retroceso para la construcción de una República basada en el programa popular tiene lugar con la victoria de las derechas en 1933. La falta de percepción de cambios reales: no concreción de la reforma agraria, crisis económica e inestabilidad política, la falta de unidad en las izquierdas y el boicot por parte de los sectores anarcosindicalistas, inauguran un período, el llamado Bienio Negro, en el que se intentará abordar la destrucción de todo lo que de progresista había conseguido hasta el momento la República. Cualquier atisbo de reforma agraria es paralizado y, por el contrario, se aprueba una ley de contrarreforma, se paraliza el programa de construcciones escolares, se suspende el Estatuto de Catalunya, se establece la censura, se cierran locales de sindicatos y se persigue la actividad sindical.
La dinámica experiencia de las Alianzas Obreras, organismos estos ampliamente unitarios que nacen para oponerse y parar la contrarrevolución, se inscribe en la multitud de procesos que empiezan a fraguarse, con expresiones de lucha directa como la insurrección de Octubre, para romper las trabas que impiden la continuación de la aplicación del programa popular. El pacto del Frente Popular, por moderada que pueda parecer su concreción programática, supone la culminación de esos procesos unitarios y la herramienta por fin hallada para intentar, y conseguir, derrotar a la reacción. Los Frentes Populares no son concebidos meramente como alianzas electorales sino que pretenden constituirse en eje vertebrador de las clases subalternas[7]. Jorge Dimitrov en el informe político al VII Congreso de la Internacional Comunista afirma: “la propaganda y la agitación política por sí solas no pueden suplir en las masas la propia experiencia política. Éstas deben comprender cuanto antes y por su propia experiencia lo que deben hacer”[8]. De la justeza de la táctica frentepopulista baste el ejemplo de que su paladín, el Partido Comunista, pasó, rápidamente, de la más absoluta marginalidad a ser el partido más influyente.
Ya conocemos el resto de la historia: la lucha por el proyecto de los pobres, de los demócratas, en definitiva de los republicanos, fue derrotada, pero para derrotarla fue necesaria la fuerza de un ejército bien entrenado y apoyado por las potencias fascistas internacionales. El golpe del 18 de julio fue un fracaso gracias a la resistencia de un pueblo que no se resignaba a quedarse anclado en la historia y luchaba por su libertad. Que nuestro pueblo en armas resistiese tres años constituye un hito histórico de difícil parangón. Ejemplos tan hermosos y generosos de solidaridad internacional como el de las Brigadas Internacionales demuestran que la lucha era trascendental y mereció la pena, las derrotas nunca son definitivas.
La importancia de la cuestión agraria
El éxito o el fracaso de la II República se jugaba –en un país eminentemente agrario como el nuestro- en su capacidad de resolver esta cuestión. La desamortización de principios del siglo XIX, si bien había conseguido acabar con la Iglesia como principal propietaria, no había tocado los latifundios privados y, por el contrario, había liquidado la mayoría de las tierras de propiedad comunal con lo que había sumido a una gran parte de la población campesina en la más absoluta pobreza.
Los campesinos, la capa social abrumadoramente mayoritaria, trataron, en los meses que siguieron a la proclamación de la República, de conquistar la tierra. Fueron sistemáticamente reprimidos por la guardia civil y el resto de cuerpos policiales. Para calmar esta reivindicación campesina, se esgrimió una reforma agraria paulatina que nunca se llevó a cabo definitivamente, y que sirvió en realidad para que las fuerzas reaccionarias ganasen tiempo[9].
Un ejemplo muy significativo de la centralidad de la cuestión agraria lo constituye la aprobación por parte de la Generalitat de Catalunya de la Llei de Contractes de Conreu (Ley de Contratos de Cultivo). Esta ley, que pretendía dar más seguridad a los campesinos pobres, establecía la duración mínima de los contratos de arrendamiento en seis años y daba la oportunidad para que fueran renovados a “voluntad del labrador”, fue acogida con gran hostilidad por parte de los grandes propietarios que consiguieron que en 1934 fuera anulada por el Tribunal de Garantías Constitucionales. El parlamento catalán vuelve a aprobar la ley al día siguiente, con pequeñas modificaciones, pero desde el gobierno central se paraliza toda la reforma agraria y la Ley de Contratos es anulada[10]. Está ley no será puesta en vigor hasta la victoria del Frente Popular[11].
