Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Partido y sociedad en la realidad de los años 80

Enrico Berlinguer

Año y medio antes de su fallecimiento inesperado, Berlinguer escribió un artículo en la revista del PCI que constituye una de las piezas básicas de su pensamiento político, que recoge las convicciones y preocupaciones fundamentales que guiaron su práctica dirigente: la ampliación máxima de las fronteras de la movilización social y la lucha por una alternativa democrática y el reforzamiento del PCI como un partido nuevo, diferente, de masas y de convicciones firmes. Los párrafos dedicados a esta última cuestión, vistos en la perspectiva de lo que sucedió años más tarde con la autodisolución del PCI, constituyen una absoluta enmienda a la totalidad a esa autodisolución, que ya venía gestándose en el interior y en las proximidades del partido. Quizás por eso no sea el texto más recordado ni incluido en las antologías selectivas publicadas[1].

Artículo en Rinascita, 6 de diciembre de 1982

 

El impetuoso desarrollo del movimiento pacifista, caracterizado por contenidos y formas de participación en parte diferentes de los de los partidos, nos permite volver a plantear el tema de las novedades en la relación entre las masas y la política, sobre el que tuvimos ocasión de reflexionar tras la campaña del referéndum sobre el aborto[2].

Ya entonces señalábamos la necesidad, sobre todo para un partido como el nuestro, de liberarse definitiva y rápidamente de una visión reductora de la política y de la lucha política, que tiende a medir sus resultados sólo en términos de votos a los partidos, de número de escaños en las asambleas elegidas, de peso expresado en número de escaños y posiciones de poder, y de formación de alineamientos políticos, parlamentarios y gubernamentales. Todas estas cosas son importantes y a menudo decisivas, pero no deben inducir a los partidos –y en todo caso a un partido como el nuestro– a ignorar o incluso a descuidar el carácter y el valor puramente políticos de aquellos hechos que dan lugar a movimientos y organizaciones que, a partir de necesidades y reivindicaciones de la más variada naturaleza, se manifiestan y afirman en la sociedad e incluso fuera de los partidos y que son a la vez indicio y consecuencia de nuevas cuestiones por resolver, de nuevas aspiraciones, ideas, costumbres y comportamientos en nuestro siglo.

Estas nuevas formas de pensar y comportarse –junto con cuestiones decisivas para el mundo actual y que las amplias masas perciben ahora con toda su gravedad, como el peligro de una catástrofe atómica– tocan otros temas humanos y sociales muy importantes, como la familia, la vida en pareja, la sexualidad, la maternidad, la paternidad, las relaciones entre padres e hijos, la protección de la salud, la serenidad en la vida cotidiana, el ocio y el esparcimiento; y son cuestiones a las que subyacen y se conectan otras no menos importantes como el nivel y la calidad de vida, el estado de los servicios sociales y de los equipamientos cívicos, la posibilidad o no de tener un hogar, de educar a los hijos, de proporcionarles un trabajo y un futuro, de cuidar a los ancianos, etc., que son cuestiones cuya solución depende de las opciones que se sepan tomar para cambiar el rumbo de la vida económica y productiva.

Ahora, todos esos cambios y novedades en las formas de comportarse y de pensar, que han surgido en los últimos años en la vida y en las conciencias de las mujeres y de los jóvenes en particular, pero también en otros estratos y ámbitos de la sociedad –y que se han puesto de manifiesto en el referéndum sobre el aborto y, ahora, en los movimientos pacifistas, pero que también se ponen de manifiesto de mil maneras más– han pasado a formar parte sustancial de la política, y en todo caso de la política tal y como la entendemos y tal y como debe hacerse hoy, a diferencia de ayer, y a diferencia de cómo la conciben y la siguen haciendo otros partidos.

