Entrevista a Alfredo Apilánez sobre Los «vicios» del ecologismo (I)
Salvador López Arnal
Uno de los objetivos del libro es fundamentar la incompatibilidad radical del sistema capitalista con cualquier noción razonable de autocontención.
Presentación del propio autor: «Soy economista de formación –o más bien, si se me permite la humorada, de «deformación»– y profesor de ciencias sociales. Mi actividad investigadora se ha desarrollado principalmente en los ámbitos de las finanzas y de la crítica de la ortodoxia económica y de la barbarie capitalista. Mi primer libro [Las entrañas de la bestia. La fábrica de dinero en el capitalismo desquiciado, Dado Ediciones, Madrid, Diciembre de 2021] publicado el año pasado, es el principal fruto de ese trabajo».
Centramos nuestra conversación en su último libro, publicado por la editorial El Viejo Topo.
Aunque hayas entrecomillado «vicios», el título de tu último libro hace pensar en una crítica al ecologismo. ¿Este es el nudo central?
Sí, estás en lo cierto. El libro es una crítica de los planteamientos y de las propuestas político-sociales del movimiento ecologista. Pero, como bien dices, las comillas introducen un matiz muy importante en ese objetivo principal del texto. Se trata de resaltar que se trata de una crítica fraterna, que parte del reconocimiento de la enorme relevancia –se trata sin duda del asunto «de la hora»– del esfuerzo por poner de manifiesto el carácter ecocida del sistema social vigente, realizado desde sus orígenes por el movimiento ecologista. Esta intención de realizar una crítica constructiva, que en ningún caso minusvalore la relevancia de las cuestiones tratadas ni la importancia vital de la lucha contra la catástrofe en curso emprendida, contra viento y marea, por el movimiento ecologista, explica las comillas del término «vicios» en el título de la obra.
Pero podrá apuntarse que tu «crítica constructiva» puede perjudicar o contribuir a paralizar un movimiento ciudadano que apunta, tal como tú mismo dices, al asunto «de la hora».
Creo, si me permites la objeción, que ese no debería ser el caso en absoluto. Las críticas constructivas, que comparten lo esencial con lo «criticado», deberían contribuir, en mi opinión, a lo contrario, a fortalecer al movimiento –aún más extendido en círculos académicos y de activistas que en el ámbito popular, a pesar de su indudable crecimiento reciente en apoyo y en organizaciones sociales– en lugar de debilitarlo o, como dices, «paralizarlo». Máxime cuando, en mi caso, se trata como digo de una crítica fraterna, desde el acuerdo básico de partida acerca de la incompatibilidad de esta forma de organización social aberrante con la preservación de un metabolismo socionatural mínimamente viable. El ecologismo recibe críticas furibundas por parte de la derecha reaccionaria, pero no es ni mucho menos tan habitual que ocurra desde posiciones de izquierdas, por parte de compañeros de viaje, como se decía antiguamente. Y creo que ese cuestionamiento constructivo es muy necesario para evaluar y, en caso necesario, mejorar -como reza el subtítulo del libro-, la coherencia entre la dureza del diagnóstico acerca del ecocidio rampante hacia el que nos dirigimos sin remisión y, por otro lado, las estrategias o medidas políticosociales propuestas para atajarlo. En cualquier caso, la cuestión de fondo esencial que subyace a mi crítica sería la necesidad de potenciar la lucha por la integración, conservando obviamente sus particularidades y autonomía, de los llamados movimientos sociales –el ecologismo y el feminismo serían sin duda los más destacados– en el tronco común de la tradición emancipadora de la izquierda bajo un estandarte inequívocamente anticapitalista. Ese es, estoy convencido de ello, el nudo gordiano que habría que cortar para evitar cierto ensimismamiento endogámico que se observa en los –como los calificaba Francisco Fernández Buey– movimientos de «un solo asunto», y también uno de los aspectos neurálgicos que analizo en mi crítica constructiva. Pero insisto en que el objetivo fundamental de la tarea que trato de desarrollar es poner un granito de arena en la potenciación del ecologismo como movimiento social anticapitalista, sin cuestionar ni un ápice su denuncia de la gravedad de la situación actual, como sí hacen continuamente los reaccionarios «negacionistas» y los espadachines a sueldo mediático-corporativos de los intereses del business as usual.
