Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Los ojos de la lengua, el límite de las palabras

Miguel Casado

Durante los años ochenta y primeros noventa, según mi recuerdo y con la obvia excepción de algunos poetas, seguramente no leí nada con la asiduidad y el interés con que leía las novelas de Peter Handke; me cuesta recordar otras lecturas que se convirtieran para mí hasta tal punto en espacio personal. Después seguí siempre atento a sus publicaciones, aunque me acercara a ellas con menos frecuencia. Así que, no tan escéptico en las últimas décadas a los avatares del Nobel (Wislawa Szymborska, Herta Müller, Gao Xingjian, Svetlana Alexiévich, Louise Glück…), me alegró que se lo concedieran. Estos días he puesto sobre la mesa tres voluminosos libros suyos –El año que pasé en la bahía de nadie, La ladrona de fruta y Vivir sin poesía, sus poemas reunidos–, con la idea, primero, de recuperar las páginas que más me habían atraído entre las lecturas más recientes, esa bahía que hace trizas cualquier convención narrativa con su ejercicio de escritura en extremo libre; de enlazar, en segundo término, con un libro último, que empieza en el jardín del mismo narrador; y, finalmente, leer completa su poesía, que conocía a trozos y mantenía a la espera. Lo que vaya a decir procede de esta tanda de lecturas. Aunque es difícil dar cuenta de ellas, porque su intensidad no reside en la literatura.

La primera frase de El año que pasé en la bahía de nadie –«Solo una vez en mi vida he experimentado hasta ahora la transformación»– recuerda el peculiar gusto de Handke por términos como la transformación, la duración, la gran caída…, que proponen una significación abstracta e imprecisa, y el trabajo del texto sería, en principio, precisarla. Y se puede sumar su preferencia por títulos genéricos: El momento de la sensación verdadera, Desgracia indeseada, Lento regreso, El chino del dolor, Ensayo sobre el cansancio, Ensayo sobre el lugar silencioso, Ensayo sobre el día logrado, La repetición, La ausencia, o incluso, inolvidable, El miedo del portero al penalti, como si la escritura se abriera paso desde un concepto buscando su determinación. Igualmente, se podría anotar en la misma cuenta la resistencia, muy acentuada en la última parte de su obra, a dar a los personajes y a ciertos lugares un nombre propio, entrando en un juego de nombres comunes, de perífrasis descriptivas, que permiten identificarlos en el contexto, a la vez que dejan su identidad abierta, compartida en lo que los define. Estos componentes harían pensar en una especie de novela filosófica, o en una tendencia sostenida hacia lo simbólico, a lo transcendente en potencia. Y, sin embargo, como lector, encuentro que su obra hace algo muy alejado de esto, casi contrario, creciendo de una raíz conflictiva, de autonegación y permanente pregunta.

El Poema a la duración, corazón de su poesía, ofrece un espacio para pensar en ello. Si, en vez de dejarse llevar por el concepto, se mira el texto de cerca, lo abstracto queda apenas como referencia suspendida en el aire, mientras todo tiende a lo concreto y material: «He experimentado la duración repetidas veces»: algo que se experimenta, no que se deduce o razona o elabora intelectualmente; el poema menciona cuatro de estas veces, anotando su lugar y circunstancia: «el estremecimiento de la duración; / siempre en lo accesorio». Nada que parezca excepcional al producirse, nada siquiera duradero. Y, como tal vez vaya a ocurrir siempre, el lector queda sin saber qué es la duración, aunque, si va adoptando el relato como guía, podrá ciertamente seguir su estela: «pude entonces describir con palabras el sentimiento de la duración / como un acontecimiento del agudizar el oído, / un acontecimiento del darse cuenta». No importa qué sea, solo se requiere la percepción más despierta, la vigilia de la conciencia, para sentir la realidad y a uno mismo en ella.