En los últimos cien años, además, el carácter de la política ha cambiado varias veces. Hasta finales del siglo pasado, la política era algo exterior y se basaba en la exclusión de las grandes masas proletarias y populares de las ciudades y el campo. Cuando estas masas empezaron a imponer su presencia –esto ocurrió gradualmente con el nacimiento y la afirmación del movimiento socialista– se produjo un primer cambio en la vida y la lucha políticas, que tuvieron que empezar a ajustarse a las necesidades, reivindicaciones, aspiraciones y realidad viva de estas masas. Las consecuencias son bien conocidas: hubo una expansión de la vida democrática, cambiaron los partidos y las relaciones entre ellos, surgieron sindicatos de clase en las ciudades y en el campo, cambió la composición de las asambleas representativas y se produjeron cambios en la política económica. En resumen, entraron en una nueva fase que dio un nuevo contenido a la elaboración y la acción políticas.

Tras el oscuro período de oposición y opresión bajo el fascismo, tuvo lugar otro desarrollo cualitativo y una ampliación del mundo de la política cuando, con la resistencia antifascista y su victoriosa conclusión, y con los grandes movimientos de posguerra, se produjo una entrada mucho más amplia e impetuosa de las masas obreras y populares en la batalla política y en la vida de la sociedad y del Estado. Así, los partidos volvieron a cambiar, sobre todo con el nacimiento de los partidos de masas. Entonces cambió la forma institucional del Estado, Italia pasó de la monarquía a la república, y del Estatuto Albertino[3] a la constitución democrática. El contenido y las formas de la lucha política y social volvieron a cambiar en muchos aspectos. Surgieron y se desarrollaron las más variadas asociaciones y organizaciones democráticas y de masas. La dialéctica democrática se enriqueció y la vida de la democracia se generalizó. Por esta razón, en los años del centrismo y de la Guerra Fría, el pueblo italiano pudo repeler los ataques dirigidos a coaccionar e intentar hundir la libertad y las instituciones democráticas, algo que no fue posible, y en todo caso no se hizo, en el crucial bienio 1921-1922.

Hoy vivimos en una época que, al tiempo que ve entrar irreversiblemente en la historia del mundo a las masas exterminadas de pueblos oprimidos y explotados por el colonialismo y el imperialismo, conoce también –en algunos países en particular, entre ellos Italia– la entrada en escena de la historia y de la política (de hecho, la presencia apremiante) de nuevas fuerzas, de nuevas masas, de nuevos ámbitos sociales como las mujeres, los jóvenes y los muy jóvenes, los marginados de toda condición y de todo estrato social, decididos a contar, a imponerse, a hacer oír sus aspiraciones y a exigir que sean satisfechas por la sociedad, por los partidos, por el Estado. Este hecho no sólo es grandioso por sus dimensiones, sino chocante por la calidad de las consecuencias que provoca precisamente en el ámbito de la política, porque cambia una vez más los términos según los cuales se entendía y se hacía tradicionalmente. Es precisamente esto lo que aún no se ha realizado plenamente, y es precisamente estar a la altura de estas novedades a lo que están llamados todos los partidos democráticos.

A este respecto, debe hacernos reflexionar sobre el hecho de que también en Italia, aunque en menor medida que en otros países de tipo occidental, ha empezado a manifestarse un distanciamiento entre capas considerables de la población y los partidos. Esto se puede ver también en el aumento de la abstención en las votaciones y de los votos en blanco o nulos; y se puede ver en la atrofia de la vida interna y de la militancia activa en casi todos los partidos. No puede decirse, sin embargo, que haya un declive general del compromiso político, que, por el contrario, en muchos aspectos tiende a crecer, pero también se manifiesta al margen e independientemente de los partidos. Esto es lo que ocurrió, en parte, en el referéndum sobre el aborto, y lo que está ocurriendo hoy en el movimiento pacifista. Ahí está la prueba de la necesidad de una renovación de los partidos y de sus formas de hacer política, si queremos evitar el crecimiento de una fractura que puede llegar a ser muy peligrosa para el destino de la democracia.

