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¿El final de las estaciones?

Juan Bordera y Antonio Turiel

El que por azar pare el mundo, será su salvador.

Émile Zola

Nos enorgullecemos tanto de nuestros enormes avances técnicos que han conformado una especie de credo: la tecnología siempre vendrá al rescate del progreso. Pero apenas queremos enfrentar una sensación cada vez más evidente: esa locomotora de la historia en la que viajamos es más bien un tren bala, y va tan rápido que apenas le quedan estaciones en las que nos podamos detener la naturaleza y todos los que viajamos en él. Lo estamos sintiendo ya: en la piel que suda en las noches de insomnio tropical que se eternizan, en las cosechas que fallan y que suben el precio de la vida, en los incendios, inundaciones, huracanes y granizadas que cada vez cogen más fuerza y se producen con más frecuencia. Y esto es sólo el comienzo. Hemos pisado gas tan a fondo que la atmósfera se está volviendo irrespirable y las cuatro estaciones ya parecen sólo dos. Lo del tren bala está adquiriendo un doble sentido cada vez más perverso.

Más madera. Más carbón. Más petróleo. Más minerales, aunque no haya suficientes para todo. Más y más rápido. Más progreso y por supuesto más crecimiento. Siempre. Hasta el infinito. En consecuencia, las anomalías y fenómenos extremos también están yendo a más. Y ahora, septiembre ya es un mes más del verano. Y octubre va camino también de serlo.

La situación del clima del planeta es de todo menos corriente

Septiembre fue un mes que la historia no podrá sino señalar y recordar, de un 2023 inolvidable. En Libia, la tormenta Daniel, convertida en verdadero huracán mediterráneo por haber atravesado una zona de agua anómalamente cálida, descargó tanta agua en pleno desierto del Sáhara que, en las inundaciones resultantes, perecieron cerca de 10.000 personas, y otras tantas siguen desaparecidas. Es uno de los peores desastres que se recuerdan en el Mediterráneo. Pero antes de esa tragedia, la misma tormenta Daniel arrasó Grecia: en dos días cayó la lluvia de dos años, y a causa de ello se ha perdido para los próximos años una cuarta parte de la tierra cultivable.

De la Antártida llegan noticias terribles: tras concluir el invierno austral, se ha certificado que falta un pedazo de hielo marino del tamaño de Argentina, simplemente porque el mar está demasiado caliente. Peor aún, ahora sabemos que la capa de hielo continental que cubre la Antártida Occidental ha entrado en un proceso de colapso irreversible (incluso si detuviéramos en seco las emisiones). Sólo queda saber si los cinco metros de subida del nivel del mar que implica sucederán en unas cuantas décadas, o con suerte en un par de siglos. En el Amazonas, una sequía enorme está acelerando un proceso que va a llevar a uno de los sistemas selváticos más cruciales para el equilibrio climático de la Tierra a un punto de no retorno a partir del cual su conversión en sabana se tornará irreversible. Hay muchas posibilidades de que este 2023 sobrepasemos, temporalmente –o no–, el límite de 1,5º C. Mucho antes de lo previsto, mucho peor de lo esperado en ningún modelo. Habrá que esperar durante años la confirmación, pero ahí va el aviso que nos manda la Tierra: no os fieis de los modelos. Esto no va a ser en absoluto lineal ni predecible. Y en Acapulco bien lo saben, tras ser machacados por el huracán Otis, de máxima categoría, y que se formó en menos de un día esquivando todas las previsiones.

Tampoco las temperaturas que estamos viviendo en España –incluso en octubre– han pasado desapercibidas para casi nadie. En Canarias tuvieron que cancelar las clases. En octubre. El calor y el tiempo de toda la vida. También hemos tenido, a menor escala, nuestro Daniel, nuestro Otis: el ciclón Bernard se intensificó inesperadamente frente a la costa de Portugal, dejando en la provincia de Huelva dos vidas perdidas y pérdidas económicas millonarias.

