Un punto de encuentro para las alternativas sociales

La miseria de la abundancia

Santiago Alba Rico

Conferencia pronunciada en el marco de la VII Conferencia Internacional de Psicología Social de la Liberación, Liberia (Costa Rica).

 

Me siento enormemente honrado de estar ante ustedes esta tarde, pero también un poco -cómo decirlo- intimidado o desplazado. En medio de tantos y tan autorizados especialistas que trabajan sobre el terreno, interviniendo en la resolución de conflictos concretos y a menudo, imagino, en condiciones difíciles y hasta personalmente arriesgadas, me presento ante ustedes como un huésped un poco abstracto, intruso en disciplinas cuyos secretos exceden con mucho mis competencias. No soy psicólogo ni sociólogo y jamás tendría la audacia de calificarme de “filósofo”, esa especie ya extinguida cuyo recuerdo mantienen vivo a duras penas algunos profesores de universidad condenados también a inminente desaparición por disposición del mercado. Un filósofo es alguien que madruga mucho, que se despierta antes que las cosas o al mismo tiempo que ellas, y para eso se necesita tiempo o, más exactamente, una calidad de tiempo incompatible con la sucesión industrial de los acontecimientos y con el imperativo moral de intervenir en ellos. Capturadas en la órbita vertiginosa de las mercancías, las cosas han nacido siempre ya y apenas si tenemos tiempo de señalarlas con el dedo antes de verlas desaparecer en el horizonte. Si a algo vengo dedicándome muy modestamente en estos últimos años es, pues, al oficio de “señalador”, no ya con el ambicioso propósito de entender o hacer entender sino con el mucho más humilde de indicar, para que se vean, las cosas que pasan, en el doble sentido de que “suceden” y “se suceden”. En alguna ocasión me he presentado como un “modesto agitador político-literario”, pero aún eso, y entre ustedes, y en un congreso que lleva el nombre de Martín-Baró, me resulta un poco arrogante, pues un discurso sólo es decisivo, sólo es movilizador, si moviliza contra él las fuerzas que combate. Ignacio Martín-Baró, en efecto, pudo medir toda la importancia de su palabra por la salvaje y criminal acción que la silenció para siempre. Uno de los tristes privilegios de los intelectuales europeos es el de poder decir todavía incluso la verdad, si tal cosa se nos pasase por la cabeza, y seguir vivos y hasta comprarnos una casa y recibir un aplauso, no en virtud de la mayor tolerancia de nuestros gobiernos sino de su mayor capacidad para establecer un régimen de garantías; es decir, un régimen que garantice que, se diga lo que se diga, el decir no decide nada o, como lo expresó el primer ministro italiano Berlusconi tras aceptar que los estadounidenses habían mentido en el caso Calipari, asesinado por los marines en las calles de Iraq, que “la verdad no cambia nada”. De esta “nada” de los privilegios, eje de la autopercepción misma de las así llamadas sociedades occidentales, me he venido ocupando en los últimos años, tratando de llamar la atención sobre algunos rasgos de una cultura o estética de la abundancia cuyas ilusiones nihilistas incluyen la confianza ciega en la naturalidad y eternidad de nuestras ventajas, y esto a pesar de los muchos signos que anuncian (en el terreno económico, ecológico y también político) el fin de todas las eternidades y de todas las naturalezas.

Lo que distingue a las izquierdas antiglobalizadoras o anticapitalistas, o como quieran ustedes llamarlas, es que se repiten mucho, dicen siempre las mismas cosas. Pero repetir, allí donde se repite una y otra vez la lógica implacable de la destrucción, es resistir: repetir la casa que han derribado los soldados, repetir el gesto que han castigado los verdugos, repetir la canción que duerme al niño que ha despertado el hambre y repetir también, en mi caso de un modo mucho menos heroico, las palabras que los poderosos preferirían desterrar del diccionario. Por eso, porque me repito en todo caso demasiado, me gusta introducir mis monótonas intervenciones con un cuento diferente en cada ocasión. Los cuentos son como ganzúas que abren muchas puertas o como navajas suizas cuya utilidad material se revela, de pronto, en una situación difícil: son la respuesta práctica a un problema o a un dilema, los cuales, al mismo tiempo, iluminan uno de sus innumerables -pero no infinitos- sentidos narrativos.

En este caso quiero empezar contándoles un cuento chino, pero no en el sentido en que son “cuentos chinos” -metáfora muerta del racismo decimonónico- las noticias de los periódicos o los discursos de los políticos sino un cuento de la China milenaria, un cuento popular de Oriente que demuestra la variedad formal y la comunidad temática de las obras colectivas, por encima de las culturas y las fronteras.

Es un cuento corto y, bien mirado, terrible. Wang, un campesino pobre que apenas si podía alimentar a su familia, encontró un día una gran tinaja vacía y la llevó a su casa. Mientras la limpiaba, el cepillo se le cayó dentro y la tinaja de pronto se llenó de cepillos: cepillos y más cepillos y, por cada uno que sacaba Wang, otro surgía mágicamente de su interior. Durante algunos meses, la familia Wang vivió de vender cepillos en el mercado y su situación, sin llegar a ser ni siquiera desahogada, mejoró notablemente. Pero un día, mientras sacaba cepillos de la tinaja, a Wang se le cayó una moneda y entonces la tinaja se llenó de monedas: monedas y más monedas que se reproducían y multiplicaban a medida que Wang las sacaba a manos llenas. La familia Wang se convirtió así en la más rica de la aldea y, tantas eran las monedas que producía la tinaja y tantas las ocupaciones de la familia, que los Wang encargaron al abuelo, ya inservible para los placeres del mundo, la tarea de sacarlas con una pala y acumularlas sin cesar en un rincón, montañas y montañas de oro que aumentaban y se renovaban a un ritmo que ningún despilfarro podía superar. Durante algunos meses más la familia Wang fue feliz. Pero el abuelo era viejo y débil y un día, inclinándose sobre la tinaja, sufrió un desmayo, cayó en el interior y se murió dentro. Y entonces la tinaja se llenó inmediatamente de abuelos muertos: cadáveres y cadáveres que había que sacar y enterrar sin esperanza de acabar la tarea, infinitos viejitos sin vida que seguían apareciendo en el fondo inagotable de la tinaja. Así, la familia Wang empleó todo su dinero y todo el resto de su vida en enterrar un millón de veces al abuelo muerto.

El cuento de Wang, por un lado, nos habla del sueño de la abundancia, mitema común a todas las tradiciones populares del planeta: la rueca mágica, la multiplicación de los panes y los peces, la gallina de los huevos de oro, la cornucopia, la bolsa sin fondo, la mesa que se llena de manjares al conjuro de una palabra. Pero al contrario que en otras fábulas o leyendas de la tradición europea, en el cuento chino la abundancia se tuerce al final en una maldición, se convierte en una pesadilla, como en esos castigos del infierno griego en los que el esfuerzo renovado e infinito del condenado sólo servía para restablecer una y otra vez la situación inicial. Por otro lado, la fabulilla china, que transmite algunos mensajes simples propios del confucionismo popular (los peligros de la codicia o la necesidad de respetar a los ancianos), desprende un sentido nuevo al inscribirla en un contexto nuevo; y lo que aquí nos interesa de ella es esa asociación entre la abundancia y la muerte, entre la reproducción de riqueza y la reproducción de cadáveres. Así mirada, la tinaja mágica de Wang, que multiplica indistintamente cepillos, monedas y muertos, nos resulta de pronto mucho más familiar.

