Del «socialismo real» al capitalismo irreal
Miguel Candel Sanmartín
Si los dos artículos publicados en El Mundo Financiero (días 24 y 29 de noviembre del año pasado) por el administrador civil del Estado D. Enrique Sánchez Motos, bajo los títulos de «¿Eres tú capitalista?» y «¿Eres tú socialista?», respectivamente, son una síntesis fiel de lo expuesto en su libro Historia del Comunismo. De Marx a Gorbachov, el camino rojo del Marxismo, no tengo más remedio que mostrarme muy agradecido, pues ahorrarse el gasto que supondría comprar dicho libro, en los tiempos que corren (y los que correrán, gracias a las portentosas virtudes del capitalismo vigente), no es moco de pavo y, según la más estricta ortodoxia capitalista, el dinero no está para tirarlo.
Lo primero que a este modesto ex miembro de la Administración del Estado (en su versión de profesor titular de universidad, ya jubilado) le llama la atención es el empeño de ciertas personas y similares por seguir enterrando a Marx casi ciento cincuenta años después de su muerte, cuando ya casi nadie en este planeta se confiesa marxista y los regímenes políticos que se declaraban (casi siempre abusivamente) herederos de su pensamiento político y económico han desaparecido prácticamente de la faz de la Tierra. (La verdad es que, si ese renovado entierro sirviera para mejorar algo la estética de la sepultura que alberga sus restos y los de varios familiares suyos en el cementerio londinense de Highgate ―aunque no precisamente en la línea del atentado vandálico que ha sufrido recientemente―, yo sería el primero en agradecerlo; sin necesidad, dicho sea de paso, de alejar su tumba de otra situada casi enfrente, la de Herbert Spencer, aquel pionero del liberalismo antiestatista que equiparaba el socialismo con la esclavitud.)
Sólo explicaciones freudianas (el «retorno de lo reprimido», por ejemplo) me vienen a la mente, pues, para entender el porqué de la manía persecutoria antimarxista de la que los artículos y ―supongo― el libro del digno colega administrador civil del Estado (señor, señor, qué diría Spencer de nosotros…) son una insignificante muestra entre millares más del mismo tenor.
Pero como uno no es psicólogo (y tiene serias dudas, además, acerca del estatuto científico de la psicología en general y del psicoanálisis en particular), me abstendré de toda interpretación psicoanalítica al respecto.
Dice mi distinguido cuasi-colega (cito textualmente): «La demagogia de la izquierda es opresiva y dominante. Se apoya en la mentira marxista y en el famoso libro El Capital de Marx y Engels. Critica y pone en la picota al capitalismo porque hacerlo suena muy bien pero no define qué es el capitalismo.»
Vayamos por partes. Que la izquierda recurre a menudo a la demagogia es un hecho que pocos niegan, salvo ciertos políticos autoadscritos a esa tendencia política (tendencia u orientación que, por cierto, el señor Sánchez Motos se guarda muy mucho de definir, limitándose a su descalificación, como él dice que la izquierda hace con el capitalismo). Y sí, ya sabemos que mal de muchos, consuelo de tontos; pero hablando de demagogia, ¿dónde estaba el señor Sánchez Motos durante la última campaña electoral de la Comunidad de Madrid? ¿No oyó ni leyó ningún discurso (llamémoslo así) de la candidata del PP, Isabel Díaz Ayuso? Y dejo para el lector la fácil tarea de descubrir las toneladas de infantil demagogia de derechas que contiene el propio texto del señor Sánchez Motos…
Sigamos. Cuando dice que la izquierda «se apoya en la mentira marxista y en el famoso libro El Capital de Marx y Engels», ¿está implicando que El Capital no forma parte de la «mentira marxista»? Quizá sí. Quizá por eso dice que dicha obra es «famosa». Claro que tampoco faltan las mentiras famosas, como aquella que se lee a la entrada del campamento de exterminio de Auschwitz: «El trabajo libera». (Y vamos a dejar sin comentar la atribución de El Capital a Marx «y Engels». Seguramente el benemérito administrador civil del Estado ignora que dicha obra, inconclusa, la redactó únicamente Marx, limitándose Engels a completar póstumamente la versión publicada con los manuscritos que Marx había dejado pendientes de revisión y edición; pero pelillos a la mar: no está de más atribuirle méritos extra a Engels, sin cuya ayuda ciertamente Marx ―y en eso nuestro amigo (?) tiene razón― difícilmente habría sacado adelante a su familia ni habría podido llevar a cabo las múltiples actividades publicísticas y políticas que realizó.)