¿De qué nos hablan todos estos eventos? De la cercanía de los puntos de no retorno climáticos. Están saltando aceleradamente y antes de lo previsto, desde la teoría a la realidad más terriblemente cotidiana.

Ante la enormidad de las anomalías registradas en estos meses, también se ha calentado un debate científico: ¿a qué debemos achacar el cambio de ritmo que están experimentando tanto los océanos, como el incremento de las temperaturas, como la frecuencia e intensidad de los fenómenos extremos? El calentamiento global debido a los gases de efecto invernadero se acelera –este septiembre ha sido el mes más anómalamente cálido de la historia– y es el responsable, pero, ¿qué factores circunstanciales están detrás del acelerón?

Sin duda la clave del desequilibrio se encuentra en el balance. En el desbalance, mejor dicho. En el aumento de la energía almacenada por la Tierra. Si la radiación que entra es superior a la que sale, y cada vez la diferencia se hace mayor, se almacena calor. Blanco y en botella.

Valores pequeños en este balance radiativo (cinco veces menores que los que tenemos en estos últimos tres años) sirvieron en el pasado para provocar el deshielo de enormes masas de hielo y producir el cambio de ciclo de glacial a interglacial del planeta entero.

 

 

Sin embargo, en el clima de la Tierra y su maravilloso funcionamiento todo está conectado, así que las relaciones son bastante más complejas. La nueva fase en la oscilación de las aguas del Pacífico, hacia la parte cálida de su ciclo (El Niño), es sin duda uno de los responsables principales del aumento de la temperatura. Pero estamos hablando de una oscilación natural y cíclica, así que no puede ser el principal responsable, al menos directamente, de este año de récords y anomalías. Además, es tan solo ahora, en la parte final del año, que está comenzando a tener efecto. No le ha dado tiempo a El Niño a ser el responsable. Asumámoslo, hemos sido más bien los adultos.

Un grupo de científicos parece apuntar más hacia otro factor que ya anotamos en textos anteriores: el efecto que está provocando la menor cantidad de aerosoles que hay en la atmósfera (sobre todo por la nueva regulación marítima que limita enormemente la contaminación que emiten los barcos desde 2020). Este estudio concluye que, sin el efecto de los aerosoles, el calentamiento sería entre un 30% y un 50% mayor. La incertidumbre sobre el efecto que esto tiene es grande, debido sobre todo a los bucles de realimentación que provoca. El efecto es directo, por el bloqueo de la radiación, e indirecto: los aerosoles ayudan a la formación de nubes que también bloquean la radiación.

En realidad, no es uno u otro factor, sino la suma de todos, y los efectos que provocan, incluida la combinación entre ellos. Sin embargo, el componente más decisivo en esta ecuación es casi con toda probabilidad la ralentización de las corrientes, tanto atmosféricas como sobre todo oceánicas.

Las corrientes atmosféricas (los vientos) son el principal motor de las corrientes oceánicas en superficie. El calentamiento global está frenando los vientos en las latitudes más altas, y la falta de viento hace que las aguas del océano no se mezclen tanto y no haya tanta evaporación. Combinado esto con la acumulación de agua dulce proveniente del deshielo ártico en la superficie del mar, obtenemos que la AMOC (el brazo atlántico y meridional de la gran cinta transportadora del océano) se está frenando. Y la AMOC es un elemento clave en el funcionamiento del clima global (es lo que hace que Europa Central, a pesar de estar en la misma latitud que Canadá, tenga un clima más benigno), pero ahora es cuando más lenta está fluyendo en, como mínimo, los últimos 1000 años.

La ralentización de la AMOC supone una mayor concentración de calor en la superficie oceánica, hecho que a su vez acelera el deshielo en los polos, lo cual acelera la velocidad de todo el ciclo de ralentización. Una auténtica espiral de desestabilización climática.

El calor acumulado en la superficie de los océanos implica que hay mucha energía potencial disponible para reforzar las tormentas que se originen o simplemente pasen por las zonas de acumulación. James Hansen, climatólogo de la NASA ya retirado, habla de supertormentas. ¿Se imaginan qué supondrá que en cada vez más zonas costeras se produzcan con creciente repetitividad huracanes como Otis?