Decía Michel Foucault que, al contrario que las revolucionarias, las utopías del capitalismo se hacen siempre realidad. Pero sería más exacto decir -lo que es mucho más terrible- que el capitalismo hace realidad precisamente las utopías revolucionarias, pero virándolas en maldición, como en el cuento de Wang. Las hilanderas autómatas de Aristóteles se materializan como una fuente de hambre y de explotación en las maquiladoras; el “control del clima” de Fourier se verifica bajo la forma de tsunamis, ciclones y desaparición de especies vegetales y animales; el hombre completo y versátil de Marx que habría de superar la división del trabajo y la especialización alienante (“cazadores por la mañana, pescadores al mediodía, pastores por la tarde y críticos literarios después de cenar”) se ha hecho realidad en la deslocalización y desprofesionalización del capitalismo globalizador y su traumática “flexibilidad” laboral; la “revolución permanente” y el “mundo nuevo” del socialismo se cumplen todos los días bajo el hechizo de las mercancías y la renovación incesante de una fuerza brutal que no admite nada definitivamente constituido (ni casas ni leyes ni cuerpos).

El cuento de Wang, mil años antes de su aparición, ilumina tres rasgos elementales del capitalismo: i-limitación, in-suficiencia, in-diferencia. Volveremos enseguida a ellos.

Permítanme ahora que les cuente otros “cuentos”, tomados de aquí y de allá y reunidos en los últimos cuatro años. Los encadeno un poco al azar con la confianza de que, bajo su aparente heterogeneidad, mostrarán en el fondo de la tinaja de Wang sus conexiones orgánicas.

Dominique La Pierre estaba en la India el 11 de septiembre del 2001, en Bophal, donde el 2 de diciembre de 1984 una fábrica de pesticidas perteneciente a la compañía estadounidense Union Carbide mató entre 16.000 y 30.000 personas, y nos recordaba desde allí una cita del The Wall Street Journal: “Sabiendo que una vida norteamericana vale aproximadamente 500.000 dólares y que el PNB de la India sólo representa el 1,7 % del de EEUU, se puede estimar que una vida india sólo vale 8000 dólares”.

El número de adictos a la heroína ha crecido en Pakistán de prácticamente cero en 1979 a 2 millones de adictos hoy gracias a la política de la CIA y a su apoyo prestado primero a los mujahidin contra la Unión Soviética, después a la Alianza del Norte contra los talibán y hoy al gobierno títere de Karzai.

EEUU mantiene en Ecuador la base aérea de Manta en virtud de un acuerdo anticonstitucional con Washington, en cuyo artículo XIX se dispone que el gobierno del Ecuador “renuncia a reclamar todo daño, pérdida o destrucción de bienes gubernamentales a consecuencia de actividades relacionadas con este acuerdo o por concepto de lesiones o muertes del personal ecuatoriano en el desempeño de sus obligaciones”. Este acuerdo forma del Plan Colombia, que a su vez forma parte de un proyecto norteamericano de control de la Amazonía, la mayor reserva de agua dulce, oxígeno limpio, flora y fauna del planeta, proyecto formulado por primera vez en los años 80 bajo el nombre de FINRAF (Farmer International Reserve of Amazone Forest), cuya necesidad se justifica así: “Su fundación se debió al hecho de que la Amazonía está ubicada en Sudamérica, en una de las regiones más pobres del planeta y formada por países crueles, autoritarios e irresponsables. Esta parte era una parte de ocho distintos y extraños países, que en la mayoría de los casos son reinos de la violencia, comercio de drogas, analfabetismo y de pueblos primitivos y sin inteligencia”.

En noviembre del 2001 y bajo los auspicios de la ONU se aprueba el primer Tratado Internacional sobre recursos genéticos para la alimentación y la agricultura en el que se establece el derecho de los agricultores a conservar, utilizar, intercambiar y vender semillas de sus propias fincas. EEUU y Japón se abstienen.

Los indígenas de origen maya de México denunciaban el 25 de mayo del 2003 que el pozal, un alimento milenario usado también por sus virtudes curativas, ha sido registrado en EEUU a nombre de nueve personas. Las grandes empresas quieren patentar también los güipiles y algunos motivos típicos de la ancestral artesanía mejicana, propiedad de la cultura colectiva. Entre tanto en Internet, es sabido, se pueden comprar trofeos de la guerra de Iraq, que los marines han arrancado a los cadáveres, pero también células humanas de indígenas huorani, quechuas, karitiana o suruí, entre otros muchos otros pueblos de la tierra. Como es sabido, cuando el médico estadounidense Paul Farmer, autor de un libro imprescindible sobre ese país, llegó a Haiti a mediados de los 80, escuchó historias demenciales sobre vampiros estadounidenses que chupaban la sangre de los haitianos; eran ciertas: durante años la empresa de capital estadounidense Hemo-Caribbean and Co. se había dedicado al “tráfico de sangre” extrayendo plasma a los haitianos más pobres en beneficio de un puñado de hemofílicos norteamericanos que podían permitírselo.

En abril de 2002, Percy Schmeiser, agricultor canadiense de 70 años que llevaba toda su vida plantando colza, es denunciado por un vecino por tener entre sus plantas algunas procedentes de semillas transgénicas de colza. El juez le condena a pagar 200.000 dólares. No importa cómo hayan llegado allí. Sabemos que el proyecto de la multinacional Monsanto de controlar las semillas para vender sus herbicidas se basa en la patente de Terminator, una semilla estéril que EEUU, Canadá y la UE acaban de aceptar, amenazando con esterilizar, a través de cruces accidentales, el conjunto de las semillas de dos continentes.

Dos grandes multinacionales francesas controlan el 40% del mercado mundial del agua: Vivendi y Lionnaise de Aguas. La privatización del agua en La Paz (Bolivia) en el 2002 amenazó directamente la supervivencia de la población. En el barrio de Alto Lima, a 4000 metros de altura, no hay luz de noche porque la electricidad ha sido privatizada y tampoco llega ya el agua y si llega es de baja calidad o contaminada, pues Lionnaise ahorra en cloro y filtros. La ducha ha sido sustituida por baños públicos de pago. En varios barrios de Alto Lima el suministro fue cortado hace varios meses. Denis Crevel, experto del BID (Banco Intern. Del Desarrollo) declaraba en diciembre de 2000: “La población tiene malos hábitos porque cree que el servicio debería ser gratuito mientras que el agua es un bien social pero también económico”. Cuatro de cada diez habitantes del planeta, unos 2.500 millones de personas, carecen de agua suficiente y unos 1.000 millones utilizan normalmente agua insalubre.

En España hay 26 millones de automóviles privados, 6 veces más que en la India o China, cuya población supera en 57 veces la de España. En el mundo hay unos 800 millones de coches privados que producen 1300 millones de toneladas de dióxido de carbono (el 17% del total), 120 millones de monóxido de carbono (60%), 35 de óxidos de nitrógeno (42%) 25 de hidrocarburos (40%) 9 millones de toneladas de partículas (13%) y 3 millones de óxidos de azufre (3%). El coche acorta la vida un promedio de 820 horas. Uno de cada cien automovilistas morirá en accidente. 7000 personas mueren en España todos los años. Medio millón en el mundo. Los coches cubren ya, literalmente, el 2% de la superficie de EEUU y de Europa y sólo el parque móvil de Madrid ocupa el equivalente a 5.000 campos de fútbol.

El pasado 20 de mayo se anunciaba que una cuarta parte de los mamíferos de la tierra se extinguirá en los próximos treinta años. Hay once mil especies de animales y plantas en peligro, de las que 1000 son mamíferos.

