Sí, los socialistas deberían apoyar la política industrial y un Green New Deal
J. W. Mason
El sistema capitalista puede ser turbulento, desigual y antisocial. Pero no hay ninguna «ley de hierro» del capital que se interponga en el camino de un programa de planificación económica por el bien del clima.
Hace unos días, Dylan Riley escribió un post en el blog Sidecar de New Left Review que provocó una furiosa respuesta de twiteros economistas de izquierdas. Estoy de acuerdo en gran medida con las críticas de Alex Williams, Nathan Tankus, Doug Henwood y otros. Pero quiero intentar aclarar lo que está en juego en este debate.
El artículo de Riley parte de la sugerencia de que la quiebra del Silicon Valley Bank refleja una crisis más amplia de exceso de capacidad y falta de oportunidades de inversión. SVB, escribe,
había aparcado una enorme cantidad de sus depósitos en valores respaldados por el Estado de bajo rendimiento –pero supuestamente seguros– y en bonos de bajo interés. . . . El banco se vio desbordado por el crecimiento masivo de los depósitos de sus clientes del sector tecnológico, y ni él ni ellos pudieron encontrar nada que mereciera la pena para invertir. . . . . El colapso del SVB es una bella demostración, casi paradigmática, del problema estructural fundamental del capitalismo contemporáneo: un sistema hipercompetitivo, atascado por el exceso de capacidad y ahorro, sin salidas obvias para absorberlos.
Es un planteamiento elegante, pero se topa inmediatamente con un problema, relacionado con el ambiguo significado de «invertir». Los depositantes de SVB no eran capitalistas de riesgo, sino las empresas en las que tenían participaciones. La razón por la que SVB tenía depósitos tan grandes no era porque las finanzas no fueran capaces de encontrar salidas rentables ni siquiera en el mundo de la tecnología, sino precisamente porque lo habían hecho. El hecho de que los activos de SVB consistieran en bonos del Tesoro en lugar de préstamos a sus depositantes refleja el desplazamiento de la financiación empresarial, especialmente en el sector tecnológico, de los bancos a los fondos de capital riesgo especializados, un desarrollo interesante, sin duda, pero que no nos dice nada sobre la población general de empresas que buscan financiación.
Detrás de la formulación de Riley parece esconderse una burda versión de la teoría del dinero mercancía, en la que el dinero o está en el mundo siendo útil o está inactivo en el banco. Pero en el mundo real el dinero siempre está en forma de depósitos bancarios –eso es el dinero–, independientemente de lo activo que esté circulando.
¿Un nuevo callejón sin salida ecológico?
Para ser justos, el Silicon Valley Bank no es más que el anzuelo. El verdadero argumento del artículo –el que provocó tal reacción– es que la actual crisis de exceso de capacidad significa que los programas de inversión pública en descarbonización del tipo del New Green Deal son un callejón sin salida contraproducente. «Imaginemos», escribe Riley
que Bidenomics en su forma más ambiciosa tuviera éxito. ¿Qué significaría exactamente? Por encima de todo, llevaría a la deslocalización de la capacidad industrial tanto en la fabricación de chips como en la tecnología verde. Pero ese proceso se desarrollaría en un contexto global en el que todas las demás potencias capitalistas estarían intentando vigorosamente hacer más o menos lo mismo. La consecuencia de este impulso simultáneo de industrialización sería una exacerbación masiva de los problemas de exceso de capacidad a escala mundial, lo que ejercería una fuerte presión sobre los rendimientos del mismo capital privado que se vio «abarrotado» por las políticas de industrialización «creadoras de mercado».
Hay una serie de argumentos distintos en, o al menos en las proximidades de, el post de Riley. Por supuesto, podemos debatir el contenido específico de la Ley de Reducción de la Inflación (IRA). ¿Dónde se sitúa en el espectro de Daniela Gabor que va del «des-riesgo» al «gran estado verde»? Hay una cuestión política más amplia sobre hasta qué punto los activistas e intelectuales de la izquierda deben adherirse a los programas llevados a cabo por los actores políticos establecidos a través del Estado, en contraposición a los movimientos populares fuera de él. Y luego está la cuestión específica del exceso de capacidad: ¿es razonable pensar que cualquier impulso a la inversión a través del gasto público sólo disminuirá las oportunidades de acumulación rentable en otros lugares?
