Crítica literaria, crítica filosófica, crítica cinematográfica (II)
El 25 de agosto de 2022 hizo diez años del fallecimiento de Francisco Fernández Buey. Se han organizado diversos actos de recuerdo y homenaje y, desde Espai Marx, cada semana a lo largo de 2022-2023 estamos publicando como nuestra pequeña aportación un texto suyo para apoyar estos actos y dar a conocer su obra. La selección y edición de todos estos textos corre a cargo de Salvador López Arnal.
Contenido: I. Presentación de Iris M. Zavala, Escuchar a Bajtin. II. Para la presentación de Cultura e imperialismo (Edward Said). III. Presentación de Underground de Emir Kusturica. IV. Sobre Nueve cartas a Berta. V. Sobre Wolf Lepenies. VI. Presentación de la película de Federico García Hurtado, El Amauta. Vida de Mariátegui. VII. Una nota sobre marxismo, poética y cine. Anexo: «Papel Bellaterra».
I. Presentación de Iris M. Zavala, Escuchar a Bajtin, Barcelona, Montesinos, 1996[1]
1. He leído con mucho gusto y mucha identificación el libro de Iris.
Es un libro de discurso zigzagueante, en el que se va entrando en la obra y en los conceptos de Bajtin como por círculos concéntricos. Al leerlo he tenido la impresión de estar subiendo por una escalera de caracol en cuyo primer peldaño se escucha lo todavía no dicho para encontrarse al final, en lo alto de todo, con la resurrección de la utopía en forma de fiesta.
Escuchar a Bajtin no es leer a Bajtin para reproducir o glosar su pensamiento de forma analítica y sistemática. Es dialogar con las categorías teóricas de Bajtin. Bajtin en acto, se podría decir. Es tirar de los conceptos de Bajtin (dialogía, ideologema, cronotopo, carnavalización, reacentuación), como se tira de hilos sueltos, para iluminar desde ellos algunos aspectos, siempre en discusión, de la teoría y la crítica literaria.
Hay tres aspectos de este libro que querría subrayar.
El primero es la forma de poner en práctica el proyecto interdisciplinar, tan importante, y a la vez tan difícil de concretar, para los estudiosos y los amigos de las humanidades. Aquí conocemos bien esa dificultad. Y sabemos que en esto de la interdisplinariedad una cosa es predicar y otra dar trigo. El problema de la interdisplinariedad suele ser casi siempre saber qué cosas son las que hay que interrelacionar cuando la formación se hace cada vez más especializada. Iris ha sabido establecer en este libro relaciones no sólo sugerentes sino también sugestivas.
El segundo aspecto es, sobre todo, metodológico. Me ha interesado muchísimo el uso que Iris hace de la contraposición entre visión óptica y visión háptica o visión capaz de comprensión. La idea de comprensión es básica para una teoría de la alteridad o de la otredad. En la literatura historicista y antipositivista «comprensión» se ha opuesto, por lo general, a «explicación». Pero mientras el sentido habitual de «comprensión» suele remitir a la idea de «simpatía» (comprensión simpatética), la visión háptica, si lo he entendido bien, remite a la distancia irónica y autoirónica en la lectura de textos que son exponentes de culturas diversas, diferenciadas.
El tercer aspecto que quisiera subrayar es la perspectiva ética, el horizonte ético que da unidad al discurso. Iris ha puesto mucho énfasis en llamar al atención sobre la importancia que tiene en Bajtin la dimensión moral, la filosofía moral. Creo que eso es acertado a la hora de corregir algunas de las interpretaciones, demasiado formalistas, que, desde el redescubrimiento de Bajtin, se han hecho de su obra en el mundo anglosajón. Y que este es el punto de vista adecuado para entender bien obras como el Rabelais y como El marxismo y la filosofía del lenguaje.
Esta dimensión ética de la obra bajtiniana, como su énfasis en el otro y en lo otro, tiene mucho que ver con su filiación neokantiana (Cohen). Y pone de manifiesto, una vez más, que, desde el punto de vista teórico, el mejor marxismo de los años veinte y treinta, en la medida en que haya que considerar a Bajtin-Voloshinov «un marxista», no fue el dialectizante y cientificista, de ascendencia hegeliana (la línea Lenin-Lukács-Stalin) sino precisamente el dialógico que enlaza con el neokantismo.[2]
2. Comparto con Iris la pasión por el pensamiento y la literatura renacentista en general y por el pensamiento y la literatura renacentista hispánica en particular. Y como me ha interesado muchísimo el tipo de relaciones que establece entre las cartas de relación de Colón, la historiografía indiana del XVI y la picaresca, querría sumarme a esta fiesta interdisplinar y comparatista proponiendo una ampliación de lecturas comparadas en una doble direccción:
2.1. El Crotalón[3] (que da mucho más de sí que el Lazarillo) en relación con la historiografía indiana.
2.2. Thomas More, Vasco de Quiroga, y el Pantagruel de Rabelais para el complejo «utopía, ironía, carnaval» renacentista.
3. Dos discrepancias:
No creo que Lire Le Capital de Althusser y Balibar sea, como dice Iris en la pág. 173, una «lección hermenéutica ejemplar». Mas bien creo que Lire Le Capital es mala lectura de Marx. Y que como lectura de Marx tiene hoy muy poco interés. En cambio, tiene interés volver a leer Lire Le Capital, ahora que ya casi nadie lee eso, con los últimos escritos autobiográficos de Althusser al lado y en clave psicoanalítica. Eso sí que me parece casi tan apasionante como leer a Dostoievski. Creo que Balibar estaría de acuerdo conmigo.
En la contraportada, al argumentar el interés de leer a Bajtin en nuestro mundo se califica a este de posmoderno y posideológico. Disiento: es posible que este mundo nuestro de ahora sea posmoderno si entendemos por «modernidad» una abstracción unificada que, por lo demás, habría que revisar (ha habido varios conceptos de lo moderno desde el siglo XVI). Pero, en cualquier caso, no me parece que sea posideológico. Sólo han cambiado, y no del todo, algunas de las ideologías más difundidas en los años sesenta y setenta. Otras ideologías, que cotizaban a la baja hace 20 años, están ahora en auge. Y sobre todo la que más en auge está es la ideología del final de las ideologías, que se ha convertido en la principal de las ideologías de nuestro tiempo.
II. Para la presentación del libro de Edward Said, Cultura e imperialismo
1. Me alegra mucho el que las actividades del Instituto Universitario de Cultura para este curso empiecen aquí, en la Facultad de Humanidades [UPF], con un coloquio sobre la obra de Edward Said. No diré que lo hayamos buscado y planificado así. Pero sí que ha sido una feliz coincidencia ésta de la publicación por la Editorial Anagrama de la traducción castellana de Cultura e imperialismo.
