En 1957, cuando el auge económico de posguerra dio lugar a una «gran aceleración» en el uso de energía de hidrocarburos, un grupo de científicos que trabajaba para una compañía petrolera de Texas llamada Humble Oil (que después se llamaría ExxonMobil) se embarcó en un estudio motivado por la creciente preocupación pública sobre la contaminación del aire y por nuevas investigaciones acerca de las consecuencias de la quema de combustibles fósiles. Lo que encontraron fue que «la enorme cantidad de dióxido de carbono» presente en la atmósfera estaba relacionada con la «quema de combustibles fósiles». Sesenta y cinco años después, la realidad ha demostrado ser peor que sus hallazgos. Debido a la quema sin límites de combustibles fósiles y la consiguiente emisión de enormes cantidades de CO2, el mundo se dirige ahora hacia los 3,2 ºC de calentamiento por encima de los niveles preindustriales. En la última Conferencia de la ONU sobre el cambio climático, los dirigentes allí reunidos llegaron, de nuevo, a un total de cero compromisos vinculantes para reducir esas emisiones. Y a pesar de la retórica verde, solo el 6 % de los paquetes de estímulos fiscales aplicados por las naciones del G20 en 2020 y 2021 han contribuido a reducir las emisiones, incluso cuando los beneficios de las empresas petroleras han alcanzado niveles de récord. Además de la inacción de los Gobiernos, también ha quedado claro que el sector privado no nos va a salvar. Se nos ha dicho que los inversores benévolos podrían redirigir el capital y sacarlo de los sectores energéticos sucios hacia las industrias verdes del futuro. Pero la promesa de unas «finanzas socialmente responsables» ha demostrado ser en su mayoría un fraude. A pesar de que prometió hacer lo contrario, Blackrock, el principal gestor de activos del mundo, ha continuado invirtiendo en empresas de combustibles fósiles, y la producción de carbón –el combustible fósil más sucio de todos– está en alza.

Mientras tanto, como ni los Estados ni el capital están haciendo mucho para reducir las emisiones de CO2, estas se han recuperado completamente de su caída pandémica. En 2021, el mundo batió dos desalentadores récords: el nivel más alto registrado de emisiones de CO2 en la historia y el mayor crecimiento absoluto anual. Año tras año, los países del Norte Global retrasan la prometida financiación climática para el Sur Global, que ha contribuido menos a la crisis pero sufre sus peores consecuencias. En lugar de la redistribución, los Gobiernos del Sur Global pueden esperar lo que Daniela Gabor e Isabella Weber llaman «terapia de choque del carbono», en la que los préstamos del FMI vienen condicionados a la adopción de mecanismos regresivos de fijación de precios al carbono y recortes a los subsidios a los combustibles. Las condiciones geopolíticas están añadiendo leña al fuego. A raíz de la invasión rusa de Ucrania, los Gobiernos de EE UU y Europa están posponiendo sus compromisos de energía renovable.

Sin embargo, el reino del capitalismo fósil se enfrenta a una feroz resistencia. Durante la oleada de huelgas estudiantiles de 2019, la juventud de todo el mundo denunció la injusticia generacional de heredar un planeta en llamas. En EE UU ha habido un aluvión de exitosas campañas en oposición a los nuevos proyectos de oleoductos y plantas energéticas y extractoras. En Memphis, una coalición por la justicia ambiental paró el oleoducto de Byhalia, que iba a cruzar los barrios negros del sur de la ciudad; en Luisiana, la resistencia de la población desbarató el proyecto de la terminal de exportación de petróleo de Plaquemines, que, entre muchos otros perjuicios, habría sido construida sobre un cementerio de esclavos. Tras seis años de organización, los activistas climáticos de Virginia Occidental a Carolina del Norte han forzado a Duke Energy y Dominion Energy a cancelar el oleoducto Atlantic Coast. La nación Lumni y sus aliados han ayudado a evitar la construcción de una terminal de exportación de carbón en el condado de Whatcom en Washington; al otro lado del Estado, grupos ecologistas han ayudado a evitar que el Gobierno conceda permisos para una refinería de metano en Kalama. En las Grandes Llanuras, tras más de una década de lucha contra el oleoducto Keystone XL –que habría transportado petróleo de arenas bituminosas extraído de debajo del bosque boreal de Alberta, Canadá, a refinerías en la costa del Golfo de Texas– el presidente Biden revocó el permiso transfronterizo y TC Energy abandonó el proyecto.