El 19 de marzo nos enterábamos de que 3250 km2 (con un volumen de 720.000 millones de toneladas de hielo) de una plataforma de hielo de la Antártida formada hace 12.000 años se ha hundido en 35 días.

La empresa petrolífera americana Exxon-Mobil está siendo investigada en Indonesia, tras ser denunciada por nueve supervivientes, por haber pagado a militares indonesios que asesinaron, torturaron, violaron y secuestraron (en el orden que quieran ustedes) a decenas de personas que vivían en un edificio propiedad de la compañía en la provincia de Aceh.

En un artículo de mayo del 2005, el investigador Dale Allen Pfeiffer demuestra que, enfrentados al inevitable pico del petróleo y la correspondiente crisis energética y alimentaria, EEUU tendrá que deshacerse en los próximos cincuenta años de 92 millones de personas si quiere mantener sus niveles de crecimiento y consumo; el resto del mundo deberá suprimir a 4.250 millones de seres humanos.

Durante la crisis argentina del 2002, la compañía española Iberia compró cada boeing de aerolíneas argentinas por 1 dólar.

Curiosas conexiones entre la economía y la vida: la multinacional SMAK despide a 22.000 trabajadores a principios de mayo e inmediatamente se dispara el valor de sus acciones, como un globo que se deshiciese de lastre. Las acciones de Bayer subieron también gracias a la amenaza del Anthrax en octubre del 2001. En las últimas semanas, lo sabemos, la alerta de gripe aviar ha hecho subir como la espuma las acciones de la farmacéutica Roche, que monopoliza y se niega a liberar la patente del único medicamento probadamente eficaz contra la enfermedad. Entre tanto y según declaraciones del experto Kent Campbell del pasado 25 de agosto, bastarían “mosquiteros, pequeñas cantidades de insecticida y algunas medicinas para salvar cada día la vida de 3.000 niños africanos enfermos de malaria”.

En Francia, según un interesante artículo publicado por LMD, 50 ejecutivos se reparten 1213 cargos directivos de las más importantes compañías nacionales o multinacionales instaladas en el país. Encabeza la lista Yves Carcelle, que acumula 42 puestos de dirección, 5 de administrador, 10 de representante permanente y otras dos con funciones no especificadas.

La privatización de los trenes en Inglaterra produce en 8 años 9 accidentes con más de cincuenta muertos y centenares de heridos. El propio gobierno admite que desde la privatización en 1994 en 26 estaciones el tren se ha saltado al menos cinco veces el semáforo en rojo.

A finales de diciembre del 2003 Akhtar Muhammed, padre afgano de diez hijos, después de haber vendido sus pocos animales, sus alfombras, los utensilios de cocina y hasta las vigas de su casa, fue al mercado y cambió a dos de sus hijos (Sher de 10 años, y Baz de 5) por unos sacos de trigo.

En un día cualquiera, tomado al azar, el 25% de las mujeres occidentales está siguiendo una dieta. Un 50% está terminándola, interrumpiéndola o comenzándola. La industria dietética mueve al año 32.000 millones de dólares; la cosmética, 20.000 millones; la cirujía plástica 300 millones. Cerca de 300.000 españoles se sometieron el año pasado a algún tipo de intervención quirúrgica, lo que sitúa a España a la cabeza de Europa en este honroso ranking. Un reportaje del prestigioso diario español El País explicaba con toda naturalidad las razones de esta pasión de autorreforma permanente del cuerpo: “son personas que no quieren perder oportunidades laborales por unas ojeras”.

En respuesta a la demanda de armas por parte de los ciudadanos americanos después del 11-S (un 25% de aumento) la casa Beretta fabrica una pistola de 9 mm. llamada Permanecemos Unidos con la bandera americana grabada en las cachas. Otro fabricante de armas de NY tiene un modelo llamado Seguridad de la Patria. En EEUU hay 200 millones de armas privadas, 30000 muertos al año por arma de fuego y 2 millones de reclusos en las cárceles.

A medida que desciende la delincuencia, aumenta en EEUU la población carcelaria. El Complejo de Industria de Prisiones es uno de los sectores económicos de más crecimiento en EEUU y sus inversiones se reflejan en Wall Street. Cobrando entre 17 centavos y 1,5 dólar por hora, según los Estados, los presos estadounidenses, en su mayoría negros e hispanos, producen el 100% de los accesorios militares (cascos, portamuniciones, chalecos, cantimploras), el 98% de la pintura y los pinceles, el 92% de todos los equipos para armar cocinas, el 36% de todos los utensilios domésticos, el 21% de todos los muebles de oficina.

En Colombia se arruina la industria lechera local. Se ha pasado de importar 4.000 toneladas en 1993 a 25.000 en 2002. Pastrana bajó los aranceles del 20% al 6,9% y Uribe ha mantenido obviamente la misma política. Los 24 países más ricos del mundo invierten 370.000 millones en subsidios al sector alimenticio, 50.000 de ellos al sector lechero.

En 1930, inmediatamente después de la crisis del 29, 80 millones de personas pasaban hambre en el mundo. Hoy son 800 millones.

Los consumidores españoles gastaron en el año 2000 251.259 millones de euros; es decir, 478.042 euros por minuto. Los incrementos de los últimos cuatro años permiten calcular que el año pasado los consumidores españoles gastaron cada minuto más de medio millón de euros.

Las historias y los ejemplos se podrían multiplicar al infinito, pero baste esta pequeña rapsodia para convocar una imagen. Volvamos ahora a la tinaja mágica de Wang, a su capacidad para producir ilimitadamente y a su incapacidad para hacer diferencias.

El capitalismo, que genera historias como las arriba encadenadas, no sólo reproduce una economía sino que, para hacerlo, tiene que construir o reformar una psicología y una sociedad; es, por decirlo con Kafka, “al mismo tiempo un estado del mundo y un estado del alma”. Ese “doble estado” -objetivo y subjetivo- se levanta, como su condición y su motor, en el hambre libre y universal, el cual ilumina, apenas cambiando una sola letra, la inversión y negación del objeto mismo de las declaraciones de Derechos del Hombre.

En otros textos e intervenciones he tratado de explicar de un modo sencillo la singularidad antropológica del capitalismo. A partir de la observación del historiador inglés Eric Hobsbawn, según la cual el verdadero acontecimiento del siglo XX habría sido el fin del neolítico, he tratado de exponer esta ruptura como un restablecimiento hiperindustrial de las condiciones más primitivas, como un retroceso sobrehumano al paleolítico. Veamos. Mientras ha durado el neolítico, hay algo muy básico, muy esquemático, pero en definitiva muy serio, que han compartido todas las sociedades de la tierra, con independencia de sus diferencias ideosincrásicas y de sus fricciones de sentido. Todas las sociedades de la tierra han aceptado que hay tres formas de tratar las cosas o tres clases de cosas, según se las aborde con la boca, con las manos o con los ojos. Digamos que mientras ha durado el neolítico todos hemos distinguido, más allá de las convenciones y arbitrariedades taxonómicas, entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar.