Pues un Instituto de Cultura que ofrece un doctorado en Humanidades con dos opciones denominadas, respectivamente, Literatura comparada y El mundo como texto tiene que tener afinidad, cómo no, con un autor, como Edward Said, que es precisamente profesor de literatura comparada y que, entre otras muchas cosas, ha escrito, en 1983, un libro titulado El mundo, el texto y la crítica. Por lo demás, la reflexión crítica de Said sobre la evolución de la teoría literaria en el mundo anglosajón y su análisis de lo que están dando de sí los estudios sobre culturas (no sólo literaturas) comparadas han de interesar por igual, me parece, a la comunidad que forma una Facultad de Humanidades, a historiadores, filósofos, literatos y teóricos de la literatura.
2. Participar en este coloquio sobre la obra de Said me alegra por razones que no son sólo académicas, o sea, por la voluntad del Institut de ser de utilidad a profesores y alumnos de la Facultad de Humanidades y al público en general que amablemente nos acompaña esta noche.
También me alegra estar aquí, en esta mesa, por razones más personales, que no querría ocultar.
Primero, por afinidad intelectual con un autor que, en su estudio de las relaciones entre cultura, sociedad y política, se ha inspirado desde hace muchos años en Antonio Gramsci y en Raymond Williams, que son santos laicos de mi devoción. Sé que no es ésta la corriente académica más de moda en los estudios de teoría de la literatura y culturas comparadas, pero, como escribía hace poco Carlos García Gual en una reseña de Cultura e imperialismo, sí que es «la más interesante para quien crea en la significación honda de los grandes textos».
Tengo todavía otra razón personal: la simpatía por este hombre que durante treinta años ha sabido combinar su trabajo como crítico literario, como musicólogo y como profesor universitario con la actividad política en favor de la causa palestina.
Esta simpatía, en mi caso, se vio acentuada al oírle contestar, a un entrevistador que le preguntaba cómo se puede hacer todo eso a la vez, cómo se puede combinar el trabajo académico con la dedicación política a la causa de los palestinos desde Nueva York, precisamente como no suelen contestar a preguntas así los intelectuales, o sea, con modestia: «No lo sé; simplemente lo hago. No sé cómo».
3. Creo que hay una lección de Said que conviene no pasar por alto, pues no siempre se ha leído bien su obra principal y más conocida: Orientalismo.
Al desvelar allí este mito occidental Said llamó la atención acerca de lo siguiente: la «orientalización» occidental del Oriente geográfico no ha sido durante siglos una frívola fantasía europea con manifestaciones artísticas, literarias, filosóficas y políticas, sino algo mucho más importante que eso; ha cuajado en un cuerpo consistente, aunque variable, hecho de teorías y de prácticas, en el que los tópicos sobre el despotismo, el esplendor, la crueldad, la sensualidad y el exotismo del Otro expresan precisamente el poder atlántico-europeo sobre un Oriente históricamente vinculado al imperialismo y al colonialismo.
Un corpus intelectual así no se desintegra exclusivamente por la vía de los estudios académicos. Ya las últimas páginas de Orientalism parecen escritas para salir al paso de esa ilusión. Allí se decía: «Si este libro ha de tener alguna utilidad para el futuro será como aportación modesta a un desafío y también como una advertencia, a saber: que los sistemas de pensamiento como el orientalismo, los discursos de poder y las ficciones ideológicas se hacen, se aplican y se mantienen demasiado fácilmente […] Si el conocimiento del orientalismo tiene algún sentido es como advertencia ante la degradación seductora del conocimiento, de cualquier conocimiento, en cualquier lugar y en cualquier época. Y ahora tal vez más que antes».
4. De las muchas cosas interesantes que hay en Cultura e imperialismo quisiera referirme exclusivamente y, como simple sugerencia de lectura, a tres.
La primera es de orden metodológico. Dos ideas: entrecruzamiento y lectura contrapuntística.
La idea de entrecruzamiento. Tomar en consideración la experiencia cruzada de occidentales y orientales (o mejor, de europeos, asiáticos, africanos y americanos) en un marco caracterizado por la interdependencia de los terrenos culturales, en los cuales el colonizador y el colonizado coexisten y luchan unos con otros a través de sus representaciones, sus proyecciones, sus geografías, sus relatos y sus historias.
La lectura en contrapunto debe registrar simultáneamente el proceso del imperialismo y el de la resistencia, lo que puede realizarse incluyendo, en el análisis de las obras literarias, lo que había sido excluido o estaba sólo supuesto.
Al concretar más sobre la lectura contrapuntística Said afirma que es necesario leer conjuntamente los textos que proceden del centro metropolitano y de las periferias sin aceptar ya la dicotomía entre un criterio que privilegia la «objetividad» por nuestra parte y otro criterio que da por supuesto el lastre de la «subjetividad» por la suya.
La cuestión, por tanto, no es sólo saber cómo leer, según lo están proponiendo los partidarios de la deconstrucción, sino también separar ese aspecto del problema de saber qué se lee.
La segunda cosa que querría subrayar es una sugerencia de lectura que tiene que ver con la buena aplicación del método: la comparación que hay en libro entre El corazón de las tinieblas de Conrad y Época de migración al norte del sudanés Tayed Salih.
La tercera cosa tiene que ver con la interrelación entre lo académico, lo político y lo personal.
Cultura e imperialismo es un libro sobre el «nosotros» y el «ellos» en el que autor es a la vez, por voluntad propia, parte de ambos. Y, además, crítico de lo que considera extremos de ambos mundos: la constante afirmación occidental de superioridad cultural sobre el otro y la réplica nativista o indigenista del colonizado que protesta mediante la mera y simple inversión de la concepción del mundo del colonialista.
Cultura e imperialismo es el libro de un exiliado, de un árabe cristiano con educación occidental, que pertenece a los dos mundos (o a los tres) sin ser completamente de uno o de otro. Es interesante, sin embargo, el que Said añada que al emplear la palabra exiliado no se refiere a «algo triste o desvalido». El mismo es consciente de que esta división del alma permite comprender los dos mundos con más facilidad. Dice escribir como «norteamericano y árabe que ha vivido problemáticamente en los dos mundos» (453) y que ha vivido también «la hostilidad e ignorancia propia de las dos partes de este encuentro cultural complejo y desigual» (454).
La idea de exilio cambia de significado en los últimos tiempos: se convierte en algo cercano a un hábito, una experiencia en la que, por mucho que se reconozca y se sufra la pérdida, se atraviesan barreras y se exploran nuevos territorios superando así las fronteras canónicas clásicas. No es casual que en ese contexto aparezca la referencia a Erich Auerbach: nuestro hogar filológico es el mundo entero y no la nación o el escritor individual (488).
Pero Said, que ha criticado la evolución del nativismo, del indigenismo y del nacionalismo en el Tercer Mundo en tanto que mera inversión del imperialismo occidental, también ha escrito al respecto: «No quiero que se me malinterprete: no estoy abogando por una posición simplemente anti-nacionalista. Es un hecho histórico que, como fuerza política movilizadora, el nacionalismo (restauración de la comunidad, afirmación de la identidad, emergencia de nuevas prácticas culturales) propulsó la lucha contra la dominación occidental en todo el orbe no europeo. Es tan inútil oponerse a eso como a la ley de la gravedad de Newton» (339).