No me desagradan los dos primeros argumentos, aunque no esté de acuerdo con ellos en este caso concreto.
En mi opinión, el modelo IRA supera dos pruebas clave: el dinero público se destina a empresas productivas, no a tenedores de activos financieros; y existe una dirección afirmativa del gasto hacia actividades específicas. Para mí, hay una diferencia importante entre «por cada nuevo panel solar que instale con mano de obra sindicalizada, obtendrá x dólares de subvenciones» y «si posee un bono que se ajuste a estos criterios generales, los intereses se gravan a un tipo más bajo», aunque, a un nivel de abstracción suficientemente alto, ambos implican subvencionar el capital privado. Pero aquí hay mucho margen para el debate sobre cómo describir las medidas específicas y dónde trazar la línea; una lectura diferente de sus disposiciones podría situar plausiblemente a la IRA al otro lado de la misma.
Del mismo modo, es importante recordar que ganar alguna legislación específica no significa que se controle el Estado; existe un peligro real en imaginarnos «en la habitación donde suceden las cosas» cuando en realidad estamos muy lejos de ello. Cuando Riley escribe que «ningún socialista debería abogar por una ‘política industrial’ de ningún tipo, ni tener nada que ver con los autodestructivos New Deals», yo, obviamente, no estoy de acuerdo. Pero si escribiera una frase paralela sobre las actividades humanitarias del ejército estadounidense en diversas partes del mundo, estaría totalmente de acuerdo. A lo largo de los años he tenido muchos desacuerdos con personas con compromisos políticos en general similares, que pensaban que merecía la pena apoyar esta intervención en particular. En lo que a mí respecta, cuando los instrumentos del Estado son los marines y los misiles de crucero, el único compromiso posible de la izquierda es la protesta y la obstrucción.
La guerra es diferente de la política industrial. Pero uno puede imaginarse un argumento en esta línea que valdría la pena tomarse en serio. Si se quisiera escribir una crítica más contundente del New Green Deal desde la izquierda, se podría hacer hincapié en los estrechos vínculos entre la política industrial y el nacionalismo, y en la aterradora retórica antichina que forma parte omnipresente de los argumentos a favor de la inversión pública.
Aquí, sin embargo, quiero hablar del argumento específicamente económico, sobre la sobreproducción.
Sobreproducción y exceso de capacidad
El artículo de Riley se basa en un argumento de larga data entre los escritores de la New Left Review, esto es, que el reto fundamental para el capitalismo contemporáneo es la sobreproducción o el exceso de capacidad. En esta historia, el fin de la Edad de Oro de la posguerra se debió al fin del dominio estadounidense en el comercio mundial. A partir de la década de 1970, los oligopolios estables en el sector manufacturero dieron paso a una competencia feroz, ya que los productores de un número cada vez mayor de países competían por un mercado limitado. Dado que la industria manufacturera depende tanto de bienes de capital duraderos y especializados, los productores no están dispuestos a retirarse ni siquiera ante la caída de los precios, lo que da lugar a una depresión crónica de los beneficios y a un exceso de capacidad, y a un giro hacia la depredación financiera –lo que Robert Brenner denomina neofeudalismo– como salida alternativa para la inversión. Incluso cuando los beneficios se recuperan, hay pocos incentivos para acumular nuevos medios de producción, dado que ya hay capacidad para producir más de lo que los mercados pueden absorber.
La versión más influyente de esta historia es probablemente el extenso artículo de Brenner en la New Left Review de 1998. Está claro que es convincente a cierto nivel: mucha gente parece creer algo parecido. Se basa en una larga tradición de teorías de la sobreproducción y la competencia destructiva, que se remonta al menos a las teorías del subconsumo de John Hobson, Vladimir Lenin y Rosa Luxemburgo, por un lado, y, por otro, a la primera generación de la profesión económica estadounidense, formada por los efectos patológicos de la competencia entre ferrocarriles. Richard Ely, fundador de la Asociación Americana de Economía, describió el problema con claridad: «Siempre que el principio de rendimientos crecientes funcione con un alto grado de intensidad, la competencia nunca podrá regular satisfactoriamente los negocios privados». Su contemporáneo Arthur Hadley describió la competencia destructiva en las industrias intensivas en capital en términos muy parecidos a los de Brenner: a precios
muy por debajo del punto en el que compensa hacer tu propio negocio, compensa robar el negocio a otro hombre. La afluencia de nuevo capital cesará; pero la lucha continuará, bien hasta que la inversión y la maquinaria antiguas se agoten, bien hasta que se organice algún tipo de pool.
