Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Entrevista a Lluís Rabell: «Una izquierda que espera no es izquierda»

Salvador López Arnal

Lluís Rabell (Josep Lluís Franco Rabell) nació el 17 de febrero de 1954 en el barrio barcelonés del Raval. Traductor e intérprete, trabajó en una empresa vinculada al ramo de la construcción.

Inició su activismo político en las postrimerías de la dictadura, militó en la LCR (Liga Comunista Revolucionaria). Su itinerario le llevó más tarde a formar parte de EUiA y otras agrupaciones de izquierda. Ha sido activista del movimiento vecinal y fue presidente de la Federación de Asociaciones de vecinos de Barcelona durante el gobierno municipal convergente de Xavier Trias.

En septiembre de 2015 fue candidato a la presidencia de la Generalitat de Catalunya por Sí que es pot, presidiendo su grupo parlamentario hasta octubre de 2017. Es miembro activo de Federalistes d’Esquerra.

Ha publicado en la editorial de El Viejo Topo, La izquierda desnortada. Entre parias y brahmanes.

Son muchos los temas que presentas y comentas a lo largo de las páginas del libro. Tendré que dejarme muchos asuntos en el archivo de «Pendientes». Empiezo recomendando una hermosa y profunda historia familiar, obrera y socrática, que explicas en las páginas 141-143. Una excelente muestra de la perspectiva moral que defiendes.
¿Qué izquierda está desnortada? ¿Dónde observas, qué te hace pensar en esa desorientación?

Desnortada, desorientada, lo está la izquierda en su conjunto. La socialdemocracia europea se deslizó hacia los postulados social-liberales en las décadas finales del siglo XX, al tiempo que las leyes del mercado irrumpían por doquier y saltaba por los aires el pacto social de la posguerra. La izquierda de matriz comunista –incluidas las corrientes críticas con el estalinismo– salieron malparadas del hundimiento de la URSS y, con ella, del ocaso de la utopía de emancipación surgida de la Revolución de Octubre. Las nuevas tendencias, nacidas de los movimientos contestatarios de la globalización –y en buena medida influenciadas por la izquierda universitaria americana– buscan nuevos sujetos políticos, más allá del paradigma de la lucha de clases. Sin embargo, la crisis ecológica, las tensiones geopolíticas y todas las contradicciones acumuladas por el capitalismo bajo los años de hegemonía neoliberal, nos abocan a un período de intensos conflictos sociales. Ante ese escenario de trascendencia histórica, la izquierda se siente desprovista de una visión estratégica. Ese vacío, que llena penosamente un tacticismo desenfrenado, afecta a sus tendencias reformistas como a aquellas que postulan transformaciones radicales.

Señalas en el prólogo, lo titulas «En la incertidumbre», que si bien la opinión dominante sostiene que la época de los grandes partidos obreros quedó definitivamente atrás, tu posición no es esa, sino más bien la contraria. ¿Los grandes partidos obreros son más necesarios que nunca en tu opinión? ¿Hay que unir más los derechos civiles y los derechos sociales?

Bajo una forma u otra, deviene más necesario que nunca dar una expresión organizada a los intereses propios de la clase trabajadora, al cambio que ésta propone al conjunto de la sociedad. Esa idea, es evidente, va a contracorriente del zeitgeist de nuestras sociedades «líquidas». Pero esa «liquidez» resulta de una determinada mutación del capitalismo, de los cambios que indujo y de una serie de confrontaciones en que perdió el movimiento obrero. El neoliberalismo ha configurado sociedades desarticuladas y atomizadas. Esa es la base material sobre las que la izquierda ha tratado de recomponerse de modo populista. Podemos o La France Insoumise de Mélenchon han bebido de esa fuente. Pero la gramática populista conviene mucho más al discurso de la derecha radicalizada y de la extrema derecha que al propósito de una izquierda transformadora.

¿Por qué?

La izquierda transformadora necesita apelar a la razón, a la comprensión de las contradicciones del capitalismo, a las enseñanzas adquiridas por las generaciones anteriores, a la construcción colectiva de pensamiento y estrategia. Muy al contrario, el populismo se nutre de emotividad, sentimentalismo y respuestas simples a problemas complejos. Lo efímero del populismo de izquierdas llevará a plantearse construcciones partidistas más sólidas, orgánicas y arraigadas socialmente.

Desde posiciones críticas a lo que se presenta en ocasiones como «nueva izquierda», se señala que esa izquierda, a la que califican de posmodernista, enfatiza todo lo que puede lo que tenemos de particular y diferente defendiendo políticas identitarias y tendiendo a refugiarse en aspectos intimistas, singulares, y lo hace en detrimento de lo mucho que tenemos en común. ¿Qué opinión te merece esa consideración?

Es exacto. El neoliberalismo proclamó la desaparición de la clase obrera. Semejante afirmación corresponde a los procesos de desindustrialización y deslocalización que se dieron en las metrópolis, y al consiguiente debilitamiento de los sindicatos. Con la caída del Muro de Berlín, el capitalismo triunfante hacía tabla rasa de un siglo y medio de luchas sociales: no había horizonte alternativo, ni proletariado que aspirase a liderar alternativa alguna. Era el fin de la historia. La izquierda interiorizó ese paradigma. Y, con él, un sentimiento de profunda derrota. La socialdemocracia buscó una alternativa en las clases medias urbanas ilustradas. La izquierda alternativa buscó nuevos «sujetos». Para algunos sectores, la celebración de unas diversidades e «identidades» –que el capitalismo transforma hábilmente en productos mercantiles– ha reemplazado al análisis materialista y a la lucha de clases. Sin embargo, la realidad es muy tozuda.

¿Dónde observas esa tozudez de la realidad?

En el marco de la economía global, la clase trabajadora –empezando por el proletariado industrial propiamente dicho– nunca había sido tan numerosa. (Otra cosa es su consciencia, su organización sindical, sus expresiones políticas, que por lo general van muy por detrás de su realidad objetiva). En las antiguas naciones industriales, la vieja clase obrera, empobrecida y «olvidada» por la izquierda, nos recuerda airadamente su presencia «votando mal», dejándose seducir por el Brexit o la demagogia nacional-populista.

En un segundo texto de presentación, «A última hora», afirmas que todavía está pendiente un balance «del cambio de paradigma que supuso la caída del muro de Berlín, la apoteosis de los mercados y el debilitamiento de las organizaciones que se apoyaban sobre la clase trabajadora». ¿No hemos hablado ya mucho de ello? ¿Qué podemos decirnos más? ¿Hablar del pasado una y otra vez no nos quita energías y tiempo para comprender y transformar el presente?

