Secretos desvelados
Salvador López Arnal
Reseña de Historia secreta de la bomba atómica (Peter Watson, Barcelona: Crítica, 2020, 492 páginas, traducción castellana de Amado Diéguez Rodríguez, edición original 2018)
Lo básico de esta nota: si tienen algún interés por lo sucedido en Los Álamos, seguramente el proyecto político-científico-militar más importante y decisivo de nuestra historia, no se pierdan este ensayo novelado. Su tema: la historia secreta de la fabricación de la bomba atómica. Su estructura: prólogo, primera parte: De incógnito. Klaus Fuchs y Niels Bohr (un capítulo), segunda parte: Sobreestimar a los alemanes (15 capítulos), tercera parte: Vidas paralelas. Klaus Fuchs y Niels Bohr (8 capítulos), cuarta parte: Subestimar a los rusos (dos capítulos), agradecimientos, notas e índice analítico. Una de sus tesis centrales: «tanto los estadounidenses como los franceses, los alemanes y los británicos cometieron una serie de errores cruciales y contaron una larga serie de mentiras con el resultado de que el mundo entró dando traspiés, o directamente metiendo la pata en la era nuclear, cuando, para colmo, era del todo innecesario». (p. 15).
Peter Watson, autor muy prolífico, trece libros en su haber hasta este momento (Ideas. Historia intelectual de la Humanidad, La gran divergencia, La edad de la nada, Convergencias,…) es historiador y periodista. Se nota. Su Historia secreta… es una excelente historia (periodística) de la ciencia escrita desde una perspectiva marcadamente política, una historia que puede leerse (seguramente esa ha sido la pretensión del autor) casi como una novela policiaca. Si la coges, no la puedes dejar. Te atrapa. Sarah Robey lo ha expresado así en una reseña publicada en Nature: «Obra meticulosa y con una narrativa que atrapa al lector, bien documentada y en la que diplomacia, ciencia y biografías se dan la mano para contarnos un momento histórico que aún necesitaba que le arrojaran luz».
Acertado juicio a pesar de las palabras iniciales que abren el ensayo generan alguna zozobra: «Es posible que en toda la historia de la humanidad ninguna idea haya tenido consecuencias más inmediatas y trascendentales que el célebre descubrimiento de Albert Einstein de que E = mc2, esto es, que la materia y la energía son, básicamente, aspectos distintos de un mismo fenómeno. Einstein publicó su teoría de la energía nuclear en mayo de 1905 y la estuvo puliendo y perfeccionando –con ayuda– hasta que en 1917, en mitad de la primera guerra mundial, quedó perfilada del todo. Veintiocho años después –es decir, al cabo de una sola generación–, el 6 y el 9 de agosto de 1945, la destrucción de Hiroshima y Nagasaki con sendas bombas atómicas pondría fin a la segunda guerra mundial». Llamar ‘teoría de la energía nuclear’ a la teoría de la relatividad restringida (la de 1917, es la teoría general) es tan tendencioso como la afirmación ‘la estuvo puliendo y perfeccionando’. El salto científico y tecnológico de lo que pasó en esos años hasta el lanzamiento de las bombas en Hiroshima y Nagasaki parece irrelevante. Exagerando un poco, Watson parece sugerir que Einstein acabó con la segunda guerra mundial con el bagaje de su teoría de 1917. La famosísima ecuación que cita abre la puerta a la existencia y posible uso de una energía nueva y descomunal. Pero, sabido es, que ese camino no lo transitó Einstein (que se dedicó a cosmología y no a física cuántica, salvo en el caso del efecto fotoeléctrico de 1905). Hay mucha ciencia y mucha tecnología absolutamente no einsteinianas entre la ecuación de marras (sabiamente comentada por Álvaro de Rújula) y la bomba atómica.