No se trata sólo de seguir, de acompañar, de no obstaculizar, sino de comprender, de hacer suyas, de interpretar políticamente y dar peso en las opciones políticas a las insatisfacciones, a las rebeliones, a las reivindicaciones expresadas por las masas contra la carrera de armamentos, los gastos militares las amenazas de guerra, contra los mecanismos capitalistas que tienden a marginarlos y contra los partidos que pretenden instrumentalizarlos (para garantizar su propia supervivencia y prolongar la permanencia de ese sistema de poder clientelista al que han dado origen y al que no quieren renunciar). Esta sensibilidad, en cierta medida, nuestro partido la ha tenido y ya ha hecho mucho en esta nueva dirección, que entre otras cosas es decisiva para imponer la solución de la cuestión moral y avanzar en la perspectiva de una alternativa democrática.

Tenía razón el difunto Di Giulio[4] cuando, pocos días antes de su muerte, afirmaba la necesidad de una revolución copernicana en la concepción de la política, tal que diera un vuelco a la relación entre contenidos y bandos. Pero tenemos que avanzar en esta dirección con más ímpetu que antes y, para ello, lo que hemos podido hacer hasta ahora ya no es suficiente. Hoy, todo el partido en todas sus articulaciones y en todos sus órganos, desde la sección de fábrica, de distrito o de pueblo hasta la dirección central, debe tomar plena conciencia de que estas nuevas fuerzas, tan vivas y dinámicas en la sociedad, traen no sólo necesidades, sino también intuiciones, indicaciones y propuestas que exigen nuevas soluciones generales porque, aunque resuelven problemas que tienen un alcance autónomo y específico, afectan a todos los ciudadanos, ponen en cuestión el orden mundial y el de nuestra sociedad y requieren, por tanto, intervenciones y formas de intervenir distintas a las del pasado, tanto de los partidos como del Estado, las instituciones, el gobierno central y los gobiernos locales.

Y cuando se tiende la mano para estimular y dar fuerza a los movimientos de las masas juveniles y de las masas femeninas, o de las masas de parados o de ancianos, se amplía el horizonte de la política, se la enriquece con contenidos nunca antes pensados. Es precisamente en este compromiso donde la política se convierte en una milicia animada por una fuerte tensión ideal y moral.

En última instancia, hay que decidirse a tomar conciencia de que la política hoy está llamada a considerar como su tarea directa –naturalmente, por su parte, es decir, sin prevaricar sobre las otras dimensiones de la vida humana, y por tanto sin pretender ser omnicomprensiva– la solución también de aquellos problemas que surgen del desenvolvimiento de la vida de las personas, y de las relaciones entre las personas, y entre éstas y las estructuras de la sociedad y el sistema político que inerva hoy a esta sociedad; es decir, en el contexto social, cultural y moral actual determinado.

Por ejemplo, la victoria en el referéndum sobre el aborto ha expresado masivamente una voluntad del país, que exige que el Estado no deje solas a las personas ante determinados problemas humanos, y reclama, con razón, en cambio, que el Estado, en todas sus articulaciones, intervenga con medidas, con actos, con leyes, que ayuden a la persona (la mujer, el joven, el parado, el anciano, el estudiante, el niño, el drogadicto) a resolverlos de la mejor manera posible para el individuo y para la sociedad en su conjunto. Pero para que los poderes públicos puedan hacer estas cosas, se cuestionan el tipo y la dirección del desarrollo económico, los objetivos de la actividad productiva y del trabajo humano, la política de gasto público central y local, la función de los partidos y las orientaciones ideales y culturales hasta ahora dominantes.