Hemos hablado mucho, pero quizá más para aliviar la mala conciencia de la izquierda que para entender realmente por qué se produjo ese colapso a finales del siglo XX. Nuestra comprensión del presente –y aún más nuestra capacidad de imaginar el futuro– están fuertemente condicionadas por ese balance. Eso es tan cierto que hoy podemos imaginar el fin del mundo, pero somos incapaces de imaginar el final del capitalismo. Una parte de la izquierda permanece cautiva del pensamiento, al tiempo brutal e infantil, que el estalinismo inoculó en el movimiento obrero internacional. Eso es perceptible en la incapacidad para orientarse según criterios de clase –y no de bloques o conspiraciones, por mucho que, como las meigas, «de haberlas, haylas»– en situaciones como la guerra de Ucrania. La URSS –al igual que la República china– no constituyen «modelos», no representan ningún diseño previamente concebido de socialismo. Resultaron de un proceso tortuoso, complejo e inacabado de la lucha de clases mundial. Como consecuencia del atraso histórico, de las guerras y el aislamiento internacional, los sueños socializadores se transformaron en terribles pesadillas estatalistas. Pero, situadas en su justa perspectiva histórica, esas experiencias no sólo no desmienten, sino confirman la justeza del pronóstico marxista. Esas experiencias han consumido el esfuerzo emancipador de varias generaciones. El pasado pesa como una losa sobre el presente y el futuro de las izquierdas.

Te pregunto más tarde sobre Rusia y China. Coincides con Thomas Piketty en la consideración de que en estos últimos años la izquierda se ha vuelto brahmánica. ¿Y eso qué significa exactamente? ¿Toda la izquierda ha seguido esta transformación? En el apartado «Entre parias y brahmanes» hablas del rearme ideológico de la izquierda. ¿En qué aristas debería rearmarse más esa izquierda?

El enfoque de Piketty es muy interesante. Creo que da en el clavo. Frente a la «revolución conservadora» y, más tarde, frente a la oleada neoliberal, la socialdemocracia, al sentir que iba perdiendo pie sobre las franjas sociales más humildes, aquellas que compondrían «los perdedores de la globalización», buscó afianzarse en aquellos segmentos que habían progresado en el marco del Estado del Bienestar, durante las décadas en que funcionó un cierto «ascensor social». Pero ese desplazamiento del centro de gravedad conllevó un deslizamiento no menos notable hacia las aspiraciones y percepciones de las clases medias en un momento de profundos cambios tecnológicos, económicos y culturales. La izquierda se «brahmanizó».

¿Brahmanizó?

Ahí estuvo la «tercera vía» de Tony Blair, por citar un ejemplo emblemático. La suerte de un gran partido como el PCI tiene que ver igualmente con esa deriva. La izquierda verde europea –a quien hay que reconocer el mérito de haber puesto en la agenda la cuestión ecológica, que hoy reconocemos crucial para el devenir de la humanidad– ha mostrado también, desde su surgimiento, los rasgos característicos de la intelligentsia urbanita a la hora de abordar los problemas políticos, incluidos los de la propia transición ecológica, imposible sin una acertada orientación social. El rearme ideológico tiene que ver con ese balance al que antes me refería, y con el esbozo de un programa y una estrategia hacia el socialismo que recupere la centralidad y el esfuerzo de organización de la clase trabajadora.

Citas y hablas con cariño y admiración de pensadores de orientación trotskista: Bensaïd, Krivine, Mandel, etc. De hecho, de joven fuiste militante de la LCR. ¿Te sigues reconociendo en esa tradición?

La lucha de la Oposición de Izquierdas contra la degeneración burocrática del Estado soviético y, luego, el esfuerzo del trotskismo por mantener vivas las tradiciones del marxismo revolucionario y del bolchevismo forman parte de la historia y el patrimonio del movimiento obrero mundial. Representan toda una etapa, repleta de impagables enseñanzas, conquistadas al precio de sacrificios heroicos de una corriente que tuvo que enfrentarse a las iras y la persecución combinada de la burguesía liberal, del fascismo y del terror estalinista. Sin embargo, las tradiciones militantes no viven en el aire. Por la fuerza de las circunstancias históricas, el trotskismo vivió en gran medida como una corriente «exiliada de su propia clase». Sólo episódicamente ha logrado romper su aislamiento, llegando a constituir una fuerza influyente entre las clases populares. El aislamiento asfixia el pensamiento, favorece las derivas doctrinarias, las rupturas y la búsqueda de sucedáneos.

Reivindicas entonces aquella tradición…

Reivindico aquella tradición, la memoria de quienes lucharon por preservarla y cuanto de fecundo puede aportar esa experiencia al combate de la izquierda del siglo XXI. Pero me cuesta mucho reconocer ese impulso en las opciones adoptadas por grupos que, formalmente, se reclaman del trotskismo, pero se dejan seducir por las identidades posmodernas.

Has estructurado los escritos recogidos en el libro en nueve apartados. Empiezo por el primero: «Echando la vista atrás». ¿Por qué das tanta importancia a la Primavera de Praga y a la invasión de Checoslovaquia de agosto de 1968?

Porque la historia no está escrita de antemano. Las cosas no sucedieron de la única manera que podían haber sucedido. Sólo la lucha dirime las disyuntivas. La Primavera de Praga no fue un acontecimiento aislado. Se habían producido otros movimientos de masas contra los regímenes burocráticos en el Este de Europa –Berlín en el 53, la revolución de los Consejos Obreros húngaros en el 56…– Y otros siguieron: en el Báltico a principios de los 70, luego el surgimiento de Solidarnosc.

Visto en perspectiva, Praga fue crucial. El movimiento de las fábricas y las universidades, sobre el que se apoyó el ala reformadora del PC, planteaba un giro democrático en la vida política y la economía nacionalizada. Esa necesidad estaba a la orden del día, con carácter de urgencia, en todos los países del Este y en la URSS. Lo que se dio en llamar –con poca fortuna– «socialismo con rostro humano» ponía de manifiesto una alternativa insoslayable: la gestión anquilosada de la burocracia sobre economías complejas, al tiempo que generaba desigualdades sociales y promovía tendencias favorables a una restauración del capitalismo, amenazaba con llevar a un colapso general a medio plazo. No habría socialismo en un solo país. Ni siquiera en un solo bloque.

Pero avanzar no era un sueño.

Era posible avanzar, dando voz a los trabajadores y a la sociedad civil, mediante la libertad de expresión, la crítica y la participación, y confiriendo un carácter más indicativo y cooperativo a la planificación. El Kremlin temió por su poder y aplastó aquella esperanza regeneradora, usurpando y desacreditando la bandera del socialismo. Esa tragedia marcó ulteriores desarrollos ideológicos de las revueltas obreras contra el poder burocrático: Solidarnosc levantó un movimiento de diez millones de trabajadores… que acabó bajo una dirección clerical. La «normalización» de Praga prefiguró el destino de la URSS.

