Comentario sobre El año del descubrimiento (Luis López Carrasco, 2020)
Gerard Marín Plana
Comienzo con una cita muy conocida de «Odio a los indiferentes», del joven Antonio Gramsci: «Lo que pasa no pasa tanto porque algunas personas quieran que pase, sino porque la masa de los hombres abdica de su voluntad, deja hacer, deja que se aten los nudos que después solo la espada puede cortar, deja promulgar leyes que después solo la revuelta podrá derogar, deja subir al poder a los hombres que luego solo un motín podrá derogar.»
La uso como encabezado en primer lugar porque creo que conecta en gran medida con el sentido de fondo que pretende transmitir El año del descubrimiento, película eminentemente política –aunque ocurra en todo momento fuera de las puertas de las instituciones–. En ella, Luis López Carrasco (Murcia, 1981) nos ofrece un análisis retrospectivo de algunos de los nudos que han marcado el pasado reciente y el presente de la Historia de España, y que se ataron con fuerza en esos momentos del año 1992 en que, a ojos del mundo y al mismo tiempo, nuestro país celebraba los Juegos Olímpicos de Barcelona o la Exposición Universal de Sevilla y firmaba el Tratado de la Unión Europea. Todo parecía entonces, medio millar de años después del descubrimiento de América, certificar una brillante entrada en la Modernidad… Pero, de espaldas a los medios y a la publicidad –al discurso «dominante», como lo llama López Carrasco–, esta admisión al selecto club europeo no vino desprovista de exigencias: entre otras, la obligación de realizar una reconversión industrial en el Estado y de transitar hacia una sociedad de servicios en beneficio de intereses externos. Una minoría ciudadana se opuso a este proceso: fue ignorada, vilipendiada y reprimida. Fue derrotada y, después, olvidada.
Pero también en lo que respecta a su manera de tratar el tema, de presentarse o de organizar sus contenidos El año del descubrimiento puede ser vista como un nudo, ligazón que en este caso, con el paso del extenso metraje (200 minutos, nada menos), el espectador puede ir desovillando. Y es que López Carrasco enfoca su mirada en la forma como esta reconversión de la industria se dio específicamente en Cartagena, ciudad murciana, y que él recuerda personalmente de su infancia. Nos muestra imágenes de trabajadores y parados contra el cierre de diversas empresas y fábricas y que acabaron con el incendio del Parlamento Regional y, en especial, lleva la acción hasta un pequeño bar, de nombre Tana, en que la parroquia habitual charla, recuerda o debate sobre esos hechos. En un principio, todas parecen conversaciones espontáneas e inconexas, como las hubiéramos podido encontrar en cualquier otro bar de esa época. Historias de miedos y de tristezas, sobre sueños –literales o figurados– y el inexorable paso del tiempo, sobre el ocio y el trabajo, y discusiones que podrían comenzar con ese «En este país…» del que escribía el malogrado Mariano José de Larra. Pronto, no obstante, la pretendida naturalidad de los diálogos –que el espectador mira y oye casi como si participara de ellos, gracias al montaje y a la decisión de partir la pantalla en dos– se revela parte de las estrategias de un director que quiere confundirnos y sorprendernos, recurso artístico de una película muy compleja, ardua más allá de su duración, llena de trucos pero perfectamente coherente.
Así, las partes en que se divide la pantalla nos muestran a veces un hombre que plantea grandes ideas mientras una mujer friega modestamente los platos o pela patatas; alguien que habla con emoción de una depresión incubada durante años en paralelo a otro que calla y mira con ojos inexpresivos a la nada; las experiencias de vida y las expectativas de mayores y jóvenes son puestas de lado. En la misma barra, con una caña de cerveza en la mano, un reaccionario explica lo bien que se vivía con Franco y un progresista defiende el espíritu rebelde de Cartagena desde la época de los romanos. Estructura multifocal de afán totalizador, que pretende expresar cómo conviven las diferentes personalidades presentes en el país, cómo dialogan las distintas Españas dentro de España, a las cuales se deja por igual, democráticamente, un espacio para expresarse, para ser comprendidas, puestas en contexto y, también, criticadas.
Pasando un cepillo a contrapelo de la Historia, El año del descubrimiento, pues, nos muestra la cara oculta, «dominada», del discurso. Pone en valor y hace prestar atención –atención cada vez más secuestrada por dispositivos audiovisuales brillantes y planos como la pantalla de un móvil– al lenguaje cotidiano y carente de espectacularidad del pueblo, esa unión «abigarrada» de seres anónimos que conformamos con nuestros saberes e ignorancias, certezas y dudas, pasividades y exaltaciones; aquellos sobre quienes «los periódicos nada dicen», «vida intrahistórica, silenciosa y continua como el fondo mismo del mar», en palabras de Miguel de Unamuno. Desde el bar Tana, como una célula vista a través de un microscopio, López Carrasco nos permite captar tanto la complejidad social de la España como la nuestra, complejidades que, a pesar de las apariencias de distancia, se funden, si no en un solo cuerpo, sí en un mismo espíritu: el de la Modernidad y sus crisis. Al hacerlo, El año del descubrimiento nos da herramientas para que, individual y colectivamente, renunciemos a la abdicación de nuestras voluntades y nos enfrentemos a la separación existente entre intrahistoria e Historia; para que, como se dice en catalán, pongamos hilo a la aguja en la tarea de anudar democráticamente un país.