Así, los poemas enumeran con frecuencia hechos y situaciones concretas para reconocer formas de lo universal –la duración, el dolor y el mal, la muerte, las primeras experiencias…–, y la desnudez de la lengua abre una vía que practicarán también los libros narrativos. Las repetidas enumeraciones hacen evocar a Bergson –a quien se citará en el texto, recordando el origen del término–, cuando afirmaba: «la pura duración podría muy bien no ser más que una sucesión de cambios cualitativos que se funden, que se penetran, sin contornos precisos, sin tendencia alguna a exteriorizarse unos en relación con otros, sin parentesco alguno con el número: esto sería la heterogeneidad pura». Y estas palabras, que parecen a primera vista difusas y técnicas, caracterizan de modo preciso lo que ocurre en la obra de Handke. Y remiten directamente a la propuesta de su poesía, formulada ya desde su juventud.

Esos poemas del comienzo tienden a ser juegos de lenguaje, que ensayan variaciones elementales (negación y afirmación, presente y condicional, sintaxis sencilla y enunciativa), modelos lingüísticos y/o de comportamiento, para explorar los matices de la frase, su apertura a los incontables estados del yo y de su entorno, como tratando de entender y perfilar los límites de un mundo (que son, ya se sabe, los límites de un lenguaje). La frecuencia de un sesgo grotesco o absurdo –con la cita casi explícita de los Hermanos Marx– asume la dificultad de la empresa, y conduce a una reflexión de la escritura sobre sí misma, muy densa en El año que pasé en la bahía de nadie, adelgazada y depurada en La ladrona de fruta. La ocupación de su personaje-narrador es escribir y pensar su vida le mueve a pensar su escritura, del mismo modo que esta interviene en el discurrir cotidiano. Así, agudizar el oído, acendrar la conciencia, es algo que sucede en las palabras: «Solo cuando los hechos, los ciegos, se enmarañan, por miles, se aclaran y adquieren los ojos de la lengua, aquí uno, aquí otro, solo entonces estoy en el buen camino […], y con ello la vida pobre se eleva a una vida rica».

Podría decirse que estos ojos, retomando lo dicho antes, son el escenario de un conflicto permanente entre la tendencia a lo general, a lo universal, y su rechazo: peso de la literalidad, enorme proporción de lo descriptivo, enfoques de detalle, potencia de lo objetivo. Quizá la autoridad de la tautología en aquellos juegos de lenguaje sea una prueba de cuál era la opción de Handke dentro de su propia cualidad contradictoria: «que los desdentados no tienen dientes; / […] / que los caminos son caminos; / que las raspas raspan; / que palabras como ‘chillidos’ y ‘pan de especias’ / significan CHILLIDOS y PAN DE ESPECIAS» –dicho de otra manera, opta por una ética estricta del significado.

El texto narrativo –es costumbre llamarlo así, aun sabiéndolo escritura sin género–, ha de considerar, ante las múltiples formas de esta encrucijada entre lengua y mundo, el punto de vista que las observa: «Esta historia solo debe tratar de mí entre otras muchas cosas. Me siento impulsado a intervenir en mi tiempo por medio de ella»: con lucidez se focaliza el yo sin realmente destacarlo, casi desenfocando la lente a la vez que se ajustaba. Pues ese se convierte en objeto de atención solo si se sumerge en un contexto más amplio, equiparándose y mezclándose con otros muchos objetos. Pues el yo y su escribir no se relacionan en sentido único, sino como movimientos de ida y vuelta, eficaces e influyentes tanto en la producción del texto como en la producción de la propia vida. Y tal principio –o nudo de desplazamientos e impulsos– vuelve a generar nuevas formas contradictorias, mostrando que, para quien escribe, esta dinámica es ley.