(Las citas proceden del excelente The End of Economics, de Michael Perelman).
Hay una verdad importante en la idea de que, en un mundo de bienes de capital especializados de larga duración y costes marginales constantes o decrecientes, no hay tendencia a que los precios de mercado reflejen los costes de producción. Demasiada competencia, y las empresas venderán a precios que no recuperan sus costes fijos y se llevarán unas a otras a la quiebra. Demasiada poca competencia y las empresas recuperarán todos sus costes y algunos más, limitando al mismo tiempo la producción socialmente útil. Ningún proceso de mercado garantiza que la competencia llegue al nivel intermedio de Ricitos de Oro.
Pero aunque este problema es real, hay algo muy extraño en la forma en que Riley lo utiliza como argumento contra el New Green Deal. En lugar de hablar de competencia, Brenner hace como si existiera una cantidad fija de demanda por la que los productores deben competir. En un mundo de sobreproducción, dice, cualquier inversión pública sólo creará más exceso de capacidad, reduciendo los beneficios y la acumulación en otro lugar.
En cierto modo, se trata del reflejo exacto de la visión del Tesoro de los años 30 –que afirmaba que cualquier aumento del empleo público supondría una caída equivalente del empleo privado– o de sus sucesores modernos, como la visión de Jason Furman y Lawrence Summers. La línea Furman-Summers es que el mundo sólo tiene una cierta cantidad de capacidad productiva; cualquier gasto público por encima de ese nivel sólo dará lugar a la inflación, o bien al desplazamiento de la inversión privada. La línea Brenner-Riley es que el mundo sólo tiene una cierta cantidad de demanda, tanto en general como para la tecnología de reducción de carbono en particular. Si se intenta producir más, sólo se conseguirá un exceso de capacidad y una caída de los beneficios. Ambas partes están de acuerdo en que la economía es como una bañera: si se intenta llenarla demasiado, el exceso se desbordará por los lados. La diferencia es que para el primer bando, la demanda es el agua y la capacidad productiva es la bañera, mientras que para el otro, es al revés.
Riley invoca las discusiones de los años 30 de Oskar Lange sobre el socialismo electoral en apoyo de su afirmación de que «las medias tintas son absurdos contradictorios» –lo que incluye en gran medida cualquier «cotorreo sobre New Deals»–. Pero la situación a la que se enfrentaban los gobiernos socialistas en la década de 1930 era bastante diferente. Su problema era que cualquier debate serio sobre la nacionalización aterrorizaría al capital y desalentaría la inversión, hundiendo aún más la economía y condenando las perspectivas de los socialistas de ampliar sus ganancias electorales iniciales. Esto significaba que la nacionalización tenía que llevarse a cabo de una vez o no llevarse a cabo en absoluto, lo que en la práctica, por supuesto, significaba lo segundo. (Hay una buena discusión sobre esto en Paper Stones de Przeworski .) La política fiscal keynesiana era precisamente lo que ofrecía la salida de esta trampa, al permitir una expansión del sector público en términos coherentes con la continua acumulación privada. Riley rechaza aquí exactamente la solución al problema que identificó Lange.
Pero hay un problema más profundo con la visión de Riley-Brenner. En la reseña de Jim Crotty sobre el largo artículo de Brenner, éste argumenta que Brenner, en respuesta a lo que él consideraba una excesiva atención al conflicto entre capital y trabajo en los relatos sobre el final del boom de la posguerra, creó una historia igualmente unilateral centrada exclusivamente en la competencia intercapitalista. Creo que esto llega al quid de la cuestión.
Demos un paso atrás.