Las cosas de comer u objetos propiamente de consumo ciñen el reducto del hambre. Los “comestibles” o “consumibles” son aquellos entes que no llegan nunca a tener suficiente consistencia ontológica porque su aparición es casi simultánea a su desaparición; no llegan a ser cosas porque su cumplimiento es su destrucción y nunca llegan a salir, pues, de la naturaleza de la que proceden. El alimento es el medio inmanente de la supervivencia biológica y el hambre, siempre renovada, siempre ilimitada, siempre encima del objeto, siempre con el objeto dentro, siempre rápida, siempre imparable, siempre individual, siempre presente, define el ámbito de los ciclos y repeticiones naturales, del trabajo penoso y la reproducción sexuada contra el que los griegos trataron de construir un espacio público. Para los griegos, en efecto, la ausencia de límites asociada a la pura supervivencia (apeirón) era subhumana, impropia de una “vida buena”, y la confinaban por eso en el gineceo y en la ergástula, lugares de la pura reproducción de la vida a partir de los cuales imaginaron los castigos infligidos a los condenados en el Hades (Sísifo, Tántalo, las Danaides, Erisictión). Al contrario que el arte o la política, el hambre es privada (idiotés) y no ocupa ni reclama ningún espacio común. Para que una manzana esté en algún lugar hay que pintarla; para que esté fuera y podamos verla hay que dedicarle un poema. Ver es renunciar a comer. Comun-icarse es renunciar al canibalismo. En su sentido más amplio -guerra, sexo, alimento-, el hambre es la victoria de lo que Freud llamaba el ello.

Las cosas de usar u objetos fungibles son el resultado y la causa de una mediación entre el hombre y la naturaleza a partir de la cual el flujo biológico se convierte propiamente en un “mundo”; es decir, en una exterioridad frente a la cual el hombre toma conciencia de sí mismo. Los instrumentos salidos de la mano y los utensilios que producen, dotados de forma, introducen depósitos materiales de memoria y pro-yectos organizados que mantienen al hombre en una perspectiva temporal continua en ambas direcciones. Usar un objeto es recordar con los dedos el conocimiento y las relaciones sociales -cristalizadas en tradiciones, enseñanzas y ceremonias comunes- que lo han producido y que él determina. Pero usar un objeto es olvidar también su presencia objetiva y que este olvido, fruto de la proximidad del cuerpo, lo desgaste, lo erosione, lo envejezca. En otras sociedades el uso, que devuelve lentamente el objeto a la naturaleza de la que procede, aprecia y valoriza -como soporte de personalidad añadida- el objeto usado.

Tenemos finalmente las cosas de mirar o “maravillas” (del latín mirabilia, literalmente “cosas dignas de ser miradas”). Todos los pueblos de la tierra han decidido colectivamente, en una especie de plebiscito cultural ininterrumpido, renunciar a comerse y al mismo tiempo inutilizar ciertos objetos que por esto mismo, en algún sentido, religiosos o no, tendrán un valor sagrado: objetos de culto, edificios públicos, monumentos, obras de arte y también criaturas de la ciencia (desde los números a las estrellas). Al contrario que las cosas de comer o las de usar, las maravillas no están aquí, no están en mí, sino ahí, lejos del alcance de la boca y de las manos. Que no estén al alcance de la boca ni de las manos no significa que estén sólo al alcance de la mente; al contrario, si están al alcance de la mente es porque, estando ahí y no aquí, están al alcance de todos. Eso es lo que quiere decir el bellísimo y rotundo verbo impersonal “hay” (el “había una vez” con el que todo cobra existencia en los cuentos), fuente de toda objetividad y de toda comunidad. La importancia del monumento no estriba en su significado histórico sino en que genera la distancia a partir de la cual podemos mirarlo; la estatua produce la plaza, funda el espacio donde se reúnen los hombres, se reconocen recíproca existencia y se conceden el mínimo de igualdad y de diferencia para el intercambio. A partir del “hay”, por oposición al “fluir”, se construyen los “símbolos”, en su sentido griego original; es decir, la posibilidad del contrato, la comunicación y la copertenencia: la posibilidad misma de todo conocimiento y de todo acuerdo. Las “maravillas”, que nos detienen en el camino, son la garantía última contra el solipsismo; su sola existencia al alcance de la vista presupone las condiciones de una estructura mental compartida, de un espacio público mental en común; a partir de esas condiciones se podrá o no hacer política, pero sin ellas -sin las maravillas- toda política (buena o mala), como toda cultura (mejor o peor), será sencillamente imposible. Es a eso, en términos muy groseros, a lo que Kant llamaba “juicio”.

Pues bien, el capitalismo es el primer orden económico-social que no reconoce esta diferencia. Es la primera sociedad de la tierra que no distingue entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar. Es la primera sociedad históricamente conocida que trata por igual una manzana, un hombre, un martillo y una catedral. Es el primer régimen de producción e intercambio que convierte todos los entes por igual –pan, coches, semillas, ciudades y las propias imágenes de estas cosas- en comestibles. Es a esto a lo que llamamos “privatizar” la riqueza; es decir a idiotizarla –según la etimología griega- a la medida del hambre, siempre inmanente y circular. Es a esta locura a lo que llamamos “consumo” como característica paradójica de una civilización que se juzga a sí misma en la cima del progreso: comerse una mesa, comerse una casa, comerse una estatua, comerse un paisaje. Pero una sociedad que no distingue entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar, porque se las come todas por igual, es una sociedad primitiva, la más primitiva que jamás haya existido, una sociedad de pura subsistencia que necesita convocar toda la riqueza del mundo y emplear todos los medios tecnológicos –ellos mismos objetos de consumo- para su estricta y desnuda reproducción biológica.

La indiferencia, insuficiencia e ilimitación del hambre se materializa en la forma mercancía, cuya máxima perfección exige que la aparición y desaparición del objeto coincidan en un solo acto. Las armas, mercancías ideales que sólo pueden usarse una vez o cuyo uso tautológico –más aún- puede consistir en su pura acumulación ilimitada, son el metron o medida de todas las mercancías; la aceleración del proceso de renovación del mercado, la velocidad creciente del vaivén acumulación/destrucción, con el lubricante de la obsolescencia inducida, convierte todas las cosas en puros pasajes o transiciones inasibles para el uso. En este sentido la semilla Terminator de la casa Monsanto cumple y simboliza el destino natural de toda mercancía como un mondo vehículo de autodestrucción. Pero al mismo tiempo las armas, que destruyen lo que miran y al mismo tiempo que lo miran, son también la medida del consumidor hiperindustrial: el consumidor destruye con los ojos el objeto de su deseo y la mirada se convierte así en un puro órgano de digestión. El filósofo francés Bernard Stiegler ha llamado la atención sobre la hegemonía de los objetos temporales sobre los objetos espaciales en el horizonte de una percepción dominada por la industria de la reproducción de imágenes (televisión, informática, el acontecimiento en tiempo real), pero no se trata, a mi juicio, de un simple desdoblamiento fantasmático sino de una radical desontologización del mundo. No es que los objetos temporales dominen sobre los espaciales sino que los objetos espaciales, transformados todos en mercancías y sometidos a una aceleración secuencial vertiginosa –un empujón temporal a su finitud- han acabado por devenir todos ellos objetos temporales: las mesas, las catedrales, los teléfonos, las lavadoras, los cuerpos mismos, pasan, como las notas de una melodía. No es que las imágenes hayan acabado por desplazar a las cosas sino que las cosas mismas, renovadas a una velocidad incompatible con el uso y con la mirada, se vuelven todas ellas imágenes: imágenes de sí mismas que desfilan y sucumben –aparición/desaparición- a un ritmo acelerado, como en una secuencia de cine. Una imagen no es más queuna cosa acelerada, perecida, comida, y las imágenes televisivas son en realidad imágenes de imágenes exteriores, de manera que la lavadora o el teléfono móvil se ofrecen como publicidad de sí mismos, y no como objetos de uso, y la publicidad de la lavadora o del teléfono móvil, orientada a seducir la mirada, es sólo un comestible más. La utopía amorosa de la mística y militante Simone Weil, según la cual “más allá del cielo, en el país habitado por Dios, comer y mirar serían una misma operación”, la ha hecho realidad también el capitalismo, como todas, y una vez más volteada, torcida o pervertida, como una maldición y no como una gracia. Simone Weil pensaba en un alma con labios; el capitalismo ha construido una mirada con dientes que se come también con los ojos, desprovistas radicalmente de existencia, las imágenes que previamente se ha comido con la boca. La realidad no ha sido derrocada en la televisión sino en el mercado.

