Para reconstruir la izquierda social y cultural
Manuel Monereo, Miguel Riera
(Publicado en Rebelión)
El debate, si se puede llamar así, político del pasado verano da muchas y buenas pistas sobre los temas de fondo que organizan eso que se ha llamado “la opinión pública”. El primer asunto de importancia, no por orden cronológico, ha sido la polémica, que todavía colea, entre PRISA y el gobierno de Zapatero (hablo del gobierno y no del PSOE, no por casualidad, como luego se verá). El motivo, como es sabido, ha sido la regulación por decreto-ley del sistema de pago para la TDT. La brutalidad de la respuesta de los representantes de la citada empresa de comunicación, agobiada por una deuda que ronda los cinco mil millones de euros, demuestra hasta qué punto están rotas las relaciones entre el gobierno y el sistema mediático empresarial que, hasta ahora, ha condicionado y, hasta cierto punto, apoyado a ese gobierno.
El tema es muy viejo en la política y consiste en algo tan simple, pero tan importante como la creación desde el gobierno de grupos mediáticos que lo apoyen y lo sostengan. Esto lo ha hecho el PSOE y lo ha hecho el PP, al igual que, desde otro ámbito, lo hacen los partidos nacionalistas. Tan vieja también como el mundo es la tendencia de estos grupos mediático-financieros de autonomizarse y convertirse en lobbys que acaban determinando muchas veces las políticas del partido que en otros momentos los impulsó. Es evidente que Zapatero sintió negativamente, ya desde la oposición, la presión de PRISA y que desde el gobierno ha intentado e intenta crear un grupo de apoyo mediático que, sin romper definitivamente con PRISA, sí que la limite y le asegure márgenes de maniobra mucho más grandes.
Como se ha encargado de decir Juan Luis Cebrián, el consejero delegado de PRISA, en el fondo hay algo más, que es la cuestión del felipismo. En esto no hay que engañarse: el felipismo fue una trama de poder que interconectó grupos económicos, gobiernos locales y regionales y estructuras partidarias. De una u otra forma, desde el gobierno o la oposición, esas estructuras y redes de influencia se siguen manteniendo; sin ellas nunca hubiesen sido posibles cosas como el GAL, la corrupción generalizada y la decisiva influencia de PRISA y sus medios, aquí y en América Latina.
Dichas estructuras, con diversas aristas, han sido puestas directamente al servicio de gentes como Slim (seguramente la primera fortuna del mundo), del cual González es un conocido ayudante y tiene como núcleo de influencia el llamado “Club de Madrid”, que no es otra cosa que el defensor a ultranza de los intereses de las transnacionales con pabellón español y enemigo mortal de las experiencias de transformación social que se desarrollan en América Latina. La línea editorial de El País y de sus clones latinoamericanos son, en este sentido, más que evidentes y compiten abiertamente con la derecha extrema española.
Es importante retener la cuestión del felipismo porque, como más adelante se verá, tiene mucho que ver con las disensiones en el grupo económico del gobierno que han dado como fruto la dimisión de su todopoderoso vicepresidente económico, las críticas abiertas de gentes como Almunia y la salida de la política del otrora amigo político de Zapatero, Jordi Sevilla.
La corrupción al galope
El segundo asunto que nos ha ocupado durante el verano tiene que ver con el espinoso tema de las corrupciones del PP y las denuncias de escuchas telefónicas realizadas desde los aparatos del Estado. Que desde el Ministerio del Interior se realicen campañas contra la oposición política y social no nos debe de extrañar demasiado: lo han practicado aquí el PSOE y el PP cuándo y dónde gobiernan. Es más, las críticas del PP al gobierno se dan, justamente, en un contexto en el que hay procedimientos judiciales abiertos contra el gobierno de la Comunidad de Madrid por seguimientos y espionaje -esto si que es una novedad- a disidentes políticos contrarios a Esperanza Aguirre.