Sería descortés por mi parte que les revelara (spoiler lo llaman ahora) detalles de la trama atómico-militar descrita por Watson. Sólo les puedo copiar las palabras (inexactas) que pueden leer en al contraportada: «Peter Watson, el gran historiador intelectual del siglo XX, nos muestra cómo surgió, y cómo fue desechada por los científicos, la idea de construir un arma nuclear y cómo un pequeño grupo de conspiradores, asentados en el poder, tomó por su cuenta, tal como lo revelan los documento desclasificados en estos últimos años, la decisión de construir y emplear la bomba atómica, que nadie quería realmente y que no era necesaria, contra lo que se dice, para acabar la segunda guerra mundial. El libro de Watson, escrito con su habitual garra narrativa, no solo desvela un pasado desconocido sino que ilumina un presente sujeto todavía a la amenaza nuclear». No es exacto que toda la comunidad científica rechazara la idea de la construcción de un arma nuclear; tampoco lo es que nadie la quisiera realmente. Watson refuta ambas afirmaciones. Añado: la gran mayoría de las afirmaciones que se han hecho desde posiciones críticas sobre el proyecto Manhattan no andaban desencaminadas. En absoluto. Se quedaron cortas en muchos aspectos.
Algunas observaciones complementarias (me dejo muchas en el tintero) para incrementar su interés:
1. Todo lo que se ha dicho sobre la grandeza científica y, remarco, política-diplomática de Niels Bohr se ha quedado corto. Un científico concernido que vio mucho más allá que otros en esta historia.
2. Si recuerdan el encuentro Bohr-Heisenberg y la obra de teatro Copenhague de Michael Frayn, la aproximación y la reconstrucción crítica de Watson no les decepcionará.
3. Werner Heisenberg, no solo uno de los grandes científicos del siglo XX sino probablemente entre los tres más grandes (Nobel en 1932, a los 31 años) y uno de los físicos más filósofo, comentó años después que si en 1939 un puñado de físicos se hubiera negado a seguir investigando la posibilidad de fabricar armas nucleares, los políticos no habrían podido seguir adelante y la carrera atómica se habría truncado. No está claro que esa afirmación contrafáctica no fuera una forma de autojustificarse (Contra el descomunal ego teoricista de Heisenberg, Pauli comentó en una ocasión que «no resultaba difícil imaginar a Heisenberg declarando: “Yo soy capaz de pintar tan bien como Tiziano. Mirad: [un rectángulo, el marco de un cuadro, en blanco]. ¡Sólo faltan los detalles técnicos!”», p. 119).
4. Watson señala que las últimas investigaciones demuestran también que la decisión final de usar la bomba estuvo finalmente en mano de un número reducido de personas. Algunas de ellas se esforzaron por ocultar sus verdaderos motivos. En público defendían lo que tocaba defender (y que fue ampliamente publicitado en revistas con fuerte penetración cultural popular como Reader’s Digest): el lanzamiento de las bombas se había hecho para salvar la vida de muchos norteamericanos y japoneses. Pero no fue eso.
5. Todo lo que han pensado del militarismo y ceguera política del general Leslie Groves, el responsable militar del Proyecto, estaba en lo cierto o se quedaba corto. Sin asomo de autocrítica y sosteniendo barbaridades muchos años después de la destrucción de Hiroshima y Nagasaki.
6. Sin olvidar ni pretender justificar desde luego la criminal política represiva del estalinismo, no fue Stalin el malo-malísimo de esta película. Watson lo muestra por activa y por pasiva, y cita una afirmación del líder soviético que sigue siendo verdadera en nuestro hoy: «No es fácil pensar en las armas atómicas sin pensar al mismo en el fin del mundo».
7. Klaus Fuchs es, con diferencia, el científico concernido más interesante de toda esta historia, a la altura de Bohr. Merecería nuestro máximo reconocimiento. Está en el corazón de esta historia donde «se encuentran dos personas, Niels Bohr y Klaus Fuchs, que, cada uno desde un punto de partida muy distinto, anticiparon que la bomba amenazaría con cambiar el mundo de la posguerra [¡y no para bien!] y no se quedaron de brazos cruzados. Uno no consiguió nada, pero el otro sí». (p. 15).
8. Tampoco Szilárd es un personaje menor en la narración de Watson.
No pasen por alto las notas. Hay apuntes y reflexiones interesantes en ellas, todas ellas ubicadas (erróneamente en mi opinión; mejor hubiera sido después de cada capítulo) al final del libro.
