Un punto de encuentro para las alternativas sociales

El mundo de Lenin. Pasaje al Oriente

Luca Cangemi

Lenin ha vuelto, o quizás nunca se ha ido en el siglo transcurrido desde su muerte, aunque en las últimas tres décadas el derribo de sus estatuas ha sido un deporte bastante extendido. Hoy, aquí y allá, se restauran algunas estatuas, pero sobre todo, de repente (sobre todo para los más distraídos), resurge el valor fundacional de la ruptura política y, digamos, epistemológica que supuso Vladimir Ilich.

Si la figura de estos convulsos años nuestros es la tendencia a derribar la recolonización (estadounidense) del mundo, más conocida bajo el nombre de globalización, e incluso el ocaso del dominio occidental sobre el globo (un desenlace nada seguro pero posible), entonces es necesario volver a estudiar la iniciativa leninista, que se desarrolló entonces por caminos muy tortuosos mucho más allá del final del Siglo Corto (que parece pretender hacerse muy largo), que es, indiscutiblemente, la matriz de estas convulsiones. Es como si una nueva oleada de material histórico incandescente irrumpiera a través de la fractura leninista, lo que no puede entenderse a menos que nos remontemos a las características originales de esa fractura.

Que se trataba de una fractura decisiva quedó claro de inmediato para los protagonistas de esta larga historia. El carácter «demoledor» y «constituyente» de las ideas de Lenin y de los actos del gobierno soviético (desde los primeros tiempos) sobre la autodeterminación de los pueblos es constatado con estupor por prácticamente todos los exponentes que desde posiciones muy diferentes (a veces muy alejadas de las de los comunistas) retoman la cuestión de la emancipación de las naciones forzadas por los europeos a la condición de colonias o semicolonias.

En Cantón, Sun Yat Sen hizo cerrar los teatros durante tres días ante la noticia de la muerte de Lenin. Es bien sabido que (estamos ya en 1930) Nehru escribía desde una prisión inglesa a su hija Indira Gandhi, señalando como memorable el año del nacimiento de la niña (¡1917!) gracias a la labor de «un gran hombre», pero similares valoraciones y atenciones podemos encontrar en los nacionalistas turcos, en los intelectuales persas, incluso en algunos príncipes afganos que querían emanciparse del control británico. Por no hablar, claro está, de aquellos para quienes la militancia comunista y la militancia anticolonial se identificaban inmediatamente. Las palabras de Ho Chi Minh son sorprendentes por su sencillez y su fuerza: «los pueblos coloniales no podían creer que existieran tal hombre y tal programa».

Mil hilos enlazan esta fascinación abrumadora con la situación actual y ayudan a explicar incluso aspectos sorprendentes de la misma. Al fin y al cabo, no hay más que echar un vistazo a los estudios históricos, que siempre figuran entre los indicadores más sensibles del presente: en la primera década posterior a 1989, los estudios predominantes sobre la Revolución de Octubre y el movimiento comunista eran estudios de teratología, es decir, estudios sobre una monstruosidad que se había desviado de la evolución histórica «normal» y condicionado a una parte sustancial de la humanidad. En el nuevo milenio, una vez archivado el fin de la historia, se desarrolla entre historiadores de distintas orientaciones el interés por el movimiento comunista como gran actor global que propone vías alternativas de modernización.

El mundo es, sin duda, para Lenin el verdadero escenario de su acción política, la dimensión necesaria de su estrategia revolucionaria. Desde este punto de vista, podemos decir que es el primer dirigente político mundial. Marx vislumbró claramente la unificación tendencial del mundo actuada por el capitalismo, Lenin toma esta dimensión como piedra angular de la práctica política cotidiana.

Esta práctica política global mantiene en tensión –proponiendo por primera vez en la historia del mundo su unificación– dos aspectos: la lucha del proletariado europeo contra el capitalismo, la lucha de los pueblos oprimidos de las colonias.