La naturaleza de las limitaciones del sistema
El desarrollo de una economía capitalista es un proceso complejo, que puede ir mal en muchos puntos. La producción a mayor escala requiere la expansión de los medios de producción físicos y organizativos, con los requisitos técnicos y materiales que ello conlleva. Hay que reclutar y supervisar mano de obra adicional. Hay que adquirir nuevas materias primas y el propio proceso de producción tiene que llevarse a cabo a mayor escala. Los productos resultantes deben venderse a un precio que cubra el coste de producción, es decir, debe haber suficiente demanda. El excedente resultante debe canalizarse hacia la inversión.
Todo ello sin que se produzcan cambios excesivos en los precios relativos y, en particular, sin que se produzcan cambios políticamente desestabilizadores en los salarios o en la distribución de la renta. La fase de reinversión se produce normalmente a través del sistema financiero; los compromisos de pago en curso que esto genera tienen que cumplirse de forma coherente. Y todo ello debe tener lugar sin generar flujos o compromisos de pago transfronterizos insostenibles.
Todos estos pasos tienen que darse en sincronía, en una amplia gama de sectores y empresas. Una empresa que amplíe su producción tiene que estar segura de que el mercado de sus productos también crece, así como la oferta de los insumos que utiliza, la financiación de la que depende y la mano de obra que explota. Una interrupción en cualquiera de estos aspectos detendrá todo el proceso. Cuando el crecimiento es constante e incremental, esto puede darse por sentado en la mayoría de los casos, pero no en el caso de un cambio más rápido o cualitativo, como en la industrialización.
Este problema fue claramente reconocido por los primeros economistas del desarrollo. Es la idea que subyace a los modelos de «dos brechas» y «tres brechas» de Hollis Chenery y su escuela, al «gran impulso» de Paul Rosenstein-Rodan o al famoso ensayo de Alexander Gerschenkron sobre la industrialización tardía. Todo tiene que avanzar a la vez. La industrialización requiere no sólo fábricas, sino puertos, ferrocarriles, agua, electricidad, escuelas. Todo ello depende de los demás. Se necesita ahorro (o al menos crédito) y se necesita demanda y se necesita mano de obra y se necesitan divisas.
Al mismo tiempo, una característica esencial del modo de producción capitalista es que en cada uno de los pasos intervienen diferentes responsables de la toma de decisiones, que actúan teniendo en cuenta únicamente sus propios beneficios monetarios. Desde el punto de vista de cada decisor, las elecciones de todos los demás parecen limitaciones fijas y objetivas. (Dada la importancia de los bienes de capital especializados de larga duración, también lo parecen sus propias decisiones pasadas). Desde el punto de vista de un productor concreto, la cuestión de si hay suficiente demanda para justificar una producción adicional es un hecho objetivo. Para los productores colectivamente, son sus decisiones las que determinan el nivel de la demanda tanto como –de hecho simultáneamente con– el nivel de la producción actual. Pero para cada uno individualmente, es un hecho, una restricción externa.
El problema surge cuando, al pensar en el sistema en su conjunto, tratamos algo como la competencia destructiva no como lo que es –un problema de coordinación–, sino desde la perspectiva del productor individual, como una restricción objetivamente dada, como si sólo hubiera demanda para todos. La corriente dominante, por supuesto, comete el mismo tipo de error cuando trata la capacidad productiva del sistema como anterior e independiente del nivel real de actividad. (Este es el tema del reciente artículo de Arjun Jayadev y mío sobre las limitaciones de la oferta). El hecho de que cuando una parte del sistema avanza más deprisa se encuentre con fricciones de partes rezagadas impone auténticos límites al ritmo de expansión –tanto las limitaciones de la oferta como las de la demanda son reales–, pero no debemos tratarlas como absolutas o dadas externamente.
Cuanto más rápidos y profundos sean los cambios en la producción, más difícil le resultará a un sistema de mercado descentralizado mantener la coherencia, y más necesaria se hace una coordinación consciente, más o menos centralizada. Esta fue una de las principales lecciones de la movilización económica para la Segunda Guerra Mundial y es una consideración crítica para la descarbonización. La planificación es omnipresente en el capitalismo del mundo real, y las transformaciones más rápidas de la actividad requieren una planificación a un nivel superior.