5. En la obra de Said, lo mismo cuando habla de literatura que cuando habla de política, hay mucha contundencia. Y en toda contundencia hay exageración. La tesis central del libro, a saber, que existe un vínculo general entre la novela europea (sobre todo francesa e inglesa) y el colonialismo imperialista, evidentemente lo es, es exagerada. La novela europea viene de más atrás y sus temas y sus formas no se dejan reducir al motivo (implícito o explícito) del colonialismo y del imperialismo.
Se me ocurre que si Said se hubiera ocupado del primero de los imperialismos modernos, el español, seguramente habría tenido que afinar su tesis para explicarnos la diferencia sustancial entre una obra, el Lazarillo, en la que la colonia, América, no está, y otra en la que, en cambio, está muy presente, El Crotalón.
En toda obra innovadora hay algo de exageración polémica. Esta lo es. Y sería injusto, por tanto, quedarse ahora en la crítica de lo que tiene de exagerado. Lo importante de verdad, en Cultura e imperialismo, es que nos sitúa delante de un asunto crucial para el humanismo de este fin de siglo: el del estudio del alcance real de la civilización que tiene que combinarse con la comprensión del drama histórico del otro, de los otros, de las otras culturas, de las culturas de los vencidos.
III. Presentacion de Underground de Emir Kusturica
UPF: 29/V/1997
1. Recuperar el tono cómico de las películas de Chaplin de la época del cine mudo mezclándolo con la forma de rotular y de usar el documental del cine soviético de la época revolucionaria para derivar hacia el sarcasmo en las dos primeras partes (las que cuentan la resistencia antifascista y la exaltación oficial del régimen de Tito) mediante una interpretación impostada, teatral, reforzada por la banda de gitanos para cambiar luego completamente de tono, hacia el tono trágico, desde el momento en que se pronuncia las frase: «Falta la verdad» y «No podemos vivir en este país».
2. La superposición de historias: la historia real de Petar Popara (el Negro), de Marko Dren y de Natalia (personajes ambivalentes, ambiguos, en el límite de lo moral durante la resistencia antifascista) y la reconstrucción cinematográfica, épico-positiva, de los aquellos hechos que tiene varios momentos de gran intensidad: el sarcasmo del encuentro y la conversación del Marko real con el actor que hace en la película épica el papel de El Negro, y, sobre todo, la genialidad de hacer coincidir la salida del sótano de El Negro y su hijo con el rodaje cinematográfico de los hechos de 20 años antes.
3. En el sótano, como en el mito platónico de la caverna: la mejor forma de desideologizar la historia del socialismo: hacer creer a los de abajo que continúa la guerra antifascista.
4., Y con ese hilo hay, además, muchísimos aciertos:
IV. Sobre Nueve cartas a Berta
Guion no fechado.
1. Viaje a Inglaterra (y relación con estudiantes europeos en Madrid): la apertura al exterior.
2. Las dos Españas:
2.1. La mención explícita de Antonio Machado
2.2 Una contraposición importante:
El profesor hablando de Carl Schmitt en la Universidad de Salamanca y los estudiantes hablando de Antonio Gramsci en la universidad de Madrid
2.2. El enlace de los jóvenes universitarios de la época con los intelectuales republicanos exiliados: el caso de José Caballeira
2.3. Pero también la conciencia de que los viejos intelectuales republicanos exiliados están perdiendo la noción de la realidad de la España de la época.
La desconexión y la añoranza.
La «envidia de vivir en este remanso»: la plaza mayor de Salamanca
La casa en Madrid del poeta republicano exiliado está, pero todo a su alrededor ha cambiado.
Son los años del Plan de Desarrollo
3. Padres e hijos
El asunto generacional
La relación con el padre y con la madre: un padre que lo perdona todo «menos pensar»;
una madre que está de los nervios.
La complicación de las relaciones familiares
4. La nueva España:
La implantación de la TV
La aparición de los tragaperras
El 600 y el 2cv
5. La influencia de Juan XXIII y el Concilio Vaticano II en el cristianismo de la época y el contraste con el discurso nacional-católico del profesor-cura en Madrid sobre ciencia y fe, etc.
De Razón y Fe a Cuadernos para el diálogo (y El ciervo[4])
6. La educación sentimental de la juventud como centro temático
6.1. Si Bardem hace lo imposible (en el límite de la censura) para sacar una manifiestacón de estudiantes (disfrazando el motivo de la misma), Martin Patino está apuntado a los motivos profundos de la rebelión universitaria: a la nueva educación de los sentimientos (frente a la educación familiar) y a las influencias morales e intelectuales (que chocan igualmente los hábitos de la familia conservadora).
Lo hace al mismo tiempo en que está naciendo (Madrid, 1965; Barcelona, 1966) el movimiento estudiantil antifranquista.
Los miedos, los tabúes, las inhibiciones; la observación de la libertad de los otros en las relaciones íntimas.
V. Sobre Wolf Lepenies
Material, no fechado. Para el prólogo del libro proyectado La mirada oblicua.
WOLF LEPENIES, Ascesa e declino degli intellettuali in Europa. Fondazione Sigma-Tau Laterza, Lezioni italiane, Roma-Bari, 1992 [traducción del manuscrito alemán de Nicola Antonacci]
Primera parte: «Un sguardo al passato: la classe lamentosa e la nascita della coscienza tranquilla».
WL arranca de las palabras de Francis Bacon en la Instauratio Magna recogidas por Kant en la segunda edición de la Crítica de la razón pura: «”De nobis ipsis silemus”. De nosotros mismos no diremos nada. Pues pretendemos que aquello de lo que aquí se habla sea considerado por los hombres no como una opinión sino como una obra».
Los intelectuales de la edad moderna han desatendido este propósito y han seguido el camino contrario: hablar constantemente de sí mismos convirtiéndose en la clase del lamento en el seno de la clase discutidora (la burguesía). Vueltos hacia el propio yo, los intelectuales han desatendido el mundo exterior. Diderot definió al prototipo de intelectual como un sistema que funciona al contrario, casi como un ser contra natura. El intelectual está permanente descontento, sufre por el estado del mundo. Valery escribió en 1925: «Esta especie se lamenta, luego existe». Ya Aristóteles consideraba que la mayoría de los intelectuales son de naturaleza melancólica. La melancolía del intelectual es la expresión de un problema europeo moderno relacionado con la extensión de la cultura burguesa. La reacción a esto ha sido la glorificación del trabajo, de la producción : «Trabajar y no desesperar» fue la máxima de Carlyle. Esto supone poner bajo control los propios sentimientos. [Pero aquí diferenciar entre la glorificación productivista del trabajo compartida por toda la cultura burguesa (capitalistas y proletarios acríticos) y la visión del intelectual en la producción, opuesto al intelectual tradicional, como forma de superación de la melancolía: Carlyle, Leopardi, Marx, Sacristán, John Berger]. Del sufrimiento del intelectual nace el pensamiento utópico ya en los orígenes de la Europa moderna. Por eso melancolía y utopía han sido las dos caras del intelectual jeramiaco moderno: oscila entre los dos polos, sufre por el mundo y se imagina uno mejor [relacionar con lo dicho por Marx al respecto en los Grundrisse].