Bien, supongo que en realidad, como se desprende del tono general de su artículo, Don Enrique también mete El Capital en el saco de la «mentira marxista». A priori, sin duda, porque no hay en su texto el más leve indicio de que haya leído jamás página alguna de la obra magna de Marx (ni de la mínima tampoco). Por eso se atreve a intentar llenar el vacío explicativo de lo que es el capitalismo, vacío del que, según él, adolece el pensamiento de la izquierda (la que piensa, claro, que ciertamente no es toda ella, para qué nos vamos a engañar). Y pretende llenarlo así: «el capitalismo es simplemente un sistema económico que afirma la necesidad de tres instrumentos fundamentales: el mercado, la iniciativa y la propiedad».
Pardiez, dirá más de uno: entonces el capitalismo es casi tan antiguo como el Neolítico. Porque desde el momento mismo en que los clanes de homínidos se sedentarizan gracias a la llamada revolución agrícola, superando la primitiva economía de caza y recolección, empieza a poder hablarse de propiedad (la de la tierra, aunque inicialmente fuera colectiva de todo un clan, tipo de propiedad de la que aún quedan ―cada vez menos― vestigios en las llamadas tierras «comunales»). Quizá el señor Sánchez Motos no sepa que «propio» no es sinónimo de «individual»; por eso le invito a que se documente al respecto en los ratos libres que le deje su labor al servicio del Estado (ese Leviatán) y su dedicación a la cruzada antimarxista. Esa distinción es de suma importancia a la hora de elucubrar sobre sistemas económicos, derechos y libertades.
Y ¿qué decir de la «iniciativa»? Para hallarla no hay que esperar al Neolítico. Es mucha la iniciativa de la que hay que hacer gala para organizar partidas de caza, acondicionar abrigos en cuevas o construir chozas donde guarecerse, así como para organizar la recolección de plantas y frutos comestibles. ¿No fue, en definitiva, la iniciativa de modificar su entorno natural lo que acabó diferenciando a los homínidos del resto de los primates y, a fortiori, de la totalidad de los animales?
El mercado, ciertamente, debió de ser lo último en aparecer. Pero sin duda lo hizo a partir del momento en que la agricultura y la ganadería empezaron a generar excedentes. O sea, también en algún momento del Neolítico. ¿Es, pues, el capitalismo un sistema económico neolítico? De la sucinta caracterización de Sánchez Motos (en adelante, SM) eso es lo que parece desprenderse.
Afortunadamente, nuestro autor «profundiza» algo más a continuación: «El mercado porque la oferta y la demanda permiten establecer los precios. Sin ellos los productores carecen de indicadores para saber qué productos deben producir para obtener una ganancia y a la vez satisfacer al consumidor. La iniciativa privada porque es imprescindible para crear nuevos productos y servicios y para diseñar y hacer más eficientes los procesos para producirlos. La propiedad privada porque toda iniciativa conlleva un riesgo y es necesario tener propiedad para avalar las inversiones que se van a hacer o los préstamos que se van a pedir.»
Muy bien (con una salvedad a la que me referiré enseguida). Pero seguimos sin ver ninguna diferencia esencial entre el capitalismo así caracterizado y los sistemas económicos precapitalistas. En todos ellos hay, en mayor o menor medida, mercado, iniciativa creadora y, por supuesto, propiedad de algún tipo. La clave de la diferencia empieza a despuntar cuando SM dice que la propiedad «es necesaria para avalar las inversiones que se van a hacer o los préstamos que se van a pedir». Evidente: no se pueden dedicar a la actividad económica, sea la que sea, recursos que no se tienen, salvo que se obtengan en préstamo… a cambio de un interés. El capitalismo, en definitiva, mucho antes de que lo llamáramos así, nace con la usura, a la que Aristóteles llamaba crematística no natural. En otras palabras, su embrión es el uso del dinero para obtener más dinero. A ese uso Marx lo llama «transformación del dinero en capital».