Las mercancías son, pues, armas de destrucción masiva, armas que se autodestruyen en el acto mismo de su nacimiento y que destruyen así tanto la “cosa” que llevan dentro como al hombre que la ha producido. Una sociedad de consumo no es una sociedad de intercambio generalizado, como se dice, sino de destrucción generalizada. Una sociedad de consumo no es una sociedad de abundancia, como se pretende, sino una sociedad de miseria total. Su propia necesidad de producción ilimitada y su propia incapacidad para hacer diferencias la convierte en la primera sociedad de la historia sin cosas y, por lo tanto, en lo contrario de un “mundo”. El capitalismo es un nihilismo.

Como la tinaja de Wang, el capitalismo no hace distinciones entre cepillos, monedas y cadáveres. Pero no sólo no hace diferencias entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar; no sólo no hace diferencias entre bienes universales, bienes generales y bienes colectivos; tampoco puede hacer diferencias –por eso mismo- entre guerra y paz, entre derecho y violencia, entre inocentes y culpables, entre civiles y militares, entre accidente y atentado, entre verdad y mentira. Y ninguna Cruz Roja, ninguna Amnistía Internacional, ningún Estado de Derecho, ningún Observatorio de Medios, ni en la periferia ni –llegado el caso- en los centros capitalistas, podrá impedir que estas diferencias dejen de ser operantes.

La tinaja mágica de Wang, que necesita producir y destruir ilimitadamente y que no puede hacer diferencias, es el capitalismo. Pero no es mágica. La tinaja es la tierra y los hombres que la pueblan; y ni la tierra puede ser explotada sin límite ni los hombres pueden ser ininterrumpidamente atropellados sin que opongan resistencia.

Sin límites no hay cosas; ni tampoco hombres. Déjenme que les cuente ahora otra historia que dejé antes en el fondo de la tinaja de Wang.

En marzo del 2001 la compañía petrolífera AGIP, quinta refinadora de Europa, con un capital invertido en todo el mundo de 4616 millones de euros, que ha visto aumentar sus beneficios en los últimos ocho años en un 297% y con capacidad para producir 850000 barriles diarios, firma un contrato con las comunidades huaorani de Ecuador, a las que, a cambio de ceder parte de su territorio para prospecciones petrolíferas en la región de Pastaza, se compromete a entregar –literalmente- “50 kilos de arroz y 50 de azúcar, dos cubos de grasa, una bolsa de sal, un silbato de árbitro y dos balones de fútbol, quince platos, quince tazas y un armario con 200 dólares en medicinas en una única partida” (denuncia hecha por Acción Ecológica de Ecuador).

De entrada, esta historia muestra sin duda hasta qué punto las multinacionales del capitalismo globalizador constituyen la prolongación natural –mental y material- de la empresa colonial iniciada en América hace 500 años; y, como su prolongación natural, los agentes de la nueva colonización transportan la misma mentalidad contable, la misma visión despectiva del otro que sus predecesores. Los directivos de la AGIP concebían esta infame operación como un intercambio desigual entre –por un lado- hombres maduros, pragmáticos y respetables y –por otro- un puñado de indígenas atravesados en el camino del progreso cuya ignorancia e ingenuidad infantil iba a encontrar satisfacción en una poquitas cosas concretas. ¿Poquitas? ¿Cuál habría sido un precio justo y suficiente por ceder su territorio? Hoy sabemos que los hourani de Pastaza rechazaron la oferta y siguen luchando por sus tierras, pero si denunciaron entonces el contrato no fue porque las cosas ofrecidas por la AGIP fueran pocas sino porque de nada sirven las cosas si se ha perdido la tierra. Pero, bien mirada, la oferta desproporcionada de la compañía italiana tiene una vertiente muy bonita y rinde en realidad homenaje a ese indígena imaginario que no podía dejar de aceptar el trato y a su pequeño mundo medido y atinado. ¿Se hubiesen dejado engañar de haberse dejado engañar? ¿Quién se engaña cuando cambia una taza para beber café por 850.000 barriles de petróleo? Hay una perspectiva antropológica inconsciente, y también una auto-acusación ignorada, en el desprecio mercantil de la AGIP. Los términos del acuerdo exponen de un modo ejemplar la oposición irreconciliable entre dos sistemas de proporciones y dos condiciones antropológicas, entre el “no mundo” y el mundo, entre el “fluir” y el “haber”, entre la miseria de la abundancia y las “cosas” de la pobreza. Hay que estar muy desesperado y muy hambriento para querer apoderarse a toda costa, sin desdeñar el engaño o el crimen, de más tierras, más petróleo, más casas, más televisores, más coches, más riqueza virtual; y hay que estar muy satisfecho, muy tranquilo, muy bien pertrechado, hay que valorar mucho las criaturas y los límites, hay que medir muy bien las ventajas de los objetos para apreciar el tesoro de quince tazas y un silbato de fútbol. Entre un crecimiento del 297% y un balón, unos platos y unas medicinas, la razón, la imaginación, la moral, la salud y la poesía no tienen dudas. Entre un crecimiento del 297% y un cuenco de arroz, cualquier hombre sensato elegirá el arroz. El contrato ofrecido por la AGIP a los hourani de Pastaza revela al mismo tiempo la desmesura abstracta del capitalismo y la hechura concreta del mundo emancipado, la fuerza irrealizante de la globalización realmente existente y el contenido exacto de la civilización utópica por la que hemos de luchar: unas tazas, unos platos, alimentos con que llenarlos, un balón para jugar, algunos antibióticos y cuatro o cinco cosas más. El contrato racista de la AGIP es en realidad un programa de liberación; el indígena hourani despreciado por sus directivos –capaz de apreciar una taza y de disfrutar haciendo sonar un silbato- se parece bastante al hombre socialista, tal y como yo lo concibo; es decir, al hombre normal que hay que conquistar y que el capitalismo está a punto de superar para siempre.

Llamemos “hombre” –en virtud de un acuerdo, si se quiere, convencional- a esta criatura finita, aproximada, irregular, bastante lenta, capaz de hacer diferencias elementales, que desprendió el neolítico y ahora está a punto de extinguirse junto con once mil especies de animales y plantas. El contrato ofrecido por la AGIP revela precisamente este combate contra el hombre, la contradicción insalvable entre dos modelos sociales y psicológicos que yo he resumido numerosas veces con la fórmula: “poco es bastante; mucho es ya insuficiente”.

El hombre es poco; es decir, bastante: esa reducida constelación de objetos (y las condiciones que las garantizan) que permite mantener abierto un “mundo”. Por debajo y por encima de ese nivel hay infrahumanidad y sobrehumanidad e infrahumanidad y sobrehumanidad coinciden en que a ambas les faltan siempre cosas. La cotidianeidad social del capitalismo es la de un sistema que mantiene a la mayor parte de la población por debajo de la humanidad mientras retiene a una minoría local por encima de ella: en uno y otro lado, por debajo y por encima del hombre, domina el hambre generalizado. El infrahumano tiene hambre; el sobrehumano tiene más hambre. La abundancia capitalista es tan miserable como la miseria que provoca en sus vastas periferias; ha superado ya ese nivel a partir del cual la vida es siempre y sólo una permanente carencia. La así llamada sociedad de consumo es una sociedad que se fundamenta en, y se explica por, lo que todavía no tiene.

