Un punto de encuentro para las alternativas sociales

El oficio de estudiar

Cristina García González y Arnau Sala Sallent

«Hay que convencer a mucha gente de que el estudio también es un oficio, y uno muy cansado».
Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel, XII

«Un estado de naturaleza es un estado en el que se ejerce la violencia y falta el derecho, un estado del que no puede decirse nada más verdadero que hay que salir de él».
G.W.F. Hegel, Enciclopedia de las ciencias filosóficas §502

«Todos los hombres desean por naturaleza saber». Así empezaba Aristóteles, en el siglo IV a.C., uno de sus tratados más célebres. Aquí, el término «saber» no está restringido en ningún sentido. Desde sus acciones más simples y rutinarias hasta las más minuciosas, el ser humano no puede obrar sin saber. Partiendo de esta premisa, la educación es, como decía Raymond Williams, algo ordinario. Es el proceso mediante el cual se dota a los miembros de una comunidad de destrezas y significados colectivos, recibidos siempre a la luz de una experiencia personal. Sin embargo, para aprender hay que reconocer la propia ignorancia, y no sentir la corrección como una herida imperdonable. Hay que reconocer, también, la autoridad de quien está en condiciones de enseñar. Toda la vida, el papel del profesor ha sido enseñar y corregir, y el del alumno, asumir, interiorizar, estudiar, memorizar. Toda la vida, el profesor no ha tenido que servir lo mismo para un barrido que para un fregado, ni desvivirse para motivar a un estudiante altivo. Tenía que actuar, simplemente, como aquello que él era. La historia está siempre abierta al cambio, pero es necesaria una soberbia muy grande para creer que el camino por el que han aprendido todas las generaciones pasadas es un camino impracticable; para creer que la instrucción no es educación y que la memorización no educa. ¿Cómo hubiéramos aprendido el nombre de nuestros padres, el nombre de nuestra calle, la secuencia de actos necesarios para vestirnos, si no hubiéramos realizado un primer acto de memoria infantil? Que hoy en día la memorización se haya convertido en inútil porque tenemos toda la información al alcance de un solo clic es una colosal falacia. Hace siglos que los seres humanos tienen toda la información del mundo al alcance de una sola visita a la biblioteca, y sin embargo la memoria ha sido algo valioso, porque los contenidos sólo tienen vida aprehendidos dentro de la mente.

A día de hoy, el aprendizaje memorístico de fórmulas establecidas y el uso de protocolos está todavía muy presente en las asignaturas científicas. A prácticamente nadie se le ocurriría invitar a sus estudiantes a aventurarse a intuir la fórmula para calcular derivadas o integrales a través del método de la libre experimentación y del ensayo y el error. En las ciencias nadie ignora todavía las bondades que proporcionan un simple esfuerzo memorístico y la aplicación mecánica de la norma aprendida hasta llegar al dominio del método por parte del estudiante. Porque en una fórmula matemática se encuentran cristalizados siglos de esfuerzos humanos que podemos alcanzar en unos pocos minutos. A prácticamente nadie se le ocurriría, en ciencias, que servirse del trabajo realizado por las generaciones pasadas sea un método educativo autoritario. Esta apropiación de las pasadas invenciones es, de hecho, algo que realizamos, irremediablemente, de forma constante a lo largo de nuestra vida. Sin embargo, en el estudio escolar de las lenguas ha aparecido últimamente la tendencia contraria, basada en la creencia de que es positivo invitar a los alumnos a escribir según su caligrafía y ortografía «naturales» hasta que la corrección sea alcanzada por arte de magia, si es que se considera necesario alcanzarla.

Prácticamente nadie duda hoy, tampoco,de que el cálculo matemático de derivadas y de integrales es la culminación de un largo proceso que empieza cuando aprendemos a sumar  en primaria. No existe una experiencia comparable de progreso en el estudio de las lenguas. Actualmente,un alumno en 4º de laESO puede tener exactamente el mismo uso lingüístico —pobre, inconexo, limitado, sin ninguna noción de registro—que tenía cuando empezó la educación secundaria. También es perfectamente posible terminar la ESO con casi el mismo nivel de reflexión lingüística, con los mismos conocimientos gramaticales, con los que se empezó. Que el modelo con el que se evalúa la lengua en la Selectividad sea un modelo sacado incuestionadamente de la gramática generativa chomskiana—un modelo según el cual el lenguaje es un hecho biológico, innato, en el que uno sabe de forma intuitiva qué producciones son correctas e incorrectas—no favorece en absoluto las cosas.