Esta tensión se entrelaza, como si fuera una trama explicativa, con otra entre las dimensiones nacional e internacional de la lucha. El mundo de Lenin es un mundo de clases, pueblos, naciones, y el internacionalismo debe especificarse siempre en su arraigo en las condiciones nacionales específicas (y antes de eso, en el estudio de las mismas). El cosmopolitismo y las construcciones abstractamente supranacionales, como el proyecto de los Estados Unidos de Europa, son vistos con una actitud crítica, si no despectiva.

La Revolución de Octubre en la visión de Lenin encuentra su razón de ser histórica en estar en el centro de estas tensiones. No sólo se produce en el momento oportuno, impidiendo que la crisis del imperio zarista se reabsorba en el marco burgués, sino que también se produce en el lugar adecuado, en una formación territorial e histórica que puede conectar al movimiento obrero europeo, al marxismo y a las luchas de los pueblos contra el imperialismo y el colonialismo.

La ruptura no sólo política sino ante todo cultural con el pensamiento europeo dominante (incluido el socialista) no puede ser más aguda. En palabras de un intelectual indio, Europa empezó a provincializarse.

Por eso hablamos de una fractura epistemológica decisiva de la que no puede sino partir cualquier visión policéntrica del mundo. Y por eso hay que investigarla a partir del nombre con el que se denominó a estos nuevos sujetos, pueblos de Oriente.

¿Qué es Oriente?

Para los bolcheviques, la palabra «Oriente» designa al menos tres dimensiones políticas.

   1. El Oriente musulmán y la India

En primer lugar, Oriente designa la amplia zona que se extiende desde Turquía hasta la India y que, sobre todo en el Cáucaso y en Asia Central, cruza grandes franjas de la población del propio antiguo imperio zarista. Este enorme cuadrante, muy variado y complejo aunque en muchos lugares marcado por las culturas islámicas (y musulmán es un adjetivo utilizado a menudo para definir a las poblaciones de esta zona en los documentos bolcheviques), está muy inmerso en la dinámica de la guerra civil y la intervención exterior de las potencias imperialistas que se desataron contra la recién nacida potencia soviética. La atención se centra aquí en los procesos de construcción nacional que se desarrollan en el centro del disuelto Imperio Otomano, Turquía. La joven potencia soviética juega con el nacionalismo turco contra las potencias capitalistas vencedoras (e intervencionista contra la Rusia soviética) de forma similar a como lo hace, en cierto momento, con los sectores nacionalistas alemanes después de Versalles. Pero aquí el juego es mucho más complejo. Basta pensar en un asunto como el de Enver Pasha, que entrelaza plásticamente las luchas que presiden la construcción del espacio soviético en el Cáucaso y Asia Central con los conflictos internos de las élites nacionalistas turcas, en un torbellino de alianzas y enfrentamientos. Al final, el resultado será políticamente ambiguo, ya que, por un lado, permitirá la estabilización (en modo alguno previsible) del poder soviético en una vasta zona, pero, por otro, dejará constancia de la impermeabilidad del nacionalismo turco a cualquier instancia revolucionaria, es más, de su precoz postura anticomunista, que tendrá consecuencias a largo plazo a lo largo del siglo XX. Las relaciones con los procesos de reorganización que también atravesaron el otro gran continente histórico-cultural, el persa, también tendrán resultados diferentes. La India merece un discurso aparte, un espacio cultural con características muy específicas en comparación con el resto de la zona, la perla del Imperio Británico, donde la intervención política directa del bolchevismo fue más limitada, pero el impacto que la Revolución de Octubre tuvo en el abigarrado mundo de los que luchaban por la independencia india fue enorme. Y la gran hostilidad de los gobiernos de Su Majestad hacia la Rusia soviética estuvo motivada sobre todo por el miedo a la India. Son temores que se prolongan en el tiempo, la literatura nos ayuda a identificarlos. En Italia, la novela de Peter Hopkirk, escrita en los años 80, con el significativo título Setting the East Ablaze: Lenin’s Dream of an Empire in Asia, 1984 (literalmente, Incendiar Oriente: el sueño de Lenin de un imperio en Asia, mucho más significativo que el título de la edición italiana en la que dare fuoco all’Oriente se transforma en un menos punzante «Avanzando nell’oriente in fiamme»), salió a la luz hace unos años. En él, el miedo a la India es el hilo conductor de la trama. Un miedo disfrazado de alarma por las conspiraciones más inverosímiles y los ejércitos subversivos fantasmas, pero en realidad fundamentado en la preocupación política por el eco estremecedor que la Revolución Rusa y la elaboración de Lenin tuvieron en un amplio público militante e intelectual del subcontinente.