El capitalismo sitúa permanentemente al hombre por debajo y por encima de sí mismo, se reproduce sin descanso produciendo infrahumanidad y sobrehumanidad. La pregunta que se impone naturalmente incluye, pues, una doble cuestión. ¿Cuántas cosas tiene que conquistar un africano o un latinoamericano para llegar a ser un hombre? Pero también: ¿cuántas cosas hay que quitarle a un consumidor europeo o estadounidense para que vuelva a ser un hombre? En términos puramente contables –en número de cosas- la pobreza está mucho más cerca de la mesopotamia o línea media de la humanidad que la riqueza.

El hambre no sólo marca la existencia biológica del llamado Tercer Mundo sino también la consistencia estética y psicológica del occidente presuntamente desarrollado. En algunos –muchos- lugares de la tierra el hambre es una forma de morir; en otros, los menos, el hambre es una forma de comer, de vestir, de hablar, de pensar, de mirar, de escoger.

El hombre, decíamos, es poco, es bastante: una memoria finita, una imaginación finita, una razón finita, un cuerpo finito, un hatillo de cosas finitas. No se puede entender, pues, en qué consiste la psicología del hambre que caracteriza al consumidor capitalista sin explorar previamente el triple colapso que la ausencia de cosas de la abundancia opera sobre la memoria, la imaginación y la razón. Me detendré brevemente en estos tres puntos.

La estética y la psicología de la abundancia giran en torno al concepto de novedad. La renovación permanente de las mercancías, que convierte los objetos espaciales en objetos temporales, barre del mundo todos los depósitos materiales de memoria: vivimos en la primera civilización de la historia que no deja “ruinas”, que se reconstituye hasta tal punto deprisa que no deja ni siquiera “restos” o “fósiles” que sirvan de testimonio de un estilo muerto o de un camino abandonado. Como decía el sociólogo estadounidense Richard Sennet, de la Nueva York de fibra óptica y cristal quedarán en el futuro muchas menos huellas que de la Roma Imperial. Al mismo tiempo, la continuidad temporal queda fragmentada en un desfile de acontecimientos-mercancía, desplazados y negados por su propia singularidad advenediza, sin aufhebung posible, y que se suceden de manera tan rápida que en realidad no sucedennunca (ni en ningún lugar). El carácter “histórico” de todos los acontecimientos (“una final histórica”, “una boda histórica”, “un acuerdo histórico”, titulan todos los días los medios de comunicación) entraña la abolición de la historia misma; los acontecimientos caen del cielo, fuera de toda genealogía, sin inscribirse ya jamás en esa cadena de causas y efectos que los conecta entre sí y a nuestro presente. El fetichismo de la mercancía en relación con el tiempo se llama “noticia” (“nouvelle” en francés, “nueva” en castellano antiguo). Paradójicamente, nuestra capacidad sin precedentes para archivar tecnológicamente el pasado es inseparable de nuestra incapacidad para recordarlo y, más importante, para vivirlo. La repetición de la novedad, la novedad como repetición, característica del presente perpetuo del hambre, ha acabado por aplastar toda perspectiva y toda profundidad temporal. No tenemos pasado, no tenemos historia, no tenemos apenas biografía; somos nuevos cada mañana en una renovación ininterrumpida que aspira trágicamente a una sincronía de destrucción con el objeto del deseo. El instante –guisante- es la agonía de un punto intenso que no puede durar.

Pero la cara incusa de la novedad, su revés tenebroso, es la caducidad, el terror también permanente a la obsolescencia anidado en la psicología del consumidor. La obsolescencia está inscrita en la ley misma de la renovación acelerada de las mercancías como su amenaza y su elipsis. Es ya lo único reprimido en una cultura sin sublimación, el último puritanismo en una sociedad que ha liberado el ello bajo la luz del sol. Es el último fantasma de un cuerpo enteramente profano, sin sombras ni rendijas: la duración, la corrupción material, la mancha irreversible contra la que no hay posible jabón. La obsolescencia se convierte en la maldición de un cuerpo que, frente al mercado, como frente a la máquina, es siempre viejo, caduco, limitado, primitivo, imperfecto. La estética y la psicología del consumidor implican (consisten en) una permanente lucha, titánica y finalmente inútil, contra la obsolescencia insidiosa, contra la memoria incrustada en el cuerpo, contra el tiempo latente, sordo y repentinamente explosivo. Necesita ocultar, borrar, reprimir los muertos que lleva dentro y los que produce en el exterior. La estética del consumidor es la estética de la eternidad ilusoria, el rechazo tecnológico, aparatosísimo, materializado en artilugios y rituales, de la vejez y de la muerte: el alumbrado nocturno de las grandes ciudades, por ejemplo, que destierra las sombras amenazadoras de los callejones y oculta las estrellas, testigos de nuestra finitud, revela todo el derroche ecológico que acompaña a una ansiedad enfermiza. Hay que quemar el mundo para proclamar el triunfo ilusorio sobre la muerte mediante un Mediodía Perpetuo. En este sentido, la estética del mercado comparte este rasgo con todas las ideologías imperiales que, desde la Roma de Augusto al III Reich alemán, han predicado y escenificado la sobrehumanidad de los hombres: la afirmación –es decir- de la propia eternidad asociada a ceremonias materiales de exhibición espectacular. El triunfo romano o las paradas militares organizadas por Hitler, teatros vivos destinados a representar la invulnerabilidad e inmortalidad del Imperio, tienen hoy su equivalente industrial en el ininterrumpido espectáculo de las vallas publicitarias, los escaparates comerciales siempre nuevos y las luces siempre encendidas, como el fuego de Vesta, de las grandes avenidas. En realidad los anuncios de coches, perfumes, electrodomésticos, cosméticos o comidas preparadas no hacen publicidad de productos concretos; hacen publicidad de la eternidad del sistema. Dentro de él, cada individuo es a su vez un imperio inmortal que refleja y reproduce la ilusión total, nutrida desde fuera por la muerte tranquilamente asumida de millones y millones de hombres.