En «Ecos de un siglo» rindes un homenaje a Albert Escofet, «entrañable amigo y animador de tantos combates de la izquierda». ¿Qué significó para ti la vida y lucha de Albert?

Junto a su entrañable personalidad, me atrevería a decir que encarnaba muy bien el prototipo de la fidelidad a su clase y a sus ideales. Sobre la lealtad y la entrega de ese tipo de militantes, de hombres y mujeres con ese talante, se han construido y mantenido durante décadas las organizaciones del movimiento obrero.

No se entienda esto como una mera evocación sentimental, ni como una nostalgia de tiempos pasados. No. Se trata de reivindicar una enseñanza válida para la nueva generación. No habrá emancipación sin esfuerzo emancipador y sin organización. Y no habrá atajos, ni astucias que valgan. Será necesarias tenacidad, constancia y lealtad.

En ese sentido, Albert fue todo un ejemplo.

No son pocas las páginas y artículos que dedicas a temas feministas. ¿Debemos los hombres hablar de estas temáticas? ¿Qué feminismo es el tuyo?

El problema es la izquierda. La izquierda debe asumir e integrar plenamente la agenda feminista. La crítica y la aspiración a la igualdad del movimiento feminista no pueden ser un atributo ni un complemento, sino un elemento nuclear del programa socialista. La opresión patriarcal, identificada por el feminismo en todos los ámbitos de la vida social, de la economía y la cultura, no sólo es funcional al capitalismo, sino que perpetúa las pautas de dominación que son necesarias a su reproducción. Pero, al mismo tiempo, hay que entender que el feminismo es el movimiento histórico de las mujeres en pro de la igualdad. Los hombres feministas, si esa expresión es acertada, son aquellos que han sido convencidos de la justeza de ese combate y lo apoyan resueltamente. Por supuesto que debemos hablar de la agenda feminista.

¿Por qué?

¿Cómo no hablaríamos de la prostitución si es la demanda masculina quien la promueve? ¿Cómo callaríamos ante el fenómeno de la pornografía, cuando escenifica una violencia deshumanizadora de los hombres sobre las mujeres? ¿O ante el negocio infame de los «vientres de alquiler»? Claro que debemos hablar de todo ello. El feminismo incide de lleno en la crisis de la civilización que estamos viviendo. La cuestión, para nosotros, los hombres, consiste sobre todo en saber a quién hablamos. No vamos a explicar el feminismo a las feministas… de quienes aún estamos aprendiendo los rudimentos de la teoría feminista. Nuestra tarea, eso sí, es dirigirnos a los otros hombres y a la esfera pública en general, combatiendo prejuicios, cuestionando la superioridad viril en la que hemos sido socializados, apelando a la responsabilidad…

Debemos decidir si queremos avanzar hacia una sociedad igualitaria… o formar parte, por activa o por pasiva, de una fratría bárbara.

¿Nos resumes tus principales críticas a la teoría-filosofía-cosmovisión queer? Sostienes que lo queer, una corriente antifeminista y patriarcal señalas, «arrasa por razones materiales y culturales. A estas alturas, ya es difícil ocultar que hay poderosos intereses económicos en las promoción mundial del transgenerismo». Tomando pie en Elena Armesto recuerdas que la industria de la identidad del género ha pasado de valer 800 millones de euros anuales a más de 3 billones en solo cinco años.

Recomiendo vivamente la lectura de Nadie nace en un cuerpo equivocado, de los profesores José Errasti y Marino Pérez, que constituye un excelente tratamiento de este tema. Como bien explican los autores, la actual y omnipresente oleada transgenerista queer sólo es posible en el marco de unas sociedades desvertebradas y atomizadas tras décadas de neoliberalismo, donde la lógica del mercado ha impregnado todos los pliegues de la vida, y reinan el narcisismo, el individualismo exacerbado y la infantilización del pensamiento. La eclosión de este movimiento, que impugna radicalmente la razón, surge en un contexto «líquido» y desquiciado. Es un desvarío colectivo que, no obstante, acaba expresando las pulsiones más profundas del capitalismo. Poner en duda el resultado de cientos de millones de años de evolución de las especies –que, en el caso de la nuestra, han configurado una reproducción a partir de dos sexos– o pretender que esos sexos son, al igual que los prejuicios y roles socialmente atribuidos que les rodean, un «constructo» arbitrario, diseñado por el lenguaje, hubiese sido en otras circunstancias históricas una extravagancia sin mayor impacto que el terraplanismo. Sin embargo, en medio de la crisis de civilización que vivimos, esas creencias anticientíficas se están convirtiendo en una religión ante la que se inclinan autoridades académicas, medios de comunicación y gobiernos. Y está propiciando unas legislaciones retrógradas que amenazan los derechos de las mujeres, la coeducación, y la salud de niños y adolescentes –a quienes se induce a creer que sus malestares responden invariablemente al hecho de que han nacido en un cuerpo equivocado, desatino de la naturaleza que les hormonas y el bisturí corregirán–.

Un despropósito en tu opinión.

Un despropósito de graves consecuencias sociales, pero de pingües beneficios para algunas corporaciones.

Una de las decisiones más desafortunadas de Pedro Sánchez, sostienes, fue dejar el Ministerio de Igualdad en manos de Irene Montero. El feminismo, nos recuerdas, no es algo accesorio, sino nuclear, al socialismo. Lo acabas de señalar. Añades. «Desgraciadamente, en toda una parte de la izquierda, los objetivos del movimiento histórico de las mujeres se han disuelto en una celebración inane de la diversidad». ¿Por qué fue un error nombrar a Montero ministra de Igualdad? ¿Representa ese sector inane pro-diversidad de la izquierda al que aludes?

La formación de un gobierno de coalición comporta negociación y concesiones mutuas. No sé si era evitable dar ese ministerio a Podemos. Pero me temo que el PSOE lo consideró algo de importancia secundaria. Y ya se está viendo que no lo es. También hubo un arbitraje gubernamental a favor de la tramitación de la «Ley Trans» y, de modo significativo, Carmen Calvo, una de las voces más respetadas del feminismo socialista, fue apartada de la vicepresidencia en la reestructuración del ejecutivo que precedió al Congreso del PSOE en Valencia. El problema es que ese ministerio se dedica a poner palos en las ruedas de la agenda feminista.

¿Palos en las ruedas de la agenda feminista el Ministerio de Igualdad?