Abrirse paso
Al mismo tiempo, no debemos subestimar la capacidad de nuestro sistema de producción anárquica con ánimo de lucro para acabar rompiendo las barreras que encuentra, algo que Karl Marx comprendió mejor que nadie. Por eso se ha convertido en el sistema mundial que es. La demanda sostenida suscitará por sí misma la nueva mano de obra y las técnicas de producción mejoradas necesarias para satisfacerla. A la inversa, aunque la ley de Say puede no cumplirse a corto plazo, o como una cuestión de lógica, es muy cierto que las mejoras en la producción crean nuevos mercados y amplían la demanda cualitativa y cuantitativamente.
La sobreproducción y el exceso de capacidad no son fenómenos nuevos. Han sido una característica recurrente de las grandes crisis que las economías capitalistas han experimentado durante los últimos doscientos años. He aquí la bella descripción contemporánea de Jules Michelet de la crisis comercial de 1842 en Francia:
Las fábricas de algodón estaban en las últimas, muriendo ahogadas. Los almacenes estaban llenos y no había ventas. El fabricante, aterrorizado, no se atrevía ni a dejar de trabajar con aquellas máquinas devoradoras. Sin embargo, la usura no se despide, así que trabajó a media jornada, y la superabundancia se agravó. Los precios bajaron, pero en vano; siguieron bajando hasta que el paño de algodón se situó en seis sous.
Nunca deberíamos olvidar la miseria y el caos de crisis como ésta. Pero tampoco debemos olvidar cómo acaba esta historia. No es «y al final se cerraron suficientes fábricas y las cosas volvieron a ser como antes». En absoluto.
Michelet continúa:
Entonces ocurrió algo completamente inesperado. Las palabras seis sous despertaron al pueblo. Millones de compradores –pobres que nunca habían comprado nada– empezaron a agitarse. Entonces vimos lo inmenso y poderoso consumidor que es el pueblo cuando se compromete. Los almacenes se vaciaron en un momento. Las máquinas volvieron a funcionar furiosamente y las chimeneas empezaron a echar humo. Aquella fue una revolución en Francia, poco notoria, pero una gran revolución al fin y al cabo. Fue una revolución en la limpieza y el embellecimiento de los hogares de los pobres; la ropa interior, la ropa de cama, la mantelería y las cortinas de las ventanas eran ahora utilizadas por clases enteras que no lo habían hecho desde el principio del mundo.
La apertura a la posibilidad de este tipo de cambio transformador es lo que falta fundamentalmente tanto en la visión de Summers-Furman como en la de Brenner-Riley. No se trata de un sistema en homeostasis, que si se altera vuelve a su antigua posición. Es un sistema que se tambalea de un equilibrio inestable a otro. Y esto es muy relevante, creo, para la descarbonización.
No hace mucho tiempo, la opinión generalizada era que la energía fotovoltaica nunca pasaría de ser una fuente de energía especializada, útil cuando no se podía conectar a la red, pero demasiado cara para ser utilizada a escala comercial. Y ahora mira: la energía solar representó casi la mitad de la nueva generación de electricidad instalada el año pasado. Hay un margen casi infinito para un mayor crecimiento de las energías renovables, a medida que se electrifica más parte de la economía. El hecho de que Silicon Valley Bank tuviera un montón de bonos del Tesoro no significa que se haya agotado el campo de la inversión productiva.
El tremendo crecimiento de las energías renovables en la última generación no se habría producido sin subvenciones públicas y regulación. Al mismo tiempo, la mayor parte del trabajo real lo han llevado a cabo empleados de empresas privadas con ánimo de lucro. Riley tiene toda la razón al afirmar que nadie debería contar con la inversión privada en educación o en trabajos asistenciales. Hay que seguir explicando por qué estas actividades dependen fundamentalmente de la autonomía y la motivación intrínseca de los trabajadores que las llevan a cabo y, por tanto, son intrínsecamente inadecuadas para las empresas con ánimo de lucro. (Lo mismo cabe decir de muchas funciones públicas que se han traspasado a contratistas). Pero hay muchos otros ámbitos en los que todavía es posible aprovechar el afán de lucro para satisfacer las necesidades humanas.
