La chica del Novecento
Higinio Polo
El viejo topo
Se nos ha ido Rossana Rossanda. Ahora, sí, en Italia, el Novecento terminó, aunque sea dos décadas después. Ella supo descifrarlo desde el surco abierto por el congreso de Livorno que Achille Occhetto cerró con una sumisa inclinación de cabeza en el XX congreso de Rímini, la ciudad de Fellini, lanzando un inadvertido recordatorio a la Prova d’orchestra, entonces con la mayoría de los músicos obedientes. Rossanda había nacido el año de la muerte de Lenin en la cambiante Pola (en una Istria que entonces era Italia, después fue Yugoslavia y acabó en la triste Croacia de nuestros días), en aquella desdichada Italia fascista donde Benedetto Croce había llegado a votar por Mussolini, aunque después rectificara. Rossanda pasó sus primeros años por Venecia y por Milán, donde ingresó en la universidad. Destruida su casa por los bombardeos, Rossanda volvió a Venecia, y después a Padua, en esa Italia donde, dice, “Mussolini había agitado un rencor de miserables”, antes de que Víctor Manuel Saboya lo sustituyera por Badoglio. La república de Salò nació con las botas alemanas, y Rossanda vivió después en Milán, en la confusión de los rumores, la guerra y los alemanes, donde constata que son los comunistas quienes tienen la decisión para actuar y un plan para combatir al fascismo: así se convirtió en la Miranda de los partisanos, enlace con grupos resistentes, vivió las deportaciones, y las consecuencias del ataque británico lanzado sobre Milán en agosto de 1943 por los quinientos bombarderos del siniestro Harris, que casi destruyeron Santa Maria delle Grazie y cubrieron de polvo y arena La última cena de Leonardo. Allí contempló los cadáveres de los partisanos fusilados, amontonados en Piazza Loreto, y después el despojo de Mussolini y Clara Petacci en el mismo lugar, mientras las mujeres hervían la colada con cenizas y la guerra era un fragor de bicicletas.
Los nazis habían abierto un campo de exterminio, el único en Italia, cerca de Trieste, en la Risiera di San Sabba, en septiembre de 1943, aunque eso Rossanda lo sabría después. Ella misma cita el momento en que se incorporó a la lucha clandestina, en la oscura Italia de Mussolini: “Yo me hice comunista en octubre de 1943, cuando me descubrí como una rama en un mundo que se despeñaba”. La huelga de marzo de 1944 en Milán, cuando Togliatti volvió a Italia desde el exilio soviético justo para la svolta di Salerno, anunciaba ya la insurrección que el año siguiente liberó la ciudad secundando a la resistencia de Longo, Sereni y Pertini. En esos años Rossanda traba relación con el filósofo Antonio Banfi, con cuyo hijo Rodolfo se casó en un primer matrimonio; después, lo hizo con K. S. Karol, el comunista polaco con quien compartió el resto de su vida.
La liberación del 25 de abril encuentra una Milán llena de escombros por las calles, que se ahogaba en el olor a cebollas podridas, el mercado negro, la mafia, la ocupación militar de los americanos, cuando se comía cualquier cosa, hasta el punto de que vecinos de Rossanda condimentaron la carne con polvo blanco que había llegado con los paquetes estadounidenses y que resultaron ser las cenizas de una mujer; mientras los comunistas acariciaban la revolución, sabiendo que la Unión Soviética estaba muy lejos, y los obreros de Sesto San Giovanni se sentían dueños de las fábricas, gracias al empuje del sindicato y a las células comunistas, en una labor militante que llevaba a Rossanda y sus camaradas a recorrer barrios y pueblos. Son los años de su formación política, de su compromiso con el movimiento obrero, que llenaría todo el resto de su vida.