La detención de la AMOC, además, desviará el flujo oceánico de calor hacia el sur, enfriando las latitudes más norteñas y desestabilizando todo el hemisferio sur. La Zona de Convergencia Intertropical (ITCZ), donde la circulación atmosférica del hemisferio norte y sur se encuentran, y cuya posición variable a lo largo del año gobierna la estación de lluvias en Sudamérica, África y Asia, se desviará hacia el sur, desecando la Amazonía, la selva africana y el sudeste asiático. Ahora piensen en todo el carbono secuestrado por esos grandes bosques que morirían por falta de precipitación y que sería liberado al morir y pudrirse los árboles. O simplemente, que esos bosques dejen de secuestrar tanto carbono como están haciendo ahora, intentando compensar la locura humana. Da vértigo. Y cada vez más estudios, de los más reputados expertos, apuntan a esta posibilidad para este mismo siglo.

No es de extrañar que cada vez más científicos firmen manifiestos en los que admiten que «la vida está en riesgo»; o que Antonio Guterres, Secretario General de la ONU diga que «la era del colapso climático ha comenzado». Viendo la dimensión del problema, lo que no se entiende es cómo hemos tardado tanto en reconocerlo.

El Niño, cada vez más explosivo

Nuestro planeta no es simétrico. Hay más tierra emergida en el hemisferio norte y más superficie marina en el hemisferio sur. Eso hace que la insolación terrestre favorezca una mayor acumulación de energía en el hemisferio sur que en el Norte, porque el agua absorbe de manera más completa la radiación solar.

Debido a la rotación de la Tierra, las circulaciones oceánica y atmosférica de cada hemisferio prácticamente no intercambian energía, son bastante independientes. Así que cada cierto tiempo se produce un efecto de alcance planetario: El Niño, una perturbación que se propaga por todo el planeta durante un año completo, de verano a verano, con su punto álgido en torno al día de Navidad (de ahí el nombre de «El Niño»). Después de cada Niño, lo normal es (o era) que se produzcan una o dos «Niñas», la oscilación contraria, que son como el estado normal pero intensificado y que compensan el exceso de corrección de El Niño.

Pero el ciclo El Niño-La Niña también está cambiando. Los eventos La Niña son cada vez con más frecuencia multianuales, y la fase El Niño, cada vez más explosiva. Esta asimetría peligrosa producirá impactos más grandes en ambos extremos. Los «superniño», además, se dan con más frecuencia que antes. El último, el de 2015-2016 ya produjo una anomalía enorme en uno de los sistemas más robustos del Sistema Tierra: la Antártida.

Una Antártida cuya situación ya hemos señalado como muy preocupante. Rodeada por la corriente oceánica más fuerte de la Tierra (pero que también viene ralentizándose rápido) está entrando en un estado diferente: el aumento de la temperatura oceánica en superficie acelera el deshielo, lo que genera a su vez un menor albedo (la menor cantidad de hielo cada vez refleja menos energía al espacio entrando en un bucle de realimentación que aumenta tanto la temperatura oceánica como el propio deshielo).

¿Y cuándo se dio ese primer punto de inflexión en uno de los sistemas más robustos de la Tierra? Justo al terminar El Niño de 2015-2016 (y en ese momento no había apenas influencia de los aerosoles). Tras ese año no se ha vuelto a recuperar, y las anomalías han continuado creciendo hasta que hemos llegado al siguiente empujón de la criatura: 2023.

Todo esto son muy malas noticias. Los vaivenes pronunciados y la inestabilidad son síntomas de cercanía a un punto de ruptura, de no retorno, a partir del cual muchos de los sistemas claves para el equilibrio entrarán en una cascada de efectos en la que se van a ir derrumbando unos a otros. Teníamos un clima estable porque los factores decisivos en el equilibrio de ese clima eran estables.