Pero no sólo se trata de la memoria. El filósofo alemán Gunther Anders alertaba en 1980, pocos años antes de su muerte, sobre el verdadero peligro que acecha hoy a la civilización humana y sobre la nueva fuente de culpa e inmoralidad: “no la sensualidad ni la improbidad ni la relajación de costumbres, ni siquiera la explotación, sino la falta de imaginación”. Asociada a sus ojos al desarrollo tecnológico capitalista cuyo punto de no retorno lo constituye la siempre olvidada Hiroshima, Anders exploró desde la década de los 50 lo que él llamaba “declive prometeico” para señalar la desproporción existente entre nuestras acciones y nuestras representaciones, entre lo que somos capaces de hacer y lo que somos capaces de imaginar. La relación entre el dedo banal que libera la bomba y los 200.000 muertos cinco mil metros más abajo, en medio de una orquídea de humo, resulta inconcebible para una imaginación finita, suspendiendo así la conmensurabilidad empírica del orden moral neolítico. Esta fractura o desproporción –el “declive” entre el hombre y sus productos- se traduce psicológica y socialmente en la agnosia, término que Anders rescata de la psiquiatría para describir la incapacidad del hombre, inscrita en la consistencia material del mundo y en su mediación tecnológica, para reaccionar de un modo moralmente proporcionado frente a las consecuencias de sus acciones. El caso de Hiroshima es ejemplar: mientras que Claude Eatherly, el piloto que señaló la ciudad como objetivo del primer ataque nuclear, acabó encerrado en un manicomio militar por sus “sentimientos de culpa” y tratado como un enfermo y un criminal, los otros “héroes” de Hiroshima recibieron y aceptaron homenajes populares, el coronel Thibet, al mando del Enola Gay, se mostró orgulloso de su acción y se declaró dispuesto a repetirla y el presidente Truman, último responsable del bombardeo, al final de su vida sólo se arrepentía frívolamente de “no haberse casado antes”. A estos ejemplos de “colapso de la imaginación” –indiferencia normalizada, agnosia socialmente integrada- podríamos añadir hoy algunas decenas más con tan sólo asomarnos a las noticias y declaraciones relacionadas con la guerra de Iraq o con la reciente “invasión de España” por parte de los inmigrantes subsaharianos retenidos en jaulas y abandonados luego en el desierto. La imaginación finita del hombre, que opera horizontalmente de un particular a otro, a través de conductores concretos, no tiene capacidad para representarse de un modo ético y afectivo los excesos de una tecnología que mata desde el aire y en cifras inasimilables para la conciencia (según un modelo rutinariamente aceptado como disculpable o incluso humanitario frente al horror absoluto de Auschwitz); como tampoco puede “imaginar” –más allá de Anders- la conexión entre un acto banal y placentero (el consumo de carne o la compra de un nuevo teléfono móvil) y la muerte de millones de personas en Indonesia o en el Congo. La ilimitación del capitalismo, como la de la tinaja de Wang, desborda y colapsa esa imaginación neolítica que sólo sabe establecer relaciones entre concreciones analógicas inmediatas. En ese sentido, el éxito de las telenovelas o “culebrones” de la televisión se debe en parte a que sigue ofreciéndonos a los indígenas del Primer Mundo, cómo último reducto en medio de fuerzas abstractas descomunales, un universo antropológicamente reducido y familiar, una sociedad manejable a la medida de nuestra capacidad para juzgar y decidir, ya superada por la complejidad causal del mundo globalizado. La contradicción entre la “familiaridad” de los programas de televisión y la “impersonalidad” de las fuerzas que operan en el mundo, en las que nuestra imaginación no puede penetrar, explica por otra parte uno de los rasgos dominantes de la psicología del consumidor; es decir, máximo sentimentalismo y máxima indiferencia.

Obviamente, el colapso de la memoria y de la imaginación comporta el consiguiente colapso de la razón, la cual no puede funcionar a partir de puros objetos temporales que desaparecen en el acto mismo de su aparición (imágenes rapsódicas, presente puro, red sincrónica de gestos in-significantes) y a partir de los cuales no se puede forjar ningún concepto. Esta triple derrota neolítica –de la memoria, la imaginación y la razón- se traduce en un nihilismo estético-psicológico espontáneo del que podemos destacar rápidamente al menos tres rasgos:

– La agnosia o, más radicalmente, la imposibilidad de la experiencia. A los consumidores nunca nos pasa nada. Disueltos en el continuo presente del hambre, desbordados en nuestra capacidad de representación por la propia hechura tecnológica-mercantil de los acontecimientos, roto nuestro compromiso más elemental con la realidad por la propia sobre-complejidad de sus estímulos, los consumidores no necesitamos ya ser “engañados” o “distraidos”; no es que se nos “entretenga” o se nos mantenga “alienados” mediante manipulaciones más o menos sofisticadas y conscientes. Ya casi no es necesario. A los consumidores no nos falta conciencia sino experiencia. La in-diferencia, inscrita en la forma mercancía como en la tinaja de Wang, se convierte en la normalidad de la percepción, en sus síntesis interiorizada y natural. Por primera vez –podría decirse- una sociedad lo sabe todo y no experimenta nada. El “declive prometeico” entre lo que podemos hacer y lo que podemos imaginar es paralelo a este otro entre lo que podemos saber y lo que podemos sentir. ¿Qué tiene que pasar, qué tiene que haber pasado siempre ya para que, pase lo que pase, nunca pase nada, nunca nos pase nada? La característica de la sociedad capitalista hiperindustrial es precisamente la de que en ella no hay nada oculto, nada que sacar a la luz, nada que atraer a la superficie; la de que en ella –es decir- la realidad se oculta precisamente porque se muestra siempre a la vista. Marx, Freud, Nietzsche voltearon el forro de la historia y del psiquismo y lo extendieron bajo el sol. Ahora todo es superficie: lo sabemos todo, lo vemos todo, podemos desearlo todo sin sublimaciones ni rodeos: no nos ocurre nada. El capitalismo ha sobrevivido no sólo a sus resistencias y revoluciones; ha sobrevivido –más decisivo- a su propio autoconocimiento. Allí donde han colapsado la memoria y la imaginación, conocimiento y experiencia quedan definitivamente fracturados, en celdas discontinuas, y el aumento de la información es paralelo a una disminución de la experiencia. El totalitarismo del conocimiento va acompañado –y sólo por eso el capitalismo puede permitírselo- de un nihilismo de la sensibilidad. Bloqueado ese pasaje, de la información a la experiencia, queda asimismo desactivado el motor de todo cambio: la acción. En los centros hiperindustriales, el capitalismo necesita recurrir cada vez menos a la represión o a la manipulación: le basta con suprimir el sujeto mismo de la experiencia.

– La anomia o, más radicalmente, el colapso de la responsabilidad. La insistencia en el modelo Auschwitz allí donde domina en realidad la estructura Hiroshima mantiene la ilusión inoperante de una moral neolítica en la que el consumidor –como el piloto del F-16- no tienen nada que reprocharse. Nuestros actos disuelven su responsabilidad en una red de consecuencias complejas, aplazadas e inimaginables, cuyas conexiones ya no pueden establecerse con la simplicidad etiológica que regula la relación entre un cuchillo y un cadáver. Matar desde el aire, matar desde el supermercado, matar desde la televisión, matar con un dedo, matar con un voto, matar con un tenedor, son finalmente incidencias meteorológicas en el seno de una naturaleza autogestionada (el mercado) en la que nunca pasa nada y que está ocupada sin centro por el heredero de Dios; es decir, Nadie. Sin memoria para encadenar el tiempo ni imaginación para conectar el espacio, la psicología del consumidor se abandona a la inocencia terrible de la discontinuidad libidinal, a la sincronía ingenua y destructiva del ello y del objeto del deseo. Claude Eatherly fue una anomalía en el régimen normalizado del “declive prometeico”; a causa de un exceso de imaginación, de una especie de santidad o heroísmo visual, experimentó al mismo tiempo el dolor de los otros y su propia responsabilidad. Pero Thibet y Truman eran desgraciadamente normales y medían desde el neolítico acciones impuestas desde la sobrehumanidad y cuyas consecuencias se extraviaban también en un medio sobrehumano. Auschwitz puede ser inexplicable, pero es en cualquier caso imaginable y, por lo tanto, punible. La estructura Hiroshima –que es la estructura misma del mercado- desborda toda imaginación y convierte de hecho a los consumidores en inocencias banales exentas de toda responsabilidad. El “declive prometeico”, en definitiva, impone la necesidad de una nueva penalidad y de una nueva moralidad fundada –como expresa el título de un libro de Anders- “más allá de los límites de la conciencia”.