Detengámonos un momento aquí: hasta SM debe de saber que, mucho antes de que tuviera sentido hablar de izquierda, socialismo ni nada semejante, era opinión común denostar la usura y estigmatizar al usurero (pocas palabras hay en todas las lenguas con más connotaciones negativas que ésa), sentimiento popular que hoy tiende, con no poca razón, a teñir la actitud de mucha gente hacia los bancos. Es ese sentimiento, y no ninguna conjura marxista, lo que facilita y da verosimilitud a la crítica al capitalismo, crítica que, como reconoce el propio SM, «suena muy bien», y que es explícita por parte de algunos (lo que hoy solemos llamar la «izquierda») e implícita por parte de muchos que, sin poner en cuestión el sistema como tal, rechazan en mayor o menor medida sus efectos negativos (paro, carestía, inseguridad laboral, etc.).
Pero ni yo mismo ni, por supuesto, SM hemos tocado aún el punto clave, que no es otro que la explicación de cuál es el mecanismo concreto que permite ese aparente milagro que, como la evangélica multiplicación de los panes y los peces, permite crear dinero a partir del dinero. Esa piedra filosofal, a la que, por supuesto, SM no hace la más mínima referencia cuando pretende definir el capitalismo, no es otra que el trabajo humano.
Economistas defensores del capitalismo menos sectarios y reduccionistas que SM no hablan sin más de propiedad, iniciativa y mercado, sino de factores productivos, que en síntesis son dos: capital y trabajo. Tal como Marx ve la cosa, hay entre ellos una relación compleja y de mutua penetración: el capital no puede funcionar como tal (es decir, como generador de más valor que el inicialmente atribuible a los recursos materiales) sin la aportación de fuerza de trabajo humana (el término preferido por Marx es este último, pues trabajo a secas es ambiguo, ya que puede significar tanto la actividad productiva como el producto resultante); por tanto, en último término, la fuerza de trabajo pasa a formar parte del capital como su elemento vivo, frente a todos los demás factores productivos, considerados por Marx como trabajo muerto u objetivado (porque surgieron, a su vez, de otras formas de trabajo vivo). A partir de aquí surge la polarización entre quienes consideran que el aumento de valor (la plusvalía) conseguido por el sistema debe pasar íntegramente a manos del capitalista (el que ha puesto los medios materiales de producción y adelantado los gastos de funcionamiento) mientras la fuerza de trabajo no tiene por qué ser retribuida en una cuantía superior a la estrictamente necesaria para su conservación (salarios de subsistencia, correspondientes en último término al «valor de mercado» de los trabajadores, considerados por tanto como una mercancía más), y quienes consideran, por el contrario, que al ser el trabajo la fuente última del valor (al fin y al cabo, es opinión muy común que lo que no cuesta trabajo no tiene valor), el mayor beneficiario en todo el proceso debe ser el que aporta su fuerza de trabajo, bien mediante salarios por encima del nivel de subsistencia, bien mediante participación en la propiedad de los medios materiales de producción, o de las dos maneras. Y ese es el punto nodal de lo que se conoce como conflicto social, disparidad de intereses o antagonismo capital-trabajo. Marx, que nunca llegó a elaborar una teoría política propiamente dicha que estableciera cómo resolver ese conflicto, se quedó en la postulación de una idealizada «libre asociación de trabajadores», en otras palabras, un sistema de cooperativas que sustituyeran a las empresas capitalistas estándar, donde la retribución de los factores productivos fuera objeto de negociación entre los aportadores de unos y otros. De manera que toda la retórica de SM sobre la perversa tendencia de la izquierda marxista a la expropiación general de los medios de producción es de un simplismo deleznable, a base de generalizar sumariamente la experiencia soviética (que por otra parte, y desde un deshumanizado punto de vista estrictamente económico, propició durante varios años crecimientos económicos espectaculares).
Enlazando, finalmente, con el segundo artículo y su defensa de un estrafalario «socialismo capitalista», creo que no vale la pena decir más que tres cosas, porque hablar mucho más del texto de SM es concederle una importancia que no tiene.