Para que no haya dudas: ¿tu crítica tiene algo que ver con el negacionismo del cambio climático antropogénico?
En absoluto, más bien todo lo contrario, como ya supondrás. La hecatombe que mencionas, junto con el resto de los acerbos rasgos de la aparatosa colisión del organismo socioeconómico regido por la acumulación de capital con los límites biofísicos del planeta, constituye, sin el más mínimo atisbo de duda, el acontecimiento más importante de nuestra época, ya que pone a la actual organización social aberrante frente a lo que Cornelius Castoriadis denominaba la ‘carrera hacia el abismo’ y el riesgo cierto de destrucción de las condiciones mínimas para una vida digna en un planeta habitable. La evidencia científica es tan abrumadora al respecto que no merece la pena insistir en ello. Precisamente, uno de los objetivos del libro es fundamentar la incompatibilidad radical del sistema capitalista con cualquier noción razonable de autocontención y establecer por consiguiente la condición de ciego e insaciable depredador de la naturaleza de un régimen de organización social basado en la acumulación de capital en manos privadas. Si me permites, hay una cita de Manuel Sacristán que describe muy bien ese rasgo intrínsecamente ecocida del capital: «No es posible conseguir mediante reformas que se convierta en amigo de la Tierra un sistema cuya dinámica esencial es la depredación creciente e irreversible». Huelga decir pues que el planteamiento que desarrollo se sitúa en las antípodas de lo que calificas como ‘negacionismo’, que no es más que otra derivada patológica de la barbarie potenciada por los apologistas del capital en pos de ocultar las siniestras implicaciones de sus actos. Por cierto, aprovecho para recomendar el excelente trabajo sobre los distintos niveles existentes de negacionismo desarrollado por Jorge Riechmann (https://theconversation.com/la-crisis-del-coronavirus-y-nuestros-tres-niveles-de-negacionismo-134749) que muestra que el problema es mucho más sutil y está mucho más extendido entre las mayorías sociales de lo que pudiera parecer.
Hablas de ecologismo. Pero el ecologismo, como el Ser en Aristóteles, ¿no se dice de muchas maneras y algunas de ellas son serias, críticas, trabajadas científicamente y muy anticapitalistas?
Totalmente de acuerdo con lo que dices. Sin duda hay muchos ecologismos y sensibilidades muy diferentes dentro de un movimiento sumamente heterogéneo. Ni que decir tiene que no considero como tal el greenwashing corporativo-mediático de los espadachines a sueldo del capital, centrado actualmente en la promoción de imaginarias transiciones ecológicas al «todo renovable» o en aberraciones palmarias como el ‘cero neto’ o la ‘captura de carbono’, todo ello únicamente en aras de preservar a toda costa el business as usual.
Las distintas «sensibilidades» existentes en el movimiento ecologista que va «en serio» podríamos dividirlas pues entre los que aceptan la posibilidad de introducir ajustes y reformas en la maquinaria de la acumulación –destacadamente, el llamado Green New Deal keynesiano o los más granados representantes de le economía ecológica–, que se situarían en lo que podríamos denominar la izquierda del capital y, por otro lado, los que afirman, al menos en principio, la necesidad de superación del capitalismo y la imposibilidad de encauzarlo hacia un desarrollo mínimamente respetuoso con los límites biofísicos planetarios. Pero, y aquí es donde entraría la crítica que desarrollo en el libro, lo sorprendente es que incluso entre los que se consideran a sí mismos anticapitalistas, como los que se encuadran en el ecosocialismo de estirpe marxista o en el ecologismo social de cariz anarquista, las propuestas sociopolíticas que desarrollan no se corresponden –siempre con notables excepciones– con esa sedicente profesión de fe antagonista. Esa marcada inconsistencia entre los medios y los fines que, en mi opinión, aqueja a las tendencias mayoritarias del movimiento ecologista, fue el punto de partida de la indagación que dio origen al libro.