El índice analítico es magnífico, extraordinario, de enorme utilidad. A imitarlo.
Watson abre con unas palabras de J. Robert Oppenheimer que explican el comportamiento, la hybris (pensemos por ejemplo, en la actitud de Feynman y en sus reflexiones posteriores), de una buena parte de la comunidad científica, engañada por las autoridades militares y políticas, congregada en Los Álamos: «Cuando te encuentras con algo técnicamente factible, sigues adelante. Luego ya entras en debates, pero solo cuando técnicamente el experimento ha dado sus frutos. Eso es lo que ocurrió con la bomba atómica».
Un libro a releer, apto para seminarios y para discusiones sobre epistemología y política de la ciencia. Sobre este punto por ejemplo: «En el verano de 1942, los Aliados no tenían ninguna necesidad de embarcarse en la fabricación del arma nuclear, no si el motivo principal para hacerlo era contrarrestar la amenaza nazi, porque, en ese terreno, los nazis no representaban ninguna amenaza». Pero no fueron los nazis, ya vencidos, ni los japoneses los destinatarios de la bomba.
Fuente: El Viejo Topo, enero de 2021
Como complemento a esta entrada publicamos el comentario que Ernesto Gómez de la Hera envió a Salvador López Arnal tras su publicación en El Viejo Topo. Viene acompañado en postdata de un texto sobre uno de los personajes relacionados con el tema, el coronel Abel.
COMENTARIO DE ERNESTO GÓMEZ DE LA HERA
Hola Salvador: Hoy he leído por segunda vez, la primera fue en el Topo, tu nota sobre el libro de Peter Watson.
La primera lectura me incitó a comprarlo y, desde luego, hice bien al seguir tu consejo, pues no me defraudó y vi cumplido lo que decía tu nota.
La segunda lectura, en tu página, me convence de que consideras importante este libro. Como comparto esta opinión me he decidido a enviarte estas líneas sobre él. A la vez que me permito interrumpir lo que estoy haciendo (intelectualmente, se entiende) y desintoxicarme un poco, que siempre viene bien.
Desde luego el libro de Watson trata el asunto de manera exhaustiva y me parece (como a ti) que acierta al centrarse tanto en Bohr y Fuchs.
Respecto al primero es evidente que se dio cuenta rápidamente de las consecuencias que tendría para la geopolítica mundial el desarrollo de las armas de destrucción masiva y que, como dice Watson, no consiguió ninguno de sus propósitos. Lógico, ya que no coincidían los mismos con los de quienes, de verdad, detentaban el poder. En mi opinión el científico que tenía más claro como funciona el Poder era James Chadwick, pero su claridad de ideas no le inspiró ninguna repugnancia moral hacia ese mismo Poder.
No obstante, antes de que se iniciara el proyecto Manhattan y cuando EE.UU. ni siquiera había entrado en la guerra, ya hubo alguien que pensó lo mismo que Bohr y lo publicó (eso sí, en un «pulp»). Se trataba de alguien que no era científico, aunque tenía una muy sólida preparación en ingeniería y me ha extrañado que Watson no lo cite en ningún momento (no en la marcha de Manhattan, pero sí en las consecuencias políticas).
Es verdad que, como esa idea surgió en un mundillo alejado del académico y del Poder, puede que a Watson jamás le llegara. En realidad no mucha gente se enteró y menos la comprendió en su día.
En mayo de 1.941 Astounding, la revista cimera de la ciencia-ficción norteamericana por entonces, editó «Solución Insatisfactoria» de Robert A. Heinlein (apareció con un seudónimo, pues ya había otro relato de Heinlein, firmado con su nombre, en el mismo número). Ese relato contiene todos los aspectos de lo que pasó después (excepto que el arma de destrucción masiva no es una bomba, sino polvo radioactivo, algo que también contemplaron los primeros científicos atómicos, y se lanza sobre Berlín y no sobre Japón). Aparece la destrucción mutua asegurada y una guerra atómica entre EE.UU, y Rusia. Guerra que desencadena un control del arma por una instancia militar dictatorial, pero internacional, para que no haya carrera de armamentos y una destrucción total.