Primera cuestión. Eduard Bernstein fue ciertamente crítico de la estrategia rupturista o revolucionaria propugnada tradicionalmente por los partidos socialdemócratas, que tenían una concepción puramente instrumental de la democracia «burguesa» (el parlamento entendido como mera «caja de resonancia» de las reivindicaciones obreras), democracia aceptada como fase de transición en la que se irían acumulando las fuerzas necesarias para el asalto al poder del Estado y su subsiguiente liquidación y sustitución por una democracia obrera directa. Pero Bernstein no admitía ningún tipo de conciliación última con el capitalismo. Aspiraba a su sustitución final por un sistema de democracia obrera, sólo que, tomándose en serio el diagnóstico de Marx de que ningún sistema socioeconómico desaparece antes de haber realizado todas sus potencialidades, consideraba que había que seguir trabajando pacientemente dentro del sistema capitalista con la seguridad de que acabaría desplomándose por sí mismo víctima de sus propias contradicciones (lo que Bernstein y otros socialdemócratas alemanes llamaban el Zusammenbruch des Kapitalismus, el «colapso del capitalismo»).
Segunda. La historia calamitatum en que se han convertido a lo largo del siglo XX los diferentes intentos de construcción de un sistema socioeconómico antitético al capitalismo no se explica sólo ni fundamentalmente por errores de análisis sobre la naturaleza de este último, ni tampoco por la maldad de quienes lo han intentado, sino por un exceso de voluntarismo heredado, en último término, del afán constructivista y la ingenua creencia romántica en la capacidad autotransformadora del ser humano (herencia, en último término, de ciertas versiones del idealismo alemán, particularmente el representado por Fichte, y que autores marxistas contemporáneos como Domenico Losurdo califican de «idealismo de la praxis»). Vale aquí aquello de que «el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones». El llamado «socialismo real» o soviético es, pese a su notable reducción de las desigualdades sociales, una experiencia que ningún marxista sensato repetiría.
Tercero. Las buenas intenciones, aunque hayan llevado al infierno (sobre todo a los mismos que las tenían) no pueden confundirse ni equipararse con las malas intenciones de quienes, como los nazis, sí querían de entrada enviar al infierno a todos los que no pertenecieran a su raza de superhombres. Porque si resulta que el criterio definitivo para juzgar la bondad o maldad de una ideología es contar las muertes que han causado sus adeptos, ¿qué habríamos de decir de la ideología liberal? Antes de cantar las glorias de un capitalismo idealizado que a duras penas fue realidad (en Europa y Norteamérica) entre 1950 y 1980, ¿se ha parado SM a contar las muertes causadas a lo largo de todo el siglo XIX y gran parte del XX por las llamadas democracias liberales y similares? Sólo un breve repaso, estimado señor Sánchez Motos, y descontando, por supuesto, las víctimas, no directamente violentas, de la pobreza (que ya es descontar): represión-masacre de las diferentes sublevaciones de esclavos negros ocurridas en Haití, Jamaica y otras colonias europeas de las llamadas Indias Occidentales; conquista por los Estados Unidos de la mitad septentrional de México; campañas de exterminio, y confinamiento en miserables reservas, de los indios de las praderas estadounidenses; la propia guerra civil americana de 1861-1865, donde tuvieron lugar algunas de las batallas más sangrientas del siglo XIX; guerra franco-prusiana; guerras del opio contra China; exterminio de los indios de la Argentina en la llamada «campaña del desierto»; Primera Guerra Mundial o Gran Guerra; campañas de Francia y España en el Norte de África; guerra de Indochina; guerra de Argelia; guerra de Vietnam… No hablo de las bombas atómicas contra Hiroshima y Nagasaki lanzadas por los «buenos» en la guerra contra el Imperio del Sol Naciente, porque dicen que eso ahorró muchos más miles de víctimas (aunque me permito pensar que había otras muchas opciones diferentes para conseguir la rendición del Japón sin necesidad de provocar aquel holocausto nuclear cuyos efectos aún colean). Pues bien, señor SM, ¿verdad que no por eso consideraremos «criminal» la ideología liberal ni arrojaremos a Locke, Adam Smith (de quien, por cierto, tomó realmente Marx la idea del trabajo como fuente última del valor), Bentham o el ya mencionado Spencer al basurero de la historia? Con los argumentos(?) que usted esgrime contra Marx y sus ideas el basurero de la historia estaría poblado por la práctica totalidad de las figuras históricas más señeras. Lo cual tendría para usted la indudable ventaja de que nunca lo admitirían en aquella compañía. My congratulations.
Miguel Candel Sanmartín
Profesor emérito de Historia de la Filosofía
Universidad de Barcelona
Miembro de AIREs – La Izquierda