Un punto de encuentro para las alternativas sociales

El corazón de un mundo sin corazón

Gerard Marín Plana

Reseña de An Elephant Sitting Still (2018), de Hu Bo.

«“El mundo es un páramo”. Una cita de este libro. Estoy commovido», dice un personaje fugaz en cierto momento de la película, primer y único largometraje del jovencísimo Hu Bo, muerto a los 29 años. Es una de las líneas de diálogo que, aquí y allá, resuenan con especial énfasis y aportan buena parte de las claves de Un elefante sentado y quieto (de la que llegan a ser como un esqueleto de sentido), tan grandiosa como para presentarnos, a lo largo de 4 horas, una interpretación del cosmos ético de su presente a partir del retrato de un día cualquiera en una gran ciudad china.

Lo hace de un modo que puede recordar, en distintos sentidos, a películas anteriores como Magnolia, de Paul Thomas Anderson, o a Vidas cruzadas, de Robert Altman; o a Ran, de Akira Kurosawa; y, seguro, a las Armonías de Werckmeister de Béla Tarr. En cada una de ellas se muestra un «cosmos» en desorden y contradictorio, grupos de personajes como átomos en colisión: sin poder evitarlo, en Un elefante sentado y quieto todos realizan actos cuyas consecuencias escapan a sus intenciones y, aun pretendiendo avanzar por el mundo evitando problemas, cerrados en sí mismos, acaban por precipitarse inevitablemente en ellos. Estos aires de familia entre películas tan alejadas en el espacio (Estados Unidos, Japón, Hungría, China), no son una coincidencia, sino síntomas: respuestas críticas de distintos artistas ante una realidad compartida, ante sus exclusiones y sus reclusiones (qué escena, la del asilo de ancianos).

Sin embargo, me parece que Hu Bo consigue dotar a su película de una personalidad expresiva y reflexiva como ninguna de las anteriormente mencionadas. Quizás en parte por ser la más cercana a nuestro tiempo, Un elefante sentado y quieto refleja un ambiente más desolado, sucio y frío –los tonos del invierno del norte chino–. Todo está lleno de trastos y tedio, parece no haber ningún atisbo de relaciones felices; incluso la dureza es banal: en otro momento de la película, un chico cae por las escaleras del instituto donde estudia y se abre la cabeza. Comenta una compañera, trastornada: «ni siquiera han limpiado la sangre. Han sacado una foto.»

Formalmente, otros aspectos refuerzan lo dicho. Cine a flor de piel, en contraposición a los enormes espacios vacíos de la megalópolis la cámara sigue de muy cerca a los personajes, que nunca pueden tomar distancia ante lo que ocurre para identificar y comprender lo que les rodea. Y así como ellos están separados de la realidad, a veces el espectador sólo puede ver caras que miran hacia algo desenfocado o fuera de plano; otras, en cambio, ve espaldas y lo poco que queda recortado tras ellas. La sensación es claustrofóbica. Esto, quizás, como en Yi Yi –la última película de otro gigante oriental, Edward Yang–, en la que un niño de 8 años hacía fotos de los cogotes de los personajes, para mostrar aquello que uno no puede ver. Otra cita de Un elefante sentado y quieto: «Nadie conoce realmente su propia existencia».

El intenso cúmulo de frustraciones, tristezas y angustias que se cargan, unas tras otras, a lo largo del extensísimo metraje acaba por dejar al espectador tocado, sumido en un estado de desazón y melancolía. Pero nada de eso convierte el filme, creo, en un producto en última instancia pesimista, derrotista. Se suicidara Hu Bo por lo que fuera –también un acto tal puede ser una afirmación de la vida–, me parece más bien una película apasionada, incluso romántica, aferrada rabiosamente y con una sensibilidad fuera de lo común a lo real y a la verdad.

Como se suele decir, plantear un problema es contribuir a su solución. Como el niño de Yi Yi, Hu Bo tuvo la capacidad de mostrarnos artísticamente esos ángulos ciegos que, abrumados por la vida diaria, no solemos percibir; pero que imposibilitan una vida más plena y en comunión con los demás. Lo hizo conmoviéndonos, conminándonos a no rendirnos ante el laberinto y a movernos hacia lo abierto, a encontrar personas con las que construir una comunidad: espacios donde la intimidad, la confianza, el reconocimiento o la generosidad puedan encontrar su sitio. Un elefante sentado y quieto es un desmesurado, heroico y bellísimo regalo de amor, y un monumento para la esperanza.

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