Gestiones y escándalos privados; pasividad pública
Salvador López Arnal
Mi tía, Joana, la hermana de mi madre, fue una joven cenetista. Su marido, un militante de la FAI, aprendió a leer en una de sus estancias en la cárcel modelo de Barcelona en la década de los veinte. Cuando murió, a finales de los setenta, Joana supo aguantar bien durante años. Conoció en una local para mayores a Joaquim. Él ha sido su compañero en estos últimos años.
Quim, un trabajador del transporte que emigró a Alemania en los años cincuenta gracias a cuya pensión pudo vivir, con ayuda de Cáritas, sus veinte últimos años rozando la miseria más absoluta, murió en verano de 2007. Un cáncer de hígado acabó con él en apenas un año. No sufrió.
Joana pareció aguantar. Acudió al entierro. Lloró su muerte. Mayor, viviendo en una residencia desde hacía unos dos años (donde era visitada mañana y tarde por Quim a pesar de su delicado estado de salud), enferma de Alzheimer, me permitía acompañarle a dar un paseo día sí, día no, por las calles de su barrio trabajador: la Verneda, Sant Martí (en esta estación de metro se filmó una de la escenas más brillantes de “El silencio después de Bach” de Pere Portabella). A todo el mundo que veíamos, a sus amigos, convecinos, les contaba lo mismo. Quim había muerto, sin sufrimiento, y ella seguía aquí, le echaba mucho en falta y pensaba en él en todo momento.
Pero Joana cambió de opinión y no quiso aguantar más. Un día de octubre, dos meses después del fallecimiento de Quim, empezó a dejar de comer y a no tomar la medicación. Apenas bebía, no quería probar bocado. Insistimos: tienes que alimentarte, no podrás aguantar. Nos miraba y contestaba irritada: “Si Quim no està aquí, per què vull seguir?”. A punto estuvo de lograr su objetivo. Le llevamos de urgencias a un hospital público de Barcelona, el Hospital de Sant Pau. La admirable dedicación de una médica y de su equipo la salvó. Logró convencerla sin presión que valía la pena vivir, que era necesario que tomara la medicación más esencial. Empezó a comer de nuevo; lentamente, muy lentamente.
Su regreso a la residencia no fue fácil. Las personas que la cuidan, en su mayoría mujeres (cuidadoras de planta, médica, enfermeras, limpiadoras, recepcionista, asistenta social), tienen que incrementar ahora sus esfuerzos. Joana es dependiente. No puede andar, va en silla de ruedas. Existe el temor justificado de que se llague si no se mueve cada dos horas y permanece demasiado tiempo en la misma posición. Por lo demás, ya no puede comer sola. La alimentan, la levantan diariamente, la visten, la llevan a convivir y jugar con sus compañeras, la acuestan. Los familiares, los pocos familiares que tiene, la hija de Quim, mi compañera y yo, hacemos poco, muy poco.
Pero agradecemos enormemente, como no podría ser de otro modo, el esfuerzo, el cuidado, el mimo como es tratada por las trabajadoras de una residencia de titularidad pública y gestión privada. No es nada fácil, es trabajo duro y sin apenas reconocimiento. Pero lo consiguen, lo están consiguiendo, a pesar de que en ocasiones la medicación, o la falta de ella, saca de Joana su carácter indómito e incluso la descortesía y la mala educación. A veces pierde los nervios y arroja al suelo comida y utensilios.
La residencia, como decía, es de titularidad pública. Joana, que cobra una pensión de unos 720 euros, no hubiera podido acceder a una residencia privada. Los precios de estas instituciones de lucro, y algunas de lujo, que suplen con finalidad de negocio la falta de un decente Estado de bienestar, con o sin ley de dependencia, tienen precios cuatro o cinco veces superiores. No exagero, no cometo ningún error grave.