Estas campañas han seguido estrategias muy variadas. Los movimientos liderados por indígenas como los defensores del agua en Standing Rock son distintos de lo que Kai Bosworth llama «populismo de oleoducto» (movimientos compuestos sobre todo por terratenientes rurales blancos y ecologistas de base), y ambos, a su vez, difieren de las comunidades negras y latinas que luchan contra el racismo medioambiental. Pero todos ellos han compartido un aspecto clave: la no violencia. Las excepciones –un puñado de activistas que han destruido maquinaria por su cuenta– solo confirman la regla. En EE UU, el compromiso de los activistas climáticos con el pacifismo imposibilita el daño a la propiedad, por no hablar de la agresión física a ejecutivos de la industria fósil. Pero a pesar de estos heroicos esfuerzos, las corporaciones siguen emitiendo impunemente y los Estados continúan retrasando cualquier acción para detenerlas. Y, mientras tanto, el mundo se calienta cada vez más.

Es este consenso sobre el activismo pacífico frente a la insensatez de la élite lo que rechaza Andreas Malm. Cómo dinamitar un oleoducto no te explicará cómo volar un oleoducto, pero tratará de convencerte de que los esfuerzos por desmantelar físicamente los tentáculos infraestructurales del capitalismo fósil están históricamente fundamentados, son estratégicamente inteligentes, y un imperativo moral. «Ha habido un tiempo para el movimiento climático gandhiano; quizá ahora es el momento para un movimiento fanoniano», afirma la penúltima línea del libro. Ese «quizá» es performativamente ambivalente; se sitúa entre la predicción y la provocación. Si bien los deslizamientos entre estos modos retóricos permean el texto, una cosa es cristalina: para Malm, el movimiento climático necesita atacar la crisis en su raíz, desactivando uno a uno los «aparatos de emisión de CO2».

Andreas Malm lleva varios años tras la pista de los perpetradores de uno de los mayores crímenes de la historia: la descarga de cientos de miles de millones de toneladas de dióxido de carbono a la atmósfera, con consecuencias fatales (los investigadores estiman que puede atribuirse a las temperaturas extremas causadas por el cambio climático un exceso de 5 millones de muertes al año). El viaje empezó con su libro Capital fósil. En él, trataba de refutar esas historias positivistas de la energía que muestran el pasado como un arco que se inclina hacia los combustibles fósiles y explicar, en su lugar, que la revolución de los combustibles fósiles de los años 20 y 30 del siglo XIX era el resultado de conflictos de clase dinámicos en lugar de una progresión inevitable. El agua, apunta, era al fin y al cabo abundante y gratis, y los molinos de agua, más potentes y fiables que los tempranos motores de vapor al comienzo de la era industrial. La adopción de motores de vapor y carbón se debió a que los propietarios de los molinos querían resolver un problema que dificultaba sus esfuerzos para asegurarse una oferta de trabajo fiable y disciplinada: el hecho de que hubiera fuentes de agua corriente desaprovechadas distribuidas por el campo, mientras que la gente estaba concentrada en pueblos y ciudades. Al utilizar los motores de carbón y vapor en lugar de los ríos y los molinos de agua, encontraron la forma de dominar mejor tanto a los trabajadores como a la naturaleza –y así pavimentar el camino para una era de crecimiento economico sin precedentes entre chimeneas que expulsaban el dióxido de carbono que calienta el planeta–.