Irene Montero, a pesar de sus intermitentes declaraciones abolicionistas, no pasará a la historia por haber promovido una legislación seria contra la prostitución sino por sus denodados esfuerzos por exaltar la diversidad y por coronar en el Congreso de los Diputados una inquietante dinámica legislativa queer que ya ha tomado cuerpo en casi todas las comunidades autónomas. Podemos quiere «marcar perfil» frente a la socialdemocracia, un perfil supermoderno y guay. Para ello, ha escogido hacer bandera de una ideología que se ha convertido en el reflejo invertido de los más rancios prejuicios sexistas con los que se identifica la extrema derecha. Para ésta, hay que ajustar el comportamiento de niños y niñas a las pautas y roles tradicionales, al género. Para la izquierda transactivista, habría que acomodar los cuerpos al sexo que supuestamente definirían esos rancios estereotipos, elevados a la categoría de una «identidad» incuestionable. Así, la disforia de género, expresión de un auténtico malestar de orígenes diversos –y que sólo en determinados casos podría encontrar alivio en una «reasignación»–, deviene la revelación del verdadero ser. Legislar a partir de semejante concepción, propia de una secta, sólo puede abocar a situaciones desastrosas. ¡Menudo estandarte para la nueva izquierda!

Por cierto, ¿no te muestras a lo largo del libro bastante o muy generoso con Pedro Sánchez, incluso con la socialdemocracia, que en ocasiones se confunde con el social-liberalismo?

Alguna vez he escrito que Pedro Sánchez es un socialdemócrata posmoderno. Espíritu de supervivencia, habilidad táctica, regate corto, incluso audacia. Pero quizá no demasiado background ideológico. Creo que la actitud hacia el feminismo, como moneda de cambio para la paz gubernamental, así lo indica. El brusco giro sobre el Sáhara formaría parte también de esas decisiones que atienden a presiones o exigencias del corto plazo, en detrimento de la reflexión estratégica e incluso de ciertos principios.

Pero no pienso que la gestión del gobierno de Pedro Sánchez pueda tildarse de social-liberal. Al contrario, creo que representa una neta inflexión al respecto. La reforma laboral, los ERTE, las medidas de protección social durante la pandemia… incluso las intervenciones en Bruselas en favor de una mutualización de los fondos de contingencia o de la excepción ibérica en materia energética, con todas las limitaciones que se puedan señalar, van en la línea de una renovada concertación social, muy propia de la socialdemocracia. Pero no hay que perder de vista que España forma parte de la OTAN, que el PSOE es de tradición atlantista y que, por otra parte, la apuesta de la socialdemocracia europea a favor de moverse dentro de las pautas marcadas por la UE es muy clara. Eso marca los límites de la acción de un gobierno de indiscutible carácter progresista –en el sentido de promover ciertas reformas y medidas favorables a la población trabajadora–, pero que refleja una débil correlación de fuerzas de las izquierdas en la sociedad española.

Lo que discuto en mi libro es lo acertado, por parte de la izquierda alternativa, de haber querido formar parte de ese gobierno –en lugar de optar por un apoyo parlamentario externo–.

Tal vez tu posición.

La disciplina gubernamental obliga. Y Podemos no siempre lo lleva bien, en algunos casos incluso sobreactuando como si estuviera en la oposición. La colaboración con la izquierda reformista es absolutamente obligada en esta etapa de recomposición de fuerzas. Pero eso requiere saber discrepar – y empujar cuando sea necesario–, conscientes de la senda angosta por la que anda un gobierno como éste.

A la socialdemocracia hay que exigirle reformas efectivas. No tiene sentido esperar de ella lo que no puede dar… e indignarse por ello.

Las izquierdas catalanas, también las españolas, ¿no han sido en ocasiones, en bastantes ocasiones, demasiado acríticas e incluso seguidoras de los planteamientos teóricos y las prácticas reales del nacional-secesionismo catalán? ¿Estuvieron esas izquierdas a la altura de las circunstancias en septiembre y octubre de 2017? En una parte de la dedicatoria de tu libro, citas a un conjunto de compañeros y compañeras, y añades: «enrolados en una “patrulla” que defendió el honor de la izquierda transformadora durante la agitada legislatura catalana de 2015-2017.» ¿El honor de la izquierda transformadora? ¿Qué honor es ese?

Las izquierdas «a la izquierda del PSOE» fueron, en efecto, muy bobaliconas frente al «procés». Es cierto que el gobierno de Rajoy, su corrupción, sus políticas antisociales y su inmovilismo político podían crear cierta confusión, confiriendo una pátina democrática a ese movimiento. Pero, conforme iba avanzando, sus rasgos aparecían con mayor nitidez. Se trataba de una revuelta de las clases medias, liderada por una nomenclatura autonómica que se aferraba al poder. Los días 6 y 7 de septiembre de 2017 apareció con toda claridad su naturaleza antidemocrática, profundamente divisoria de la sociedad catalana. Las leyes de «desconexión» esbozaban una República de rasgos autoritarios, destinada a devenir un paraíso fiscal.

Déjame remarcarlo: República de rasgos autoritarios, destinada a devenir un paraíso fiscal.

Hoy sabemos que, en aquellas fechas, Puigdemont recibía a presuntos emisarios del Kremlin.

La izquierda populista española quedó deslumbrada por los éxitos movilizadores del nacionalismo catalán, en el que creyó detectar a un aliado contra «el régimen del 78». Nuestro grupo parlamentario, a contracorriente, condenado por su propio espacio a un cierto ostracismo, trató de defender el punto de vista democrático y los intereses de la Cataluña trabajadora, proponiendo vías de desactivación del choque institucional en ciernes. Y, llegado el momento, plantándose ante el aventurerismo independentista, su clasismo y sus rasgos supremacistas. Ese era el deber de una fuerza de izquierdas fiel a su gente.

¿Por qué nos resulta más fácil imaginarnos el final del mundo que el final del capitalismo? ¿Por falta de imaginación? ¿Por la derrota que hemos sufrido? ¿Por el éxito y los grandes apoyos sociales que sigue teniendo el capitalismo?

Por todas esas cosas a la vez, como he comentado más arriba. Imaginación, estudio, debate y reflexión… la izquierda deberá recuperar esos hábitos, perdidos en medio de la agitación de una política que late al ritmo de los tuits. Pero no todo depende de nuestra creatividad intelectual. Los clásicos del marxismo, formados en la cultura alemana, citaban con frecuencia los versos de Goethe: «La teoría es seca, mi joven amigo, pero el árbol de la vida permanece eternamente verde». Las variantes que ofrece la vida son siempre mucho ricas que la más febril de las mentes humanas. Enzo Traverso dice que la humanidad creará las nuevas utopías que necesite para seguir adelante. El desarrollo de la lucha de clases planteará los problemas en los términos en que deberán ser resueltos. La izquierda debe reaprender a ser atenta, fiel y «estudiosa», como acostumbraban a decir en tiempos de la joven Internacional Comunista, cuando se trataba de forjar nuevos partidos y dirigentes.