La residencia es pública pero la gestión, eso sí, es privada. No tengo datos de las ganancias del empresario que lleva la residencia ni la cantidad obtenida por el acuerdo con la Administración catalana en concurso público. Sé, eso sí, las condiciones laborales de las trabajadoras que rigen la residencia, que le dan vida y gracias a las cuales las cosas funcionan razonablemente bien. Las condiciones, sus condiciones laborales, son tan insoportables que están en huelga indefinida desde hace un mes sin poder hacer huelga efectiva. De hecho, no quieren hacerla. Cuidan de los enfermos (enfermas en su mayoría) y no les quieren dejar a la intemperie. Su protesta se reduce a salir a la calle exhibiendo sus reclamaciones quince minutos diarios para buscar apoyo entre la ciudadanía y los familiares. Luego, todo sigue su camino, y su trabajo es tan duro, difícil y necesario como lo ha sido siempre.
El salario bruto de la mayoría de las trabajadoras de la residencia es de unas 800 euros, unos 715 después de los descuentos correspondientes. No se trata de mileuristas, como señalaba Isaac Rosa en un artículo reciente. Serlo, poder llevar esa etiqueta ciertamente frívola y nada inocente, sería un éxito para ellas. Trabajan 37,5 horas por semana y las que lo hacen en turnos de 12 horas tienen más días seguidos de descanso. Cuando trabajan festivos, reciben un complemento: 10 euros (hasta hace pocos meses eran 8). Por día, no por hora, no se equivoquen. Una trabajadora que haya trabajado tres días festivos en un mes, pongamos por caso, cobrará en nómina unos 845 euros, unos 745 netos.
Las consecuencias de estas inimaginables pero reales condiciones laborales, en un país que se dice faro de la modernidad y que asegura que ha superado la renta de Italia, son conocidas: las trabajadoras cambian de lugar de trabajo cuando tienen ocasión (aunque no es fácil porque las condiciones son similares en otros destinos); el personal más cualificado no es contratado por la dirección de la residencia por el coste que representa; la feminización de la pobreza o de los asalariados más empobrecidos no es sólo asunto de estadística, y el grueso de los puestos de trabajos están ocupados por personas trabajadoras que han llegado recientemente a nuestro país y que tienen menos protección y contactos, moviéndose por ello con más dificultad.
¿Es razonable que estas sean las condiciones laborales de un colectivo que desempeña una tarea tan importante, tan esencial, tan necesaria y, de puertas hacia fuera, tan reconocida ? No lo creo, no creo que alguien pueda mantener una creencia así.
¿Es razonable que el asunto, y su lucha, apenas trascienda a la opinión pública? Tampoco lo es en mi opinión. Otro ejemplo más de la censura informativa de la que habla, con razón y razones, Santiago Alba Rico.
¿No tienen consecuencias la gestión privada de bienes de titularidad pública? Las tiene. Si el motor es el lucro, como es el caso, las consecuencias son conocidas: retribuir lo menos que sea posible la fuerza de trabajo para incrementar el botín.
¿Es razonable que un gobierno de izquierdas, como el que rige actualmente en Cataluña, acepte que un tema de salud como es el cuidado de los mayores, algunos de ellos enfermos, sea gestionado con criterios de rentabilidad? No lo es mi opinión. De hecho, paradoja de paradojas, esos son los planes que pretende generalizar, según creo, la señora Aguirre en todos o casi todos los servicios de la Comunidad de Madrid y éstas han sido las propuestas que han sido criticadas por el PSOE cuando ha estado en la oposición: la privatización del estado de bienestar, se ha dicho con voz de barítonos convencidos, es inadmisible.
¿Hay que apoyar o apostar por un gobierno que no es capaz de mover ni un pelo, y menos un dedo, para combatir esta situación de injusticia ilimitada? Tampoco lo creo, sea cual sea los espantapájaros que se agiten en las próximas contiendas. No es posible, no es admisible que a un conseller/a de izquierdas o no sepa nada, o no le importe o le pueda parecer razonable o justo un salario de miseria sabiendo, como sabe, que sus ingresos son 12 o 15 veces superiores a los de un trabajador o trabajadora al que, por otra parte, dice representar y defender (Por cierto, ¿de quién, de qué? )
No sé si exagero -acaso un átomo o un quark, pero no más- si afirmo que éste es otro episodio más, y ya son muchos, de la historia universal de la infamia. Pero, como ustedes saben, no hay ningún libro ni tratado que asegure ni demuestre que sea necesario transigir con tanta ignominia insoportable.