En El progreso de esta tormenta, Malm se salta casi dos siglos y pasa del estudio académico de la historia a las teorías cada vez más populares entre los propios académicos. Dirige su ira polémica a la torre de marfil, donde, insiste, un buen número de prominentes filósofos, geógrafos y sociólogos han jugado el papel de tontos útiles para los capitalistas fósiles al arrasar con la distinción entre la sociedad humana y la naturaleza no humana. Ocultar la responsabilidad de la clase dominante en el cambio climático no era, por supuesto, el objetivo de esos académicos que buscaban reincorporar a los humanos en la «trama de la vida» (por usar el término de Jason Moore) o recuperar la agencia de la naturaleza no humana (la «teoría del actor red» de Bruno Latour) e incluso de la «materia» (el «nuevo materialismo» de Jane Bennet). Pero al mezclar lo social y lo natural, sostiene Malm, estos académicos renunciaron a considerar a los humanos, y específicamente a los humanos capitalistas, culpables de la excesiva destrucción de la tierra. Para Malm, la única forma de oponerse a esta destrucción es retener «la singularidad de la agencia humana» y la dicotomía social/natural que esta garantiza. La agencia, después de todo, se encuentra en el corazón tanto de la complicidad de las élites como de la capacidad de las masas: «La guerra política contra una clase dominante cada vez más pestilente demanda manuales repletos de binarios».

Recogiendo su propio guante, Malm entonces publicó algunos materiales de este estilo. White Skin, Black Fuel, escrito por él y un colectivo de otros 20 autores, explicaba cómo la extrema derecha se ha movilizado en defensa del capital fósil, transformando el negacionismo de la propaganda en un principio fundamental de reacción etnonacionalista. Corona, Clima, Chronic Emergency termina con una visión de «comunismo ecológico de guerra», en la que propone expropiar el capital fósil sin compensación y escalar masivamente las tecnologías verdes. Su último manual, Cómo dinamitar un oleoducto, tiene como objetivo provocar en el movimiento climático un estado de rabia colectiva adecuado para afrontar el reto de una catástrofe planetaria. Entre el pasado revolucionario y un futuro utópico, argumenta, está el pesado impasse del presente: «la inercia extraordinaria del modo de producción capitalista frente a la reacción de la Tierra». Las opciones son el fatalismo o el sabotaje. Malm nos ruega que optemos por la segunda.

Cómo dinamitar un oleoducto puede dividirse en tres partes: la historia de la resistencia al cambio climático, las estrategias que ha adoptado y las que debería adoptar, y la moralidad de sus acciones. Para Malm, los anales del activismo climático pueden entenderse en dos planos relacionados. El primero es el activismo climático de corto plazo que mostró una trayectoria prometedora de crecimiento y desafío entre 2006 y 2019. A pesar de cumplir a rajatabla con la no violencia, este movimiento, según Malm, fue disruptivo –con un «impresionante repertorio» de «bloqueos, ocupaciones, sentadas, desinversión, huelgas escolares, apagón de centros urbanos, la táctica propia del campo climático», que demostraban la observación de John Berger de que la lógica de la protesta no es la persuasión moral sino la amenaza creíble–. El segundo plano de la historia del activismo climático es la longue durée del fermento social que parte de las revueltas de esclavos, el abolicionismo, las sufragistas, los levantamientos anticoloniales, la lucha por la libertad negra, y el movimiento contra el apartheid. Esta historia más larga, según Malm, es directamente relevante para el más reciente ciclo del activismo climático: es la razón por la que estos activistas abrazan el pacifismo –y es también la razón, argumenta Malm, por la que no deberían–. Grupos como Sunrise Movement o Extinction Rebellion, afirma, se suscriben a una imagen suavizada de los diversos movimientos emancipatorios del pasado –borrando por tanto cualquier atisbo de violencia y llegando a las conclusiones tácticas equivocadas a partir de sus propias confabulaciones–. Malm no se anda con rodeos: «La “psicología del pacifismo estratégico” es “un ejercicio de represión activa”; su narrativa aceptada es una “mezcla de hipocresía y falsificación” y “un fetiche, fuera de la historia, sin relación con la época”».