En efecto, si «con la palabra YO comenzaron las dificultades», es en buena medida porque un desasosiego existencial subyace a las cosas que ocurren y se cuentan. La soledad, aun bien asumida y consciente, deseada incluso, se acerca a tocar lo insoportable, y no se interrumpe nunca la meditación sobre el aislamiento, el no encajar con los otros, la mutua falta de interés en el cruce social… Resulta difícil no oír este rumor de fondo en el modo en que los conflictos se manifiestan como desdoblamiento: los personajes continúan con su rutina cotidiana a la vez que les está ocurriendo algo terrible: el niño termina su desayuno después de recibir una noticia fatal acerca de su madre, el que se corta una mano de manera aparatosa no atiende a la hemorragia hasta que acaba lo que había empezado a hacer. O, también, cuando un amigo critica al narrador por la larga ausencia de su lugar natal, él reacciona exhibiendo un conocimiento profuso, variado, afectivo, de esa bahía –periferias boscosas de París, casas unifamiliares sin carácter de comunidad– en la que vive; como le muestra el amigo, como él mismo entrevé en otros pasajes, las palabras se le van vaciando mientras las pronuncia. O no, porque queda lo literal, lo material, y eso no deja de operar, se mantiene activo.

Así, en ese girar de todo en torno al yo, resultan casi indistinguibles lo interior y lo exterior, ofreciendo un yo poroso, insistente pero impreciso, difuminado en los límites con las cosas, con las situaciones. Y él mismo lo percibe en sus personajes: «para mí, lo que mis héroes tienen de atractivo es también el hecho de que los vea como no terminados y que no quepa imaginar que pueda ser de otra manera». Quizá por esto, dentro del punto de vista, se haga esencial una reflexión sobre la distancia.

Porque, para poder hablar de mí entre las cosas, parece necesario un vivir lejos, separarse, de modo que se construya un aquí capaz de absorberlo todo pero libre de adherencias, de viscosidades, limpio de cordón umbilical. Para eso tal vez se requiere una tierra de nadie, como los espacios que rastreaba uno de los personajes, “el arquitecto”, en las modernas ciudades de Japón. Resta, sin embargo, la duda de hasta qué punto el proyecto de un mero, puro situarse, lugar sin lugar, puede llevarse a cabo o seguirá generando puntos de fuga. Paseando por Toledo, he conocido algunos rincones urbanos, olvidadas islas entre calles, ante casas de una planta que se asoman de lo alto al río, rodaderos y pendientes que algún vecino ha convertido en jardín, a veces híbrido de huerto, con flores en todas las estaciones, granados, algún naranjo, tomates y melones, una gama de árboles pequeños; con tablones y ramas han dispuesto el terreno en terrazas; sacan horas de su tiempo para regar y limpiar, para mantener el lugar y el vínculo. Y eso se pensaría: que vivir en cualquier tierra de nadie no genera propiedad, pero sí un vínculo. Es importante entonces observar cómo fluctúan estas ideas –separación y lazos– en El año que pasé en la bahía de nadie para entender quizá por qué La ladrona de fruta ha evolucionado hacia el vagabundeo, casi nomadismo.

El narrador de la bahía de nadie fue jurista, pero lleva mucho tiempo siendo escritor y, al hacer balance, advierte que ha contado ya todo de sí mismo y que debería ceder su papel de protagonista, que le toca ser espectador; deja entonces de llamarse narrador y adopta el nombre de cronista, para indicar distancia de sí mismo y un determinado tono. Sin embargo, esta elección no resulta tan fácil, como se expresa enseguida mediante unos rostros pintados por Giotto: «ojos pequeños, rasgados, como si simplemente rozaran los acontecimientos y al mismo tiempo tomaran parte en ellos íntimamente». Se recuerda aquí el título de un primer libro de poemas, publicado en 1969, a los 26 años, El mundo interior del mundo exterior del mundo interior. La descripción de las caras de Giotto –«una mirada así descomponía, daba ritmo, iluminaba»– evoca un fundido de conocimiento y existencia que podría trasladarse en términos de escritura; al cabo de 450 páginas, de larga investigación del roce y la intimidad, puede así formularse con una precisión que da entera cuenta del arte del último Handke: «Junto con la frase, o con el párrafo, estaba también en juego todo el asunto. A diferencia de lo que ocurre con un científico o un cronista, lo que estaba amenazado no era tanto la cabeza, el pensamiento, como el hacerse una-sola-cosa de este con el sentimiento, con los latidos del corazón o con la imagen rítmica, algo que para mí era absolutamente necesario». La distancia ha cabido en esta síntesis y, a la vez, las palabras se integran en la vida íntima, el cronista se ha descubierto escritor sin etiquetas.