El lenguaje, que se aprende en sociedad, oyendo hablar a los demás y hablando con ellos, además de leyendo, estructura las posibilidades de nuestro pensamiento y de nuestras acciones. Alexander Luria (1902-1977), neuropsicólogo soviético, contaba una historia valiosa al respecto. Una vez fue contratado para ayudar en la educación de dos gemelos que apenas comenzaban la escuela. A pesar de contar ya varios años de edad, los gemelos carecían de lenguaje. Habían crecido en una familia que no se había hecho cargo de ellos, nunca se habían relacionado con otros niños y sus juegos compartidos habían creado tan sólo una colección de sonidos y gestos cómplices que poco tenían que ver con el lenguaje normal de sus compañeros de escuela. A modo de experimento, en un inicio Luria se hizo cargo tan sólo de uno de los dos gemelos. La terapia seguida fue simple: aprender a conversar y aprender a obedecer órdenes verbales simples y complejas. Esta inmersión en el mundo del lenguaje marcó una diferencia abismal entre los gemelos, agrandando exponencialmente el aprendizaje escolar del niño custodiado por Luria. A ese niño, aprender el lenguaje le abrió la puerta a su propio pensamiento verbal, a la propia conducta estructurada por el discurso y a todo un mundo humano de riquezas que podían adquirirse escuchando y leyendo. Hay que tener presentes experiencias como ésta en un contexto pedagógico en el que se celebra no se sabe qué genuino saber de los niños. No existe ninguna ingenuidad positiva en la ignorancia infantil, no hay ningún saber innato, ninguna sensibilidad esencial. Si abandonamos radicalmente los cálculos, siempre equivocados, sobre la naturaleza humana, entenderemos mejor la frase de Hegel en La enciclopedia de las ciencias filosóficas en la que apremiaba a abandonar el estado de naturaleza. La única naturaleza propia de los humanos es una naturaleza ética, es decir, social y cultural. Por eso lo más cierto que se puede decir de un estado de naturaleza sin ley ni cultura es que hay que salir de él, y lo mejor que pueden hacer los niños es dejar de serlo cuanto antes.

Quien haya visto The Miracle Worker [El milagro de Anna Sullivan] recordará la escena en la que Anne Sulllivan (interpretada por Anne Bancroft) no desiste hasta que Hellen Keller (PattyDuke) utiliza una cuchara a la hora de comer. Hasta entonces, Hellen come a pedir de boca, con las manos, ante la desidia de unos padres sin herramientas para vencer la lástima y educar a su hija sordociega. Una cuchara es la objetivación de un mundo y de unas relaciones culturales. Aprender a utilizar una cuchara permite integrar estas relaciones y construir sobre ellas una personalidad. En la mayoría de escuelas, los alumnos se relacionan hoy con el lenguaje de la misma manera como lo hace Hellen con la comida, antes de que Anne emplee tiempo y esfuerzo para evitarlo. Comer con las manos, infantilizar a los alumnos con el tipo de novelas juveniles que se lee en los institutos, es el camino más rápido para que el canon literario permanezca siempre opaco e inaccesible. No enseñar el canon, hay que tenerlo presente,es privar a los alumnos de la posibilidad de acceder a su propio lenguaje, a algunas de las manifestaciones más cumplidas, más creativas y, por tanto, más liberadoras de su propia lengua. El canon hegemoniza y enriquece, y si la escuela no lo enseña, es decir, si no obliga a su adquisición, habrá un amplísimo ámbito de la vida que quedará para siempre alejado de mucha gente, que será más pobre.

Cuando periódicamente se renuevan en Cataluña las angustias por la inmersión lingüística, es bueno recordar el vanguardismo de la Generalitat con las nuevas pedagogías. Es la escuela quien debe dar acceso a un modelo de lengua rico, y esto es incompatible con vaciar el currículum hasta prácticamente suprimirlo, como ocurre en la actualidad. Más allá de la sobrecarga de trabajo que supone para los profesores tener que inventarse cursos enteros, y de los dudosos resultados que esto origina, cabe pensar cuál es el sentido de la libertad de cátedra cuando falta un plan nacional de educación. También es bueno recordar que la Generalitat invertirá 200 millones en digitalización—es decir, en «maletas digitales»» y en pizarras interactivas—y que, en cambio, hacer planes de lectura sale gratis. Pero para la lectura, y para el aprendizaje en general, es necesario cultivar la paciencia, algo cada vez más inhabitual y complicado. Antonio Gramsci, que estudió siempre en unas penosas condiciones de salud, cuando no lo hizo preso dentro de una celda, advertía que hay que convencer a mucha gente de que estudiar es un oficio «molto faticoso». Pasar largas horas sentado en una silla, sosteniendo la concentración y aplazando el momento de pasar a otras actividades quizá más frugales, es hoy una experiencia desconocida para muchos estudiantes. La lectura, el estudio, requiere de un aprendizaje neuromuscular que ni es trivial ni sale de la nada. Aunque sea cierto que nuestro mundo se ha convertido en una inmediatez constante, no es forzoso que la escuela tenga que sumarse a ella.