¿No es algo exagerado (incluso sesgado) calificar a los partidarios del New Green keynesiano de izquierda del capital?
Bueno, quizás lo mejor antes que nada si te parece sea clarificar los conceptos.
De acuerdo, adelante con ello.
¿Qué es el Green New Deal? Podemos dar la palabra a uno de sus adalides en España, Emilio Santiago Muiño: «Los partidarios del Green New Deal, o del Pacto Verde, defenderían la estrategia de impulsar políticas públicas ambiciosas que desarrollen reformas estructurales con dos patas: por un lado la modernización ecológica de la economía como centro de gravedad de un nuevo modelo productivo, con especial énfasis en la descarbonización energética, pero no solo (podría incluirse también la agroecología, la economía circular, el urbanismo…); por otro lado, y casi tan importante, un incremento sustancial de la distribución de riqueza (ligada por ejemplo a proyectos como la renta básica o la reducción de jornada laboral) que conllevaría, en paralelo, un aumento de la regulación política sobre las lógicas de mercado».
Pues bien, por mucho que me esfuerzo no logro ver en la descripción anterior nada que ni por asomo remita a escenarios rupturistas o anticapitalistas.
¿Y qué es lo que ves entonces?
Más bien, lo que se desprende de lo anterior es, ni más ni menos, que la encarnación de la quimera, típica del planteamiento reformista tradicional, fundada en pretender conciliar la preservación de la rentabilidad del capital con la entelequia de la transición ecológica que, dicho sea de paso, tiene ministerio propio y es el nuevo gran nicho de mercado de las grandes multinacionales energéticas y constructoras en pos de succionar dinero público –en lugar destacado, el ansiado maná de los fondos Next Generation EU, que también comparten el mantra de la ‘descarbonización’ como uno de sus ejes centrales– a mayor gloria de sus abultadas cuentas de resultados. Es decir, que estamos ante lo que siempre se denominaron políticas socialdemócratas keynesianas, basadas en la inversión pública y en la redistribución de la riqueza a través de políticas fiscales, el periclitado sueño dorado del retorno del Welfare State y de la función amortiguadora y redistributiva de las políticas públicas, un contexto histórico siempre idealizado por los irredentos creyentes en el ensueño de meter en vereda al capital y, en cualquier caso, desaparecido hace medio siglo ante el embate de las políticas neoliberales.
Pero hay un rasgo más que, en mi opinión, hace aún más irreales tales quimeras: en la actual coyuntura de degradación capitalista y de agudización de sus incurables contradicciones, de guerras imperialistas como la que presenciamos actualmente en Ucrania, ecocidio rampante, desigualdad social disparada y crisis recurrentes de creciente virulencia, la posibilidad de regulación o «reverdecimiento» del capitalismo para reconvertirlo, a través de formidables inversiones estatales –un Estado, no lo olvidemos, sin soberanía monetaria, totalmente sometido a los implacables y antisociales dictados del capital financiero– hacia el uso masivo de tecnologías verdes no fosilistas que atenúen la catástrofe ambiental es un oxímoron flagrante, cuya constatación comprobamos día tras día con el fiasco de los fondos Next Generation UE, la lluvia de millones que iba a ponernos en la senda de las cacareadas transición ecológica y la digitalización. Como explica muy bien Antonio Turiel, sin una reestructuración radical –por tanto incompatible con el código genético expansivo de la acumulación de capital– de las actividades económicas hacia una drástica reducción del actual ritmo de producción y consumo de materiales y energía, no habrá transición verde al «todo renovable», por muchos miles de millones que se inviertan en el proceso: la Tierra simplemente no da para tanto. En definitiva, habría dos argumentos que refutarían la pertinencia del planteamiento que encarnan los partidarios del «mal menor» que representa el Green New Deal: ni existen las condiciones biofísicas para una transición energética digna de tal nombre, que sólo sería posible en un escenario poscapitalista y con una reducción drástica del consumo de energía y materiales, ni tampoco tiene el Estado neoliberal la más mínima posibilidad de lograr que esa pretendida «revolución ecológica» no sea otra cosa que una vuelta de tuerca más en el panorama de destrucción ambiental que procura sin coto el capital desembridado.