La conclusión de Heinlein, escritor de mucho talento, pero tachado frecuentemente de parafascista (con razón a mi entender, colaboró con la administración Reagan y le hubieran encantado muchas cosas, no todas, de Trump), se distancia de lo que hubiera deseado Bohr, quien jamás habría subordinado las instancias civiles a las militares, aunque también peca de ilusoria. En cambio se parecen mucho sus ideas sobre lo que se avecinaba y Heinlein lo dijo antes.
Ya sé que el mundillo de la ci-fi parece cosa de friquis (no me importa confesar que soy un gran aficionado) y en buena medida lo es hoy en día. Pero no siempre fue así y creo que el relato de Heinlein hubiese merecido la consideración de Watson.
No pienso lo mismo de otra, digamos colisión, entre la ci-fi y el proyecto Manhattan. Me refiero al relato «Deadline», de Cleve Cartmill, en el Astounding de marzo de 1.944. En el mundillo ci-fi esto es mucho más conocido que lo de Heinlein, pues intervino el FBI para goce del editor de Astounding (John W. Campbell jr.), que era un anticomunista recalcitrante y le sacó mucho jugo al asunto durante años. Sin embargo, las implicaciones del relato están lejos de ser tan profundas como las de «Solución Insatisfactoria».
Sobre el otro héroe de Watson, Fuchs, no me extiendo. Se hizo comunista, y nunca flaqueó, en base al antifascismo, como muchos otros, por ejemplo Kim Philby. Como ellos luchó en una guerra solitaria, difícil e imprescindible (te adjunto algo que escribí hace años, para que tengas claro lo que pienso de ese tipo de guerra). Y siempre cumplió con su deber de antifascista y comunista. Lo hizo ayudando en el proyecto con todo su saber y entender y lo hizo comunicando todo lo que podía al aliado del día, a quien se veía ya como el enemigo de mañana.
En resumen, he aprendido mucho en el libro de Watson y no creo que le empequeñezca, si bien le hubiese mejorado, el no mencionar lo de Heinlein (por más que este no llegue a la gran categoría de Bohr).
Sí he observado un par de errores de detalle (puede que haya alguno más que yo sea incapaz de advertir), que no afectan nada al conjunto.
Uno está en la página 94, donde dice que Eric Welsh estaba casado con una descendiente de Edvard Grieg. Esto es imposible, ya que Grieg tuvo una única hija que murió en la infancia. Sí es posible que estuviese casado con alguna descendiente de la familia, pues la familia Grieg aún ahora mismo sigue habitando en Bergen.
El otro está en la página 410, donde se mezcla a la ONU (que fue, por la ausencia intencionada del representante soviético en el Consejo de Seguridad, quien solicitó tropas para intervenir en Corea) con la OTAN, que había nacido apenas un año antes y que, a diferencia de hoy en día, no contemplaba estatutariamente intervenir en un escenario tan alejado del Atlántico. Peor es lo de hablar, ¡en 1.950!, de 5 divisiones de la Bundeswehr en Corea.
Bueno, espero no haberte aburrido demasiado con mis manías. Voy a volver a lo que tengo entre manos.
Suerte en todo y ojalá que pronto podamos coincidir en la calle.
Ernesto Gómez
PS: ¿QUIÉN ERA EL CORONEL ABEL?
La película de Spielberg El puente de los espías ha permitido que muchas personas oigan hablar, por vez primera, del coronel Rudolf Ivánovich Abel, pero la película, aunque ofrece pinceladas que permiten vislumbrar su cualidad de héroe, no cuenta apenas nada sobre alguien que dedicó su vida entera, una vida heroica repetimos, a la causa del Comunismo.
Así pues, ¿quién era el coronel Abel?
Este gran revolucionario se llamaba realmente William Fisher, si bien en su tumba moscovita figuran ambos nombres, el auténtico y el que él hizo famoso, por más que se tratara solamente de un truco para que en Moscú fueran conscientes de que había sido detenido, pues jamás lo había usado hasta ese momento, ya que los nombres que usó en Canadá y Estados Unidos fueron Andrew Kayotis y Emil Goldfus.