En el vaivén exterior-interior, en el deseo de fundir sentir-pensar, Handke no tiene dudas de cuál ha de ser la orientación de la mirada: «Mi mano no debería llevarla nada que no fuera lo que ocurría en el exterior, y si en esta situación le venía una imagen, un pensamiento o un sueño diurno, esto para el trabajo de ir tomando notas sería bien acogido, con la condición de que surgiera, u oscilara, solo desde la atención prestada al mundo exterior». Una ley de la escritura en la que está activo el yo, pero diluyéndose en una obediencia sobrevenida. También el Poema a la duración lo apuntaba: «¿Y cuál debe ser el objeto / de mi atención? / Aparecerá en mi inclinación / hacia los seres vivos?» Árboles y plantas, pájaros y otros animales, zarzas y setas, un perro, avispas. En la tierra de nadie se hace presente la naturaleza, incluso en el entorno de la gran ciudad, entre los aeropuertos militares y las autopistas, en los solares sin construir, en el cráter de una vieja bomba. Y esta naturaleza que domina el mundo del escritor nunca está idealizada ni puede sentirse bucólica; son formas poderosas de realidad, delicadas, múltiples, violentas, en cuyo contacto la percepción y la sensibilidad parecen las únicas formas de resistencia de la vida.

Este desafío lo afronta, como digo, una escritura sin género. Handke escribió poemas casi solamente en su juventud, con excepciones dispersas; pero ante su prosa no se añora su poesía, pues cubre un mismo espacio, bien ajeno a la idea hegemónica hoy de la novela como entretenimiento. La ruptura es explícita en su voz: «A veces me parece que la actividad de narrar se ha agotado, o que en ella hay algo podrido», y entiende –como habría dicho Paul de Man– que narrar solo puede ya darse en la modalidad de la crisis. El hito más rotundo de su posición es El año que pasé en la bahía de nadie, un «libro sin argumento». Un conjunto de materiales procedentes de la vida cotidiana, de ese exterior de la vida, sin un orden claro. Lugares, gentes, unos amigos que viajan por el mundo y cuyo relato se imagina o deduce, ese caserío sin entidad de la periferia parisina camino de Versalles, recuerdos, sueños, flashes de vidas anteriores que parecen casi ajenas… Se afirma que el trabajo es relatar un año ahí, así, pero todos los años de una o dos décadas se mezclan; la narración es lo siempre pospuesto o relegado, el libro crece de su ausencia. Cada sitio, cada momento, cada persona que se cruza, cada animal o vegetal, tienen su pequeño pasaje.

Es cierto que hay guiños, señales que remiten a la ficción, como el nombre del personaje, ya usado otras veces, Gregor Keuschnig, obvia referencia kafkiana; la acción se sitúa en 1997, pero el libro se publica en 1994; hay una guerra civil en Alemania y un estado catalán, una rebelión iconoclasta como la antigua bizantina, aunque estos elementos no pesan, tienen incluso menos función que el semanario de Benavente, Zamora, que le envía un lector y él sigue divertido. El libro es un espacio verbal acerca de la vida, que se puede recorrer en cualquier dirección o detenerse largamente en cualquier pasaje, salpicado de decenas de microrrelatos, de vivas descripciones, de datos autobiográficos y lenguas diversas –francés, castellano, voces eslavas, sopesadas, incrustadas en el cuerpo del alemán–. Preguntaba y respondía un poema: «¿Y cómo puedes ordenarlo? / Porque el miedo al sinsentido ha pasado / ya no es necesario orden alguno».