Pero podría señalarse tal vez que los partidarios del Green New Deal no construyen quimeras, no defienden utopías irreales, que la correlación de fuerzas existentes no permite, por el momento, una enmienda a la totalidad del sistema capitalista, esa reconstrucción radical a la que aludís Turiel y tú, finalidad, por otra parte, con la que, tal vez podrían añadir, también ellos se identifican.
Te diría que esa referencia –sin duda por desgracia cierta, qué duda cabe– a la muy desfavorable «correlación de fuerzas» que mencionas remite al argumento clásico reformista del «mientras tanto», una apelación a la eficacia de las medidas paliativas, es decir, mientras no se den las condiciones para la enmienda a la totalidad del sistema a la que te refieres al menos –rezaría su razonamiento– quedémonos con la lucha por los arreglos de detalle y los microavances. Daría dos argumentos en contra de esa posición clásica del reformismo desde sus orígenes en la obra de Bernstein: en primer lugar, tales microavances, a pesar de la existencia de gobiernos «progresistas», no se están produciendo: no ha habido ni por asomo –todos los parámetros socioeconómicos indican más bien lo contrario– en cinco décadas de hegemonía neoliberal una mejora significativa de la distribución de la renta ni de la riqueza, ni de las condiciones de vida de las clases populares en el acceso por ejemplo a los servicios básicos. Y, en segundo lugar, tampoco se ha robustecido –más bien, de nuevo, lo opuesto se acercaría mucho más a la realidad– la fortaleza de la herramienta estatal-institucional como dique de contención y de reequilibrio frente al poder del capital, totalmente amputada de autonomía fiscal o soberanía financiera, y sometida completamente a la preservación de las cuentas de resultados del capital financiero y corporativo. Ante estos dos hechos, en mi opinión irrefutables, la respuesta de las fuerzas políticosociales reformistas con presencia institucional ha sido también doble: por un lado rebajar hasta extremos inauditos sus propuestas, abandonando las posiciones tradicionales de la izquierda –nacionalizaciones de sectores básicos, sin ir más lejos– para conformarse con medidas de contención de emergencia o arreglos de detalle –que celebran, por cierto, como si fueran la toma del Palacio de Invierno– que no modifican en absoluto las estructuras económicas hegemónicas ni arañan siquiera la apisonadora del poder privado del capital. Y, por otro lado, desplazar sus objetivos hacia las cuestiones socioculturales que –a pesar de su indudable importancia– no tienen que ver directamente con las condiciones de vida de las clases populares, con lo que siempre se llamó lucha de clases y por lo tanto no chocan directamente con los poderes fácticos con mando en plaza. Eso se ha abandonado, ante la imposibilidad de introducir cambios sustanciales en el «reparto de la tarta», casi por completo.