– La afasia o, más radicalmente, la imposibilidad del contrato. Si el sujeto ya no es ni sujeto de experiencia ni sujeto de responsabilidad, ¿qué es? La transformación de todos los objetos espaciales en objetos temporales y la sincronía entre el flujo de la conciencia y el flujo del tiempo social, ceñido a la sucesión de imágenes y de mercancías, conduce a lo que Bernard Stiegler denomina “miseria simbólica”; es decir, a la suspensión del “principio de individuación” y con él a la imposibilidad de una convergencia trófica en el mundo común. La sociedad de consumo, considerada la más individualista de la historia, consiste paradójicamente en una negación ininterrumpida de las condiciones de toda individuación de la memoria y la experiencia a favor de una simple hiperinflación de egos estereotipados, cerrados e idénticos como mónadas e incapaces por eso mismo de constituir una “comunidad”. El “sujeto” ha sido definitivamente sustituido por un ello industrialmente formateado en su aislamiento: un ello que discurre al mismo tiempo que el flujo de los entes y el de los otros ellos y que sólo comparte con los demás su radical falta de consistencia (otro término muy stiegleriano). Una sociedad de consumo es una sociedad en la que el aislamiento absoluto viene determinado por una integración también absoluta: el hecho de que todos miramos por separado al mismo tiempo las mismas cosas que pasan. El “yo” en la época de su reproductibilidad técnica agota todo su contenido en una privatización en serie del estereotipo. La psicología del consumidor es un acto de guerra permanente contra los otros (contra el “nosotros”) porque constituye, más abajo, un acto de guerra contra las condiciones mismas del contrato social, de la credibilidad y del lenguaje. Eso es lo que quiere decir miseria “simbólica”, la pobreza estructural para la producción de “símbolos”; es decir, para la construcción de consistencias y co-pertenencias a partir de la actividad de egos diferenciados. Incluso si no matásemos desde el aire y desde el televisor, desde el supermercado y con el tenedor, incluso si ninguna imaginación santificada pudiese establecer el mapa de las conexiones mortales entre la banalidad cotidiana de Occidente y la destrucción del resto del mundo, incluso si pudiésemos permitirnos nuestros hábitos y nuestros gustos, el dominio del ello industrial en el mercado comporta de hecho, en cada una de sus manifestaciones, un atentado contra el marco de entendimiento entre los hombres. Incluso si esa estética y esa psicología no multiplicara, como la tinaja de Wang, los cadáveres, mataría en todo caso la estructura misma –psicológica y política- de eso que convencionalmente hemos llamado “hombre”.

A “la opción preferencial por los pobres”, a la “opción preferencial por los otros” que predicaba Martín-Baró se opone “la opción preferencial por el ello”, que es la opción de todo un orden social y material sostenido por multinacionales, ejércitos y… psicólogos. La sociedad de consumo, en efecto, es una sociedad psiquiatrizada de arriba abajo en la que especialistas tutelan y acompañan a este individuo industrial desde su nacimiento hasta su muerte; prueba, sin duda, de la insostenibilidad mental del consumidor, pero acusación también contra los psicólogos y psiquiatras, los cuales han aceptado por convertirse en algo así como abogados del ello a la medida de la sincronización de las conciencias en el mercado. Tengo que acabar y apenas si puedo ya apoyarme en la lectura de Egolatría, un libro extraordinario escrito por el psiquiatra español Guillermo Rendueles, para señalar la singular coincidencia entre los tres rasgos arriba mencionados (agnosia, anomia y afasia) y los resultados de la práctica psiquiátrica occidental, tal y como él los denuncia. Los resumo a continuación con alguna libertad verbal:

– Desdramatización de los acontecimientos. Después de un divorcio, antes de un examen, como consecuencia de un accidente, un fracaso laboral o una pérdida irreparable (la muerte, por ejemplo, de un ser querido), la presencia automática del psiquiatra o del psicólogo está destinada a bloquear la experiencia individual y social del “duelo”, cuya lenta maduración amenaza con ralentizar o entorpecer la “restauración” del yo flexible reclamado por la sociedad post-moderna. Como con los 3.000 muertos de Macondo, nunca pasa nada, a uno nunca le pasa nada de lo que deba extraer una lección, conservar un recuerdo o deducir una acción. En una caricatura extrema, podríamos decir que incluso el asesino es conducido al psiquiatra, no para que éste valore la concurrencia de factores psicológicos en la comisión del delito, sino para que no se “traumatice” por lo que ha hecho.

– Irresponsabilización de la conducta. Si no pasa nada, las cosas no las hace nadie y las acciones no se examinan a la luz de una instancia decisoria (sujeto ético o psicológico) sino del placer que reportan: del derecho a la “realización personal” a remolque de los sucesivos “yo” contextuales y superficiales, sin costuras causales, que se suceden en el cuerpo y de los “deseos” que los dominan. El psiquiatra, que bloquea el “duelo”, normaliza la ausencia de sujeto como rutina del derecho postmoderno. La responsabilidad queda reservada para los pueblos no occidentales y, en Europa y los EEUU, para los fumadores.

– Privatización del conflicto. En un texto anterior (incluido en un libro todo él recomendable, IKE, retales de la reconversión, de Ladinamo Libros, 2004), Guillermo Rendueles había demostrado de un modo inobjetable, a partir del caso de las trabajadoras de IKE encerradas en la fábrica en defensa de sus puestos de trabajo y luego conducidas a su consulta como víctimas de distintos “trastornos” y “desórdenes” neuróticos o depresivos, había demostrado -digo- la envidiable salud mental de unas mujeres cuyo “malestar” se presentaba, y adquiría rasgos “privados”, como consecuencia de una derrota colectiva. El psiquiatra -en este caso el propio autor- se veía obligado a tratar como un desarreglo psicológico y privado un problema político y colectivo cuya solución sólo podía ser, por tanto, política y colectiva y cuyo carácter político y colectivo (el del problema y el de la solución) era ignorado por las propias pacientes, las cuales acudían angustiadas al consultorio para una “reconversión” individual. La psiquiatrización masiva de la población, de un modo premeditado o no, funciona de hecho como una privatización institucional del conflicto político, mediante la cual se “psicologiza” el paro, el trabajo precario, la explotación laboral y el llamado mobbing o “acoso psicológico” de los empleados. Una sociedad reducida a los puros vínculos privados -contratos bilaterales cada vez más fugaces- y tutelada por una tropilla de mecánicos-psicólogos es una sociedad en la que finalmente -cito experiencias desgraciadamente reales- el sindicato de una empresa defiende a sus afiliados de los malos tratos del jefe costeándole una terapia o regalándole un “manual de autoayuda” y los empleados de una institución aceptan como creativa y eficaz la propuesta de masajearse recíprocamente los pies en las horas de descanso para combatir el estrés.

Las conclusiones son claras: si la liberalización del hambre, la privatización de la mirada y la “miseria simbólica” que la acompañan son al mismo tiempo la respuesta y la causa del nihilismo capitalista, incapaz de hacer diferencias entre cepillos, monedas y cadáveres, la “salud mental” pasa necesariamente por una recuperación –precisamente- de la experiencia, la responsabilidad y la comunidad. Esa, creo, era de alguna manera la propuesta de Martín-Baro. La verdad ni cambia nada ni cura a nadie. ¿O sí? La verdad es no sólo curativa sino también transformadora de las condiciones del mundo sólo cuando reúne, agrupa, socializa, frota, funde y solivianta las desdichas privadas.

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