Emil Goldfus era el nombre que figuraba en sus documentos cuando fue detenido, en Nueva York, por el FBI (la agencia norteamericana encargada del contraespionaje) en junio de 1.957. Para entonces él llevaba más de seis semanas sin visitar su domicilio habitual (que se encontraba aledaño a la sede del FBI en Nueva York), pues era consciente de que podía ser detenido en cualquier momento. De hecho estaba a la espera de que su contacto soviético le facilitara un nuevo pasaporte falso, para salir de los Estados Unidos, donde ya no podía permanecer. Sin embargo, sus pasos ya eran seguidos de cerca y el FBI llegó a su puerta antes que el nuevo pasaporte. Sabiendo que esto podía pasar y preparado para ello, reconoció que Goldfus no era su nombre, que había entrado ilegalmente en Estados Unidos y dijo ser un ciudadano soviético llamado Rudolf I. Abel, aunque negó ser un espía y rechazó colaborar con los interrogadores de la CIA, a cuyas manos le pasó de inmediato el FBI. Así las cosas y con poco más que unos cuantos “gadgets” curiosos entre las manos, el principal de los cuales era una moneda de cinco centavos que se abría por la mitad y que habían encontrado años atrás (en base a esa moneda fue popularmente conocido este asunto en la prensa norteamericana), los cazadores de espías norteamericanos fueron incapaces de detener a nadie más y se quedaron con una sola prueba contra aquel a quien ya llamaban coronel Abel.
¿Qué prueba era esa y como pudo caer alguien tan discreto y prudente en manos del FBI?
Esto es algo que la película de Spielberg no muestra, pues pondría en tela de juicio su moralina final. El coronel Abel/William Fisher fue capturado por medio de un traidor. Ese traidor fue Reino Häyhänen, quien había sido enviado desde Moscú a petición del propio Abel, para colaborar con él, especialmente como operador de radio, debido a la cantidad de tráfico informativo que la red dirigida por Abel generaba. La conducta de este traidor fue mala desde un principio, lo que pone en tela de juicio la capacidad de análisis, y otras capacidades, de quienes le seleccionaron en Moscú. Todo cuanto hizo en Estados Unidos contradijo lo que debían ser sus normas, llegando a apoderarse de una importante cantidad de dinero que debía entregar a la esposa de un agente ya encarcelado por entonces. Naturalmente, el coronel Abel, que tenía con él el mínimo contacto imprescindible en las labores conspiratorias, se percató finalmente de ello y solicitó que fuese llamado a Moscú. Reino Häyhänen era traidor y corrupto, pero no tonto y advirtió que en Moscú no iba a recibir ninguna felicitación por su trabajo. Por eso, una vez salido de Estados Unidos se detuvo en París, donde no estaba siendo seguido por nadie, lo que tampoco habla muy bien de los responsables soviéticos. Así cuando, el 4 de mayo de 1.957, entró en la embajada norteamericana en Francia y declaró que era un oficial soviético que deseaba desertar, nadie pudo advertir al instante al coronel Abel. Por supuesto este fue informado de que Häyhänen había desaparecido y consciente de lo que esto significaba empezó a tomar precauciones, pero ya era tarde.
Cuantos hayan visto la película de Spielberg se darán cuenta de que nada de esto aparece en ella. Tampoco aparece el juicio en el que Abel/Fisher fue condenado en base, tan sólo, al testimonio de este traidor. En ese juicio el abogado de Abel hizo hincapié varias veces en la clase de persona, leal, concienzudo, patriota (no convenía insistir en que era un comunista convencido) y hombre de familia, que era su defendido, mientras que su único acusador era un traidor y un infame moral. Lo que no dejó de causar impresión en quienes seguían el caso y en el resultado final del juicio.
