Prólogo a la reedición de La ilusión del método
Francisco Fernández Buey
El 25 de agosto de 2022 hizo diez años del fallecimiento de Francisco Fernández Buey. Se están organizando diversos actos de recuerdo y homenaje y, desde Espai Marx, cada semana a lo largo de 2022-2023 publicaremos como nuestra pequeña aportación un texto suyo para apoyar estos actos y dar a conocer su obra. La selección y edición de todos estos textos corre a cargo de Salvador López Arnal.
Fechado el 23 de abril de 2004, FFB escribió este texto para la reedición de La ilusión del método en formato de bolsillo por Crítica. Junto a reflexiones de interés sobre metáforas científicas y asuntos epistemológicos, hay aquí, de nuevo, una defensa de una tercera cultura, amiga de ciencias y humanidades, y de la necesidad de la formación crítica de la ciudadanía en temáticas científicos. Destaco un pasaje del texto: «La idea del navegar se puede precisar un poco más con una imagen de Otto Neurath sobre el destino de los científicos, imagen que ha sido la inspiración principal de este libro».
Escrito complementario: «Para una crítica de la crítica de la ciencia.»
Cuando escribí La ilusión del método hace ahora casi quince años[1] estaba yo convencido de que la mejor filosofía de la ciencia del siglo XX es la que han elaborado, a veces fragmentariamente, los propios científicos, sobre todo estudiosos de la naturaleza y de la vida, que dedicaron una parte de su tiempo (y tal vez no la principal) a reflexionar sobre lo que estaban haciendo realmente al hacer ciencia.
Tal convicción parecía razonable y había sido expresada a lo largo del siglo por varios científicos de la naturaleza, empezando por el más universalmente apreciado, Albert Einstein[2], quien escribió en una ocasión, polemizando con metodólogos y epistemólogos, que nadie mejor que los propios científicos para decir, cuando se habla de ciencia, dónde aprieta el zapato, o sea, cuáles son los problemas de fondo y de procedimiento con que el investigador se encuentra, en su búsqueda, al tratar de establecer una hipótesis o de formular una teoría.
He argumentado esta convicción, que parece razonable, tomado pie en la seria broma de un lógico y metodólogo ruso, Alexandr Zinoviev, que ha sido al mismo tiempo, para mi gusto, uno de los grandes autores satíricos del siglo XX. La broma dice que si hay que determinar el sexo de un conejo, el científico de verdad caza el conejo y lo examina, mientras que el metodólogo le mira por encima, si es blanco dictamina que es conejo y, si blanca, coneja[3]. Con este veneno como antídoto se pretende, en La ilusión del método[4], llamar la atención, sobre la cautela que conviene adoptar frente a las pretensiones excesivas de la epistemología y de la metodología académicas. Debo aclarar ahora que esto está escrito en un momento en el que todavía se tendía a creer, en esos ambientes académicos, que el método es algo así como la llave maestra (o la ganzúa) que abre todas las puertas de la ciencia o como el pasaporte que abre todas las fronteras del conocimiento.
La institucionalización académica de la epistemología y de la metodología tiene también sus razones. Y éstas son conocidas. La mayoría de los científicos en activo no tiene tiempo ni ganas para ocuparse de teorizar sobre lo que hace cuando hace ciencia y si dispone de ese tiempo suplementario no suele dedicarlo a escribir sus reflexiones teóricas o metodológicas. Deja, pues, ese campo a otros. Además, al igual que ocurre en el caso de los poetas y de los narradores, tampoco los científicos suelen ocuparse de los problemas de justificación y fundamentación, salvo cuando realmente sienten, en la investigación práctica, que les aprieta el zapato, o sea, como en el caso de los poetas y de los narradores, cuando hay que razonar el por qué de una nueva poética o los motivos de la obsolescencia de las poéticas anteriores.