    2. Extremo Oriente y China

Distinto de este Oriente cercano hay otro Oriente en la mente de Lenin, extremo o distante, también interno y (mucho más) externo al espacio dominado por los zares.

Este espacio es «tematizado» y sobre todo investido por la acción política directa con cierto retraso, en particular debido a los acontecimientos de guerra civil e intervención extranjera que fueron particularmente duros en el Extremo Oriente ruso. Pero fue en estos inmensos territorios donde arraigaría profundamente el discurso leninista sobre el Este, capaz de producir desarrollos extraordinarios y duraderos en las décadas siguientes. Si Oriente significaba sobre todo Turquía, Persia, India y el gran antagonista era Inglaterra, en Extremo Oriente la Rusia soviética se enfrentaba a la enorme cuestión china y encontraba en su camino un imperialismo autóctono particularmente agresivo, el de Japón, el primero en intervenir junto a los ejércitos blancos y el último en resignarse a la derrota (las tropas japonesas permanecieron en Vladivostok hasta octubre de 1922). La victoria laboriosa y sangrienta, pero clara, contra las diversas agrupaciones contrarrevolucionarias que maduraron en 1921 permitió reorganizar el poder soviético en vastos territorios y resolver la cuestión de la independencia de Mongolia. Mientras tanto, la Comintern trabajó duro para construir núcleos que, en los años siguientes, lograrían importantes resultados en Indonesia, Corea e Indochina.

Entonces, muy pronto, se impuso la centralidad de la cuestión china. La relación entre China, el pensamiento de Lenin y la Revolución de Octubre es un tema histórico-político, no por casualidad redescubierto recientemente, tan complejo como fundamental. De forma esquemática pero bonita podemos fijar el punto de partida, con la sintonía muy significativa entre la polémica del joven Estado soviético contra el Tratado de Versalles, que Lenin calificó de «paz indigna de violencia, robo y lucro», por un lado, y el llamado movimiento chino del 4 de mayo de 1919, que todavía se considera el punto de partida de una nueva China, por otro. La figura política del movimiento del 4 de mayo, es decir, el vínculo entre la renovación cultural y social de China y su independencia y dignidad nacional frente a la humillación de las potencias imperialistas, pronto encontró una referencia en las tesis generales de Lenin, así como en actos concretos de política internacional. No es casualidad que el marxismo se extendiera en China en aquellos años, pero fue un marxismo chino que ya nació «leninista» y que originalmente tenía en su ADN la centralidad de la cuestión nacional, del anticolonialismo y del antiimperialismo, de forma muy diferente a lo que ocurrió en Europa. Y la propia fundación del Partido Comunista Chino, directamente relacionado con el movimiento del 4 de mayo (basta ver las biografías de su grupo dirigente) sigue este camino, muy diferente de la fundación por escisión del movimiento socialista que ocurre en Occidente. Y que será un modelo muy extendido en Asia (pero también más tarde en África) con la significativa excepción de Japón. Estas características originales explican gran parte (aunque no todo) de lo que sucedería en los años y decenios siguientes. Sobre todo, explica dos elementos decisivos: por un lado la permeabilidad del movimiento nacional chino al marxismo, su conexión con las posiciones soviéticas (en las que invirtió fuertemente, a lo largo de los años veinte, con una presencia constante de asesores políticos y militares) y por otro la propensión del comunismo chino en varias fases políticas a plantear el problema de la unidad con los nacionalistas, pero tomando la unidad como terreno de desafío hegemónico.