Haces referencia, como no podía ser menos, a los problemas medioambientales y especialmente al calentamiento global. ¿Esto lo cambia todo? ¿Hay alguna iniciativa que crees que va en la buena dirección? Añado otra más: sostienes que el socialismo es el auténtico ecologismo del siglo XXI. ¿Por qué? ¿Qué tipo de socialismo, un socialismo decrecentista por ejemplo?

La transición ecológica será el marco general de la lucha de clases a lo largo del siglo XXI. La lógica de la acumulación capitalista violenta sin cesar los ciclos de regeneración de la vida. Las crisis cíclicas del capital y las guerras que desata la lucha por los mercados no hacen sino agravar los desequilibrios medioambientales, provocar hambrunas, retrasar los cambios necesarios en los modelos energéticos. Las medidas del tránsito hacia una economía descarbonizada, el recurso a energías renovables, los paradigmas sostenibles de movilidad, producción industrial, alimenticia o de consumo… todo eso ha sido o está siendo pensado. El problema radica en los costes de esa transición, en quién debe soportarlos. Un reciente informe del Banco de España dice que recaerán inevitablemente sobre las rentas más bajas. Si eso fuese así, no habría transición. Tendríamos una sucesión de explosiones sociales similares a la de los «chalecos amarillos» franceses, generando unos escenarios fácilmente aprovechables por la extrema derecha. La transición planteará la necesidad de enfrentarse a poderosos grupos corporativos, embridando con firmeza el mercado. Y requerirá un giro no menos decidido en la fiscalidad, con objeto de financiar investigación, formación, infraestructuras, reestructuraciones y medidas compensatorias para las afectaciones sobre las clases menesterosas. En ese sentido digo que el socialismo es el verdadero ecologismo.

En cuanto al decrecentismo.

Pues no, no me convence el término «decrecimiento», que evoca entre la clase trabajadora –sin cuya adhesión no habrá transición– unas penurias que conoce demasiado bien en su vida cotidiana. Habrá que decrecer en ciertos dominios y crecer en otros. El modelo final debe satisfacer las necesidades humanas y ser sostenible para el planeta. Esa es la ecuación que hay que resolver.

Te cito: «El siglo XXI se perfila como una nueva era de guerras y revoluciones. Los conflictos armados, dirimiendo en terceros países correlaciones de fuerza entre grandes potencias, han salpicado todo el desarrollo de la globalización. Bajo el actual desorden mundial, con sus devastadoras crisis financieras, el deterioro de la biosfera y la exacerbación de las desigualdades, maduran las condiciones de nuevos acontecimientos revolucionarios que determinarán el curso de la historia». ¿No ves la situación con mucho optimismo? ¿Dónde observas el humus para nuevas revoluciones socialistas?

No, ni optimismo, ni pesimismo. La hipótesis de la revolución comporta a su vez la posibilidad de su derrota. Considerando la gravedad de las contradicciones que acumula el capitalismo, la profundidad de las crisis que nos ha legado la globalización neoliberal, los sufrimientos a que se verán abocados millones de seres humanos… no es razonable pensar que, aquí y allá, dejen de producirse tremendas convulsiones, colapsos de las formas de gobierno, choques entre las clases sociales donde se dirima la cuestión del poder, del orden que debe regir sus relaciones. No es razonable pensar que el mundo no vaya a conocer nuevas sacudidas revolucionarias. De ser así, el declive de la civilización sería imparable. Lo ingenuo sería creer que esas crisis y procesos revolucionarios –con ritmos, desarrollos y ubicaciones que no podemos predecir– vayan a resolverse por sí solas, de modo favorable a los oprimidos. Ningún imperio ha abandonado la escena de la historia sin antes librar una última guerra, ni las clases dominantes renunciarán de buen grado a su posición. Como la revolución, la contrarrevolución también estará a la orden del día. Es necesario que haya una izquierda capaz de ser útil en etapas defensivas como la actual, pero que integre esa hipótesis en su visión del mundo.

Te defines en varias ocasiones como pensador marxista o muy próximo al marxismo. ¿Qué clásicos del siglo XX o de estas décadas te interesan más?

Me parece que eso de «pensador marxista» me viene un poco grande. Efectivamente, me reconozco en la tradición marxista. Mis referencias son muchas, desde los clásicos «de toda la vida» –Marx, Engels, Rosa Luxemburg, Lenin, Trotsky, Gramsci…– hasta historiadores del movimiento obrero, como Pierre Broué, filósofos críticos como Walter Benjamin o Daniel Bensaïd… Me parece igualmente obligada la lectura de pensadores que no forman parte de esa tradición, pero cuyas investigaciones son enriquecedoras. En el libro hay una larga lista de autoras feministas. Y también reseñas de gente alejada en el espectro político, pero de inspiradoras reflexiones, como Isaiah Berlin o Daniel Innerarity.

¿Y qué es el marxismo para ti?

El marxismo no es una doctrina, sino un pensamiento crítico y materialista que trata de aprehender la realidad. Ninguno de los clásicos escribió una receta para los problemas a los que debemos enfrentarnos. Hay que estar dispuestos a aprender de todo aquel que pueda enseñarnos algo. Debemos pensar con nuestra propia cabeza; rechazar dogmas, sectarismos y arrogancia intelectual. Si la realidad desmiente nuestra teoría, es la teoría lo que debemos reconsiderar –y no enviar al diablo la realidad–. Esa enseñanza sí podemos recogerla tal cual de los clásicos. Insisto: la izquierda debe ser estudiosa.

«Crisis territorial» es el título de unos de los apartados del libro. ¿Fue eso, fue una «crisis territorial» el intento nacional-secesionista .Cat se romper el Estado y crear un nuevo Estado-muro muy favorable, por lo que sabemos, y según tú mismo has señalado, a ser paraíso fiscal?

Bien, en realidad, tuvimos una crisis social, institucional y política, que cabalgó sobre un desajuste y lo envenenó. Con la perspectiva de los años, creo que toda la izquierda nos equivocamos al plantear en su día una reforma del Estatut que tendía a desbordar los marcos constitucionales y cuyo final poco feliz dejó abierta una herida de incomprensión, un deseo de reconocimiento no satisfecho. El «procés» ahondó esa herida, levantando la bandera de una secesión unilateral. Pero, como he dicho antes, ese movimiento servía ante todo de paraguas a la desazón y aspiraciones de unas clases medias que soñaban con un estatus más ventajoso al margen de España.

Lo de constituir una suerte de «Andorra con vistas al mar» no era sólo una ensoñación; de algún modo ese sería el único destino posible para un pequeño Estado, eclosionado en el sur de Europa en plena globalización. Nada más lejos de una entidad social y democrática. Además, la energía requerida para emprender ese vuelo se obtenía «por fisión». Es decir, rompiendo la unidad civil de la sociedad catalana, al exacerbar e inflamar el sentimiento nacional, tornándolo excluyente para más de la mitad de esa sociedad, que conjuga su catalanidad con el apego a España.