En situaciones de normalidad, rutinaria o no, el epistemólogo o el metodólogo hace lo que suele hacer el crítico literario o el teórico de la literatura que trata de explicitar lo que el poeta ha inventado pero no explicitado, o de explicar lo que hay por debajo de lo que el narrador ha contado o de situar lo que el cuentista ha ocultado en su ficción. Viene, pues, el metodólogo o epistemólogo a cubrir un hueco, que se dice, en el campo del saber. Y si lo hace bien, con información y solvencia sobre el asunto de que se trata (la lógica de la ciencia, la estructura de las teorías, la validación de las hipótesis) incluso puede acabar ayudando al científico en su tarea, de la misma manera que el crítico de arte o el crítico literario puede echar una mano amiga al poeta en la suya, o al menos acompañarle, haciéndole ver algo que él no vio cuando estaba manos a la obra[5].
El epistemólogo, el metodólogo y el crítico literario suelen decir que su reflexión es de segundo grado, un discurso sobre el hacer o sobre el discurso sustantivo. El científico y el poeta suelen considerar la actividad del otro, sobre todo cuando están de mal humor, como parasitaria. Pero en los ratos de buen humor unos y otros reconocen que en la naturaleza hay parásitos bondadosos y beneficiosos.
Una vez criticados los excesos ilusorios de buena parte de la teoría general del método que se ha elaborado desde fuera de la investigación científica propiamente dicha y desatadas las ínfulas que a veces se ponen los parásitos, no para acompañar sino para posar de originales en los teatros académicos, lo que queda y quedará en la consideración teórica de eso que llamamos ciencia es, tal como yo lo veo, la ilusión positiva, en la acepción leopardiana de la palabra: el impulso fecundo de las ilusiones de origen natural. Puesto que natural es, tanto para el científico como para el amigo o acompañante del científico, tratar de operar con método.
He vinculado aquí la ilusión del método, en lo que tiene de positiva, con la idea, también leopardiana, del navegar. En este caso se trata de un navegar que vuelve los ojos a la práctica de las ciencias con un criterio falibilista y no dogmático. Esta idea no es nueva. Tiene que ver con la modestia, que es una virtud antigua en la historia de la ciencia. Fue expresada hace tiempo diciendo que, en los campos de la ciencia, caminamos a hombros de gigantes. Así lo pensaba ya Newton y así lo pensó Einstein.
La idea del navegar se puede precisar un poco más con una imagen de Otto Neurath sobre el destino de los científicos, imagen que ha sido la inspiración principal de este libro: como marineros que en alta mar tienen que cambiar la forma de su embarcación para hacer frente a los destrozos de la tempestad, no podrán llevar la nave a puerto y, mientras trabajan en alta mar, tendrán que permanecer sobre la vieja estructura de la nave y luchar contra el temporal, contra las olas desbocadas y los vientos desatados. Quien piensa así sobre el hacer científico no cree ya en métodos como ganzúas o pasaportes. Y por eso, y porque quien así piensa algo sabe de lo que significa probar el fruto del árbol del conocimiento, atempera el racionalismo que durante tiempo ha caracterizado a una parte sustancial de la consideración teórica de la ciencia.
Lo que he visto o entrevisto del navegar de las ciencias, de la epistemología y de la metodología en estos últimos quince años me ha reforzado otra de las convicciones que trataba de argumentar en La ilusión del método, a saber: esa de que no hay que descartar el efecto benéfico de un diálogo entre el científico y el mero amigo del saber tocado por la docta ignorancia para, en este diálogo, actuar a la manera como en ocasiones el artista y el literato conversan con el teórico crítico que ha decidido dedicarles un trozo de su vida reflexiva.
Hay al menos dos episodios de estos quince años que, en mi opinión, pueden contribuir a reforzar este punto de vista.