Pero ha habido en la Europa moderna desde el renacimiento otro grupo de intelectuales que se sustrae a la alternativa: los científicos. Estos no desesperan del mundo, se esfuerzan por explicarlo; no piensan de manera utópica, elaboran previsiones, historizan la naturaleza y desmoralizan las ciencias. Esto produce la conciencia tranquila. Esa otra línea arranca del Bacon del «nobis ipsis silemus» (La gran transformación) y del Descartes de la «moral provisional» (Discurso del método). El otro lado de la conciencia tranquila que lleva a los intelectuales en la producción, a los científicos, a hacer a un lado «los asuntos religiosos y del Estado» (Royal Society, 1645) es la posibilidad de que la ciencia sea utilizada desde fuera y por otros para concretas finalidades políticas e incluso religiosas. La «conciencia tranquila» tiene este arranque: «Antes de empezar a reconstruir la casa en que hemos de habitar no basta con demolerla y hacerse con los materiales y arquitectos necesarios y con haber trazado un cuidado proyecto. También hay que haberse procurado otro alojamiento en el que se pueda estar cómodo mientras duran los trabajos». Ese es el fundamento de la moral provisional. El problema es que en esa solución transitoria la ciencia moderna parece haber encontrado la demora definitiva.
«La clase que se lamenta» y «los hombres de la conciencia tranquila» están en el origen de «las dos culturas», la que enfrenta a literatos y humanistas de un lado y a científicos de otro.
VI. Para la presentación de la película de Federico García Hurtado, El Amauta. Vida de Mariátegui
En la sede del Colectivo Ronda (Barcelona), 22/VI/1999.
1. José Carlos Mariátegui[5], el más grande de los marxistas latinoamericanos, nació en 1894 o 1895 en Moquegua, Perú, probablemente muy poco antes de que muriera en Cuba José Martí, el americano universal. Nació y pasó la infancia en un ambiente pobre y mestizo: su padre tenía antecedentes vascos, su madre indígenas. José Carlos quedó cojo como consecuencia de una lesión (médicamente mal tratada) que le produjo una caída a los siete años; tuvo que pasar por varias dolorosas operaciones en la infancia, no llegó a conocer al padre y se vio obligado a trabajar ya a los 14 años como mensajero en un periódico de Lima para ayudar a la madre y los hermanos.
Fue un hombre inquieto y volitivo, aunque no se consideraba a sí mismo un representante de La Voluntad en la tierra, sino más bien un «alma agónica» en el sentido unamuniano; un alma de las que luchan por cumplir su destino y cuando contemplan lo hecho escriben simplemente: «Mi vida ha sido una nerviosa serie de inquietos preparativos» (1925).
Mariátegui, que se vió siempre como un aventurero del espíritu, solía declarar que su ideal era mantener en alto el ideal. Como tanta gente pobre y como tantas personas preocupadas por la humanidad sufriente, tuvo pronto como ideal el socialismo. Hasta 1919 se formó intelectualmente en el ambiente literario y bohemio del periodismo liberal limeño, próximo a las vanguardias y muy crítico del provincianismo y de la politiquería clientelar dominante en Perú. Luego fue un marxista a su manera, como lo fueron casi todos los marxistas fecundos de los años veinte: amante del orden intelectual y del método, hombre de los que se enfadan cuando se les dice que no han cambiado, pero que saben, no obstante, contestar al periodista encuestador: «He madurado más que cambiado» (1926). Él mismo se definió una vez como «orgánicamente nómada». Y, sin embargo, vivió sólo treinta y cinco años. En ellos sufrió mucho. Y no sólo por sí mismo. Tuvo que permanecer los seis últimos años de su vida, entre 1924 y 1930, en una silla de ruedas después de que le fuera amputada una pierna desde el muslo a consecuencia de una tuberculosis ósea. Y desde aquella silla escribió sin flaquear cientos de páginas al servicio de los campesinos y de los obreros.
El resultado de aquel esfuerzo personal valió la pena. Mariátegui hizo desde joven un periodismo culto, informado, sugerente, apasionado, combativo. Y lo que es más importante: con punto de vista, con declaración explícita del ángulo desde el cual se escribe, con conciencia de quién era su público lector, sin olvidar en ningún momento la meta que se persigue al coger la pluma. Todo lo contrario del periodismo como nadería, del periodismo del hablar por hablar. En esto el quehacer de Mariátegui es comparable al de otros dos grandes contemporáneos suyos en Europa: Antonio Gramsci y Piero Gobetti. De ellos seguramente aprendió Mariátegui durante su estancia en Italia.
2. Su actividad periodística se inició en el diario La prensa. Allí comenzó Mariátegui como mensajero, pero pronto (1912) se convirtió en un espléndido cronista respetado y temido. Las contribuciones de Mariátegui en el diario limeño hasta 1916 continuaron en las páginas de la efímera revista Nuestra Época, en la que colaboró también César Vallejo y donde se vislumbra ya su incipiente orientación socialista. Luego escribió en La Razón, un espacio desde el cual alentó la Reforma Universitaria peruana, las luchas de los estudiantes rebeldes y las reivindicaciones de los trabajadores.
El dictador Leguía, tras recuperar el poder mediante un golpe de Estado en 1919, becó a Mariátegui confiando, sin duda, en amansar así al revolucionario. Mariátegui aceptó la oferta de una representación oficial en Europa, sabiendo ya de su enfermedad y del peligro que corría en Perú. Recibió entonces muchas críticas de entre los suyos. Pero partió para Europa. Vivió en París, donde contactó con H. Barbusse y el grupo de Clarté; luego en Roma, en Florencia, en Berlín, en Hamburgo. La estancia en Italia fue importante para Mariátegui. Allí leyó a Marx. Y asistió al Congreso fundacional del partido comunista de Italia en Livorno. Y allí conoció el amor: la entonces jovencísima Anna Chiappe, natural de Siena. En total estaría en Europa cuatro años para regresar a Perú en 1923.
En Italia, Mariátegui fue testigo del ascenso del fascismo en su primera hora. Vivió el giro hacia el fascismo de intelectuales importantes que se habían llamado a sí mismos revolucionarios, en lo político y en lo artístico, sobre todo el de los principales representantes de futurismo. Y escribió páginas muy notables para interpretar y denunciar tanto este giro como el colaboracionismo y la neutralidad de tantos otros intelectuales del momento. De esas páginas yo destacaría su percepción de uno de los factores que contribuyeron históricamente a la atracción de los intelectuales por el fascismo, el factor psicológico y cultural: «La intelectualidad gusta de dejarse poseer por la Fuerza. Sobre todo cuando la fuerza es, como en el caso del fascismo, joven y osada, marcial y aventurera».