   3. El Oriente Global

Las dos dimensiones del Oriente que hemos descrito se fusionan y simultáneamente se expanden para abarcar territorios que sólo después de la muerte de Lenin. Progresivamente, serán investidos concretamente por la iniciativa articulada de la Comintern y la URSS, pero que incluso antes de la Revolución ya están dentro del esquema en la cabeza de Lenin y son profundamente sacudidos por el mensaje proveniente del Octubre soviético. Es un Oriente global que incluye también territorios que no son orientales geográficamente pero sí lo son (radicalmente) políticamente, además de toda Asia se extiende a África y América Latina. Oriente se convierte en sinónimo de «cuestión colonial» y, también, de antiimperialismo. La conexión con el debate actual sobre el «Sur Global» es evidente.

El tema del desarrollo desigual del capitalismo, que Lenin estudia en profundidad, produce ya en los años anteriores a la Revolución una concepción definida del proceso revolucionario a escala mundial, profundamente innovadora porque se basa en dimensiones diferenciadas pero al mismo tiempo articuladas. La revolución social, escribió Lenin desde su exilio suizo, sólo puede tener lugar como «una época que asocia la guerra civil del proletariado contra la burguesía con toda una serie de movimientos democráticos y revolucionarios, incluidos los movimientos de liberación nacional, de las naciones oprimidas». Los tiempos y las formas de la revolución son radicalmente polifacéticos.No sólo se desmonta de raíz la concepción lineal y evolucionista de la historia de la segunda internacional, sino que se consagra la propia legitimidad y centralidad de la revolución socialista en Rusia (que en el momento en que se escriben estas notas no es fácilmente previsible). Rusia puede desempeñar un papel fundamental no sólo por su extraordinaria situación geográfica e histórica entre Europa y Asia, entre Oriente y Occidente, sino también porque en un mismo Estado coexisten formas de desarrollo muy diferentes (en «Rusia está Londres, pero también la India», según la ocurrencia de Trotsky). Esta intuición, fundacional del bolchevismo y que, tras complejas discusiones, unió a todo el grupo dirigente, iba a encontrar un extraordinario desarrollo político con la política exterior de la joven Rusia revolucionaria (la denuncia de los tratados secretos de la Entente tuvo un gran impacto, en particular los que se referían al reparto planificado de las tierras orientales) y con la fundación de la III Internacional, que ya en las condiciones de admisión sancionó una posición muy clara y asignó tareas precisas a los partidos comunistas de los países coloniales.

Un momento de gran discusión teórica y política tuvo lugar en el II Congreso del Komintern en 1920, en el que Lenin se encargó personalmente de dirigir la discusión de las tesis sobre la cuestión nacional y colonial, lo que refleja la centralidad del problema en el pensamiento del líder bolchevique. El interlocutor principal es el comunista indio M.N. Roy, un personaje interesante, que en cierto modo anticipa la figura, sobre la que han reflexionado los estudios postcoloniales, del intelectual diaspórico (su actividad intelectual y política abarcó contextos muy diferentes, desde la India a la Rusia soviética, desde México a China). Representa en la discusión de la Internacional una forma de radicalismo intelectual, que reaparecerá varias veces en la historia del movimiento obrero y en la de sus relaciones con los movimientos de liberación, que al exagerar ciertos rasgos ideológicos corre el riesgo de separarse del movimiento real. Desde este punto de vista, la discusión con Roy sobre la lucha en los países coloniales se parece mucho a la anterior discusión de Vladimir Ilich con Rosa Luxemburg sobre la cuestión nacional. La confrontación con M.N. Roy nos muestra a un Lenin particularmente dialogante y esforzado por la síntesis, que se esfuerza pacientemente por hacer crecer a un grupo dirigente de comunistas «orientales», consciente de que se encuentra en un terreno extraordinariamente nuevo en el que la experimentación es particularmente necesaria.