El primero de esos episodios, negativo y varias veces denunciado en los últimos tiempos, es la impostura de la consideración posmoderna de la ciencia, del que habla y escribe de oídas sobre relatividad, incertidumbre, lógica borrosa, fractales, entropía y disipación, para acabar dando en un metarrelato de ecos premodernos paradójicamente elaborado en nombre de cualquier relativismo. Sobre episodios así no cabe reaccionar haciendo la vista gorda ni tampoco añorando el viejo positivismo o el no tan viejo neopositivismo. Lo que conviene es subrayar, una vez más, el meollo de la cuestión: la permanente dificultad del traducir nociones o teorías científicas a un lenguaje filosófico apropiado. Siendo esto así, y teniendo en cuenta el ritmo actual de los descubrimientos científicos, habrá que acentuar la prudencia en la elección de las metáforas con las que se comunica tal o cual investigación, puesto que previsiblemente estas metáforas son las que harán mella en el público en general[6].
El segundo episodio, positivo éste, tiene que ver precisamente con la forma de mediación teórica entre la ciencia y el público en general. Me refiero al desarrollo que ha alcanzado en estos últimos años la comunicación científica. No sólo al periodismo científico sino también el ensayo con el que el hombre (o la mujer) de ciencia comunica al resto de los mortales sus descubrimientos. Constituye ya un colectivo respetable el de los físicos, astrofísicos, biólogos, genetistas, paleontólogos, neurólogos, etc. que trabajan en investigaciones punteras y que se han decidido a comunicar a los ciudadanos interesados, y en un lenguaje asequible, no sólo los principales resultados de sus investigaciones en tal o cual disciplina sino también los problemas (metodológicos, filosóficos, ético-políticos) con que ellos mismos se han encontrado y se encuentran al volver a probar en nuestra época el fruto del árbol del conocimiento.
El desarrollo que ha ido alcanzado la comunicación científica brota de la conciencia cada vez más extendida de que la ciencia es también una pieza cultural, tal vez lo más importante de la cultura en el mundo en que vivimos, por lo que además de suscitar investigaciones y de ser enseñada en el lenguaje de los especialistas, debe llegar a la ciudadanía. Sin el conocimiento de los resultados de algunas de estas investigaciones ni siquiera es posible hoy en día entrar con solvencia en la discusión racional de muchos de los asuntos controvertidos que nos preocupan[7].
A partir de esta percepción de las cosas, la comunicación científica propiciada últimamente por las propias comunidades de investigadores está inventando un lenguaje propio, un lenguaje que no ha sido tomado en préstamo de la especulación externa o del diletantismo y que facilita en gran medida el diálogo con el humanista sensible y, más en general, con el amigo del saber.
Esto forma parte de una tendencia que viene llamándose desde hace algunos años tercera cultura[8]. Y enlaza bien, creo, con lo que se argumenta en La ilusión del método a propósito de la importancia de la metáfora en la ciencia y en la comunicación de la ciencia. Pues si, como se dice, hemos de aspirar en el siglo XXI a una tercera cultura y a una ciencia con conciencia[9], el éxito de esta aspiración no dependerá ya tanto de la capacidad de propiciar el diálogo entre filósofos y científicos como de la habilidad y precisión de la comunicación científica a la hora de encontrar las metáforas adecuadas para hacer saber al público en general lo que la ciencia ha llegado a saber sobre el universo, la evolución, los genes, la mente humana o las relaciones sociales.
Esto último obliga, naturalmente, a prestar atención no sólo a la captación de datos y a su elaboración, a la estructura de las teorías y a la lógica deductiva en la formulación de hipótesis, o sea, al método de investigación, sino también a la exposición de los resultados, a lo que los antiguos llamaban método de exposición. Si se concede importancia al método de exposición, a la forma de exponer los resultados científicos alcanzados, y parece que nos conviene hacerlo para religar ciencia y ciudadanía, entonces hay que volver la mirada hacia dos de los clásicos que vivieron cabalgando entre la ciencia propiamente dicha y las humanidades: Goethe y Marx. Pues, independientemente de lo que ahora se piense de los resultados sustantivos por ellos alcanzados en el ámbito de las ciencias de la naturaleza y de la sociedad, a Goethe y a Marx les debemos, entre otras cosas valiosas, consideraciones y reflexiones sobre el método de exposición cuyo valor se apreciará tanto más cuanto mayor sea nuestra atención a la ciencia como pieza cultural[10]. Esta quiere ser la inspiración de fondo de La ilusión del método.
