Formas de extrañez
Gerard Marín Plana
«Videmus nunc per speculum et in aenigmate»
Aviso inicial: Under the skin (tercera película de Jonathan Glazer, 2013) ha sido considerada, no sin razones, una marcianada. Y esto no solo debido a su argumento, que presenta a un grupo de alienígenas, encabezado por una gran Scarlett Johansson, que llega a la Tierra con el objetivo -parece- de observar, atrapar y asesinar hombres. Sino más bien a causa del hecho de que desde los primeros planos hasta los finales supera una y otra vez las expectativas del espectador, expulsado de sus zonas de confort, incapaz de sentirse en control de los acontecimientos y de desprenderse de una sensación de honda extrañez. En este sentido, se ha dicho que la película se aleja de «cualquier convencionalismo en la narración», e incluso que, en el primer par de minutos, se produce «la resurrección del cine según un nuevo paradigma».
Leyendo esto, podrían parecer comprensibles dos hechos. Primero, el reconocimiento que, desde su estrena, la película ha recibido en los festivales y de buena parte de la crítica -que la ha situado entre las mejores películas del año, de la década y hasta del siglo XXI. Segundo, su fracaso de público, que llegó a provocar que por motivos comerciales Under the skin no pudiera ser distribuida en España y aparecer en sus salas hasta mediados del año pasado, 7 años después de la primera proyección. Pero deberían matizarse este tipo de afirmaciones, acaso sensacionalistas, equívocas y alejadas de las intenciones y personalidad artísticas de su director, y que por otro lado no hacen justicia a una película ciertamente original, construida con precisión quirúrgica -no hay en ella nada que sobre ni falte- y fuertemente comprometida tanto con el espectador y su realidad como con el arte del cine. Una película preparada a fuego lento, que Jonathan Glazer decidió que realizaría tras la lectura de la novela homónima de Michel Faber, publicada en el año 2000, pero que tardaría más de una década en terminar.
Y es que Under the skin no es una película que base su interés en el simple rompimiento de las amarras con todo el cine anterior. Han sido resaltados por otros los claros puntos de contacto entre los mencionados dos primeros minutos de metraje y 2001: A Space Odyssey (1968), el clásico de la ciencia ficción de Stanley Kubrick. Y el tratamiento del género y de sus temas son reconocibles también en esa película y en gran parte de la tradición. Igualmente, los esquemas narrativos, el desarrollo de la trama, son suficientemente digeribles para cualquier espectador acostumbrado a ver cine -de hecho, ¿no pueden verse también paralelismos entre Under the skin y, por ejemplo, el desarrollo de otra película de Kubrick, A Clockwork Orange (1971)?
Al contrario, la extrañez mencionada al principio y la originalidad y fuerza de Glazer pueden encontrarse, para empezar, precisamente en la relación de aquellos directores que le gustan, como los franceses Bresson, Truffaut y Vigo, o Pasolini y Fassbinder, así como su descripción de estos: hombres «luchando con su propio viaje artístico», «haciendo lo suyo [their thing]». Cineastas que supieron alimentarse de la tradición y las convenciones cinematográficas, pero que fueron con valentía más allá de estas, aportando con su trabajo creativo, con su experimentación cinematográfica personal, una parte significativa de la historia del cine: nuevas formas de acercarse a y de concebir audiovisualmente el mundo y la posición en él del ser humano.
Precisamente, en el caso de Under the skin, Glazer afirmó que quería reflexionar sobre «la forma misma, y la forma alien«. Y en opinión de quien escribe es, por un lado, la propia forma de la película aquello que resulta uno de los elementos más ricos, sugerentes y sorprendentes de la misma. Desde la banda sonora de Mica Levi, crispante, disruptiva y fría -e insertada en la estructura de la película-, a las imágenes sofisticadas y estilizadas hasta la irrealidad, todo carga espléndidamente el peso de una narración sin casi diálogos -y estos, en ocasiones, intencionadamente cotidianos, banales. Es en este contacto formal entre los sosos paisajes escoceses y su vida diaria -el shopping, los partidos de fútbol, etc.-, por una parte, y los espacios alienígenas, por otra, entre lo más cotidiano y una irrealidad casi onírica, donde se produce principalmente, quizás, el sentido de extrañez del espectador.
Pero esta relación formal extraña entre cotidianidad e irrealidad no se mantiene sólo en la epidermis de Under the skin. La composición de Jonathan Glazer deja al espectador en la posición de un observador externo a los hechos que se le presentan, un espectador que comienza por enfrentarse a la extrañez que le ofrece la forma de seres de otro mundo, gélidos, inhumanos, y que, a la mitad de la película, se ve obligado a reconsiderar las ideas que se ha ido formando sobre el sentido de la otredad. En un final que puede recordar también a Night of the Living Dead (George A. Romero, 1968), acaba por descubrir horrorizado la extrañez existente en el mundo cotidiano de la propia humanidad, que tantas veces no sabe penetrar bajo la piel del otro con sus propios congéneres. En este sentido, si bien se han destacado, con acierto, las líneas de continuidad de la película con cuestiones candentes en la actualidad, como la inmigración y el racismo, y, en especial, las relaciones de género (el retrato de la masculinidad y de su mirada hacia eso que entiende como el objeto femenino es brillante), creo que estas lecturas se incorporan al análisis más global de la «experiencia humana» que, en palabras del propio director, aparece en Under the skin.
Muchas preguntas se forman en la mente del espectador desde el inicio de la proyección, y se mantienen sin resolver y crecen al final. Ante tales incógnitas, este, lleno de curiosidad, subyugado por la potencia de las olas cinematográficas que lo han atraído y atrapado, puede sentirse en última instancia decepcionado, y puede culpar al director por dejar cabos sueltos. Pero algunas de esas preguntas -«¿qué hay bajo la piel de un alien?»- son, pese al afán por responderlas, insustanciales, no alterarían el sentido de la película. Y otras -«¿qué hay, bajo la piel de los hombres?»-, en cambio, son de una trascendencia tal que resulta un acierto y una muestra de sabiduría que el director deje la respuesta al espectador y a la propia humanidad. Es lo correcto que él plantee la pregunta y nos permita la distancia necesaria para buscar y ensayar las respuestas.
Sea como sea, la extrañez de Under the skin no se olvidará como todo aquello que no hace ningún sentido, ni como todo aquello que en el cine comercial repite formas y fórmulas hasta la saciedad. Es una extrañez que, paradójicamente, nos acerca a nosotros mismos, que quedará en nosotros con la punta del misterio, cuestionándonos, abriéndonos, y que como todo clásico nos acompañará en el tiempo, quizás mientras los seres humanos -este «camaleón», esta «naturaleza que se transforma incluso a sí misma», que escribía Pico della Mirandola- nos pongamos ante el espejo.