Quizás la característica más peculiar de Lenin, la estrecha unidad y de hecho circularidad de la teoría y la práctica política encuentra aquí una de sus expresiones más elevadas. Los resultados son históricamente muy relevantes. En particular, dos: la definición de la relación entre los movimientos de liberación nacional y los comunistas, la reconsideración de la relación entre el grado de desarrollo y la perspectiva socialista.

Sobre el primer punto, se sanciona la alianza entre los movimientos nacionales y el movimiento comunista como una opción estratégica, pero sin renunciar a entrar en el fondo de las características políticas de los movimientos de liberación nacional, con la conciencia de las complejas relaciones entre las clases dominantes nativas y las potencias imperialistas. Por lo tanto, entregamos a los núcleos revolucionarios de los países del Este y a la propia Internacional la responsabilidad de análisis concretos y diferenciados de las realidades de cada país y de los diferentes sujetos políticos, que se proponen conducir a los pueblos «orientales» a su emancipación del juego colonial o semicolonial. Si repasamos las complejas relaciones entre el Kuomintang y el Partido Comunista Chino, por poner sólo un ejemplo (pero muy importante), veremos cómo ha pesado históricamente esta indicación.

En el segundo punto, asistimos a una verdadera ruptura epistemológica en el campo del socialismo: se afirma con fuerza la posibilidad de vías alternativas de cambio de las formas económico-sociales frente a las de los países capitalistas avanzados, aunque apelando también aquí a la necesaria experimentación. La ruptura con la tradición de la II Internacional, pero yo diría que con el propio pensamiento occidental, es muy clara.

Una tradición en marcha

Las tesis sobre la cuestión colonial aprobadas por el segundo congreso de la Komintern son el inicio de una historia y una cultura que atraviesa, en medio de infinitas contradicciones, todo el siglo XX, adquiere una centralidad en las décadas de la descolonización, se hunde en el cambio de milenio y parece volver, bajo formas muy diferentes y en un contexto profundamente cambiado, en esta fase.

Tras el gran impulso del Congreso Internacional de 1920 y después del Congreso de los Pueblos del Este, en Bakú, en septiembre del mismo año, que representa su primera aplicación concreta, comienza a arraigar un trabajo cultural (que tiene su primer impulso en las decisiones de Bakú) cuyos efectos serán profundos. Hablamos de la construcción de instituciones educativas y de investigación, de revistas, de asociaciones eruditas, de la fuerte inversión en estudios en una pluralidad de sectores que van de la arqueología a la lingüística. Protagonistas de este esfuerzo político y cultural son hombres como Mijail Pavlovich (seudónimo revolucionario de Mijail Lazarovich Veltman) protagonista poco visible pero importante en el congreso de la Komintern y especialmente en Bakú. Pavlovich fue la figura clave en la creación y dirección del Instituto de Estudios Orientales y de la influyente Asociación Científica Soviética de Estudios Orientales, el exponente más conocido y probablemente teóricamente más fuerte de un cuadro directivo e intelectual «especializado» en Oriente, que sorprendentemente ocupó rápidamente puestos de responsabilidad en el partido bolchevique, la Internacional, las instituciones soviéticas, los servicios de seguridad, el Ejército Rojo. Un cuadro compuesto por personalidades de todas las nacionalidades soviéticas, pero también por militantes comunistas internacionales, y en el que se combinan una cuidadosa preparación teórica, experiencia política (y también militar) y conocimientos especializados en un marco unitario producido por la elaboración leninista. También hay que prestar especial atención a las iniciativas y estructuras de formación dirigidas a los jóvenes cuadros políticos de los países del Este, tanto de los partidos comunistas, en proceso de formación, como de los movimientos de liberación nacional. Sería demasiado largo incluso mencionar a las numerosas personalidades que en los años veinte asistieron a la Universidad Obrera Comunista de Oriente o a su filial dedicada a China y bautizada con el nombre de Sun Yat-sen (lo que confirma la atención temprana y especial prestada a la situación china) o incluso a estructuras mucho menos conocidas como la escuela «Lenin» de Vladivostok, dirigida principalmente a jóvenes chinos y coreanos. Baste decir que entre los participantes en estos cursos se encontraban Deng Xiaoping, Ho Chi Minh e incluso Yomo Kenyatta.