Para oponerse a este fetiche, Malm dedica dieciséis páginas a refutar de manera sistemática el revisionismo pacifista, con animadas explicaciones del abolicionismo armado de John Brown, la masiva campaña de incendios provocados de las sufragistas, la «violencia subalterna» desde Irlanda a Argelia, la autodefensa armada y los disturbios urbanos en el movimiento por los derechos civiles, y la destrucción de la propiedad por parte de La Lanza de la Nación durante la lucha contra el apartheid. Estos movimientos victoriosos no solo emplearon la violencia defensiva y ofensivamente, sino que, insiste Malm, sus organizadores dejaron tras de sí un historial de sabiduría práctica sobre las razones por las que la violencia a veces es necesaria. El Congreso Nacional Africano ofreció una teoría del poder que combinaba «el martillo de la lucha armada» y el «yunque de la acción masiva», y la Unión Social y Política de las Mujeres demostraba que su lema «Hechos, no palabras» podía hacer añicos la dominación de género.

¿Necesita el movimiento climático hechos, y no palabras, como hicieron estas luchas emancipatorias de antaño? Según Malm, sí. La crisis climática es causa y consecuencia de la desigualdad, argumenta, con los menos responsables siendo los más vulnerables a sus estragos, y los más cómplices, saliendo prácticamente ilesos –todo lo cual apunta a la necesidad, desde su punto de vista, de acción violenta–. Pero Malm no especifica quién resulta más dañado. ¿Debería este grupo definirse en términos geográficos (por ejemplo, las poblaciones de las islas del Pacífico que están inundándose), los países de menor renta, todo el Sur Global, o un subconjunto de estos últimos con el mayor nivel de «vulnerabilidad climática multidimensional»? ¿Debería entenderse sociológicamente, ya sea demarcado por lo que W.E.B. Du Bois llamó «la línea de color global» o por los contornos de los pueblos indígenas y sus territorios ancestrales, o por clase económica –los trabajadores del mundo unidos–? ¿Mejor en términos generacionales, con no solo la juventud actual, sino todos los humanos no nacidos que vivirán las letales consecuencias de la insensatez de sus predecesores?

¿Quién, en otras palabras, es el sujeto revolucionario de la crisis climática? ¿Quién es el agente del cambio histórico? Sin una respuesta a estas preguntas, la idea de organizar protestas masivas y disruptivas que no eviten destruir la propiedad del capital fósil parece desalentadora. Incluso si se pudiera identificar a los antagonistas estructurales del capitalismo fósil, la existencia empírica de tal grupo, o conjunto de grupos, es una precondición insuficiente para que tomen acción decidida hacia un objetivo compartido. La diferencia entre una clase en sí y una clase para sí, por usar los términos marxianos, es la diferencia entre la inacción colectiva y la acción colectiva, y Malm no identifica las condiciones bajo las cuales las masas de los más perjudicados por el calentamiento global podrían reconocer sus reivindicaciones compartidas y su potencial combinado para cavar la tumba del capital fósil (o, mejor, mantener los combustibles fósiles enterrados donde están). De hecho, si acaso, Malm sugiere que los grupos más perjudicados son insuficientemente militantes. Especialmente en el Sur Global, apunta, el sabotaje contra la infraestructura fósil «brilla por su ausencia», teniendo en cuenta que allí se encuentran la mayoría de los objetivos de protesta y el desproporcionado impacto del calentamiento global. La gente del Sur Global, argumenta «podría agonizar por ella (la crisis climática); raramente ve un medio para contraatacar».