Su lectura de Marx, en la Europa revolucionaria de la primera postguerra, fue tan atípica como interesante: a través del sindicalismo de Sorel, y de su teoría de los mitos, del historicismo de Benedetto Croce y del liberalismo autocrítico, radical, de Piero Gobetti. El marxismo de Mariátegui nació así como un marxismo cálido, de talante libertario, influido por la prosa de Barbusse y por Romain Rolland. Nada que ver, por tanto, con el determinismo economicista dominante en la Segunda Internacional ni con el marxismo del catecismo estalinista que se estaba fraguando ya. Como el de Gramsci, como el de Rosa Luxemburg, el marxismo de Mariátegui fue pensamiento propio construido en el marco, eso sí, de una tradición liberadora; pensamiento que se hace, a sabiendas, en continuidad, y que se fijó sobre todo en dos cosas: en las propias raíces indígenas y en los acontecimientos nuevos del mundo que los clásicos de aquella tradición liberadora ni siquiera pudieron vislumbrar.
3. Al regresar a Perú, en 1923, Mariátegui proyectó sus esfuerzos en lo que se ha llamado «la peruanización» del marxismo. Se volcó en la Universidad Popular, difundió las tesis de Lenin e hizo una muy notable contribución a la cultura obrera de la época en un curso para trabajadores sobre la Historia de la crisis mundial, en el que, entre otras cosas, hay apuntes de mucho mérito acerca de los orígenes del fascismo mussoliniano.
Fruto de su interés vivido por los problemas específicos del campesinado indígena en un mundo cambiante fue el comienzo ( en 1926) de la publicación de Amauta, una de las revistas (de «doctrina, arte, literatura, polémica») más sugestivas en la historia del marxismo latinoamericano. Amauta es el nombre del poeta, del sabio, del maestro del Tahuantinsuyo, de la comunidad incaica. Con este nombre afirma Mariátegui la voluntad de recuperar las raíces del indigenismo peruano. Pero lo hace con la vista puesta en los problemas nuevos, del momento, y con un espíritu abierto, cosmopolita. «Todo lo humano es nuestro», dice Mariátegui en la presentación de Amauta. Y, en efecto, allí publicó colaboraciones de Rolland, Barbusse, Aragon, Breton, Unamuno, Gabriela Mistral, Gorki, Lunachartski, Silva Herzog, Vasconcelos, César Vallejo.
Aquella voluntad de «crear un Perú nuevo en un mundo nuevo» tuvo su mejor expresión en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), seguramente la obra más conocida de Mariátegui y, sin ninguna duda, la más apreciada en Latinoamérica por su originalidad, ejemplo de lo que un día se llamó «análisis concreto de la realidad concreta». Mariátegui criticó en ella la creciente destrucción de la comunidad indígena de origen incaico; una destrucción iniciada por los colonizadores españoles y profundizada por el liberalismo progresista. Con los Siete ensayos Mariátegui llevó a cabo una reconstrucción histórico-crítica del ayllu [la comunidad] peruano muy parecida a la que unas décadas antes habían hecho los populistas marxistas rusos con la obschina y el mir. Para la comparación entre ayllu y mir Mariátegui se sirvió de la obra de Eugene Schkaff sobre la cuestión agraria en Rusia. Dió así una visión completamente nueva y revolucionaria de la historia y del presente de la cuestión indígena como cuestión campesina en una clave interpretativa muy notable: la recuperación explícita del «mito socialista», en la línea de Sorel, para defender la tradición indígena, acabar con la hegemonía cultural de los terratenientes y unificar, además, las reivindicaciones de los trabajadores urbanos con las de los campesinos.
Casi siempre se piensa que una vida de hombre «orgánicamente nómada» empobrece estéticamente a la persona. Brecht escribió un espléndido poema sobre eso. Y suele ocurrir. Pero no fue el caso de Mariátegui. Junto a los Siete ensayos y a la Defensa del marxismo (contra Henri de Man) dejó también, en su corta vida, algunas pequeñas perlas representativas del buen gusto literario y de una buena y pluriforme orientación poética (amó a Whitman y a Pascoli, a Heine y a Mallarmé, a Vallejo y a Gorki, a Alekander Blok y a Vladimir Maiacovski).
Una de cosas que más impresiona cuando se repasa la obra escrita de Mariátegui es la enorme cantidad de temas y autores de todo el mundo que conoció y le interesaron: historiadores y sociólogos, poetas y artistas, músicos y narradores, psicólogos y filósofos. Tuvo una cultura realmente prodigiosa para su formación autodidacta, una cultura interdisplinar. Supo argumentar en favor de la igualdad de la mujer. Y tuvo como máxima una curiosa variante de la palabra gramsciana, que él tomó de José Vasconcelos: «Pesimismo de la realidad, optimismo del ideal». No quiso reconciliarse con aquella realidad que no le gustaba. Al final de su vida contribuyó a la fundación de la Confederación General de Trabajadores del Perú y a la clarificación ideológica del socialismo revolucionario peruano. También por eso todavía le recordamos.
El Amauta de Mariátegui fue una publicación en la que lo artístico y lo literario ocuparía un lugar central. De la combinación de esto con la vocación política salió un lenguaje nuevo, un lenguaje que hoy en día pueden entender y apreciar aún los jóvenes, a pesar del paso del tiempo. Como se entiende y se aprecia, a pesar del paso del tiempo, el elevado, noble, concepto que Mariátegui tuvo de la política: «Hacer política es pasar del sueño a las cosas, de lo abstracto a lo concreto. La política es el trabajo efectivo del pensamiento social; la política es la vida. Admitir una solución de continuidad entre la teoría y la práctica, abandonar a sus propios esfuerzos a los realizadores, aunque sea concediéndoles una amable neutralidad, es desertar de la causa humana. La política es la trama misma de la historia».
VII. Una nota sobre marxismo, poética y cine
Fechado en Barcelona, agosto de 2004.
Hace ahora treinta y muchos años, cuando estaba yo redactando mi tesis doctoral sobre el marxismo italiano y la política cultural togliattiana[6], tuve que enfrentarme con la polémica que acerca de la estética y de la poética enfrentaba (en Italia y fuera de Italia) a los partidarios de Lukács con los lectores de la renovadora Crítica del gusto de Galvano della Volpe[7], un autor hoy injustamente olvidado pero que ya en los años cincuenta del siglo XX había escrito algunas cosas tan sugerentes como controvertidas a propósito de Antonioni, Fellini y Visconti en un ensayo titulado Il verosimil filmico e altri scritti di estetica. Della Volpe fue de los marxistas que pensaron que el cine se había convertido en el arte por excelencia del siglo XX y, desde esta perspectiva, indagaba él acerca de qué poética realista podía considerarse más apropiada para un marxismo renovador, como lo era el italiano de entonces, para un marxismo a la altura de los nuevos tiempos del deshielo.
Me preguntaba yo en aquella oportunidad si la peculiar versión marxista de la poética del realismo, sin abandonar su preocupación sustancial por el trabajo, por la lucha entre las clases y por la vida de los trabajadores, no habría obtenido mayor beneficio del que obtuvo la corriente dominante poniendo más atención en el pesimismo de Leopardi o en lo que sugiere Rimbaud en su poema «Obreros» (donde, al captar el ambiente de los barrios periféricos, dice aquello de «era más triste que un duelo» y grita su deseo de que «ese brazo endurecido no siga arrastrando una imagen querida»)[8], en vez de ponerlo, como se hizo habitualmente, en las repeticiones del modelo decimonónico de Balzac o en la forzada disyuntiva lukácsiana entre Thomas Mann y Kafka.