Volver a trazar el estrecho debate que atravesó esta cultura leninista «oriental» en la dialéctica con los acontecimientos del movimiento comunista internacional y con el desarrollo de las luchas revolucionarias primero en Asia y luego en África y América Latina sería muy interesante (y no poca parte de una comprensión adecuada del siglo XX), pero está fuera del alcance de este trabajo.

En su lugar, es importante señalar cómo se estructura una verdadera tradición cultural, un punto de vista sobre el mundo, con características inevitablemente muy variadas pero también con rasgos unitarios.

Inevitablemente, una tradición con un fuerte impacto político es objeto de una constante atención crítica, desde diversos flancos. Nos parece interesante identificar y discutir dos tendencias críticas, significativamente opuestas, al menos en apariencia.

La primera y muy extendida reacción a la iniciativa de Lenin hacia el mundo colonial es una orientalización del propio bolchevismo. Se podría utilizar a este respecto (con cierta licencia, por supuesto) la noción gramsciana de asedio recíproco. Mientras que para Lenin la cuestión oriental (en su identificación ya indicada con la cuestión de la emancipación de los pueblos de las colonias y semicolonias) es una forma de ampliar el frente de la lucha contra el capitalismo y el imperialismo, para la enorme operación ideológica que tiende, desde los primeros días después de la Revolución de Octubre hasta nuestros días, a identificar el comunismo como un fenómeno oriental, el objetivo es circunscribir su naturaleza dentro del recinto del atraso histórico. Por otro lado, en los últimos años ha ido avanzando un frente crítico opuesto, el que habla de Orientalismo Rojo, utilizando –de forma bastante creativa– el famoso concepto que Edward Said utilizó para describir cómo la cultura europea de la época colonial (y la de los llamados Area Studies estadounidenses que son sus legítimos herederos) había construido un concepto de Oriente funcional a su propia dominación. Según estos críticos, la sistematización del pensamiento leninista sobre Oriente habría sido exclusivamente funcional a la política de poder de la URSS, habría recuperado abundantemente léxico y conceptos del orientalismo occidental y del orientalismo ruso prerrevolucionario, y habría sido esencialmente el vector de una idea de «misión civilizadora». Al más puro estilo orientalista. Este tipo de razonamiento, aunque plantea algunos puntos a investigar (en particular qué y en qué formas el conocimiento soviético de Oriente hereda de los estudios orientalistas de la Rusia prerrevolucionaria) se salta algunos pasajes fundamentales y en particular la opción muy clara de los bolcheviques por la subjetivización de los pueblos de las colonias y también la crítica radical, que viene directamente de Lenin, a toda idea estereotipada y predeterminada del desarrollo de las sociedades orientales, a todo evolucionismo occidental universalizado. Como quiera que se la juzgue, la tradición de los estudios orientales, que cobró vida con el pensamiento de Lenin y la Revolución de Octubre y luego se articuló enormemente al ser apropiada por los movimientos revolucionarios concretos del siglo XX, tiene una «interioridad» con la compleja dinámica de los pueblos de los países que lucharon contra el colonialismo y el neocolonialismo, que la hace inabordable al saber orientalista tal como lo definieron Said y luego los estudios poscoloniales. Por supuesto, no se trata de reivindicar cierta «pureza», la diferencia es una diferencia de ubicación. Y es una diferencia radical.