Pero la estrecha definición que hace Malm de «contraatacar» corre el riesgo de minimizar lo que es sin duda el activismo antiextractivista más efectivo del mundo. Puede estar en lo cierto al decir que estos activistas en su mayor parte renuncian al sabotaje. Pero sí ponen sus cuerpos y erigen bloqueos y otras barreras físicas –y lo hacen frente a la represión estatal y corporativa–. Y, al contrario de lo que dice Malm, este activismo de alto riesgo es de hecho más probable que tenga lugar en países de las capas más bajas de la jerarquía global. Un reciente megaestudio de los movimientos antiextractivistas del mundo concluye que entre 1997 y 2019, poco menos de un cuarto de los 371 casos de protestas contra la extracción de combustibles fósiles, oleoductos o plantas de refinamiento tuvieron lugar en países de rentas altas, mientras que casi la mitad se dieron en países de rentas bajas o medio-bajas. Es cierto que la gran mayoría de la protesta del Sur Global es «pacifista» según la definición de Malm –aunque eso no necesariamente implica ausencia de fuerza por ambas partes–. El 40% de los casos de protesta contra oleoductos resultaron en criminalización estatal o violencia clara, e incluso asesinatos. Dado el respeto que Malm muestra por la valentía, debería quitarse el sombrero ante los defensores latinoamericanos de la tierra y el agua, cuyas cifras de asesinados son superiores a los activistas de cualquier parte del mundo.

Si esto no cuenta como «contraatacar», tampoco lo hace la larga historia de voladuras de oleoductos en el Sur Global, principalmente en África y Oriente Próximo. Malm sí dedica varias páginas a estos actos de sabotaje. Pero ninguna de estas acciones satisface sus estrictos criterios: «Los aparatos que emiten CO2 han sido físicamente alterados durante dos siglos por grupos subalternos contrarios a las políticas para las que han servido –automatización, apartheid, ocupación–, pero todavía no como las fuerzas destructivas que son por sí mismas». Esta es una afirmación curiosa. En el estudio citado anteriormente, entre los motivos que llevan a las comunidades de primera línea a resistir frente a los combustibles fósiles (de nuevo, acciones concentradas de manera desproporcionada en el Sur Global) son la «pérdida de biodiversidad», la «contaminación del aire», la «contaminación del suelo y el agua» y la «pérdida de tierra»; para los oleoductos y el fracking en particular, otro motivo es el «calentamiento global». Estos movimientos claramente ven la infraestructura del capitalismo fósil tal como la ve Malm: destructiva en sí y por sí misma. Simplemente no siempre ven el cambio climático como el único o el principal perjuicio, sino que se centran en los impactos medioambientales y sociales localizados –impactos que también tienen implicaciones atmosféricas–. (Tras la industria fósil, la deforestación tropical es el segundo mayor contribuyente al calentamiento global).

La idea de que el sabotaje y otras formas de acción directa contra el capitalismo fósil cuentan como tales solo si las pancartas y los cánticos de los manifestantes hacen referencia a partes de carbono por millón o denuncian a ejecutivos petroleros no solo minimiza artificialmente la extensión de la resistencia; también va en contra de todo lo que hemos aprendido sobre lo que inspira el activismo climático y medioambiental real. Más allá de los estrechos confines de quienes ya están implicados, o de quienes tienen suficiente seguridad material para protegerse de los estragos inmediatos, palpables y, por tanto, locales del capitalismo fósil, una estrategia que dependa de una promesa abstracta de mitigar el cambio climático está destinada a fracasar a la hora de organizar a las propias masas que Malm dice priorizar.