Con el paso del tiempo, y reflexionando sobre lo que ha ocurrido en estas tres últimas décadas, no me cabe duda de que una poética inspirada en el pesimismo de Leopardi y en las imágenes de Rimbaud y de Kafka habría sido revolucionariamente más realista que la poética lukácsiana del realismo social. Así lo ha sugerido también, hace unos años, el crítico británico John Berger (otro amante del cine y guionista él mismo de varias películas de Tanner[9]) en un hermoso ensayo en el que argumenta convincentemente que el pesimismo leopardiano no tiene por qué liquidar las ilusiones de quienes aspiran a cambiar el mundo de base sino todo lo contrario.
De manera que no me parece descabellado pensar ahora que la poética del realismo habría salido ganando si hubiera puesto a dialogar a Marx con Leopardi (y con Hölderlin y con Dostoievski). Al fin y al cabo, ya el propio Lukács, además de reconocer irónicamente, después de su peregrinaje forzado por los castillos rumanos, que «en el fondo Kafka tenía razón», acabó poniendo dos ejemplos de lo que para él sería el realismo social a la altura de los tiempos, ejemplos que, vistos desde hoy, y ateniéndonos a la evolución de los autores suenan a paradoja: Jorge Semprún (el Semprún de El largo viaje) y Solzhenitsyn (el Solzhenitsyn de Un día en la vida de Ivan Denisovich).
El problema es cómo contar esa historia a los más jóvenes. Quiero decir: cómo contar esta historia a jóvenes para quienes Lukács es poco más que un nombre (casi siempre pronunciado con desprecio) y que han crecido ya en un ambiente en el que los grandes relatos de la época togliattiana y viscontiniana huelen a naftalina, porque quienes han vencido en esa historia odian la historia de los perdedores, en una época cuya sustancia es decir la verdad, cuando se dice, a destiempo, cuando ya el contar no cuenta para la verdad práctica de la historia.
Se me ocurre que una buena manera podría ser esta: volviendo al cine. Pero ahí volvemos a topar con al viejo problema de la poética del viejo Della Volpe togliattiano: ¿a qué cine? Bertolucci, discípulo de aquel Visconti que tanto amamos y que discutía con Togliatti sobre el contenido de sus películas, hizo la historia canónica realista de una parte del siglo XX en Novecento; una historia que acaba, como se recordará, con una secuencia ambigua (parcialmente adelantada, todo hay que decirlo, por el Lukács de la época de Historia y consciencia de clase), aquella secuencia en la que los antiguos contendientes siguen luchando/abrazándose en la vía. Y no parece, o al menos no me lo parece a mí, que su aproximación cinematográfica más reciente a los asuntos de la juventud sesentayochesca de París pueda considerarse propiamente la continuación de Novecento (aunque él mismo lo haya sugerido en algún momento).
Pero tal vez haya otro camino, menos lineal formalmente pero que conserva la intención que hubo. Viendo no hace mucho la última película de Peter Greenway, Las maletas de Tulse Luper, se me ocurrió que quizás por ahí se podría anudar una reflexión intergeneracional sobre la otra poética del realismo con quienes no admiten ya metarrelatos y se han acostumbrado a la fragmentación del discurso.
Para introducir la propuesta, y pensando en las personas que no hayan visto todavía la película de Greeneway, haré un breve resumen de su monumental proyecto en Las maletas de Tulse Luper: la historia de Moab es la primera parte de una trilogía sobre la historia del uranio, que ocupa sesenta años del siglo XX (desde su descubrimiento en 1928 hasta la caída del Muro de Berlín). Esa historia, que hace de trasfondo, se combina con la biografía ficticia de un personaje quijotesco: Tulse Luper, viajero, artista políglota, que va pasando de prisión en prisión, desde el sur de Gales al desierto de Manchuria. Como en el aleph borgiano, Greenaway se mueve también en dimensiones enciclopédicas y no ha querido dejar nada fuera: ahí están sus preocupaciones filosóficas, ideológicas, culturales, políticas y sociales; incluso su itinerario artístico y vivencias autobiográficas caben en las 92 maletas de Tulse Luper. El 92 es el número atómico del uranio y por eso, en la trilogía, habrá 92 maletas y 92 personajes: «El mundo está conectado, desde la pornografía hasta el Vaticano pasando por el desierto de Salt Lake City. Tulse Luper es el hilo que lo conecta todo».
Greenaway ha dicho que el trasfondo de la primera parte de la trilogía, Las maletas de Tulse Luper, es real, pero que al mismo tiempo se trata de una ficción, que consiste en las aventuras de este prisionero profesional que es Tulse Luper, un artista, un escritor al menos potencial, que vive atrapado en una vida de cárceles, y actúa como testigo privilegiado de los desmanes del siglo pasado, recalando en 16 cárceles repartidas por todo el mundo. Y añade en la presentación de la película: «Luper es un personaje que creé hace muchos años como la suma de todos los héroes y mitos que me interesan; aprende a usar su tiempo en prisión escribiendo en las paredes; inventa proyectos en literatura, cine, teatro, pintura, y maquina con sus carceleros todo tipo de tramas, proyectos y aventuras; la conexión entre carcelero y prisionero es lo que permite todo el proyecto».
Confieso que aunque la idea de Greenaway me pareció genial y que aunque hay en la película hallazgos técnicos interesantísimos para el desarrollo de la narración cinematográfica en un momento que algunos consideran el de la muerte del cine, el resultado logrado, en lo que tiene de alegoría de lo que ha sido el siglo XX, decepciona un tanto. Pero, en cualquier caso, pensé, al verla, en lo que podría haber sido, o tal ver ser, una versión realista de lo mismo, una versión que, conservando la idea de las maletas, tomara como protagonista a un personaje real del siglo XX: Gyorgy Lukács. Con él y desde él se podría hacer, efectivamente, una historia del éxodo, la dialéctica, la revolución, la tragedia y la redención del siglo XX, a la manera de Greeneway, aunque, eso sí, con menos maletas, y con otra poética (tal vez con una poética más próxima al Lars von Trier brechtiano de Dogville, que tampoco desprecia la mezcla de géneros).
Un guionista cinematográfico que supiera de esto (y no es mi caso, claro está) empezaría esa historia precisamente con las maletas de Gyorgy Lukács. El guion tendría que tener un desarrollo dostoievskiano, con un ambiente como entre las Memorias del subsuelo, El adolescente y Demonios, para entendernos, algo así como lo que ha conseguido parcialmente Cootzee en El maestro de Petersburgo. Imaginad, pues, que la película se abre con una secuencia en la que el todavía joven Gyorgy Lukács, con el alma dividida como Fausto, va a depositar sus maletas en la sucursal del Deutsche Bank de Heidelberg. Ese día es el 7 de noviembre de 1917, fecha señalada (que nos quieren hacer olvidar porque es anterior a la de la historia del uranio, pero que no olvidamos). Depositadas las maletas, nuestro protagonista ya no volverá a hablar a nadie de su contenido hasta el día de su muerte en 1970.