Y también se puede añadir otra cosa: no sólo hay que superar esa concepción restrictiva de la política, según la cual ésta se reduce a relaciones, juegos, escaramuzas entre partidos, entre mayoría y oposición, y todo acaba ahí, sino que también hay que superar una concepción tradicional de la lucha social y de la vida de la sociedad, según la cual sólo son consideradas dignas de importancia y atención aquellas masas, aquellas organizaciones y movimientos que expresan reivindicaciones y demandas de tipo económico-sindical, no dando la debida importancia a las masas y movimientos que no pueden definirse y organizarse según el esquema económico-sindical, y que también plantean demandas y problemas no menos relevantes políticamente y no menos decisivos para el destino del país, como son las demandas y problemas planteados por las grandes masas urbanas y rurales que se agrupan bajo el término «marginados».

Si se adquiere plenamente esta concepción actualizada de la lucha política y de su contenido, esta visión que difiere en muchos aspectos de la tradicional pero aún ampliamente vigente, debería quedar claro en qué dirección debe promoverse y aplicarse concretamente la renovación de nuestro partido.

Pero hay que dejar claro de entrada que no se trata de la supuesta renovación a la que nos instan demasiados de los que nos critican o nos aconsejan. Según ellos, en efecto, la renovación del PCI sólo se produciría realmente en presencia de la siguiente novedad: nuestro partido debería dejar de ser comunista, debería dejar de ser diferente, debería –como les gusta decir hoy– «homologarse» a los demás partidos, es decir, debería hacerse «más democrático», «más occidental», «más europeo», pero en el sentido de convertirse, en última instancia, en una formación política como tantas otras, inserta en el sistema actual e inclinada, a lo sumo, a ajustes parciales y sectoriales dentro de él. En definitiva, para todos ellos, sólo daríamos la verdadera prueba de nuestra capacidad de renovarnos si renunciáramos a seguir siendo un partido que, por su carácter, por el estilo de su vida interna, por su conducta, por sus ideales, aún no es asimilable a los métodos de lucha política, de gobierno, de gestión de los asuntos públicos, a las costumbres internas, a las formas de ejercer (y abusar) del poder que caracterizan a los actuales partidos italianos no comunistas y anticomunistas.

Absurdamente, seríamos los auténticos renovadores de nuestro partido y del actual sistema de partidos si fuéramos los comunistas los que acabáramos con la «cuestión comunista» y, por tanto, con la fuerza política fundamental que, precisamente por su peculiaridad y diversidad, mantiene dos necesidades vitales para nuestra república: la necesidad de liquidar el actual sistema de poder construido a lo largo de treinta y cinco años por partidos no comunistas o anticomunistas con la DC a la cabeza; y la necesidad de luchar y llamar a la lucha para liquidar ese sistema y a todas las fuerzas trabajadoras, populares y democráticas, dentro y fuera de los partidos: lo que significa entonces llevar a cabo una acción unitaria para restaurar y renovar los propios partidos y sus relaciones con el Estado, con la sociedad y dar lugar a una alternativa democrática al actual sistema de poder centrado en la DC.

Caerían los vetos y las sospechas, e incluso recibiríamos la aprobación y el aplauso sonoros de nuestros instigadores, si nos renováramos en el sentido aparente y falso que ellos sugieren y esperan, es decir, si cambiáramos de naturaleza y nos volviéramos «iguales a los demás», si abdicáramos de nuestra función transformadora, directiva, nacional, si decidiéramos «cortar nuestras raíces pensando que floreceríamos mejor», lo que sería –como escribió recientemente François Mitterrand– «el gesto suicida de un idiota». No puede haber inventiva, ni imaginación, ni creación de lo nuevo si uno empieza por enterrarse a sí mismo, a su historia y a su realidad.

Por ello, seguimos convencidos de que para renovarnos y empujar a los demás a renovarse, debemos mantener claras y reafirmar las características que nos distinguen y nos hacen diferentes. De hecho, debemos disipar cualquier ilusión de nuestra posible rendición o connivencia o pacto de silencio presente o futuro, hacia aquellos métodos de gestión del poder que han contaminado y distorsionado la relación entre los partidos y entre éstos y el gobierno y las instituciones y la vida económica y la sociedad, hasta la degeneración que está corroyendo los cimientos de nuestra república.