*
Para una crítica de la crítica de la ciencia[11]
Opino que aquella «crisis crítica» abordada por Husserl y por Jaspers confunde en lo esencial el objeto de su discurso. El lector que quiera volver ahora al análisis, distanciado y con ojos limpios, de aquella corriente de pensamiento que fue la fenomenología y la filosofía existencial del período de entreguerras se dará cuenta enseguida, creo, de que en ella:
1º No siempre se distingue con la claridad suficiente, a la hora de la crítica, entre ciencia y técnica, entre la investigación científica propiamente dicha y sus aplicaciones prácticas;
2º Se identifica demasiado apresuradamente el método o proceder analítico reductivo de las ciencias en general, y de las ciencias factuales en particular, con la cosificación y deshumanización de los sujetos humanos que hacen ciencia o que piensan en ella;
3º Se defiende un concepto elitista e idealizado de la enseñanza universitaria en general y del conocimiento científico-filosófico en particular, inspirado en la Grecia clásica y en el «hombre del Renacimiento», un concepto que era ya inmantenible, por razones económico-sociales, en aquella época (no digamos ahora) y se juzga la institucionalización de la ciencia contemporánea desde él, lo que supone una ampliación demasiado fuerte del pensamiento analógico; y
4º Se identifica apriorísticamente, sin discusión previa, tres cosas que convendría, en cambio, mantener separadas en el análisis: a) la ciencia como producto cognoscitivo logrado, b) la ciencia como institución social y, por tanto, como pieza cultural, y c) las ideologías filosóficas generadas por la institucionalización de la ciencia en el siglo XX.
La argumentación de lo dicho en el primer punto exige un razonamiento más largo debido al hecho de que, mientras tanto, en las últimas décadas ha empezado a hablarse, con razón, de complejo tecnocientífico o de tecnociencia, cosa justificada cuando se piensa en actividades como la biotecnología o la ingeniería genética o en otras en las cuales la separación tradicional entre ciencia pura y ciencia aplicada (o tecnología) ya no rige.
Sobre el segundo punto, la acusación a la ciencia de deshumanizar, ya Einstein, discutiendo precisamente preocupaciones del tipo de las de Jaspers y Husserl dijo lo esencial en su momento: en primer lugar, «el análisis de la sopa no tiene por qué saber a sopa»[12]; en segundo lugar, la admisión de la responsabilidad moral del científico no equivale a la atribución de finalidades morales a la ciencia.
Sobre el tercer punto, hay que decir que si cientificismo y oscurantismo son dos caras de la misma moneda, o mejor, dos calderos de la misma noria de las ideas, positivismo y añoranza romántica también lo son: masificación, «plebeyización», «vulgarización» son fenómenos, evidentes, de las sociedades de masas, que no hay por qué aceptar reconciliándose con una realidad intolerable pero que no serán superados por vía declamatoria ni recordando lo que fue la ciencia en su época heroica y la filosofía antes de las fragmentación de las ciencias en compartimentos estancos.
Por último, un tratamiento sensato y específico de la diferencia –que considero analíticamente importante– entre ciencia como producto cognoscitivo logrado, ciencia como pieza cultural y síntesis filosóficas obtenidas a partir de los resultados de las ciencias, obliga a un trabajo histórico-filosófico-sociológico para el que creo que no hay todavía estudios institucionalizados.
Y no deja de ser curioso que esta metáfora del retorno al hogar reaparezca en el segundo Heidegger (el de Hebel der Hausfreund[13]) como desideratum armonizador del pensamiento esencial (de lo profundo, diría Spenger) y de la ciencia para volver a cobijar calculabilidad y técnica de la naturaleza.
Notas
[1] NE. Publicado por Crítica en 1991. El autor tuvo la gentileza de regalar un ejemplar al Grup de Filosofia del Casal del Mestre de Santa Coloma de Gramenet con la siguiente dedicatoria: «A los amigos del Grup de Filosofia de Santa Coloma, cuya labor encomiable durante estos años de pragmatismos se recordará cuando los tiempos sean mejores. Con un fuerte abrazo, Paco».