Pero en esas maletas está, in nuce, casi toda la tragedia siglo XX.
Imaginad ahora una serie de secuencias en las que quedaría plasmada, brevemente y en imágenes, la vida de los intelectuales románticos que empezaban a madurar en 1917. Muchos de esos intelectuales, como el propio Lukács, son hijos de la gran burguesía centroeuropea, que oscilan entre la autodestrucción, el nihilismo y el asalto a los cielos; que siguen madurando entre dos guerras mundiales y tres o cuatro revoluciones (Hungría, Baviera, Turín, España); que, por judíos o por rojos, han sido víctimas del gran genocidio de los años treinta y cuarenta, de la bestialidad del fascismo y del estalinismo; que han sido el Naphta de La montaña mágica de Thomas Mann; que han conocido en primera persona los castillos de Kafka o desfilado entre los personajes del Ulises de Joyce. Que saben, en suma, que el optimismo es pesimismo mal informado, pero saben también que el proletariado no puede vivir sin ilusiones.
El guion de esa película, en la que Lukács va dialogando con el propio Thomas Mann pero también discute con Brecht, con Kraus, con Benjamin y con Primo Levi, y que suscita las críticas de Simone Weil y de Hannah Arendt, tendría, sin embargo, que acabar reflejando la serenidad absoluta de alguien, otro mito, que, después de haber sido faro intelectual para muchos y de haber sobrevivido a las revoluciones y a las contrarrevoluciones, a las barbaries de la primera mitad del siglo XX y a las tentativas de volver a empezar de la segunda, sin haber contando a nadie qué había en aquellas maletas que dejó en depósito en la sucursal del Deutsche Bank de Heidelberg el día 7 de noviembre de 1917, se pone a escribir nada menos que una Ontología del ser social. Casi como si no hubiera ocurrido nada en el mundo. Mientras tanto, nuestro hombre se fuma sus puros cubanos como el joven Brecht decía, en su juvenil «Balada del pobre B.B.», que habría de hacer el viejo Brecht con su puro de Virginia si un día los terremotos sacudían al mundo.
Lo que descubrimos en la secuencia final de esta película imaginaria es que en las maletas de aquel Lukács superviviente había precisamente el manuscrito de un ensayo sobre Dostoievski, su gran pasión de juventud y a cuyos héroes atormentados quiso imitar cuando transitaba, con el alma dividida, como el Fausto de Goethe, desde el idealismo moral al materialismo histórico, pensando, como tantos personajes dostoievskianos, que el bien puede salir del mal.
No es una historia ejemplar ésta, ciertamente. Pero tampoco la historia del siglo XX lo ha sido. Ni parece que vaya a serlo la historia del siglo XXI, al menos por lo que anuncia la Grace de Dogville, ese personaje inspirado en la pirata Jenny de Brecht. Y ¿quién sabe? A lo mejor Maquiavelo tenía razón cuando escribía, en los orígenes de la modernidad, que la única forma de llegar al Paraíso, si la hubiera, es conocer los caminos que conducen al infierno para evitarlos.
Ni siquiera estamos seguros de que aquella afirmación de Maquiavelo, tan aficionado a la política, implique desprecio por la ética. Tal vez sólo nos estaba queriendo decir que necesitamos otra ética. Lukács no la escribió, desde luego. Pero sospecho (y esa podría ser una de las moralejas de la película) que hemos dejado de leerle demasiado pronto. De leerle, claro está, no para quedarse en sus conceptos ni en sus ideologemas, ni para aprender su tono de pontífice, que lo tuvo, sino al hilo de una vida vivida intensamente en la que se puede escuchar el eco de un diálogo inesperado: el de Dostoievski con Marx.
Anexo. Papel Bellaterra
Texto no fechado. Probablemente de 2002.
Han pasado treinta y tantos años y muchas aguas bajo los puentes de la historia desde que J. Estelrich escribiera, en la Barcelona de 1936, sobre el libro y su emoción por encargo de la cámara oficial del libro. Aquellos eran tiempos en los que, según se decía, las masas asaltaban la esfera pública, la palabra escrita competía con la radio y con las imágenes cinematográficas y los educadores se interrogaban sobre el futuro del libro y de las bibliotecas. Estos de ahora son tiempos en los que la palabra impresa compite con la televisión, con el vídeo, con la digitalización y con las autopistas de la información; tiempos, además, en los que las gentes parecen estar de vuelta del asalto a los cielos y se esfuerzan para que se haga efectivo el derecho a la universalización de los estudios medios y de la enseñanza superior.
A pesar de los grandes cambios socioculturales que se han producido en el mundo desde entonces, hay algunas preguntas sobre el futuro del libro que aún se formulan reiterativamente. Las formas y los tonos con que estas preguntas se hacen son otros, pero la preocupación de fondo sigue ahí.
El amante del libro que ha sentido la emoción de su contacto en la lectura se pregunta hoy hasta qué punto acabarán condicionando las nuevas tecnologías la concepción física que de él hemos tenido durante siglos. El humanista y el bibliófilo dudan de que todavía hoy en día el criterio de la calidad sea compatible con el economicismo que reina en la industria editorial. Muchas personas ven con preocupación cómo en esta industria, igual que en otras, el pez grande se come al chico y lamentan, a veces con melancolía, la desaparición del editor de otros tiempos, tan atento al contenido como al continente. La lógica capitalista del beneficio se ha ido imponiendo hasta tal punto en el mundo del libro que es comprensible que el hacedor, sea escritor o editor, se pregunte para qué y para quién escribir y editar en tiempos así.
El santo terror al progreso mecánico, las profecías amargas sobre la desaparición del libro y los augurios sobre la supresión de las bibliotecas, a todo lo cual hacía referencia Estelrich en 1936, son actitudes que siguen ahí, acongojando a humanistas y a amantes de la palabra escrita y bien impresa. Pero somos muchos, seguramente la mayoría, los que pensamos hoy, con Estelrich, que el libro es aún reserva de emociones y garantía de renacimientos. Y que lo seguirá siendo por mucho tiempo.
No hay duda de que las nuevas tecnologías están condicionando la composición del libro tal como lo hemos conocido. Y lo condicionarán aún más en los próximos tiempos. Pero, a pesar de ello, lo más probable es que ocurra algo parecido a lo que sucedió en el siglo XVI con la difusión de la imprenta. Las controversias actuales no dejan de recordar la vieja polémica entre antiguos y modernos a propósito de la imprenta. Previsiblemente la edición digital crecerá y las nuevas generaciones se acostumbrarán a leer en pantallas de varios tipos. Toda tecnología nueva, sobre todo cuando es tan innovadora como la que estamos conociendo ahora, tiene repercusiones importantes en los hábitos de las personas. Y las aplicadas a la escritura y a la lectura también las tendrán. Pero esto no quiere decir que el libro, tal como salió de la implantación de la imprenta y como lo conocemos hoy, vaya a desaparecer por completo y a corto plazo. Y aún menos que lo que salga de ahí tenga que ser cualitativamente peor que lo que conocimos.