El Partido Comunista Italiano entró en el gobierno de la liberación, con Togliatti de ministro de Gracia y Justicia, además de Gullo y Scoccimarro en Agricultura y en Finanzas, y después, en el segundo gobierno De Gasperi, con Sereni y Ferrari en Asistencia y en Transportes, hasta que fue expulsado en 1947. El acoso a los comunistas en el inicio de la guerra fría culmina en las elecciones de 1948, que le fueron robadas al PCI en una operación organizada por la recién creada CIA norteamericana con el concurso del Vaticano. Aquel año fue el atentado contra Togliatti, que estuvo a un paso de la muerte; la huelga general de protesta paralizó Italia durante varios días, aunque finalmente el PCI decidió llamar a la vuelta al trabajo, preocupado por la hipótesis de que De Gasperi iniciase una dura represión. Rossanda, que participó en las visitas a fábricas para convencer a los trabajadores, recordaba que volvieron a los tajos a desgana, aunque entonces a ningún obrero se le hubiera ocurrido oponerse al Partido Comunista: eran los suyos. Es entonces cuando Rossanda pasa a trabajar para el partido, con un salario similar al de un obrero, como tenían todos los dirigentes comunistas. En noviembre de 1949 pudo visitar la Unión Soviética y comprobar los estragos de la invasión nazi.
Enseguida se inició la represión, y los propietarios del país se vengaron por la inquietud que habían sentido tras la guerra: temieron la llegada de la revolución. Después, empezaron a arrebatar derechos a los trabajadores, con el PCI atrincherado en la Constitución. Los milaneses llenaban las fiestas de l’Unità en Monza, encima de Sesto San Giovanni, mientras hacían frente a la persecución: Pietro Ingrao explica en sus memorias que, entre 1948 y 1950, la represión contra los trabajadores fue mayor todavía que durante el fascismo, hasta el punto de que la policía dispersaba huelgas a balazos y los patrones despedían obreros en los talleres. Hasta 1953, la policía asesinó en las calles y en las fábricas a más de ciento cincuenta trabajadores, protagonizando matanzas como la de Portella della Ginestra, en Sicilia, donde once campesinos fueron asesinados a tiros; masacres que siguieron después: en julio de 1960, cinco militantes del PCI fueron asesinados por la policía en Reggio Emilia durante una manifestación.
En 1953 llegó la legge truffa, la ley estafa electoral para mantener en el poder a la democracia cristiana y limitar los diputados comunistas en el parlamento. El PCI era un partido disciplinado, que daba sentido a la vida porque podía explicar la condición obrera en Italia y ligarla a los sucesos que ocurrían en Berlín, Moscú o en la lejana China, pese las dificultades de posguerra y a la acción de la policía, a la constante represión: el código penal de Rocco, aprobado bajo el fascismo, estuvo en vigor hasta 1989. Pero, aunque el PCI aumentaba su fuerza electoral, jamás le hubieran dejado acceder al gobierno: Estados Unidos, la OTAN, los poderes italianos, el ejército y la mafia, configuraban una coalición invencible, dispuesta a todo, incluso a aplastar a sangre y fuego una victoria electoral comunista. El riesgo era tan real que el PCI mantuvo durante muchos años una estructura clandestina, dirigida por Pietro Secchia, nutrida con partisanos que conservaban las armas de la resistencia, dispuesta a responder a un golpe de Estado fascista o a una intervención del ejército.
Los años cincuenta, que pasan de la alegría por la revolución de 1949 en China al desgarro del informe Kruschev, la condena de Stalin y la campaña húngara, son los del PCI de dos millones de militantes, cuando consigue una potente articulación de los trabajadores y crea redes de fraternidad y solidaridad, pese a las represalias y al sabotaje de los medios de comunicación: Rossanda recordaba que hasta 1963 ningún comunista había aparecido en televisión.
En 1962, Rossanda fue enviada por el PCI a España, para entrar en contacto con la oposición antifranquista. Ella se había hecho bolchevique con el recuerdo de las noticias de la guerra civil española que surgían de las radios fascistas italianas, donde los comunistas eran siempre tenebrosos. Fue un viaje clandestino, por Barcelona, Madrid, Toledo, Sevilla, San Sebastián, del que no se obtuvieron resultados por la desconfianza y la dispersión de la resistencia. Se vio con José Agustín Goytisolo, Armando López Salinas, Luis Martín Santos, Javier Pradera, con personajes de la derecha marginada, como Ridruejo y Gil Robles, y con miembros del PCE, del PSOE y de la CNT. En su informe al PCI, Rossanda no ocultó la difícil situación de la resistencia clandestina española, la distancia entre el discurso y los análisis que hacían los comunistas del exterior con la realidad del país, y narró el viaje, años después, con ironía, titulando el libro Un viaggio inutile, que publicó en 1981, aunque siguió rechazando cualquier desencanto, en los años ochenta tan recurrente.