Y es que el abogado del coronel Abel, Jim Donovan, también era una persona notable y de gran valía, aunque no fuese comunista. Por supuesto esto queda muy claro en la película, pues Donovan es el protagonista de ella y el personaje a través de quien Spielberg desea encarnar esa moralina de la que hablábamos antes: ¡El “american way of life” es el único moral, justo y democrático!, como lo demuestran quienes combaten por él y el hecho de que siempre gana (al menos en sus películas). Es verdad que, para que esto cuele, hay que “maquillar” un poco la verdad. Olvidar que, aparte de los motivos políticos, lógicos cuatro años después del asesinato judicial de los Rosenberg y lo que esto supuso, que enseña la película a la hora de hablar de los preparativos del juicio, una razón fundamental para elegir a Donovan como abogado del coronel Abel es que Donovan había trabajado, durante la II Guerra Mundial, con la OSS (el precedente inmediato de la CIA) y fue esto lo que le llevó a participar en el juicio de Nuremberg (dato que sí señala Spielberg). Esto quiere decir que Donovan gozaba de prestigio y confianza en el mundo del espionaje norteamericano. Algo que no se dice con claridad pese a la escena de la reunión entre Donovan y Allen Dulles (el gran patrón de la CIA y que había dirigido la OSS en Suiza, durante la guerra, además de ser hermano del Secretario de Estado Foster Dulles). En fin, tampoco es cierto que la casa de Donovan fuera tiroteada, aunque sí se ganó muchos odios y recibió cartas amenazadoras por defender a Abel/Fisher. Menos verdad es que le robaran el abrigo en su visita al Berlín Democrático, o que Pryor fuese detenido durante la construcción del muro (que fue construido en la veraniega noche del 13 de agosto de 1.961), o que hubiera muertos en grupo por intentar saltar el muro (sí que hubo muertos a tiros en algunos casos contados, pero lo de los muertos a mansalva lo debe haber sacado Spielberg del muro de Frontex en el Mediterráneo).
Sin embargo, sigue siendo cierto que Jim Donovan dedicó todo su esfuerzo y saber a salvar la vida del coronel Abel y que supo darse cuenta de la gran calidad moral de la personalidad de su cliente. Por eso, cuando en 1.960 Gary Powers fue derribado con su U-2 sobre la Unión Soviética, no puso reparos a la tarea que le encargaron de intentar intercambiarlo por Abel/Fisher. Esta tarea, aunque lejos de la romantización fílmica, no fue fácil. Para los norteamericanos el derribo del U-2 fue un impacto total. Ellos creían que la Unión Soviética carecía de medios para interceptar ese tipo de aviones espía, pese a que en aquellos momentos (entre el Sputnik y el vuelo orbital de Yuri Gagarin) la URSS iba en cabeza en el sector aeroespacial. Además el derribo se produjo unos días antes de una cumbre de las potencias en París. Esta cumbre fue también “derribada” a consecuencia de la captura de Powers. Y, por último, el presidente Eisenhower hubo de reconocer públicamente que los U-2 estaban espiando a la URSS y prometer no volver a hacerlo (algo fácil, ya que volverían a ser derribados, si bien siguieron volando en otros lugares como sobre Cuba). Todo esto dificultó las cosas y peor las puso la creciente tensión existente en 1.961 en Alemania, que desembocó en la crisis del muro y en una situación de peligro de guerra nuclear que muchos consideran que fue más grave que la publicitada de octubre de 1.962. Pese a todo el intercambio del puente Glienicke se produjo (más el de Pryor) y el coronel Abel volvió a su casa (y no en la parte de atrás del coche).