Sí la cantidad de energía que absorbe la Tierra aumenta –recordemos que el 90% del exceso de calor acaba (o acababa) en los océanos–, las oscilaciones naturales que se producen, y que se contenían dentro de la estabilidad del Holoceno, van teniendo más energía con la que sorprendernos, e incluso desbordarnos, provocando anomalías que alimentan el mismo ciclo desestabilizador.

Un cóctel de factores (El Niño, menos aerosoles, el pequeño efecto que haya aportado la erupción de un volcán submarino, estar cerca del máximo solar, etc) ha producido una mega inestabilidad como esta de 2023, que presumiblemente será aún peor en 2024, al continuar los mismos factores actuando, más la inercia de las emisiones y el desbalance radiativo, que son los verdaderos responsables.

Cuando probablemente en 2025 la fase de El Niño cambie a La Niña, sin duda notaremos un pequeño respiro. Hasta el siguiente golpe, claro. Y así sucesivamente hasta cruzar un umbral crítico. Como si una canica fuera empujada con fuerza creciente por un Niño, hasta que la canica va cogiendo impulso, y cae a un nuevo estado.

 

Hay que diferenciar, eso sí, los efectos previsibles a corto, medio y largo plazo.

A corto plazo vamos hacia un aumento de los fenómenos extremos acentuados por las fluctuaciones naturales (El Niño-La Niña, la Oscilación Decadal del Pacífico, la Oscilación del Atlántico Norte, etc). A medio plazo, como ya hemos señalado, vamos a un más que probable colapso de la AMOC (e incluso de la MOC al completo) debido al deshielo polar. Y a largo plazo, de no frenar, a la Tierra Invernadero, de la que nos advirtieron hace apenas un lustro algunos de los mejores científicos de la Tierra. El punto de no retorno de ambos cambios de fase podría darse esta misma década, aunque los efectos tarden en mostrarse unas cuantas décadas más.

Pero que nadie piense que el clima se ha vuelto loco. Los locos somos nosotros. Los que hemos sostenido y seguimos defendiendo un sistema demente que pretendía lograr la imposibilidad de crecer eternamente en un planeta finito. Y los defensores de ese tipo de sistema sin sentido –los economistas neoliberales– son los curas de esta religión suicida del crecimiento perpetuo a la que hasta el papa Francisco ha tenido que venir a señalar como irracional.

El visionario Walter Benjamin ya decía hace casi un siglo: «Marx consideraba que las revoluciones son la locomotora de la historia universal. Pero tal vez se trate de algo completamente distinto. Tal vez sean las revoluciones el gesto por el que el género humano que viaja en ese tren echa mano del freno de emergencia».

La vía se nos acaba. Estamos abandonando el Holoceno, el de las cuatro estaciones estables y la agricultura. Ahora estamos llegando a la última estación del trayecto, la estación Antropoceno. No tenemos ya mucho margen de maniobra, pero sí que podemos escoger cómo entramos en ella y a qué velocidad. Podemos frenar lo más suavemente posible esa Gran Aceleración que nunca debimos dejar que se desbocara, para acolchar y atenuar un golpe a todas luces ineludible, o podemos seguir a toda pastilla, mientras negamos la gravedad del asunto, hasta el Gran Frenazo final, salte quien salte por la ventanilla.

El clima del planeta ya no volverá a ser el mismo. El planeta no volverá a ser el mismo. Hemos viajado tan rápido, que hemos llegado a otro planeta sin movernos de casa, y más nos vale poner todo el empeño del mundo, de este nuevo mundo, en comprenderlo, conocerlo y divulgarlo, para poder prepararnos para afrontarlo con sentido común, y de la manera menos individualista posible.

El final de las estaciones no es el final de nada más (y nada menos) que de la estabilidad climática. Es el final de las estaciones estables, conocidas. Y a la vez el principio de un nuevo régimen climático lleno de incertidumbres en el que todo lo que conocemos y amamos estará en riesgo.

Fuente: CTXT, 5-11-2023 (https://ctxt.es/es/20231101/Firmas/44507/Juan-Bordera-Antonio-Turiel-crisis-ecologica-colapso-climatico-verano-fenomenos-extremos-no-retorno.htm)

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