¿No hay en sectores de la izquierda española (incluida la catalana) una excesiva rapidez, tal vez por costumbre, en descalificar (¡derecha extrema, extrema derecha!) a organizaciones o colectivos ciudadanos que apuestan por la integridad nacional española?

Desde luego. El nacionalismo se nutre siempre de enemigos. La opresión cultural y política sufrida por Cataluña bajo el franquismo dejó en el imaginario colectivo una visión del nacionalismo catalán como algo con marchamo democrático. La izquierda tiene parte de responsabilidad en la permanencia de ese espejismo. En la transición, las izquierdas hicieron bandera de un catalanismo popular que pretendía cohesionar a la sociedad, recuperando como un bien común la lengua y la cultura maltrechas bajo la dictadura. Pero, durante más de veinte años, Pujol fue sembrando su particular lectura del hecho nacional catalán: no como una construcción integradora, permanentemente abierta e inconclusa, vinculada a la España democrática y a Europa, sino como un esencialismo. Entorno a la independencia, el «procés» trazó una separación entre auténticos catalanes y «colonos del franquismo». Hay que señalar que, en su día, ninguna fuerza política recicló tantos alcaldes franquistas como Convergència.

Dato que a veces se olvida. Antonio Santamaría suele hacer énfasis en él.

Y la geografía del independentismo más radical coincide con las comarcas tradicionalmente carlistas. Sin embargo, es de rigor que todo aquel que no comulgue con las tesis independentistas sea tildado de reaccionario.

¿No hay mucho nacionalismo o incluso secesionismo en «Catalunya en comú»? Tú mismo aludes a la posición ambigua de la formación ante la convocatoria nacionalista del 1-O, que no era cualquier cosa.

No sabría decir si «nacionalismo» es el término adecuado. Se trata más bien de una cercanía con ERC –y en algunos casos también con la CUP–. Cercanía en cuestiones ideológicas, como la visión posmoderna del feminismo. En Barcelona, por la fuerza de las cosas, los comunes gobiernan con el PSC, pero preferirían sin duda hacerlo con ERC. Y no solo en la capital. Creo que es una cuestión de cercanía socio-cultural, a pesar de las distintas trayectorias militantes.

En el 1-O la postura oficial fue algo más que ambigua: se llamó ostensiblemente a votar en una convocatoria de parte, que no reunía ninguna garantía democrática e introducía peligrosos elementos de confrontación civil. Una cosa era estar en contra de la actuación policial en los colegios –el propio PSC amenazó con salir a votar si no cesaban las cargas–, y otra muy distinta dar legitimidad democrática a la convocatoria. En el libro explico la incomodidad que esa connivencia con el independentismo causó en nuestro grupo parlamentario.

Te muestras muy partidario del federalismo. ¿Qué paso adelante sería una España federal respecto a la España de las autonomías? ¿No hay riesgos de que esa España federal se transformara en una España confederal o en un Reino de taifas? Señalas tú mismo que una condición sine qua non del federalismo es la lealtad y no se ve mucha lealtad, más bien lo contrario, en los nacionalismos, conservadores o no tan conservadores.

La idea de las autonomías respondía a la necesidad de acomodar la diversidad lingüística, cultural y de arraigados sentimientos nacionales que compone España en un proyecto democrático común. Pero ese propósito difícilmente podrá cumplirse sin un desarrollo federal de la estructura territorial. Quedarse en el marco autonómico es justamente lo que favorece las tendencias disgregadoras. Aunque las administraciones autonómicas han cumplido una parte de su cometido, también han favorecido que cristalizara una cierta mesocracia, unas nomenclaturas que se aferran al poder blandiendo la queja permanente y el agravio comparativo. Después de Cataluña, el Madrid de Ayuso ha retomado en cierto modo la bandera del separatismo de los ricos.

El federalismo pretende establecer unos niveles competenciales definidos para los entes federados y para el gobierno federal. Lo que no quiere decir que, en un caso como el nuestro, no debieran admitirse ciertas asimetrías; pero no desde luego margen para el dumping fiscal como el que practica la capital. Por el contrario, serían necesarios ámbitos de debate y concertación federal, con un Senado que actuase como cámara de representación territorial. Y, más allá de la buena disposición de tal o cual fuerza política, la lealtad institucional es obligada. El famoso 155 es una copia literal del artículo de la constitución alemana referido a la lealtad federal.

Hoy no existen condiciones para contemplar una reforma federal de la Constitución, que requeriría mayorías muy amplias. Pero sí podemos avanzar en la cultura federal, como se vio durante la pandemia. El federalismo acabará siendo el sentido común progresista.

Te cito de nuevo: «En demasiadas ocasiones, la izquierda subestima la importancia de las batallas culturales. Y es un error, porque esas batallas no solo definen los contornos de una épocas: a través de ellas, se instalan en el imaginario colectivo los distintos modelos de sociedad en liza. Mucho más incluso que a través de la confrontación de los programas, siempre contingentes, de los partidos que se disputan el poder». ¿Por qué comete ese error tan básico la izquierda? ¿Cómo no va a tener importancia la lucha de ideas, de modelos de sociedad, de cosmovisiones sociales?

Quizá por ese sentimiento de «fin de la historia», al que ha sucedido la incertidumbre de un futuro inimaginable. Hay un desplazamiento del pensamiento de una izquierda que analizaba las contradicciones del capitalismo, que con mayor o peor fortuna se orientaba en función de la evolución del conflicto social, situando en ese contexto los debates de carácter ideológico y cultural. Hoy, un caleidoscopio de identidades llena por completo el espectro de un presente angustioso e infinito. La izquierda ha perdido el pulso de la historia.

Ucrania, sostenías el 27/02/2022, es teatro y víctima de una confrontación mucho más amplia y prolongada, una confrontación de naturaleza imperialista. Confrontación, ¿entre quiénes? ¿El Pentágono ha jugado al empantanamiento de Rusia en tierras ucranianas?

Trotsky decía que, en nueve de cada diez ocasiones, la izquierda podía ubicarse correctamente en un conflicto por oposición a lo que hacían la burguesía o sus gobiernos. Pero, a veces, se presentaba la ocasión número diez, y había que analizar los pormenores de la situación para orientarse. Es el caso de Ucrania. El contexto geopolítico mundial está marcado por la competición entre Estados Unidos y China. Rusia, con su régimen autocrático y su temible arsenal militar, es ya un actor secundario. Su dependencia de Pekín irá en aumento. China sigue el curso de la guerra en Ucrania pensando en Taiwán. También es cierto que la dinámica de expansión de la OTAN sólo podía tensar las relaciones con Rusia. Pero, en los pliegues de ese contexto, la invasión de Ucrania por parte de Putin, una invasión con finalidades netamente expansionistas, tiene un grosor y una entidad propias que no se diluyen en el escenario general. Ucrania lucha por su supervivencia frente a una agresión imperialista. Más allá de los cálculos interesados de Estados Unidos o de otras potencias, la República ucraniana tiene el derecho a defenderse y a reclamar armas a todo el mundo. Esa lucha es progresista. Y cuanto antes lo entienda la izquierda más capaz será de intervenir políticamente para que las ayudas militares occidentales de hoy no se conviertan en un nudo corredizo en torno al cuello de Ucrania.