El problema de fondo no es otro que la corrupción. Tampoco en esto hay que engañarse: el patrón o modelo de crecimiento español en estos doce últimos años ha sido posible y se ha mantenido por la complicidad de las fuerzas políticas mayoritarias, en el Estado y en las Autonomías, con los grupos de poder financiero-inmobiliarios. Han sido el gobierno central, las Autonomías y las instituciones locales los que han hecho la vista gorda ante los desastres urbanísticos, han seguido desregulando y privatizando, a cambio de (esta es su mejor cara) conseguir ingresos para sus menguadas arcas, financiación extra para las cada vez más costosas campañas electorales, cuando no corrupción directa de personas que se han enriquecido espectacularmente ante la pasividad, sino el abierto apoyo, de una opinión pública que asocia como normal la corrupción y la política.
Tarde o temprano, esta enorme y sistemática corrupción, emergerá. Se tiene la sensación de que el conflicto entre las grandes formaciones políticas está relacionado con la ruptura de un pacto no escrito que consiste en taparse mutuamente las corrupciones y situarlas al margen del debate político. En el fondo, hay que insistir en el enorme poder político de la oligarquía financiero inmobiliaria y mediática para controlar la agenda del gobierno e imponer sus “alternativas”.
Hay que empezar a preguntarse, también, si esta corrupción generalizada semioculta que sólo parcialmente nos facilitan los medios de comunicación no está inserta en el corazón de nuestra propia sociedad, si no se trata de un cáncer moral perfectamente arraigado entre nosotros. Un cáncer cuyo origen tal vez se halle en el mismo origen de la etapa democrática: no hubo ruptura, sino reforma, y con ello se arrastraron todos los vicios y hábitos imperantes en el tardofranquismo.
El asunto no es baladí, pues hay ya síntomas alarmantes de que la pretendida “sociedad civil” (léase grandes empresarios y familias ricas “de toda la vida”) reclama su parte del pastel. El caso de Félix Millet, un patricio barcelonés de una familia que ha estado en la cima fuera cual fuera el régimen político imperante, y que supuestamente se ha metido en el bolsillo más de diez millones de euros provenientes de subvenciones de las administraciones públicas destinadas al Palau de la Música, puede ser la punta de un iceberg de dimensiones insospechadas.
El debate de la subida de impuestos
El tercer asunto de importancia, muy relacionado con los otros dos, tiene que ver con el debate sobre la crisis y, específicamente, con las propuestas, por lo que se ve, moderadísimas, de incremento impositivo del gobierno. No se sabe si sorprende más la “hipocresía organizada” de los grupos económicos y mediáticos de poder o la enorme debilidad de la respuesta de un gobierno y del partido que teóricamente le apoya. Todos los debates se entrecruzan en este: lo que está en cuestión es el poder de los que tienen el poder para imponer “su” salida a la crisis.
El presidente de la patronal (convicto y confeso admirador de Esperanza Aguirre), en un momento álgido de la crisis, pidió, exigió que “se suspendiera temporalmente la economía de mercado” y propuso una contundente intervención del Estado en la economía ante una previsible catástrofe económica. La patronal y los grupos de poder económicos no tuvieron dudas, a pesar de que se incrementara sustancialmente el déficit público, en poner miles de millones de euros de los contribuyentes para sanear, de nuevo, el sistema financiero y ayudar de diversas formas a la empresa privada a través del gasto público. Pues bien, esta misma patronal, junto con toda la enorme trama mediático comunicacional, ha seguido insistiendo en la necesidad de abaratar el despido, aumentar la edad de jubilación y disminuir las pensiones ante la enésima amenaza de quiebra de la seguridad social.
El gobierno, frente a una gravísima crisis y ante la necesidad de proteger a los sectores más débiles, ha abierto mal y tarde el debate sobre un previsible incremento de impuestos para paliar un déficit público en expansión. La debilidad del gobierno resulta patética. España tiene uno de los más injustos sistemas tributarios de la UE y su gasto público sigue estando muy por debajo de la media europea; esto se agrava con nuestro insuficiente y escaso gasto social. Ante esto, el gobierno lanza un globo sonda y la oposición combinada del PP y de los grupos mediático-financieros, rebaja las expectativas de la misma hasta el punto que se tratarán de modificaciones temporales y nada significativas, según anuncia el propio Zapatero
Este “debate” señala elementos, como antes se dijo, muy significativo de nuestra realidad político-social. En primer lugar, pone de manifiesto que nuestro patrón de crecimiento ha generado, entre otras cosas, una distribución extremadamente desigual de renta, riqueza y poder. Hay una oligarquía financiero inmobiliaria que sigue acumulando poder político y que pretende, una vez más, que la salida a la crisis no cuestione en lo más mínimo los fundamentos de su poder económico, mediático y político.
