Un punto de encuentro para las alternativas sociales

La revolución bolchevique y el tiempo que vendrá

Higinio Polo

Mundo Obrero

Cuando se cumplen noventa años desde que el reflector del crucero Aurora iluminó el Palacio de Invierno de los zares, y Lenin y Trotski dirigieron la primera revolución obrera triunfante de la modernidad, puede examinarse con perspectiva la enorme influencia histórica que ha tenido la revolución de octubre. Con esa revolución rusa nacieron los partidos comunistas, el movimiento político más vigoroso y revolucionario del siglo XX, y de ella surgió también la Internacional Comunista. La revolución bolchevique lanzó una mirada prodigiosa sobre el capitalismo realmente existente, aquel sistema burgués que había puesto a la población de cinco continentes de rodillas ante la siniestra empresa de dominación imperialista del
siglo XIX de la que muchos territorios aún no se han recuperado, que había arrojado
al mundo a la gran matanza de la I Guerra Mundial, que había organizado la
explotación obrera y el expolio planetario y que, después, sumergió al mundo en el
horror de la Segunda Guerra Mundial, aunque en ese momento el capitalismo lucharía
en dos trincheras opuestas.

Desde 1917, esa fértil mirada de la revolución bolchevique fue esparcida en América,
con Recabarren y Luis Carlos Prestes, con Neruda y Vallejo, con Paul Robeson, Fidel
Castro y el Che Guevara; en Europa, con Dolores Ibárruri y Ernst Thaelmann, el
dirigente comunista alemán fusilado por orden de Hitler en el campo de concentración
de Buchenwald; con Clara Zetkin y Arthur London, y en África y Asia, con Mao Tsé
Tung y Ho Chi Minh, por citar arbitrariamente algunos nombres inolvidables. El sueño
revolucionario fue de la mano de la defensa de la libertad, en tiempos difíciles y
convulsos, y no es exagerado decir que la libertad del mundo, amenazada por la
bestia nazi, fue salvada gracias al sacrificio de los millones de soviéticos que
lucharon sin descanso, junto a los movimientos partisanos, hasta la trascendental
victoria de mayo de 1945. Desde la Rusia revolucionaria el influjo bolchevique se
esparció por el mundo y llegó a China, y al Vietnam, a Cuba, al continente africano.

Después, a finales del siglo XX, la desaparición de la URSS y de los países
socialistas europeos hizo que desde la derecha, y también desde parte de la
izquierda, se oficiase el funeral por el comunismo, reelaborando la historia de
décadas pasadas, llegando los laboratorios ideológicos del capitalismo a lanzar,
para consumo popular, la gran mentira de la equiparación del fascismo con el
comunismo, empeño que no han abandonado. Es comprensible que un golpe tan demoledor
como el hundimiento de los países socialistas europeos, con sus luces y sombras,
hiciera decir a algunos que el comunismo había muerto, pero aunque en algunos países
el oportunismo político o, simplemente, la decepción, el cansancio y la derrota,
hayan liquidado organizaciones y dispersado a centenares de miles de comunistas, el
sordo rumor de la revolución bolchevique sigue sonando en nuestros días; a veces,
apenas en un susurro; en otras, en poderosos movimientos que anuncian nuevas
revoluciones. Porque el impulso por el socialismo que se inauguró con la revolución
bolchevique no ha agotado su trayectoria: en nuestros días, además de los países que
han resistido el vendaval contrarrevolucionario, otros como Venezuela o Bolivia, y
movimientos que despuntan en Asia o en África, siguen esa estela bolchevique.

Las revoluciones triunfan y fracasan, aciertan y se equivocan; a veces, incluso
devoran a sus hijos, y, en otras, son traicionadas; en algunas, es cierto, en
ocasiones protagonizan crímenes. También la Comuna de París, muy temprano, levantó
la bandera roja de los trabajadores: fue la primera ocasión en el mundo en que se
convirtió en oficial, y esa revolución, pese a su radical justicia, también cometió
errores y crímenes, pero, a inicios del siglo XXI, el ejemplo de la Comuna que
MacMahon y Thiers ahogaron en sangre, sigue viviendo en la memoria de los franceses.
Algo parecido pasa con la revolución de octubre, de mucha mayor trascendencia
histórica para el mundo.

Sin embargo, pese al constante adoctrinamiento que surge de los centros de
pensamiento pagados por el capital y que postula la muerte definitiva del comunismo,
su influencia sigue estando presente en nuestros días. Montañas de mentiras
elaboradas por ejércitos de profesionales de la difamación, de propagandistas de
libros negros, siguen insistiendo en que el comunismo ha muerto, enterrando cada día
el cadáver de sus militantes, fortalecidos en los últimos años por la evidencia de
la desaparición de la URSS. Para esos mercenarios del capitalismo realmente
existente, los comunistas siempre matan, nunca mueren, aunque la evidencia histórica
nos muestre que el comunismo ha sido y sigue siendo el movimiento político más
perseguido por el poder capitalista de toda la historia contemporánea. La última
infamia ha sido el intento de ensuciar la memoria del Che Guevara, con ocasión del
cuadragésimo aniversario de su asesinato a manos de militares al servicio de
Washington.

