La crisis del capitalismo. Demagogia y realismo
Santiago Alba Rico
A Eduardo Fernández Rubiño, joven comunista
El mismo día en que la FAO informa de que el hambre afecta ya a casi mil millones de seres humanos y valora en 30 000 millones de dólares la ayuda necesaria para salvar sus vidas, la acción concertada de seis bancos centrales (EE.UU., UE, Japón, Canadá, Inglaterra y Suiza), inyecta 180 000 millones de dólares en los mercados financieros para salvar a los bancos privados.
Frente a un dato como este solo caben dos alternativas: o somos demagógicos o somos realistas. Si invoco la ley natural de la oferta y la demanda y digo que en el mundo hay mucha más demanda de pan que de operaciones de cirugía estética y mucha más de alivios contra la malaria que de vestidos de alta costura (y mucha más también de viviendas que de créditos hipotecarios); si reclamo un referéndum kantiano que pregunte a los ciudadanos europeos si prefieren destinar las reservas monetarias de su país a salvar vidas o a salvar bancos, estoy siendo, sin duda, demagógico. Si, contra la razón y la ética, acepto que es más urgente, más necesario, más conveniente, más eficaz, más provechoso para la humanidad, impedir la ruina de una aseguradora y la quiebra de una institución bancaria que dar de comer a miles de niños, socorrer a las víctimas de un huracán o curar el dengue, entonces estoy siendo realista. No hay en mis palabras ni una brizna de ironía. Las cosas son así: una verdad redonda que no consiente aplicación es demagógica; una monstruosidad puntiaguda que no admite alternativa es realista. Para tener mucho o tener poco ―o incluso para tener solo las ganas de tener algo― hay que dejar de lado todas las redondeces y aceptar todas las puntas y todos los pinchos. La minoría organizada que gestiona el capitalismo ―ministros, banqueros, ejecutivos multinacionales, corredores de bolsa y periodistas económicos― puede invocar a Hayek con arrogancia en momentos de bonanza y exigir con aplomo la intervención del estado cuando está a punto de despeñarse porque sabe que su impunidad es proporcional a nuestra dependencia. Por eso mismo ―admitámoslo― los ciudadanos europeos convocados a un hipotético referéndum kantiano (“el banco o la vida”) responderíamos, sin duda, con realismo a favor de los bancos, conscientes de que todo lo que nos importa ―desde el abrazo de nuestras novias hasta la sonrisa de nuestros niños― es una concesión suya. La minoría organizada que nos gobierna ha tomado como rehén a la humanidad y, si no acudimos en ayuda de los secuestradores, puede ahora rematarnos a todos.
Para una humanidad cautiva es realista ceder al chantaje y dejar a un lado la verdad, la compasión, la sensibilidad, la solidaridad. Un sistema que, cuando las cosas van bien, mata de hambre a mil millones de personas y que si van mal puede acabar con todo el resto, es un sistema no solo moral sino también económicamente fracasado. En esto tiene razón el periodista Iñaki Gabilondo y es bueno, casi ya revolucionario, que lo escuche mucha gente1. Pero se equivoca al evocar la caída del Muro de Berlín, por muy retóricamente eficaz que sea la ocurrencia, porque si algo tuvo que ver el capitalismo en la derrota de la Unión Soviética, no puede decirse que la Unión Soviética ―ya desaparecida― sea la causa de la agonía capitalista. El capitalismo, sencillamente, no funciona.
Hay algo hermoso, emocionante y precursor en el hecho de que seis estados poderosos hayan coordinado una acción concertada para intervenir masivamente en la economía: eso es lo que se llama “planificación”. En tiempos de Marx, el capitalismo era solo “una excepción en algunas regiones del planeta” y, si ha llegado a cubrir el conjunto de la superficie del globo, ha sido gracias a una permanente intervención estatal, a una “planificación” ininterrumpida que combinaba y combina los desalojos de tierras, las acciones armadas, las medidas proteccionistas, los golpes de estado y los acuerdos internacionales. Nunca a lo largo de la historia un experimento económico ha dispuesto de medios más poderosos ni de condiciones más favorables para demostrar su superioridad. En los últimos 60 años, la minoría organizada que gestiona el capitalismo global se ha visto apoyada, a una escala sin precedentes, por toda una serie de instituciones internacionales (el FMI, el Banco Mundial, la OMC, el G-8, etc.) que han excogitado en libertad, y aplicado contra todos los obstáculos, políticas de liberalización y privatización de la economía mundial. Después de 200 años de existencia libre, apoyado, defendido, apuntalado por todos los poderes y todas las instituciones de la Tierra, el trasto viejo y homicida nos ha traído hasta aquí: mil millones de seres humanos se están muriendo de hambre y, si no corremos ahora a socorrer a los culpables, los demás quizá acabemos enterrados con los más pobres después de habernos matado unos a otros.
Parece, pues, que planificar para salvar bancos y aseguradoras no sirve. ¿Y planificar para salvar vidas? Esto no lo hemos probado aún. Capitalismo y socialismo no se retaron en mundos paralelos y en igualdad de condiciones, cada uno en su laboratorio desinfectado y puro, sino que el socialismo nació contra el capitalismo histórico, para defenderse de él, y nunca ha fracasado porque nunca ha tenido ni medios ni apoyos para poner a prueba su modelo. Lo poco que intuimos en la actualidad es más bien esperanzador: a partir de una historia semejante de colonialismo y subdesarrollo, el socialismo ha hecho mucho más por Cuba que el capitalismo por Haití o el Congo. Cuando se habla de “socialismo en un solo país” se olvida que igualmente imposible es “el capitalismo en un solo país” y que por eso se ha dotado de una musculosa organización internacional capaz de penetrar todos los rincones y todas las relaciones. ¿Qué pasaría si la ONU decidiese aplicar su carta de DDHH y de Derechos Sociales? ¿Si la FAO la dirigiese un socialista cubano? ¿Si el modelo de intercambio comercial fuera el ALBA y no la OMC? ¿Si el Banco del Sur fuese tan potente como el FMI? ¿Si todas las instituciones internacionales impusiesen a los díscolos capitalistas programas de ajuste estructural orientados a aumentar el gasto público, nacionalizar los recursos básicos y proteger los derechos sociales y laborales? ¿Si seis bancos centrales de estados poderosos interviniesen masivamente para garantizar las ventajas del socialismo, amenazadas por un huracán? Podemos decir que la minoría organizada que gestiona el capitalismo no lo permitirá, pero no podemos decir que no funcionaría.
Cuba es el único país del mundo en el que, incluso después de un ciclón que ha destruido el 15% de sus viviendas, lo realista sigue siendo salvar vidas y lo demagógico robarle la comida a un hermano. En EE.UU., tras el paso del mismo ciclón, lo realista es que la fiscalía de Texas monte un dispositivo para proteger de los delincuentes sexuales, a las víctimas de la catástrofe, y lo demagógico es pedir ayuda económica al gobierno. Ahora Iñaki Gabilondo se lo ha dicho a millones de españoles que creían esto eterno y natural: planificar para salvar bancos no sirve. ¿Y planificar para salvar vidas? Es el único medio que existe para que el realismo deje de ser criminal y la verdad, la compasión y la solidaridad dejen de ser demagógicas.
Publicado en Rebelión