En todo el libro de Cómo dinamitar un oleoducto, Malm se muestra explícitamente preocupado por la necesidad de un movimiento de base amplio que involucre a millones de personas. Lejos de impulsar una teoría de la vanguardia, tiene cuidado de enhebrar la aguja de la militancia y la movilización masiva, afirmando que ambas están dialécticamente interrelacionadas, más que mutuamente enfrentadas. Hasta este momento, critica el ecosabotaje de los 80, 90 y principios de los 2000 por su nihilismo y aventurerismo: según Malm, era sobre todo un martillo sin un yunque. Pero en un estado permanente de emergencia climática, el cálculo táctico de Malm cambia. El precario equilibrio entre el vanguardismo y la movilización masiva da lugar a la «ley de una tendencia a la receptividad» a que la violencia «crezca en un mundo que se calienta». (Se podría preguntar si esta «ley» también aplica a los partidarios del fascismo fósil, y qué riesgos podría esto suponer para los saboteadores). Sugiere que esta nueva receptividad a la violencia podría atraer a nuevos participantes, manifestantes que aún no están, a quienes el permanente pacifismo del movimiento les repele, más que inspirarles seguridad.

Si bien es indudablemente cierto que algunos se «sentirían atraídos» por el sabotaje, Malm parece haber revertido aquí la causalidad. Los movimientos masivos no brotan de las espaldas de lobos solitarios; más bien, es en momentos de movilización masiva cuando puede surgir la violencia espontánea (o planeada). Es decir, durante el enorme levantamiento ocasionado por el asesinato policial de George Floyd, el incendio de una comisaría en Mineápolis recibió una aprobación generalizada: el 54 % de la población estadounidense pensó que el acto estaba justificado. Mover la opinión pública sobre un evento tan incendiario como prenderle fuego a la propia infraestructura de «la ley y el orden» fue una tarea hercúlea. Es imposible imaginar un giro tan dramático, aunque fugaz, en la ventana de Overton sin que hubiera millones de personas en las calles –entre 15 y 26 millones para ser precisos–, en un levantamiento de meses, el mayor y más extendido movimiento de protesta en la historia estadounidense. En otras palabras, la teoría del flanco radical funciona en ambos sentidos: el radicalismo puede legitimar posturas que son moderadas en comparación, pero la protesta multitudinaria que es considerada relativamente pacífica es necesaria para que la violencia tenga este efecto.

A decir verdad, Malm probablemente estaría de acuerdo. Pero al establecer la violencia como una solución al actual impasse del movimiento climático, flirtea con la propaganda por el hecho, la idea de que los actos políticos violentos despiertan por sí mismos a las masas durmientes. Malm observa que la ausencia de «un solo disturbio u ola de destrucción de propiedades», normalmente tomada como una señal del éxito del pacifismo, bien podría ser también prueba del «fracaso del movimiento a la hora de lograr profundidad social, articular los antagonismos que atraviesan esta crisis y, no menos importante, hacerse con un activo táctico». ¿Es la violencia un resultado o una causa de la profundidad social? Y, exactamente, ¿cómo se articulan los «antagonismos»? La misma historia de lucha social violenta intermitente que Malm relata provee alguna guía: conceptos abstractos como la concentración atmosférica de dióxido de carbono o los trabajos globales del capitalismo fósil no compelen por su cuenta grandes cantidades de gente a implicarse en una acción colectiva potencialmente fatal. Son los efectos palpables cotidianos de esos fenómenos planetarios –la pérdida de tierra y fuentes de sustento, la destrucción de los hábitats y las vías navegables, la intimidación y la brutalidad– lo que incitó a la gente a unir fuerzas e incluso arriesgar sus vidas en batallas muy asimétricas con empresas multinacionales protegidas por el brazo represor del Estado.

Así pues, nuestro reto no es persuadir a las comunidades que están en primera línea para que resistan en base a las emisiones globales en lugar de en base a la contaminación local, ni animar a utilizar la violencia a quienes en el Norte Global ya están implicados en Fridays for Future, Ende Gelände y Extinction Rebellion. Más bien, parece que el reto consiste en reclutar a mucha más gente de la que ya está movilizada por cualquiera de estos grupos, independientemente de las decisiones tácticas que tomen en el calor de la batalla. Malm comprende la importancia de organizar a los desorganizados: «Un movimiento climático que no quiere comerse a los ricos, con toda el hambre de quienes luchan por poner la comida sobre la mesa, nunca da en el blanco». Pero su acento continúa en incitar a la «rabia social» en lugar de cultivar una base social.