[2] NE. Una cita de Albert Einstein abre el libro: «Un científico es un cruce de mimosa y puercoespín» (A.E, aupado a los hombros de Arnold Berliner).
[3] NE. La segunda cita, donde aparece esta reflexión sobre conejos, filósofos y científicos de Zinoviev, pertenece a un capítulo de un libro muy apreciado por FFB: «Extractos del libro del calumniador» en Cumbres abismales.
[4] NE. El subtítulo: Ideas para un racionalismo bien temperado.
[5] NE. El autor lo hizo con varios poetas. Con Antonio Gamoneda, Jaime Gil de Biedma y Carlos Rodríguez por ejemplo. Véase, por ejemplo, «Dimensión poética de la utopía en el mundo contemporáneo». Aventura, n.º 3, pp. 10-24.
[6] NE. Una de las preocupaciones compartidas por el autor y por Manuel Sacristán. Véase, por ejemplo, FFB, «Ciencias, metáforas, filosofemas y filosofías» https://espai-marx.net/?p=12204
[7] NE: Una perspectiva muy tenida en cuenta por el autor en sus reflexiones de filosofía moral sobre asuntos controvertidos.
[8] NE. Véase F. Fernández Buey, Para la tercera cultura. Ensayo sobre ciencias y humanidades, Vilassar de Dalt: El Viejo Topo, 2013.
[9] NE. Véase F. Fernández Buey, Albert Einstein. Ciencia y conciencia, Vilassar de Dalt: El Viejo Topo, 2005.
[10] NE. Sobre el método de exposición en Marx, conviene recordar una conferencia del autor (inédita hasta el momento) para estudiantes de COU y profesores de secundaria sobre «La dialéctica». Impartida en el Aula Magna de la UB en 1983.
[11] NE. Texto no fechado, desconozco si llegó a publicarse.
[12] NE. Ante ciertas críticas filosóficas a los conceptos usados en las teorías físicas, exigiendo fueran comprensibles para la intuición común, Einstein replicó que la relación de los conceptos de la física con la experiencia sensorial no es como la que existe «entre la sopa y el pollo» sino más bien como la que se da entre el «número de guardarropa y el abrigo» («Física y realidad» [1936], en Albert Einstein, Mis ideas y opiniones, Barcelona, Antoni Bosch editor, 1983, p. 265). Ortega y Gasset recogió la analogía de Einstein en un libro de 1947, La idea de principio en Leibniz (Buenos Aires, EMECÉ editores, 1958, p. 41 [recientemente reeditado por el CSIC]): «En el guardarropa del teatro nos dan chapas numeradas cuando entregamos nuestros abrigos. Una chapa no se parece nada a un abrigo; pero a la serie de las chapas corresponde la serie de los abrigos, de modo que a cada chapa determinada corresponde un abrigo determinado. Imagínese que el hombre del guardarropa fuera ciego de nacimiento y conociese por el tacto los números en relieve que llevan las chapas. Distinguiría bien estas, o lo que es igual, las conocería. Ante cada chapa palpada recorrería por orden con la mano la serie de los abrigos y encontraría el que corresponde a aquella, a pesar de que no ha visto nunca un abrigo. El físico es este guardarropista ciego del Universo material. ¿Puede decirse que conoce los abrigos? ¿Puede decirse que conoce la Realidad? (…) Lo que la teoría física dice es transcendente a toda intuición y solo admite representación analítica, algébrica (…).»
Esta nota es netamente deudora de una observación del compañero David Vila, uno de los mas grandes y profundos conocedores de la obra de Sacristán.
[13] NE. Véanse las deslumbrantes páginas, entre sus mejoras cosas en mi opinión, que Manuel Sacristán dedica al texto de Heidegger, un apartado muy elogiado por el que fuera su discípulo y amigo, en su tesis doctoral: M. Sacristán, Las ideas gnoseológicas de Heidegger, Barcelona: Crítica, 1995 (presentación de FFB), pp. 228-230.
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