Por lo tanto, debe llevarse a cabo la lucha a fondo contra la corrupción que se extiende en todos los ámbitos de la vida nacional, es decir, la lucha contra cualquier acto o tendencia encaminada a seguir utilizando para intereses privados y fines partidistas órganos, instrumentos, cargos, organismos y recursos financieros que son públicos, es decir, que pertenecen a todos y deben estar al servicio de todos los ciudadanos. Aquí reside la principal garantía para mantener viva la posibilidad de una renovación real, la premisa indispensable para reiniciar algo serio, limpio y nuevo en la vida política italiana: y nos sentimos orgullosos de representar esta esperanza para el pueblo y la nación.

Pero ésta es precisamente la premisa: ahora debemos continuar nuestra reflexión y abordar los contenidos concretos de la acción para renovar y renovarnos auténtica y no ficticiamente; es decir, debemos tratar de precisar en qué consiste esta acción después de haber dicho en qué no puede ni debe consistir. Y aquí volvemos a la importancia decisiva que tienen hoy esos grandes temas y problemas, esas aspiraciones desatendidas o insatisfechas, esas fuerzas desatendidas y marginadas de las que hablaba al principio y que deben convertirse en la materia viva y nueva de la política y de la lucha política.

Para un partido como el nuestro, incorporar esos problemas y objetivos a nuestra labor, a nuestro trabajo y a nuestro compromiso diario, tomarlos en nuestras manos y sentirlos como propios, conlleva necesariamente una consecuencia práctica muy precisa: la de promover y organizar no sólo iniciativas concretas y, por así decirlo, especializadas sobre ellos y en torno a ellos, sino sobre todo un movimiento de masas, a nivel local y provincial, y a nivel nacional. Es así como los comunistas podemos realmente realizar de manera apropiada y adecuada esa exhortación, que oímos dirigida a los partidos con tanta insistencia, pero también con tanta vaguedad retórica, y que se expresa con la fórmula «abrirse a lo social».

He hablado más arriba de los movimientos por el desarme y la paz (que surgieron y crecieron en Italia desde agosto hasta hoy con esas características completamente nuevas y con esa grandiosidad que asombró a todos), como ejemplo de intervención de las masas que debe mantenerse, reanudarse y ampliarse; movimientos por objetivos relativos a los problemas no resueltos y a las cuestiones que interesan a los jóvenes de ambos sexos (la nueva calidad de vida, el trabajo y el empleo, el ocio y el deporte, el estudio y la propia educación como ciudadano, el amor, el sexo y la vida en pareja, la vivienda para las parejas jóvenes, la lucha contra la droga, etc.); movimientos para proteger y mejorar la condición de las personas mayores, con la convicción de que la «tercera edad» no es ni debe significar ni la miseria del abandono en que se deja a demasiados ancianos, ni la espera pasiva de la muerte, sino que es una estación de la vida que la sociedad debe hacer aprovechar y disfrutar garantizando la tranquilidad económica, la utilidad social y la serenidad personal. Y hay que suscitar y organizar movimientos de masas sobre las cuestiones angustiosas y explosivas del Mezzogiorno y la situación de las poblaciones del Sur (para dar una nueva calidad al desarrollo, para salir del parasitismo y el clientelismo que, en la vida política y económica de esas regiones sobre todo, son una gangrena galopante, erradicar la Camorra y la Mafia), así como sobre las cuestiones no menos alarmantes y agudas de la desintegración social que reina sobre todo en esas selvas constituidas por los suburbios de los grandes centros y en las zonas donde están condenadas a vivir las masas de la clase baja urbana y los pobres.