En segundo lugar, el gobierno está a la defensiva, sin propuestas reales alternativas a la crisis del patrón de crecimiento. El PSOE y todo su inmenso poder institucional no está respondiendo a los desafíos políticos de una derecha a la ofensiva y que se ve ganadora a medio plazo. La alianza real de Zapatero está establecida con los sindicatos, con UGT y CCOO. Lo más significativo, no obstante, es que ni siquiera éstos están respondiendo con alguna contundencia a los desafíos de una patronal que sabe lo que quiere y que está más que dispuesta, si el gobierno no cede a sus exigencias, a ser la base de masas del PP.
En tercer lugar, la crisis viene para quedarse. Con o sin brotes verdes, el paro, la precariedad, la sobreexplotación van a continuar y con ello la inseguridad y el miedo ante la carencia de alternativas. El conflicto social básico va a estar presente durante mucho tiempo y la apuesta de los poderes económicos es clara y diáfana: ajuste salarial y ajuste social, es decir, menos poder de los trabajadores y sus organizaciones en la sociedad.
En cuarto lugar, destaca el escaso apoyo que Zapatero recibe en este terreno por parte de las Autonomías en las que el PSOE gobierna. Como si cualquier medida debiera tomarse exclusivamente desde el gobierno del Estado, los gobiernos autonómicos parecen, cuando se habla de crisis, mirar hacia otro lado. Especialmente notable es el caso de Cataluña, cuyo conseller de economía, Antoni Castells, ha rechazado explícitamente un posible aumento de impuestos, algo paradójico si se tiene en cuenta la reciente aprobación de la nueva financiación autonómica, y la inexistencia de recursos suficientes para llevarla a cabo. Resulta sorprendente que, siendo España un país fuertemente descentralizado, los gobiernos autonómicos opten por esperar plácidamente a que les arreglen el tema desde el gobierno central, mientras aprueban un ERE tras otro.
En quinto lugar: en estas condiciones, el gobierno Zapatero perderá las próximas elecciones, de las cuales emergerá una derecha política y económica con un programa abiertamente neoliberal y de aplicación pura y dura. La tentación es situarse, como tantas veces, defendiendo un gobierno que no sabe defenderse ante el peligro, real, de que llegue la derecha. Se debe, con sinceridad y con modestia, responder al temor de las gentes, pero la estrategia del mal menor, en estas condiciones, puede terminar siendo el mal mayor.
La salida, ¿hacia dónde?
Que el gobierno de Zapatero podría responder desde la izquierda a la situación, es evidente; el programa para esta ofensiva se le ha venido ofreciendo desde la izquierda social y política. Basta leer lo que han venido proponiendo Juan Torres, Vicenç Navarro, José Manuel Naredo, Juan Ramón Capella, Miguel Ángel Llorente o Albert Recio. La cuestión antes apuntada del felipismo tiene mucho que ver con esto: para hacer otra política desde la izquierda, Zapatero debería hacer otro PSOE. Ni PRISA, ni los barones y baronesas ni las tramas de poder de las que es parte, se lo van a consentir. A Borrell nunca le perdonaron intentarlo.