¿Cuándo empezó la guerra, el 24 de febrero de 2022, o en 2014, con el Maidán, un golpe de estado en opinión de J. A. Zorrilla, el ex embajador español en Georgia, un occidentalista y liberal crítico según su propia autodefinición?

Podríamos discutir la concatenación de los acontecimientos hasta el infinito. De hecho, deberíamos remontarnos al colapso de la URSS y al caótico proceso que llevó a la configuración de un régimen autoritario sostenido por unos oligarcas que levantaron su fortuna sobre el saqueo de la economía nacionalizada soviética. No sólo en Ucrania, también en el desarrollo de las cosas en Rusia desde la época de Boris Yeltsin incidió poderosamente la política exterior americana. Durante años, occidente le ha reído las gracias a Putin. La primera economía europea, la alemana, volvió a encontrar su natural zona de expansión económica hacia el Este, y sostenía su competitividad industrial sobre el suministro de carburante ruso a buen precio. Ahora, todo se ha ido de las manos a unos y a otros. Y, por supuesto, todas las cancillerías hacen sus cálculos. Algunas conspiran abiertamente. Pero esas maniobras no definen la naturaleza de la guerra, ni empañan la legitimidad de la resistencia ucraniana.

Refiriéndote a la izquierda europea, sostienes que el «no a la guerra» debe declinarse en concreto, proponiendo objetivos a la movilización ciudadana y formulando exigencias a los distintos gobiernos. ¿Qué objetivos serían esos? ¿Qué exigencias? ¿Armas para Ucrania, como titulas uno de tus artículos?

Armas para Ucrania, por supuesto. Pero, al mismo tiempo, la izquierda debería construir sus propios vínculos con la izquierda y las fuerzas progresistas ucranianas, con sus sindicatos y entidades de la sociedad civil. Defender a Ucrania y atenerse a las exigencias de la guerra no debería confundirse con una identificación política con el gobierno de Zelenski. Hay que defenderlo militarmente frente a Putin, no frente a la crítica política de esa izquierda ucraniana que combate lealmente en el frente y contribuye a sostener la retaguardia.

En cuanto a nuestros gobiernos, hay que exigirles que sean consecuentes en su apoyo económico y militar a Ucrania, en sus presiones sobre Moscú y en sus iniciativas diplomáticas. No es admisible especular con una guerra de desgaste, a costa del sufrimiento del pueblo ucraniano y de la pérdida de miles de vidas de soldados y civiles. Pero también es necesario hallar la manera de promover la idea de articular una defensa autónoma europea. Cosa difícil en estos momentos. Putin ha logrado revitalizar la OTAN y, con ella, el liderazgo americano.

Por otro lado, la inercia de los Estados nacionales es muy fuerte. Francia es incapaz de mantener un contingente en Mali, pero saca pecho con su force de frappe y se considera el comandante en jefe natural de un ejército europeo, si un día lo hubiera. A pesar de todo ello, si Europa no quiere permanecer cautiva de los cálculos del amigo americano, tarde o temprano deberá encarar el desafío de un sistema federal de defensa, respaldando una diplomacia pacifista que pese en el escenario mundial.

Te cito de nuevo: «Unas demandas [renuncia de la OTAN a seguir ampliando su área de influencia, neutralidad de Ucrania] razonables, dice Poch de Feliu. De ser atendidas, opina, se hubiese evitado la guerra. Nada se antoja menos seguro. Las demandas pueden se razonables, pero Putin no lo es… los acontecimientos hubiesen tenido sin duda otra concatenación, pero difícilmente ésta hubiese sido pacífica.» ¿Putin es un loco y la guerra, por parte de Rusia, era inevitable?

No me atrevería a formular un diagnóstico clínico acerca de la personalidad de Putin. Doctores tiene la academia. Lo cierto es que todo sistema político acaba encontrando los hombres que mejor encarnan sus tendencias, y esos individuos les imprimen a su vez su sello particular. Putin dirige un gobierno de antiguos oficiales del KGB, que se han enriquecido junto a otros oligarcas mediante el saqueo, la corrupción y el crimen, con el beneplácito de Occidente. Ese régimen debe comprimir violentamente la expresión de las tremendas desigualdades sociales que reinan en Rusia. Denunciar la autocracia rusa es exponerse a perder la libertad o la vida. La consolidación de ese poder ha sido, en cada una de sus etapas, inseparable de la guerra. Chechenia está en memoria de todos. Ucrania representa un objetivo definitorio de la ambición de Putin de reconstituir un imperio ruso. En la medida que el arraigado sentimiento nacional de Ucrania hacía inviable una toma de control de la República mediante un simple desplazamiento del personal político, la guerra estaba a la orden del día. El discurso acerca de la protección a la población rusa del Donbass recuerda la anexión de los Sudetes por parte de Hitler. Putin contaba con un blitzkrieg sobre Kiev. La guerra, sin embargo, se ha estancado, incrementando todos los peligros a nivel mundial. Desde el punto de vista de los intereses de los oligarcas, la aventura puede acabar siendo desastrosa. Pero esa es el reverso de los regímenes autoritarios: representan por aproximación los intereses de los estamentos sociales que los sustentan, pero tienen su propia dinámica y voluntad de supervivencia. Un conjunto de organismos policiales, militares y de inteligencia se vigilan unos a otros en el Kremlin. Para Putin vencer es imposible, retroceder impensable. El dilema del autócrata atenaza a todo el mundo.

Cambio de tema. ¿Qué opinión te merece el Sumar de Yolanda Díaz? ¿Un proyecto ilusionante? ¿Qué modelo de país observas en él?

Un proyecto por definir. Y una tarea vital para el conjunto de la izquierda. Si Yolanda Díaz no logra su propósito de federar ampliamente las fuerzas que se sitúan a la izquierda del PSOE, no habrá manera de configurar una mayoría de progreso, por mucho que la socialdemocracia haga un buen papel en las próximas elecciones. PP y Vox se harían con el gobierno. Yolanda Díaz cuenta con un inestimable respaldo en el sindicalismo de clase y un perfil de solvencia, de izquierda seria, gracias a su desempeño ministerial. Pero no lo tiene fácil. Pablo Iglesias y su entorno no aceptan un nuevo liderazgo cuyas iniciativas no tengan monitorizadas. Por otro lado, los mimbres con los que Yolanda Díaz tiene que trenzar su plataforma electoral –así como la alianza que la sustente– plantean no pocos problemas. El modelo de país que vaya a surgir de «escuchas» y encuentros, más allá de generalidades, es toda una incógnita.