No hace falta recordar aquí los errores y tragedias del movimiento comunista: los
grandes medios de comunicación siguen haciéndolo cada día. Lo relevante en nuestro
tiempo es que esa ideología sigue luchando en los cinco continentes, gobernando en
rincones de América Latina, en la pujante y a veces contradictoria China que sigue
manteniendo el socialismo como horizonte, en el hermoso y heroico Vietnam, en
populosos Estados de la India, sigue luchando en las selvas asiáticas y en las
montañas del Himalaya, en los parlamentos europeos y en las huelgas obreras que no
han renunciado a gestar un mundo nuevo.

El imprescindible Eric Hobsbawm ha escrito que había tres cosas que ostentaban los
comunistas y los diferenciaban de otros movimientos revolucionarios: el marxismo, es
decir, la seguridad de transitar por caminos científicos en el combate al
capitalismo y a la injusticia; el internacionalismo, la solidaridad entre los
pueblos del mundo, y, finalmente, su preparación y decisión para la lucha, su
entrega, su militancia, como quedó patente en todos los movimientos partisanos que
lucharon contra el nazismo. Pero la historia no ahorra dificultades: Hobsbawm
recuerda que el propio partido bolchevique nació bajo la persecución, que la
revolución de octubre estalló en el fango y la sangre de la I Guerra Mundial, y que
la Unión Soviética surgió trabajosamente en medio de la hambruna y del cerco
capitalista que supuso la agresión militar de más de veinte potencias capitalistas.
No ha sido muy distinta la trayectoria de otros partidos comunistas y de otras
experiencias de cambio social: en España, sabemos bien que la esperanzada República
de abril, y la del Frente Popular, fue ahogada en sangre por los espadones fascistas
del ejército.

El siglo XX ha estado marcado por la revolución bolchevique, y, pese a los
insistentes anuncios que los laboratorios ideológicos del capitalismo siguen
realizando sobre la desaparición del proyecto socialista, de las organizaciones
comunistas, de la razón obrerista que pugnaba por construir un mundo nuevo, todo
indica que, pese a las dificultades, ese proyecto continúa, porque las causas que lo
hicieron nacer no han desaparecido. Si, todavía hoy, sigue siendo relevante la
trilogía de la modernidad que levantó la revolución francesa, con mayor razón sigue
siendo imprescindible la mirada que la revolución bolchevique lanzó sobre un sistema
capitalista que ha condenado a buena parte de la población del mundo a la miseria y
la explotación.

Porque el capitalismo no es sólo el relativo bienestar de la población de los países
capitalistas desarrollados, bienestar arrancando por las luchas obreras y populares
y por el reflejo del miedo burgués ante la revolución bolchevique. El capitalismo
son siglos de opresión: son las matanzas coloniales, las guerras impuestas, la
explotación de los trabajadores y la casi esclavitud de millones de personas en las
colonias. El capitalismo es también Auschwitz, e Hiroshima y Nagasaki, las matanzas
de millones de coreanos en la guerra de 1950, el horror de los cinco millones de
vietnamitas asesinados por las tropas norteamericanas en una infame guerra de
agresión. Hoy, el capitalismo tiene el rostro del poder norteamericano, el único
país de la historia universal que ha sido capaz de utilizar la trilogía de las armas
de destrucción masiva -químicas, bacteriólogicas y nucleares- contra población civil
en distintos lugares del mundo. El rostro del capitalismo es el de ese poder
estadounidense que se ha convertido en el único país de la historia que ha
bombardeado a poblaciones civiles inocentes en cuatro continentes del planeta: es
decir, en todos, a excepción de la lejana Australia y de la deshabitada Antártida. Y
hoy el capitalismo es la atroz ocupación de Iraq, y de Afganistán, las guerras
preventivas, el hambre, la degradación de la vida, la destrucción de extensas zonas
del planeta. Contra todo eso siguen luchando los herederos de la revolución
bolchevique, soportando el fardo de sus propios errores.

Ningún otro movimiento político ha sufrido una persecución tan dura y sanguinaria,
ni soportado golpes tan demoledores como la desaparición de la URSS. De hecho, si
comparamos su realidad actual con otros movimientos, no puede decirse que la
fortaleza o debilidad actual de los comunistas salga malparada: los partidos
conservadores, liberales y democristianos, creados siempre a la sombra del poder, no
serían nada en el mundo sin el dinero del capitalismo que los crea y los alimenta,
y, en la izquierda histórica, la socialdemocracia languidece pese a ocupar espacios
de poder, mientras que los más recientes movimientos, como los verdes, han llegado
ya al límite de sus posibilidades y están siendo engullidos por el sistema
capitalista. Hoy, los comunistas, aunque han conquistado espacios de libertad en
bastantes países, siguen siendo perseguidos en muchos otros, y continúan soportando
la clandestinidad y la persecución, incluso en Europa, donde en Letonia están
prohibidos, en Polonia la revancha derechista organiza una masiva caza de brujas de
los protagonistas de la etapa socialista, y en la Alemania del Este soportan la
persecución y la marginación en los organismos del Estado.

La revolución bolchevique sólo tiene noventa años: es joven, y esa afirmación no es
una paradoja, porque el comunismo sigue siendo la juventud del mundo, como
escribiera Rafael Alberti. No son pequeños los retos que esperan: los hijos de la
revolución de octubre deben seguir aprendiendo de sus errores, empuñando con firmeza
la bandera de la libertad, de la democracia, del socialismo, de la justicia, de la
dignidad. El reflector del crucero Aurora que horadó la oscuridad en la Petrogrado
revolucionaria, y vio después el asedio de los nazis que se cobró las vidas de un
millón de leningradenses en los días de la guerra de Hitler, seguirá iluminando los
días que vendrán.

 

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