En 1963, a petición de Togliatti, Rossanda pasó a dirigir la comisión de cultura del PCI, dejó Milán por Roma, y pasó a ser diputada, siempre cobrando como un obrero, frecuentando en esos años a Pasolini, Calvino, Vittorini, Colletti, Carlo Levi, Galvano della Volpe. Mientras Visconti y Pasolini educaban el sentimiento de la nueva Italia (“actualmente solo los comunistas son capaces de proporcionar una nueva cultura” había escrito en 1947 el poeta), las dificultades del movimiento comunista internacional, la desconfianza entre Moscú y Pekín, encontraron en Togliatti al dirigente que puso freno al ímpetu de Kruschev: cuando el dirigente soviético quiso convocar a todos los partidos comunistas para condenar a China, Togliatti se negó. En su viaje a Moscú, en 1964, tuvo lugar su disputa con los dirigentes soviéticos Ponomariov y Suslov sobre cómo abordar la cuestión china, antes de partir hacia Yalta, donde murió. La muerte de Togliatti cerraba toda una época en Italia, subrayada en un sobrecogido silencio por la enorme muchedumbre que acompañó el féretro que acababa de llegar de la Unión Soviética, interrumpido por las palabras de duelo de Breznev y Dolores Ibárruri, entre otros dirigentes comunistas, que Guttuso pintaría en un mar de banderas rojas. Un mes después (por decisión de Luigi Longo, con Berlinguer en contra) Rinascita publicaba el Memorial de Yalta de Togliatti, decisión que suscitó el enfado del Partido Comunista francés y de Moscú.
Rossanda tuvo una excelente relación con Togliatti y, aunque criticó aspectos de su trayectoria, supo valorar su desempeño, que encomió después, como valoró siempre la figura de Berlinguer. En 1967, Rossanda pudo viajar a Cuba, y recorrer el país con K. S. Karol, Carlos Franqui, Marguerite Duras, Jorge Semprún, Colette, hablando con Fidel Castro. Se había casado con K. S. Karol en 1963, y la simpatía que su marido siempre mostró por China, sus encuentros con dirigentes chinos como Zhou Enlai, su amistad con Castro, estimularon aún más su interés por los asuntos internacionales.
Pero veinte años después de la liberación, Italia había cambiado, el comunista Ennio Morricone ponía música a Por un puñado de dólares que parecía anunciar los nuevos tiempos que llegaban de mercenarios, tiburones y fondos de reptiles, la evidencia de las trampas y de la compra de votos de la mafia, la corrupción de la derecha vaticanista y la vigilancia de Washington, cuyo poder había debilitado la confianza en las elecciones, hasta el punto de que se podía gritar “Elecciones, trampa para idiotas”, como escribió Sartre en las postrimerías de mayo del 68. Y las partisanas que habían protagonizado la liberación se dieron cuenta de que las organizaciones de izquierda reproducían mecanismos de la vieja sociedad, dejando de lado a las mujeres. Pietro Ingrao, referente del ala izquierda del PCI, y Giorgio Amendola de la más moderada, configuraban un partido que conseguía, desde la oposición, condicionar muchas de las decisiones del gobierno, e imponer leyes progresistas desde la presión de las fábricas y el sindicato.
Ya había grietas: Amendola llegaría a afirmar que el congreso de Livorno y la división del Partido Socialista Italiano había sido un error; aunque su soledad en la dirección del PCI fue absoluta, sus ideas de 1964 se ejecutarían de otra forma con el desfalleciente Occhetto de 1991: un cuarto de siglo de espera. También entre quienes crearon Il Manifesto, como Luigi Pintor, Lucio Magri, Aldo Natoli, Massimo Caprara y Rossanda: querían transitar entre las nuevas generaciones y la experiencia acumulada del comunismo italiano, pero fueron expulsados del partido tras el congreso de Bolonia. El periódico apareció en junio de 1969, dirigido por Magri, y llegó a vender cincuenta mil ejemplares cuando se convirtió en diario. Quiso ser el puente entre las nuevas inquietudes que habían surgido entre la izquierda joven en los inquietos años sesenta y la fortaleza y la capacidad del Partido Comunista; Rossanda reconoció después que aquel intento fracasó. Rossanda salió de la secretaría de cultura del PCI, dejó de ser diputada e intentó regresar a Milán, aunque la editorial de Giulio Einaudi rechazó su solicitud de trabajar con ella. Muchos años después, cuando escribió sus memorias, publicadas en Italia cuando Rossanda tenía ya más de ochenta años, se detuvo en ese momento de la ruptura con el PCI, como si no quisiera contar su vida posterior, tan dilatada y rica, siempre interviniendo en la política italiana desde sus convicciones comunistas, que nunca abandonó, ni siquiera cuando Occhetto disolvió el PCI que la había expulsado. Ella siguió escribiendo en Il Manifesto, participando en la izquierda.