Si todo el partido empieza a trabajar duro y con ahínco en estas cuestiones y a movilizar movimientos de masas en torno a ellas, no sólo haremos una gran contribución a su solución, sino que también creo que superaremos el esquematismo, la verticalidad, el burocratismo en la propia concepción de la política y en la forma de dirigir nuestro propio partido. Además –y esto es muy importante hoy– continuaremos y desarrollaremos realmente nuestro carácter de gran partido de masas organizado, pero un partido de masas de hoy, de los años ochenta.

En 1944, Togliatti percibió la necesidad y esbozó los rasgos básicos de un Partido Comunista Italiano que ya no era sólo una vanguardia de cuadros (y mucho menos una secta de meros propagandistas), sino un nuevo partido de masas. Inherentes y conectados a este objetivo y a esta tarea, que a un juicio superficial podrían haber parecido simplemente un cambio en la estructura organizativa del partido, estaban una estrategia política democrática y un método de trabajo y de lucha democrática, dirigidos a afirmar la función de dirección nacional de la clase obrera, una visión más amplia de sus alianzas y una concepción más elevada y completa del bloque histórico gramsciano que debía formarse y aplicarse para transformar la sociedad italiana en la dirección del socialismo.

Se trataba, por tanto, de profundas innovaciones en la elaboración teórica, en la acción práctica, en la función del Partido Comunista Italiano, de una formación revolucionaria que operaba en el Occidente capitalistamente desarrollado, innovaciones que tenían importancia y relevancia general. Pero lo que quiero decir es que la elección del partido de masas y la acción que estaba llamado a llevar a cabo se referían a una determinada situación histórica y política del país, a una determinada condición de la sociedad, a una determinada etapa de las costumbres, a una determinada fase económica, a un determinado nivel de conciencia del pueblo italiano. Se trataba, en definitiva, de la situación general en la que se encontraba el país tras la caída del régimen fascista (y tras la derrota del nazismo en Europa), es decir, tras un régimen reaccionario, totalitario y opresor que había deseducado, alienado y perseguido a las masas obreras, trabajadoras y populares para impedirles intervenir en la vida política y, por tanto, las había despojado coactivamente del ejercicio de la democracia.

Junto con los demás partidos antifascistas, favorecimos y apoyamos la entrada unida y protagónica de esas masas excluidas de la política en la escena política y en la vida de las instituciones; acogimos con satisfacción sus ansias de libertad y las instamos a hacer libre uso de todos los derechos democráticos que se habían ganado y que, por tanto, les correspondían. También abrimos de par en par las puertas de nuestro partido a estas masas. Así, el PCI se convirtió en un partido de masas, y como tal creció enormemente en número de afiliados y pudo establecer sus propios vínculos directos con la clase obrera y los trabajadores, con las fuerzas que entonces identificaba como sus primeros aliados necesarios (las clases medias de las ciudades y el campo) y, más en general, con todos los estratos del pueblo y la sociedad.

Pero las fuerzas y ámbitos sociales hacia los que dirigimos nuestra acción e iniciativa en aquel momento, y cuyos problemas y aspiraciones interpretamos y, en la medida de lo posible, resolvimos, fueron las fuerzas de cambio inherentes a la sociedad de la época, de aquella situación concreta que existía hace casi cuarenta años. Hoy, las masas excluidas y desprotegidas que aspiran al cambio, o que en todo caso lo necesitan, así como los problemas que hay que conocer, abordar y resolver, han cambiado en gran medida; y cuanto más extenso es el terreno, más amplio, a la vez que complejo, es el horizonte de la política y de la acción política de un partido como el nuestro, es decir, de un partido de masas organizado que quiere transformar la sociedad.