En el capítulo final, Malm reflexiona sobre la base moral del sabotaje de oleoductos y conecta con una suerte de fe secular reminiscente del reciente tratado de Martin Haglund, Esta vida. Primero aniquila el fatalismo climático: la «reificación de la desesperanza», argumenta, es en sí misma «una contradicción performativa» que pretende meramente describir, desde la comodidad de un sofá, la certidumbre del apocalipsis mientras se disuade activamente a la gente de tomar acción. Esto es también empíricamente falso, porque «cada gigaton» de emisiones de carbono «importa». A Malm, por contra, le interesa un tipo distinto de fatalismo. Inspirándose en el levantamiento del gueto de Varsovia, apela a la «nobleza» del martirio: «La muerte era cierta y aun así continuaron luchando. Nunca jamás puede ser demasiado tarde para este gesto».

Para Malm, el imperativo moral de actuar contra todo pronóstico surge de un deber tanto con el pasado como con el futuro. Cada nueva generación mira hacia quienes la precedieron, insiste, preguntándose si sus antepasados «hicieron cola voluntariamente para el horno, o si algunas personas lucharon como judíos que sabían que iban a ser asesinados». Pero en tanto que las temperaturas extremas de hoy en día son solo un «aperitivo» de lo que está por venir, cada generación también mira hacia delante, sabiendo que también será juzgada por sus descendientes. La consciencia histórica es también una conciencia histórica; es aquí donde la estrategia y la moral se encuentran.

Todos los movimientos tienen mártires, ya sea en el sentido literal de quienes se exponen al peligro por la causa o, más figuradamente, quienes no vivirán para ver los frutos de sus esfuerzos. Pero para que los activistas tengan opciones de sacarnos de la senda hacia el peligroso calentamiento, necesitamos ver en el transcurso de nuestras vidas –no tras generaciones de lucha– un cambio dramático en el sistema energético que impulsa la economía global. Una transformación tan rápida y de tal magnitud requiere absolutamente un salto de fe secular: la creencia tenaz en que las cosas podrían y deben ser de otra manera. Y esto bien puede requerir un compromiso fortalecido por el sabotaje y los muchos y graves riesgos que eso supone.

Por todas estas razones, cuando el movimiento climático de millones de personas esté reagrupado y preparado para continuar su trayectoria de crecimiento y militancia, Cómo dinamitar un oleoducto debería ser lectura obligatoria para sus cuadros. Su potente prosa, su emocionante oda al coraje y la disciplina, y la fidelidad al legado de la violencia popular en pos de la emancipación lo convierten en una crítica convincente de la piedad del pacifismo actual. Pero a pesar de estas virtudes, el libro no ofrece respuestas a los constantes desafíos de crear colectividades, unidas tanto por la legítima rabia y la esperanza, como por una estrategia y visión compartidas, y que sostengan sus acciones en las tormentosas décadas que vienen. ¿Quiénes son los enterradores del capitalismo fósil, y cuáles son sus fuentes de impulso? ¿Cuáles son sus preocupaciones y ansiedades cotidianas, y cómo se relacionan con la crisis climática? ¿Qué les impide unirse ahora, y qué facilitaría su movilización en el futuro? ¿Y cómo se les podría convencer de que, a pesar de las apariencias y su experiencia, es cierto que está en su mano cambiar el mundo?

 

Este artículo fue originalmente publicado bajo el título «A planet in flames – Should the climate movement embrace sabotage?» en la revista The Nation.  El texto ha sido traducido del inglés por Ramón Núñez Piñán.

Fuente de esta traducción: https://contraeldiluvio.es/planeta-llamas-deberia-movimiento-climatico-abrazar-sabotaje/