El golpe fascista de Pinochet en Chile, y la reflexión de Berlinguer en Rinascita dieron paso a la incertidumbre sobre el futuro. Si en los años setenta los sindicatos italianos pudieron imponer notables mejoras, que contemplaban incluso horas de estudio pagadas, descontadas de la jornada laboral, años resueltos que culminaron con la ocupación de la FIAT en 1980, con Berlinguer entrando en la fábrica turinesa, después no acertaron a oponerse de manera eficaz a la transformación del capitalismo italiano, y el cansancio de las organizaciones obreras en Europa ante el asalto de las brigadas de Thatcher y Reagan a lo largo de los años ochenta, la desconfianza en las propias fuerzas cuando ya el otoño caliente de 1969 quedaba lejos y los sindicatos empezaban a temer la pérdida de empleos, hicieron el resto. En junio de 1984, Berlinguer cayó fulminado mientras hablaba a una inmensa multitud en Padua contra la abolición de la escala móvil de salarios que tantos esfuerzos había costado conseguir, y su funeral romano mostró de nuevo la fortaleza del PCI, con un millón y medio de italianos despidiéndole a él y al compromiso histórico, con Gorbachov entre los asistentes.
Pintor, Parlato, Aldo Natoli, Magri, volvieron al PCI con todo el PdUP en noviembre de 1984. No lo hizo Caprara, que había sido durante dos décadas ayudante de Togliatti y fundador de Il Manifesto, que se incorporaría años después a la Forza Italia de Berlusconi, como Franco Frattini, otro miembro de Il Manifesto que después sería ministro de Asuntos Exteriores con Berlusconi, o como Tiziana Maiolo, en una metáfora involuntaria y mezquina de la derrota de la izquierda, de los saldos contables y la desvergüenza: Caprara llegó a acusar después a los comunistas de “falta de humanidad”, mientras vendía el evangelio de la vieja Democrazia cristiana reconvertida al berlusconismo. Qué ironía: Frattini sustituyó en el ministerio de Exteriores a D’Alema, otro converso que acabó en las aguas sucias del atlantismo. Era, de nuevo, la Italia mezquina que se enfangaba con el viejo poder de las redes corruptas y de las tangenti, los sobornos que acabaron en la podredumbre berlusconiana, donde todo se compraba y se vendía, y aquellos herederos de Occhetto se arrojaron a los brazos de la más grotesca política italiana, llena de oportunistas y sujetos ansiosos de riqueza, capaces de venderse al mejor postor y de acompañar guerras imperiales. La debilidad sindical, de la antes potente CGIL y de otros sindicatos menores, fue paralela al reforzamiento de los círculos de la Lega y de una diáspora de militantes comunistas y de izquierda que se recluiría en la abstención, junto a la desaparición de las organizaciones de izquierda radical que habían tenido una notable presencia en la Italia de esos años.