(Para que quede claro, no estoy diciendo nada sobre las virtudes de los mercados o del ánimo de lucro en abstracto. Me gustaría eliminarlos progresivamente de la vida humana. Simplemente estoy constatando el hecho de que mi casa fue construida por un constructor privado, con ánimo de lucro, y sin embargo el tejado impide que entre la lluvia).
Hay mucho margen para criticar el contenido concreto de la IRA y otras leyes sobre el clima, así como las opciones estratégicas de los grupos que las apoyan. (Pero tenemos que rechazar categóricamente la idea de que existe una restricción tan fuerte que cualquier programa para aumentar el gasto privado en descarbonización se verá anulado por una reducción del gasto en otros ámbitos.
Los verdaderos retos
La cuestión de fondo, tanto para la política como para la economía, es que tenemos que resistirnos a pensar en términos de un cambio en un área mientras todo lo demás permanece igual. El «ceteris paribus» puede ser una herramienta analítica útil, pero es fundamentalmente inaplicable a los procesos históricos en los que un cambio crea la presión, y la posibilidad, de otro.
Sí, dada la tecnología productiva existente, dados los mercados existentes, el apoyo de un país a las energías renovables podría competir con el de otro. Pero estas cosas no vienen dadas. Las economías de escala existen tanto a nivel de la industria como de la empresa; el progreso tecnológico en un lugar se extiende rápidamente a otros. Cuando, por ejemplo, el hidrógeno sea práctico para el almacenamiento de energía a gran escala, será práctico producir energía verde en zonas donde hoy no lo es. Esto es lo más lejos que se puede llegar del paradigma de Brenner de una competición de suma cero por cuotas de un mercado fijo.
El verdadero problema para el Green New Deal y el programa más amplio de política industrial no es la escasez, ni de material ni de mercados. Es doble. En primer lugar, requiere una capacidad de planificación pública de la que se carece actualmente, en Estados Unidos y en otros lugares. La política industrial significa construir y legitimar el papel directo del Estado en una gama más amplia de actividades, un reto cuando la mayor forma existente de provisión pública directa, las escuelas públicas, están siendo atacadas ferozmente por la derecha. En segundo lugar, en la medida en que una avalancha de gasto público y privado conduzca a un auge sostenido, creará profundos desafíos para un sistema acostumbrado a gestionar los conflictos distributivos a través del desempleo. Nos hemos hecho una idea de cómo podría ser la reacción política al pleno empleo a partir del reciente discurso sobre la inflación, con sus temores a la «escasez de mano de obra». Es razonable, por ahora, responder que es una tontería preocuparse por una espiral de precios y salarios mientras la mano de obra sea tan débil. Pero, ¿qué ocurrirá cuando la mano de obra sea más fuerte?
Se trata de retos reales. Pero no debemos verlos como argumentos en contra de este programa, sino como indicadores de dónde pueden estar los próximos conflictos. Siempre es así. «El gradualismo no puede funcionar», declara Riley, pero toda política es incremental. El socialismo es sólo una dirección de viaje. Incluso si las «alturas de mando de la economía» pudieran «tomar de una vez» –la alternativa bastante ambiciosa de Riley al Green New Deal– eso sólo sería un paso hacia la siguiente lucha.
Un programa para movilizar al Estado burgués existente para empujar el gasto privado en la dirección de satisfacer las necesidades humanas, y la necesidad de un planeta habitable en particular, se enfrenta a muchos obstáculos –eso es cierto–. Los éxitos que la izquierda ha tenido bajo la administración de Joe Biden han sido limitados y comprometidos. Algunos de los más importantes, como la ampliación de las prestaciones por desempleo y familiares, ya han retrocedido; eso también es cierto.
Pero lo mismo podría decirse de todos los programas socialistas del pasado. Tenemos que seguir adelante, con un ojo puesto en la dirección a largo plazo y el otro en las contingencias del presente. Lo único que podemos decir con certeza sobre el futuro es que aún no ha sucedido. Si seguimos adelante, veremos cosas que no se han visto desde el principio del mundo.
J. W. Mason es profesor asociado de Economía en el John Jay College de la City University de Nueva York y miembro del Roosevelt Institute. Tiene un blog en The Slack Wire.
Fuente: Jacobin, 4-6-2023 (https://jacobin.com/2023/04/svb-dylan-riley-green-new-deal-capitalism-socialism)