¿Y esto es todo? Bueno quizá sobre el coronel Abel sea todo, pero sobre nuestro camarada William Fisher hay mucho más. Fisher nació en Newcastle (en la película se dice que tal vez sea inglés, pero cuando fue capturado los norteamericanos no tenían ni idea de nada de esto) en julio de 1.903, apenas unos días antes del inicio del II Congreso del POSDR y del nacimiento de los bolcheviques. Los padres de Fisher eran rusos de ascendencia alemana y vivían refugiados en Inglaterra, ya que su padre hubo de salir de Rusia, tras pasar por la cárcel, por sus actividades revolucionarias en Petersburgo, precisamente en la organización que dirigía allí, a fines del siglo XIX, V. I. Lenin, con quien se dice que compartió detención. Bolcheviques de primera hora sus padres, William Fisher, perfectamente bilingüe en ruso y en inglés, ya era comunista cuando llegó a Rusia en 1.921, después de pasar en Inglaterra sus primeros 18 años. Cuando le tocó el momento de incorporarse al Ejército Rojo lo hizo en Transmisiones y fue un operador de radio destacado. Con esto su carrera quedó ya fijada para siempre. Se casó muy pronto y en 1.929 nació su única hija, Elena. Ligado al NKVD, y después de trabajar en Europa Occidental, tuvo serias dificultades para superar la época de los crímenes de Stalin, pues un hermano de su mujer estaba vinculado a la oposición. No obstante él siempre fue fiel a su familia (aunque la película obvia esto como tantas cosas), de hecho en 1.955, cuando hacía siete años que estaba ausente, regresó de vacaciones a su casa por seis meses y siempre se las arregló para recibir noticias de su esposa e hija en Estados Unidos (algunas cartas de su hija sí cayeron en poder del FBI).
La Gran Guerra Patria le vio de nuevo como operador de radio tras las líneas alemanas combatiendo a los invasores nazis. Tras la victoria y ser condecorado es cuando fue enviado a Estados Unidos como agente “rezident”, es decir sin cobertura legal alguna y responsable de una red y encargado de transmitir a Moscú la información recogida. Hay quienes, cegados por su fanatismo, siguen negando que recogiera información valiosa, pero la verdad es que el traidor Häyhänen sólo pudo dar su nombre, debido a las precauciones y prudencia de Abel/Fisher, con lo que el FBI fue incapaz de detener a nadie más y la red siguió funcionando. Es más, la inmensa mayoría de cuanto sabemos de él se supo tras la caída de la URSS. En su momento apenas se conoció que, a su vuelta a casa, se dedicó a labores de enseñanza a agentes que habían de ser enviados a Occidente, que fue condecorado de nuevo y que falleció en 1.971 de cáncer de pulmón (algo normal, pues también fue un fumador impenitente), siendo enterrado en Moscú, junto a la tumba de su padre en el cementerio de Donskói, bajo una lápida en la que se grabaron, como ya dijimos, sus dos nombres, el verdadero y el que él hizo célebre.
Cuando el coronel Abel regresó a casa el gobierno soviético, siempre muy reacio a reconocer que las tareas de información son vitales para cualquier estado u organización, estaba relajando algunas normas estúpidas y estaba publicitando algunas hazañas notables de sus agentes. Precisamente en 1.964 los correos soviéticos dedicaron un sello a Richard Sorge y se celebraron algunos homenajes a un par de supervivientes de su antigua red japonesa. No obstante, Abel/Fisher tuvo que esperar a las días postreros de la URSS para tener su propio sello de correos, aunque lo mismo le sucedió a otro gran revolucionario de carrera pareja a la suya. Nos referimos, claro está, a Kim Philby de quien hablaremos otro día.
El coronel Abel sí tuvo un reconocimiento muy singular y apropiado en el centenario de su nacimiento. En el año 2.003 algunos de los más destacados miembros de la comunidad de inteligencia se reunieron ante su tumba moscovita para recordarle, como hoy hacemos nosotros. Pero ellos le recordaban como agente de inteligencia, que lo fue y muy bueno, mientras nosotros queremos recordarle como comunista, que también lo fue y de los buenos. Quizá haya quienes entre nosotros, semejantes al gobierno soviético en sus tiempos, menosprecien el trabajo serio, callado y por fuerza secreto de aquellas personas que dedicaron su vida a luchar por la causa de la emancipación de la humanidad bajo una falsa bandera, pero ese trabajo es fundamental. Nunca como en los tiempos presentes, cuando son nuestros enemigos quienes actúan cotidianamente y sin oposición bajo esas falsas banderas contra nosotros, se ha echado tan de menos a esas personas heroicas, como el coronel Abel que con toda humildad, como corresponde a auténticos comunistas, pusieron su granito de arena en pro de la liberación del género humano.