La oleada de 1989 y la destrucción del socialismo europeo dejó el camino abierto para la demolición del PCI, en febrero de 1991, comandada por el hoy olvidado Occhetto: fue un regalo para la burguesía italiana, y una puñalada para las esperanzas de cambio. La izquierda italiana, y europea, no supo ver la oleada de cambios y transformaciones del nuevo capitalismo, que se acentuaría tras la catástrofe de 1991 y la desaparición de la Unión Soviética. Pero esa es otra historia, aunque sea la misma. En pocos años, los seguidores de Occhetto acabaron confluyendo con los laboristas británicos y la vieja socialdemocracia atlantista, aceptando el liberalismo. La disolución del PCI fue un obsequio innecesario, una capitulación absurda que la Bolognina vendió como el pago para cambiar Italia sin saber que en vez de ello llegaría Berlusconi, la Lega, la xenofobia y el nacionalismo: en realidad, supuso la aceptación de la derrota. Rossana Rossanda sabía que acabar con el PCI era terminar con la izquierda italiana, algo que habían intentado todos los gobiernos de la Democrazia cristiana, de la CIA y de los poderes ocultos occidentales que se expresaron en la red Gladio y en la OTAN. Después, llegó la hiel del gobierno de Massimo D’Alema apoyando la guerra en Kosovo, para que Estados Unidos pudiera crear un gobierno de criminales dirigido por Thaçi, un mafioso y traficante de órganos humanos.
Jean Daniel, amigo suyo, definió a Rossanda como “luminosa e intransigente”. Era justo: su figura atraía, pero su intransigencia era sólo en la defensa de las ideas comunistas, en su insobornable apoyo a los trabajadores, a los excluidos. Su interés por la figura de Antígona, a quien dedicó un ensayo, está ligado a su propia pasión contra la tiranía, y a la desigual relación entre hombres y mujeres, que ella vio en las propias filas del PCI. Preocupada por el creciente autoritarismo en Italia, del que Berlusconi y Salvini eran una consecuencia grotesca pero también un tenebroso anuncio, Rossanda era muy consciente del papel que desempeñó el comunismo en la Constitución y en la educación laica de millones de italianos en los valores de la libertad y la igualdad. Todavía conmovida por el duro golpe de la desaparición del PCI y de la Unión Soviética, a la que no se había abstenido de criticar, Rossanda escribió su libro de memorias, La muchacha del siglo pasado, como si el siglo XXI no fuera también suyo. En sus páginas, contó con honestidad los momentos en que se equivocó, y también los errores y vacilaciones del PCI, sin dejar por ello de anunciar: “con este libro he querido defender la memoria de los comunistas”.
Rossanda siempre tuvo presente la existencia de otra Italia, alejada de las ideas de justicia social del comunismo, que se había expresado en el referéndum de 1946 donde la república salió adelante no sin dificultades, o en el sostén a la derecha en tantas regiones del país, y en la complicidad con la corrupción y la mafia. En sus últimos años, advertía con frecuencia sobre las consecuencias que iban a tener, para la población y los trabajadores, las imposiciones de la burguesía italiana, ignorando las leyes republicanas, haciendo de la Constitución una referencia vacía, introduciendo nuevas formas de explotación que dejaban un paisaje de escombros en la economía fabril donde el Partido Comunista había conseguido tejer una red de fraternidad y de combate, de derechos y de desobediencia al poder. Todavía con 93 años, Rossanda había pedido a la redacción de Il Manifesto que empezasen a publicar una separata de ocho páginas: quería seguir escribiendo, desentrañando el mundo, dibujando el futuro, luchando por la igualdad, consciente de que las fuerzas políticas italianas, del Partito Democratico al M5Stelle, se desentendían de las necesidades de los trabajadores, las mujeres, los nuevos inmigrantes. “Nunca hubo tanta desigualdad en la historia”, dijo hace unos años. No esperaba nada del Partito Democratico, recordando a algunos de los viejos conversos a la socialdemocracia liberal que «la sinistra alleata con M5s si candida all’inconsistenza«.
Fue una mujer reflexiva, austera, una intelectual comunista que, en la travesía del desierto, apoyó todas las iniciativas de izquierda para terminar con la pandemia de la soledad, capaz de indagar en los signos cambiantes de la historia: Luciana Castellina ha explicado que, en sus últimos días, estaba leyendo sobre China. Rossana Rossanda era la chica del Novecento que paseaba por el Moscú de 1949 para ver los barrios y hablar con la gente, que se sorprendía viendo el metro moscovita repleto de lectores, aunque nunca dejase de señalar los errores y los excesos. Era la mujer que siempre supo que “para mover un país hacía falta un gran partido”, y no dudó nunca en combatir un sistema miserable, el capitalismo que está destruyendo lo mejor de Italia. “Soy del Novecento y lo defiendo. Fue el primer siglo en que el pueblo tomó la palabra en todo el mundo. Y donde lo consiguió, lo hizo apoyado por la izquierda”.