Una de las claves de la derrota de la República estaba servida: la principal medida que iba inscrita en ese programa popular, no explícito, que facilitó las posibilidades de la proclamación del régimen republicano no había podido ser aplicada. El bloque popular luchó por la consecución de la tierra, pero la potencia de los sectores de la oligarquía y la falta de visión de los políticos republicanos propició el fracaso. En palabras de Maurín: “El reparto de la tierra, creando una capa de pequeños propietarios –que es lo que hizo la Revolución francesa a fines del siglo XVII y la mejicana a comienzos del siglo XX- hubiera asentado la República sobre bases inconmovibles[12].
La lucha por la III República
El peor favor que podríamos hacer a todos y todas los que lucharon y dieron sus vidas por el proyecto republicano, sería aproximarnos a su experiencia histórica desde una perspectiva meramente nostálgica o basada en las lamentaciones por la gran ocasión perdida. La lucha por la III República no puede ser entendida sin el estudio de la experiencia de la Segunda y sin que seamos capaces de recoger todo el caudal de experiencias que unos años tan intensos aportaron al bagaje político-cultural del movimiento republicano.
Desde la seguridad de la necesidad democrática y social de fundar un régimen republicano, basado en el programa popular, el proceso que culmine con la proclamación de la III República no será ni calco ni copia de las otras dos experiencias republicanas que existieron en nuestro país. Sólo a través de la experiencia de aprendizaje en la lucha del movimiento real es posible que se vayan construyendo los modos de organización y que, a su vez, avance el proceso de liberación que cree las condiciones para la aplicación del programa popular.
Las enseñanzas de las experiencias republicanas habidas en nuestro país son muchas: la principal de ellas es que la República no es sólo un modelo de estado, y que sólo será posible su triunfo si es capaz de responder a las expectativas y aplicar las medidas inherentes al movimiento que la propugna. Las fuerzas de la reacción, antirrepublicanas, intentarán confundir y atribuirse –como hacen con el concepto democracia- un falso republicanismo que tendrá por objeto destruir todos los auténticos valores de este modo de gobierno, terminando por acabar con la República misma.
Otra de las cuestiones clave que nos tiene que servir en el empeño de la construcción de la futura República consiste en tener muy claro que sin un largo proceso de elaboración de una cultura y un modo de vida alternativos –basados en valores republicanos-, y sin la construcción de organismos populares en los que a través de la práctica de la democracia de base se vayan urdiendo los ejes políticos de un programa que plantee un profundo cambio en nuestra sociedad, no será posible abordar seriamente el objetivo de la lucha por la República.
Muchas de las tareas –casi todas- que abordó la Segunda República hace más de setenta y cinco años están aún pendientes. Los largos años de noche y niebla del franquismo enterraron a nuestro país en un pozo político y cultural del que el llamado proceso de “Transición política” no rescató realmente. Nuevamente se consiguió por parte de las clases dominantes que cambiando todo no cambiase realmente nada. Recuperar el hilo rojo republicano de nuestra historia y abordar un cambio profundo es el reto que tenemos por delante las generaciones actuales. La República debe realizar el proyecto del pueblo.
Notas
[1] Hobsbawm, Eric, Rebeldes Primitivos, Ed Crítica, p.115
[2] Broué, Pierre, La revolución española (1931-1939), Ed Península, p.39 y 40
[3] Ferret, Antoni, Apuntes para una historia de Catalunya, “La llei de contractes de conreu”
[4] Doménech, Antoni El eclipse de la fraternidad, Ed Crítica pp. 141-150
[5] Gómez, Esteban. La insurrección de Jaca, los hombres que trajeron la República, Ed. Escego, p 49
[6] Doménech, Antoni. Op citada, p 427
[7] Miras Albarrán, Joaquín. Repensar la política, refundar la izquierda, Ed. El Viejo Topo, p. 272
[8] Miras Albarrán, Joaquín. Op citada, p. 271-271, cita de Dimitrov, Jorge, “Informe ante el VII Congreso Mundial de la Internacional Comunista” en Obras escogidas, 3 vols. Ed.Sofía Press,vol.2, pp. 22 a 103
[9] Maurín, Joaquín, Revolución y contrarrevolución en España, Ed. Ruedo Ibérico, p.234
[10] Ferret, Antoni, Op.citada
[11] Broué, Pierre, Op.citada, p.14
[12] Maurín, Joaquín, Op citada p.233