Como resultado de lo anterior, el reformismo actual, derechizado e impotente, es un lastre para una auténtica transformación social ya que tiende a legitimarse y a justificar su inanidad a la hora de alterar realmente el statu quo a través de la destrucción de los movimientos sociales críticos que en un principio nutrieron el «asalto a los cielos» institucionales, ahogando por tanto aquello que aún está en ciernes. La confusión ideológica y moral, que provocan la mala conciencia y la necesidad de justificarse ante la falta de resultados concretos y la sistemática decepción provocada en sus bases de apoyo por la pobreza del balance de logros, y la destrucción de los colectivos populares verdaderamente transformadores que los nutrieron son, en mi opinión, los daños colaterales de la aceptación por parte de las fuerzas teóricamente progresistas de las reglas del juego institucionales.
¿Por qué hablas de abismo entre el diagnóstico y las soluciones? ¿Dónde reside? ¿En la ausencia de soluciones? ¿En su imposibilidad práctica?
Para no reiterar lo ya expuesto quizás resulte útil poner un ejemplo que en mi opinión explica muy bien ese abismo al que te refieres y que remite al subtítulo del libro. En una reciente y sumamente interesante publicación (https://jussemper.org/Inicio/Recursos/Info.%20econ/Resources/NFitzpatrick-Etal-ExplorandoPoliticasDecrecimiento.pdf) se recopilan, tras una cartografía sistemática, las principales propuestas político-económicas del movimiento decrecentista –la rama actualmente más en boga del ecologismo crítico y sedicentemente anticapitalista–. Pues bien, las medidas estrella que destacan muy por encima del resto serían, entre otras, la renta básica universal, el trabajo garantizado, las cooperativas y las ecoaldeas. En toda la profusa y metódica recapitulación realizada por los autores no aparece ni una sola medida que pudiera incluirse en lo que tradicionalmente se ha considerado como izquierda revolucionaria, ni de raigambre marxista ni anarquista. No sólo eso, los principales adalides del decrecentismo, del colapsismo, del ecosocialismo e incluso del ecologismo social de cariz libertario –de nuevo con notables excepciones– no se apartan ni un ápice de lo que en la tradición de la izquierda siempre se consideraron planteamientos socialdemócratas, de carácter acusadamente reformista y centrados principalmente –la renta básica sería el símbolo paradigmático– en la redistribución de la riqueza en el ámbito de la circulación. Y quiero dejar claro que no me parecen malas medidas ni mucho menos, pero sí de todo punto insuficientes para cambiar el rumbo del Titanic en el que vamos embarcados actualmente y, sobre todo, totalmente impracticables bajo la actual hegemonía neoliberal, caracterizada por la completa amputación de los mecanismos a través de los que el demediado Estado-Nación podía intervenir en las cuestiones que afectan realmente a las condiciones de vida de las mayorías sociales. De ahí que, como explico en el libro, el «vicio» que subyace a tales planteamientos sea la ilusión de meter en vereda -»poner a dieta»- al capitalismo degenerativo, modificando el reparto de la tarta a favor de las clases populares a través de la intervención fiscal del papá Estado. Tal escenario –e insisto en que lo digo con tristeza– ni está ni se le espera.
En resumen, el contraste entre la rotundidad y el dramatismo del diagnóstico y la pusilanimidad de las soluciones propuestas por las corrientes dominantes dentro del ecologismo crítico no puede ser más llamativo. De ahí el subtítulo y también el tema principal del libro.
Me gustaría insistir pero tomemos un descanso si te parece.
Me parece.
Están muy bien las críticas al ecologismo actual pero la perspectiva «libertaria» del autor entrevistado dejan mucho que desear. Los verdaderos marxistas debemos defender la Patria, la Familia , el Estado y la pequeña propiedad, que son los últimos bastiones de resistencia ante el capital. El capitalismo nos quiere animalizar y para ello pretende crear una «plebe» donde la gente no produzca nada, no se case, sea estéril, reciba una paguita para porros y birras y nadie se comprometa con nadie ni a nada. Esta perspectiva «libertaria» del autor es, francamente, floja y antimarxista. Apilánez tiene muchas lecturas, pero le faltan las esenciales. El marxismo es rescate de la civilización, no recaer en enjambres animalescos de okupas y hippies.
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