En este sentido, una clase magistral, infamada a menudo por las nuevas pedagogías, supone un ejercicio de aprendizaje de contenidos y de educación de la paciencia como pocos otros. La creencia de que una clase magistral condena al alumno a la pasividad se debe a una confusión lamentable. Pasividad no es sinónimo de quietud física. En una clase magistral, el alumno desarrolla una actuación inmensa de escucha activa; de asimilación de contenidos y de diálogo interior con la información recibida; de toma de apuntes donde despliega sus recursos lingüísticos e intelectuales; de formulación de preguntas genuinas. Por otra parte, la clase magistral tiene más virtudes: acostumbra al alumno a recibir lecciones dogmáticas sobre historia, literatura o filosofía, sin más fin que el hecho de recibirlas y atesorarlas, sin tener que opinar y demostrar una genialidad personal dudosa a cada instante, sin hacer presentismo de los contenidos y sin esperar un uso aplicado inmediato. Estas experiencias dotan de una modestia intelectual y de una paciencia que sin duda dará frutos en los años futuros del estudiante. También ahorrará a la educación del futuro fenómenos tristes, pero reales, como la amenaza siempre vigente de que desaparezcan asignaturas como la filosofía, el griego o el latín. Saber declinar o poder identificar un dativo—pese a que en última instancia faciliten aprender alemán a las hornadas de ingenieros que tengan que emigrar— sirve de poco a la hora de trabajar de camarero. Pero es que la escuela no debe aportar conocimientos que sean útiles en el mundo laboral. El rol de la escuela es proveer al alumno de un universo teórico, permitirle el acceso a toda la riqueza humana necesaria para pensar el mundo y conducirse por la vida. Sin olvidar el deseo, el gusto y la felicidad intransitiva del saber.

Lo cierto es que los planes educativos nacionales, en Cataluña, están inspirados por las últimas arbitrariedades de las nuevas pedagogías y por la fundación privada Jaume Bofill, provista de las peores ideas sobre lo que nos construye como seres humanos. Todo el que haya pasado por el máster obligatorio de formación de profesorado podrá constatar que se trata, a cambio de una suma considerable de dinero que el futuro profesor debe poner de su bolsillo, de una pérdida de tiempo que pretende persuadir de las bondades de impulsar heroicamente las nuevas pedagogías en el centro educativo donde a uno le toque trabajar. Mientras todo esto ocurre, la educación pública sufre una degradación sin precedentes y la completa pérdida de su misión original: dotar a todos los estudiantes, independientemente de sus orígenes y poder adquisitivo, de unos conocimientos y de unas posibilidades intelectuales que en un hogar obrero los padres generalmente no sabían ni podían transmitir. La escuela no era un centro de juegos o de bienestar hedonista, ni un sitio donde aprender cosas simples y cotidianas que sí eran competencia de la familia y del barrio. A la larga, esta degradación llevará a que sólo los hijos de los estratos mejor formados y con posibilidades económicas accedan a centros educativos más exigentes y completos.

Sabemos de primera mano, sin embargo, que la realidad actual pone las cosas difíciles a aquellos profesores que pretenden mantener una educación pública de carácter más tradicional. El nivel académico, la situación intelectual y las condiciones personales y grupales en las que se encuentran la inmensa mayoría de los alumnos de nuestro país, y sobre todo entre los estratos sociales más precarizados, dificultan o directamente impiden la realización de clases magistrales, de lecturas exigentes y de pruebas y tareas que requieran un estudio memorístico y sostenido. Pero la renuncia, o apuntarse a los vientos siempre cambiantes de las últimas modas dictadas por pedagogos dudosamente formados,no es el único camino que queda en cuanto al oficio de estudiar.

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