Las nuevas tecnologías, por innovadoras que sean, son siempre de doble uso, por así decirlo. Y en este caso pueden ser utilizadas tanto para liquidar el libro en papel que hemos conocido durante siglos como para mejorar lo que podríamos llamar la edición tradicional. En realidad ya ahora mismo estamos asistiendo a esta duplicidad. Por una parte, está el libro digital, que maravilla y cumple funciones específicas que no podría cubrir la edición tradicional. Por otra, existen programas informáticos aplicados a la composición del libro clásico que dan, como producto, una calidad en la que no habrían podido ni soñar los mejores linotipistas de la edad de oro de la imprenta.
Hay razones históricas, y de otros tipos, suficientes como para pensar que en esto de las nuevas tecnologías aplicadas a la transmisión de la palabra escrita conviene huir, como de la peste, tanto del papanatismo que emplea la palabra «nuevo» en un sentido casi exclusivamente publicitario como de la añoranza romántica que ve siempre en la novedad una degradación de lo que hubo en otros tiempos.
Pero todavía podemos seguir preguntando: ¿es compatible el criterio de la calidad con el económico en el actual mundo del libro? Ocurre que compaginar esos dos criterios se ha hecho cada vez más difícil en un mundo globalizado y supermercantilizado. La industria del libro no es una excepción en eso: está cada vez más condicionada por la lógica del beneficio y por la consideración de la cultura como mero espectáculo. Esto conduce, ciertamente, a que cada vez haya más editoriales que producen libros como si fueran churros o zapatillas de deporte.
La búsqueda del beneficio inmediato determina la aceleración del ritmo de producción de libros en dos sentidos. Primero exigiendo al autor que escriba rapidísimamente para cumplir con las exigencias de la demanda inducida. Y luego reduciendo al máximo la fase que va desde la entrega del original a la encuadernación del volumen. Lo primero produce mucha trivialización. Y lo segundo obstaculiza la corrección cuidadosa de las pruebas de imprenta y empobrece muchas veces el producto final.
Pero aún hay más. La mercantilización, con la competición salvaje que conlleva, hace a veces con los libros lo que hizo en el pasado con los productos de la tierra: quema todo aquello que llama superproducción ante la mirada escandalizada de los pobres lectores potenciales que demandan igualación en el ámbito de la cultura. La paradójica consecuencia de esto es que hoy en día la gran industria editorial quema y destruye más libros, por razones estrictamente mercantiles, que los que quemó la Inquisición a lo largo de su historia por razones ideológicas. He ahí otro ejemplo, que da que pensar, de la interrelación existente entre cultura y barbarie.
Y, sin embargo, también en el hacer libros es posible compatibilizar calidad y economía. Y tampoco es tan difícil. Basta con amar el trabajo bien hecho, con estar atento al estudio concreto, específico, de las aplicaciones e implicaciones de las nuevas tecnologías en la industria del libro y con pasar a un concepto diferente, alternativo al dominante, del economizar. De hecho, existen editoriales, aquí y en otros países, que compaginan bastante bien el criterio económico con la edición de libros de calidad, tanto en lo que hace al contenido de los catálogos como formalmente.
La tendencia a la concentración y a la absorción de las empresas pequeñas por las grandes es una ley general del modo capitalista de producir y consumir. Y como la industria del libro forma parte de este modo de producir y consumir es natural que también, por lo general, el pez grande se coma al chico. La mayoría de las editoriales pequeñas que conocimos y para las que trabajamos hace treinta años han desaparecido, absorbidas o liquidadas por la competencia. Este proceso se ha acentuado hasta límites inauditos en los últimos diez años y previsiblemente, si el mundo no cambia de base, irá a más.
Pero las leyes generales en esto no son del tipo de la ley de la caída de los graves, que se cumplen en todos los casos y sin excepciones. Al mismo tiempo que se producen constantes absorciones de editoriales pequeñas o de tamaño medio otras resisten por el espíritu de independencia de sus mentores. Y casi simultáneamente surgen otras, en los márgenes del sistema, con la voluntad de editar lo que los grandes no editan precisamente porque se rigen por la lógica del beneficio inmediato. No todo editor está dispuesto a vender lo que ha hecho con amor al mejor postor de los grandes. Algunos se comportan como los granjeros del oeste americano que se negaban por principio a vender sus tierras de labor a las compañías petrolíferas. Y hacen bien. Sólo que para resistir en estas condiciones hace falta algo más que voluntad y vocación de editor. Se necesita inteligencia, conocimiento del mercado e imaginación creadora.
Se cumple así otra de las observaciones de Estelrich: «Sólo los editores inteligentes llegan a producir lo que conviene a la evolución cultural». Como se ve, a pesar del paso del tiempo, la cortesía del regalo tampoco está tan lejos del idealismo moral.
Notas
[1] Texto no fechado. Probablemente de 1996, escrito para la presentación del ensayo de Iris M. Zavala.
[2] La cursiva es del editor. Para poner énfasis en esta (para mí sorprendente) apreciación del autor.
[3] Diálogo de mediados del siglo XVI atribuido a Cristóbal de Villalón. Alfredo Rodríguez López-Vázquez preparó una edición de la obra para Cátedra.
[4] Revista de orientación cristiana en la que el autor colaboró en diversas ocasiones.
[5] Véase «Recuerdo de Mariátegui», enero de 2004. http://www.lainsignia.org/2004/enero/cul_007.htm
[6] Véase FFB, Contribución a la crítica del marxismo cientificista. Una aproximación a la obra de Galvano della Golpe, Barcelona, EU. Publicacions i Edicions de la UB 1994.
[7] Véase FFB, «Della Volpe/Lukács. Notas para situar una polémica en el marxismo contemporáneo», en Zona Abierta, nº 5, otoño 1975/1976, páginas 17-43. Próxima publicación en Espai Marx.
[8] A. Rimbaud, «Obreros».
Ah, esta cálida mañana de febrero. El sur inoportuno vino a reavivar nuestros recuerdos de indigentes absurdos, nuestra joven miseria.
Henrika llevaba una falda de algodón a diamantes blancos y marrones como del siglo pasado, un gorro con lazos y un fular de seda, con todo lo cual le daba un aspecto más triste que un luto. Paseábamos por el extrarradio. El cielo estaba nublado, y el viento Sur excitaba todos los olores desagradables de los jardines devastados y de los prados secos.
Aquello no parecía fatigar a mi mujer tanto como a mí. Junto a un charco olvidado por la inundación del mes anterior en un sendero bastante alto, Henrika me señaló unos peces diminutos.
La ciudad, con su humareda y sus ruidos laborales, nos perseguía de lejos por los caminos. ¡Ah, el otro mundo, la habitación bendecida por el cielo y las sombras de los follajes! El Sur me evocaba los miserables incidentes de mi infancia, mis desesperaciones estivales, la horrible cantidad de fuerza y de ciencia que la suerte ha alejado siempre de mí… ¡No! No pasaremos el verano en este avaro país donde nunca seremos más que unos huérfanos prometidos. Quiero que este brazo robustecido deje ya de arrastrar una querida imagen.
[9] La Salamandra (1971), por ejemplo, o Jonás que hará 25 años en el 2000 (1976).