Aquí alguien interviene para decirnos (y parece que no faltan en nuestras filas quienes lo apoyan) que entre los cambios que se produjeron entre los años 40 y los 80 hay uno del que debemos extraer ciertas consecuencias en cuanto al carácter del partido. Se señala que, a menudo, la proporción tan baja que existe en determinadas ciudades y zonas entre la afiliación al partido y sus votantes no tiene consecuencias negativas en el número de votos que nos llegan. En consecuencia, se argumenta, «desde el punto de vista electoral es irrelevante tener muchos o pocos afiliados; al final, importa más hacer opinión, llamar la atención, estar presente en los medios de comunicación, etc.». Si –se dice– consiguiéramos hacer del PCI un gran partido de opinión que toque los sentimientos, las conciencias y los intereses de la gente a través de la comunicación de masas, no sólo no perderíamos votos, sino que incluso los aumentaríamos. «Por lo tanto», se concluye, «tener 1,7 millones de afiliados o tener la mitad de ese número movería poco o nada a la hora de lograr el máximo peso electoral».

En realidad, se pueden citar muchas cifras, por ejemplo, que demuestran que muchos afiliados también aportan más votos. Pero, y este es el punto decisivo, si siguiéramos este razonamiento, acabaríamos convirtiéndonos no en un gran partido de masas moderno, sino en un partido electoral, en un partido «a la americana», es decir, un partido que sólo pensaría en conseguir votos, que devaluaría el trabajo en contacto directo con el pueblo para ayudarle a pensar, a organizarse y a luchar, que vaciaría de todo contenido la milicia política, que sólo pensaría en tener más diputados, más senadores, más concejales, más ediles, más puestos de poder. Y por cierto, si nos convirtiéramos en esto, tampoco tendría sentido la descentralización que estamos llevando a cabo, es decir, el esfuerzo organizativo y político que estamos haciendo para extender la presencia organizada capilar y la iniciativa constante de nuestras secciones, nuestras zonas, nuestras federaciones.

Pero, ¿seguiría siendo el Partido Comunista Italiano un partido «renovado» de este modo? ¿No son el electoralismo y la caza del poder los vicios de los otros partidos a los que querrían que nos conformáramos? Ganar más votos es ciertamente indispensable; prestar más atención y lograr una mayor presencia de los nuestros en la prensa, en la radio, en la televisión, en todos los medios de comunicación de masas, es correcto; ser más capaces de expresar una opinión sobre cada problema grande y pequeño, es importante. Pero, ¿no es aún más importante ser muchos comunistas? Creo que sí. Al contrario, es el momento de tener más afiliados y al mismo tiempo de formar militantes, más conscientes y activos, es decir, de tener más camaradas comprometidos con un trabajo preciso, con tareas bien definidas, con una carga política, humana e ideal armada con la que se pueda ir y saber estar entre las masas, con sus problemas, sus aspiraciones, sus enfados, sus luchas; más camaradas en puestos de responsabilidad y dirección pública y privada, bien preparados, bien orientados, fieles al mandato recibido.

Ser muchos comunistas y comunistas serios es también la verdadera condición para tener muchos votos, pero es sobre todo la garantía de hacer de nuestro partido un instrumento cada vez más fuerte y consecuente de la verdadera renovación y desarrollo del país.

Notas

[1] Una de las selecciones antologicas más difundidas, Enrico Berlinguer. La passione no é finita. A cura di Miguel Gotor. (Einaudi, Turin, 2013) , no lo hizo. Sí se incluyó parte del artículo en Enrico Berlinguer. Casa per casa. La politi delle idee. A cura di Pierpaolo Farina (Zolfo Editori, Milán, 2019).
[2] El 18 de mayo de 1981 el referéndum sobre la moción de la Democracia Cristiana para derogar la Ley del aborto de 1978, rechazó por el 68% esa propuesta.
[3] La carta otorgada por Carlos Alberto de Saboya, de 1848, por la que se rigió institucionalmente la monarquía italiana hasta sus sustitución por la constitución republicana de 1948.
[4] Diputado del PCI desde 1972 y portavoz del grupo parlamentario comunista, hasta su muerte en 1981

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