Por otro lado, Errejón, Mónica Oltra, Ada Colau… ponen de los nervios al feminismo clásico, el feminismo de la igualdad, con su entusiasmo transactivista. Y eso no es una cuestión menor, sino que revela una determinada visión de la sociedad, con derivadas en muchos ámbitos. Pero habrá que trabajar con los materiales disponibles. Por lo menos, articulando un espacio electoral que permita a la izquierda retener el gobierno, ganando el tiempo necesario y las condiciones más favorables para estructurar una organización más sólida, deliberativa y arraigada socialmente.

Afirmas que el futuro de España, el porvenir de su cohesión y de su convivencia, son inseparables del destino del proyecto europeo. ¿De qué Europa? ¿De la que representa la UE realmente existente?

La «UE realmente existente» está en plena transformación, confrontada a disyuntivas que determinarán su semblante y su futuro. «A la fuerza ahorcan». La pandemia ha obligado a una suspensión del rigor fiscal y a respuesta mutualista y coordinada, en las antípodas del abordaje austericida de la anterior crisis financiera, que ahondó la recesión y fue especialmente cruel con los países del Sur. La guerra pone de relieve que ningún Estado puede afrontar por separado las dificultades de aprovisionamiento energético, los impactos sociales del conflicto o los retos de la descarbonización de la economía. El Parlamento europeo acaba de aprobar un ambicioso paquete de medidas progresistas. Mario Draghi evocó en Estrasburgo la necesidad de avanzar hacia una Europa federal. Macron afronta a la izquierda blandiendo la bandera de la integración europea y de la revisión de sus tratados. Alemania se ve abocada a replantear su papel en el continente, al cambiar las condiciones sobre las que se basaba la preeminencia de su industria. Nada garantiza que las cosas salgan bien: la nomenclatura de Bruselas y del BCE ha sido formada en la ortodoxia neoliberal, la inercia de los Estados nacionales sigue siendo muy fuerte. Y la resistencia de finanzas y corporaciones transnacionales a cualquier intento de embridar los mercados, tenaz. Sin embargo, existe una ventana de oportunidad para promover el proyecto de una Europa social y democrática, capaz de armonizar fiscalidad y derechos, de mancomunar esfuerzos y dotarse de presupuestos y proyectos ambiciosos. Practicando un «federalismo de los hechos», la izquierda debería apostar por esa vía de superación de una ilusoria «soberanía nacional» donde germinan los delirios reaccionarios de la extrema derecha.

Has hablado antes de pasada pero insisto. ¿Qué es China para ti a día de hoy? ¿Un país capitalista de nuevo cuño con una política exterior tan imperial como otras grandes potencias? ¿Otra cosa?

China demuestra que la vida siempre es más rica y compleja que los modelos teóricos. Su realidad es híbrida. La burocracia gobernante no sólo mantiene un férreo control sobre el país, sino que dispone de una amplia porción de industria estatal. El giro del régimen en la década de los setenta situó a China en el corazón de la globalización. Su desarrollo capitalista ha sido prodigioso. Pero ese éxito del poder burocrático ha creado a su vez contradicciones que, tarde o temprano, se manifestarán con fuerza torrencial. El vertiginoso crecimiento de las ciudades ha creado una nueva clase obrera, que acabará tomando conciencia de su poderío. Al mismo tiempo, ha generado una clase media que recibirá de lleno los impactos de las crisis cíclicas, propias del capitalismo en el que China se ha insertado con tanto brío. La que estuvo a punto de llevarse por delante a Evergrande, gigante de la construcción, fue una advertencia de cataclismos venideros. La necesidad de conquistar mercados y disponer de materias primas ha empujado a ese capitalismo, tutelado por el Estado, a seguir las pautas del desarrollo imperialista a cuenta de los países en vías de desarrollo. La disputa con Estados Unidos no hará sino exacerbar las contradicciones internas. A pesar de su aparente solidez, ¿por cuánto tiempo podrá encuadrar el régimen a los bulliciosos magnates que él mismo ha creado? Veremos acontecimientos de alcance histórico. La naturaleza social de la República Popular aún está en disputa.

Te preguntas en el último texto que has incorporado al libro si una tercera guerra mundial está a la orden del día. Con las amenazas altísimas de Putin y las réplicas airadas de Biden, señalas, «el temor empieza a hacer mella en la sociedad.» Añades que la hipótesis de un cataclismo nuclear se inscribe en la actual crisis de la globalización y en la conformación de dos grandes bloques y que todas las plegarias pacifistas del mundo no pueden disipar ese peligro. En última instancia, así lo señalas, disipar ese peligro apocalíptico «solo es concebible merced a un ascenso decisivo de las fuerzas progresistas en Norteamérica, capaz de vencer al poder de Wall Street y del complejo militar-industrial, y a una revolución democrática en China, bajo impulso de su renovada clase obrera.» Pues no parece que esas condiciones que señalas como imprescindibles estén dadas o que se esté en camino de alcanzarlas. ¿Qué nos cabe esperar entonces? ¿La hecatombe, el desastre, el suicidio como especie?

«El día se acerca y Marte gobierna la hora», diría Schiller. El amanecer irrumpe tras el momento más frío y tenebroso de la noche. Es muy posible que la revolución sea hija de una guerra, de una catástrofe social o medioambiental. La lucha de clases no extiende garantías previas sobre su desenlace. Pero podemos constatar hasta qué punto las contradicciones se acumulan y se tornan explosivas. El nivel de violencia armada que puntúa el día a día de la sociedad americana indica que la atmósfera se está cargando de electricidad y el enfrentamiento civil está latente. Las crisis actuarán como formidables aceleradores. Y, efectivamente, a cierto plazo, el destino de la humanidad estará en juego. Jamás había alcanzado la civilización tal capacidad de producción, atesorado tantos conocimientos y potencial de progreso. Y nunca había estado tan cerca de provocar una hecatombe para la especie y la biosfera. Ambas cosas son ciertas al mismo tiempo. Por eso no se trata de esperar nada. Una izquierda que espera no es izquierda. La gravedad de la disyuntiva histórica, lejos de paralizarnos, debe empujarnos a la reflexión, al esfuerzo por comprender los acontecimientos; debe llevarnos a la organización y al compromiso con los oprimidos. Este libro tiene la pretensión de inscribirse en ese enorme esfuerzo colectivo al que está convocada la izquierda.

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Mejor lo dejamos para un próximo libro…

Gracias, muchas gracias. Pido cita previa para conversar sobre ese próximo libro.

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