Muy difícil de abordar orgánicamente, en conclusión, es el tema que hemos cruzado en varios puntos de nuestra argumentación y que es de indudable interés, hasta el punto de ser evocado incluso en el debate dominante. Cuando una revista como Limes rastrea la intrínseca relación con Rusia de las clases dirigentes africanas que pusieron a Francia a las puertas de los lazos nacidos en esas instituciones formativas que hemos visto surgir y multiplicarse a instancias del lejano Congreso de Bakú, cuando antiguas solidaridades antiimperialistas producen acontecimientos clamorosos como la iniciativa sudafricana contra Israel, cuando las relaciones entre Rusia y China vuelven a ser centrales (ciertamente bajo formas muy diferentes a las del pasado), cuando las cancillerías occidentales encuentran inexplicable la posición de la India en la crisis ucraniana, no cabe duda de que la tradición política e intelectual que hemos reconstruido se pone en tela de juicio.

La historia de los cambios en la política rusa de los últimos treinta años merecería un examen especial en profundidad, nos limitaremos en este punto a señalar un rastro. No cabe duda de que la primera (y quizá decisiva) ruptura del eltsnismo, es decir, de una posición de la Federación Rusa completamente subordinada a Occidente, política y culturalmente, está vinculada a un nombre preciso: Evgenii Maksimovich Primakov. Y a su política que una fuente hostil pero cuidadosa como Samuel Huntington define precozmente como «antihegemónica». Pero, ¿quién es Evgenii Primakov? Sin duda es un producto típico de esa tradición política y cultural que hemos descrito, de hecho en la última fase de la vida de la URSS es su representante más influyente. Licenciado en Estudios Orientales en 1953, corresponsal desde Oriente Próximo para Radio Moscú y Pravda, durante décadas fue el protagonista del análisis y la iniciativa sobre «Oriente» en algunos de los ganglios decisivos de la compleja arquitectura soviética: los institutos de investigación, la Academia de Ciencias y, un ámbito ciertamente nada secundario, el KGB. De hecho, como jefe de la relanzada, en 1979, Asociación de Estudios Orientales, Primakov es también el heredero formal de Mijaíl Pávlovich, a cuya obra se refiere explícitamente. Con Primakov en la era postsoviética, primero Ministro de Asuntos Exteriores y luego Presidente del Consejo, la posición rusa cambia sustancialmente, y si desde un punto de vista simbólico fue llamativa la interrupción del viaje a Washington al conocerse el inicio de los bombardeos de Kosovo, es la «doctrina Primakov», es decir, el proyecto de construcción de un eje estratégico con China e India y la atención al papel de Irán, lo que define rasgos sobresalientes de un nuevo posicionamiento internacional de Rusia en función –se diría con un término antiguo– de contrapeso al papel de EEUU. Y una vez más aparece evidente un hilo rojo entre pasado y presente.

Evidentemente, la cautela y la atención son obligadas: cualquier superposición que no tenga en cuenta una situación mundial que la historia del último siglo ha transformado profundamente es errónea y estéril, pero al mismo tiempo es de una miopía absurda no ver las largas tendencias que conectan la fractura revolucionaria leninista, las luchas anticoloniales de la segunda mitad del siglo XX (poderosamente empujadas por la victoria soviética en la Segunda Guerra Mundial y la Revolución China), la resistencia de fin de siglo con la lucha actual por un mundo multipolar. El Sur Global es heredero del Oriente Global esbozado en los años veinte y de la lucha por la descolonización y –hecho decisivo, porque la subjetividad importa– reivindica esta herencia. Por supuesto, esta investigación sobre Oriente también encierra en sí misma preguntas sobre el otro polo, sobre Occidente, también pide arrojar luz sobre nuestra parte del mundo. El discurso de Lenin sobre Oriente es también el discurso de una relación nueva y necesaria entre el movimiento obrero de los países capitalistas de Occidente y los pueblos que luchan por liberarse del yugo colonial. La Revolución Rusa, como ya se ha mencionado, es vista como el puente entre estas dos realidades. La derrota del movimiento obrero y del marxismo en Occidente, cuyas duras consecuencias históricas parecen particularmente evidentes y devastadoras en este momento, plantea enormes problemas. Y esto habrá que discutirlo de nuevo.

Fuente: Marx XXI, 23-1-2024 (https://www.marx21.it/storia-teoria-e-scienza/il-mondo-di-lenin-passaggio-a-oriente/)

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