La ladrona de fruta empieza en la bahía de nadie, y mueve los mismos materiales bajo el efecto de un más fuerte impulso narrativo: el viejo narrador, sale de casa para dirigirse a su residencia campestre en Picardía, con el fin de encontrar por allá a la ladrona de fruta. Mientras va hacia la estación, el trayecto se dilata en distracciones interminables: cada dato puede desarrollarse en palabras, ser objeto de escritura, convertirse en una pequeña fiesta verbal. Va en el tren, cree ver a lo lejos desde una ventanilla a “la ladrona”, se detiene en la siguiente estación, pregunta a unos sin techo y ellos le confirman que pasó por allí; como por arte de magia, como teletransportado, el lector se encuentra entonces ante un nuevo hilo de relato, el que teje “la ladrona”, empieza a seguir su peripecia por los campos y pequeñas localidades de Picardía, y el narrador desaparece, no se sabe más de él. Fue suficiente pensar en un personaje para encontrarse en su compañía, como si aún pudiera recobrar aliento un modelo medieval, bien ágil, de relato.

De manera sucesiva, en breves fragmentos centrado cada uno en un motivo (personaje, lugar, animal, planta, cosa), la ladrona va trazando su camino por una geografía cuyos topónimos se reconocen, pero que, por un extremo trabajo de lupa, se va sintiendo exótica. Ella quería buscar a su madre, que estaba perdida, errando por la zona, pero la ruta da rodeos, dibuja espirales, como si su empeño se proyectara, además de en un espacio sin lógica, en una expansión prodigiosa del tiempo. La materia verbal se acumula mientras las horas apenas corren. No me atrevo a describir a este personaje extraordinario, con unos recursos vitales inagotables, una soledad tan radical como abierta a los encuentros, implicada en todo y ajena a todo, conocedora de las fuerzas naturales, reflexiva a través de la intuición y los sentidos, del sueño y el sentimiento. Su rumbo es, narrativa y espacialmente, una digresión, o una cadena incesante de digresiones, que se tensa de manera imperceptible en el tiempo hacia un objetivo que –según el uso de Handke– se disolverá en vez de ser alcanzado. La reunión de la ladrona con toda su familia (madre, padre, hermano), en medio de una meseta, no parece el logro ni el fin de nada; el relato se apaga como se va la luz, lentamente, al final del día.

Las escenas memorables o la verborrea chiflada de algunos personajes acompañan esta empresa de apurar el ser naturalmente, sin ansiedad. En ella resuenan, como un gong de intensidad, las pequeñas estampas. El vecino que sale a barrer la gravilla que desplazó su coche cuando llevaba a su mujer a que muriera en el hospital; nunca se había ocupado de nada colectivo, pero ahora barre el camino de todos envuelto en lágrimas. La cena en un hotel que se había cerrado y reabre para quienes llegan, en la intimidad de una furiosa tormenta; todos cocinan, las conversaciones no encajan entre sí, pero ellos graban en su memoria una posibilidad. La escritura devuelve existencia, y viceversa. La inestabilidad, la sensación de estar fuera de la ley, de hacer algo prohibido, al margen del ritmo social. «Por la noche, en aquel bar la región entera me ha parecido una bahía, con nosotros como lo que el mar ha dejado en la playa». Y esta experiencia de los últimos que salen del bar, cuando cierra, llega a impregnar la lengua, a confundirse con ella: «Donde debería estar el límite de las palabras comienza a arder el follaje en los bordes, y las palabras se retuercen sobre sí mismas de modo infinitamente lento: / ‘¡Estas franjas negras!’ / Estos límites de la tristeza».

Lecturas.–

Peter Handke, El año que pasé en la bahía de nadie. Traducción de Eustaquio Barjau. Madrid, Alianza, 1999.
––, Vivir sin poesía. Traducción de Sandra Santana. Madrid, Bartleby, 2009.
––, La ladrona de fruta. Traducción de Anna Montané Forasté. Madrid, Alianza, 2019.
Peter Handke y Peter Hamm (conversación), Vive les illusions! Traducción al francés de Anne Weber. Paris, Christian Bourgois, 2008.
Henri Bergson, Memoria y vida. Textos escogidos por Gilles Deleuze. Traducción de Mauro Armiño. Madrid, Alianza, 1987.

(Texto de la serie «Tienda de fieltro», publicado en Tamtam Press)

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