El “zapaterismo” ha consistido en el intento de humanizar el modelo neoliberal, respetando las bases económicas del patrón de crecimiento e intentando redistribuir mejor. Cuando ha llegado la crisis todo este esquema ha saltado por los aires. Zapatero no acepta que el peso de la crisis, una vez más, caiga sobre los trabajadores y busca conciliar esta decisión con los grupos económicos de poder, a lo que éstos se niegan; la dimisión de Solbes tiene mucho que ver con ello. Con todo esto se pone de manifiesto algo que ya sabíamos y que es bueno no olvidar: que el bipartidismo no es sólo ni principalmente una cuestión electoral, sino un modo de organizar el poder. Más contundentemente: es el instrumento del que se valen los que tienen el poder económico, y derivadamente el poder político, para no perderlo.
Tener claro esto y no hacerse falsas ilusiones es perfectamente compatible ( da un poco de vergüenza tener que decir esto a estas alturas) con acuerdos con el gobierno y con el partido que lo apoya para la defensa de los derechos de los trabajadores y de aquellas medidas que dignifiquen y mejoren la situación de los sectores más golpeados por la crisis, pero sabiendo que de este gobierno, no sólo no va a salir una alternativa coherente de izquierdas, sino que, desgraciadamente, sus incongruencias terminarán por facilitar el paso a la derecha.
Resistir el impacto combinado de la oposición política, de casi todos los medios de comunicación y de la jerarquía eclesiástica sería una prueba difícil para cualquier gobierno sólido; para un gobierno timorato, indeciso, carente de figuras que respalden al presidente, la misión se convierte en imposible.
La izquierda paralizada
Hasta ahora, no es por casualidad, nada hemos dicho de las izquierdas a la izquierda del Partido Socialista. Lo menos que se puede decir es que éstas viven una situación caracterizada por la carencia de un proyecto alternativo, la pérdida de apoyo social y electoral y una fragmentación que se va incrementando con el tiempo. Lo más grave es que dichas izquierdas niegan en la práctica esta realidad y poco o nada hacen por superarla. La valoración que han hecho de las recientes elecciones europeas invita al pesimismo. No sabemos si es peor la autocomplacencia o la supina ignorancia ante realidades que ni se pueden ni se deben de ignorar.
Que la izquierda en general y que la izquierda transformadora y anticapitalista en particular, no viven un gran momento en Europa, parece evidente. Pero hay casos y casos. La izquierda alternativa española, junto con la italiana, están en una situación que hay que calificar de emergencia y de práctica desaparición como referente electoral y social. Eso no ocurre en Alemania, en Portugal, en Grecia y ni siquiera en Francia, donde se conserva un importante espacio electoral, una fuerte capacidad de movilización y, lo más importante, están sacando consecuencias del coste político que tienen las divisiones y los hegemonismos más o menos explícitos.
Parafraseando un viejo artículo de Naredo, en España hace falta una oposición que realmente se oponga, una oposición social, cultural y política a los grupos de poder dominantes y a las fuerzas políticas que directa o indirectamente los apoyan. Sin esta toma de posición clara y firme, todo lo demás son meras palabras que a casi nadie convencen ya. De la mala situación de la izquierda alternativa en España no se va a salir con esporádicos llamamientos a la unidad ni con situarse como izquierda complementaria del PSOE, sino propiciando una nueva convergencia social, política y cultural con el objetivo explícito, no de salir en abstracto de la crisis, sino del capitalismo neoliberal en crisis.
Es importante tener claro que estamos ante una larga travesía del desierto; ante un éxodo de grandes proporciones; ante un territorio duro y difícil de atravesar, lo que exigirá saber a dónde se quiere ir, cómo y con quién, sabiendo que el trayecto exigirá un fuerte compromiso ético-político, mucha determinación y capacidad de maniobra para combinar defensa de principios sólidos con un talante unitario y no sectario.
Para construir una alternativa de izquierdas hace falta reconstruir una izquierda social y cultural capaz de sentar las bases de una nueva práctica y de un nuevo modo de hacer política. Lo que deberíamos hacer todos y todas es poner nuestros pequeños instrumentos político organizativos al servicio de esta tarea desde la unidad, el programa y la acción común. Ello requiere audacia, desembarazarse de complejos y renunciar a protagonismos autoatribuidos y a intereses espurios.
El problema, como siempre, es saber si estaremos a la altura de los desafíos históricos y de las necesidades de nuestras gentes.